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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de febrero 2010

MÉXICO

Si nos quedábamos juntos ninguno podría escapar. Éramos seis: el corpulento policía, un niño pelirrojo, la chica de pelo negro, un extraño tipo sin manos y una señora regordeta. Yo empuñaba un pesado pico y de todos modos parecía sólo cuestión de tiempo que ese maldito nos destripara como a los demás; le decían el asesino azul porque siempre escribía esa palabra en la pared, sin usar un solo clavo: esperaba a que la sangre coagulara y le sirviera de pegamento para hacer su tétrico graffiti con los intestinos de sus víctimas. Yo más bien lo habría llamado el asesino paciente o algo así, porque era obvio que lo que más disfrutaba era vernos defecar de terror mientras nos acechaba por días con un rifle de dardos somníferos.

Decidimos tratar de huir en parejas; si tomábamos distintas direcciones al menos algunos de nosotros sobreviviríamos. Habría preferido al niño, pero tuve mala suerte en el sorteo. El manco se quedó con la chica, el policía con el niño y yo tuve que resignarme con la gordita que se tapaba la cara y chillaba. Cada pareja salió por una puerta; correr y abandonar a la gorda fue lo primero que cruzó por mi cabeza, pero algo me obligó a tratar de protegerla unos minutos más, y luego otros más, hasta que no la dejé. Ahí íbamos, yo empuñando el pico y ella detrás de mí, con una roca en la mano.

Los patios del rastro estaban desiertos, con hierros oxidados y moscas; más allá de la barda que se suponía debíamos saltar, estaban el viento y el polvo. Me preguntaba cómo les estaría yendo a los demás. Si no había escuchado ningún grito aquel maldito no había atacado todavía, seguro pensaba bien su elección, probablemente seríamos nosotros dos. En cada esquina, en cada puerta que pasábamos, me parecía escuchar el zumbido de un dardo: me daría primero a mí y con calma cargaría otro mientras la señora se deshacía en gritos. Sí, seguro sucedería.

De pronto, en un rincón vi mi balón, ¡el mismo con el que jugaba en la primaria! Era absurdo que estuviera ahí. Fue entonces cuando me di cuenta: algo raro en el ambiente, pocos colores, ningún olor. Miré mi reloj y las manecillas giraban sin control, busqué un letrero y cuando lo encontré no podía leerlo, las letras cambiaban cada vez que trataba de terminar una palabra. ¡Claro! Exhalé aliviado mientras la realidad a mi alrededor perdía solidez. Un sueño; hacía mucho que no tenía una pesadilla, años quizá. Le sonreí a la señora a mi lado y dije adiós mientras todo se volvía borroso; su cara de desesperación fue lo último que vi mientras me despertaba.

Las tres de la mañana. Fui por un vaso de agua y al regresar a la cama pensé un poco en la pesadilla; una visita al psicólogo no me caería mal. Luego recordé lo mucho que me divertía con los sueños lúcidos desde que comencé a tenerlos, más o menos a los nueve años. Primero, sólo servían para despertarme y escapar de algún monstruo, pero cuando descubrí lo que se podía hacer, el parque de diversiones onírico se inauguró. Según crecía, pasé de tener los juguetes más lindos hasta conducir un Lamborghinni acompañado de Jennifer Connely. Recuerdo que algunas veces me comportaba bastante fantoche, les pedía a las personas de mi sueño que me rodearan; algunas hacían caso, luego les decía que no parpadearan porque iba a desaparecer; es decir, despertarme y dejarlos ahí, abría los ojos y miraba mi cuarto satisfecho; era mi broma favorita. Una vez me soñé bebiendo en un bar con dos maleantes, puse el vaso en la mesa y les dije que no existían, que yo los soñaba, que podía matarlos o simplemente desaparecerlos como burbujas. No se sorprendieron, bajaron la mirada como queriendo entender lo que pasaba y callaron. Supongo que debería reprocharme a mí mismo por no tener imaginación para mis personajes soñados. Años duró la diversión, después no sé qué pasó, quizá me aburrí del sexo con las playmates o se me olvidó cómo dominar el vuelo onírico; quizá mi subconsciente decidió reestablecer las fronteras y dejar al consciente en su lugar. Como fuera, así estaba bien.

Me acosté a dormir otro rato. El lunes estaba a unas cuantas horas y necesitaba todo el descanso posible. Acomodé la almohada, me giré a la derecha buscando esa posición que sólo se logra de vez en cuando si tu cuerpo no estorba mucho, y cuando la logré, la cara de la señora del sueño se dibujó en mi mente; estaba muy desesperada. Me volví a poner boca arriba.

Aunque fuera todo imaginario, me sentía un maldito cobarde dejándola ahí, a merced de un asesino que yo mismo inventé. Entonces recordé que algunas veces podía regresar a un sueño interrumpido, arreglar las cosas sólo para no sentirme tan mal. Era como contarle la historia de un fracaso a tus amigos, cambiándola aquí y allá para hacerla un poco más épica, menos humillante. Así lo hice, me concentré en recuperar el sueño y lo logré. Es como andar en bicicleta, se tiembla un poco, pero nunca se olvida.

—No se preocupe, señora —dije, empuñando el pico mientras la tomaba de la mano; podía jalarla y pasar volando la barda, pero ese maldito asesino azul merecía un escarmiento. Salí a un claro y comencé a gritarle. Pude sentir su mirada acechándome. Un dardo siseó en el aire y se me encajó justo debajo de la barbilla, me lo arranqué y busqué por la dirección donde había venido: ahí estaba, a unos diez metros, enfundado en un traje militar con todo y pasamontañas. De un brinco fui a dar frente a él, soltó el rifle y se quedó impávido, alcé el pico y se lo estrellé en la cabeza, le despedacé la cara. Pero se deshizo como si fuera de papel maché; usé las manos para terminar de desmembrarlo.

Me quedé un rato mirando los papelitos en el suelo y preguntándome por qué lo había soñado así, sin sesos volando por todos lados. Quizá no sé cómo se ve una cabeza deshecha por un pico, o quizá mi subconsciente estaba harto de las escenas gore. La señora y los otros se acercaron, sonreí con las manos en la cintura esperando esa admiración y agradecimiento que mis personajes soñados siempre me brindan cuando me porto heroico. ¿Qué onironauta no aprovecha la oportunidad de darle una pulidita a su ego?

Pero no me felicitaron, miraron los pedacitos del asesino unos segundos y luego voltearon hacia todos lados.

—¿A dónde se fue? —dijo el que no tenía manos.

—A ningún lado, lo maté. ¿Qué, no viste? Ésos son sus pedazos —respondí.

Él me hizo una mueca y negó con la cabeza.

—Echaste todo a perder, idiota —contestó empujándome a un lado con uno de sus muñones—. Mejor lárgate de aquí y déjanos hacer nuestro trabajo.

—¿Qué?

—Que te despiertes, no te necesitamos.

Comenzaron a hablar entre ellos, la señora gordita me observaba como decepcionada, de repente no parecía tan indefensa, una expresión juvenil y fuerte le había cambiado la cara; sentí entonces que había estado fingiendo ser una chillona. Me quedé confundido un rato, frustrado porque el sueño no le hacía comparsa a mis deseos, ninguno de mis personajes me había tratado así: me habían insultado, escupido, golpeado, pero nunca me habían hecho a un lado. Sin embargo, seguía a cargo, podría haber torcido el sueño hasta que ese manco petulante y los demás me idolatraran, hasta un romance con la chica pude haber tenido; en vez de eso, me acerqué a escuchar lo que decían.

—… esperemos un rato a ver si regresa —dijo el niño.

—No, este imbécil lo asustó bastante, seguro se despertó —contestó el manco que de pronto parecía ser el líder—. Va a tener que ser otra noche.

—¿Y si no sueña?

—Lo hará, en menos de una semana lo tendremos de regreso, el maldito fantasea mucho con sus crímenes después de cometerlos.

—Eso probablemente signifique un par de muertos más —terció la gordita un poco enojada.

—No podemos hacer nada al respecto.

—Yo voto igual que el petiso —habló el policía mientras su cara se transformaba en la de Robocop—. Hay que esperarlo.


Ilustración: Ferrán Clavero

—¿Y tú? —le preguntaron a la chica de cabello negro.

—Qué lindo sería que viniera, le haríamos un pastel. Quizá al soplar las velitas se le vea bien la cara. Hermoso, muy hermoso.

Todos pusieron cara de admirados y asintieron, como si en vez de incoherencias, ella hubiese enunciado una verdad fuera de toda duda. Solté una risita disimulada.

—Está bien, lo esperaremos dos minutos y si no regresa, despertamos —dijo el manco.

—¿Nos regresamos a donde estábamos?

—Sí.

—Está bien, ya oyeron a Maclovio —mandó el niño.

Cuando oí el nombrecito me costó trabajo mantenerme serio, en mi cabeza sonaba la cancioncita de aquel western: «el tunco… Maclovio… el tunco… Maclovio…», y aunque no me imaginaba cómo este manco podría desenfundar un revólver, hice cara de alivio porque semejante pistolero estuviera de nuestro lado.

 

En la mañana, en cambio, me reí bastante cantando «el tunco… Maclovio…» mientras me rasuraba, ya ni me acordaba de esa película. Felicité a mi subconsciente por inventar nuevas maneras de entretenerme y ponérmela más difícil. Ahora resultaba que aquellos cinco andaban tras la pista de un asesino, que de alguna manera se metían en su sueño para atraparlo o algo así. Traté de hacerme un auto-psicoanálisis, pero terminé preguntándome cómo podía ser el héroe en una situación tan complicada.

El lunes en la oficina ni me acordé del asesino azul, manejé por la ciudad bañada de sol y cláxones de la realidad; ni el martes ni el miércoles tuve sueños interesantes; creo que fue el jueves cuando me encontré de nuevo en el mismo rastro con aquellos cinco personajes. Estaban un poco desesperados, como actores antes de la tercera llamada, mirando por las ventanas mientras el tal Maclovio, sentado en el centro de la habitación, restregaba los muñones en una sucia mesa. Esta vez quise ser amable.

—¿Lo están esperando, verdad? —dije con tono de preocupación. No me contestó, decidí tratarlo como si de verdad fuera un onironauta. Sería un buen reto para mi subconsciente—. ¿Por qué te sueñas sin manos? —pregunté y no sonó ofensivo. Me miró a la cabeza antes de contestar:

—¿Tú por qué te sueñas sin pelo?

Me pasé la mano por el cuero cabelludo y efectivamente, estaba completamente calvo. Me costó trabajo recordar mi pelo. ¿Tenía o no tenía?

—¡Touché! —contesté con una sonrisa y me senté por ahí.

De nuevo se hizo el sorteo, de nuevo salimos la gordita y yo por un lado. Esta vez no hubo nada de fantochadas, me caí cuando me dio con el dardo y no hice nada mientras el asesino nos arrastraba y encadenaba a todos a la pared. Preparó sus herramientas y de vez en cuando se detenía para tocar obscenamente a la chica de pelo negro. Estábamos ahí colgados con los ojos cerrados, pero claro, en sueños uno ve todo de cualquier forma. Zanjó con cuidado al policía y le metió la mano buscando el intestino delgado, cuando lo encontró lo jaló despacio; él comenzó a gritar del supuesto dolor pero era mal actor, echaba unos berriditos y se estremecía como si lo estuvieran bañando con agua fría. No sé cómo el asesino no se daba cuenta del teatro. ¿O de verdad así gritan los destripados?

Esperó, cortó y pegó en la pared las letras A, luego la Z, la U y la L. Se tardó mucho. Entonces nos despertó para que viéramos su obra. Gritamos como en las películas y yo hice que me desmayaba para que no me ganara la risa. Entonces giró hacia mí, seguro notó que estaba actuando; me estremecí rogando para que se creyera mi desmayo. A veces puedes hacer que los otros te sigan la corriente sin importar lo absurdo de tu actuación. Tomó un cuchillo y se me acercó. Maldito sueño cruel, no iba a dejar que me destripara; al diablo con esta ridícula trama de héroes oníricos, si me ponía una mano encima iba a saber con quién se metía. Aún así aguanté la primera incisión, por curiosidad más que nada, se sintió frío pero sin dolor, como cuando te cortas con una navaja de afeitar: agradecí que eso fuera lo más cercano a una puñalada que mi subconsciente me hiciera sentir.

Siguió cortando y aguanté, era casi cómodo tener el estómago tan relajado, como cuando te desabrochas el pantalón después de una buena comida. Sin embargo, llegó un momento en que todo eso era insoportablemente humillante. ¿Qué, no era yo el dios de mis propios sueños? ¿Qué hacía ahí aguantando los caprichos de este enfermo? Zafé una mano y traté de tomarlo del cuello. El asesino retrocedió y corrió por su rifle. Cuando me dio la espalda, aspiré llenando mis pulmones de fuego que le escupiría en cuanto girara; volteé a ver a mis camaradas para anunciarles mi acto pero todos lo desaprobaban. El manco metió su voz en mi cabeza:

—No seas estúpido. Tu pesadilla es su sueño. Déjalo así o escapará de nuevo —me dijo.

Sin embargo, ya tenía zafada una mano y el pecho lleno de fuego, algo tenía que hacer con eso. El asesino ya estaba de frente apuntándome con el rifle. ¿Tostarlo o hacerles caso a ellos?

Entonces imaginé una mesita con una taza de chocolate caliente, el mismo que me hacía mi abuelita. Aunque sabía dónde estaba, pretendí buscar un arma de defensa. Él pareció burlarse de mis posibilidades, incluso bajó el rifle para comenzar a reírse. Al encontrar la taza, en vez de lanzársela, di un sorbo, eso le hizo soltar una carcajada. El líquido apagó el fuego que ya estaba quemando la garganta. Solucionado eso, mientras él continuaba riéndose, empiné el resto de la taza. Pero esta vez, no lo tragué, le escupí todo el chocolate a la cara. Entonces dejó de reír, enojado, alzó el rifle y me disparó varias veces para descargar su coraje; me hice el muerto.

Trató de limpiarse con una toalla y en la desesperación tuvo que quitarse el pasamontañas. Entonces lo vimos: era un tipo cualquiera, nariz chueca y ojos saltones, como de unos treinta y cinco; aunque, cuando estuvo más o menos limpio, se veía tan ansioso por vengarse que comenzó a rejuvenecer; parecía un niño frente a un regalo de Navidad.

Había perdido la meticulosidad, me cortó con saña. La cara quedó bañada de rojo y me pareció curioso que mi saliva y el chocolate le dieran más asco que toda esa sangre. Aguanté, pintó otras cuatro letras con mis entrañas; esta vez la paciencia no estaba de su lado. La «u» no parecía quedarle bien, se despegaba y parecía una L. Comenzó a desesperarse y creo que ya no le gustó su sueño porque despertó, simplemente desapareció tronando como una burbuja.

—Ya despertó —escuché a mi lado.

Me desamarré y los otros ya se habían soltado, menos la gordita que parecía estar muy cómoda ahí en su playita, ordenando una piña colada. Sonreían como equipo que acaba de anotar.

—¿Le vieron bien la cara? —dijo el manco.

—Sí.

—Rejuveneció un poco, pero de seguro es él —agregó el niño pelirrojo.

—¿Cómo estás, Murphy? —preguntó al policía. Éste levantó el pulgar, se cerró el estómago como si nada.

—¿Y tú, pelón? —me preguntaron. Levanté dos pulgares y cerré mi estómago también.

—¡Qué bien! Chocolatito para la acidez estomacal —dijo la de pelo negro, sonaba muy elocuente y ahora parecía felicitarme—. Yo le puedo cocinar unos hot cakes si se porta bien. Hermoso, miren qué hermoso.

—Bien, pues a despertarse y dibújenlo en cuanto se acuerden —cerró el manco.

Uno a uno todos fueron desapareciendo, fruncían el seño como si se esforzaran en recordar quiénes eran o dónde dormían. Al final quedamos Maclovio y yo.

—Entonces… ¿ya lo tenemos? —le pregunté con muchas ganas de unas palmadas en la espalda y que me diera la bienvenida a los detectives oníricos.

—Sí, buen trabajo, pelón. ¿Me permites? Tengo que llamarme… ya sabes.

En los sueños, se dicen las cosas a medias porque la otra mitad es generalmente obvia. El tal Maclovio tenía que soñar que hacía una llamada a su propio buzón de voz para, una vez despierto, acordarse de lo que había pasado en el sueño. Le di la espalda para que la hiciera, cuando lo escuché tecleando el teléfono, la curiosidad pudo más que mi cortesía. Lo vi sosteniendo su Nokia con un par de manos nuevas, tenía las uñas largas y pintadas. Me crucé de brazos ansioso por que terminara de grabar su mensaje, cuando lo hizo, giró hacia mí con buen talante, como dispuesto a soportar la burla de un nuevo camarada.

—¿Y bien? —dije, señalándole su manicure —, eso sí merece una buena explicación, Vaquero.

—Algún día —me contestó sonriendo.

—Eso del teléfono parece buena idea. —En realidad me sonaba ridículo; pero yo y el soñado ése ya éramos colegas.

—Pues inténtalo —me invitó con un dejo de reto.

Busqué mi teléfono en los bolsillos; no encontré nada.

—Eh… creo que lo olvidé en el buró —dije sintiéndome tonto.

—Usa el mío —me lo extendió e intenté marcar; los números cambiaban de forma y la pantalla mostraba no sé qué dibujos raros, además, ni siquiera me acordaba del número—. A ver, yo lo marco —me dijo cuando vio que no podía.

Le dicté un número al azar, uno largo e importante para impresionarlo y lo tecleó sin problemas. Por alguna razón se hizo el simpático grabando un mensaje él mismo. Se lo secreteó al teléfono tapándolo con la mano. No me molesté, después de todo lo merecía por haberle inventado el número. Luego hizo seña de que nos fuéramos y así lo hicimos, cada quien fue a soñar con otras cosas o a despertar para tomar un vaso de agua donde quiera que estuviera nuestro refrigerador.

 

El viernes venía manejando, feliz de ver que se acercaba el fin de semana e inconsciente de mi sueño. En una frenada derramé un poco de coca-cola y las gotas pardas como sangre vieja me hicieron recordar. ¡Je! Lo del vaquero homosexual no me daba buena espina, pero más que mi hombría, me preocupó mi salud mental cuando me pregunté seriamente si todo aquello había sido real.

—¡Qué estupidez! —dije en voz alta y seguí manejando. Ya en la oficina, varios compañeros parecían estar muy entretenidos frente a la PC de Rodríguez, tomé mi café y fui a enterarme del chisme, leían los titulares policíacos.

—… sí, es ése que te digo. ¡Lo agarraron! —decía, golpeando la pantalla con el índice y al momento que les leía—: Esteban Alpuche, alias el Príncipe Azul, el asesino serial finalmente ha sido capturado esta madrugada gracias a los retratos hablados de cinco informantes anónimos.

Me retiré despacio de ahí, tomé mi celular e hice una cita con el psicólogo para el martes. Al colgar noté que el buzón de voz tenía un mensaje. No conocía el teléfono; de todos modos lo escuché. Primero pensé que era un número equivocado; alguien susurraba como dormido no sé qué. Luego reconocí la voz, era la del tal Maclovio, que en ese tonito bajo concluía:

—… y felicidades, pelón, ya eres parte del equipo.

 

 

Julio Ortiz Manzo es un escritor mexicano, nacido en Guadalajara, Jalisco, en 1971. Actualmente radica en La Paz, Baja California Sur. Ha publicado: Eritroficción (cuentos, Instituto Sudcaliforniano de Cultura 2009).

 


Este cuento se vincula temáticamente con SUEÑO INDUCIDO, de Guillermo Lavín, EL SECRETO DE MORFEO, de Víctor A. Coviello, SUEÑOS Y SONRISAS, de Daniel Avechuco Cabrera, GUARDIANES DE UN DIOS IGNOTO, de Raúl Alejandro López Nevado

 

Axxón 205 – febrero de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Sueños : Crimen : México : Mexicano).