Revista Axxón » «La habitación oscura», Víctor Conde (novela corta) - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

Dam Laivana entró en la Cámara de Reflejos cruzando un arco hecho de porcelana. Las imágenes tatuadas en él giraron sus bellas cabezas para observarle, pero se abstuvieron de hacer ningún comentario. Cruzando miradas divertidas, como si compartieran una broma secreta, las ninfas de piedra escondieron sus vergüenzas ante la perpleja expresión del administrativo.

La cámara de Reflejos era un recinto amplio y casi vacío, construido enteramente en campos de fuerza que tamizaban la débil luz del ocaso. Sólo otra puerta rompía la sutil simetría de sus contrafuertes energéticos; toda una pared estaba dedicada a sostener una enorme balconada de piedra gris que daba al mar y, más allá, al temprano atardecer de Mitra, con su sol escondiéndose no tras el horizonte, sino detrás de la silueta vertical del planeta madre que asomaba entre ambos.

Dam se acercó al centro, pisando con timidez, y aguardó con las manos en los bolsillos. Para un hombre que nunca había abandonado su planeta natal, viajar hasta la sede de las Hermanas Bizantynas era toda una experiencia. La majestuosa armonía de atavismos simulados que desprendían aquellas piedras transmitía a la perfección la imagen que a las estudiosas les gustaba dar de sí mismas.

Como profano en los asuntos de las Logias, Dam Laivana prefería asombrarse y no opinar.

Cauteloso, se acercó a una escultura de luz que constituía el único elemento de mobiliario. Era un holograma rotatorio y excéntrico que le recordaba algo muy familiar. Parecía un átomo tejido de órbitas iluminadas con electrones, pero de contornos quebrados, como el trazado de circunvoluciones de un cerebro. Sólo una mácula alteraba la majestuosa simetría del conjunto, un punto negro que orbitaba lejos del eje.

El comité de bienvenida de las bizantynas sólo le hizo esperar cinco minutos. Un grupo de seis mujeres vestidas con atuendos hechos de circuitos escoltaba ceremonialmente a una mujer altiva y majestuosa de unos cincuenta años. Sus ojos centellearon a través de la habitación, congelando sus modales y su estúpida sonrisa de administrativo como una descortesía fuera de lugar.

Dam tragó saliva, preguntándose por enésima vez qué demonios hacía él allí.

—Lamento haberle hecho esperar —se excusó la mujer, tendiéndole una mano. Dam la estrechó.

—No se preocupe, acabo de bajar de la lanzadera enlace. Esto… —Tosió levemente—. Lamento el pequeño incidente con el parqué de la nave. Yo…

La madre regidora Elizabetha Moriani rió con una suave voz de contralto.

—Le da demasiada importancia. Hay mucha gente que detesta volar. A mí me produce mareos de vez en cuando.

—¿Sí? —exclamó el hombre, aliviado. La azafata de vuelo había adivinado por su físico anodino y complexión débil, propios del más estereotipado oficinista delgaducho y feo, que probablemente el viaje a través de las capas altas de la atmósfera traería problemas. No se equivocaba: Dam no era un hombre de acción. Tal vez la excitación de los días posteriores a su convocatoria en Mitra, segunda luna de Delos y sede oficial de la Logia Bizantyna, había desembocado en las terribles arcadas que sufrió al despegar y que habían acabado con un charco de vómito en medio del pasillo de la lanzadera.

—¿Qué es esto? —Dam se interesó en la singular escultura, cambiando educadamente de tema.

La Madre Regidora paseó su mirada por el complejo armazón de reflejos.

—Iba a hablarle sobre ello, pero antes unas precisiones: ¿cuál de las organizaciones entró en contacto con usted? ¿El ejército, nuestro comité de seguridad…?

—Fue Sanidad: me urgieron a venir inmediatamente tras unos tests de rutina en la empresa donde trabajo, pero nadie ha querido explicarme de qué se trata. —Torció el labio, recordando las horas de comentarios amables y órdenes confusas—. Sólo dijeron que lo entendería cuando llegase.

Las mujeres que acompañaban a Moriani alzaron sus rostros, perdidas en laberintos metaconceptuales. Iconos de control flotaban alrededor de sus trajes como satélites de brillantes colores, manteniéndolas en perpetuo contacto con los informes horarios de todas las ramas de la Orden.

—Suelen ser bastante rudos, en efecto; por eso preferimos hacer nosotras mismas el trabajo. Esto —dijo Moriani, señalando la escultura— es un esquema frenológico inducido.

—¿Un qué?

—¿Ha oído hablar de la frenología, señor Laivana? ¿No? Se trata de una ciencia popularizada hace miles de años, en la Tierra, antes del desarrollo de la medicina moderna. Pretendía estudiar y predecir el comportamiento de la mente humana analizando la topología del cerebro, los giros de sus circunvoluciones y sus racimos de neuronas… Un fracaso, por supuesto. Es curioso que nuestros postulados hayan desembocado en conceptos similares después de milenios de estudiar el fenómeno desde perspectivas diferentes.

—Entiendo. ¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —dudó el hombre, mirando el holograma con pavor. La Madre se apresuró a aclarar:

—¡Oh, no se preocupe! El esquema de ondas de pensamiento aquí representado no es suyo. —Añadió enigmática—: No podría serlo de ninguna manera.

—¿Entonces…?

—Hace tres meses, una hermana bizantyna, sor Adriana Gaibaldy, fue enviada al sistema Plea Gémini en misión arqueológica, en busca de unas ruinas pre-Dispersión que creíamos podrían corresponder a un arcaico asentamiento alienígena. Al cabo de un par de semanas de su llegada al planeta, la Armada detectó un intento de invasión del Condominio Septem en la zona. Bloqueó todos los accesos y trató de rescatar a Adriana de su zona de estudio, pero no la encontraron. O mejor dicho… sí la encontraron, pero no fueron capaces de comunicarse con ella.

—¿Qué quiere decir? —se extrañó Dam. Las bizantynas tenían fama de ser extraordinarias telépatas.

Moriani redujo un poco el volumen de voz.

—Las rencillas entre el Imperio y los sistemas independentistas del anillo exterior no son de nuestra incumbencia, pero la presencia de fuerzas hostiles en la zona hacía prioritario el rescate de la Hermana y su escolta hasta Mitra para que pudiera informar de sus hallazgos. Entonces ocurrió algo inesperado: Adriana debió descubrir algo que operó en ella un cambio fundamental. Al poco de llegar el aviso de evacuación, comenzó a emitir un campo mnémico… ¿sabe lo que es la mnémica?

—Voluntad Psi.

Ilustración: Valeria Uccelli

—Exacto. El campo psíquico emitido desde sus coordenadas era tan potente que ningún equipo de rescate pudo acercarse a menos de un kilómetro del foco de las ruinas. —Moriani paseó alrededor del holograma, atravesándolo con sus faldones—. Los hombres sufrían potentes migrañas que acababan en la inconsciencia, los equipos electrónicos se volvían locos y todas las sondas eran derribadas por alguna forma poco habitual de cinética. Los sondeos realizados con mnémica activa desde órbita dibujaron este patrón de ondas cerebrales —señaló la escultura—. Un esquema frenológico de pulsaciones genitivas que jamás habíamos visto hasta ahora.

—Increíble —musitó el administrativo—. ¿Y qué es esa zona negruzca? —señaló al nodo azabache situado en una esquina del gráfico.

—Es la teoría de la habitación oscura. Un elemento arquitectónico de la mente, no del cerebro, que intuimos que está ahí, en alguna parte, pero carecemos de pruebas para demostrar su existencia. Tras estudiar estas ondas telepáticas llegamos a la conclusión de que podían contrarrestarse, pero sólo mediante una habilidad natural que muy pocas personas poseen. Es como… —buscó un símil— un sistema inmunológico especial, preparado para resistir el ataque de un agente determinado. Algunas personas resisten mejor los virus que otras, porque su organismo está mejor adaptado o porque los ha vencido antes. Usted, señor Laivana —fue al grano con un alzamiento de cejas—, posee el patrón mnémico idóneo para resistir las emanaciones de aquello en lo que se ha convertido ahora sor Adriana.

Dam retrocedió. Empezaba a encontrarse verdaderamente a disgusto con la conversación.

—Pero…

—Llevamos semanas realizando tests a todos los habitantes de Delos y de otros mundos del Imperio, disfrazados de análisis farmacológicos o de salud mental. Ha sido una operación cara, pero hemos logrado encontrar a tres personas que cumplen con los requisitos.

Dam iba a protestar cuando escuchó pasos. Girándose, descubrió a un atleta de raza oriental, bajo de estatura pero de constitución fornida. Sus anchas espaldas estaban cubiertas por un uniforme militar de la Marina Imperial, con sus azules y negros combinados con agresiva elegancia. La insignia de los leones gemelos del Emperador relucía en oro en su solapa.

Al llegar hasta ellos, esbozó una genuflexión.

—Dam, le presento a Sakuge Oshiima, otro de los reclutados. él también posee un esquema telepático inmune al campo de nuestra Hermana. —Dam notó que la Madre hablaba de su acólita con cierta tristeza, como si ya la diese por perdida en las profundidades de aquel planeta—. Sus conocimientos militares serán de gran ayuda en esta misión.

—Encantado de conocerle —saludó Oshiima, sacudiendo la mano de Dam. El oficinista sonrió parcamente.

—El honor es mío.

—¿Quién será el último miembro? —preguntó el soldado.

Moriani se apartó para dejar que una de las jóvenes de su grupo de análisis se adelantara. Una bella caucasiana de no más de dieciocho años, alta y delgada, se separó de sus compañeras y se colocó frente a ellos, la mirada fija en el suelo. Era graciosa y pizpireta, pero sus pómulos sonrosados y prominentes la dotaban de un aire reservado.

—La Hermana Michaela. Ella será nuestra representante en la búsqueda. Sus patrones de pensamiento son diferentes a los suyos, pero un intenso condicionamiento mnémico la permitirá emular virtualmente su inmunidad. Es la única de nuestras acólitas que lo ha conseguido.

Michaela sonrió, algo sonrojada por las alabanzas de su superiora. Dam no pudo contenerse más y estalló:

—Pero, ¿qué es esto? ¿Por qué deciden con tanta facilidad por mí? ¡Yo no soy ningún héroe! Soy un hombre pacífico y tranquilo. No quiero participar en ninguna… misión, o como llamen a esto.

Moriani, que ya esperaba algo así, dejó caer una mano sobre su hombro.

—Señor Laivana, usted no va a realizar la misión.

Dam parpadeó, confuso.

—¿Ah, no?

—La parte peligrosa del trabajo, la que implica entrar físicamente en las ruinas de Plea Gémini Uno, corre a cargo de sus dos compañeros. —Hizo un gesto extensivo a los otros reclutas, que permanecían en un escueto silencio—. Usted posee el patrón mnémico más puro de los tres, pero no tendrá por qué arriesgarse.

—¿Y qué tengo que hacer, entonces?

—Monitorearles desde fuera. Será su ancla psíquica cuando se encuentren en el interior de las ruinas. La campana mnémica de Adriana es un potente inhibidor de sinapsis, pero actúa de dentro a fuera, en función inversamente proporcional a la distancia a su foco.

—Es decir, que mientras más nos adentremos en él —explicó suavemente Michaela, con una vocecita de niña—, menos sensibles nos volveremos a sus efectos.

Dam arrugó el entrecejo.

—O sea, que no tendré que entrar.

—No —zanjó Moriani—. Permanecerá fuera, con la escolta militar, y dejará que Michaela use su rastro mnémico como hilo de Ariadna para salir del laberinto. Nada más sencillo.

Dam permaneció callado un minuto, ponderando la situación. Al final negó con la cabeza, haciendo un aspaviento.

—Creo que no, gracias. Siento que se hayan gastado tanto dinero para traerme aquí y en montar todo este circo, pero por muy importante que sean las razas alienígenas y los descubrimientos de la tal Adriana, considero que mi vida es infinitamente más valiosa. No iré.

—Veinte millones de blasones, señor Laivana —dijo la Madre, con tranquilidad—. Como civil que es no podemos obligarle, pero estamos en disposición de pagarle esa cantidad si nos hace este pequeño… favor.

Dam tragó saliva. Veinte millones. Él jamás había visto tanto dinero. Por un momento la tentación le picó, y estuvo a punto de abrir la boca para aceptar, pero el miedo le espoleó.

—No sé —murmuró—. Es mucho dinero, pero el riesgo… Se trata de un planeta en guerra abierta.

—No correrá ningún peligro —terció Sakuge—. El ejército tendrá la zona bien controlada. Somos nosotros los que dependeremos de usted para salir, una vez estemos allí. Me avergüenza un poco decirlo, pero la verdad es que no podemos hacerlo sin su ayuda.

Dam miró a los demás a los ojos, y bajó los hombros.

—Nada de operaciones secretas ni incursiones bajo las bombas, ¿verdad?

Moriani sonrió, enseñando los dientes. A Dam le recordó algunos de los tigres que había visto en los zoológicos terrestres.

 

 

El transporte que los iba a trasladar hasta Plea Gémini era un bombardero planetario de gran tonelaje. Dam sólo los había visto como lejanos puntos en el cielo, las noches claras de primavera que continuamente se llenaban de vectores de impulso, allá en Delos.

La enorme panza ovoidal del aparato estaba construida en torno a largos anillos gauss interiores, que giraban a gran velocidad alrededor de un espacio vacío, el anfiteatro central de la nave. En él flotaban mansamente bombas nucleares congeladas a medio eclosionar, mantenidas a salvo de reacciones incontroladas por los potentes campos de contención. La peculiar geometría de los anillos hacía que el bombardero tuviera desde el exterior el aspecto de un gargantuesco zeppelín de titanacero.

La pinaza de transporte se acercó hasta un profundo acantilado, la panza del coloso, un enorme farallón de metal en el que el hacha de un gigante parecía haber hendido una fisura a una oscuridad sin estrellas. Luces holográficas dibujaban caminos 3D en el espacio, construyendo pasillos de aproximación que guiaban a cada nave de forma independiente. Otras seis pinazas evolucionaban en el vacío, acercándose para ocupar su lugar en la matriz del coloso.

Fascinado, Dam Laivana observaba desde la portilla transparente de proa. Miró hacia arriba: muy lejos, distinguió antenas de comunicaciones y pistas de luz para naves de mayor tonelaje. Miró hacia abajo, y la altura del acantilado le sobrecogió: tras extenderse por un centenar de metros, la panza acababa en una hilera de aspas de impulsión Riemann, ondulantes y adaptadas a una compleja kinodinámica. La energía de los campos R que impulsarían el navío a su regreso al espacio einsteiniano fulguraba con reflejos purpúreos en el envés de sus filos de ataque.

Los otros miembros de la comitiva, el orgulloso Sakuge Oshiima y la frágil y misteriosa Hermana Michaela, permanecían sentados en sus divanes de aceleración, pensando en sus propios motivos y con expresiones de suficiencia muy alejadas de la excitación genuina que sentía en esos momentos. Le parecían seres extraños, procedentes de lugares y entornos que él sólo había conocido por las películas o los informativos de la Ultranet.

Se preguntó si también tendrían miedo.

Las sombras del gigantesco hangar los engulleron. En un recinto capaz de albergar una ciudad, millones de luces danzantes construían un nido para aves mitológicas. Un torbellino de órbitas seguras en torno a un eje central de rotación, sobre el que volaban miles de naves convertidas en ascuas de destellos por los correctores de maniobra. La pinaza no se posó, sino que permaneció flotando en un estrecho margen de espacio en torno al centésimo nivel del nido, mientras otros pájaros recogían sus alas para encajar delante y detrás, inmóviles como soldados de plomo en una fila de inspección.

Dam sintió en algún lugar de su cerebro cómo el crucero de guerra conectaba con la matriz sinérgica de la mente del Emperador. Lentamente se desvaneció en la nada, trilaterando el Riemann hasta su destino.

A los pocos segundos, el planeta que se divisaba a través de la ventanilla perdió los tonos azules, verdes y blancos de Delos, y se convirtió en un disco naranja más pequeño e iluminado desde un ángulo distinto. Una sutil migraña, una sensación de caída hacia delante que se alargó durante unos desconcertantes minutos, le confirmó que la Proyección había terminado. La mente del Emperador depositó suavemente la enorme masa de la nave de guerra a un par de órbitas de Plea Gémini Uno, con la delicadeza de un niño que jugase con su juguete preferido.

Tal como había llegado, la pinaza extendió sus espolones de impulso y abandonó la seguridad del hangar, iniciando la maniobra de reentrada. Dam sintió que sus tripas se revolvían, y rezó porque ni sus intestinos ni su estómago cedieran en un momento tan solemne.

El espacio en torno al planeta era completamente distinto al que circundaba Delos: otros dos cruceros de gran tonelaje orbitaban en el mismo plano que el que les había traído, el cual, acabando de poner en marcha sus ciclos de aceleración (la nave había comenzado a acelerar antes de llegar a su ventana de lanzamiento actual, cuando aún orbitaba Delos), disparó la energía de sus aspas de impulso R y, taladrando un esférico puente Einstein-Rosen en la tela del vacío, desapareció ante sus ojos con un destello de inercia residual convertida en fotones. Cuando no podían solicitar una Proyección instantánea, los buques tenían que confiar en sistemas autónomos para desplazarse, aunque resultaran infinitamente más lentos.

Aparte de los grandes cruceros, cientos de naves de combate de pequeño tamaño zumbaban por todas partes. Una escuadra de Asesinos Delta, veloces cazabombarderos con sus armas ya disparadas y congeladas en despliegues de lanzamiento, pasaron a su lado cruzando perpendicularmente su trayectoria como si no les importara lo más mínimo que estuvieran allí.

Por primera vez, Dam sintió que estaba en medio de una guerra. No en una simulación romántica ni en un impersonal reportaje de los que solía ver en sus canales favoritos de noticias: estaba allí de verdad, cayendo hacia un planeta en el que rosarios de bombas atómicas que se divisaban desde órbita perlaban en descargas estroboscópicas el contorno de los polos.

No pudo aguantarlo más; sintiendo que los gases se le acumulaban en el vientre, dejó que sus esfínteres se relajaran piadosamente.

 

 

Rojo de vergüenza, bajó de la nave enlace cuando ésta se posó en tierra. Sus compañeros le observaban entre divertidos y ofendidos, caminando algunos metros por delante. Dam no salió corriendo en ese momento a esconderse en el agujero más profundo del planeta porque sabía que de todas formas iban a encontrarle.

Un fuerte viento les recibió en cuanto pusieron el pie en tierra. Estaban en lo más profundo de un cañón natural, una grieta de noventa metros de profundidad cuyos extremos desaparecían más allá del alcance de su visión Por lo que Dam había aprendido en el corto viaje, PGUno era un planeta de reciente terraformación, y su atmósfera se mantendría en quimiomorfosis al menos treinta años más antes de estar preparada para cobijar humanos. Por eso conservaba el casco.

Un militar les escoltó hasta un vehículo de ruedas con aspecto de insecto quitinoso, y una vez en su interior les dirigió una amplia sonrisa de vendedor:

—¡Bienvenidos a PiGÃœi! Soy el teniente Perry, y seré su guía mientras estén en este paraíso entre paraísos. No teman por el vientecillo, es algo habitual en estas latitudes. Cuando en un extremo del cañón es de día, en el otro reina aún la noche. Eso hace que necesitemos un arrastrador para desplazarnos a través de él. ¡Esto son isobaras, y no las que corren por los campos de mi tierra!

Dam miró por una ventanilla y divisó un grupo de tornados gemelos escasos kilómetros al oeste. Pensó que si se le ocurría poner un solo pie fuera del vehículo, el «vientecillo» lo arrastraría de vuelta al espacio.

—¿Dónde está la base Tierra? ¿Queda muy lejos? —quiso saber Oshiima, elevando la voz por encima del rugido del motor del vehículo y el azote del viento en su blindaje. El teniente cabeceó:

—No se preocupe, llegaremos en diez minutos. Se encuentra emplazada en una región mucho más estable atmosféricamente, en el ojo de un huracán permanente. La pinaza no puede posarse más cerca por lo abrupto del terreno. Por eso elegimos el emplazamiento del cañón.

—¿Sabe algo del Puesto Zeta?

Perry los miró de soslayo.

—¿Van ustedes allí? Es un lugar con muy mala fama, incluso para un sitio como éste. Dicen que una magia misteriosa avería los equipos y vuelve locos a los hombres que se acercan a menos de un kilómetro. Mala cosa, muy mala.

—…ada?

—¿Cómo?

La Hermana Bizantyna se llevó una mano a la garganta, esforzándose por hacer oír su vocecilla.

—¡Digo que si mantienen en la zona algún puesto de avanzada!

Perry afirmó con la cabeza, conduciendo el vehículo a través de un difícil caudal de escorrentía entre conglomerados de roca. El agua parecía resbalar mezclada con mercurio.

—Por supuesto. No sé qué demonios hay en ese sitio que les interese tanto, pero los jefes están muy alterados por la desaparición de un absurdo grupo de civiles en aquel lugar. ¿Qué coño pintan civiles en este agujero en un momento así?

Sakuge y Michaela se miraron en silencio. Aunque Dam nunca había tenido contacto con los misteriosos poderes telepáticos de las bizantynas, creyó entender perfectamente lo que pasaba por sus cabezas.

 

 

La base Tierra era un complejo prefabricado de quita y pon: seis conjuntos de habitáculos en torno a una antena central en forma de cuerda mecida por los vientos, un depósito de combustible y varios emplazamientos para vehículos. La oruga les dejó prácticamente en la puerta de la plana de mando, y Perry se despidió.

El trío de visitantes se introdujo en el edificio. Al momento les hicieron pasar a un despacho cuya puerta rezaba General Gilbert Cesbron. A Dam le recordó el estilo austero de los departamentos de su propia oficina.

Cesbron resultó ser un hombre obeso y amable, sin pelo en la cabeza y boca amplia, caída en las comisuras. Con la guerrera desabotonada y un reloj recordando en torno a su muñeca que su tiempo valía más que el oro, les invitó a sentarse.

—¿Han disfrutado de un buen viaje?

—Sí, mi general —asintió Sakuge, tan serio que Dam sintió ganas de reír.

—Perfecto. Vamos a ver. —El militar ojeó unos papeles que tenía encima de su mesa—. Ustedes son el grupo bizantino. Bien. Tengo un aparato listo para llevarles al interior. ¿Han traído alguna clase de equipo especial que yo deba conocer? —Todos negaron con la cabeza. Cesbron pareció extrañado—. ¿No? ¿Y cómo piensan atravesar esa… campana, como la llaman ustedes? ¿Es algo relacionado con la mnémica?

—En efecto. —Michaela tomó la palabra—: Nos gustaría acercarnos todo lo posible al área de cuarentena para realizar las pruebas preliminares. Tengo entendido que mantienen un puesto avanzado…

—El Zeta. Pero no sé si podremos conservarlo durante mucho tiempo.

—¿Por qué? —se extrañó la joven. Cesbron se reclinó en su sillón de muelles.

—El combate se recrudece. Los cruceros están registrando los sistemas cercanos, buscando a los cabrones que nos llevan cañoneando desde que llegamos, pero aún no hemos dado con ellos. Pura cuestión logística.

—¿No saben dónde está el enemigo? —preguntó Dam, desorientado.

—Usted no es muy ducho en tácticas militares, ¿verdad? La situación que tenemos aquí es lo que llamamos un «gulag». Naves de salto Riemann nos bombardean desde la heliosfera de alguna estrella cercana, colocándose cerca de sus campos de neutrinos y acelerando descargas de partículas a través de puentes Einstein-Rosen microscópicos. Hacen aparecer el extremo opuesto de los túneles subcuánticos sobre la superficie del planeta y ocasionan detonaciones nucleares de baja intensidad. Locales, pero lo suficientemente potentes como para resultar molestas. Toda nuestra flotilla se está desplegando hacia los sistemas cercanos, buscando el lugar desde donde nos están disparando para destruirlo.

Los tres visitantes se miraron, preocupados. El general prosiguió:

—Tienen que haber enterrado en alguna parte del planeta un localizador ERB, el aparato que facilita la apertura de los puentes a escasa distancia de los polos magnéticos. Por eso nos mantenemos cerca del ecuador, donde hay menos probabilidades de que caiga alguna descarga aleatoria. El sitio al que ustedes van también está cercano, así que no creo que corran peligro. Pero no sé cuánto tiempo podremos mantener asegurado este hemisferio —concluyó, levantándose. Los otros se pusieron también en pie—. Deberán darse prisa. Encuentren a la persona que buscan y salgan del agujero lo antes posible, porque en cualquier momento podríamos decidir abandonar este cenagal para proseguir la contienda desde órbita.

—Entiendo —dijo Michaela, estrechando su mano—. Muchas gracias por todo, general. Procuraremos trabajar lo más rápido posible, pero no está del todo en nuestra mano.

—Soy consciente de ello. Las Hermanas nos han pedido que les equipemos con material no susceptible a la presión mnémica que daña los aparatos electrónicos. Como no preveíamos esta eventualidad, hemos tenido que improvisar un poco. Hemos conseguido fabricar unos cuantos microchips que funcionan con puertas lógicas construidas con espejos. Sólo tendrán que dejar pasar una pequeña cantidad de luz a través de sus objetivos captadores para que dispongan de una limitada potencia informática. Espero que les sirva.

Los tres asintieron.

Media hora después, tras visitar el almacén de intendencia y equiparse debidamente, volaban en una lanzadera de ataque aerodinámica rumbo al campamento Zeta. Mientras el forzudo Oshiima se afanaba en revisar las armas (basadas en arcaicos diseños que usaban propelente sólido en sus proyectiles), la aparentemente tímida Michaela revisaba el software. Junto a ellos viajaba el teniente Perry.

Dam, que algo sabía de programación de sistemas, se acercó a Michaela y observó la pantalla del ordenador. La joven le sonrió.

—¿Más tranquilo?

—¿Eh? Oh, sí. —Recordó el penoso episodio de la lanzadera—. Lo siento muchísimo, yo…

—¿Puedo tutearte?

Dam vaciló.

—Claro.

—No sé si sabes algo de informática.

—Una vez asistí a un cursillo de programación en IAC-dos, pero como no lo necesito para desempeñar mi trabajo lo tengo un poco oxidado.

—¿A qué te dedicas?

—Compruebo las nóminas de los empleados de diversas empresas —dijo él, distraídamente. De repente le pareció que nada de lo que dijera resultaría impresionante para aquellas personas.

—Bueno, veamos qué tenemos aquí. —La joven le hizo un sitio en el escueto diván de la lanzadera. Dam se sintió un poco nervioso. Siempre había creído que las Hermanas Bizantynas eran un grupo de brujas inmersas en estudios cabalísticos del Metacampo y la mnémica en general. Nunca habría imaginado que pudieran existir mujeres tan cercanas (y distantes a la vez) militando en sus filas.

Michaela aplicó una linterna de luz química al fotorreceptor. La pantalla del ordenador se iluminó.

—Células cristalinas reactivas. Cambian de composición cristalográfica con la luz y generan electricidad —explicó, tecleando velozmente—. Sor Adriana, nuestro objetivo, se internó en las ruinas del campamento Zeta junto con un grupo de siete científicos, más una pequeña escolta militar. La última comunicación que radiaron notificaba que bajo la superficie del planeta habían encontrado un complejo de cimientos de antiguos edificios, más un… —Vaciló—. Uhm. No estoy segura de que esta palabra signifique lo mismo que su traducción: un laberinto.

Dam leyó la pantalla. El mensaje de la bizantyna estaba escrito en una derivación del sánscrito original de la Orden, absolutamente críptico a sus ojos.

—¿Eso sucedió antes o después de que apareciera por primera vez la campana?

—Antes. Por lo visto, se adentraron en las profundidades hasta que no pudieron seguir avanzando. Su último mensaje llegó cargado de estática y con fuertes deficiencias de señal. En esa zona se levanta una enorme estructura cuyos cimientos profundizan hasta al menos cien metros bajo la capa de basalto superficial. Si Adriana encontró un pasillo a través de las ruinas, nunca comunicó su localización.

—¿Qué es eso que parpadea? —preguntó Dam, señalando una esquina de la pantalla.

—Un inventario del material que llevaron consigo. Armas, cuerdas, equipo de espeleología… vaya, y un Norkel.

—Una unidad de combate automatizada —aclaró Perry, desde el otro asiento—. Posiblemente les acompañaría para el eventual caso de encontrar resistencia armada.

—Creí que ésta era una guerra que se libraba desde órbita.

El teniente asintió.

—Y lo es. Pero nunca se sabe lo que uno puede encontrarse en un territorio en conflicto. —Guiñó un ojo y fue a sentarse junto al piloto. éste anunció:

—Estamos llegando. Echemos un vistazo.

La carlinga se iluminó cuando sus parabrisas se volvieron transparentes. Bajo sus pies se deslizaba a gran velocidad el paisaje desértico.

A menos de dos kilómetros se acercaba un terraplén liso entre colinas suaves, surcado por un entramado de líneas rectas. Allí se había levantado eones atrás una ciudad, una urbe de amplias avenidas, abruptas bocacalles y férreos tabiques de contención, visibles porque la erosión había sido desigual en su trato con el entorno. Nada se elevaba más de unos centímetros del suelo, por lo que en lugar de las esplendorosas ruinas que había esperado, Dam sólo veía un tapiz sucio y polvoriento mal dibujado sobre la tierra. No parecía una única ciudad, sino muchas, arracimadas en una confusión de geometrías.

—Han limpiado buena parte del terreno —señalo Perry—. Normalmente las ruinas se encuentran ocultas bajo una capa de polvo que impediría que las divisásemos desde el aire.

La lanzadera tomó tierra en el extremo del anfiteatro que cobijaba los restos arqueológicos, junto a unas casetas de plástico y un par de antenas-látigo.

Perry les ayudó a descargar y se presentó al oficial de guardia. Mientras intercambiaban datos, los visitantes se acercaron al perímetro de la zona de cuarentena.

Los soldados habían marcado la frontera de la campana mnémica usando un método sencillo pero efectivo: pintando una línea en el suelo. Un semicírculo rojo bordeaba la ciudad sin necesidad de alambradas; ningún soldado en su sano juicio se atrevería a cruzarlo a sabiendas del efecto mágico que gobernaba el lugar.

Dam y Michaela sintieron que por fin habían llegado a su destino.

 

 

El administrativo se instaló en el campamento base, una tienda de campaña plantada justo al límite de la línea. Los soldados le habían proporcionado una cafetera y algunas raciones liofilizadas, pero con las prisas nadie le había explicado cómo usarlas. Dam se afanaba en entender las complejas instrucciones en letra pequeña de un sobre que prometía caldo de legumbres, cuando Michaela entró. Iba vestida como un soldado, con un resistente traje de camuflaje y botas de cuero sintético.

—Estamos listos —anunció, sonriendo ante su cara de perplejidad—. ¿Nunca habías visto a una Hermana en traje de faena?

—Nunca había visto a una Hermana trabajando fuera de sus logias.

—La Logia es el estamento, la organización, no un edificio donde nos reunimos —corrigió ella, quitándole el sobre de las manos. Lo abrió con manos expertas y vertió el contenido en un cazo con agua—. Es un error muy extendido. No somos una organización religiosa, sino un grupo de eruditas que estudian el Metacampo. De hecho, la mayoría nos consideramos ateas.

—Pues nadie lo diría. —Dam trató de no mirar las letras impresas en su camisa de mimetizaje, que anunciaban el Cuerpo de Infantería describiendo un par de redondeados giros sobre sus senos. Michaela le dio unos golpecitos en el hombro.

—Venga, que nos ponemos en marcha. ¿Lo tienes todo listo, señor administrativo?

Dam se sintió orgulloso de cómo ella había pronunciado esas palabras. Aspirando con fuerza a través de sus filtros nasales (otro regalo de la Infantería), se sentó frente al monitor holográfico de una consola ligada con la señal que emitía la de la joven.

—Os recibo bien. Esperemos que se mantenga así a medida que vayáis bajando.

—Desenrollaremos un cable de fibra óptica para ayudar a la señal a encontrar el camino. Será el hilo que nos ayudará a salir del laberinto.

Abandonaron la tienda. A escasos metros, Sakuge esperaba junto a un grupo de soldados armados con fusiles. Varias cámaras y robots sanitarios vigilaban junto a la frontera, prestos a cubrir cualquier eventualidad.

Dam se fijó en el pequeño arsenal que Sakuge tenía asido a la armadura: un rifle de tambor veloz, un látigo monofilamentado, un cuchillo de supervivencia y un microfusil con sensor de proximidad, todo analógico. El microordenador de Michaela ofrecía diagnósticos en verde mientras lo enfocaba hacia el sol.

—Está bien —dijo la Hermana, colocándose junto a Sakuge—. Vamos a ver qué tal sale esto.

Dam dejó de respirar, observando a sus compañeros permanecer unos instantes de pie, frente a la marca rojiza. La barrera invisible parecía estar desafiándoles calladamente a que dieran un paso.

Los ojos de la bizantyna se afilaron. Dam se la imaginó acariciando la campana, entrando en comunión con el Metacampo y proyectando suaves ondas telepáticas, un mensaje de saludo que analizara el potencial de la barrera y comunicara que no era una enemiga. Recordó que la Madre Regidora les había dicho que Michaela, en realidad, no poseía la configuración mnémica natural para resistir los efluvios de la campana, sino que la emularía de manera virtual, acomodando su mente a las condiciones de soporte óptimas. Por primera vez, el administrativo sintió un respeto reverencial ante su poder.

Lentamente, Michaela dio un paso.

Primero acarició un volumen invisible de aire con su mano, como palpando una presencia. Luego se atrevió a cruzar la línea. Los soldados aguardaron, atentos a cualquier anomalía, tabaleando con los dedos en las culatas de sus armas.

La joven se colocó a un paso de distancia hacia el interior de la barrera. Todos la vigilaban, incluyendo Sakuge Oshiima, quien sabía que estaba a punto de hacer lo mismo.

Michaela se volvió con lentitud y, en un gesto inseguro, guiñó un ojo a Sakuge. éste volvió a respirar de nuevo. Agarró la cuerda que le sujetaba de la cintura (una medida para sacarlos de allí en caso de que no fuesen capaces de soportar la tensión), y penetró en la campana.

A él le costó un poco más. Pareció marearse y se tambaleó un poco, arrodillándose y apoyando una mano en tierra. La Hermana corrió a socorrerle, sujetándole por los hombros. El teniente Perry, que asía la cuerda, estuvo a punto de tirar para sacarlo, pero el joven alzó una mano indicándole que aguardase.

Respiró profundamente varias veces y se puso de nuevo en pie, controlando su equilibrio como un niño que saborea por vez primera la verticalidad total.

Al momento pareció encontrarse mejor, como quien supera un estado transitorio de ansiedad y se adapta a un nuevo entorno. Sakuge les hizo una señal de que todo iba bien, y se encaró hacia las ruinas.

—Nos dirigimos hacia el centro —anunció por el comunicador—. Usaremos la misma entrada que el grupo de Adriana.

Dam notó de repente una presencia en su mente. Era Michaela, tan clara y palpable como si la tuviese delante y la estuviese tocando. Experimentar ese contacto mnémico era una experiencia totalmente nueva para él. Recordó cuál era su misión allí: Serás el hilo de Ariadna.

Era increíble. Durante los cortos instantes en que Michaela había permanecido al límite del campo, ignorando su suerte, él había sentido la urgente pulsión de saltar dentro y rescatarla, como los héroes de sus teleseries favoritas. Se sentía confuso, ya que el hecho de que en realidad no hubiera saltado le recordó con firmeza lo que desde luego él no era: un héroe.

Pero si aquella mujer estaba en peligro…

Michaela se giró y le sonrió. Dam se dio cuenta de que estaban conectados, y por enésima vez deseó que se lo tragara la tierra.

 

 

La luz de la linterna descubrió las complicadas ondulaciones de un friso de la pared. Michaela lo enfocó con una cámara de fotos, de las de impresión sobre grano de plata, y sacó una instantánea de toda la figura. Más que meros decorados, parecían la escritura barroca de un grabador enfermo, llena de raspaduras, semicírculos y líneas cruzadas: Alineal D con tendencia a la esquizofrenia sintáctica.

Avanzaron durante una hora descendiendo por un túnel angosto, de apenas dos metros de ancho por uno y tres cuartos de alto, poniendo especial atención en los desniveles que la luz de la linterna iba descubriendo a cada paso. Sakuge iba delante, con las armas preparadas y un sensor de proximidad basado en tarjetas de biocultivos reactivos. Montados en un soporte tipo linterna, llevaba tres placas de hongos que reaccionaban a los microcambios de temperatura provocados por las corrientes de aire de la cueva. Cambiaban de color a medida que los compuestos sulfurosos que arrastraba el viento hacían variar su ciclo metabólico.

De pronto, el pasillo se abrió desembocando en una cueva. Sakuge alzó el rifle y se adelantó unos pasos hasta un montículo de arena calcárea rodeado de estalagmitas. En su centro alguien había apilado unas rocas.

—Es el campamento base de la expedición de Adriana —observó, esquivando las huellas de botas militares que todavía se distinguían por los alrededores—. Estas piedras posiblemente sean restos arqueológicos.

—Paleobacterias —aclaró la bizantyna, examinando un petroglifo natural—. Crecen en condiciones de absoluta oscuridad e hidrolizan el feldespato y la ortosa de los compuestos ígneos para obtener energía. Simulan una fotosíntesis neutra. Si los usáramos para crear lentes ópticas obtendríamos todo un catálogo de arcoiris en tonos de gris.

—Fabuloso. Informemos de que hemos llegado. Desde aquí se abren dos salidas.

Mientras la joven plantaba una escarpia en el suelo y ataba a ella el fino hilo de fibra óptica que arrastraban desde la superficie, Sakuge examinó la cueva.

Tenía las dimensiones de un edificio de tres plantas, hueco y verrugoso, y estaba formada por coladas de lava seca que habían sido muy fluidas, ahora paralizadas en olas de colores naranjas. Dos tobas se habían desecado, dejando su recubrimiento exterior como única huella de su paso por entre corrientes de magma más densas, y ahora formaban pasillos cilíndricos que continuaban adentrándose en la tierra. Del techo surgían nueve vigas de sostén que contrastaban con las demás estalactitas por su aspecto geométrico.

—Son los cimientos de los edificios de arriba. Si nos dejaran y tuviésemos dinero, deberíamos excavar todo el valle —deseó Michaela, secándose el sudor de la frente. Estaban a más de treinta grados—. Aún queda un gran porcentaje de la urbe intacto dentro de la piedra.

—¿No es mucho trabajo?

—Bah. Si lo hacen con un dinosaurio, ¿por qué no con una ciudad? Solo hay que apartar la escoria.

Michaela, ¿me recibes?

Era Dam, en forma de presión psíquica muy débil en su área de Wernicke. La joven cerró los ojos y visualizó el concepto «Perfectamente«.

¿Cómo vais? Aquí fuera se está haciendo de noche, y unas nubes muy raras han decidido organizar algún tipo de fiesta sobre nosotros.

La joven asintió, haciéndole un ademán a Sakuge como que luego le explicaría.

Hemos encontrado el campamento base de la expedición. Nos disponemos a avanzar por la cueva que contiene más huellas. Por lo visto daban muchas vueltas por estos túneles, yendo y viniendo frecuentemente. Pero hay uno en el que parece que pasaban mucho tiempo. Tomaremos ése.

De acuerdo. La próxima conexión dentro de una hora, me dice Perry. Corto y cambio.

Michaela le concedió la intimidad que Dam deseaba desplazando a un segundo plano el metacontacto, pero al contrario de lo que él creía, su unión no era de un tipo que se pudiera desconectar sin más. En todo momento ella «escuchaba» los pensamientos del administrativo como un rumor sordo al fondo de su mente, y simplemente los ignoraba.

Su compañero avanzó unos pasos hacia el interior de la toba. Miraba con el ceño fruncido las huellas, la única memoria que en ese momento tenían de lo que había ocurrido en las cuevas semanas atrás.

—¿Qué ocurre, Sakuge?

—Corrían.

—¿Cómo?

—Las huellas más recientes son rápidas y poco profundas. —Apuntó a unas marcas de talones apresurados, que habían levantado polvillo en la dirección del movimiento—. Parece que salieron a toda velocidad de los túneles.

La joven miró hacia el interior de la toba. La oscuridad más absoluta formaba un muro casi sólido más allá del alcance efectivo de sus linternas químicas.

—Tal vez algo les asustó. Un derrumbe o algún tipo de corriente magmática aún activa. Ojalá fuese lava; eso explicaría este calor.

—Pero si huyeron tan veloces en la dirección de salida…

—¿Qué?

El soldado se colocó bien los protectores del casco.

—¿Por qué no llegaron a alcanzar la superficie? Sus huellas no abandonan esta sala.

Michaela no respondió. Se cargó la mochila al hombro y, tras un último vistazo a la caverna, prosiguió la marcha.

 

 

Dam observaba la pantalla conectada al hilo óptico que salía de las ruinas cuando un trueno le sobresaltó.

No tuvo más remedio que enfadarse al comprobar que su nivel de ansiedad era anormalmente elevado, más de lo que él mismo esperaba: había confundido el tronar de la tormenta con el estampido de una bomba nuclear. Asustado, miró al cielo buscando rastros de naves, aliadas o enemigas.

Nada, sólo nubes.

Una corriente electroestática bañó los instrumentos. Dam dio otro sorbo de su caldo de legumbres, saboreando un tropezón. Michaela y su adusto guardaespaldas habían proseguido la marcha, y de vez en cuando él notaba su presencia con un breve roce, como quien mira atrás hacia un punto determinado para asegurar la ruta.

Eso es lo que soy para ella. Una referencia espacial, pensó.

De todos modos, no estaba tan mal. Muy fácilmente podría no haberla conocido nunca, si no se hubiese llegado a dar esta increíble circunstancia, estos hechos tan extremos que les habían reunido.

Dam rió la ocurrencia. Allí no se había reunido nadie. Simplemente él estaba cumpliendo un trabajo por el que, en el remoto caso de que sobreviviera, le pagarían un montón de dinero. Había conocido a Michaela y, aunque en su interior admitía que sus pechos le atraían más que cualquier otra parte de su anatomía (la joven era guapa, pero no lo suficiente como para satisfacer sus exigentes cánones), ella jamás se fijaría en él. Tal vez toda aquella excitación interior que estaba imaginando era solo eso: una fantasía. No es que él estuviera repentinamente interesado en Michaela por encima de otras mujeres, sino que esa era la forma como focalizaba toda la tensión del momento. Una vía de escape romántica.

Se rió de sí mismo con sorna. Escapes románticos. Lo imaginó: ¡Michaela, estoy aquí para salvarte! —¡Dam! Jamás pensé que fueses capaz de esto. — No te preocupes. Yo tampoco lo imaginé y risas compartidas y ruidos y un beso en la oscuridad. Vaya, qué difícil es esto.

Otro trueno y otro sobresalto. ¿Cómo se podía estar alegre soñando con el valor cuando su arrojo y su valentía vestían de riguroso luto? Sacudió la cabeza, mirándose la tripa prominente.

En la pantalla del ordenador, las señales gemelas que representaban a los exploradores se iban acercando a una zona de galerías cartografiadas por resonancia sísmica. Ellos tenían el mismo plano en su terminal fotoalimentada. Lo único que podía cogerles desprevenidos era que alguna de esas tobas aún estuviera rellena de material magmático (que no aparecería en el escáner). Pero se despreocupó: si estuvieran muy cerca de un cauce de lava fundida, el calor les avisaría con mucha antelación.

 

 

No encontraron ninguna corriente de magma, pero sí un río de oro.

Tras veinte minutos de caminar, la luz que portaban comenzó a reflejarse de manera mucho menos opaca sobre las paredes. El azul que rebotaba contra las tonalidades calcáreas llegaba hasta sus ojos como un gris pálido y monocromo, pero a lo largo de todo un túnel de más de diez metros que cortaba transversalmente el que les guiaba, la luz cambió, adoptando un reflejo especular.

—¿Qué es esto? —se interesó Sakuge, acariciando la pared.

—Algún tipo de aleación metálica que recubre el túnel por completo. Debemos estar en un río de oro puro —dijo la bizantyna, sin inmutarse. Se sentó jadeante sobre una piedra.

—¿Estás bien? ¿Saco el botiquín? —preguntó el soldado.

—No… no te preocupes —lo tranquilizó ella, dándole unas palmadas en el hombro. Gruesas gotas de sudor caían de su frente—. Es sólo cansancio. Este calor es infernal.

—Había oído que algunas bizantynas podíais disipar el calor, convirtiéndolo en algo mnémico, ¿no?

La joven rió.

—Sí, bueno. Yo también he escuchado esas historias, pero la mayoría son leyendas. Las llaves que permeabilizan las barreras hacia los niveles superiores de metástasis no son alcanzadas casi nunca en vida. Sólo los muy poderosos o exóticos, como los teleportadores o quienes pueden realizar Proyecciones, son capaces de algo así. El resto son historias que se inventa el departamento de relaciones públicas.

—Ya. —El hombre miró hacia las profundidades del río áureo—. Pues espero que no tengamos que bajar mucho más antes de encontrar los… —iba a decir «restos», pero se contuvo— signos del campamento avanzado. Ya no debe quedar lejos. Casi no siento la presión de la campana.

Recordó que la fuerza de interferencia del campo mnémico de sor Adriana era una función inversamente proporcional a la distancia a su foco. Ya casi no sentía la molestia en su cerebro, lo cual significaba que estaban muy cerca del centro emisor de las letales ondas.

—Eso espero. ¿Sabes? Debería abrir una cantera aquí y retirarme —suspiró Michaela.

—¿Os dejan hacer eso en vuestra Orden?

—Mi familia es rica. Poseemos un flete de naves de carga de eslora corta en Tyta Coriolis. Es una empresa pequeña pero reentable, lo que nos permite administrarla bajo régimen familiar. Yo ingresé en las bizantynas porque nací con una inclinación natural hacia los poderes del Metacampo, y quería explorarla al máximo. —Se peinó los flecos—. Desde niña he sentido curiosidad por saber cuál es el extremo de las cosas conocidas, y qué hay más allá.

—Pues si son extremos lo que quieres, ahora mismo estás bien metida en uno. Aquí…

Sakuge se paralizó, mirando hacia el túnel.

—¿Qué ocurre? —Su compañera se puso en pie, tensándose.

El soldado alzó el dispositivo captador de movimientos. Las placas bacterianas habían cambiado sutilmente de color.

—Una corriente de aire en dirección a la salida —sugirió Michaela—. O tal vez la que he desplazado yo al sentarme.

—No. —Sakuge recogió su arma—. Lo tenía apuntando al fondo de la galería, delante de nosotros. El aire aquí no circula en dirección al exterior.

Con cautela, se aproximó al punto en el que el corredor de oro desaparecía y una fisura continuaba adentrándose en las profundidades de la tierra. Amartilló el rifle y lo colocó en tiro simple, deseando tener un arma inteligente en lugar de aquella reliquia prehistórica en las manos.

Ligeramente encorvado, se apoyó contra la abertura de la grieta y apuntó con la linterna hacia la oscuridad. Las bacterias, tenuemente azules, se volvieron rojizas con un espasmo bioquímico.

—Sakuge, ten cuidado… —murmuró la bizantyna, colocándose detrás de él. Su imaginación le jugaba malas pasadas, haciendo aparecer sonidos donde no los había, distrayendo su mente con sensaciones triviales que hasta entonces daba por sentadas, como lo fría que estaba la piedra de las paredes al tacto pese al inmenso calor reinante. Paradojas sin explicación.

Un resplandor tenue procedente del pasillo subrayó el perfil de la joven. Procedía de un corpúsculo de polvo brillante que flotaba a través del corredor, no mucho más grande que un puño.

Se movía en su dirección, repelido por las paredes.

El soldado apuntó al objeto, que llegó flotando mansamente hasta él y se posó en la bocacha de su cañón. No parecía estar vivo, pero había destellos de electricidad que danzaban en su interior, formando en su núcleo un lazo asintótico infinito.

Michaela se acercó, abriendo las conexiones de neurotransmisores en paquetes conceptuales. El Metacampo fluyó como un torrente entre su cerebro y algo que palpitaba con reminiscencias mnémicas en el interior del átomo de polvo.

—Noto una presencia tangible —susurró, dilatando sus pupilas—. Pero no tiene conciencia de sí misma. No está viva. Es solo… un pensamiento.

—Querrás decir un insecto con capacidad de conexión mnémica —sugirió Sakuge, mirando con desconfianza al polvillo. Michaela negó categóricamente con la cabeza.

—Me refiero a un pensamiento. Como cuando tú decides que tienes que afeitarte la barba, o que la culata de tu rifle te molesta. Eso es lo que hay encerrado en esta mota brillante: una unidad de medida.

Otros corpúsculos asintóticos aparecieron navegando en aras de la brisa desde el interior del túnel. No iban directamente hacia ellos, pero los que por casualidad pasaban cerca de sus ropas o equipaje quedaban adheridos momentáneamente y palpitaban con una idea simple expresada en cambios de luminosidad.

Los expedicionarios siguieron caminando en silencio.

 

 

—¡Vuelven a moverse! —anunció Dam, saliendo de la tienda. El teniente Perry y los demás oficiales se congregaron alrededor de su ordenador portátil, donde la posición de la comitiva se calculaba por las coordenadas del extremo del cable de fibra óptica. Era imposible colocarles rastreadores que enviasen señales fuera de la campana de interferencia, así que se limitaban a suponer que jamás abandonarían el cable y a determinar la posición de su extremo por las tensiones en los cambios de su longitud. Tenían que usar como eje de triangulación fijo la posición del edificio principal de las ruinas, tan grande que estaba casi siempre sobre ellos.

—Están aproximándose al centro del laberinto —apuntó Perry, subrayando con el índice una barrera de oscuridad a partir de la cual las tensiones en el cable tendrían unas longitudes de onda demasiado largas como para medirlas. Era la franja de indeterminación. Cuando la rebasaran no podrían ser triangulados.

—Esperemos que éste no contenga ningún monstruo.

Perry rió por lo bajo ante lo curioso del pensamiento de Dam, pero por alguna extraña razón no se atrevió a discutirlo.

 

 

Tras sortear algunas esquinas del pasillo extrañamente geométricas, llegaron a un recinto mayor, una caldera que se había hundido miles de años atrás por efecto de los terremotos; tal vez una cámara magmática vacía. Los haces de sus linternas recorrían el interior del anfiteatro como delgados vectores de luz, rebotando en paredes alejadas más de veinte metros de su posición.

En el interior de la cámara flotaba una galaxia.

No tenía la forma espiral clásica, ni siquiera un grupo de agregación más densamente poblado en su centro, pero el número de corpúsculos de polvillo luminoso que danzaban en lentas espirales era tan elevado que parecía que todo el habitáculo estaba repleto de estrellas prisioneras. Aquéllas que en su pausado deambular rozaban el suelo se convertían momentáneamente en imágenes de personas, fantasmas translúcidos con cabezas, manos y genitales desproporcionados. Caminaban unos metros y luego volvían a desaparecer en la nada.

Pero había algo más. En una esquina de la enorme sala se extendía una zona de oscuridad que ni siquiera los haces de sus linternas podían atravesar. Los corpúsculos que atravesaban su frontera se difuminaban progresivamente, como perdiendo algún tipo de propiedad fundamental de su albedo, y desaparecían de la vista. Era como una herida abierta que dañaba la estabilidad del conjunto.

—Es… increíble —fue la apreciación de la bizantyna—. Son pensamientos solidificados. Grumos en la homogeneidad radial de la campana, imperfecciones cristalinas en sus leyes de expansión. Y hay tantos…

—¿Imperfecciones? —se extrañó Sakuge. Michaela apuntó a los bordes de la cueva con su linterna. Estaban llenos de orificios y galerías secundarias orladas por los festones caprichosos del basalto.

—Es un concepto difícil de explicar —murmuró, temerosa de alzar demasiado la voz para no romper la majestuosidad catedralicia de aquel santuario de fantasmas energéticos—. La campana de interferencia es un campo radial, y por lo tanto se presupone homogéneo: limpio como un arco de radar. Expansión perfecta independiente de la posición. Pero aquí ha habido concreciones, defectos como en la manufactura de un cristal. ¿Ves esas personas? Son gente a los que probablemente conoció Adriana en vida. Recuerdos.

—Están muy deformados.

—Los representa con cabezas y pechos y manos muy grandes porque son los puntos de referencia que en nuestra memoria identifican a las personas. Esto demuestra cosas muy interesantes.

—¿Cómo qué?

La joven tomó en sus manos un corpúsculo…

—Pues como que la mnémica no es una emisión radial desde el cerebro creador, como nos temíamos, sino un campo probabilístico con infinitas direcciones de propagación.

…y trató de conectar mentalmente con él, como si fuese capaz de contestarle.

—O que la mente de sor Adriana probablemente contenía defectos, algún tipo de enfermedad interna que desconocíamos y que ha desvirtuado las emisiones. Esto es —acarició mentalmente el corpúsculo— la decisión de subirse los pantalones porque están demasiado baj…

De repente el corpúsculo varió de aspecto, adoptando un tono índigo profundo. La bizantyna se echó hacia atrás como sacudida por un potente impulso eléctrico, y se convulsionó en estertores incontrolados.

—¡Michaela! —gritó Sakuge. La sujetó espantando el corpúsculo luminoso de un golpe.

Sakuge oteó en todas direcciones sin saber qué hacer. Tomando a la muchacha en brazos, abandonó a toda prisa la caverna. El túnel que los había guiado hasta allí de repente parecía mucho más estrecho. Con el pie tropezó con el cable óptico y tuvo que darle una patada para que no se enredara, apartándolo del paso.

Michaela parecía recuperarse un poco; ya no temblaba tanto y trataba de decirle algo. Un hilillo de baba surgía de la comisura de sus labios. Sakuge la colocó sobre el suelo y le aplicó respiración artificial. Los labios de la bizantyna estaban resecos.

—¡Michaela, reacciona! —urgió, propinándole un par de suaves cachetadas—. ¡Despierta! Joder, ¿qué ha ocurrido?

El soldado notó un movimiento de reojo. Las placas bacterianas del detector estaban ebrias de reacciones químicas.

Una sombra con silueta humanoide se deslizó lentamente sobre ellos. Sakuge soltó a Michaela y, colocándose frente a ella, alzó el rifle mirando con ojos muy abiertos hacia la cosa que había aparecido en la boca del túnel, olfateándoles con sentidos que iban más allá de lo puramente físico.

Sakuge retrocedió y destrabó el seguro del rifle, pero el suelo se agrietó y cedió tras él. Sus aguzados reflejos de combate le catapultaron por encima de la trampa de un salto con voltereta, que lo colocó al principio de un tai sabaki.

Su compañera no tuvo tanta suerte.

La bizantyna se desplomó tragada por el aluvión de tierra. El soldado se asomó a la grieta: la joven yacía a unos escasos tres metros, en el fondo de una sima irregular. Parecía inconsciente.

El monstruo entró en el túnel, esquivando certeramente los puntos de máxima inestabilidad de la plataforma de basalto, y se encaró con el soldado. Sakuge distinguió un trío de ojos inhumanos que lo contemplaban como una constelación distante e ignota.

Las detonaciones de las armas de fuego tabletearon por todo el entramado de los túneles.

 

 

En el campamento base, Dam se llevó las manos a la cabeza, presa de una repentina y fortísima migraña. Cayó de rodillas y gimió, creyendo que le iba a explotar el cerebro.

—¡Laivana! ¿Qué diablos le sucede? —gritó Perry, ayudándole a sentarse en una silla plegable, pero otro latigazo mnémico le tiró al suelo. Dam gritó y unas gotas de sangre manaron de sus oídos.

—¿Qué está ocurriendo?

—¡La campana se expande! —anunció un sargento. Efectivamente, un grupo de generadores de fuerza que descansaban a salvo a una distancia de unos quince metros del límite de la barrera comenzaron a lanzar chispas y humo, explotando. Las luces de posición de la pista, encendidas ante la cercanía del ocaso, parpadearon inseguras y algunas estallaron. La pantalla del ordenador de Dam se quedó ciega con un último chasquido de estática.

—¡Retírense del perímetro! —ordenó Perry, ayudando a Dam a salir de allí—. ¡Que nadie se acerque a menos de veinte metros de la línea!

Todos los hombres se alejaron de la frontera, llevándose lo que podían cargar. Los objetos más pesados, como los vehículos reptadores o el enorme corpachón de la nave de descenso que yacía en pista, tuvieron que ser abandonados, y la mayoría acusó la invasión del campo de estática generando cortinas de arcos voltaicos. Un pequeño fuego se declaró en el campamento base, junto a la enfermería.

La barrera, sin embargo, dejó de crecer a los veintidós metros, tras haber duplicado exactamente su volumen.

Perry dejó a Dam en el suelo, tras unas rocas. Sintió cómo la mano del civil se clavaba en su antebrazo.

—Mi… Mich… —balbuceó.

El teniente le sujetó la cabeza, acunándola sobre su regazo.

—¿Qué dice? ¿Michaela?

—Están allá abajo… Tengo que ayudarles…

—Me temo que ahora no estamos en condiciones de ayudar a nadie, amigo mío —graznó Perry, localizando con la vista el cable de fibra óptica que surgía la entrada del laberinto y acababa en la terminal. El ordenador estaba totalmente muerto.

—Algo ha ocurrido —explicó Dam, más centrado al cabo de unos segundos. Aún movía rápidamente las pupilas como si le costase enfocar, pero la enorme presión de los primeros momentos de la crisis había desaparecido—. Mierda —escupió a un lado—. He notado… un dolor diferente del que transmitió ella durante la entrada. Creo que la campana se ha… ¿resintonizado?

El capitán Takouy, jefe en funciones del campamento, ayudó a Dam a incorporarse.

—Hemos perdido todo contacto con el interior. ¿Cómo está usted?

El administrativo enclenque se puso en pie con toda la dignidad que pudo. Estirándose la camisa de camuflaje, dijo:

—Señor, pido permiso para entrar en la campana. Creo que algo terrible les ha sucedido.

—Olvídelo —zanjó el oficial—. Ya oyó las órdenes: usted es su conexión física con el exterior. Si le perdemos ahí dentro también, ya no quedará nadie para servirles de baliza si necesitan salir.

—Pero capitán, creo que estoy en condiciones de… de…

Les miró un instante en silencio, y luego bordeó a toda velocidad la roca para ocultarse y poder controlar sus intestinos a solas. Perry sacudió la cabeza y se retiró un poco junto con su superior.

El capitán Takouy comprobó que la lanzadera enlace estaba atrapada dentro del campo de interferencia.

—Hay por lo menos doce metros desde el límite de la barrera hasta el estabilizador de popa. El piloto tendría además que subir y tratar de reiniciar los sistemas, si es que es posible.

—¿No podemos enviar un mensaje a la base Tierra y esperar que nos rescaten? —sugirió Perry. Takouy se mesó la perilla y asintió:

—Es posible, yo… ¡Eh!, ¿qué diablos hace? —gritó, llevándose las manos al cinto. Dam le había quitado su arma reglamentaria y corría velozmente hacia la barrera. Uno de los infantes alzó su rifle para detenerle, pero el capitán lo apartó de un manotazo:

—¡No! —Dio unos pasos hasta casi el límite del campo y gritó—: ¡Laivana, vuelva, no sea estúpido!

Pero Dam no le escuchaba. Oía sus órdenes, por supuesto, pero presa de una inusitada certeza de lo que debía hacer en ese momento (y de la emoción derivada de que por lo visto era capaz de hacerlo), corría tan velozmente como le permitían sus piernas. Notó la presión de la nausea, el fuerte rechazo de la barrera hacia el nuevo intruso que trataba de invadirla, pero no se dejó amedrentar: era su turno, y nada iba a estropearle el maldito momento de gloria.

Fuera de la campana, Perry le pedía que volviese, pero Takouy lo calmó con un par de palmadas en el hombro.

—Déjelo. El muy idiota ni siquiera ha comprobado si la pistola llevaba armado el cargador —masculló, guardándose un repuesto intacto de treinta balas en la cartuchera.

 

 

Dam se introdujo en las catacumbas, apuntando con su pistola descargada a cualquier sombra que aparecía en el camino.

Siguió el cable hasta llegar a la primera caverna. Allí realizó un descubrimiento fundamental: con las prisas se había traído una pistola, pero no luz. Unos débiles alfilerazos de claridad llegaban desde el exterior a través de los cimientos, pero apenas podía distinguir el suelo, y mucho menos si había alguna abertura en las paredes.

Se pasó una mano por la frente, enjuagando el sudor —¿por qué demonios hacía tanto calor a tan escasa profundidad?— y apoyó la frente contra una pared.

—Imbécil —se dijo. Repitió la operación otro par de veces con más fuerza.

Apartó la frente de la roca para masajearla. Un ruido le sobresaltó: algo se aproximaba desde algún lugar a su izquierda.

Dam levantó el arma y la sujetó con ambas manos, como había visto hacer en las películas. Un resplandor cerúleo perfiló el contorno de un ramal anexo que desembocaba en la cueva. Su intensidad aumentaba por segundos.

El administrativo resopló de alivio y se acercó al umbral. La luz de las lámparas químicas era inconfundible.

—¡Sakuge! —gritó, eufórico. Unos pasos armónicos acompañaron a la fuente de luz hasta el nacimiento del túnel. Dam se inclinó al interior para saludar a sus compañeros.

El rictus de alegría se le congeló en la cara.

Una cabeza metálica, deformada para encajar tres LEDs de posición, giró cien grados sobre el eje de su cuello para mirarle. Tras ella se adivinaba un cuello retráctil en franjas de metal laminado, sujeto por una clavícula a un corpachón blindado como el caparazón de un tanque. El monstruo poseía tres brazos simétricos que giraban con total libertad en torno al cuerpo, un andamiaje interior parcialmente visible de huesos de titanio. Su figura antropomórfica poseía piernas, pero éstas se dividían en seis secciones, no en tres, y cada unión era absolutamente móvil y se montaba sobre rodamientos de bolas dentadas.

Dam chilló y se dejó caer hacia atrás, apuntando a la aberración con su ridícula arma. Imágenes veloces de hombres quitando los seguros a sus pistolas cruzaron raudos por su mente. Tan sudoroso que rezaba para que la pistola no le resbalara de las manos, la sobó y estrujó buscando un interruptor de cambio de estado. No lo encontró.

El monstruo salió del túnel, sustituyó la pose bípeda por una locomoción más optimizada sobre cuatro extremidades, y alargó unos centímetros su cuello. La cabeza ejecutó un giro completo, peinando la habitación. Cuando pareció estar seguro de que el potencial peligro que representaba Dam no contaba con apoyo, se acercó a él.

Aterrado, el administrativo le apuntó con la pistola. Con los ojos cerrados, disparó.

Nada sucedió.

Dam dio varios golpes contra el suelo con la culata, retrocediendo como una anguila asustada.

—¡Funciona, maldito trasto!

Apuntó de nuevo a la cabeza del monstruo, que se acercaba lentamente como un gigantesco león de acero. La pistola seguía sin reaccionar.

—¡Mierda, mierda! ¡Dispara, ya!

Cuando iba a saltar sobre él, Dam apretó los párpados, preparándose para lo peor, y encomendándose a todos los panteones de los que había oído hablar presionó una última vez el gatillo.

Una salva golpeó al robot desde atrás.

El tableteo de los impactos y la nube de chispas que provocaron al estrellarse contra su férrea defensa lo hicieron tambalearse. Dam no sabía con seguridad qué estaba sucediendo, pero procuró dirigir el arma hacia donde creía más conveniente: los puntos débiles aparentes del monstruo. Curiosamente, los impactos no siguieron esa trayectoria.

Dam miró el cañón de su pistola (que seguía sin haber disparado un solo tiro). El robot le sorteó, alejándose cueva adentro de dos poderosos saltos. Su anatomía dinámica permutaba, reconfigurando el esquema muscular para optimizar el gasto de energía y la longitud del vuelo.

Del ramal anexo surgió Sakuge, disparando sin piedad con su rifle de tambor veloz sobre el enemigo. En dos segundos vomitó trescientos casquillos, que pulverizaron las formaciones de roca natural y parte de los cimientos del techo. La cueva se llenó de humo y partículas de polvo incandescente, pero el robot no se detuvo: de un prodigioso salto alcanzó un túnel que nacía a nivel del techo, y desapareció reptando como un insecto.

Sakuge maldijo y cambió el cargador, esperando a que el polvo se aposentara para acercarse al acongojado administrativo.

—¿Estás bien? —le preguntó. Dam asintió velozmente. Sus rodillas bailaban algún tipo de danza por su cuenta.

—C…creo que sí. ¿Y tú? ¿Dónde está Michaela? ¿Qué coño era ese monstruo?

—Calma. Volvamos atrás. Michaela está bien, pero ha quedado atrapada en una fosa.

—¿Está herida? —se desesperó Dam. Sakuge lo miró y soltó una carcajada, dándole unas palmadas en el hombro.

—Está algo mareada por el repentino espasmo en la campana, pero creo que puede caminar.

—Yo también noté el mnemosismo. Fue espantoso.

—¿Sí? Es curioso, yo no sentí nada. Probablemente Michaela te transmitiría parte de su sufrimiento por el canal que mantiene activo. Ya la consultaremos. Ahora pongámonos en marcha.

Dam asintió, curiosamente regocijado por el hecho de que el soldado no hubiera sentido lo que él. Era una estupidez vanagloriarse del dolor, pero lo cierto es que marcaba por primera vez una diferencia entre ellos. Si se trataba de eso, la joven estaba conectada con él a un nivel más profundo que con el orgulloso y perfecto Sakuge.

Se dijo que era un tonto por pensar en eso, pero durante un rato pensaba disfrutarlo.

 

 

—Por cierto, ¿qué haces aquí? —preguntó Sakuge a los diez minutos. Dam, que trataba de no volverse loco por la temperatura, balbuceó:

—Arggbll… pfff…

—Ya. Pues me parece una estupidez. Tendrías que haberte quedado fuera, como quedó establecido en el plan A.

—¿Brrggllff…?

—Pues usar el plan B, hombre. Lo malo —jadeó, ayudando a su compañero a sortear un desnivel—, es que no tengo ni puñetera idea de cuál es el maldito plan B. Por cierto: tu pistola está descargada. ¿De dónde la has sacado?

Dam se limitó a agachar la cabeza y seguir andando.

De repente llegó hasta ellos la voz de Michaela:

—¡Sakuge! ¿Estás ahí?

—¡Ya llegamos! —exclamó Dam, asomándose a la grieta que hendía el pasillo. A unos tres metros por debajo esperaba Michaela, apoyada contra una roca. La bizantyna sonrió al verle, pero al momento arrugó la frente.

—¿Laivana? ¿Qué haces tú aquí?

—Ha sonado la hora de los caballeros andantes —comentó Sakuge, apareciendo a su lado con ademán distraído—. Aguanta, te sacaré de ahí.

Cinco minutos después estaban reunidos en un pequeño ensanche del pasillo, a apenas veinte metros de la caverna de los pensamientos congelados. Dam parpadeaba atónito ante las explicaciones de sus compañeros.

—Me parece que se trataba del Norkel —aventuró Sakuge.

—¿El qué?

—La unidad de defensa automática que llevaba el grupo de Adriana.

Dam vaciló.

—Pero ese chisme es electrónico, o usa de la electrónica para moverse y actuar. ¿No se suponía que la campana era como un impulso electromagnético en explosión constante?

—Lo es —meditó la bizantyna—; no me explico cómo es capaz de funcionar a este nivel, o por qué nos ataca. Se supone que está programado para defender a los humanos de cualquier clase de peligro externo.

—Tal vez eso sea lo que está haciendo —sugirió Sakuge, introduciendo una bala trazadora en la recámara de su rifle. No cesaba de mirar hacia la boca del túnel. Había plantado los detectores bacterianos a unos cuatro metros, sujetándolos con escarpias—. él montó estas trampas, no hay duda. Probablemente habrá más como aquélla en la que caíste. Está programado para ser agresivamente creativo cuando lo requieran las circunstancias.

—¿Aquello era una trampa?

—Los bordes del agujero eran demasiado regulares. Creo que lo excavó él.

—Fantástico —protestó Dam, sin poder aguantarlo más—. Esto mejora por momentos. ¿Por qué? ¿Por qué demonios nos ataca a nosotros? ¡Como si no tuviéramos bastante con este maldito laberinto!

—Dam, por favor… —suplicó Sakuge, pero el administrativo se le encaró.

—¡Deja de darme órdenes! Ya tengo suficientes problemas con estar aquí metido como para soportar robots locos o reglamentos militares absurdos.

—Y nosotros tenemos la culpa, ¿verdad? ¡Tú nunca debiste haber entrado! —estalló Sakuge, las mejillas enrojecidas. Los dos hombres se levantaron y se encararon como gallos de pelea. Michaela parecía perdida en sus pensamientos, ajena a la disputa.

—¡Encima eso! ¡Para que lo sepas, entré aquí para ayudaros!

—¿Ah, sí? ¡Pues podías al menos haberte traído una linterna! —gritó Sakuge—. ¿O es que tu amplia experiencia en operaciones de combate te sugirió otra estrategia?

—Mira, amigo…

—Eso es —murmuró Michaela. Sus compañeros exclamaron a la vez:

—¿¡Qué!?

La joven los descubrió a su lado, como si no hubiese estado presente los últimos minutos, y comenzó a trazar un mapa en el suelo con el dedo.

—¡Frenología!

—¿Cómo dices? —preguntó Dam, arrodillándose a su lado. Sakuge comprobó una última vez las placas bacterianas y le imitó.

—¿No os habéis fijado en que este laberinto es demasiado regular? Las curvas tan pronunciadas en las esquinas, los cambios de nivel escalonados, la geometría de los arcos… y todo parte de este ramal principal que se mantiene siempre recto —expuso, aplicando la luz de la linterna al fotosensor del ordenador. La pantalla estaba agrietada por efecto de los golpes, pero aún funcionaba.

Michaela le hizo visualizar un mapa del camino recorrido y lo extrapoló en la tierra del suelo, alargando las líneas que representaban los pasillos según una progresión matemática constante. Pronto apareció ante ellos un complejo esquema de circunvoluciones y líneas quebradas que hizo sobresaltarse a Dam.

—¿Qué te ocurre? —preguntó el soldado. Su compañero abrió mucho los ojos, siguiendo las líneas con la mano.

—Yo esto lo he visto antes —dijo, absorto en el diagrama. Una forma extrañamente familiar le vino a la mente—. Lo he visto… en alguna parte.

—Creo que estábamos en un error desde el principio —reflexionó Michaela, asombrada—. Tratábamos de penetrar en la tumba de Adriana para llegar hasta el centro emisor de la campana, es decir, su cerebro, y poder acceder libremente a su interior.

—¿Y no es así? —preguntó Sakuge, sin entender. Michaela señaló el pasillo rectilíneo, donde ellos se encontraban ahora, que iba a desembocar en la cámara de los pensamientos, y que en el diagrama dividía el cuadro en dos hemisferios perfectamente simétricos.

—No, fíjate bien: Este es el ramal donde nacen todos los tributarios. Por aquí hemos venido nosotros —subrayó una parte del dibujo escarbando más profundamente—, y aquí es donde desemboca en la antecámara mayor. A ella llegan los demás túneles. ¿Te fijaste en las grietas que había en las paredes?

—Sí, pero sigo sin ver la relación.

—Ya estamos en su interior —comprendió Dam.

—¿En el interior de qué?

—De su mente.

—No de su mente, pero probablemente sí de su encéfalo —asintió la bizantyna, señalando el trazo que circunvalaba la antecámara principal—: Estábamos equivocados. Penetramos en él desde el principio, cuando atravesamos la membrana semipermeable a la mnémica de la campana. El poder de Adriana ha mutado la configuración de estos túneles, adaptándolos a su esquema frenológico. Es como… —abarcó el diagrama con un gesto de su mano— una escultura de su cerebro. No del real, sino de cómo se ve ella desde dentro. Una radiografía de la mente sostenida por la física de su sistema nervioso.

Dam se inclinó sobre el mapa, arqueando varios grados el cuello para modificar el punto de vista. Lo había visto antes, y ahora recordaba dónde: en Mitra, la luna de Delos sede de las Hermanas Bizantynas, junto a las personas que lo habían reclutado. Cuando se había reunido con la Madre Moriani, suma sacerdotisa de la Orden, y ésta le había enseñado el holograma que representaba el cerebro de sor Adriana. ¿Cómo lo había llamado ella? «Pulsaciones genitivas».

Genitivas. Cambios controlados.

—De alguna manera la topología del lugar ha reaccionado sensiblemente a las presiones del campo mnémico, alterando su forma, o tal vez excavando nuevas realidades donde antes no las había —aventuró la joven—. No tenemos que seguir buscando a Adriana, por que ya estamos dentro de ella. O de su reflejo en la campana de probabilidad.

—O sea, que esos corpúsculos son en realidad sus pensamientos —vaciló Sakuge. Le costaba hacerse una idea de todo aquello.

Michaela asintió.

—En cierta forma. Creo que son como fósiles, imperfecciones cristalinas en la onda mnémica. Su formación debió ser un proceso repentino y brutal, sin tiempo para consolidarse; sin espacio para madurar, por lo que… ¡por los Secretos! —abrió mucho los ojos.

Sus compañeros se sobresaltaron.

—¿Qué ocurre?

La joven se puso en pie, caminando hasta el pasillo. Las placas bacterianas se excitaron cuando pasó junto a ellas.

—Michaela, ¿qué te pasa? —preguntó Dam, alcanzándola.

—Ya sé por qué no podíamos ver en el interior de aquella zona de penumbra en la caverna grande —explicó, el pulso latiéndole en las sienes—. ¿Cómo no me di cuenta antes?

—Tened cuidado —advirtió Sakuge, apartándoles de las placas. éstas captaban un movimiento muy leve a una distancia de cincuenta metros.

El soldado amartilló su rifle y se cargó sus bártulos al hombro, saliendo al pasillo. Recogió una de las placas y la montó sobre la bocacha del arma, siempre apuntando hacia delante.

—Es él —dijo, bajando la voz—. Sabe que estamos aquí.

—¿Y qué hacemos?

—Vosotros tratad de detenerle —ordenó Michaela, categórica. Recogió su mochila e imprimió una copia del mapa de túneles para Sakuge—. Que no llegue a la antecámara de los pensamientos. Yo contactaré con el foco emisor de la campana, ¿de acuerdo?

Los hombres vacilaron un segundo, pero asintieron.

—Estaremos en contacto mediante el cable óptico. Tira de él si necesitas ayuda.

Michaela sonrió.

—Volvemos a la prehistoria.

 

 

Dam y Sakuge se arrastraron por el túnel tratando de ofrecer un blanco lo más pequeño posible. El detector de movimientos marcaba veintidós metros e iba descendiendo.

Dam volvía a estar nervioso, una vez pasado el disparo adrenalínico inicial, y le temblaban las manos. Por fortuna, la corpulenta figura del oriental era como un ancla de seguridad, moviéndose como un felino y sin apuntar nunca hacia donde no estuviera mirando.

La señal varió de dirección. Sakuge dudó unos instantes y apuntó con la placa a un ramal anexo del túnel. Haciéndole una señal a su compañero, se introdujo reptando por una hendidura de la pared.

Aspirando con fuerza el denso aire, Dam se contrajo para seguirle.

Tras unos minutos de claustrofobia (y un pico sobresaliente de la pared que le hizo daño en la espalda), el túnel se agrandó para descubrir otra cámara de gran tamaño. Ellos se encontraban en una plataforma de piedra elevada, desde donde se divisaba bien el interior.

Sakuge le reclamó silencio absoluto con un gesto y le indicó que se acercara al borde de la atalaya. Dam lo hizo y contempló aterrado el fondo de la cueva.

Allí estaba el Norkel, desplazándose a cuatro patas y cargando con su tercer brazo unas piedras puntiagudas. Se movía en torno a un foso, alrededor del cual estaba construyendo algo semejante a una presa. Había desplazado su cuello hacia atrás unos centímetros, anclándolo a la altura de la tercera vértebra sagital.

En el aire flotaban más corpúsculos. El soldado reconoció la forma abiertamente agresiva de muchos, con los destellos índigos que marcaron la descarga letal la vez que Michaela los tocó. Allí dentro había cientos. Si el robot los «detonaba» a todos a la vez…

—¿Qué está haciendo? —preguntó Dam. Sakuge extrajo unos prismáticos de su mochila.

—No lo sé… parece estar construyendo algo. Una trampa, tal vez.

—¿Para nosotros? ¿Por qué piensa que vamos a cruzar por ahí?

Sakuge se humedeció los labios, pensativo.

—Puede que trate de empujarnos hacia esos túneles. No tiene montadas armas a distancia, pero puede hacernos mucho daño con sus zarpas monofilamentadas. Se activan sin necesidad de energía suplementaria.

—Estamos jodidos —se lamentó Dam, ocultándose—. Jodidos de verdad. ¿Por qué no nos largamos de este sitio y les decimos que no encontramos nada?

Sakuge lo ignoró y consultó el diagrama que les había entregado Michaela, señalando una región hundida en la piamadre. Cerró los ojos un segundo, muy concentrado, y dio un par de golpecitos sobre el plano.

—Claro. Esto el área de Broca. O su representación en el laberinto.

—¿Broca?

—Es la región encargada de articular el habla. La expresión en general, no solamente lingüística. Por eso todos los corpúsculos de este lugar son índigos. Así es como se expresa el laberinto, emitiendo energía.

—O sea, que el robot quiere destruir su capacidad de comunicarse con nosotros —infirió Dam. Sakuge asintió.

—Exacto. Las trampas no iban dirigidas a nosotros. El Norkel interpreta que el laberinto está vivo y es agresivo. Quiere destruirlo y comienza por eliminar sus facultades ofensivas: el habla.

—¿Pero cómo pudo darse cuenta de algo así? Por Dios, si hasta a mí me cuesta entenderlo, y ese chisme es sólo inteligencia artificial.

—No lo sé. Tal vez la propia Adriana le diese la orden antes de morir, o de convertirse en lo que sea que… ¡cuidado!

Sakuge agarró la cabeza de Dam y la aplastó contra el suelo. Ambos permanecieron inmóviles casi un minuto, tras el cual Sakuge le hizo una señal para que fuese arrastrándose con cuidado hacia la salida. Dam tragó saliva. ¿Les había visto el monstruo? Dada su capacidad de maniobra, podría estar encima de ellos en un segundo.

Un rugido metálico le puso la carne de gallina. Sakuge blasfemó y apuntó al cuerpo del robot, que se había plantado sobre la atalaya de un poderoso salto.

Dam chilló de pánico y, olvidándose de la sutileza, apartó de un manotazo a su compañero y se arrojó al interior del túnel.

Desequilibrado por el empujón, Sakuge falló la primera ráfaga. El Norkel sólo tuvo que ejecutar un gracioso salto sobre uno de sus brazos para colocarse al revés, cabeza abajo, y perforar limpiamente la armadura de Sakuge con un golpe de sus cuchillas monofilamentadas.

La sangre salpicó al administrativo antes incluso de que terminara de esconderse dentro del agujero.

 

 

Tragando saliva, Michaela se asomó a la antecámara de los pensamientos.

Senderos tortuosos conducían su mirada a través del océano de estrellas prisioneras hacia el vestíbulo de la manifestación, a la comprensión que yacía en aquella herida supurante y apartada de la luz. Una barrera fibrosa, permeable, consciente de sus intenciones. En su interior, las claves para obtener una respuesta llamada Adriana.

Dio un paso. Descendió por las paredes hasta llegar a la base de la caverna, y se acercó a la herida tratando de esquivar los vaporosos átomos de luz. Luminancia amarilla, el color situado entre las franjas catorce y dieciocho del espectro visible; catorce y dieciocho, el número de compases de la Novena de Beethoven en el momento en que canta a la muerte de la razón.

14 y 18.

La muerte de la razón. La tiranía de la luz por encima de la belleza de la oscuridad. Nada es secreto, nada está oculto. Todo es Relativo.

Es el tiempo de la deglución.

¿Qué quieres comunicarme? ¿Qué significan esos números?

Frases inconclusas aparecieron en su mente, nítidas, dilectas como hijas de su propia reflexión. No sentía el hecho de generarlas, pero estaban ahí, procedentes de…

¿Adriana?

Esto es el área de Wernicke. La comprensión de las señales enviadas desde el mundo. El lugar donde proyectamos nuestros pensamientos mediante la mnémica para hacer funcionar la telepatía.

En este lugar sólo hay perspicacia, juicio, interpretación. Nada se puede ocultar, la mentira se conoce y se disecciona como un secreto descubierto.

—Eso es lo que quiero, maldita —susurró Michaela, sintiendo que se le iba la cabeza—: Que comprendas bien lo que intento decirte…

Un corpúsculo de luz se apartó y detrás apareció la Madre Moriani. Michaela se asustó y ahogó un grito por lo inesperado de la aparición.

Claro, pensó, allí estaban representadas las personas a las que Adriana conocía, adoraba… o tal vez temía. Moriani poseía una cabeza enorme, unos pechos caídos y arrugados, y unas manos acabadas en garras de arpía. La joven sonrió: así es como ella veía a su superiora. Y esos labios carnosos, sensuales… ¿la deseaba, tal vez, a la vez que la odiaba en lo más profundo de su corazón? ¿Complejo de Elektra o atracción sexual hacia la figura de la madre?

La imagen de Moriani se desvaneció y tras ella apareció su objetivo: la zona de penumbra.

La habitación oscura.

Por el suelo, a su alrededor, se repartían los restos carbonizados de los demás componentes de la expedición de Adriana. Habían sucumbido a algún tipo de detonación potente y localizada.

Por los Secretos, ¿qué ocurrió aquí hace tres meses?

14 y 18, los cumpleaños en que su padre la había violado —¡No!—, las primeras posiciones en la cadena de decimales del número ë en que aparecen múltiplos de ellos mismos —¡Esos no son mis recuerdos!

Tambaleante, Adriana penetró en la zona oscura —¡Adriana no: Michaela!—. Entonces…

 

 

(Dam se arrastró por el agujero hasta salir literalmente expulsado por el orificio contrario. Le gritó algunas órdenes a Sakuge:

—¡Vamos, hombretón! ¡Rápido, tenemos que salir de aquí! ¡Fuerza!

Y las gotas de algo pegajoso y carmesí recorrieron un camino descendente por sus mejillas.

Detrás escuchó cómo el robot destrozaba parte del túnel al atravesarlo. Chillando como un histérico, Dam echó a correr en dirección a la antecámara donde esperaba Michaela, ladrándole unas órdenes inconexas a Sakuge, que no comprendía por qué no eran obedecidas.)

 

 

…toda la presión mnémica cesó.

Estaba sola. Hacía frío.

No veía nada, pero podía respirar. Eso estaba bien.

Tocó algo con el pie. Sonó metálico y algo destartalado. Al inclinarse para ver lo que era, un destello titiló ante sus ojos.

Era uno de los corpúsculos, pero se movía de forma extraña, como si supiera que Michaela estaba allí.

La joven lo identificó: la noción pura Adriana. Era la mujer a quien habían venido a buscar, pero sus sondeos le revelaron que estaba incompleta, que no sólo su cuerpo había desaparecido, sino también gran parte de su mente. La increíble densidad mnémica del lugar había convertido su fisis en un laberinto de roca, aislando el ego en la habitación oscura de su propia mente.

Otro sonido proveniente del objeto metálico. En un costado parpadeaban unas lucecitas graciosas.

El localizador ERB, se sorprendió Michaela. Sor Adriana lo descubrió enterrado aquí abajo. Desde este lugar se calculan las trayectorias de las bombas que asolan el planeta.

El aparato estaba estropeado, pero había tenido tiempo de calcular una última trayectoria, directamente sobre su posición. Michaela realizó un difícil ejercicio de observación mnémica, tratando de pintar con colores los potentes campos psíquicos que casi se palpaban en el interior de la zona de penumbra.

Todos surgían de aquel artefacto.

Así que eso era lo que había sucedido, comprendió al fin. Adriana había encontrado el localizador ERB que buscaba el ejército, enterrado en lo más profundo de las ruinas de la ciudad; el artefacto que el enemigo usaba para enlazar con el punto de apertura de los túneles cuánticos y poder bombardear el planeta. Era aquel aparatito pintado de alegres colores que tenía a sus pies.

Adriana lo había descubierto justo cuando estaba abriendo el canal para que surgiese un proyectil, y lo atrajo hacia sí. Desde entonces había estado trocando la tremenda energía del impacto en mnémica pura, la Conversión Fundamental, y esa energía la había matado.

Eso explicaba muchas cosas. La campana, el campo de anulación… el tremendo calor generado en los túneles, no procedente del magma ni de procesos geológicos, sino de la disipación de la energía residual que el torturado cerebro de Adriana no podía asimilar. Todo ese castigo había destrozado a la Hermana: su mente estaba desecha, su cuerpo se había volatilizado, había muerto mil veces y renacido otras tantas, siempre luchando, siempre gritando de dolor.

Michaela no podía creerlo. La bizantyna se había sacrificado por ellos, llevando hasta el límite del paroxismo, de la imposibilidad, una disciplina mnémica que las jóvenes no aprendían y que las viejas sabían proteger. Sin embargo, la decrepitud a la que la había llevado la singular mutación era tan brutal que, muy pronto, la voluntad remanente de la mujer se quebraría, y la energía nuclear fluiría sin control.

Todo el lugar saltaría por los aires, y Sakuge y Dam morirían.

Entonces supo con diáfana claridad lo que debía hacer.

Levantó el puño derecho y lo sacudió como queriendo aplastar el aire. Luego señaló a la noción pre-Adriana.

Conocimiento. Hay dos tipos de pensamientos que se generan en el cerebro humano, de reconocimiento y de asociación. En un lugar del racimo de neuronas se encuentra almacenada la forma estándar correspondiente a un árbol, y en otro muy distinto su nombre y su altura y su color. Paquetes distintos que al sumarse dan forma al concepto simple «árbol».

Abrió su mente y sintió el espacio a su alrededor: El localizador ERB, el proyectil cuántico atrapado por la presa mnémica. La conversión de la energía de su detonación a algo inofensivo a través del tamiz de su cerebro. Supervivencia. Entorno espacial. Miró a Adriana y la situó en tres coordenadas. Ella estaba allí.

Localización. Debe haber una región en el encéfalo donde todos estos paquetes se reúnan y cotejen, donde sumen sus características y sean observados en conjunto. Un lugar en cuyo interior toda la información se reúna y se sume. Es la cámara de revelado del cerebro, la teoría de la Habitación Negra. Entran datos; surgen pensamientos, realidades.

Michaela imitó todos sus movimientos como un espejo. El fantasma de su maestra se inquietó, alejándose turbado. La joven mimetizó absolutamente todas las pulsiones y gestos que le llegaban desde la otra.

Igualdad. La igualdad conlleva la identificación con un género.

Como toda tesis tiene su antítesis. El Diávolos, la frecuencia a la que los instrumentos musicales no se pueden afinar. Una fisura en el interior de la habitación negra donde las leyes comunes no se aplican. Si hay un pensamiento que al entrar en la habitación por casualidad queda alojado en el Diávolos, podrá escapar a todas las leyes, zafarse de todas las interpretaciones. Todo será posible para él porque nada habrá que lo ate a las cadenas de la lógica.

Michaela se destrabó el cinturón y los cierres de la mochila, dejándola caer. Se deshizo de los pantalones, la camiseta de camuflaje y de la ropa interior, arrojándola a un lado. Totalmente desnuda, abrió los brazos y separó las piernas, exponiéndose en perfectas proporciones. Cuerpo y mente unidos en simbiosis, la definición de Ser Humano.

Esto eres tú también. Esto somos todos. Aquellos que se llamaban ascetas y pretendían separar cuerpo de mente estaban totalmente equivocados: la mente no es nada sin el cuerpo, el cuerpo no puede subsistir sin la mente.

Le mostró a Adriana lo que era ella misma, y le dio un nombre, la piedra angular de la identidad:

—¡Adriana!

En un determinado momento, la noción pre-Adriana comprendió. Y abrió los canales mnémicos de la Conversión, radiando la espantosa energía hacia Michaela.

 

 

Dam llegó a la cámara instantes después. Para entonces ya había descubierto que su compañero no estaba a su lado, pero nada podía hacer. No había rastro de Michaela en la gran habitación, pero desde la zona de penumbra surgían finos anillos expansivos, como si en su interior se estuviese librando una ardua e incomprensible batalla telepática. Probablemente ella estaría allí dentro, luchando contra lo que fuese que estuviera generando la maldita campana.

No sabía qué hacer. Decidió quedarse a esperar, a ver si sucedía algo, como hacía siempre en su trabajo, en su vida.

Unos gemidos llegaron desde el túnel de acceso que él mismo había usado para llegar. Un hombre se arrastraba a duras penas por su interior.

Sakuge.

Dam, pletórico de alegría, metió la mano izquierda dentro del túnel para ayudarle a salir. Entonces escuchó el crujido de sus huesos: cómo los metacarpianos se desmenuzaban y la muñeca quedaba convertida en un saco lleno de astillas.

El administrativo cayó al suelo, todas las conexiones de dolor con el extremo de su brazo amputadas. Con los ojos como platos vio salir del agujero al Norkel, imitando los jadeos de un ser humano a través de su modulador de voz.

Dam se arrastró hacia atrás, notando que el mundo se convertía en una pátina licuada al borde de su campo visual, y rezó porque Michaela le ayudara. Había perdido para siempre una mano, y pronto le sucedería lo mismo al resto de su cuerpo.

Sin embargo, la bizantyna estaba demasiado ocupada asistiendo a la incineración de su propia identidad.

 

 

Michaela aguantaba, rezaba por tener fuerzas suficientes. La noción post-Adriana la identificó como una igual (¡una igual!), y compartió con ella la pesada carga de la Conversión.

A través del cuerpo de Michaela fluyó de repente toda la energía, por sus venas y su piel, sus huesos y músculos. La joven apretó los dientes con tal fuerza que algunos se desanclaron de las encías. La sangre manó de su boca.

Michaela supo, lo supo, que aquel era el momento crítico de su vida. Tenía que aprender, dejarse llevar por los cauces mnémicos del Metacampo, enseñarse a sí misma el misterio de la Conversión. «Sólo las más poderosas son capaces», recordó haberle dicho a Sakuge. Si eso era cierto, no tardaría en morir.

La energía del proyectil nuclear alojado en los potentes campos mnémicos de Adriana ya había sido convertida en potencial psíquico casi en un noventa por ciento, lo cual significaba que aún restaba suficiente potencia para matarla, para acabar con todos. Michaela y su superiora se fundieron en un pensamiento, y ella sintió lo que aquella mujer había vivido segundo a segundo durante los últimos meses: la disipación mnémica de energía acarreaba un precio. Nada puede desaparecer sin más, todo debe convertirse en otra cosa.

Michaela sintió el increíble volumen de energía penetrando en su cerebro y luchando por encontrar un horno donde quemarse. Primero fue impulso cinético, y el cuerpo de la bizantyna flotó sostenido en el aire en una apóstasis de la santidad. Luego luz, y la habitación oscura brilló con el vigor del sol. Por último voluntad, y la propia piedra del laberinto mutó para adaptarse a sus deseos. Destrucción, impulsos electromagnéticos articulados: el pensamiento se hacía realidad.

Sus neuronas se reorganizaron. Se volvió progresivamente loca, demente: adiós a los recuerdos de la infancia, adiós a los cimientos que daban forma a su personalidad. Tan sólo una idea como una contundente losa de mármol: la energía no desaparece, sólo se transforma. De azules a verdes el recuerdo de los ojos de mi hijo.

Michaela no pudo contenerlo más. Algunas venas estallaron bajo sus ojos. Una onda de choque de pura fuerza surgió verticalmente de la zona de penumbra para arrasar con la casi treintena de metros de sólida roca que restaban hasta la superficie. Toda una montaña pareció volatilizarse en fragmentos y, con un estruendo ensordecedor, elevarse casi un centenar de metros hasta caer en las ávidas garras de los tornados.

Dam, aguantando la pavorosa presión del dolor en los dedos que colgaban fláccidos de su mano, miró hacia arriba y vio algo que jamás olvidaría.

Las terribles conjunciones de tornados que asolaban la atmósfera de PGUno habían alcanzado las ruinas de la ciudad y el campamento base, tal vez convocadas por el potente vórtice mnémico. Un grupo de cuatro trombas de aire teñidas de marrón sucio se repartieron los restos de la explosión, deformándolos en corrientes toroidales de centenares de metros de diámetro. El campamento base estaba siendo azotado por el ciclón: las construcciones de metal y plástico eran desmenuzadas en segundos hasta sus componentes más elementales, y la furia del viento apagaba instantáneamente las llamas de los incendios.

Una sombra repentina cruzó sobre su vertical. El administrativo apenas tuvo medio segundo de tiempo para identificarla antes de que se perdiera de vista: era la lanzadera de descenso, arrojada al aire en alocadas espirales, que pasó cabeza abajo por encima de la caverna y fue a reventar en pleno vuelo, iluminando el desierto con la repentina detonación de sus depósitos de munición y combustible comprimido.

Dam miró hacia Michaela y la vio, desnuda y llorando sangre, flotando en el interior de la oscuridad, que comenzaba a volverse transparente. La joven encontró sus ojos y le suplicó algo, pero Dam, que interpretó cien mensajes distintos, no supo cuál era el verdadero. Pero algo tenía claro: necesitaba ayuda.

Se arrojó hacia el campo, tratando de avanzar a despecho del fuerte viento que se colaba por el agujero, pero algo le detuvo: sintió una garra, fría y cortante como un racimo de cuchillas, que se clavaba en su pierna y tiraba de ella. Dam chilló de dolor, abrió los ojos y vio cómo su piel y sus tendones se desgarraban en ríos de sangre. El Norkel lo sostuvo un segundo por la pantorrilla, mirándole con sincera curiosidad, como si se esforzara en interpretar sus curiosas reacciones.

Dam le escupió, le amenazó, trató de zafarse, y lo único que consiguió fueron diez segundos de maravillosa inconsciencia.

Cuando despertó, el monstruo ya no estaba sobre él. Le había arrojado al suelo, a un lado, y se dirigía con determinación hacia Michaela. La joven esperaba indefensa, con su suave piel llena de cortes por los guijarros de la explosión.

Michaela no lo vio venir. Todos sus sentidos estaban puestos en el ente que ella había bautizado «Adriana». Rezaba porque las herramientas de construcción de personalidad que le había proporcionado hubiesen bastado para deconstruir lo suficiente su sentido del yo… al menos tanto como para que abandonase la locura de la transfiguración. Si no lo había hecho…

Por Dios, Adriana, responde de una vez.

La cosa que había dentro del punto ciego, aquello que había soportado tantas destrucciones de su propia mente, alzó la vista.

Y la miró a ella.

Michaela rió salvajemente, y no advirtió la zarpa de acero que se abrió tras su cabeza, dispuesta a cerrarse de un golpe sobre su frágil cráneo y aplastarlo como si fuese de cristal.

Dam sí lo hizo.

El administrativo se olvidó de su mano destrozada, de su pierna descuartizada. Al borde de un nuevo desmayo, alargó su mano sana y tocó al monstruo.

éste se volvió. En ese momento fue alcanzado en el pecho por un misil comprimido.

La explosión lo lanzó por el aire varios metros y lo incrustó en la pared de la caverna.

Sakuge escupió un borbotón de sangre, arrastrándose hasta tener la mitad del cuerpo fuera del túnel, con el fusil de asalto en las manos. El soldado compuso una última mueca de desprecio hacia su enemigo, y su corazón se dio por vencido.

¡No! Vamos, vamos: ¡dímelo! ¡Necesito saberlo!

Michaela se concentró en la pregunta y trató de convertirla en conceptos ya comprendidos para que Adriana la escuchase. La otra mujer, cuyo «cuerpo» era un lazo asintótico, pareció escuchar algo.

Catorce y dieciocho, ¿qué demonios es? ¿Qué…?

Entonces Michaela comprendió.

No hizo nada durante unos segundos. A continuación abrió su mente, pensando en esos dos conceptos: 14 y 18. No eran números, sino las llaves mnémicas que destruían las barreras del siguiente nivel de metástasis. Las respuestas desde donde ella tendría que derivar el acertijo.

Un golpe la sacó del campo, abriéndole un profundo corte en la espalda. Michaela gritó y entrevió al Norkel que, prácticamente entero salvo por una ligera abolladura en su blindaje pectoral, se dirigía hacia ella para matarla.

—Ya sé lo que eres, maldito engendro —escupió. El monstruo comprimió sus músculos laminados para descargar un último y fatal golpe, pero la cinética de la explosión nuclear salió expelida como un rayo desde la mano de Adriana. Su potencia levantó del suelo al Norkel y lo destrozó, desgarró y descuartizó en piezas más pequeñas que un grano de arena, arrojándolo brutalmente al exterior del Diávolos.

Michaela rió como una histérica, saboreando con desvergonzada visceralidad su momento de triunfo.

Y su mente se fue, ahogada por la irresistible mnémica del cambio. El fantasma de Adriana se colocó sobre ella y desapareció, penetrando en el cuerpo de la joven a través del mismo canal que la energía había usado para salir.

El localizador ERB se apagó con un último chasquido y soltó una voluta de humo.

Todo quedó sumido en un silencio sepulcral, tan denso que hasta los latidos del corazón del extenuado Dam Laivana reverberaban en sus oídos con la contundencia de cañonazos.

 

 

La nave enlace que los rescató de la superficie estaba atestada de personas y material. Los médicos los habían atendido y alojado en camarotes de la oficialidad, habilitados para la ocasión como salas de cuidados intensivos.

Él había tenido doble suerte: por un lado, le habían colocado junto con Michaela. La bizantyna respiraba gracias a una mascarilla de aire, tenía vendado la mitad del cuerpo, y había causado más de una preocupación a los médicos cuando éstos midieron el inexplicable nivel de radiación contenido en su organismo. Aún más inexplicable era, sin embargo, por qué ese nivel iba descendiendo a un ritmo muy lento y pausado, como si fuese un pozo de agua evaporándose tímidamente al calor del sol de primavera.

El otro golpe de suerte había sido que en el camarote hubiera una amplia ventana de observación, desde la que se podía contemplar el espacio. El desolado planeta naranja se alejaba lentamente, testigo mudo de los terribles acontecimientos de una guerra de la cual él había asistido simplemente a una batalla.

Lejos, entre las estrellas, los vectores de impulso de los cruceros de guerra y el fugaz parpadeo de aquellos que se proyectaban a través del Metacampo daban fe de las actividades de la Flota. Gracias al descubrimiento del localizador ERB, se había podido triangular la posición del enemigo en los sistemas próximos, y ahora la Marina bombardeaba sin piedad la heliosfera de alguna estrella cercana.

Dam no se preocupó por la suerte de la propia estrella; por mucho material bélico que le lanzasen, el gigante permanecería allí para atestiguar lo fútiles que eran los intentos de los militares para destruir con competencia algo que no fueran ellos mismos.

Michaela. Sakuge. Las estrellas detrás de aquel cristal, acentuando su fulgor contra el homogéneo terciopelo de la nada.

Dam tanteó con su mano sana la luz de la habitación y la apagó. El sueño le sorprendió dándole vueltas a una idea: el por qué cuando Michaela había firmado su declaración ante la Comisión de las Bizantynas, había tachado las primeras letras de un nombre y luego se esforzó en poner el suyo. Unas letras que correspondían a la primera, la cuarta y la décimo octava posición del alfabeto universal:

—Adr…

—¿Cómo dice? —preguntó la Madre Moriani.

—Adr… iana —susurró ella—. Mi nombre es… Adriana.

La madre superiora asintió, satisfecha.

—Bienvenida de nuevo, hija mía. —La acarició en la mejilla—. Bienvenida.

 

Víctor Conde ha publicado las novelas El tercer nombre del Emperador, Piscis de Zhintra 1&2, Mystes, El dragón estelar, El teatro secreto y Naturaleza muerta. Ha sido nominado dos veces al Minotauro. Publicó en las siguientes revistas: Axxón, Púlsar, Gigamesh, Solaris, Asimov, la antología francesa «Dimension Spagne» y la antología belga llamada «El duende». Hasta la fecha, ha tocado en sus trabajos los géneros ciencia ficción, fantasía onírica, fantasía medieval y terror.

Axxón 201 – octubre de 2009
Cuento de autor europeo (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Español : España).

Una Respuesta a “«La habitación oscura», Víctor Conde (novela corta)”
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