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Archivo de octubre 2009

(Especial para Axxón) – blogs.clarin.com/mdossantos/


La ficción literaria nos ha regalado numerosas expediciones espaciales: desde Luciano de Samosata hasta Johannes Kepler escribieron sobre viajeros del espacio, pasando por Cyrano de Bergerac y el gran Julio Verne.

De la Tierra a la Luna es la más importante obra de la ciencia ficción primitiva sobre viajes al espacio, y sería demasiado prolijo (e innecesario, ya que todo el mundo la ha leído) describirla aquí en detalle.

Baste decir que se trata de la primera pieza literaria que intenta analizar, desde un punto de vista absolutamente racionalista y científico, el tipo de proyecto que se hubiera debido llevar a cabo en la contingencia de querer enviar un vehículo a nuestro satélite.

Todos los nombrados intentaron desarrollar -al menos ficcionalmente- distintos tipos de viajes espaciales y todo el mundo los recuerda. Hubo, sin embargo, un hombre brillante que intentó lo mismo, y que, por diversos motivos, ha quedado injustamente olvidado.

De él nos ocuparemos este mes.

 

John Wilkins nació el día de Año Nuevo de 1614. Hijo de un joyero que falleció cuando él era muy niño, su madre volvió a casarse. Cuando Wilkins tenía 13 años, este nuevo matrimonio engendró a su medio hermano Walter Pope, que, andando el tiempo, se convertiría en un célebre astrónomo.

Wilkins estudió en Oxford mientras estudiaba teología para convertirse en religioso. Su meteórico ascenso por las jerarquías anglicanas lo llevaron a ser vicario y luego capellán, ejerciendo la capellanía privada del príncipe Carlos Luis, sobrino del rey Carlos I. Cuando el príncipe fue elgido para el electorado del Rin, Wilkins lo acompañó y se convirtió en profesor de la Universidad de Heidelberg.

 

John Wilkins

 

Amigo del anatomista William Harvey (descubridor de la circulación de la sangre y de las funciones del corazón) y del astrónomo Samuel Foster, volvió a Inglaterra. Sus múltiples habilidades intelectuales le granjearon el puesto de director en Oxford, y más tarde obtuvo un alto empleo similar en Cambridge, convirtiéndose así en el único profesor de la historia que dirigió colegios o facultades en ambas universidades rivales.

Protector del increíble arquitecto Christopher Wren, que reconstruyó 55 grandes iglesias luego del incendio de Londres, y financista de los trabajos científicos de Robert Hooke (descubridor de la célula), Wilkins pasó su vida rodeado de los más importantes pensadores de su tiempo. Robert Boyle (descubridor de las leyes de los gases que hoy conocemos como Leyes de Boyle-Mariotte), Isaac Barrow (genial matemático, maestro de Newton) y Oliver Cromwell compartieron mucho tiempo con él. Tanto, que en 1656 Wilkins se casó con la hermana menor del político y militar republicano.

Fundador de la Royal Society, su fructífera vida culminó a los 58 años de edad, víctima de una obstrucción urinaria provocada por cálculos renales.

 

Pero al genio de Wilkins se sumó una inconcebible visión de futuro: aunque parezca increíble, dedicó muchos años de su vida a ¡proyectar la primera misión tripulada a la Luna en plena Inglaterra jacobina!

Se comprende: el siglo XVII se hallaba todavía iluminado por los grandes viajes de descubrimiento de Cristóbal Colón, Hernando de Magallanes, Sebastián Gaboto y Francis Drake, y entre los hallazgos de estos y hacer lo mismo con la Luna solo parecía haber una cuestión de grado. Si pensamos en los avances científicos logrados en aquellos tiempos por Halley, Newton, Hooke y otros, es fácil comprender que aquellos pensadores del Iluminismo creían que el intelecto humano era capaz ya de lograr cualquier éxito que se propusiera. La Luna, después de todo, no estaba tan lejos: apenas a diez veces la distancia recorrida por la expedición de Magallanes.

La invención del telescopio por Lippershey y su inmediata utilización por Galileo habían demostrado que el paisaje lunar parecía ser muy semejante al de la Tierra; había montañas, había cráteres, había planicies y lo que parecían ser grutas, mares y costas.

Para alcanzar esos lugares solo era necesario proyectar un plan a prueba de fallos. Wilkins, creador de la pistola de aire comprimido, inventor del neumático para vehículos, del cuentakilómetros y del sistema métrico decimal, parecía el hombre ideal para lograrlo.

 

Cuando tenía 24 años, Wilkins publicó un libro llamado «El descubrimiento de un nuevo mundo en la Luna». La idea de viajar hasta allí evidentemente provenía de su más temprana juventud. En él, expone la idea más avanzada de entre sus contemporáneos, a saber, que así como en la Antigüedad los habitantes de una isla ignota creían ser los únicos seres humanos sobre la Tierra, del mismo modo nosotros, los terrestres, podíamos creer equivocadamente ser los únicos habitantes del universo. Tal vez hubiera personas en la Luna, y, si las había, muy posiblemente hubiesen inventado naves espaciales («carrozas voladoras», las llamaba él) porque, de otro modo, ¿cómo habían llegado allí? «Así que, tal vez, haya otros medios de transporte hacia la Luna, y aunque pueda parecer una cosa terrible e imposible el atravesar los vastos espacios del aire, no existe duda alguna de que habrá hombres dispuestos a aventurarse a realizar el viaje».

La publicación de los descubrimientos de Kepler sobre la mecánica celeste del Sistema Solar en 1634 y el posterior libro de ciencia ficción del astrónomo alemán acerca de un viaje a la Luna, no sirvió más que para convencer a Wilkins de que estaba en lo cierto y de que el proyecto era factible. Quería descubrir a aquella gente, a la que bautizó con el nombre de «selenitas».

 

Tapa de uno de los libros astronómicos de Wilkins

 

Así que lo primero que planeó fue la construcción de una nave adecuada para tal periplo.

Decidió que el trabajo no sería muy caro: diez o veinte hombre podrían, por un aporte per cápita de tan solo 20 guineas, contratar a un buen herrero que construyera el vehículo. Pero la velocidad de escape sería un gran problema: no olvidemos que Wilkins elucubraba estas cosas medio siglo antes de que Newton descubriera por fin la gravedad. En aquellos tiempos se creía que la fuerza que nos mantenía atados a la Tierra era una forma especial de magnetismo. Observando las nubes calculó que si su carroza voladora era capaz de alcanzar una altitud de 32.000 metros, se vería libre de la atracción magnética de la Tierra y sería capaz de atravesar el aire hasta la Luna. Sí, él creía que habría aire durante todo el trayecto, porque el vacío tampoco se había descubierto aún, ni siquiera a nivel de concepto.

De modo que, con sus enormes conocimientos de mecánica, diseñó una nave con forma de buque, con transmisión mecánica y un par de alas móviles a la manera de las aves. Para mejorar la sustentación, cubriría las alas con plumas de pájaros capaces de volar a gran altitud como los cisnes o los gansos. La máquina despegaría con ángulos bajos, como los modernos aviones, y la propulsión de despegue provendría de un poderoso resorte. Una vez lanzada al aire, la carroza voladora se impulsaría mediante un ingenioso motor de combustión interna (el primero en ser concebido) que utilizaría pólvora como combustible.

 

Wilkins vuela a la Luna

 

Con respecto a los suministros, Wilkins calculó que no sería necesario llevar alimentos. Pensaba que, primero, había numerosos antecedentes de viajeros que se habían visto obligados a ayunar durante largos viajes y habían sobrevivido. Una vez en los fértiles campos lunares, podrían obtener el agua y la comida necesaria. En segundo lugar, era conocimiento común de la época que la sensación de hambre era provocada por el tirón gravitacional («magnético» para ellos, recuérdese) sobre el aparato digestivo del hombre, por lo que, libres del influjo físico de nuestro planeta, los astronautas jacobinos ni siquiera sentirían el impulso de comer.

Podrían respirar tranquilamente. Habría aire durante todo el camino. Cuando se le señaló que, cuanto más ascendía un montañista, más dificultades tenía para respirar, Wilkins respondió que, como la cima de la montaña estaba mucho más cerca de Dios que el suelo, era lógico que el aire allí fuese más puro, del tipo que respiraban los santos y los ángeles. El pulmón humano no estaba preparado para él sino para nuestra vil e impura atmósfera, pero que, luego de cierto tiempo de viaje, sus astronautas se acostumbrarían y podrían respirarlo con facilidad.

 

El trabajo de Wilkins sobre el viaje a la Luna no fue 100% especulativo: recientemente se han encontrado documentos que prueban que, alrededor de 1654, estuvo investigando experimentalmente sobre el particular, con el auxilio del gran Hooke. Pero, cinco años después, se convenció de que había problemas técnicos y prácticos que tardaría muchos años en solucionar, y comenzó a desencantarse de su proyecto. Se le hizo evidente que ir a la Luna no era lo mismo que descubrir América, y, en 1670, concluyó erróneamente que la tarea era imposible. Sus propios descubrimientos astronómicos le mostraron su error de juventud.

 

Así, pues, en el cuadragésimo aniversario de la conquista de la Luna, creímos adecuado rendir este pequeño homenaje al hombre que, con encantadora ingenuidad pero el más sólido basamento científico accesible en su tiempo, pretendió preparar una misión espacial a nuestro satélite… en pleno siglo XVII.