Revista Axxón » La canción de Maguerra, Alejandro Alonso (Novela, parte 1) - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

 

 

El Hotel

 

1. Danaus

 

El Polo Norte es noticia. Los científicos han encontrado grandes agujeros que aparecen en el campo magnético de la Tierra y sugieren que los polos Norte y Sur se están preparando para invertir posiciones, en lo que podría ser un auténtico vuelco magnético.

De ocurrir así las cosas, sería inminente un período de caos, en el que los compases de las brújulas no apuntarían más al Norte, las aves migratorias irían en dirección equivocada y los satélites se incendiarían como consecuencia del efecto de la radiación solar.

Los agujeros del campo magnético están sobre el Atlántico Sur y el ártico. Los cambios fueron revelados luego de que se analizó detalladamente la información obtenida por el satélite danés Orsted…

—«Los polos magnéticos podrían llegar a invertirse», La Nación, Buenos Aires, 12 de enero de 2003

 

La última mariposa está perdida. Sobrevuela la planicie costera, resistiendo el viento húmedo y frío. Pierde altura sobre los calafates espinosos y las matas amarillas, parece que va a claudicar. Luego remonta y estabiliza el vuelo.

Está perdida. El norte, siempre cálido y lleno de vida, ahora responde con este frío letárgico e indiferente. Los glaciales vientos marítimos deberían soplar desde el suroeste. Si es así, la última matiposa estuvo volando hacia el sur. Malas noticias.

La brújula engañosa

(¡qué dolor, qué dolor, qué pena!)

marcaba al sur el norte, y el norte ¿dónde está?

Obladí, obladá.

¿El norte dónde está?

 

De alguna forma, la mariposa sabe que el mundo está al revés. Durante días siguió el tironeo en su pecho, negándose a aceptar la evidencia solar que presentaban sus ojos. Así llegó adonde nunca hubiera querido estar: el final de la Tierra. Desiertos, montañas, ríos y lagos, bosques cada vez más fríos.

No puede seguir adelante, tampoco volver.

Se eleva y traza un extenso círculo buscando un nuevo destino.

Queda embelesada con el fuego frío de un bosque otoñal de lengas y ñires. Llamas vegetales, rojas y amarillas, jugando con el viento, derramándose lentamente y tapizando el suelo. No hay hermanas que la acompañen en su último vuelo, ni pájaros predadores, ni siquiera humanos.

Maguerra.

A orillas de un río glaciario, percibe una estructura regular: una vía ferroviaria que se pierde en el bosque de lengas. La sigue.

Sobrevuela un monte fértil, donde tocones hachados hace más de dos siglos son testimonio de la devastadora acción del hombre. Atraviesa otro bosque. Cruza turbales y embalses de ramas que dan origen a lagunas y pantanos.

Las vías la llevan a una bahía que mira hacia el poniente. A orillas de esa bahía hay una ciudad. Centenares de casas de madera o ladrillo, con techos de chapa, agrupadas en bloques más o menos regulares, o repartidas en las laderas de la montaña. Una sinfonía de colores nuevos.

Y de silencios viejos.

Maguerra.

A la distancia divisa un gran parque circular lleno de flores. No son flores naturales. Son gigantescas flores de repelente metal que hunden sus raíces en la roca. Flores degeneradas, sin pétalos, sin colores llamativos, sin aromas excitantes. Flores muertas que los humanos han plantado allí y que ni siquiera son capaces de orientarse hacia el agónico sol del atardecer.

Miran el cielo, estúpidamente.

Una flor se mueve emitiendo un mugido insoportable. El mugido rompe el silencio de la bahía, escapa, rebota en las montañas. Otras flores le contestan.

Muy cerca de allí distingue una libélula de aspas platinadas, cuya escala semeja la de las flores. La libélula también es un muerto viviente.

Se aleja de aquella aberración.

La última mariposa busca un lugar para posarse y morir. Su último y elemental deseo es que esa muerte sea más cálida que esta vida.

Vuela a favor del viento, siguiendo las sinuosidades de las rutas robadas a la montaña. Heridas basálticas que sólo la nieve, en algunos tramos, parece cicatrizar.

El viento muerde sin piedad las alas de la última mariposa.

El ascenso la lleva a un gigantesco edificio de madera y piedra, con un techo a dos aguas. El glaciar arrasó un ala del edificio, pero la estructura parece habitable. La última mariposa penetra por una ventana del primer piso. Encuentra reparo en lo que parece un dormitorio humano.

Está desierto, en penumbras salvo por una lámpara de mesa que aún permanece encendida. Intenta llegar hasta esa luz, pero la pantalla la detiene. Se queda un rato posada en la pantalla tibia.

Algo le llama la atención. Sobre la cama descubre un vestido de algodón rojo y amarillo, del mismo color que el fuego frío del bosque. Se posa sobre él. Percibe aromas antiguos, relacionados con las hembras humanas. El lugar está saturado de aromas femeninos.

Las flores del vestido no son de verdad.

Afuera hay flores de verdad, y de las otras. Hace tanto frío…

El viento irrumpe por la ventana y las cortinas derriban el velador. La luz se apaga. Los colores desaparecen.

La última mariposa regresa a la intemperie. El último intento.

Da otro rodeo. La luna llena uniformó los colores.

Desde la altura divisa humo. Vuela hacia el colosal edificio desde donde parte ese humo: una estructura de piedra y rejas, la más grande que vio en la ciudad. Es como una mano humana colosal. Una mano luminosa y cálida que invita a morir.

A medida que se acerca percibe aromas y luces. Hay gente.

La última mariposa desciende y acelera el vuelo.

Entra por un ventanuco y de inmediato la invade el calor de la celda. No puede volar mucho más.

Se posa sobre una pared de piedra y cierra las alas.

Por última vez.

 

 

Lucio Vattuone observó la mariposa con detenimiento. Adivinó los colores de las alas, en la gama del ocre o el naranja. Era un ejemplar de seis o siete centímetros de envergadura.

La taxonomía emergió en su conciencia sin esfuerzo alguno.

Danaus patagonicus—susurró—. Indómita patagónica.

Sonrió satisfecho. Pero luego se entristeció. Esos recuerdos mínimos ponían de relieve un vacío abismal.

Con cuidado, Lucio posó un dedo sobre la Danaus. La mariposa se deslizó pared abajo y se perdió en un rincón oscuro de la celda.

Lucio apretó los dientes. Todo lo que tocaba moría. Era frustrante.

Tomó el fragmento de carbón y escribió en la pared:

 

Los hechos.

Estoy acá porque violé y maté a una alumna de mi clase de Biología. Ellos me lo dijeron, yo no lo recuerdo.

Los hechos.

Antes de llegar me operaron para que olvidara mi pasado. No sé qué día es hoy. No sé cuántos años tengo. No sé dónde queda esta prisión. Nadie sabe. El resto de los huéspedes está igual que yo. Operados.

Todo lo que sé de mi pasado es que fui profesor de Biología. Lucio Vattuone no es mi verdadero nombre. Fue lo único que recordé cuando me preguntaron cómo quería que me llamaran. Ellos saben mi nombre verdadero, pero no me lo dirán jamás.

Los hechos.

Los porteros evitan el contacto con los huéspedes. Hablan sólo para comunicar lo estrictamente necesario. Si les preguntás sobre tu pasado, te cuentan siempre la misma historia, los mismos detalles, como si recitaran la Biblia un domingo por la mañana. Tienen buena memoria: saben todo de todos.

Está prohibido hablarles sobre el tiempo o el paso de las estaciones. No llevan relojes, no parecen necesitarlos. Cualquier marca o señal que los huéspedes dejen en sus habitaciones para certificar el paso del tiempo es lijada y pintada, borrada, eliminada.

El castigo para el huésped es severo: varias semanas en el agujero. A veces son meses. Cuando el infeliz sale, el día y la noche vuelven a ser una indescifrable sucesión de luces y sombras. Una locomotora de calesita que corre sin llegar a ninguna parte.

Los hechos.

El clima es frío. Los huéspedes dicen que sólo hay dos estaciones en el año: invierno y superinvierno. Cuando les pregunto dónde estamos, me contestan «en La Tierra».

Los hechos.

Encontrarán la pared de mi habitación escrita, llena de hechos y reflexiones. No me importa. Ellos piensan que soy cordero, igual que los otros, pero no saben lo que les espera.

 

Dejó caer el fragmento de carbón y se sentó en el tablón que oficiaba de cama. La madera crujió bajo el peso del cuerpo: casi dos metros de robusta humanidad, coronados por un rostro afilado y moreno. Lo habían rapado, como a todos los huéspedes del hotel.

Lucio estaba furioso. Una ira sorda le congelaba la sangre, lo obligaba a cerrar los puños y a mantener apretadas las mandíbulas. Le resultó fácil perderse en esa furia monolítica. Se quedó mirando fijamente la celda en penumbras, hasta que los ojos se rebelaron y lo obligaron a parpadear: arena en lugar de lágrimas.

El ardor y el entendimiento lo sacaron de ese estado de obnubilación. Lo que buscaba no estaba en la celda, ni estaba en su mente.

No estaba.

Se levantó de la tarima. Buscó a tientas el zambullo y orinó. No era una tarea cómoda. La celda de tres por dos era demasiado estrecha para Lucio. Apenas podía estirar los brazos sin tocar las paredes.

Desde hacía una hora, la luna iluminaba una parte de la habitación. Le daba en la cara, no lo dejaba dormir. La luz entraba por un ventanuco doblemente enrejado, ubicado en la línea de visión de la mayoría de los huéspedes. Un poco bajo para él. Frente al ventanuco había una puerta de madera que, según decían, habían hecho los mismos presos. Los porteros podían vigilarlo por un pequeño ojo de buey que había en el centro de la puerta. Si dejaban abierta esa mirilla, el aire se renovaba más rápidamente.

No sucedía muy a menudo.

Además de la tarima, la colchoneta y el zambullo, la habitación tenía un armario que Lucio también usaba como mesa. Había pedido que sacaran el resto del mobiliario, y los porteros habían accedido. Así ganaba un poco de espacio para maniobrar, pero eso no alcanzaba para atenuar la sensación de pérdida y la ira. No añoraba la libertad, no podía. Sentía el vacío en su memoria y tenía la sensación de que en alguna otra parte había sido alguien. Lo carcomía la urgencia por volver a serlo.

Leyó lo que había escrito. Se sintió tentado de buscar el carbón y escribir un poco más. Cerró la bragueta. Eligió otra pared.

 

Las preguntas.

¿Con qué se consuela un hombre en su soledad, cuando lo único que viene a la memoria es la taxonomía de una mariposa, el ciclo del carbono, una docena de rostros sin filiación y seis de los Diez Mandamientos?

Siete: No violarás la mujer de tu prójimo, ni la casa de tu prójimo.

Las preguntas.

¿La memoria sigue ahí? ¿Está dormida o la extirparon de cuajo, como se amputa un miembro gangrenado?

 

Le dio la espalda a la pared: la angustia por la pérdida era colosal. Necesitaba pensar en otra cosa.

Se sentó en el piso de tablas y escribió algunos nombres que no quería olvidar. La enumeración fue corta, apenas una docena. El primero de la lista fue su nombre prestado.

 

Lucio Vattuone

Patricia Vallejo

Teresa de Calcuta

Gloria V. de López

Norma Parera

Isabel Sarli

Andrés Rubens

César Milstein

Nicolás Calegari

Homero Simpson

Julio Leblanc

Ernesto Sábato

 

Recorrió la lista varias veces, sin parpadear. Como si temiera que el más mínimo detalle se le escapara.

¿Por qué había puesto su nombre junto con los de las mujeres? Se preguntó por primera vez si no estaría equivocado.

Corrigió el primer nombre:

 

Lucy Vattuone

 

Después de todo, su nombre prestado no estaba en la lista. Le reconfortó saber que no había robado la identidad de nadie.

 

Lucy Vattuone

Patricia Vallejo

Teresa de Calcuta

Gloria V. de López

Norma Parera

Isabel Sarli

Andrés Rubens

César Milstein

Nicolás Calegari

Homero Simpson

Julio Leblanc

Ernesto Sábato

 

Sopesó los nombres. Trató de apropiarse de ellos.

Tenía la vaga sensación de que ninguno de esos nombres podía ser el de su hijo, si tenía alguno. No sabía si estaba casado, creía que no. Pero seguramente ahí estaba el nombre de su madre. Tal vez fuera el primero que le vino a la mente el día que lo interrogaron.

Subrayó el primer nombre.

Si su madre era Lucy Vattuone, el apellido de su padre no era Vattuone.

¿Por qué recordaría el apellido de soltera de su madre más que el propio?

No. Seguramente Lucy era una persona muy cercana. Su novia. Lucy era su prometida.

Sonrió, pero pronto esa sonrisa se transformó en un rictus de amargura. Seguramente Lucy lo sabría. Tenía que saberlo.

—¿Es verdad? —preguntó ella con voz dulce y lejana, ahora quebrada por la preocupación—. Ellos dicen que violaste a una alumna de la clase de Biología. Dicen que la mataste. ¿Cómo fuiste capaz? ¿Estás loco?

Se la imaginó durante el juicio: joven y delgada, vestida con un trajecito color rosa. No podía ver el rostro: la mujer lloraba detrás de un pañuelo y en ningún momento se atrevió a mirarlo a los ojos. Estaba indignada, avergonzada, dolorida…

Quiso responderle a ese fantasma, pero no pudo. Lucio no podía decir que no lo había hecho, que todo era una confusión. No recordaba.

Lucy tomó ese silencio como una admisión de culpa. El juicio era pura formalidad.

—¿Cómo querés que me sienta? ¿En serio pensás que puedo amar a un tipo que violó y mató a una alumna de su clase de Biología? ¡Acá termina lo nuestro!

Lucio cerró los ojos. Otra vez arena en lugar de lágrimas.

Escribió la palabra «Biología» junto al nombre de la mujer.

Escribió «de», puso una coma.

 

Biología, de Lucy Vattuone.

 

Un libro de texto. Lucy no era su prometida, era la autora del libro de texto que usaban en clase. Ahora sabía de dónde había sacado su propio nombre prestado.

Pegó un grito de alegría. El hallazgo lo había envalentonado.

Recorrió la lista una vez más. Si Vattuone no era su madre, ¿entonces quién?

Podía ser cualquiera de las otras.

Dejó caer el fragmento de carbón, que golpeó en dos lugares de la lista, dejando marcas muy sugestivas. Dos nombres. En ese momento tuvo la segunda revelación.

Lucio subrayó los dos nombres. Su padre era César Milstein y su madre se llamaba Isabel Sarli de Milstein. Tenía que ser así. Las alternativas y las objeciones desaparecieron de su mente.

El segundo hallazgo le demostró que su memoria no volvería fácilmente, pero que podía ser reconstruida: una mezcla de intuición y juego de lógica que podría llevarle toda la vida. No se desanimó: ya tenía dos hallazgos. Dos preciosos hallazgos.

Tenía que cuidarlos.

Levantó la vista. Las paredes estaban escritas.

El hombre que había garabateado esos hechos y reflexiones parecía lejano, diferente. Este otro, que tenía familia y sabía de dónde venía su nombre, sintió terror.

En ese preciso instante llegaron los porteros y se lo llevaron al agujero.

Lucio no opuso resistencia.

 

 

Mientras lo llevaban al agujero, Lució recordó al viejo Pitágoras: un huésped del gremio de los Maestros, Teóricos y Doctrineros. Lucio lo conoció en su lecho de muerte, pero no fue Pitágoras quien murió.

Poco tiempo después de llegar a prisión, Lucio se enteró de su primera asignación como doctor: tenía que cuidar a Pitágoras hasta que muriera. Atenderlo, entretenerlo, hacerlo sentir mejor.

—Hay una confusión —protestó Lucio—. Me dijeron que soy biólogo, no médico.

El doctor Fleming, uno de los huéspedes del pabellón tres, lo midió con la mirada.

—Si estás en esta sección, como parece que estás, entonces pertenecés al gremio de los Médicos, Enfermeros y Farmacéuticos. Acá todos somos doctores.

Como Lucio seguía sin entender, Fleming lo llevó a la sección de los maestros, que estaba justo abajo de la de los médicos. El viejo estaba en una celda del fondo.

—Aprovechálo —le dijo—. Es uno de los huéspedes más antiguos. él te va a explicar cómo funcionan las cosas.

Pitágoras era realmente viejo. Lucio no supo si tenía cien o doscientos años. Todavía le costaba encontrar un punto de comparación, y los demás evitaban el tema. Estaba solo con su duda.

—¿Qué edad tiene, abuelo? —preguntó Lucio.

—Quién sabe —contestó el viejo. Era alto y delgado, pero no parecía consumido por ninguna enfermedad. Tenía buen color y la voz sonaba firme y clara. No estaba rapado como los otros presos, y las canas le llegaban a los hombros—. Y usted,
¿qué edad tiene, doctor?

—Ni idea. —Lucio acercó una silla y se sentó—. ¿Está enfermo?

—Les pedí que dejaran de mantenerme, así que me retiraron las medicinas, salvo los calmantes. Como estoy realmente viejo y éste no es el mejor lugar del mundo, es probable que en algún momento me muera. Por ahora, lo único que tengo es que me duelen
todos los huesos. No puedo caminar.

—Entiendo. —Lucio apretó los labios—. Me pidieron que lo acompañara.

El viejo sonrió.

—No se preocupe, doctor. Lo dejarán conmigo un tiempo, que nunca es demasiado, y yo le enseñaré cómo funcionan las cosas. Para eso soy maestro. Cuando esté listo, vendrá otro… Creo. Hacía mucho que no venía uno nuevo.

Lucio se sonrojó. Le molestaba la actitud paternal del maestro, pero le pareció lo más natural del mundo: Pitágoras era realmente viejo.

—¿Le traigo algo? —dijo para cambiar de tema—. ¿Un vaso de agua?

—No, ahora no. Présteme atención. ¿Ha podido recorrer el hotel?

—¿El hotel?

—El edificio, los pabellones…

—No mucho. Sólo los pabellones uno y tres.

—Bien. El hotel tiene cinco pabellones, dos secciones por pabellón. Hay treinta y ocho habitaciones por sección. ¿Cuántas habitaciones hay en total?

Lucio cerró los ojos y apretó los labios. Después de un minuto de cálculo infructuoso abrió los ojos.

—¿No tiene un lápiz?

—No, usted sabe que no tenemos lápices en las habitaciones. Ponga a trabajar el espíritu matemático.

Lucio contó con los dedos, luego murmuró algo que el viejo no llegó a oír.

—Son setenta y seis habitaciones por pabellón —dijo Lucio sin emoción. Un largo silencio—: Trescientas ochenta habitaciones en total.

—Muy bien. En realidad hay trescientas ochenta y seis habitaciones, pero hay seis habitaciones imperfectas en los martillos, así que en términos prácticos no debe tenerlas en cuenta.

El viejo cambió de posición en el camastro. Era bastante más cómodo que el tablón que Lucio tenía en su celda. El colchón era tres veces más grueso, había más ropa de abrigo y tenía varias almohadas.

—Los pabellones están dispuestos radialmente —siguió Pitágoras—, y parten desde la rotonda, que es el centro y vértice común. Si unimos los extremos de los radios, notará que todo el complejo semeja medio octógono. Cada pabellón termina en una construcción cuyo eje es tangente a la circunferencia que circunscribe el octógono. En términos prácticos, puede imaginarlo como cinco martillos que nacen en la rotonda.

—Comprendo —dijo Lucio. La prisión se fue dibujando en su mente con prístina claridad.

—¡Bien! No es medio octógono perfecto. Ya medí los ángulos.

—¿Eso es importante?

—No para usted, desde luego. Los pabellones se cuentan así: el número uno es el central; a la derecha, visto desde el frente de la rotonda, está el dos; a la izquierda está el tres; el cuatro está a la derecha del dos y da al frente del complejo; en la parte opuesta al cuatro, a la izquierda del pabellón tres, está el cinco. Dígame: ¿Cuál es el trayecto más corto entre dos puntos?

—La recta —dijo Lucio sin dudar.

—A veces es la recta, a veces es la línea quebrada…

—No, eso está mal —interrumpió Lucio.

El viejo bufó.

 

 

—Ahora estamos en el pabellón tres. Si tuviéramos que ir al pabellón uno, ¿cuál sería el camino más corto?

—Caminaría hasta la rotonda y entraría en el pabellón uno.

—Eso me parece una línea quebrada. Las paredes limitan la geometría.

—La geometría puede prescindir de las paredes, maestro —contestó Lucio.

El viejo lo miró a los ojos.

—La geometría sí, doctor, pero nosotros no. No se olvide donde está. Que nunca se le olvide donde está.

Lucio recordó esas mismas palabras mientras lo llevaban al agujero. Las palabras lo persiguieron a lo largo del pabellón uno. Lo acompañaron en el martillo, donde estaba la puerta que daba al exterior. Era de noche. Estaba nublado y hacía frío. Las palabras de Pitágoras lo acosaron nuevamente en la entrada del complejo subterráneo que llamaban «El Agujero». No era como el resto de la prisión: el pasillo y las cuatro celdas parecían excavados en la roca y las puertas eran de metal.

Una vez en la celda de aislamiento, las palabras de Pitágoras se desvanecieron. La puerta se cerró y el mundo dejó de respirar en esa oscuridad impenetrable.

Lucio evocó a Pitágoras, y la memoria lo llevó hasta la celda del viejo, en el pabellón tres. El viejo agonizaba. Uno de los «alumnos» había perdido la paciencia y lo había castigado sin piedad.

Lucio entendió lo que pasaba y habló con Fleming.

—¿Hay alguna posibilidad de que me lo asignen de nuevo? —preguntó.

El doctor consultó con los otros.

—Mudáte a esta habitación por unos días —le respondió—. No serán muchos. Hacé que valga la pena hasta el último minuto. ¿Entendés?

El viejo estaba dopado o inconsciente la mayor parte del día. A veces parecía más lúcido. Lucio acompañaba ese devaneo hasta que caía rendido por el cansancio o la abulia.

Una mañana, Pitágoras lo despertó tironeando del brazo con insistencia. Lucio tardó unos segundos en entender dónde estaba y quién lo llamaba.

—¿Qué tiene para darme, doctor Vattuone? —preguntó el maestro.

—No puedo darle más calmantes, y usted no quiere mantenimiento.

—No me refiero a eso, doctor. Yo le di conocimientos. Me gustaría que usted me regalara algo igualmente valioso.

—No tengo dinero —se apresuró a aclarar Lucio, como si hiciera falta.

—¿Y para qué querría dinero? Apréndase esto: el bien más valioso de esta prisión son los nombres. Los nombres y sus historias. Un nombre puede ser el camino a la memoria, por eso elegimos nombres que se acerquen a nuestra profesión, ¿entiende?

—Creo que sí.

El viejo respiraba con dificultad.

—Regáleme un nombre. Un nombre nuevo, perfecto. Se lo pide un viejo moribundo.

—¿Perfecto? ¿Cómo qué?

El viejo se impacientaba.

—Perfecto como una esfera, como el tetractus… ¡El número diez es perfecto!

Lucio pensó un minuto, dos. Un nombre vino a su memoria.

—El número diez. Diego Armando Maradona.

—¿Quién fue?

—El mejor jugador de fútbol del mundo. Siempre llevaba el diez en la casaca.

Pitágoras sopesó el nombre.

—El mejor diez —dijo, mientras las lágrimas perlaban sus ojos—. ¿Me regala ese nombre?

—¿Por qué no?

—Gracias. Apúrese, traiga a Borges, el bibliotecario. La biblioteca está en el martillo del pabellón cuatro.

El bibliotecario llegó con el acta, secundado por un portero, y asentó el nuevo nombre prestado de Pitágoras en el registro de los presos. Junto al nombre, pusieron las palabras de Lucio: «El mejor jugador de fútbol del mundo. Siempre llevaba el diez en la casaca». Le hicieron firmar como testigo.

Diego Armando Maradona murió al día siguiente, y nadie más pudo usar ese nombre.

En la oscuridad del agujero, Lucio comprendió que con la muerte del viejo se habían perdido dos nombres: ése que el viejo había sido, y el que ya no podría ser.

 

 

Después de mucha oscuridad y silencio, lo sorprendió un ruido metálico. Inmediatamente percibió el aroma de los condimentos y supo que le habían llevado comida. ¿Almuerzo? ¿Desayuno? ¿Cena?

Avanzó en la dirección del sonido y tanteó. Habían deslizado el cajón con la bandeja a través de una abertura en la puerta de la celda. La bandeja estaba adosada al cajón y el único cubierto —una cuchara— estaba unido a la bandeja por una corta cadena. Las hendijas no dejaban pasar la más mínima pizca de luz.

Si él se sentaba en el piso, el cajón funcionaba como una repisa: una mesa.

Entre las muchas cosas que había imaginado para no volverse loco, Lucio había sopesado la posibilidad de que, durante un tiempo, su único alimento fuera pan y agua. Estaba equivocado. La sirvieron verduras cosechadas en las huertas del hotel y un poco de carne. Al costado de la bandeja había un recipiente de plástico o papel, con bastante agua fresca.

Probó la carne. La palabra «cordero» saltó a la parte consciente de su memoria. Ajo, perejil, tomillo, laurel, sal y pimienta. Zanahorias, cebollas, tomate, zapallo, espinaca, vinagre…

El ejercicio degustativo lo entretuvo un tiempo.

—Mis felicitaciones a los cocineros del pabellón uno, segunda sección —dijo, tan sólo para comprobar que su voz seguía sonando como siempre.

La ausencia del eco le dio escalofríos. Engulló más rápido y bajó la comida con agua. El recipiente estaba suelto. Lo apartó y lo colocó en un rincón de la celda, para más adelante. Si olvidaba dónde estaba el agua, sólo habría cuatro posibilidades y ningún peligro de volcarla por accidente.

Tocaron la puerta tres veces. él respondió con otros tres golpes y el cajón, la bandeja y el cubierto desaparecieron con un estruendo metálico.

—¿Postre? —preguntó Lucio.

Nadie respondió.

 

 

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Una Respuesta a “La canción de Maguerra, Alejandro Alonso (Novela, parte 1)”
  1. […] La canción de Maguerra (era un momento especial de mi vida, aunque no vale la pena entrar en detalles), descubrí algunas […]

  2.