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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Argentina

1

 

Cagado de hambre, sin laburo desde hacía tres meses, me sentía muy raro entre aquellos fenómenos. Nadie hablaba, como si cada uno estuviese concentrado en lo que iba a mostrar.

—¡Eh, vos!~—chilló una enana, señalándome—. Pasá por acá, haceme el favor.

Y me hizo entrar en un carromato desvencijado. El interior estaba bastante oscuro. Había un gordo gigantesco sentado en el fondo, en musculosa.

—¿Y usted qué sabe hacer? —me preguntó, con asco—. ¿Habla por el orto? ¿Saca conejos?

—¡Apurando, querido! —dijo algo parecido a una mujer saliendo de la sombra—. ¡Mirá que en la cola hay como cuarenta!

—No soy mago ni ventrílocuo —le dije al tipo—. Sencillamente me crece el dedo índice. Sin parar. Crece y crece —y, no sin cierto orgullo, levanté la mano para que pudiera examinarlo.

Abrió un cajón y sacó un par de anteojos. Usándolos de lupa procedió a verificar mi rareza. Se lo notaba muy intrigado.

—¿Qué es? ¿De plástico?—preguntó el gorila, sin acercarse demasiado.

—No, señor —murmuré. Y pronto se me ocurrió una idea humillante—. ¿Quiere tocar?

En ese momento, delante mismo del mono, se produjo el crecimiento. Pude distinguir cómo la huella dactilar —un mapa desvaído, de contornos deformados— se estiraba por el esfuerzo.

El tipo abrió tanto los ojos que pensé que se le volarían de las órbitas. Después llamó a todo el mundo a los gritos para que lo vieran.

Casi inmediatamente empezaron a llegar. Parecían salidos de una función. Los primeros en presentarse fueron tres payasos, atrás venía una gorda con pinta de adivina; y, como si fuera poco, la ecuyere entró en aquella barraca inmunda con caballo y todo. En pocos minutos éramos tantos que no se podía respirar. Avanzaban hacia mí como espectros. Pensé que realmente eran personajes de ultratumba. Apestaban.

—Muéstreles —me ordenó el gigante, señalando a aquellos fenómenos.

—No puedo —dije—. Me crece una sola vez por semana. Y cuando él quiere: yo no puedo manejarlo. Tiene sus horarios, ¿sabe?


Ilustración: Pedro Belushi

El tipo amagó a venírseme encima. Creí que me aplastaría, así que me zambullí entre los artistas y corrí hacia la puerta. Volé por el pasillo y choqué contra una mujer, que cayó despatarrada. Al ayudarla a levantarse, descubrí que era Miss Clarisse, mi última manager. Me sentí tan sorprendido que no atiné a preguntarle qué estaba haciendo en un lugar como ése. De todas maneras nuestra comunicación no era gran cosa: jamás me había conseguido un concierto que valiese la pena; y, como dije, yo iba para tres meses sin pisar un escenario. Ni siquiera tocaba ya en esos piringundines que Miss Clarisse me había conseguido de lástima, así no le perdía la mano al teclado. Parecía que mi anormalidad era lo único importante para ella. Tenía un socio la Miss, un tal Javier, un pobre inválido que la ayudaba con el teléfono.

—¿Por qué tan apurado, pelotudo? —dijo Miss Clarisse, frotándose la cadera.

—He venido a buscar… Mejor déjelo, Miss —dije—. A usted no le interesaría.

—¡Dale, Astu! ¿Cómo va ese dedo? —sonrió, sacudiéndose el polvo, y volaron virutas del circo—. ¿Sigue como la nariz de Pinocho? ¿Por qué no me lo mostrás de nuevo? A ver… —y trató de agarrarme la muñeca.

—No me llamo Astu —dije, metiéndome la mano en el bolsillo—. Ni Astu ni Pelotudo. ¿Cuántas veces voy a tener que repetírselo? Mi nombre es Astudillo, Rodolfo Astud…

—Sí, ya sé. Y sos un pianista de la gran puta. Cortala con esa sanata, Malcuzynski.

En su presencia yo no me atrevía a sacar la mano. Además, me reventaba que no me llamara por mi nombre.

—Vamos, che —dijo la Miss—, no te me hagás el estrecho. Mostrámelo y listo.

No sabía qué me estaba sucediendo, pero no tenía ni miedo ni bronca. Había algo nuevo en Miss Clarisse, en su manera de mirarme… Me hacía sentir fuera de la escena, como si todo eso le ocurriera a otro. Entonces, ella agarró mi brazo, sacó la mano del bolsillo y observó.

—Yo puedo ayudarte, corazón —susurró, mirándome a los ojos, sin soltarme.

Y empezó a acariciar mi dedo. Y luego lo apoyó en su cintura.

Aparté la vista. En mi deleite, por un momento sentí que mi dedo se multiplicaba, transformándose en tentáculos de pulpo: sin tacto.

La Miss separó mi mano de su cuerpo y me empujó con suavidad hacia la calle. Demasiado abatido para reaccionar, permití que hiciera de mí lo que se le antojase. Atrás dejábamos el circo y sus fenómenos.

Entonces me sobrevino una somnolencia, una laxitud de muerte.

Y me dejé llevar.

 

2

 

Un vago recuerdo: el traqueteo de un tren.

 

3

 

Caminamos mucho, hasta que fue noche cerrada. El espacio entero era un bloque de oscuridad por el que nos abríamos paso. A veces distinguía el ladrido de un perro, a la distancia. Hacía frío, las almas humanas permanecían recluidas en sus cuevas. Las viviendas, rodeadas de árboles que las protegían del viento, no eran más que eso: cavernas labradas en la negrura.

De golpe dimos con una casa arrumbada, lúgubre: la misma madriguera que habito ahora, mientras escribo esto. Recuerdo el portón corroído por la lluvia, los vidrios rotos de las ventanas, los yuyos que aún crecen entre las grietas. Es como si el azar me hubiese traído aquí, pensé en ese momento. Pero cuando Miss Clarisse sacó la llave, supe que nuestro recorrido no había sido casual.

Empezó a decirme algo que apenas alcancé a oír. Quería entrar de una buena vez en esa casa; exhausto, supuse que podría descansar. Ella metió la llave en la cerradura pero no abrió. Actuó de una manera muy curiosa: dejó la llave en el portón y tomó mi cara entre sus manos, obligándome a que la mirase a los ojos.

—Cuando desperté aquella mañana —me dijo—, creí que era un día como todos, una mañana cualquiera. Casi me había olvidado de la pesadilla.

¿De qué estaba hablando? ¿A qué mañana se refería? Me sentía extraño ante esta nueva y misteriosa Miss Clarisse. Una mujer muy distinta a la que había sido mi representante.

—La pesadilla… —siguió diciéndome (ahora me había soltado la cara pero yo no podía dejar de mirarla)—. La pesadilla estaba ahí, en el mismo sitio. Tanto estaba, que incluso sentía su movimiento debajo de mi ropa. Y me desnudé, como si no pudiera terminar de convencerme a mí misma.

Supuse que tendría encima una línea de más. Una vez que terminó de desvariar, giró la llave en la cerradura, y entramos por fin. Era evidente que Miss Clarisse se traía algo entre manos. Algo importante, aunque yo no podía dilucidar qué.

Bajé la guardia al ver que no había nadie. En algún lugar ardía una vela o lámpara de querosén. El ambiente hedía a harapos de ciruja.

Miss Clarisse. Miss Clarisse frente a mí, en la penumbra. La miré sin entender: lentamente había comenzado a desabrocharse los botones de la camisa. Después, llevando las manos hacia atrás, hizo un torpe movimiento para desprenderse la pollera. La prenda resbaló por sus piernas hasta el piso…

Y Miss Clarisse, de la cintura para abajo, quedó en bombacha y portaligas. Al mismo tiempo, la camisa se abrió y dejó ante mis ojos el espectáculo más fascinante que vi en mi vida.

—Ahora, pichón —dijo, mientras volvía a cubrirse aquello—, acompañame.

Yo la seguí, hipnotizado, hasta la otra habitación. Lo que acababa de mostrarme era espantoso. No podía apartar de mi mente la visión de esas prolongaciones ciliadas, esos tentáculos palpitantes que se proyectaban desde su vientre como intestinos vivos.

Entramos.

Nos quedamos parados cerca de la salida.

La luz era aún más débil, pero mis ojos se habían acostumbrado. Alrededor de una mesa había tres siluetas, una mujer con dos hombres. A uno de ellos lo reconocí enseguida: Javier, el socio de Miss Clarisse. Lo saludé con un gesto, no me atreví a abrir la boca. A los otros no alcanzaba a distinguirlos del todo, pero sí me di cuenta de que ninguno dejaba de mirarme. ¿Por qué nadie prendía la luz?

Como si me hubiese leído la mente, Miss Clarisse pulsó una tecla en la pared. La luz tenue, mortecina, era peor que la penumbra. Evidenciaba una realidad despiadada, casi inhumana.

—Éste es Astu —dijo Miss Clarisse, señalándome—. O Rudolf. O como quieran llamarlo. Es el pianista del que les hablé. Un genio.

—Rodolfo Astudillo —corregí, y avancé un poco hacia ellos.

Javier giró hacia mí y se sacó en silencio los zapatones de payaso. No usaba medias. Liberó dos carretes de piel que se fueron desenrollando desde el empeine, gruesas y membranosas serpentinas de carne. Entonces, primero una, luego la otra, elongadísimas patas de rana se desplegaron sobre el piso. Noté algún orgullo en su mirada. Con maña volvió a guardarlas, sin esfuerzo aparente.

Otro de los que ocupaban la mesa junto a Javier era un enano, casi diminuto. Lo descubrí más pequeño de lo que yo había supuesto: estaba parado sobre un banquito. Y sus pies… tenía cuatro (o, al menos, cuatro llegué a contarle). Dos de ellos ocupaban el lugar de las manos, apuntando hacia abajo.

La otra persona era una mujer con facciones negroides, aunque de una tez que se adivinaba clara. Resollaba en la penumbra, y por un momento tuve la impresión de que los ojos le brillaban como a los gatos o las serpientes de las películas. Dio vuelta la cara y me mostró su perfil oculto: una masa mutilada como por feroces mordeduras.

—Por favor —me dijo Javier, corriéndose para hacernos lugar—, póngase cómodo. Tenemos mucho para contarle.

—Yo —dijo inmediatamente el tipo minúsculo, que, en contraste con el tamaño de sus manos-pies, parecía aún más insignificante—, yo soy el Chino. Bienvenido a mi casa —hizo un movimiento con la cabeza para ofrecerme una silla.

Miss Clarisse sirvió té. No pude dejar de pensar en aquellas hirvientes anguilas que escondía debajo de la ropa.

Se sentó a mi lado, y confieso que me aparté de manera instintiva.

—No estoy muy seguro de cuándo empezó —dijo el Chino—, pero aún extraño mis manos —levantó los brazos para mostrarme. Sus músculos no tenían la fuerza necesaria para sostener su anomalía—. Yo soy (o era) orfebre de profesión. Estaba creando una pulsera con esmeraldas engarzadas, cuando sentí un tirón en las muñecas. La mutación fue rápida, constante, indolora. El total de la transformación no duró más de diez días. Los dedos se me encogieron y alinearon, y las palmas crecieron hasta que todo el conjunto fue el calco perfecto de mis pies —se detuvo para beber: estiró la cabeza hacia un vaso, tomó un sorbete con los dedos de uno de sus pies-manos y, simiesco, se lo acercó a la boca. Le sospeché las uñas afiladas, relucientes—. Como todos saben —siguió—, desde que se desencadenó mi alteración no he salido de esta casa.

Hubo una breve pausa.

Miss Clarisse preguntó si alguien quería más té. Y se sirvió. Uno de los tentáculos de su vientre se escapó de entre su ropa y se introdujo en la taza: bebió de ella. Miss Clarisse lo dejó hacer; y luego, con gesto impúdico, lo guardó bajo su camisa. Pasaron por mi mente disparatadas imágenes obscenas.

¿Qué me estaba sucediendo con esa mujer? De golpe la deseé con furia, con desesperación. Miss Clarisse y sus tentáculos, sus falos prolongándose en la noche… ¿Quién sabe cuánto llegarían a crecer? La imaginé procurándose placer con ellos, la vi regocijarse con aquellos apéndices impíos.

—Yo —dijo de repente Javier, sacándome de mi alucinación— le había encargado a una joyería de renombre una tiara para mi madre. Cuando fui a retirarla me dijeron que el artesano había enfermado. Pasó el tiempo, hasta que un día decidí venir a verlo. Sin avergonzarse, el Chino me mostró sus transfiguradas manos. Fue en esta misma habitación, en esta misma mesa. Recuerdo que experimenté una sensación de alivio. En la trastienda y, sin dejar de mirarlo a los ojos, hechizado, comencé a descalzarme. Entre nosotros no hicieron falta palabras.

Javier dejó de hablar. Sólo se escuchaban los ásperos resuellos de la desfigurada.

—¡Dale, Javier! —se entusiasmó el Chino—. Contale a Rudolf el resto de tu historia. Pero toda, ¿eh?

—Te escapaste del hospital, supongo —me atreví a intervenir.

Todos me miraron con atención, con recelo, quizás.

—¿Hospital?

—¿Médicos?

—Decime, Astu… —dijo el Chino—. ¿Vos fuiste a algún especialista?

—Ni se me cruzó por la cabeza.

—A nosotros tampoco. Además, teniendo a estos hermanos —señaló con sus abortados dedos a la banda que rodeaba la mesa—, ¿quién necesita de un médico?

—Tenés razón —dije. Y me quedé fascinado: recién ahora, al estar entre ellos, se me ocurría pensar en los médicos, justamente cuando ya no los necesitaba.

—Me había pasado la infancia preparándome —continuó Javier—, desde muy chica asistí a las mejores academias de danza.

—¿Desde muy chica? —pregunté casi por instinto, pero Javier me impuso silencio con un gesto.

—Y así, lo logré —siguió diciendo—, me convertí en bailarina clásica. Y entonces, cuando estaba en el mejor momento de mi carrera, sucedió lo que tenía que suceder. Regresaba de una gira por Latinoamérica y estaba muy apurada porque debía volver a mi programa de televisión. Llegué al canal con los minutos justos para el maquillaje. Una vez en mi camarín, sentí un dolor punzante en los dedos de los pies, como si ya no cupieran en los zapatos. Pensé que era cansancio, había caminado toda la mañana. Y otra vez el dolor, ahora más fuerte. Más y más fuerte, insoportable. Entonces fui al baño. No bien me senté sobre la tapa del inodoro, me quité los zapatos.

El Chino alargó uno de sus pies-manos hacia Javier, y entrelazó sus dedos mochos con los de su amigo, que siguió diciendo:

—Mis pies se habían estrechado aún más. Y, con el tiempo, los huesos se fueron pulverizando dentro de la carne mientras los dedos se retraían. Las uñas se desprendían de la piel: muertas, quedaban desperdigadas en el dormitorio, sobre el piso del baño. Una mañana intenté levantarme, pero mis pies ya no me sostenían —apretó la mano del Chino, y en ese ademán descubrí un vestigio de su antigua condición de mujer—. Él me invitó a vivir en esta casa.

—Al principio nos cuidábamos del SIDA —se disculpó el Chino, ruborizado—. Ya no, hace rato que somos una pareja estable.

—Al poco tiempo conocí a María Clara —Javier extendió la mano libre hacia «Miss Clarisse» y noté la rudeza de su gesto.

—Ahora dejame a mí —le sonrió ella—. Yo nací en un circo.

Esa sonrisa… esa incomparable sonrisa. Ella no podía llamarse, simplemente, «María Clara». Para mí, ella era y seguiría siendo Miss Clarisse. Pero ya no aquella fría y lejana Miss Clarisse, sino una inimaginable, inédita: la que se había desnudado ante mis ojos.

—Mi padre —dijo— era trapecista; mi madre, domadora, la mejor del mundo. Me enseñaron desde muy chica a manejar mi cuerpo. Así, me convertí en contorsionista. ¡Llegué a meterme en un cubo de vidrio de cuarenta y ocho centímetros de lado! Después el circo se incendió y perdí todo —tragó saliva—: a mi familia, a mis amigos…

—¿Y al cubo también? —acotó el Chino.

—Al cubo también, estúpido —dijo la Miss, pero sin rencor—. El caso es que, un mes más tarde, me contrató Romay para «Fenomenolandia», un programa de cuarta en el que yo la iba de vedette. Ya me estaba acostumbrando a vivir como una reina, cuando descubrí la primera prolongación: una protuberancia aguzada que nacía debajo del ombligo. Había sucedido mientras dormía. A la noche siguiente apareció otra, y después otra, hasta que un buen día comenzaron a moverse. Pensé en mostrárselas a Romay: por aquella época, Canal 9 estaba poniendo al aire un ciclo de programas con Narciso Ibáñez Menta, el rey del terror por la tele. En mi optimismo, supuse que les interesaría la deformidad. Pero mi cintura se volvió rígida y ya no pude trabajar.

—Nos conocimos en el canal —interrumpió Javier, y dirigió una mirada a la Miss sin dejar de jugar con los deditos del Chino—. Los dos estábamos esperando: María Clara, para rogarle a la gente de Romay que no la dejara en la calle; yo, para cobrar mi último trabajo como bailarina. Aún no manejaba bien mi silla de ruedas, y ella me dio una mano —le sonrió con ternura, y Miss Clarisse correspondió con un gesto amable—. Me acompañó hasta aquí. Y, cuando vio al Chino, supo que ella también debía quedarse con nosotros. Mi metamorfosis prácticamente ya se había completado.

Ahora la mujer encubierta en la penumbra emitía un leve gemido con cada respiración. Se puso de pie. Era la única persona de la mesa que aún no había hablado, y todos la miramos. Hermosa, alta, elegante… y muy desnuda. Su esbelta figura era la imagen de una virgen negra.

—Me llaman la India —dijo. Hacía un gran esfuerzo para hablar y, aún así, era casi incomprensible.

—La India era modelo —apuntó el Chino, señalándola con una de sus manos-pies (y descubrí que el brillo de sus uñas era esmalte rojo).

—Esta cara —dijo la India, acariciándose la mejilla sana—, perteneció a las mejores firmas de cosméticos —hizo una pausa y se le escapó una lágrima—. ¿No me recuerda, verdad? Hoy ni siquiera es posible reconocerme por las fotos. Lo primero que perdí fue el ojo: cerrado para siempre, diluyó su contenido en el interior de mi cabeza. Un mes más tarde, mi oreja fue reabsorbida, se me cayó el pelo y, al mismo tiempo, se cerraron las mitades de la nariz y de la boca. También perdí parte de la lengua. Mire…

Quise apartar la vista pero no pude. Y entonces entendí su dificultad para hablar. Y después seguí entendiendo otras cosas. Éramos, ni más ni menos, cinco parias, cinco abortos que merecíamos hundirnos para siempre en las sentinas de la sociedad.

Escondí mi mano y toqué mi dedo índice con el pulgar. Seguiría creciendo.

 

4

 

9 de abril.

En los últimos días estuve pensando mucho en el lazo que unió a mis padres. Quién sabe, tal vez la larga convivencia… el encierro…

Mamá terminó siendo una de las grotescas criaturas que habitan esta casa. La misma casa del Chino a donde ella, entonces Miss Clarisse, condujo a mi padre cuando lo encontró en el circo.

Aquí todos siguen evolucionando desproporcionadamente. Papá fue el único que no sobrevivió. Hoy terminé de leer su relato, que acabo de transcribir. Rodolfo Astudillo pudo haber sido un extraordinario pianista. Grabaciones que pude sustraerle a mi madre mientras dormía (cintas de baja calidad), logran probar su esencia artística.

Pero de su verdadera esencia nadie habla en esta casa.

Algo unía —une— a mi padre con estos fenómenos. Todos —mamá, papá, el Chino, Javier, la India—, fueron personas poco comunes, dueños de una vida aventurera. Artesanos, gente del espectáculo… Y un día, cada uno inició un proceso inexplicable de transformación progresiva y sin retorno.

La troupe —incluyendo a mi madre— se ha vuelto un ente silencioso por el que me muevo como esquivando obstáculos. A veces intuyo que me espían; otras, que ni siquiera me ven, que sólo sienten mi presencia a la hora de comer cuando les acerco un plato a la boca. Digo bien: a la boca y no a la mano, porque algunos comen de la misma manera que los animales. El Chino, por ejemplo, a duras penas se arrastra ante los ojos ausentes de sus camaradas.

Mi madre, ¿qué puedo decir de ella? Toda su vida estuvo rodeada de fenómenos. Primero los del circo en el que nació, luego los de esta… manada con la que crecí.

Cada atardecer, cuando cruza el umbral de mi habitación, contemplo su silueta moldeada en la espesura de las sombras: no es mi madre sino un símbolo de mujer, de aquella que, con los tentáculos ocultos bajo la ropa, caminaba hacia mí, niño desesperado por poseerla, para abrazarme. Aún hoy, a veces, suele llamarme con el nombre de mi padre. La miro avanzar, y lentamente compruebo que su cuerpo sigue modificándose. Los tentáculos nunca dejaron de desarrollarse. Ahora comen por ella, defecan por ella. Son el sostén de su cuerpo en todo sentido: mamá camina como lo haría un pulpo de tierra. Los tentáculos se desplazan sosteniendo el tronco erguido de «Miss Clarisse» mientras las piernas van arando el polvo del piso.

 

*

 

10 de mayo.

Cada día dedico más tiempo a observarlos.

La India es la única que aparentemente conserva el aspecto descripto por mi padre. Los colgajos de piel, que se van desplegando a medida que envejece, le aportan a aquella desnuda virgen negra una extraña y repugnante vestimenta.

Sé que los integrantes de la troupe seguirán deformándose hasta el último instante de sus vidas. Me intriga saber tantas cosas… ¿Hasta cuánto creció el dedo de mi padre? ¿Cuál fue el motivo de su muerte? Pero ninguno habla.

No hay respuestas para mí ni para nadie.

 

*

 

12 de mayo.

Hoy entré en el pub de la Avenida. Jamás se me había ocurrido pisar un sitio como ése. No sé bien qué fue lo que me impulsó a cruzar la puerta, pero me sucedió algo inesperado: el piano…

No no puedo seguir escribiendo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

 

*

 

18 de agosto.

Ayer, otra vez… Esa invasión de música en mi cuerpo… ¿De dónde viene? ¿Por qué el piano parece llamarme y mis manos quieren derretirse en la melodía?

 

*

 

20 de agosto.

Debo cuidarme de la India. Se ha convertido en un espíritu maligno que aparece de la nada. Me sigue, me acecha.

 

*

 

3 de enero.

No sé cuánto hace que sigo girando sobre lo mismo, años, quizá. Ya ni salgo de esta casa. Mi tortura: descubrir si esa enfermedad —nunca dudé en llamarla así— es hereditaria. La he visto. He visto su evolución progresiva.

La música vuelve a dar vueltas en mi cabeza, sigue acosándome.

En mi vida toqué un piano, a pesar de que estoy seguro de tener condiciones.

¡No quiero, no quiero ni puedo tener talentos artísticos!

Aunque algunas noches despierto con la sensación de que el cambio ya se ha iniciado.

Y permanezco inmóvil en la cama. Expectante.

Otras veces corro al espejo para comprobar que mi cuerpo aún sigue normal. Ahora, hasta la palabra «normal» me es ajena. Una sola pregunta resuena en mí, como lúgubres campanadas interminables: ¿cuándo se van a dejar ver las mutaciones? Es lo único que me importa. ¡Si van a venir, que vengan de una buena vez!

¿Cuánto más durará esta agonía?

¿Cuánto más deberé esperar?

 

*

 

5 de marzo.

Desde hace unos días me siento mejor, la ansiedad ha disminuido. Me levanté temprano esta mañana, desayuné, atendí a los de la casa y salí a la calle.

Lloviznaba, pero yo estaba resuelto a conseguir lo que me había propuesto. Pensé en tomar un colectivo hasta el nuevo bazar coreano, pero la lluvia parecía limpiarme por dentro. Decidí caminar.

Fui y volví a pie.

Cuando apoyé la bolsa sobre la mesa de la cocina, noté que Javier me miraba intrigado, hecho un bollo en su desarticulada silla de ruedas. La India pasó como siempre, sonámbula.

No dije nada. Llevé la balanza a mi habitación, la desembalé. Comencé a desnudarme. El suelo daba asco, decidí limpiar el lugar. La escoba levantó un polvo pesado, grasiento. Entonces desplegué la apolillada colcha de mi cama, el agrio hedor a transpiración vino a mí. Me acosté sobre ella y estiré mi desnudo brazo derecho hacia la balanza, apoyándolo encima. Después hice lo mismo con el izquierdo. Anoté en un cuaderno la fecha y los pesos de cada brazo. Luego le tocó el turno a cada una de las partes de mi cuerpo. Agarré un centímetro y medí lo que pude: extremidades, dedos de los pies y de las manos, cintura, miembro.

 

*

 

10 de marzo.

Acabo de repetir la operación. He decidido hacerlo diariamente.

 

*

 

19 de marzo.

Todas las mañanas mido, peso, comparo. Dejo el cuaderno sobre la mesa de luz y examino mi cuerpo desnudo frente al espejo de mi cuarto.

He llenado varias hojas del cuaderno con las lecturas de la balanza y el centímetro. No hay diferencias entre los números de la primera y la última hoja. Cada parte pesa y mide lo que debe pesar o medir.

Pero no puedo convencerme.

 

*

 

20 de junio.

Ayer, domingo, a la hora crepuscular del suicidio, no aguanté más, la duda me carcomía como un cáncer. El maldito centímetro venía ensañándose conmigo: un día, los dedos de las manos, los labios, el lóbulo de mi oreja derecha parecían más grandes; al siguiente, de tamaño normal. Por eso digo que no aguanté más. Trabé la puerta de mi habitación cruzándole la cómoda, desenvainé una trincheta y probé el filo en la uña de mi pulgar: la hoja no se deslizó. Caminé hacia el espejo y miré mi oreja izquierda, la sana. La observé largamente. Con la tijera recorté el pelo de alrededor: la zona quedó despejada. Entonces apoyé el filo contra el flexible cartílago superior de la oreja, que sostuve con la otra mano. La trincheta comenzó a presionar, a penetrar la carne. El corte fue limpio, lento. El dolor me cerraba la boca del estómago. No pude evitar un alarido.

Mamá y los demás vinieron de inmediato.

—Vamos, Rudolf —oí la voz de mamá—, ¿qué te pasa? Dejá que te ayude.

—¡Abrí, pendejo —estalló la vocecita del Chino—, o tiro la puerta abajo!

Pude percibir el forcejeo. La fricción de los cuerpos amorfos, unos contra otros. Todos contra mí.

—Te dije que salgas. ¡Destrabá la puerta! Ya me tenés podrido con tus pelotudeces.

—Tranquilizate, Chino.

—¡No me tranquilizo una mierda!

—¡Entonces griten todo lo que quieran! —dije—. ¡Conmigo no pueden, yo soy más inteligente!

Mamá lloraba.

—Dejalo, ya va a salir.

Sangre.

Sacudí la cabeza, y el rojo me obstruyó la visión. Un rumor cosquilleante, tórrido, familiar, corría por mi cuerpo.

Y volví a oírlos del otro lado de la puerta.

La oreja fue a parar a un frasco con formol que había encontrado entre las cosas de papá.

 

*

 

23 de junio.

He decidido permanecer encerrado en mi cuarto. No quiero que me vean, no los soporto.

 

*

 

24 de Junio.

Recién, cuando salía sigilosamente del baño, después de uno de mis pesajes, me interceptó Javier. Pensé que se le había trabado la rueda de la silla, como le pasaba a menudo, por el óxido. Pero no, me esperaba. Quiso agarrarme del brazo y no lo consiguió: sus pocas fuerzas están cada vez más agotadas. Hedía a vejez, a encierro.

—¿Qué te pasó en la oreja? —dijo apurado, antes de que yo me escabullera.

—Lo mismo que a vos en los pies, imbécil.

No hizo falta que me diera vuelta, el traqueteo de la silla delató su huida.

La India me aguardaba en la puerta de mi cuarto. Pude ver en sus ojos que mi respuesta la había satisfecho —últimamente se producen discusiones entre los miembros de aquella manada de monstruos. Aunque pienso que su alegría pudo deberse a que yo me esté convirtiendo en uno de ellos.

 

*

 

27 de junio.

Ahora, cada mañana, me peso y mido con mayor sentido del perfeccionismo.

Cumplido el ritual de la balanza, cubro mi oreja derecha con la izquierda, la amputada. Las superpongo para compararlas con precisión. Tengo una nueva duda: tal vez la oreja que me queda esté creciendo, y la otra se dilate a causa del formol. Pienso que en cualquier momento dejará de expandirse. Y entonces al fin podré saber, por contraste, si mi oreja entera sigue o no cambiando de tamaño.

 

*

 

1º de julio.

(mediodía)

Ya casi no me peso ni me mido. Sólo pienso en las posibles mutaciones que puede llegar a sufrir mi única oreja.

 

*

 

2 de julio.

(madrugada)

¡Lo hice, lo hice!

Hoy, bien temprano, fui decididamente hacia el frasco de formol en busca de la mutilada.

Con la habitación a oscuras, no quise encender la luz.

Cuando distinguí el frasco sobre la cómoda creí que estaba vacío. ¡Alguien la sedujo —pensé, en ese momento de pánico— y me la ha arrebatado! Hasta que pude ver que mi oreja reposaba en el fondo del recipiente. Lógico: ella sabe que yo, antes de buscarla, normalmente me peso y me mido.

La observé en la penumbra. Se veía enorme y morada dentro del oloroso y turbio líquido.

Desenrosqué la tapa —acaso ella registró una leve retracción al verme. El imperceptible vapor me hizo arder los ojos, como siempre, o más que nunca.

Entrecerré los párpados y metí la mano en el líquido. Ahora era mi mano la que se veía enorme.

Rescaté la oreja cercenada, que chorreaba formol, y me acosté en el piso. Lentamente junté los pliegues superiores y los lóbulos de cada una de las dos. El líquido helado se filtraba por los pliegues de mi oreja sana. Y alguien gritó:

—¡Pero, pibe! ¿Qué estás haciendo ahí en el piso?

¡Maldito monstruo estúpido! Era Javier, o lo que queda de él, asomándose en la penumbra del pasillo.

Me levanté y le cerré la puerta en la cara. Y otra vez corrí la cómoda para trabar la puerta.

Reinicié la medición de mi oreja. Seguía igual.

Sentado en el piso, estudié a mi pequeña compañera aún fuera de su frasco.

Su color había empezado a cambiar. La pellizqué para ver si se rasgaba —en el fondo de mi deseo quería que se rompiese, que desapareciera. Hundí la uña. No, no hubo caso: más dura que nunca, ni siquiera pude marcarla.

De golpe sentí enormes deseos de morderla… Lo hice. La mordí, la mastiqué, la tragué. Quise cortarme el cuello, el pecho, sacar de mí ese ardor frío.

—¡Mamá! —grité, sorprendido de mi propio grito, sabía que ella no podía oírme. La puerta estaba cerrada, trabada.

—¿Qué pasa? —era Javier. ¡Otra vez ese viejo imbécil!

Esperé unos segundos y volví a llamar.

—¡Mamá!

—¿¡Qué pasa!? —ahora eran varias las voces que gritaban y preguntaban a coro. Entre ellas, la de mamá. La odié, los odié a todos.

El sabor de la oreja seguía su recorrido: duodeno, estómago. Se hizo tibio, más y más agradable… me excitó. Sentí la erección, la actividad tentacular debajo de mi ropa. Una inminente necesidad se apoderó de mí. Debía probar el resto de mi cuerpo. Pensé rápido en… en los dedos de los pies. ¿Para qué me servían, acaso? Además, tal vez algún día llegarían a convertirse, como sucedió con los pies de Javier. La erección aumentó al pensar en lo sabroso de mi carne, mi carne que ahora no tendría el agregado de formol.

Tuve un leve orgasmo.

 

*

 

2 de julio.

(tarde)

Hace unas horas salí de casa. Fui directamente al pub de la avenida. Me dolía un pie, casi no podía caminar. Sin embargo iba dispuesto a probar mi capacidad interpretativa en el piano.

El pub estaba cerrado.

Sólo atiné a romper el vidrio y salir corriendo, cojeando.

 

*

 

2 de julio.

(noche)

Esa música, ¿de dónde viene?

—Papá, acercate a ver lo que escribí.

Ahí está. Su dedo ha crecido por metros.

¡Ay! Mi cabeza. La música, me persigue, me…

¿Dónde está el frasco con formol? ¿Lo tiré? No logro recordar.

La música, esa música, acordes vívidos de un teclado.

Me duele el pie derecho. ¿Por qué?

Recuerdo: es la quemadura lo que me duele, pero… ¡qué delicioso estaba mi dedo! Lo arranqué de un solo mordisco y después cautericé la herida con fuego, por eso me duele.

La música.

¡Basta!

¡Basta!

 

*

 

3 de julio.

(madrugada)

No voy a dejar que me gane aquel estruendo de acordes que se lanza sin recato hacia mis manos.

Necesito dormir.

He buscado unas tijeras. En cuanto mis dedos vuelvan a la desesperación por un teclado, los corto y listo.

Tengo a mano el frasco de formol, aunque tal vez no los guarde. Saben mejor al natural.

 

*

 

4 de julio.

Y volví a sentir en mi cabeza el rugido de la música. Mis manos temblaban, casi no podía escribir…

—¡Rudolf!

Era mamá, otra vez llamándome por el nombre de mi padre.

—Vamos, Ru, abrí la puerta… Ya todo terminó.

—¡No! —grité.

Y otra vez la música en la yema de mis dedos, a punto de estallar. Afuera seguían los gritos de mamá, pero no podría entrar: la puerta estaba trabada con la cómoda. No entendía cómo ella no era capaz de oír la música. Entonces lo comprendí. «Miss Clarisse» gritaba porque quería ver a mi padre. Él, desde la tumba, había venido a enseñarme; a poner mis manos, por primera vez, sobre un teclado.

El aire se hizo turbio, pesado, las paredes se ablandaron. Javier acababa de transponerlas. Luego el Chino salió del espejo, la India lo seguía. ¡Malditos! ¡Venían a atacarme!

—¡Mamá!

Se acercaban, querían que dejase de escribir.

—¡Madre! ¡Madre!

Miss Clarisse entró de la mano de papá. Eran enormes.

Mis músculos se habían debilitado. Me vi con un pequeño cuerpo de bebé. Mamá me levantó en brazos, apoyándome contra su pecho. Papá fue al piano —¿de dónde había salido aquel instrumento? ¿Cuándo lo habían metido en mi habitación?. Y tocó para mí.

Y otra vez los otros, los espectros vivientes de esta casa, se acercaban.

De golpe, mamá y papá desaparecieron. Quedé solo, rodeado de monstruos carnívoros.

—¡Salgan! ¡Váyanse!

Dispuesto a acabar con todo, busqué la trincheta, las tijeras.

Ese sonido de piano… volviendo.

—¡Que desaparezca! —grité sin voz—. ¡No puedo con todo al mismo tiempo!

—¡Fuera! ¡Déjenme solo! ¡Silencio, necesito silencio!

Huí a los tropezones.

Me hizo bien sentir que podía moverme por mis propios medios, que no era uno de ellos. Todavía, pensé, sigo siendo dueño de mi vida y de mi muerte.

 

*

 

Más tarde.

Me siento débil.

Mi mano ya no escribe, garabatea.

Pero tengo la solución: la única posible… Sé que apenas podré alcanzar la trincheta. Debo dejar de escribir. Debo levantarme…

Adivino la música y la sangre: una misma melodía que todo lo invadirá.

 

 

Claudia Cortalezzi es miembro del círculo de escritores de horror y fantasía “La abadía de Carfax” y ha ganado diversos premios. Ha publicado en Axxón, LiterÁrea Fantástica, NM, Papirando y TamTam. Varios de sus cuentos han sido editados, entre ellos, “La respuesta” (Axxón 188) integra una antología de Cuento Fantástico Latinoamericano en árabe.

 


Este cuento se vincula temáticamente con Adela y Marcos (Amor y Muerte), de Carlos Daminsky, ALGO NUESTRO, de Juan Ignacio Maisonnave, MONSTRUO DE FERIA, de David Vivancos Allepuz, UN BUEN BOCADO, de Jose Brox

 

Axxón 208 – junio de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Metamorfosis : Demencia : Argentina : Argentina).

 

 

2 Respuestas a “«Entre humanos», Claudia Cortalezzi”
  1. Laura Ponce dice:

    Un cuento raro, inquietante. Muy recomendable! :-)

  2.  
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