Revista Axxón » La canción de Maguerra, Alejandro Alonso (Novela, parte 7) - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

<<< [VIENE DE LA PARTE 6 ]

 

 

 

 

El sábado tardó en llegar. Mientras tanto, Lucio se dedicó a buscar el gato negro de Landrú. Pero el gato era escurridizo, tanto o más que su dueño.

La condición de doctor le permitía a Lucio cierta libertad para pasear por los pabellones, pero necesitaba acceso al exterior. Escudado en falsos aunque muy oportunos recuerdos, le comentó a Fleming sobre la terapia solar.

—¿Y cuáles son los rudimentos de esa terapia? —preguntó Fleming.

—Sol y ejercicio suave al aire libre —respondió imperturbable Lucio.

—¡Con el frío que hace!

—Está contraindicada para los que tienen neumonía —dijo Lucio como si acabara de recordarlo—. Es, más bien, una forma de mantener a los crónicos lejos de las infecciones intrahospitalarias.

—¿De dónde sacaste esa palabra, intrahospitalaria?

—Te dije: cada vez recuerdo más cosas sobre la terapia solar.

Fleming le permitió una prueba piloto con tres pacientes, luego de recomendarle que les consiguiera abrigos y guantes.

Los reunió la tarde siguiente, en uno de los patios triangulares que había entre los pabellones: un primal llamado Pedro Picapiedra, un anciano maestro de Castellano apodado William Cervantes y un peón moreno que sabía operar maquinaria pesada: Joe Scania. Picapiedra era joven —aunque el pelo al rape lo hacía parecer más viejo— y sumamente delgado. Sufría del estómago, pero Fleming sospechaba que el problema era psicológico. Cervantes era viejo y débil, incluso más viejo y débil de lo que había sido Pitágoras. Requería toda clase de cuidados. Lucio le preguntó a Fleming por qué lo enviaba al exterior.

—Terapia de choque. O mejora, o se muere —respondió lacónicamente Fleming.

Scania abandonaba a grandes pasos la madurez para internarse en la más desdichada decrepitud. Decrepitud y resentimiento. Se había lastimado una rodilla y Fleming aseguraba que necesitaba rehabilitación. Lucio sospechaba que, en realidad, querían mantenerlo lejos de la enfermería tanto como fuera posible.

—¿En qué consiste la terapia? —preguntó Scania, una vez reunidos en el patio.

Los otros dos huéspedes tiritaban a pesar de los abrigos y los guantes. El sol había desaparecido detrás de una densa capa de nubes y soplaba una brisa fría y poco amigable.

Dos porteros vigilaban el grupo desde lejos.

—Haremos algunos aeróbicos simples —respondió Lucio displicentemente—, y el resto del tiempo no haremos nada. Disfrutaremos de la naturaleza.

—Aburrido —reprochó el peón.

—Es eso o no hacer nada en la enfermería.

—Por lo menos ahí hace calor, y puedo hablar con los otros.

—Aquí también está permitido hablar —dijo Lucio con falso entusiasmo.

—¿Con estos dos…? El cielo me ampare.

—Cuando te aburras, me avisás. Yo le aviso a los porteros y te ponemos un tiempito en el agujero.

Scania se puso pálido.

—No lo diga ni en broma, doctor. Ya estuve…

—Yo también.

—Y yo inventé ese castigo —dijo el viejo Cervantes.

Todos lo miraron asombrados.

—Déjelo, doctor —intervino Picapiedra—. Algunas cosas que dice…

Se llevó el dedo a la sien para indicar que se le había zafado un tornillo. El viejo no llegó a verlo.

—¡Pero es verdad! —insistió Cervantes—. Yo inventé muchas cosas maravillosas: las gafas negras de los porteros, las nanopulgas, un juego de estrategia bélica llamado T.E.G., el idioma que ahora estamos hablando…

—No se lo niego —concilió Lucio—. Pero no vinimos acá para hablar de sus inventos.

—Usted ha dicho que se podía hablar —dijo Cervantes y los demás lanzaron la carcajada.

Lucio tosió para disimular su propia risa.

—Ahora, los aeróbicos —dijo—. Hablamos durante el descanso. Empecemos con algo suave.

Lucio arrastró una bolsa llena de objetos y comenzó a revolver su interior. Al final, sacó una pelota de goma un tanto desinflada.

—Esto va a servir. Nos ponemos en círculo. William, si usted se cansa, va y se sienta.

—¿Y si me siento puedo hablar?

—Claro.

—Entonces estoy cansado.

Sin que Lucio dijera nada, Picapiedra acompañó al viejo hasta una pared y lo dejó ahí, al amparo del viento. Mientras lo hacía, Scania guardó los guantes en los bolsillos, sacó otra pelota de la bolsa y la hizo girar en la punta del índice, dándole cada tanto un nuevo impulso tangencial con la otra mano.

Cervantes y Picapiedra aplaudieron rítmicamente, festejando el improvisado malabarismo.

—Nos ponemos en círculo —repitió Lucio.

—En triángulo —corrigió Scania, dejando el balón en el suelo.

—Lo que sea…

—El triángulo está inscripto dentro de un círculo —acotó el viejo.

—¿De casualidad usted conocía a Pitágoras? —preguntó Lucio.

—Yo le enseñé todo lo que sabía. ¿Dónde está ahora?

Lucio dudó.

—Vive en nuestra memoria —dijo.

—¿Y de qué se murió? —pregunto Cervantes.

—El que murió fue Diego Armando Maradona.

—No lo conocí.

—Fue un jugador de fútbol. El mejor.

—Seguro que yo le enseñé eso también.

Picapiedra miró alarmado a Lucio y se llevó nuevamente el dedo a la sien.

—El juego es así —dijo Lucio—. Yo les voy a marcar un ritmo y en cada uh, hay que pasar la pelota. Aspiran cuando la reciben, sueltan el aire cuando la pasan. Vamos hacia la derecha. ¿Se entiende?

Los dos hombre asintieron.

—Aburrido —acotó Scania—. ¿También tenemos que toser?

Lucio ignoró el comentario y le arrojó la pelota.

—Empezamos. Maguerra-uh. Maguerra-uh. Maguerra-uh. Maguerra…

La pelota hizo una docena de viajes redondos hacia la derecha antes de que Cervantes se levantara y pidiera participar. Se reacomodaron en un cuadrado.

—Cada viaje redondo significa una traslación del planeta Crandall alrededor de la estrella Lux —jadeó Lucio—. Lo importante es el ritmo. Maguerra-uh. Maguerra-uh…

Crandall hizo otra decena de viajes redondos. Lucio aprovechó la concentración de los huéspedes para acelerar el ritmo.

Maguerra-uh. Maguerra-uh…

Cervantes bufó. La brisa desviaba sus pases.

—¿Cuándo termina esto? —preguntó. Estaba entusiasmado, pero se lo notaba cansado.

—¿Cuándo termina un planeta de girar alrededor de su estrella? Maguerra-uh. Maguerra-uh…

—Ya veo, somos como las estaciones del año.

—Pero no es un año terrestre —acotó Lucio—. Crandal tiene siete estaciones.

—No tiene sentido —dijo Picapiedra.

—Por supuesto que lo tiene. Maguerra-uh. Maguerra-uh…¿Por qué debería tener cuatro estaciones, si puede tener más?

—¿Y quién vive ahí? —preguntó Scania.

—En ese planeta no vive nadie.Maguerra-uh. Maguerra-uh…

—No tiene sentido —insistió Picapiedra.

—En el satélite de ese planeta, que se llama Johnsonsbaby. Allí viven los johnsons.

Cervantes atrapó la pelota pero no la pasó.

—A ver, hombre. Cuéntenos un poco de esos johnsons.

—En el descanso —dijo Lucio—. En el descanso podremos hablar.

—Entonces estoy cansado.

 

 

Acompañados de cerca por tres porteros, los pacientes de la terapia solar iniciaron una caminata liviana alrededor del complejo hotelero.

Cervantes se mostraba sumamente animado después del breve descanso. Scania seguía quejándose, pero no de su rodilla. Picapiedra estaba pendiente del viejo con devoción filial. El primal no había vomitado una sola vez.

—Pero el vástago está muerto —dijo Scania—. ¿Cómo puede ser una amenaza?

—Ellos no lo saben —replicó Cervantes—. No pueden defenderse de algo que no pueden percibir. Son más vulnerables que cuando estaba vivo.

—Demasiado «humano» para mi gusto —reprochó Scania—. Si tienen tanta memoria, tendrían que actuar más sabiamente.

—No son cosas que vayan de la mano, hijo —corrigió Cervantes—. Yosoy sabio, y ni siquiera recuerdo qué comimos la última vez.

—Entonces no puede ser tan sabio —acotó Lucio, que seguía la discusión desde atrás, con la paciencia de un maestro que sabe que sus alumnos pronto verán la luz—. ¿Cómo sabe que mañana no volverá a cometer los mismos errores que ayer?

—Sentido común. Intuición. —El viejo giró y enfrentó a Lucio—. Es otra forma de sabiduría. Una sabiduría de hotel.

Lucio entendió exactamente lo que el viejo quería decir. Los porteros también seguían la conversación y, evidentemente, el viejo estaba al tanto de ello.

Ser sabios a pesar de lo que ellosnos hicieron.

—Eso no aplica a este caso —reconvino Lucio—. Tienen memoria absoluta.

—Es lo mismo, doctor —dijo el viejo, que ahora se había puesto a la altura de Lucio. De hecho, los cuatro caminaban a la par—. La sabiduría consiste también en saber qué cosa es relevante. A veces es bueno saber poco.

—¿Son libres? —preguntó Picapiedra.

—Por supuesto —dijo Scania.

—No, no lo son —dijo Lucio.

—¿Somos libres nosotros? —preguntó Cervantes—. La libertad es un término relativo. Nadie puede extrañar lo que no recuerda o no conoce.

—¿De qué estamos hablando? —preguntó Scania—. ¿De ellos o de nosotros?

—Es lo mismo —respondió Cervantes—. Cuando hablas de ellos, también hablas de nosotros. Ellos, con su memoria perfecta y generacional, nosotros sin memoria en absoluto. Cuando hablas de uno, por oposición también hablas del otro.

—Hay muchas clases de memoria —dijo Lucio, cambiando el eje de la discusión—. El cuerpo recuerda, el alma recuerda. —Dudó, las manos le ayudaron a encontrar esa idea fugitiva—. Es como una intuición basada en un estado anterior.

—Ah, entones volvemos al tema de la sabiduría —dijo Cervantes—. La memoria no garantiza la sabiduría, pero no hay sabiduría sin memoria.

—Yo creí que usted estaba loco —dijo Lucio.

El viejo se acercó y habló en voz baja.

Yoinventé eso.

 

 

La brisa había abierto una brecha entre las nubes, y ahora el sol alumbraba oblicuamente las paredes del hotel, dándole un engañoso tono rosado, casi metálico. Había refrescado, pero los huéspedes no parecían notarlo. Picapiedra había tomado distancia de la discusión, que ahora trataba sobre la libertad, el poder, la culpa y la tos, todo mezclado.

—Usted habló de los anteojos negros de los porteros —dijo Lucio—. ¿Qué quiso decir con que los inventó?

Cervantes elevó un ceja.

—Eso mismo. Pero no me tome tan literalmente.

Picapiedra se volvió y trató de advertir a Lucio con la mirada, pero Lucio lo ignoró.

—¿Podría ser más específico? —insistió.

El viejo comprobó que los porteros estaban a prudente distancia, pero después cerró los ojos y pareció darse por vencido.

—Es lo mismo, pueden oírnos aunque estén lejos. Por eso llevan esas cosas en las orejas.

Lucio se acercó unos pasos y habló en voz baja.

—No tenemos por qué hacérselo más fácil, Don William. Hablemos bajito.

—Las gafas negras sirven para muchas cosas, incluso para protegerse del sol. Los cristales son como un…

—¿Escáner?

—¡No, hombre! —se atajó el viejo—. Como un teleprompter.

Cervantes sonrió, como si esa palabrita pudiera explicarlo todo. Lucio y Scania lo miraron impávidos. Esperaban otra explicación menos pretenciosa.

—Las gafas son como dos pantallas de televisión donde les informan permanentemente nuestros datos, las condiciones de seguridad del predio, el estado del tiempo, las órdenes… ¿No ha visto que ni siquiera entre ellos hablan? ¿Cómo se organizan? Es simple: alguien les envía órdenes que pueden leer en los cristales.

—¿Y usted cómo sabe eso?

—Porque lo he visto con mis propios ojos. Durante dos meses seguí a un portero y finalmente, gracias a la ayuda de un cocinero, pude hacer que se sacara los anteojos para analizarlos.

—¿Cómo hizo? —preguntó Scania.

—Usé cebolla.

—¿Dos meses? —Lucio se detuvo. La pregunta era urgente—. ¿Cómo supo que eran dos meses?

El viejo se señaló la cabeza rapada.

—Es el tiempo que tarda en crecer el cabello. —Al ver que Lucio se quedaba callado, continuó—: Hace un rato, usted nos hizo jugar al ritmo de «La Maguerra», pero en la naturaleza tenemos otras cadencias, otros ritmos. Los porteros pueden controlar el día y la noche, pero no pueden adelantar la llegada del superinvierno, o hacer que el cabello crezca más despacio…

Scania frunció los labios, como si la revelación del viejo fuera pura chapuza.

—¿Por qué dijo que lo había inventado? —dijo.

—En el hotel la única realidad es el presente, señor Scania. Y esto nos lleva a un interesante problema filosófico: si el pasado no existe, ni existió, porque no podemos recordarlo, entonces qué me impide asegurar que yo he creado las gafas. El pasado es una masa viscosa que puedo moldear a mi gusto. Y tengo pruebas. Aparte de los porteros, soy el único que sabe qué es e intuye cómo funciona ese sistema, razón de más para…

—Ahora que yo también lo sé —interrumpió Lucio—, puedo afirmar que soy el creador. Porque, siguiendo su razonamiento, entender la naturaleza de algo nos transforma en sus creadores.

El viejo lanzó una abierta carcajada.

—Así es, doctor —dijo, mientras palmeaba las espaldas de Lucio—. Ha comprendido. Usted colaboró conmigo en la creación, sólo que no lo recuerda.

Picapiedra se detuvo repentinamente y Lucio tropezó con él.

Evitando que los otros avanzaran, el primal señaló una mancha negra y roja en el suelo pedregoso: un animal muerto y en estado de descomposición. El frío había preservado algunas partes del cuerpo, pero en otras las aves o los gusanos se habían hecho un festín.

—Pobre gatito —dijo Picapiedra.

Lucio se sobresaltó. Se preguntó si ése sería el gato de Landrú.

De pronto se vio en su propia habitación, escuchando los maullidos mientras intentaba dominar la tos y dormir unas horas. No recordaba si eso había sucedido la noche anterior, o si había sido en el agujero. En todo caso, sentía que tenía una poderosa conexión con ese gato. Después de todo, el gato le había permitido conocer a esta gente. El gato lo había llevado a buscar los espacios abiertos y la terapia solar.

—Es una rata —corrigió Scania.

Lucio volvió a mirar con detenimiento el cadáver. Dudó de las palabras de Picapiedra. Scania tenía razón, parecía una rata.

—No parece una rata —dijo Cervantes—, pero tampoco parece un gato.

—¿Qué podrá ser? —preguntó Picapiedra.

Scania se arrodilló y acercó la nariz a la mancha.

—Huele a perro muerto.

Los demás lo imitaron, con excepción de Lucio, que todavía estaba conmocionado. No parecía tampoco un perro.

—Huele a gato muerto. A pis de gato muerto —dijo Picapiedra, frunciendo la nariz.

—Creo que es un canguro —dijo Cervantes.

—¿Cómo es un canguro? —preguntó Picapiedra.

—Nunca vi uno, o al menos no lo recuerdo, pero Borges dice que son así: negros o grises, con poderosas patas traseras y una gran cola. Tienen sangre roja, como nosotros.

Lucio invocó sus memorias de profesor de Biología, pero la conmoción no lo dejaba pensar, ni recordar, ni siquiera intuir. No tenía la menor idea de si un canguro era un reptil, un mamífero o un ave.

—Es una rata —sentenció Picapiedra.

El viejo rodeó el cadáver y lo analizó desde el otro lado.

—Es canguro, estoy seguro. Es más, es medio canguro. Sólo veo dos patas.

Lucio se apartó del cadáver y coincidió con el viejo en que se parecía mucho a un medio canguro. No podía ser gato. Un gato no era así: los gatos maullaban, ronroneaban, se paseaban entre las piernas de Landrú. Este gato no hacía nada de eso.

—Es un canguro —dijo—. Sigamos, ya se hace de noche.

Los porteros se acercaron al cadáver, lo patearon y uno de ellos murmuró algo a la solapa de su campera. Lucio no pudo escuchar, pero estaba seguro de que pronto llegaría algún peón para enterrar los restos del canguro.

—¿Qué es? —les preguntó.

—No sé, Vattuone —respondió el portero—. Se supone que el biólogo es usted.

Lucio acusó el golpe con una sonrisa.

—Es un canguro —repitió Lucio.

Los porteros se miraron sin agregar palabra.

 

 

Después de tantas horas a la intemperie, la habitación parecía una caja de zapatos. La tos de Lucio rebotaba en las paredes, agudizando la sensación de encierro, la falta de aire.

Lucio abrió el ventanuco y se recostó sobre el camastro.

Alguien había acercado el zambullo a la cabecera: Lucio escupió. Sus pulmones eran como marmitas, donde bullía una polenta espesa y todavía grumosa. De poco había servido el elixir de Fleming. Las costillas se astillaban con cada espasmo, la garganta se agrietaba, las sienes pulsaban dolorosamente y enviaban descargas eléctricas a los hombros y los brazos. Las descargas le acalambraban el alma, lo obligaban a olvidar. Quiso olvidar, para así ganar la paz del cuerpo y el alma, pero ellosinsistían. Insistían. Insistían. Insistían…

Análisis intrusivo de circuitos sinápticos. Nanoelectrodos de choque. Degradación mnemónica localizada. Blanqueo retrohipnótico.

Con cada esputo, con cada pedazo de pulmón que terminaba en el zambullo, Lucio expectoraba otro fragmento de su tuberculosa memoria. El golpe en el pecho, el desgarramiento de la laringe, el calambre en las extremidades. Ellosinsistían. Insistían…

Abrió los ojos. Observó por su estrecha porción de cielo una media luna inmensa, filosa, inquietantemente amarilla. Una luna enferma: por momentos abrasadora, por momentos glacial.

Lucio tenía frío y estaba mojado por el sudor.

Isabel Sarli le sirvió un tazón de sopa.

—Gracias, vieja.

Era una mujer flaca, de rostro afilado y amarillo, con un rodete muy ajustado en la cumbre del peinado. Estaba sentada en su mecedora, con el gato de Landrú sobre la falda.

Lucio se alegró de que su madre hubiera encontrado el gato. El animalito ronroneaba y maullaba tímidamente. Las caricias de la mujer lo confortaban.

—Todos tenemos que encontrar nuestro gato —dijo la Isabel Sarli—. ¿Cómo está la sopa?

—La sopa estaba muy bien —dijo Lucio—. Pero ya se acabó.

—Voy a traer más. Descansá.

La mujer depositó el gato en el piso y se levantó. Salió de la habitación, chancleteó los pasillos del pabellón hasta que Lucio la perdió de vista. El gato corrió tras ella.

Lucio saltó de la cama, abrió la puerta y salió.

Tropezó con un carrito de la enfermería, seguramente habría algún huésped enfermo. El enfermero no estaba a la vista.

El gato maullaba por delante de Lucio. Estaba asustado porque Lucio no paraba de toser.

—¿Por qué te levantaste? —preguntó Isabel Sarli.

—No es nada, vieja. Perdí el gato. Pero ya lo voy a encontrar.

—¿Vas a jugar con Landrú Johnson? Ese chico no me gusta…

—Landrú es el dueño del gato.

—¿Por qué querés esegato? ¿Qué capricho se te metió en la cabeza?

—Porque Landrú me lo robó.

—Entonces no hay nada que decir. Todos tenemos que encontrar nuestro gato.

Lucio avanzó hasta el final del pabellón tres y bajó a tientas la escalera de cemento. La reja que daba a la rotonda también estaba abierta.

Nadie lo detuvo. No había porteros a la vista. Lucio razonó que ellos también estarían buscando el gato de Landrú.

Los maullidos llegaban amortiguados por la amplitud de la rotonda. Un cementerio en penumbras, donde las lápidas eran embalajes con mercadería. Antes de que amaneciera, los cocineros las transformarían en el desayuno, el almuerzo y la cena.

¡Miiishhh! ¡Miiishhh…!

El gato respondió. Dos pupilas amarillas y suplicantes esperaban junto a las rejas del frente. El gato tenía hambre y estaba enfermo.

—Michi, vení a tomar sopita caliente. —Lucio dio un paso, esperó, luego dio otro. No quería asustar al gato. El escozor en el pecho era feroz, pero hizo lo imposible por contener la tos, incluso la respiración.

Pobrecito, el michi, pensó.

El gato atravesó las rejas y salió a la intemperie.

Lucio corrió hacia el portón enrejado con la intención de salir al exterior. El portón estaba cerrado. Terminó estrellándose contra las rejas estruendosamente.

El rebote lo lanzó un metro hacia atrás. Tosió mientras intentaba ponerse de pie. Su corazón se estremecía de angustia. El gatito estaba a la intemperie y podía morir congelado. Como el canguro.

¡Miiishhh! ¡Miiishhh…!

Lloró.

—En el martillo del pabellón uno, las puertas están abiertas —dijo Isabel Sarli—. Los cocineros trabajan de noche.

Los cocineros podían acceder a las dependencias dentro y junto al pabellón uno. Pero la reja que comunicaba la rotonda con ese pabellón estaba cerrada.

—Podemos esperar a que salga un peón —dijo la mujer—. En algún momento tienen que entrar la mercadería. Podrías ofrecerte para lavar los platos.

—Tendría que dar muchas explicaciones. Tiresias es el único que me puede ayudar…

Las luces se encendieron y alguien le dio la voz de alto desde el balcón del pabellón tres. El portero parecía alarmado. Había un enfermero junto a él.

—Es ése —gritó el enfermero—. ¿Dónde te habías metido, Vattuone?

—¿Lo encontraron? —preguntó Lucio—. ¿Está bien?

—Póngase de rodillas —dijo el portero—. Tranquilo…

Lucio no entendía qué pasaba.

La tos lo distrajo y dos porteros cayeron sobre él.

—Esta gente no me gusta nada —dijo su madre—. Vamos a casa.

Lucio abrió los brazos y los porteros rodaron por el piso de la rotonda.

—Pero… ¿y el gato? —gimió.

—Ya debe estar con su dueño, no te preocupes —respondió secamente la mujer.

Un portero le dio un bastonazo en la espalda, Lucio apenas se mosqueó.

—¡Pero es mío! —gritó.

El otro portero, más corpulento, volvió a la carga. Lucio lo apartó, casi sin fijarse en él, y regresó al portón enrejado.

¡Miiishhh…!

Aparecieron más porteros, esta vez armados con rifles.

—Vamos a casa, hijo. Esta gente no me gusta.

Sin resistencia, moqueando, tosiendo, gargajeando, Lucio regresó a su habitación.

Se acostó.

El enfermero cerró el ventanuco.

—Está delirando de fiebre —dijo—. Llamálo a Favaloro. él sabrá qué hacer.

El portero estuvo de acuerdo, le habló a su solapa.

—Está maullando —dijo Lucio—. Maúlla de hambre y de frío y de…

El enfermero tomó un vaso del carrito y lo colocó boca abajo sobre el pecho de Lucio. Apoyó la oreja en el vaso. Escuchó con atención, mientras el pecho de Lucio silbaba y se estremecía.

—Tiene una neumonía o algo así —dictaminó.

El gato de Landrú se había refugiado en los bronquios de Lucio.

 

 

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