Revista Axxón » «La niña de Shambala», Marcos Padrón Cottet - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

La niña azotada por la pequeña vida que tuvo, se escapó de su casa, de las torturas mentales.

Salió corriendo con rumbo conocido, las montañas de Shambala, que tanto había escuchado nombrar en sus sueños.

La nieve enfrió su cuerpo pero no descansó ni un trazo. Se alejaba de una oscuridad que corroía su alma.

A medio camino, y después de varios días sin dormir, se escondió en una cueva, donde un oso parecía dormir.

—Yo también estuve caminando a Shambala —le dijo el oso—. Pero una tormenta me trajo aquí, desistí y morí. Renací como oso, pero tengo miedo de volver a caminar. Niña, yo te daré calor, y podrás seguir en la mañana.

Así lo hizo, se despidió del oso, regalándole una parte de su pequeño tesoro: un pañuelo que su madre le había tejido antes de morir. Se lo ató en una pata para que no lo perdiera.

Descansada, trepó las cumbres empinadas. Las manos callosas dejaban paso a la sangre.

Casi cayó varias veces, y en muchas oportunidades vio cómo una cabra la espiaba.

Llegó a una piedra blanca, y allí estaba la cabra esperándola.

—Esta es mi tierra —dijo la cabra con tono altanero—, dime por qué molestas a mis piedras.

La niña le habló sobre su huida y su camino hacia el Shambala.

—Una vez, mi padre y yo queríamos llegar a ese lugar, para salvar a mi hermana de una terrible enfermedad —dijo la cabra—, él murió resbalándose por esta montaña, y yo, por estar atado a él, también caí. Te diré por donde trepar, para no caer en desgracia.

Días y días la cabra la miró en la lejanía. Cada tanto, se acercaba para decirle por dónde seguir.

Es así que pudo retar a la montaña y llegar a la cima, donde la esperaba una llanura.

De su bolso sacó una bufanda, la ató al cuello de la cabra y se despidió.

Después de mucho caminar, encontró un río y llenó su cantimplora vacía. En eso, un babuino se adelantó, quitándole la cantimplora.

—¡Quién te ha dado permiso o excusa para tomar de mi agua! ¡Dime rápido o me desvaneceré en la lejanía, y no volverás a ver esta cantimplora!

La niña le contó titubeante su travesía, y el mono aceptó la disculpa.

—Yo buscaba redención yendo a ese lugar, era un ladrón que mató por oro, pero morí debajo de ese árbol de cansancio y de sed. Te traeré frutas para que no desfallezcas.

El mono se alejó y al rato trajo frutas de un lugar desconocido para ella.

Comió y bebió, no demasiado para no ser descortés; y como regalo, le dio al mono un anillo de oro, para que recordara viejos tiempos y reanudara su camino hacia la redención.

Llegó a las puertas de un gran castillo rojo y dorado. Tocó y esperó. Dos días pasaron, y la lluvia llegó. Un búho pasó sin querer y la vio. Bajó y preguntó por qué alguien vivo quería entrar al Paraíso. Ella no entendía de qué hablaba.

—Estas son las puertas del Paraíso, sólo los muertos pueden entrar y descansar de la vida. Es un sueño de las almas, para renacer cuando es debido. ¿Por qué alguien con aliento para derrochar quiere entrar a un lugar así?

Ella le explicó que estaba en camino hacia Shambala, no hacia el Paraíso.

—Entonces da la vuelta, porque aquí no es, rodea hasta llegar a un puente y sigue derecho. No importa si tomas derecha o izquierda, da lo mismo.

La niña le dio las gracias al búho y le dio la envoltura del único chocolate que había probado en su vida.

—Y un último consejo: si alguien sale de allí, no aceptes entrar, los Ángeles siempre están dispuestos a que los humanos ingresen en su casa. Mientras renacemos nunca podremos llegar a ser como ellos. Nos estancan. Yo fui un ángel una vez, pero me convertí en búho para liberarme y ayudar a quienes caminan por estos lugares, las almas que entran al Paraíso necesitan saber que fallaron. No es bueno volver una y otra vez a ese lugar.

La niña se despidió del búho que una vez fue Ángel entre Ángeles, y caminó por un costado.

En ese momento, un ángel abrió la puerta y el búho le dijo:

—No esta vez, ella es más inteligente, no caerá en su trampa. Su alma es fuerte si llegó hasta aquí, podrá llegar al Nirvana si realmente lo desea.

Así recorrió toda la pared hasta llegar a un inmenso puente de madera, que custodiaban dos esfinges.

—Nadie entra sin haber sido sabio en vida.

—Nadie entra sin haber respondido una pregunta.

—Nadie entra sin haber calmado su espíritu.

La niña respondió que ella no sabía si había sido sabia, ni si su espíritu estaba calmado. Pero ella cruzaría aún sin saberlo, porque deseaba llegar al Shambala.

Las esfinges le preguntaron:

—¿Por qué no temes?

—Porque, si no cruzo, no habré vivido en realidad. Y todo habrá sido un preludio a la nada.

Y cruzó. Las esfinges ya habían hecho su pregunta y no podían hacer otra. La curiosidad las había llevado a preguntar sin pensar. La niña cruzó el puente y llegó al otro lado sin saber si era sabia y si su espíritu estaba en calma. Y dejó a las dos esfinges milenarias pensando si de verdad sólo podían cruzar el puente los sabios de alma tranquila.

Cuando llegó a un vasto mar, de olas revoltosas, pensó cómo podía cruzarlo. Trató nadando, pero la marea la devolvía una y otra vez.

Recorrió la orilla buscando un bote, una rama o algún alma que la ayudara.

Sin embargo sólo encontró arena húmeda debajo de sus pies. En la noche, la despertó un zumbido casi electrónico. Era un murciélago que le preguntó:

—¿Qué haces durmiendo en el mar?

La niña le explicó que quería cruzarlo, mas no sabía cómo.

—Debes construir un bote —dijo el murciélago—. Yo te enseñaré: antes de ser este animalejo, era un gran navegante de estas aguas, pescaba leviatanes y serpientes de mar, pero un día me levanté siendo este pobre ser sin fuerza, que sólo come insectos. Será mi castigo por matar entes monstruosos que no hacían ningún mal a nadie. Sólo buscaba la gloria en el mar. En la noche te diré cómo cortar la leña cercana. Pero tendrás que caminar hacia el bosque y mi vieja cabaña.

Entonces la niña siguió los chillidos del murciélago, adentrándose en un bosque de antiguos y quejumbrosos pinos. Las astillas no penetraban su ropa, por suerte.

En eso llegó al hogar de murciélago. Entró, y lo primero que hizo fue dirigirse a la cama.

—¡No! A la noche vivirás, de día dormirás, si no, no podrás construir tu barca.

Así fue que en seis meses, poco a poco, noche tras noche, juntando madera y usando partes de la antigua barca del marinero, construyó un pequeño bote.

Era de noche, y la Luna centelleaba en el cielo. La niña trató de regalarle un pedazo de cadena de oro al murciélago, pero él la rechazó.

—Si quieres darme las gracias, déjame ir contigo. Yo debo morir en el mar, no en la tierra.

Entonces los dos entraron al mar lleno de grandes seres.

El marinero sabía que si uno se adentra por la noche en el mar, ésta sería eterna. El sol no aparece. Y sí los monstruos.

A lo lejos, vieron asomarse un lomo puntiagudo. El marino buscaba la gloria a pesar de su pequeño tamaño.

Salió el Leviatán, el más grande que habían visto en sus vidas. La niña, aterrada, no hizo ningún movimiento.

—Niña, no tengo nada contra ti. Tú eres pura y puedes navegar mis tierras. Yo, el Rey del Mar, te lo aseguro. Mas no tu compañero, asesino de nuestra raza, raza nacida hace eones.

—Yo lucharé contra ti, Gran Rey Monstruo, y moriré con gloria.

En ese instante el marino volvió a su forma humana. Desnudo y con furia, luchó contra el gigante, se hundieron en lo profundo del mar, sin que ninguno ganara o perdiera, y se convirtieron en mito.


Ilustración: SBA

La niña, escoltada por sirenas que le cantaban cuando dormía y por serpientes de mar interminables que contaban sobre reinos antiguos, llegó a la costa. Le regaló a cada uno lo que podía y se quedó sólo con su bolso vacío.

Se despidió, caminó hacia la llanura, y vio un camino casi imperceptible.

Recorrerlo fue fácil, el cielo era majestuoso y el sol no golpeaba. La noche le entregaba brisas refrescantes, y lluvias para su sed. No se cruzó con nadie, ningún ángel, ser, animal o topo. Después de una larga caminata, el camino se dividía en dos. No quiso dejarlo a la suerte, así que esperó en un manzano cercano, por si venía alguien a quien preguntarle.

Esperó un mes al abrigo del árbol. Y en eso un hombre de plata, con pasos resonantes, apareció por el camino.

—¿Qué quieres, niña? —le dijo al verla.

—¡Ah! ¡El camino hacia Shambala! Pues no debes tomar el recorrido de donde yo provengo, sino el otro. Caso contrario llegarás a otras tierras donde no hay humanos, sólo almas que aún no quisieron bajar a la tierra. Yo soy una de ellas, pero me he llenado de valor porque quiero entrar en el Shambala, aunque tarde miles de milenios. Es cómico cómo, estando tan cerca de ese lugar, sin embargo somos los que estamos más alejados. No tendrías que haber esperado a que alguien pasara, tuviste suerte de no esperar un par de cientos de años. Si fueras astuta, le hubieras preguntado al manzano. Dale las gracias por haberte cuidado antes de irte.

La niña, le dio las gracias por su ayuda, y le entregó su bolso vacío, apenándose por no tener otra cosa de valor.

—Esto es de mucho valor para mí, mi vida está empezando y este bolso lo llenaré con lo que me toque en el universo. Suerte con tu viaje, niña caminante.

Antes de retomar su viaje, la niña le dio las gracias al árbol y le pidió disculpas por no haberle preguntado antes cuál era el camino.

El manzano aceptó sus disculpas:

—No eres la única ni la última. Estuve callado tanto tiempo que los seres se olvidaron de que hablo. Hasta yo me olvidé de saludar cuando venías.

La niña siguió por el camino indicado, y al final, el camino se cortaba abruptamente. Una sombra tapaba la luz del sol.

Y dijo:

—He aquí el Shambala, la soledad de convertirse en dios y conocer el misterio. Si debía ser así, dejé mis pertenencias y mis amigos. Sólo me queda el deseo de perdurar. ¿Debería dejarlo también? No hay más deseo, entonces, sólo la nada de la verdad. No más alma, sólo mi mente infinita llenando todo el espacio vacío. El universo me crea y yo lo mato y lo hago renacer. ¡Shambala abre las puertas a quien quiere entrar!

Y ella ascendió, comprendió y existió. Porque todo lo anterior era sólo un preludio para la verdadera existencia.

 

Marcos Padrón Cottet nació en 1986 en Wilde, Avellaneda, Buenos Aires. Estudia Ingeniería en la UBA. Nos dice: «Siempre tuve historias en mi cabeza, pero nunca me tomé en serio publicar o difundir, aún me falta, pero voy a llegar, tengo varios cuentos escritos que nunca han sido leídos y otros que sí».

 


Este cuento se vincula temáticamente con LA PEQUEÑA DIOSA, de Ian McDonald, OCÉANO, Eduardo J. Carletti, ALBERGUE TRANSITORIO, Néstor Darío Figueiras

 

Axxón 206 – marzo de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Religión : Lugares Fantásticos : Viaje : Argentina : Argentino).