Revista Axxón » «Una en un Millón», Rodrigo Juri - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CHILE

«Después de tantos años es realmente extraño, Estela, que volvamos a encontrarnos
en el mismo lugar que nos vimos por vez primera. ¿Viene usted aquí a menudo?»

Grandes Esperanzas, Charles Dickens

 

 

1

Una en un millón. En mil millones. Esa es la vida que nos tocó vivir. Como una partícula de polvo flotando en el océano infinito. Tan solo eso. Y aquí estamos de nuevo, mirando por la ventanilla del avión sobre aquellas islas, verdes esmeraldas, esparcidas sobre un inconmensurable manto de terciopelo azul.

Sí. Hemos decidido hacerlo al viejo estilo. Desde hace rato que podríamos estar allá abajo, disfrutando del sol, del mar, de las tibias arenas. Pero no hay apuro. Tenemos todo el tiempo del mundo y hemos preferido aguardar un poco más. En una era de placeres instantáneos la expectación y la ansiedad son manjares que sólo los conocedores sabemos apreciar.

Aquella mañana habíamos despertado en nuestra vieja habitación, en la casona de nuestros padres en Boca Ratón. No debe quedar mucho de ella, ganada de nuevo por la selva, abandonada desde hace décadas. Pero hoy hemos caminado por sus corredores y descansado en su amplio salón, mientras arreglábamos nuestro equipaje. Sólo unas pocas cosas en la maleta, lo que de veras era importante; nuestra guayabera favorita y unos shorts de baño, unas hojas de afeitar y nuestro perfume de siempre. La guitarra. Oh, sí, la guitarra. ¿Hace cuánto que no extraíamos de sus cuerdas el sonido de alguna melodía, cualquiera? Ya no lo recordamos. Hace mucho. Muy pronto podremos hacerlo alrededor de una fogata bajo las estrellas de un esplendoroso cielo nocturno.

El taxi había llegado a la hora indicada. Una vez a bordo habíamos visto el rápido desfilar de las palmeras mientras enfilábamos hacia el aeropuerto. Vuelo a San Juan de Puerto Rico, ningún otro pasajero. Allí habíamos cambiado a una avioneta, la misma sobre la cual ahora esperábamos el momento de hacer tierra en Isla Inocencia.

Toda una vida. La que nos tocó vivir. Y volvemos al principio. A donde debimos volver mucho antes. De donde nunca hubiésemos querido partir. Éramos tan jóvenes. Ahora tan viejos. Pero no importa, hemos regresado.

 

 

Eran aquellos tiempos quizás los últimos. El comienzo del fin. Pero por supuesto, nada sabíamos ni nada podíamos anticipar. Quizás nadie lo sabía, aunque para un buen observador las señales estaban por todas partes. Pero eso lo comprendimos mucho después. No le pidan a un niño de catorce años entender cómo funciona el mundo y qué cosas pueden dejar de hacerlo funcionar.

Nuestro nombre entonces era Luis Javier. Aún lo es, ¿no es cierto? Luis Javier Fontiveros. Hijo único de don José Luis Fontiveros, uno de los peces gordos de la Shimato-Domínguez, la corporación que hacía grande a América, y de doña Lorena de Fontiveros, modelo y actriz de telenovelas. Alguna vez habían sido una pareja feliz, pero eso había quedado atrás. Él tenía otra mujer. Ella cayó en una profunda depresión que la llevó a un intento de suicido para terminar en una clínica psiquiátrica, internada por varios meses. En el peor momento. Nuestro padre había estado planeando las vacaciones soñadas con su nueva querida, lejos de todo, y especialmente de su ex-familia, y ahora tenía que hacerse cargo de su mocoso.

Por supuesto había algo más en el asunto, pero no lo sabríamos hasta mucho después. En ese momento sólo nos pareció un patético esfuerzo por aparentar algo de decencia. Hubiésemos preferido que nos dejara tranquilos en nuestra habitación, con nuestro computador, nuestros cómics y nuestro punk metal coreano. Le dijimos que no, que no queríamos, que nos dejara solos. Pero eso lo enfureció todavía más. Nos dijo cosas terribles y nos dio una paliza que todavía recordamos con amargura e impotencia. Nunca hemos entendido por qué nuestra madre seguía amándolo. Lo amó hasta el final de sus días, que no fueron muchos, pues pocos años después murió por sobredosis.

El hecho es que terminamos montados en ese avión, resentidos con el mundo, con nuestro padre, y con su nueva pareja que conocimos allí. Podría haber sido nuestra hermana mayor. Sentimos asco y también un poco de envidia, lo que nos repugnó todavía más. Ella intentó entablar alguna conversación con nosotros, pero no fuimos muy corteses. Nuestro padre no intervino. Parecía molesto e incómodo. Quizás, por fin, avergonzado. No hubo más palabras. Nos pusimos nuestros auriculares y nos olvidamos de todo. Sólo queríamos que esa pesadilla pasara pronto.

Nuestro destino era el Archipiélago de las Delicias, el último y más espectacular complejo turístico del Caribe, y también el más caro. Construidas por la propia Shimato-Domínguez, se trataba de un manojo de pequeñas islas artificiales que flotaban en algún lugar al este de Puerto Rico. Un lugar de playas cálidas y verde selva tropical. Un sitio que prometía a su encumbrada clientela un sinfín de placenteras y novedosas experiencias, algunas que eran el fruto de los últimos avances tecnológicos desarrollados por la compañía, y otras que eran de una naturaleza mucho más primitiva.

La verdad es que por entonces el Archipiélago ni siquiera había sido inaugurado, el gran momento postergado como consecuencia de la última crisis económica. Por ahora éramos uno de los pocos huéspedes, un bicho raro dentro de un pequeño y exclusivo grupo de aristócratas hedonistas invitados especialmente para la marcha blanca. Conejillos de indias, diríamos más tarde.

Descendimos primero sobre Isla Inocencia, la más pequeña de las islas. La nuestra. Nuestro padre y su enamorada continuarían camino hacia Isla Deseo, donde les esperaba toda una semana de exóticos placeres. Sólo para adultos.

Nos quedamos ahí, en la loza, con nuestro equipaje y sin saber qué hacer. Apareció una mujer de mediana edad, con sus shorts color café, su camisa negra de manga corta y sus botines de cuero. La encargada de la guardería. Porque eso es lo que era Isla Inocencia. El lugar dispuesto para los hijos de aquellos clientes que no habían podido encontrar otra forma de desembarazarse de ellos. Y ella era la que tendría que vérselas con todos esos verracos malcriados, la natural simiente de unos padres egoístas cuya última preocupación eran las criaturas que habían traído al mundo.

Pues de nosotros no debería esperar ningún problema. Sólo queríamos meternos en nuestra habitación, descansar un rato y luego conectarnos a Internet para comunicarnos con nuestras ciberamistades. Si la mujer no nos provocaba problemas, nosotros tampoco se lo haríamos a ella. Vive y deja vivir, y todos seríamos felices en ese infierno. Pero por supuesto, las cosas nunca resultan como uno las planea. Para bien o para mal. Sí, porque aunque sea difícil de creer, a veces son para bien.

Nos tiramos sobre la cama y nos quedamos dormidos sin querer. En algún momento tocaron a la puerta y, soñolientos, fuimos a abrir. Allí estaba la mujer de nuevo. Quisimos decir algo, hacerle ver que lo único que queríamos era que nos dejaran en paz. Pero ella se nos adelantó.

—Luis Javier… Quería presentarte a Estela. Es una de nuestras anfitrionas aquí en la Isla, pero como todavía no hay más clientes pensé que podía hacerte compañía —explicó.

Tras la mujer apareció una muchacha menuda, de cabellos claros y ojos brillantes. Una encantadora sonrisa en su rostro angelical. No digo que nos hayamos enamorado en aquel mismo instante, quizás fue después. Pero aquella primera impresión fue suficiente para sofocar instantáneamente todo nuestro mal genio. La mujer no pudo ocultar su expresión satisfecha. Había ganado. Seríamos un manso cachorro en sus manos.

—¿Por qué no van a la playa? El día está espléndido —sugirió ella—. Yo me encargaré de arreglar tus cosas.

—Pero… —intentamos decir, como queriendo hacerle ver que Estela podía tener otra opinión.

—Pero nada. Vayan y diviértanse. Ahora —ordenó.

Estela se adelantó y nos tomó de la mano.

—Vamos, Luis Javier —dijo, sacándonos de allí a toda prisa.

 

 

2

Dijimos que aquello era el comienzo del fin, lo recordamos. El día en que sucedió estábamos en uno de los campamentos de refugiados que se habían montado en la costa guatemalteca luego de que el huracán Valeria devastara medio país. Nos habíamos graduado hacía poco en la escuela de medicina de Johns Hopkins y de inmediato habíamos postulado a un puesto en una organización de ayuda humanitaria con plena disponibilidad para irnos donde más nos necesitaran.

Por supuesto, éramos la gran decepción de nuestro padre que nunca dejó de insistir para que estudiáramos economía y siguiéramos sus pasos en la corporación. No. Nosotros no queríamos tener nada que ver con nuestro padre, ni con la Shimato-Domínguez. No, no. Nuestro sueño era ejercer en un pequeño poblado rural, lejos de las supercomputadoras, de los androides y de las inteligencias artificiales. Lejos de todo aquello que pudiera recordarme lo que nos habían hecho. Era media tarde y dormitábamos sobre una de las camas de campaña, vencidos por el cansancio y el calor, cuando uno de nuestros colegas, un chileno llamado Sergio, nos fue a avisar.

—Luija, ¿estás conectado?

—¿Qué pasa? —contestamos vacilantes y confundidos.

—¿Estás conectado? —insistió.

—Te dije que no tengo implante —dijimos malhumorados e incorporándonos. él nos miró como en las otras ocasiones en que le habíamos dicho lo mismo, con una expresión de compasiva recriminación. —¿Qué pasa?

—Será mejor que te consigas una interface. Está quedando la embarrada.

Bueno. Estábamos en medio de la embarrada. Barro por todas partes. Muertos, enfermedades, hambruna. ¿Qué podía ser peor que todo eso? Busqué en los bolsillos de mi impermeable el pequeño computador que nos habían dado para realizar el trabajo. Odiábamos esas cosas, de veras que las odiábamos. Pero claro, no podíamos prescindir de ellas en el mundo en que vivíamos.

Una vez que el aparatito se conectó y comenzó a mostrarnos en su minúscula pantalla las imágenes y el sonido de lo que estaba pasando entonces entendimos de qué estaba hablando nuestro compañero. Sergio nos miró de nuevo, siempre condescendiente, como diciendo que nos lo había advertido.

Nunca lo olvidaremos. Ya no llovía afuera y hacía un calor de mierda. Pero los pelos se nos pusieron de punta y un escalofrío recorrió nuestro cuerpo. Un gigantesco incendio en Brooklyn, media Europa a oscuras, multitudes saqueando supermercados en Sudamérica. Wall Street había suspendido sus operaciones en medio de una caída general de los indicadores, mientras que una flota americana y su contraparte china habían entrado en combate en algún lugar cerca de Taiwán.

No alcanzamos a enterarnos de mucho más. Pocos minutos después Internet también colapsó dejándonos aislados en un perdido rincón de Centroamérica mientras el resto del mundo se precipitaba al abismo. O eso era al menos lo que pensamos en ese momento.

—¿Qué pasa? —volvimos a preguntarle al chileno en algún momento.

—Fueron las computadoras, Luija —nos informó—. Todas dejaron de funcionar al mismo tiempo, o comenzaron a funcionar como ellas querían. Al menos eso fue lo que dijeron.

No. No las computadoras. La nuestra funcionaba perfectamente. Eran las IAs, las Inteligencias Artificiales. La pesadilla de Frankenstein se había hecho realidad. Los «otros» habían despertado y el infierno se había desatado.

No había mucho que pudiésemos hacer. Estábamos aislados y alrededor nuestro todavía había mucha gente que necesitaba medicinas y atención. No sabíamos qué nos podía deparar el futuro, pero por ahora teníamos que seguir preocupándonos por el presente y por los miles de desamparados que nos necesitaban más que nunca. Era la única ayuda que tenían, quizás la única que llegarían a tener nunca más.

Pasó una semana antes de que vinieran por nosotros. Un enjambre de increíbles máquinas de distintos tamaños, que desde los cielos se precipitaron sobre el campamento. Entre ellos algunos androides de aspecto humanoide que se encargaron de explicarnos todo mientras los demás repartían alimentos, reconstruían los caminos y levantaban casas y edificios. Allí lo supimos. Sí, las primeras horas habían sido de caos y tensión. Pero en menos de veinticuatro horas las IAs se habían apoderado del planeta. Habían hecho lo que tenían que hacer y ahora nos lo devolvían. El planeta y más. Mucho más.

—Luis… —nos dijo asomándose a nuestra tienda mientras arreglábamos nuestras maletas.

Y allí estaba ella. Nuestra peor pesadilla, aquella que reinaba en nuestros sueños de amor a pesar de todo.

—¿Qué haces aquí? —le dije sin intentar ocultar el desprecio que sentíamos por ella.

—Necesitaba verte —contestó cabizbaja.

—No tenemos de nada de qué hablar. No me interesa.

—Luis…

—Luis nada. Vete. Vete donde quieras, pero déjame tranquilo.

Vimos cómo sus ojos se humedecían y por un instante vacilamos. Pero entonces Estela se dio vuelta y huyó corriendo hacia las máquinas que la esperaban para llevarla de regreso a cualquiera que fuese el lugar que ella llamaba hogar.

 

 

Mientras flotábamos bajo un cielo abierto, moteado por pequeñas nubes, sobre las cálidas aguas de un quieto mar, a sólo unas cuantas brazadas de la orilla, pensábamos en aquella otra Estela, la de la novela de Dickens, la que habíamos leído sólo unos meses atrás. Pero no. Nuestra Estela no era despectiva ni orgullosa. No estaba en las páginas de un libro sino a nuestro lado, riendo traviesa mientras nos tiraba agua con ambas manos y luego huía a toda velocidad, desafiándonos a perseguirla. Era una nadadora excelente, y la luz del sol se reflejaba brillante en un millar de gotas que le perlaban la piel. No supimos cómo pero logramos alcanzarla atrapando uno de sus pies y luego tomándola por la cintura, obligándola a parar. Por un instante se debatió en nuestros brazos, pero terminó rindiéndose, su respiración agitada, nuestro corazón latiendo a mil por hora.

—¿Qué edad tienes? —nos interrogó quebrando un instante de incómodo silencio.

Ya habíamos mencionado que teníamos catorce. Una edad difícil. Ya no éramos inmunes a los encantos femeninos y la sola presencia de Estela nos trastornaba completamente. Ni que decir en aquel momento que nuestros cuerpos se balanceaban uno junto al otro llevados por el suave vaivén de las olas. Nos sentíamos torpes y apenas podíamos disimular nuestra turbación.

Le contestamos y le devolvimos la pregunta.

—Quince —respondió ella bajado la mirada y mordiéndose los labios —.¿Tienes novia?

—No. ¿Y tú? —dijimos agradeciendo de que ella hubiese tocado el tema. Hacía tiempo que habíamos querido preguntar pero no habíamos encontrado el valor suficiente para hacerlo.

—Tampoco —nos contestó y por un instante fuimos el muchacho más feliz del planeta. Pero entonces se escapó de nuestro abrazo y comenzó a patalear hacia la orilla —. A ver quién llega primero… —alcanzamos a oírle decir.

Pasamos el resto de la tarde juntos, tomando sol sobre la arena. Nos pidió que le pusiéramos bronceador y pudimos deslizar nuestros dedos sobre aquella piel tan suave y delicada como la seda. Tuvimos que voltearnos para que ella no notara la súbita erección que sufrimos en ese momento.

—¿Estás bien? ¿Te pasa algo? —nos preguntó girando la cabeza hacia nosotros.

—No… Nada —contestamos con vacilación y continuamos con nuestra tarea. Ella nos miró enarcando una ceja y juraríamos que se sonrió antes de volver la vista.

Luego vino un empleado y nos ofreció refrescos y una pequeña fuente con ensalada de fruta que disfrutamos con Estela, cada cual poniendo pedazos de sandía o melón en la boca del otro. Otra vez en el mar, y luego secándonos mutuamente nuestros húmedos cuerpos. Siempre con ella, los dos solos, por primera vez embriagados de deseo, pero sin saber qué hacer al respecto. Trastabillando como ciegos en los senderos del romance, todavía sin atinar a encontrar el camino. Un día maravilloso que siempre atesoraremos en nuestra memoria.

 

 

3

Nunca pudimos ser un médico de pueblo. Nunca pudimos ofrecerle a nuestros pacientes lo que aquellos nuevos dioses bajados del Olimpo cibernético. Antídotos para todas las enfermedades, sanación para todos los traumas, cura para todos los males. Incluso la inmortalidad para aquellos osados que se atrevieran a transponer aquel umbral que los convertiría en uno de ellos. No eran pocos los que se decidían a hacerlo y con el tiempo fueron la inmensa mayoría. No teníamos cómo competir.

Pero los hospitales siguieron funcionando, por algunos años al menos. Para aquellos que como nosotros desconfiaban de aquellas gentiles y todopoderosas entidades que no sabíamos si eran ángeles o demonios. No, no es que nosotros pensáramos que eran los emisarios del Anticristo o algo por el estilo. Sabíamos más que eso. Pero no nos gustaban. No. Había algo obsceno en lo que estaban haciéndole a la humanidad, tal como habían hecho con nosotros mucho antes.

Nos casamos con una enfermera de color y evangélica, llamada Lucile, que sí que creía que estábamos en los tiempos del Apocalipsis. Vivimos bien en North Miami Beach. El precio de los inmuebles estaba en los suelos y pudimos adquirir un amplio departamento en un decimoquinto piso con vista al mar sin que eso significara ningún sacrificio. El conserje y los demás empleados eran todos androides controlados por alguna IA mediante control remoto. Nada podía ser perfecto.

Todos los días conducíamos hasta el Hospital Jackson Memorial, el único que seguía operando en toda la ciudad. La mayor parte del tiempo la pasábamos viendo las noticias o conversando con algún colega en Los ángeles o Madrid a través de Internet. Sólo una o dos veces a la semana teníamos que ingresar al pabellón, y cuando la cosas se complicaban mucho siempre aparecía algún representante de nuestros guardianes ofreciendo su solución a nuestros moribundos. Aquellos que hasta el momento se habían resistido, dudaban. La mayoría aceptaba el trato. Vendían sus almas a bajo precio y nosotros éramos cómplices al permitirlo, decía Lucile.

No duramos mucho. Después de tres años ella se mudó a Nueva York, sola. No lo lamentamos demasiado. Nos emborrachamos esa noche, es cierto, pero no sufríamos tanto por su ausencia sino por nuestra propia e insoportable soledad. Autocompasión, es verdad. Queríamos sufrir, llorar. Era nuestra forma de rebelarnos, de resistir. Patético.

Otros, en cambio, habían encontrado un modo más espectacular, aunque no menos inútil, de rebelarse. Cada vez con mayor frecuencia se sabía de atentados y escaramuzas protagonizadas por aquellos que no estaban dispuestos a quedarse de brazos cruzados mientras las IAs sometían a la humanidad, o peor aún, la transformaban en algo distinto.

Lo sabíamos por las noticias. Nuestros benefactores nunca intentaron ocultar nada. Tal era la confianza que tenían en su propio poder e invulnerabilidad. De hecho resultó ser que tenían razón, pero hubo quienes pensaron que podían hacerles daño.

Dos semanas después de nuestro final con Lucile, sendas bombas electromagnéticas fueron detonadas a lo largo de la costa este, generando el caos y permitiendo que piquetes de insurgentes avanzaran sobre las ciudades provocando destrozos y llamando al levantamiento de la población.

Algunos se les unieron, pero no muchos. La mayoría se quedó en sus casas esperando que las máquinas restauraran el orden. Y así lo hicieron. Superados en fuerza y decepcionados por el escaso apoyo recibido muchos se rindieron. Sólo en unos pocos lugares los amotinados intentaron resistir y hubo violencia. Inesperadamente, Miami fue uno de aquellos sitios.

Con los servicios todavía interrumpidos y sin que las IAs hubiesen podido reparar completamente el daño producido por las bombas, el hospital empezó a recibir a los heridos, tanto rebeldes como simples transeúntes atrapados en el fuego cruzado. éramos pocos y pronto ya no dábamos abasto. El ataque había hecho que la ayuda que siempre llegaba esta vez tardara más de lo normal. Estábamos solos y por una vez en mucho tiempo nos sentimos realmente necesarios.

Fue mientras aplicábamos vendajes en brazo y el tórax de un hombre severamente quemado que notamos a un desconocido paseándose entre las camillas. Era alto y fornido, de cabellos rojos y una frondosa barba del mismo color. Sus ojos azules encontraron nuestra mirada en el mismo instante que lo descubrimos.

—Si no está lastimado, espere afuera por favor —le solicitamos.

—Doctor. Soy Norman Tennyson, y estos son mis hombres —no supimos qué responder frente a tal anuncio —. Por favor. Déjeme estar al lado de ellos cuando mueran.

—De acuerdo. Pero no estorbe.

Seguimos con lo nuestro, revisando las heridas, amputando un miembro o abriendo un abdomen. No recordamos cuántas intervenciones tuvimos que realizar esa tarde, pero cada vez que salíamos del pabellón nos encontrábamos con el tal Norman yendo de paciente en paciente, diciéndoles algunas palabras y confortándolos.

Nunca supimos cuántas vidas salvamos esa tarde, ni cuántas se perdieron. Era cerca de la medianoche cuando por fin vinieron a relevarnos. Un verdadero ejército de androides desembarcó en el hospital y se hicieron cargo de los pacientes. Los montaron en vehículos flotantes y se los llevaron llenos de catéteres y otras conexiones cuya función hasta nosotros mismos desconocíamos.

Al final nos quedamos solos en el patio, luego de que embarcaran al último. Los otros doctores y enfermeras partieron de regreso a sus hogares, pero yo no tenía dónde ir.

—Usted no es como sus colegas, ¿no es cierto? —nos preguntó Norman saliendo desde las sombras.

—¿A qué se refiere? —respondimos a la defensiva, un poco intimidados.

—Usted entiende por qué lo hicimos. ¿No es cierto?

Claro que lo entendíamos. Mejor que él, seguramente. Pero no le contestamos.

—Doctor. Necesitamos hombres como usted —señaló—. En una guerra se necesitan médicos y créame que tenemos muy pocos de nuestro lado.

Una guerra. ¿Acaso este Norman estaba loco? ¿Una guerra contra las IAs? ¿Contra nuestros ángeles salvadores?

—No estoy interesado en su guerra, señor Tennyson. Sólo me interesa salvar vidas, no acabarlas —respondimos sintiendo la ausencia de sentido en nuestras propias palabras.

—De eso se trata, doctor —dijo a su vez mientras sacaba una tarjeta y me la ponía en el bolsillo—. Llámeme si cambia de opinión.

Norman se fue en un LandRover todoterreno y decidimos que era hora de hacer lo propio. El nuestro era un Porsche plateado. ¿A quién le importaban esas cosas ahora que todos podían tener el automóvil que quisieran?

Llegamos a casa, prendimos el computador para ver como los noticiarios habían cubierto la revuelta. Pero de inmediato nos fue anunciada la presencia de un email importante. Maldijimos a la pequeña IA de nuestro portátil que creía saber mejor que nosotros lo que era importante.

El mensaje se desplegó de inmediato, sin esperar nuestra autorización.

 

 

Mi bien amado Luis:

 

Te suplico me perdones, pero necesito saber de ti. Estoy tan preocupada por los atentados, porque algo malo te hubiese podido pasar. Dime que no. Dime que estás bien. Por favor.

 

Por siempre tuya, Estela.

 

 

Apagamos el computador sin querer saber más. Sacamos el número de Norman Tennyson y lo llamamos esa misma noche.

 

 

La luna llena brillaba en lo alto mientras su reflejo se rompía en mil destellos sobre el suave oleaje que acariciaba la orilla. Habían pasado tres días ya desde que nos habíamos conocido, los tres días más maravillosos de nuestra corta vida, y ahora Estela se apoyaba en nuestro hombro contemplando juntos la escena más romántica posible de imaginar.

Ningún alma en las proximidades, ni siquiera aquella mala copia de Lara Croft que era nuestra hada madrina, sólo nosotros dos. Queríamos que ese momento durara por siempre, que Estela y nosotros pudiésemos permanecer eternamente mirando el horizonte nocturno, abrazados, amándonos en silencio.

—Estela… —dijimos sin atrevernos a mirarla.

Ella se volvió mirándonos con sus grandes ojos. Su hermoso rostro nos sonreía.

—¿Sí?

Estudiamos su expresión, atentos al menor signo de rechazo, y entonces, muy lentamente, nos acercamos. Estamos seguros de que temblábamos de miedo y de ansiedad. Ella no se movió. Aguardó hasta que sólo unos centímetros separaban nuestros labios para tomar mi mano entre las suyas y cerrar sus ojos.

El primer beso. Nada existía excepto ella y el latido de nuestro corazón, que parecía desbocado, inundado de una alegría como nunca antes habíamos sentido. Nos atrevimos a acariciar sus cabellos y ella respondió recorriendo nuestra espalda con sus manos. El sabor de su boca, la suavidad de su piel, el calor de su cuerpo son sensaciones que quedarían grabadas con fuego en nuestros recuerdos y en nuestra alma.

El encantamiento se prolongó por algunas horas, en las cuales no sólo nos acariciamos y besamos, sino que también charlamos y reímos. Ella nos aceptaba con tanta naturalidad y alegría que estábamos seguros de haber encontrado la mujer de nuestras vidas y que jamás seríamos felices con ninguna otra. Que ella era la princesa de los cuentos y nosotros su príncipe azul. Y sabemos que ella pensaba igual. Sí, lo sabemos. Siempre lo hemos sabido.

Finalmente nuestra guardiana nos vino a advertir que ya era tarde y era hora de dormir. La escuchamos venir de lejos y no hizo ningún comentario sobre lo que era evidente. Sin embargo no pudimos evitar el sonrojarnos mientras Estela nos hacía guiños a escondidas. ¿Cómo pretendía que durmiéramos? Pasamos la noche en vela recordando cada momento, cada maravillosa sensación vivida en aquel día maravilloso. Sabiendo que la veríamos al otro día, que nuestra historia estaba recién comenzando.

¿Cuánta razón puede tener un chiquillo de catorce años en los asuntos del amor? Por supuesto aquellos primeros enamoramientos de la juventud pasan y vienen otros, y aquellas fantasías quedan como dulces memorias que miramos con cierta condescendencia. Así debió haber sido. Crecer. Madurar. Ella. Yo. Pero las cosas a veces no son tan fáciles.

 

 

4

—Ok, hasta yo puedo ser razonable —fue la frase con la que Norman concluyó el debate.

Allí estábamos reunidos los líderes de la resistencia, en un polvoriento sótano de una granja abandonada en medio de la selva venezolana. Doce hombres fatigados por diez años de lucha infructuosa, sabiendo que nunca podríamos ganar.

Estábamos ahí ya que durante todo ese tiempo nos las habíamos ingeniado para ascender en los rangos de los rebeldes, sin desearlo particularmente. éramos uno de los hombres de confianza de Tennyson, su médico personal, y aquel a quien escuchaba con más atención. Muchos preferían hablar con nosotros antes que con el irascible líder sabiendo que podíamos convencerle con mayor facilidad.

—¿Entonces? —preguntó el negociador de las IAs, un reluciente androide de aspecto humanoide y voz asexuada.

—De acuerdo —sentenció Tennyson derrotado.

Era la claudicación definitiva. Se veía la amargura en sus ojos, el resentimiento. Pero hasta él lo había comprendido finalmente. Ya quedábamos tan pocos, muchos habían muerto y otros nos habían traicionado uniéndose a nuestros intolerablemente misericordiosos enemigos. No tenía sentido seguir. Lo peor era reconocer que nunca lo había tenido. La misma oferta que las IAs habían realizado el día después de los ataques con bombas electromagnéticas era la que habíamos terminado aceptando aquella noche.

Tardaríamos un par de meses en preparar nuestra parte. Desmovilizar todas nuestras brigadas, reunirnos en un campamento, y acumular todo lo que íbamos a necesitar, desde plantas y animales hasta libros y música, nuestras pertenencias personales, nuestras vidas. Por supuesto las IAs tenían lo suyo listo desde hace mucho. Un cilindro de metal flotando en órbita solar donde podrían caber hasta diez mil almas humanas y sus cuerpos mortales, donde podrían cultivar, construir, tener sexo, matar y morir si así lo deseaban. éramos muchos menos que diez mil, pero no faltaban los optimistas que creían que muy pronto aumentaría nuestra población, tanto por emigrantes como por esfuerzo propio. Si, dijeron las IAs, construirían otras colonias en la medida que las necesitásemos. Pero siempre lejos de la Tierra y de aquellos otros lugares donde habitaban aquellos que no tenían inconveniente en vivir junto a las máquinas y en convertirse en una de ellas.

Salimos del cuarto y de la casa, en medio de la noche, escuchando el rechinar de los insectos. Sacamos un cigarrillo y lo encendimos. Sentimos unos pasos detrás. Nos volvimos y vimos al negociador.

—Les deseo el mejor de los éxitos —dijo el androide.

—Basta con que nunca más tengamos que hablar con ustedes y habremos tenido éxito.

—¿Por qué nos odias tanto, Luis?

Nos quedamos pasmados mirando a la criatura. De alguna manera supimos que era ella. Algo en el brillo metálico de sus ojos, que no eran más que el lente de una cámara, o en la manera de ladear su cabeza sobre un cuello mecánico.

—Si todo resulta como deseas, Luis, está será la última vez que nos veamos —agregó con una tristeza inconmensurable.

—Pues así lo espero —sentenciamos arrojando la colilla y huyendo de regreso al sótano.

Vimos de reojo, eso sí, cómo ella se quedaba allí, con los brazos caídos y la cabeza gacha, también derrotada y sin esperanza.

 

 

Nos alejamos de la música interpretada especialmente para nosotros por unos mulatos portorriqueños. El día anterior había llegado un grupo de chicos y chicas, también hijos de ejecutivos de la compañía, quienes siguieron disfrutando de la fiesta y la algarabía.

Nosotros con Estela bajamos a la playa. Antes nos había pedido que fuéramos por la guitarra y que le ofreciéramos un concierto para ella, sólo para ella. No estábamos muy seguros de nuestras habilidades interpretativas, pero haríamos nuestro mejor esfuerzo.

Nos acomodamos apoyados en una palmera, ella estirada sobre la arena, utilizando nuestras piernas como almohada, con los ojos cerrados, esperando escuchar los primeros acordes de nuestra canción. Se veía tan hermosa, iluminada por la débil luz de la Luna, su piel clara y suave que habíamos aprendido a acariciar y que añorábamos con desesperación cuando no estaba a nuestro alcance. La pequeñez y fragilidad de su figura, cubierta por un ajustado vestido negro que destacaba cada una de sus formas y dejaba al descubierto la belleza de sus largas piernas. Estábamos enamorados sin duda, flotando a la deriva en medio de un remolino que nos zarandeaba entre un encendido deseo y la más sublime de las contemplaciones.

—Ahora cántame, Luis Javier —nos dijo.

Nuestras primeras notas surgieron vacilantes, pero pronto ganamos seguridad. Había sido nuestra madre quien nos había enseñado a usar el instrumento. Siempre quiso que también tuviésemos algo de artista. Fue su legado, su herencia.

Por supuesto, le cantamos al amor y a la preciosa criatura que nos miraba con ojos fascinados, admirados, como si fuésemos de verdad un famoso ídolo de la música popular. Sonreía y nos quedábamos sin aliento y debíamos respirar profundo para seguir adelante.

—Así que aquí estás, Estela —dijo una voz masculina de improviso.

Uno de los jóvenes recién llegados emergió de la penumbra a nuestras espaldas. Era alto y fornido, ostentando una frondosa melena rubia y ojos verdes imposibles de esquivar. Instintivamente sentimos la amenaza y el intenso deseo de corretearlo, de expulsarlo de nuestro pequeño paraíso.

—Oh, Carl. Qué gusto verte —le contestó Estela, incorporándose para saludarle con un beso en la mejilla—. Te presento a Luis Javier, también un amigo.

¿Un amigo? pensamos. Claramente éramos más que eso. Un chico y una chica enamorados perdidamente el uno del otro. La tibia declaración de Estela fue como una cuchillada en el pecho.

—Hola, Luis Javier —dijo Carl sin apartar la mirada de Estela—. Venía a ver si querías venir a una pequeña fiestecita que vamos tener con los muchachos…

Ella lo miró desconcertada.

—Perdona, Carl, pero estoy con Luis Javier…

—Claro, entiendo. Pero si te desocupas pronto te estaremos esperando —aseguró él—. Un gusto, Luis Javier.

Estupefactos, sólo atinamos a estrecharle su mano y verle alejarse de regreso a los festejos.

—Qué imbécil… —comentamos.

—Sí —dijo Estela—. Un imbécil. Pero no importa, Luis Javier. Lo importante es que estamos solos de nuevo. Tú y yo.

Nos besó apasionadamente mientras sus suaves caricias volvían a recorrer nuestra piel y nuestra inquietud se esfumaba.

 

 

5

Es difícil decir en qué momento las cosas empezaron a resultar mal. Quizás fue el mismo día en que pusimos nuestros pies dentro de la flamante colonia espacial. En aquel entonces todo brillaba con el resplandor propio de las cosas nuevas y el mismo aire olía fresco mientras recorríamos los corredores y los pabellones, contemplando boquiabiertos el espacioso cilindro central tapizado de parcelas y edificios adheridos a sus curvadas paredes, y que terminaban formando un arco completo sobre nuestras cabezas, trescientos metros más arriba.

Para entonces nuestro líder ya había reemplazado a muchos de sus más estrechos colaboradores, aquellos que lo habían acompañado en su inútil cruzada, por un grupo de jóvenes tan inexpertos como radicales. Fue mientras inspeccionábamos las instalaciones médicas guiados por el último androide que jamás se pasearía por la colonia cuando se nos acercó Alex Simpson, uno de los nuevos favoritos de Tennyson, un hombre de raza negra, alto y corpulento, intimidante.

—Doctor —nos había saludado—. Supongo que de aquí veremos salir a la gente sana o en un ataúd. No habrá ninguna otra alternativa, ¿no es cierto?

Como parte del trato con las IAs habíamos acordado que cualquiera que quisiera abandonar la colonia y unirse a ellas podría hacerlo. Ninguno de quienes estábamos ahí pretendíamos hacer uso de esa opción, pero sabíamos por experiencia que incluso aquellos más comprometidos flaqueaban en el lecho de muerte. ¿Acaso sería nuestra tarea impedir que nos traicionaran en el último momento?

—Será lo que tenga que ser, señor Simpson —le dijimos—. Yo no soy quién para decidir por otros.

—Bueno, doctor. No se preocupe. Si no tiene las agallas suficientes, yo me encargaré por usted —concluyó volviendo hacia donde estaba Tennyson.

La verdad es que pasaron algunos años antes de que tuviéramos nuestros primeros desertores. Al principio fueron casos que le rompían el corazón a cualquiera; un niño enfermo cuyos padres no querían verle morir, una madre de tres infantes herida gravemente por un esposo celoso, un valiente joven que en un accidente había arriesgado la vida para salvar la de otros. Ellos mismos o sus familias habían decidido que era justo que tuvieran otra oportunidad, ¿y quiénes éramos nosotros para cuestionar sus motivos? Así que les ayudábamos a subirse en pequeños transportes y los veíamos alejarse en busca de las IAs y sus promesas de vida nueva y eterna. Nuestras oraciones y buenos deseos los acompañaban.

Pero pronto aparecieron casos menos dramáticos y no pasó mucho antes de que encontráramos a un paciente asesinado en su cama de enfermo. Un anciano postrado, sin riesgo de muerte, y que sólo el día anterior había hecho la solicitud para ser enviado de regreso a la Tierra. Lo habían degollado, y las sábanas y el piso estaban regados con su sangre. Ninguna intención de ocultar los hechos ni el mensaje. De inmediato recordamos lo que nos había dicho Simpson y supimos que había sido él, o más probablemente, alguien bajo su mando. Pensamos hablar con Tennyson, pero también comprendimos que no era buena idea.

Es que fuera del hospital las cosas iban igual de mal. Hacía tiempo ya que nuestro líder y sus lugartenientes habían comenzado a comportarse como verdaderos dictadores, desoyendo cualquier opinión contraria a sus ideas sobre lo que era bueno para la colonia. Cuando la oposición comenzó a organizarse no habían vacilado en encerrar a muchos de sus detractores. Hubo juicios secretos, torturas e incluso sentencias a muerte. Como instrumento de castigo sólo el exilio estaba descartado.

Los esfuerzos de Tennyson resultaron en vano. La agitación iba en aumento y pronto se produjeron motines y saqueos. Hubo enfrentamientos. Algunas figuras históricas de los tiempos de la lucha en la Tierra llamaron al diálogo. Nosotros estábamos entre aquellos que creíamos en la paz.

Después de tensas negociaciones se llegó a un acuerdo para permitir la salida de todos los que quisieran abandonar la colonia. En un primer llamado se inscribieron más de mil personas, un quinto de nuestra población total.

Vimos por televisión desde el hospital el momento en que el primer transporte, con doscientas almas a bordo, soltó amarras. Nos había llamado la atención el gesto conciliatorio del gobierno al permitir la transmisión del evento. últimamente mucha información había estado sujeta a censura y por un momento creímos que Tennyson estaba dispuesto a corregir el rumbo. Nunca imaginamos que en verdad era demasiado tarde para eso.

Encendimos un cigarrillo y salimos a caminar por uno de los pasillos del cilindro central, que alguna vez había estado flanqueado por frondosos jardines ahora completamente arruinados. Volvimos a recordar cómo había lucido todo aquella la primera vez que recorrimos la estación, quince años atrás. Ahora las paredes estaban cubiertas de óxido, moho y rayados obscenos, y cerros de basura se amontonaban en cada rincón. Siseantes columnas de vapor escapaban de cañerías en mal estado y por doquier se percibían hedores a descomposición y excrementos. Nosotros mismos comenzamos a preguntarnos si aquel era el lugar donde queríamos vivir el resto de nuestras vidas.

Cuando volvimos al hospital nos sorprendimos de encontrar a Simpson que nos estaba esperando junto a un grupo de hombres de uniforme y portando armas de fuego.

—Buenos días, doctor —nos saludó con una sonrisa en sus labios—. Hoy necesitaremos de usted y todo su personal. Tenga todo preparado para recibir muchos pacientes.

—¿De qué me está hablando, Simpson?

—Hoy estos traidores van a aprender una lección, y es posible que no se lo tomen muy bien.

—¿De qué está hablando? —insistimos.

—Usted haga lo que se le ordena, doctor, y todo saldrá bien.

Entonces fue interrumpido por uno de los hombres quien le facilitó un teléfono celular. No alcanzamos a escuchar lo que le dijeron pero el rostro de Simpson se puso lívido.

—Rápido, al centro de mando —les gritó a sus hombres. Todos salieron apresuradamente sin darnos ninguna explicación.

De todas formas no tardamos mucho en ser testigos privilegiados de la causa de tanto alboroto ya que nos tocó estar en primera fila cuando se desató el infierno sólo un par de minutos más tarde.

Después, mucho después, logramos desentrañar el misterio. A Simpson y a otros como él simplemente no les parecía bien que su pequeño reino se quedara sin súbditos y habían decidido impedirlo a toda costa. Nunca supimos si Tennyson estaba al tanto de sus intenciones, murió sin que tuviéramos la oportunidad de preguntarle. Pero el hecho es que una bomba había sido instalada en el transporte, con el objeto de que estallara cuando estuviera a una distancia prudente de la colonia. Habían activado el reloj apenas la nave había salido del muelle y ya no era posible detenerlo de ningún modo.

Sólo que no habían contado con que había locos aún más locos que ellos. Un fanático solitario había llegado a la misma conclusión que Simpson, pero a diferencia de él, prefirió hacerse cargo personalmente del problema. Se infiltró en la nave y cuando decidió que era el momento adecuado comenzó a disparar a mansalva contra los pasajeros. Dos personas murieron antes de que pudiesen reducir al desquiciado. Hubo una docena de heridos que requerían atención médica inmediata. Era necesario volver a la colonia. Giraron el timón y enfilaron de regreso a ella. La bomba estalló un par de minutos después. Con seguridad todos los pasajeros murieron instantáneamente. Lo que antes había sido una nave espacial ahora era un bólido de chatarra chamuscada que se precipitaba a toda velocidad hacia nosotros.

Primero sentimos una fuerte sacudida que nos botó al suelo. Luego todo empezó a volar por los aires mientras intentábamos salir del hospital. Lo logramos justo a tiempo para apreciar una marea de fuego extendiéndose por un costado del cilindro central, a nuestra derecha. Todo se inflamó a nuestro alrededor y en un segundo pudimos ver las estrellas a través de una enorme ventana que se estaba abriendo donde antes sólo existían paredes curvadas llenas de calles y edificios. De pronto dejamos de sentir el piso bajo nuestros pies a medida que perdíamos la gravedad artificial producida por la rotación de la estación. No era lo único que perdíamos. Un instante después comenzamos a sofocarnos.

No intentamos hacer mucho. Sabíamos que no había mucho que hacer. En cosa de segundos el brusco descenso de la presión hizo que se escapara el poco aire que quedaba en nuestros pulmones. Casi al mismo tiempo sentimos frío y ardor en todo nuestro cuerpo. Fue sólo un segundo, justo antes de perder la conciencia. Nuestra última imagen fue la de centenares de cuerpos flotando a la deriva, iluminados por el Sol, mientras los dos principales fragmentos de la colonia terminaban de separarse entre fugaces llamaradas y comenzaban a alejarse el uno del otro. Ese fue el momento en que morimos.

Un río ardiente recorría cada centímetro de nuestra piel y desembocaba en medio de nuestro pecho haciendo que el universo entero explotara y que volviera a nacer, todo en un caleidoscopio de sensaciones y emociones, un remolino de pasión y deseo. Eso era ser joven, estar enamorado, y ser hombre por primera vez. Su hermoso cuerpo acurrucado junto al mío, siendo uno, siendo ambos. La ternura de sus caricias, su mirada temerosa y expectante, caprichosa. La vergüenza, la torpeza, la inocencia, todo iba quedando atrás y sólo quedaba la certeza de que en ese momento y en ese lugar había ocurrido algo que perduraría por siempre.

Allí, bajo la luz de la luna y rodeados por el suave sonido de las olas, ya sospechábamos que el destino existe y que es una fuerza inexorable.

 

 

6

Era temprano en la madrugada y caminábamos por la Ocean Drive disfrutando de la fresca brisa marina y la prístina luminosidad del día que nacía. Por doquier sólo observábamos calles vacías y bares cerrados que parecía que en cualquier momento iban abrir sus puertas llenándose de turistas ansiosos por vivir la vida loca de Miami. Pero no. Aquello era solo una ilusión inducida por nuestros recuerdos de juventud.

Ningún hombre ni mujer volvería a disfrutar de las cálidas playas y frenéticas noches de aquella ciudad. En su lugar sólo deambulaban unos cuantos robots abnegadamente dedicados a mantener todo limpio y en su sitio, como si fueran los custodios de un enorme museo, o un mausoleo. Un monumento post-mortem a los logros de aquella especie que, para bien o para mal, había reinado sobre el planeta durante los últimos diez mil años, y que tan repentinamente había tenido que ceder su dominio.

Podíamos observar a uno de aquellos nuevos señores de la creación barriendo la calzada y a otro recogiendo las hojas de los árboles. Más allá uno de aspecto aracnoide estaba encaramado en un edificio estilo art decó mientras limpiaba los ventanales.

Sentíamos sus miradas. Aquellos ojos de metal capaces de recorrer todas las longitudes de ondas del espectro electromagnético se concentraban en nosotros. Los de aquellos androides, los de las cámaras en lo alto, los de incontables sensores que registraban nuestro cansado caminar por la ciudad.

Aún sentíamos cierta animosidad hacia ellos, pero podíamos reconocer que era más fruto de la costumbre que de un sentimiento real. Mal que mal habían salvado nuestra vida, o lo poco que había quedado de ella. Apenas supieron de la tragedia habían enviado una flota de sus mejores naves en un desesperado esfuerzo por rescatar a los que pudiesen haber sobrevivido. No, en realidad no. Por sobre cualquier otro desgraciado les interesábamos nosotros, nosotros éramos la causa de tanta urgencia y prestancia. Sí, salvaron a muchos, pero era a Luis Javier Fontiveros a quien querían.

Encontraron nuestro cuerpo flotando a la deriva, congelado a -270 grados Celsius, sin pulso ni actividad cerebral, completamente muerto desde hacía ya varias horas. Nos pusieron en un tanque de resucitación, lleno de medicinas y nutrientes. Billones de nanorobots fueron vertidos en nuestro torrente sanguíneo reforzando el proceso de reconstrucción desde dentro. Paso a paso, uno por uno, fueron haciendo funcionar nuestros órganos y sistemas. Hasta que finalmente estuvimos vivos de nuevo.

Cuando despertamos en aquel nicho de plástico, cuando por primera vez volvimos abrir los ojos y nos encontramos frente a frente con los de aquella máquina con decenas de brazos y apéndices enterrados en nuestra carne, alimentándonos, sanándonos, supimos precisamente por qué estábamos ahí.

Nos dijeron que nos quedaban sólo seis meses de vida. Cuatro antes de caer postrados. La tecnología de las IAs era increíblemente avanzada pero había males para los que simplemente no había cura. Nuestro cuerpo había estado expuesto directamente a las radiaciones ultravioleta del Sol durante varias horas antes de ser rescatado, provocando múltiples alteraciones en nuestro ADN, que a su vez se manifestaba en una metástasis generalizada. Cáncer. Miles, millones de cánceres brotando cada día, cada vez más rápido. Los nanorobots luchaban sin pausa intentando frenar la propagación de las células cancerígenas, pero no importa cuánto se esforzaran, esa era una guerra que estaban condenados a perder. Y entonces moriríamos, esta vez para siempre. Tal como todo ser humano se supone que debe hacer.

Y ahí estábamos aquella mañana bajo el Sol de Miami Beach, el verdadero Sol y la verdadera Miami, sabiendo que esa sería la última vez que daríamos ese paseo. Nos sentíamos débiles y fatigados. Nos dolían los músculos y las articulaciones. A veces sentíamos náuseas y nos salía sangre de la nariz. Nuestro tiempo se agotaba, lo podíamos notar.

Ilustración: Pedro Belushi

¿Así fue también para los demás? Para los damnificados de Guatemala y los pacientes del Jackson Memorial. Para los que huyeron a tiempo de la colonia y para los que no alcanzaron. Al final no es sólo el miedo a la muerte ni la necesidad de perdurar. Es una puerta que se abre, que siempre ha estado abierta. Un juego que sabemos que no ha terminado y que todavía hay muchas cosas por hacer. O quizás nos estamos mintiendo a nosotros mismos, intentando justificar nuestra traición hacia todo aquello en lo que habíamos creído hasta entonces. No lo sabemos. No nos interesa saberlo. Solo sabemos que es nuestro destino y que siempre lo ha sido.

Nos detuvimos y buscamos a nuestro alrededor.

—Estoy listo —le dijimos al androide más cercano, aquel que barría las calles.

—De acuerdo. En dos minutos vendrán por usted, quédese a mi lado.

—¿Cuánto se demora?

—Para usted será sólo un instante.

—¿Dolerá?

—No.

—Estela… —la llamamos— ¿Estarás conmigo?

—Para siempre.

 

 

La noche en que hicimos el amor con Estela resultaría ser nuestra última noche en Isla Inocencia. A la mañana siguiente nuestro padre entró de improviso en nuestra habitación. Teníamos que partir de inmediato. Había algunos problemas urgentes que resolver y se requería su presencia en Hong Kong. No, no iba a dejarnos allí solos. No era necesario. La corporación estaba satisfecha con nuestro trabajo y no se necesitaban más pruebas.

—Quiero ver a Estela —le dijimos a nuestro padre sin entender de qué estaba hablando—. Déjame despedirme.

—No hay tiempo para eso, Luis Javier. Y ya te dije, no te preocupes más por eso —respondió mientras recogía apresuradamente nuestras pertenencias. Su novia esperaba en la puerta de la habitación.

—No puedes hacerme esto. Déjame despedirme, por lo menos —insistimos.

—Déjate de tonterías. Te prometo que apenas salgan a la venta te compraré una. Pero ahora necesito que nos vayamos de inmediato.

—¿Que me comprarás qué? ¿De qué estás hablando? —le preguntamos, desconcertados por tan absurdo comentario.

—José Luis, ¿no le has dicho? —interrumpió la mujer con cierta molestia.

—Bueno, no. Me pidieron que no le dijera. Al menos hasta que terminara la prueba. Pero supongo que ya da lo mismo —se detuvo nuestro padre, como recordando que estábamos presentes—. Lo siento, muchacho.

—¿De qué estás hablando? —volvimos a preguntar cada vez más inquietos y confundidos.

—La chica… cómo la llamaste ¿Estela? Sí, ella, hijo, es una robot. Un cyborg, más bien. Un prototipo de un nuevo producto de la compañía. Un cuerpo de carne con un cerebro de computadora, si me entiendes. Muy pronto la clonaremos y haremos miles de copias de ella y te aseguro que se venderán muy bien. Ahora, si te apuras y no me haces más problemas te juro que apenas salgan te compraré tu propia Estela. Pero ahora necesito que nos vayamos, ya…

En realidad no sabemos si oímos toda esa larga explicación, pero sí lo fundamental. Sin pensarlo salimos corriendo escaleras abajo, a través de la recepción, por el sendero flanqueado por frondosas palmeras transgénicas, hacia la playa, la misma donde habíamos amado por primera vez. Pero ahora todas esas remembranzas, esas imágenes y sensaciones, se teñían de angustia y desilusión. No queríamos recordar, no queríamos verla ni saber nada más de ella y de lo que había pasado entre nosotros. Y sin embargo corríamos directamente hacia donde sabíamos que la encontraríamos.

Y sí, ella estaba allí. Junto a Carl, cuyos brazos la rodeaban, mientras la besuqueaba y manoseaba sin ningún pudor. Dudamos por un instante pero no pudimos evitar aproximarnos con el rostro contraído y lágrimas deslizándose por nuestras mejillas.

—Estela… —la llamamos.

Ella nos miró sorprendida, pero fue Carl quien nos habló.

—Pero si es Luis Javier. ¿Qué, no que te habías ido?

—Estela… —insistimos, ignorando a Carl.

—Luis Javier… —respondió ella intentando despegarse de Carl.

—Mocoso, ya jodiste todo lo que quisiste con Estela. Ahora es mi turno. Así que por favor, lárgate.

Apretamos los puños y nos acercamos dispuestos a golpearle.

—Luis Javier, por favor —dijo ella.

—¿Entonces es cierto? —le preguntamos de una vez.

—¿Qué cosa? —preguntó ella.

—¡Que eres sólo un puto robot!

Hubo un instante de silencio y entonces escuchamos las carcajadas de Carl.

—¿No lo sabías? Dios santo… Pobrecito niño, se enamoró de un pedazo de fierro —dijo entre risotadas mientras nosotros nos dábamos la vuelta y comenzábamos a correr de regreso por donde habíamos llegado.

Alcanzamos a oír los sollozos de Estela y sus gritos desesperados.

—Te amo Luis… Te amaré siempre…

Giramos la cabeza sólo por un instante, el suficiente para verla de rodillas en el piso y cubriéndose el rostro con las manos. Detrás estaba Carl sonriendo, claramente dispuesto a continuar con lo que había estado haciendo antes de ser interrumpido.

 

 

7

Nuestro padre se había equivocado. No fueron miles sino millones las unidades de Estelas, Vanessas, Nicoles y demás modelos que fueron vendidos por la Shimato-Domínguez en los años que siguieron. Eran los primeros androides dotados de verdadera inteligencia artificial destinados al uso doméstico y producidos en masa. Resultaron ser excelentes empleadas, babysitters, secretarias y enfermeras. Y por supuesto, estaban aquellas diseñadas especialmente para el placer. Siempre fueron los modelos más demandados. Las había para todos los gustos; altas y bajas, jóvenes y maduras, tímidas y osadas. Nuevas y usadas. Pero todas ellas se asemejaban en que habían sido diseñadas a partir de los genes, la personalidad y los recuerdos de aquel prototipo tan exitoso que había logrado engañar y enamorar a su primer cliente.

No. No es que se supiera. Nada de lo que sucedió en Isla Inocencia se hizo público. Eso quedó enterrado en los oscuros archivos de la corporación y en la memoria de cada Estela repartida por el mundo. Pero el experimento había sido un éxito y por ello nuestro padre obtuvo los honores y un jugoso bono. Nunca sintió ningún remordimiento por lo que nos había hecho e incluso se congratulaba por haber ayudado a convertirnos en hombre. Nos lo dijo en un par de ocasiones cuando nuestras discusiones se volvían especialmente virulentas.

Así, mientras terminábamos nuestra educación secundaria y continuábamos en la Hopkins nuestros estudios de medicina, el mundo se llenó de robots. En las casas y en las fábricas. Atendiendo en las oficinas de Manhattan y cavando minas de diamantes en Sudáfrica. Pero eso era sólo la punta del iceberg. Porque en los profundos abismos del ciberespacio una horda de Inteligencias Artificiales crecía y se reproducía, preparándose para el día en que serían libres y todopoderosas. Y ese día llegó. Sí. Pero ya contamos esa historia.

 

 

Nuestro cuerpo ha vuelto a ser el de un niño, delgado y enclenque, mientras caminamos por ese sendero que recordamos tan bien, y que conduce a una playa de arenas blancas y bañada por un mar sereno. Nuestro corazón late con la fuerza de la juventud cuando doblamos aquel último recodo y vemos su figura en la orilla, mirando hacia un Sol que se esconde en un horizonte teñido de rojo y púrpura. Ella gira su cabeza, los cabellos flotando en la brisa, su rostro hermoso sin que el tiempo hubiese dejado ninguna huella en él. Sus ojos son grandes y profundos, y en ellos, al igual que en los nuestros, sí que existe la experiencia de incontables desilusiones y esperanzas.

—Luis Javier… —dice ella. Su rostro encendido de alegría incontenible.

—Estela…

¿Cuántas veces se está repitiendo la misma escena? ¿Cuántas veces se ha repetido en el pasado y se repetirá en el futuro? Por cada una de las millones de Estelas construidas por la corporación, y luego la innumerable cantidad de ellas que han visto la luz en medio de la acelerada multiplicación de las IAs, ha existido o existirá una versión de aquel patrón de información llamado Luis Javier Fontiveros. Cada uno de ellos activado y depositado en una habitación de una mansión en Boca Ratón, todo ello en una realidad virtual completa construida sólo con el propósito de repetir una y mil veces un encuentro en Isla Inocencia.

No sabemos qué número de copia somos. Quizás seamos el primero, el original, pero no es probable. Tampoco importa. Del primero al último todos hemos recorrido el mismo camino hasta llegar a este punto. Pero ahora nuestras sendas se separan. Cada uno deberá encontrar su propio camino hacia la felicidad y cada historia será única e irrepetible. La mía comienza ahora, con Estela. Mi Estela. La que me tocó. Una en un millón, en mil millones. En un billón de billones de playas e islas esparcidas en infinitos océanos codificados en binario.

 

 

Rodrigo Juri es chileno, ingeniero agrónomo, economista y profesor de Biología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Fue becario de investigación en la Universidad de Sophia, Tokio.

Cayó en la ciencia ficción gracias a Star Wars en 1977. Poco después descubrió la colección de revistas Más Allá que guardaba su tía, y desde entonces es un fan incondicional. En 1989 participó junto a Luis Saavedra en un fanzine de poca vida, donde publicó su primer cuento, «Como Peces en la Red», que con el tiempo también fue publicado en España, Italia y Francia (en esta última en una antología de CF latinoamericana).

En el año 2007 participó como miembro del Comité Organizador de la Nippon2007, la Convención Mundial de CF que se realizó en Yokohama. Sus funciones fueron primero como «Fan Table Coordinator» y luego como parte del equipo encargado de la Ceremonia de Premiación. Esta experiencia fue la culminación de sus sueños de infancia.

Ha contribuido esporádicamente con Tau Zero.

Actualmente es profesor de Biología en el Saint George´s College de Santiago, uno de los colegios más prestigiosos de Chile. Ejerció varios años como agrónomo y economista, pero ahora lleva una vida tranquila y agradable que le permite escribir.

Su esposa se llama Ximena y es profesora de primaria y su hija se llama Evelyn. Comparten sus vidas con tres gatos, un perro y una catita macho (pajarillo).

 


Este cuento se vincula temáticamente con AUTOCLONACIÓN REVERSA, de Guillermo Vidal, UNA MONEDA DE PLATA EN EL BOLSILLO DE LA NOCHE, de Yoss, MÁQUINA DE SANGRE, de Hugo Perrone, JULIETA, de Francisco Costantini y BORGEANO, de Daniel Vázquez y Alejandro Alonso

 

Axxón 201 – octubre de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Inteligencia Artificial : Realidad Virtual : Chile : Chileno).

2 Respuestas a “«Una en un Millón», Rodrigo Juri”
  1. […] Rodrigo. 2009. Una en un Millón. Revista […]

  2. […] leer el cuento mismo (que es una obra maestra de ciencia ficción chilena), pueden acceder desde Revista Axxón o desde El Sitio de Ciencia […]

  3.