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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CHILE

Para Hugo Correa.

El Altísimo hacedor de la ciencia ficción chilena.

 

 

1.

Camilo Santelices escuchó alguna vez que la vida no era más que una larga preparación para la muerte, pero no fue hasta su sexta marioneta que las palabras retornarían y tendrían un sentido claro y preciso.

La noche de verano era agradable y la música era agradable, y la gente que lo atendía también. La langosta en el plato lucía bien, una clonación perfecta del vivero de San José de Maipo que destacaba contra la sobriedad del blanco perlado de la mesa. La copa de vino —no bebía más que una en cada cena— era caldo de una uva blanca que no existía desde hacía diez años en la cuenca del Gran Santiago, y resplandecía perfecto y traslúcido. Los aromas le llegaron por la conexión de 1Tbit sin bugs de comunicación. Ensayó con la langosta y separó un trozo, lo bañó en la salsa de ciboulette y lo observó intensamente reteniendo en alta definición el detalle. Luego se lo llevó a la boca y la información de la carne magra y blanca invadió sus centros de placer. Puso el servicio en el plato para dedicarle un par de miradas a la mesa meticulosa. Era un tema de blanco espeso y tonos íntimos: una servilleta de tela satinada con un lazo en negro absoluto, cinco cubiertos de plata broncínea y la copa de cristal italiano. El mantel tenía bordadas imperceptibles iniciales que sugerían un abolengo imaginario. Notó el detalle de la iluminación lechosa que lo relajaba y llevaba a un espacio zen que se extendía más allá del ventanal y las defensas del río Mapocho. El murmullo del gentío era un suave reflujo de voces contenidas que caían en un oleaje calmo como un mar interior. La simetría del conjunto le hablaba de algo más que dinero: allí había prestigio y orgullo, dar la experiencia de su vida a alguien, darle la posibilidad de volver a Borde Río II. Como casi siempre, la textura de la realidad dos-punto-cero era abrumadora.

Cuando se aburrió del mobiliario pasó a las otras mesas. A su izquierda había una pareja con una simple copa de vino cada uno, no hablaban pero tenían una intensa comunicación con la mirada. Las marionetas eran aspectos jóvenes, proporcionados y bellos, que rozaban la perfección. La de él tenía un tic incorporado: un leve temblor en la mano izquierda. Eran las máquinas más avanzadas que había visto porque casi no inspiraban rechazo, y las más caras también. A su derecha había una reunión: la tecnología era más barata, las marionetas eran más burdas y el polímero orgánico era la base del front-end. Aunque no desentonaban con el ambiente, le molestó verlos tan animados, ostentar esa felicidad burguesa era casi una irresponsabilidad en el clima político de esos días. Adosados a las paredes, los mozos también eran usuarios de sus propios alter egos. En un recinto donde la norma era la telepresencia, los empleados tenían que ocupar una habitación contigua y cada noche interactuar a través de las unidades de propiedad del restaurante. En la mesa delante suyo, y sentado de perfil, había un modelo extravagante que parecía un prototipo humanoide. Los rasgos estaban esbozados y abundaba el metal como si fuera una de las primeras unidades que salieran al mercado. Pero no podía ser, ésas no eran siquiera de uso civil sino para trabajos en minería, que no necesitaban de una interfaz empática. El androide estaba frente a un plato de sopa, concentrado, y cuando le miró fingió fascinación por las aguas del río.

Entonces sucedió. Un cocinero salió corriendo por la puerta de servicio gritando, pero antes de entenderle una ráfaga de balas le hizo callar. No hubo sangre, las marionetas no sangraban. Se apagaron las luces y la oscuridad fue completa. Su unidad no tenía ninguna de las tecnologías de defensa de los modelos policiales o militares, así que durante un momento se dejó dominar por el caos. Varios fogonazos seguidos del tableteo le trajeron certeza. Cuando las luces volvieron todavía estaba sentado, paralizado como los otros. Los mozos yacían a los pies de hombres encapuchados, armados con subametralladoras negras. Algunos levantaban el arma para mostrarla al público y otros ya se paseaban por las mesas mirando fijamente. La lucha en la cocina había terminado y empezaba un murmullo histérico, lleno de miedo. La facción armada del movimiento antimarionetas había tomado el salón de Borde Río II.

Aunque no era una verdadera muerte, la transmisión del shock sistémico en modelos muy baratos también podía ser un shock sensorial para el usuario. El miedo los mordió a todos y muchas unidades se quedaron paralizadas, abandonadas por los usuarios que preferían huir. El resto se quedó porque la curiosidad y el pánico frenaban la huida. Notó que el androide aún seguía allí, que estaba de pie y su lenguaje gestual era distinto de los demás. No parecía tener miedo y miraba prudentemente alrededor.

La puerta de la cocina volvió a batirse y apareció un hombre sin capucha, no una máquina, el pelo blanco, bajo y de ángulos duros, movimientos calculados y ojos azules. Barrió el salón de una sola mirada y luego sacó la hoja de una consigna y una navaja del bolsillo de su chaqueta verde oliva. Se acercó a la mesa más cercana —estaba desocupada— y clavó la hoja. Habló:

—No importa quién soy, lo importante es que esta noche es nuestra noche. Hoy es la revolución del Pueblo y juntos nos tomaremos la ciudad porque la hora final de la dictadura ha llegado. Creemos que las marionetas son una tecnología imperialista que sólo ayuda a crear más pobreza. Ustedes las usan para sus vicios, incluso durante más años de los que les permite la naturaleza, y explotan a la clase obrera, obligándola a jornadas laborales de más de 16 horas. Ustedes son vampiros, viles y corruptos, en una eterna orgía de una juventud que no existe, siempre mintiendo y chupando la sangre de nuestros jóvenes, de nuestro Pueblo.

»Nosotros creemos que la vía democrática está tan controlada por el régimen fascista-capitalista que ya no confiamos en las leyes, impuestas por ustedes mismos. Por eso, ya no hay más diálogo y desde ahora sólo queda la revolución de las armas para derrocar esta dictadura. Somos el Ejército Revolucionario del Verdadero Pueblo y, en estos mismos momentos, estamos saliendo a las calles para dar la batalla final y limpiar nuestra tierra de las marionetas y los dictadores que nos oprimen. Vamos a devolverle la dignidad a nuestro Pueblo. ¡Hasta la victoria!

Se acercó a uno de los hombres encapuchados que tenía una cinta roja en uno de los brazos y le dirigió una frase casi inaudible —»Proceda, Comandante»—, luego salió por donde vino. El encapuchado levantó una mano empuñada y se escucharon los seguros de las armas destrabándose. Las unidades fueron quedándose quietas, el brillo de los ojos se perdió y las cabezas descansaron sobre el pecho. Durante un momento no pasó nada más, como si sólo quisieran asustarlos y luego decir que todo era una broma, pero Camilo escuchó la primera detonación y un cuerpo desplomándose, aunque no vio en dónde.

Era una extraña invitación a bailar, que se te acercara uno de los hombres y te dijera una palabra para que después una bala rompiera los giróscopos y la marioneta terminara en el piso. Miró a su alrededor buscando alguna señal de resistencia, pero solamente era una sala de muñecos de vitrina. Encontró al androide, desconectado. Se había vuelto a sentar y cuando terminó de comer, su usuario abandonó el salón. Le pareció una notable arrogancia, pero no tenía las agallas para imitarlo. El sonido de los vasos quebrándose y los cubiertos cayendo al suelo era el telón de fondo para el sonido más regular, duro y seco, de las armas.

—Compañero, ya váyase de aquí. Esto no tiene nada que ver con usted. —El hombre le tomó por sorpresa viniendo desde detrás. Era de su misma altura y podía ver directamente en sus ojos. Castaños, con una sombra de duda—. No piense que no le voy a disparar sólo porque se queda ahí. Es mi misión hacerlo. —Entonces retrocedió y alzó el arma—: Voy a contar hasta tres y usted se va a desconectar, ¿sí?

Uno. La boca del arma era una nueva sensación en su vida. Había llegado hasta acá buscando eso: algo de qué acordarse en la muerte, pero esto era aún mucho mejor. Dos. ¿Otro suicidio coleccionable? Aunque técnicamente era un homicidio. Por otro lado, ninguna de sus muertes había sido real. Tres. Escuchó una mesa destrozándose y luego una rápida carrera. Vio al androide pasar a su lado, arrastrándolos a los dos al suelo. Hubo un forcejeo, un par de tiros, pero no alcanzó a definir las consecuencias. Cuando recuperó la orientación, tenía una alerta de daño en una mano —la marioneta había perdido los dedos meñique y del corazón— y era arrastrado por el androide entre las mesas que iban tumbando. Llegaron hasta el gran ventanal y como en un sueño lo atravesaron junto a millones de cristales en una caída de ocho metros hasta el borde del río. No hubo tiempo para quejarse del aterrizaje forzoso, la fortaleza del androide anulaba su voluntad. Consideró desconectarse y dejar que su sexta marioneta se perdiese, pero no tenía tiempo saltando y corriendo automáticamente, sintiendo las balaceras detrás. El androide se metió en la boca de una tubería de desagüe y lo siguió. Una ráfaga arrasó los pasos que habían dejado y luego un tono distinto de tiroteo le respondió. Alguien tenía munición de más calibre. Las sombras de dos patrulleras stealth pasaron zumbando hacia Borde Río II y un momento después escucharon una explosión que sacudió las aguas e iluminó la noche con un gran flash. Alcanzó a ver el perfil contrastado del androide y luego la cálida oscuridad.

—Necesito… desconectarme un rato —fue lo que alcanzó a decir Camilo Santelices.

 

2.

Se quitó la interfaz de gel y durante un segundo quedaron superpuestas las dos realidades porque el cerebro aún retenía las coordenadas de la experiencia de la marioneta. Era algo que los neurólogos nunca supieron resolver; ese segundo en que uno quedaba expuesto era de puro caos, pero con el tiempo cada usuario adaptaba soluciones particulares. Camilo, por ejemplo, cerraba fuertemente los ojos en la habitación iluminada de azul y dejaba que las impresiones de luz y movimiento se fueran desvaneciendo en sus sentidos.

Ahora demoró un poco más. La desorientación se quedó con él, mientras su sistema eliminaba el exceso de adrenalina. El apagado bip del monitor SAV volvió a él como la mosca odiosa que recordaba. Cuando el mundo paró de dar vueltas, destrabó los seguros de la camilla y se incorporó, enfundó los pies en las zapatillas y se quedó sentado al borde, sacudiéndose la debilidad. Se incorporó y alejó hacia la puerta. Se apoyó sobre la mesa y pasó a llevar las dosis neumáticas de codeína y el retrato en que aparecía junto a su esposa en el antejardín. Había dos mensajes grabados pulsando en la pizarra de la puerta. Se sentía demasiado cansado para escuchar a Antonia, sabía de antemano el tema. Pero en un gesto automático activó el primero con su huella.

Antonia tenía sueño. Era bonita aún después de veinte años de casados. El color pajizo del pelo y los ojos negros le hacían un contraste que siempre le gustó. No había envejecido mucho, algo de arrugas y un poco de ojeras, nada más. Pero en los últimos tres años había adoptado un ceño más severo, lleno de reproches.

«Camilo, es la una de la mañana y todavía no vuelves a la casa. El SiMed recién me despertó y me dijo que llevas conectado cinco horas seguidas y no te ha dado las dosis. Ojalá que te las hayas programado tú solo. Me voy de nuevo a la cama, pero quiero decirte que mañana viene la comisión médica y otra vez vas a estar durmiendo… Ah, llamó la Sonia, quiere saber cómo te ha ido con el nuevo modelo, y que…»

Pulsó el ícono de borrado y desplegó el siguiente mensaje. Sonia Garietta era la ejecutiva de Personae F.A.B., una pequeña empresa alemana que construía marionetas. Su fisonomía demasiado simétrica y la extrañeza que producía en las demás personas dejaba en una niebla su humanidad. Siempre tenía la impresión de que la cara regordeta era un avatar.

«Hola, Camilo, cómo estás. Espero que me tengas buenas noticias del Parker que te pasé. No te puedes quejar ahora porque es de nuestros modelos más resistentes, lo utilizamos en sectores industriales e incluso puede funcionar bien con campos eléctricos presentes. Espero que esta vez no te ocurra ninguno de esos accidentes raros…»

De nuevo el ícono de borrado. Sonia se mosqueaba, Camilo ya había dejado atrás cinco unidades en reparaciones con diferente nivel de daño. Si supiera que el Parker ahora estaba abandonado en la ribera del Mapocho. Destrabó la cerradura digital y abrió.

Siguió camino hacia la biblioteca y la Casa lo saludó iluminando el pasillo. A la pasada vio en el dormitorio a Antonia que seguía dormida, acostumbrada a su actividad sonámbula. En la sala, ordenó a Casa que encendiera el mural en el mínimo volumen y buscara con el patrón «noticias.explosión.BordeRío». Las imágenes atacaron las paredes y los lomos de los libros con gentebailando: hombreriendo:CGI:mujeryconsolador:jaguarconmono. El motor de búsqueda terminó sin resultados y luego se dedicó a ver las diferentes vistas de las cámaras ciudadanas, pero tampoco encontró las señales del caos. No era allí donde tenía que encontrar las respuestas. Cambió a la Red y logró alcanzar dos enlaces que hablaban de «accidente» y no de un acto premeditado. Había una hiperreferencia a un movimiento de «fuerzas de seguridad ciudadanas» que iban hacia el sector Oriente de Santiago a servir en diferentes «siniestros». Demasiadas comillas pusieron una alerta extra a las palabras. Trató de dar un rodeo por diferentes fuentes de datos en el exterior, pero su operador le indicó que estaban inalcanzables en ese momento, que la navegación de dominios se remitía al CL por una bajada de servicios del backbone central.

Se quedó en suspenso durante un rato. Desde hacía años que prefería ser pragmático y llenar los días con un trabajo deslucido en una compañía automotriz, que aseguraba el equilibrio económico para asumir su enfermedad y a la vez una excusa para alejarse de ella. No le quedaba mucho más tiempo, algo sólo para ver a Antonia y a Sonia. El resultado fue que tardó un rato en darse cuenta que algo pasaba y que tenía que ver con el régimen. Lo atacó una inquietud sorda que se instaló en la base de la nuca.

Volvió al cuarto de simulación y a la pasada puso las dosis en el cargador de su brazo derecho. Las programó para que se liberasen cada una hora. La realidad uno-punto-cero era decepcionante, llena de complejidades que se parecían a una de esas maquinarias dibujadas por Da Vinci hechas de cuerdas y poleas. Se recostó y colocó la interfaz sobre los puertos neuronales de la nariz y se dejó llevar al núcleo de experiencia del sistema.

[Bootstrap.V8]

[Reconectando]

[PersonaeOS.Verificando]

[Bienvenido.user.CAM1L0.SANTEL1CES]

 

 

Oscuridad. Buscó entre los menús oculares y ajustó el nivel de sensibilidad a la luz hasta divisar el perfil del androide inclinado sobre él.

—¿Qué está haciendo?

El otro se alejó hacia la boca de la alcantarilla.

¯Estaba viendo el daño que tenías. Parece que la mano está muy mal, pero la bala en la pierna entró y salió sin tocar nada. A propósito, me llamo Alfonso Navarrete.

—Yo soy Camilo Santelices. Disculpa que no te dé la mano.

—Eso sonó desconfiado. Considerando la gente que dejamos allá, soy casi tu salvador.

Corrigió el tono.

—¿Y quiénes eran? Hace tiempo que no había oído un tal Ejército del Pueblo.

—La verdad es que sé lo mismo que tú, pero no quiero quedarme aquí. Voy a bajar hacia el Centro, por aquí nunca vi ninguna escalera de servicio. Así que si quieres me acompañas.

No le gustaba la perspectiva de andar solo por una ciudad tomada. Movió la cabeza afirmativamente y el androide le tendió la mano. ¿Cuántos años tenía Alfonso? Por la forma en que había dejado pasar la referencia al Ejército, debía tener menos de cuarenta. En la década en que nació Camilo todavía se hablaba del Golpe Militar. Pero quizás Alfonso era más joven y sólo conocía el estado policial actual.

—¿Puedo preguntarte algo, Camilo? ¿Por qué no te desconectaste cuando podías?

—Creo, yo creo que me paralicé del susto —mintió. El silencio que siguió le hizo sospechar lo poco convincente que había sonado.

—Bueno, vámonos. Ah —le pasó un bulto metálico: era el arma con que le habían apuntado—, no tengo bolsillos para llevarla y la podemos usar en caso extremo.

La textura tenía algo eléctrico y prometedor para él. La miró sin saber qué hacer y luego a Alfonso, pero ya se asomaba a la boca de la tubería. La guardó en la chaqueta. La poca agua que traía el río sonaba como el ruido blanco de una alcantarilla, mientras que bandadas de palomas se alejaban por la caja del río hacia el centro de Santiago. Si miraba hacia atrás podía ver el puente Nueva de Lyon y Borde Río II ardiendo, iluminado por los haces de luz de las patrulleras.

Cruzaron Pedro de Valdivia y luego el puente Pérez Valenzuela. Siempre vigilando los cielos, temiendo que alguien los confundiera con el equipo equivocado. Más patrulleras aéreas cruzaron desde el norte a reunirse en el Barrio Alto con las balizas de emergencia girando. A veces una ráfaga de balas cruzaba el lecho y se tenían que refugiar contra los murallones antiguos que encajonaban el río, intuían que arriba unos y otros se buscaban. El sonido omnipresente de las sirenas de servicios móviles le daba la falsa sensación de una situación controlada: la ciudad presentaba una tensa calma. El parque de imágenes de publicidad que se proyectaban contra los murallones dio paso a los grafittis de piel morena y puños levantados, y después sólo hubo los ideogramas furiosos y territoriales de las tribus. Aparecieron los desagües clandestinos que descargaban toneladas de aguas servidas por noche. En uno, las gaviotas se alineaban a ambos lados de los torrentes grises y grumosos en tranquila armonía. Arriba, al borde de la baranda se asomaron unos rostros y otra vez tuvieron que huir pegados a las murallas. Más allá se cruzaron con perros negros y flacos, con la cabeza siempre en el suelo siguiendo pistas imaginarias, que huían y se detenían con la actitud de los animales siempre carentes que ladran amenazantes pero mueven la cola sumisa. Y con gatos de piel tiñosa que los miraban pasar desde la otra ribera, echados sobre tocones pálidos que el agua trajo en una barriada. Bajo el Puente del Arzobispo, en la ribera sur, un grupo de huachos hurgaba la ropa del cadáver que estaba en la orilla. Uno de los niños los vio y le tocó el hombro al mayor de todos. El chico, muy delgado y moreno, los miró desafiante y luego les lanzó un «¡Qué mirai, cuico culiao!». Se miraron entre ellos y se alejaron a paso lento, sin que les quitaran la vista de encima. Para alguien como Camilo, que sólo se movía entre las fronteras acomodadas de Las Condes y La Reina, el río Mapocho se convirtió en un tajo hecho a través de la ciudad con una navaja de filo oxidado.

—¿Cuánto falta, Alfonso? —preguntó Camilo. El puente Pío Nono estaba a unos pasos.

—Es aquí mismo. Antes era una caleta, pero ahora nadie puede bajar desde que instalaron los sensores en las defensas de arriba.

Santelices miró intrigado la cloaca en la base del puente.

—¿Y entonces?

—Yo trabajé en esta ampliación, hay un acceso de emergencia que sale arriba en la calzada.

—¿Aquí? ¿Se supone que tenemos que entrar?

Miraron hacia la negrura, parecían dos temponautas a punto de atravesar el portal a una época donde lo iban a pasar mal. Justo entonces escucharon los vehículos deteniéndose arriba y las botas y el primer bulto que caía. El chapoteo en medio del río sonó aislado, desconectado de la realidad. Nada de gritos ni forcejeo, el bulto negro y lustroso se iba hacia el mar. Se quedaron mirando, inmóviles, aprendiendo a ser sólo observadores en ese Santiago que no los quería. Vieron caer un segundo bulto, pero ahora en la ribera. El sonido que produjo al estrellarse en las piedras le erizó la nuca a Camilo. Le siguieron otros cuerpos a lo largo del puente, pájaros negros que se desplomaban fulminados en medio de una tormenta, pájaros muertos que se encontraron a bocajarro con una fuerza mayor y despiadada. La lluvia fue amainando y el agua se llevó a la mayoría de ellos. Un instante después, el murmullo de botas y vehículos partía hacia Patronato, nunca nadie musitó una palabra. Santelices se acercó al cuerpo con un temor sagrado que le impidió tocarlo. Estaba atado de pies y manos, y la cabeza venía envuelta en un sudario blanco, de un rojo casi negro allí donde la bala había entrado. En uno de los brazos traía la insignia del…

—¿Ejército Revolucionario del Nuevo Pueblo? —preguntó Alfonso. Camilo se dio la vuelta y afirmó con la cabeza—. Esta noche todos quieren morirse.

Parecía que sí, todos podían optar por una muerte rápida y limpia, menos él.

—Alfonso, ojalá yo pudiera morirme así. —La confesión le sorprendió, aunque el androide conservó un mutismo expectante. Continuó—: Estoy enfermo desde hace como tres años. Ahora es un cáncer terminal. No sabes cuánto miedo he ido acumulando.

La historia de Camilo. Se le ocurrió un día que no podía morirse teniendo miedo, que no podía quedarse esperando que el animal negro que llevaba dentro acabara con él. Como con su padre, una lesión antigua en el pulmón derecho se transformó en una fibrosis, que luego invadió el hígado. Durante un tiempo, lo mantuvo a raya, pero comenzó a perder capacidad aeróbica hasta que adquirió su primera marioneta. Fue cuando conoció a Sonia y Personae F.A.B., que le ofrecieron un renacimiento en su vida a través del dispositivo de presencia remota. Volvió a sentirse bien y lo disfrutó porque otra vez podía sacar a bailar a su Antonia con esa versión ligeramente más joven, pero definitivamente mejorada. Sólo tenía que luchar contra una cosa: el miedo seguía allí cada vez que volvía de ese otro planeta, cada vez que se quitaba la interfaz. Logró de nuevo controlar su vida pasando más y más tiempo personificado hasta que el miedo traspasó la barrera y ya no tuvo adónde huir. Fue una sensación rara la vez que entró con su alter ego a la habitación donde estaba. Se preguntó si la ruina que yacía sobre la cama era él, y contó las respiraciones y los espasmos minúsculos de la mano, fascinado por la disociación de la escena, hasta que Antonia entró y comprendió que Camilo estaba en shock. Entonces quiso saber cómo era la muerte, quería prepararse, y pensó que las marionetas nunca serían tan útiles para alguien. No fue fácil intervenir el firmware, le dijo el hacker, pero qué le importaba si lo había sido, había pagado para eso.

—¿Crees que me estoy volviendo loco, Alfonso?

—Solamente desesperado, ¿y qué hiciste después?

—El hacker me dijo que había deshabilitado el código que desconecta a los usuarios cuando ocurre un evento traumático, así que tenía el camino libre para suicidarme.

—Y qué descubriste.

Descubrió que la muerte podía ser un asunto rutinario, que era más creativo inventar nuevas formas de morirse. Al principio era reticente a sacrificar una marioneta y aún más fuerte era el sentido de autoconservación, así que los primeros intentos terminaron con piernas o brazos mutilados en el taller de biomecánica. Pero llegó el día en que se estrelló contra un muro y el trauma traspasó su sistema nervioso, y no fue nada de lo que imaginaba. La experiencia sólo duraba un segundo muy intenso y luego el sistema operativo restauraba la realidad uno-punto-cero.

—Aprendí que una muerte simulada no es una muerte. Fueron cinco veces que me estrellé, me caí, me atropellaron, exploté y fui aplastado, y cada vez tenía que inventar una excusa mejor. La Sonia, que es mi ejecutiva, me dijo que me iban a desahuciar si volvía con un rasguño, así que dejé los experimentos. El modelo que tengo ahora es un Parker, se supone que es el más seguro que tienen, y mira cómo está.

—Mmh, te estás complicando por nada, Camilo. Hay otros concesionarios. Mi modelo es japonés: es resistente y no falla.

—Y barato.

—OK, no me preocupé del exterior; es raro, pero no me importaba empatizar con la gente. Tenía más interés en otras funciones.

—Me las imagino. El problema es que el sexo no sirve de nada cuando estás enfermo, yo no he tenido ganas en meses.

—No soy tan lineal, Camilo. Yo puedo ver las ondas de radio por ejemplo, el cielo se vuelve muy hermoso. Sobre todo esta noche. Hay tanto tráfico de frecuencias allá arriba que sé que está pasando algo grande.

—Mira, Alfonso, respeto tu interés en la tecnología pero mi problema no es usar una marioneta, es que ya estoy cansado de todo esto. Quiero que se termine.

Otra vez el androide se quedó callado. Era tan irritante. Al menos si tuviera una interfaz expresiva podría interpretar esos silencios que siempre le parecían reproches.

—Camilo, ¿fue por eso que te quedaste en BordeRío? ¿Por la bala?

—Sí. —El androide bajó imperceptiblemente los hombros.

Ya no veía más cuerpos en el agua ni escuchaba balas o patrulleras. Todavía estaban presentes los aullidos de perros asustados y las balizas de emergencia, junto al rumor del río, pero sentía una sensación de desconexión porque bajo el puente había una calma engañosa, como cuando se tiene la seguridad de que un huracán no puede volver a pasar dos veces por el mismo lugar. Se volvió hacia el cadáver y se alejó un par de pasos.

—¿Qué habrá sentido en el último momento?

—Veamos. —El androide se acercó y, antes que pudiera detenerlo, le quitó la capucha al cuerpo. Era una mujer joven y morena con el pelo negro pegado a la sien, tenía los ojos y la boca ligeramente abiertos y no veía ningún signo de dolor. La bala había entrado por arriba de la oreja izquierda, dejando un preciso agujero que se había llenado de sangre. Lo que más le estremeció fue que esperaba el rostro de un hombre.

Alfonso se volvió hacia él.

—¿Y si tuvieras la posibilidad de ser inmortal? ¿De eso también te cansarías?

—¿Qué? Qué me quieres decir.

—Eso, si pudieras encontrar la forma de olvidarte del cáncer y continuar con tu vida.

—¿Curarme?

—Yo también me estaba muriendo y también tenía ese mismo miedo. Puedo enseñarte una forma de sobrevivir, pero que no es fácil. Morir, como ella, es lo fácil. —La cara de la mujer era otra extensión del acertijo de la muerte. Camilo no necesitaba más adivinanzas.

—Entonces sí, quiero que me muestres. Estoy listo.

—Entonces, nos vamos, pero primero hagamos algo por ella. El Cementerio General está por donde caminamos, yo la voy a cargar.

—Espero que valga la pena. —Fue lo último que dijo. Un estallido silencioso y blanco se lo tragó.

 

 

(singularidad)

La zona en la que entró estuvo buen rato llena de los fantasmas fotocelulares de la realidad dos-punto-cero que terminaron disolviéndose. El black-out también se llevó los indicadores contextuales y menús oculares, y hasta el cursor de comando. Su cerebro se engañó produciendo sonidos e imágenes justo al borde de su campo de experiencia y un sistema de coordenadas arribabajo. Esperó a que se reiniciara el sistema operativo de la marioneta y pensó que tendría ahora sí una razón para quejarse con Sonia, pero la tecnología en ese palacio surrealista no alcanzaba a ser magia. Pasó del asombro a la furia, por la desesperación y el ahogo, y terminó en una angustia expectante. Fue perdiendo la noción más íntima del tiempo y el peso de la oscuridad le oprimió la garganta. Creyó ver algo moviéndose, como una capa más negra sobre otra, escurriéndose demasiado rápido. Algo casi animal que se cruzó una vez más por su campo de visión, y otra vez. Sintió que lo cazaban y su cuerpo fantasma huyó automáticamente. Intentó sólo dos pasos y…

Cayó en un agujero negro que le quitó los sentidos. Fue un puñetazo en el cuerpo calloso de su cerebro que desactivó definitivamente los centros sensoriales en un efecto dominó y lo envió a una eterna caída libre que se parecía a gravedad cero. Las referencias conceptuales se anularon a medida que iba envolviéndose en una madeja de materia oscura. Era una sensación pasmosa e incorpórea de sofocación en la que él mismo era su único punto de referencia. Abrió la «boca» y dejó que la oscuridad lo inundara en reemplazo del aire, sólo obtuvo un cúmulo caótico de pensamientos que relampagueó a través de su ego. El momento del terror —el mismo de cada vez que se desconectaba— no cesó, se prolongó y quiso tener un cuerpo para resistirse. La siguiente fase sensorial fue peor: fue empequeñeciéndose hasta niveles atómicos, en los que continuaba eliminando partes de sí mismo como una astronave en reentrada salvaje. Ya no recordaba y la mayoría de las concepciones egóticas escapaban. Desesperado, buscó un núcleo de autoafirmación para oponerse a la desintegración y enfocó su voluntad en encender las funciones del sistema: un fruncimiento extremo y metafórico del ceño que le ordenaba al universo volverse homogéneo. Continuó soltando capas y capas de semántica y sintáctica, un camino mamífero-reptiliano-amébico hacia la base cortical de la monstruosa vida. La Vida lo recibió en su seno que parecía una masiva estrella de neutrones. En la presión fantástica inició una tercera fase en la que ya no disminuía, sino que conservaba la misma masa y ocupaba cada vez menos espacio. Sin cognición, se convirtió en un carbón y luego en una unidad de espanto cristalizado: un anti-aleph. El único conocimiento tangible era la no-luz, la única medida y la totalidad del universo. Oleadas de tinieblas se derramaban unas sobre otras como silenciosos mares de cámara lenta hasta que los matices del negro se estabilizaron en una entropía totalitaria. En un segundo de un millón de años fue un capullo pulsátil de cognición en lo más profundo de lo que subyace de la Vida: la no-vida. Al borde de la brecha hacia la negación atisbó el rostro de un dios ausente y un universo que era una cáscara abandonada.

Pero no murió.

Hubo algo distinto a la sombra omnipresente. Una mantarraya imantada, enorme y vacía como la extensión entre la Tierra y Marte, distinta del núcleo de la muerte y que lo eludía. Que cantaba con una dulce canción compuesta de burbujas meméticas y lo llamaba. Luego, otro golpe a su cuerpo calloso. Después de haber olvidado todo sobre la radiación, el foco de luz era un objeto nebuloso y una sensación nueva, de un color indeterminado que lo bañaba. Entró en su ser y comenzó la reconstrucción. Cada fotón era un dato de su antiguo ser que lo traía de vuelta a la integridad para recordar algo esencial: rojo. Luego el flujo de conocimientos se volvió de golpe un paisaje semántico y el punto luminoso el cursor de sistema esperando el ingreso de un comando. Aún veía la oscuridad, pero ahora era de otro tipo, totalmente terrenal. La secuencia de inicialización de la marioneta esperaba una orden suya.

[Bienvenido.user.CAM1L0.SANTEL1CES]

 

 

—Estuviste cinco minutos ausente, Camilo. —Alfonso miraba desde el cenit en la luz, ajustó de nuevo el nivel de sensibilidad y la Luna se convirtió en un óvalo gigantesco en el cielo. No se había dado cuenta qué tan grande podía llegar a ser sin la radiación de esa ciudad, que vivía siempre de día. También se dio cuenta de que la realidad dos-punto-cero parecía un poco más pixelada que lo normal—. Creí que no ibas a volver, pero parece que tu marioneta nueva es tan especial como la mía.

Alfonso le sostenía la cabeza delicadamente. La mano de Camilo aferraba el brazo del androide. Era un contacto cálido y el plexiglás cedía con la presión.

—Yo también tuve mis problemas, pero no alcancé a desconectarme. Parece que los amigos del Ejército Revolucionario en verdad quieren echar abajo…

Algo había cambiado y no era la velocidad de transmisión. Algo en la definición de la realidad, una declaración de certidumbre y la forma en que florecían los eventos, que había traído de la zona irreal.

—Ya sé qué es la muerte.

—… al Gobierno. Si estoy en lo correcto, sufrimos un pulso electromagnético.

¿Algo que buscaba? Se le escapaba, pero estaba más cerca. ¿Por qué no había vuelto a su cuerpo? La marioneta lo había secuestrado para mostrárselo.

—Soy un fantasma, Alfonso.

—Apuesto a que quemaron todo el centro en un radio de diez kilómetros. Los Data Center deben estar fritos. No vi ni una luz en todo Santiago.

¿Era que las cosas habían dejado de ser vacíos?

—YA SÉ QUE ES LA MUERTE.

—Sí, te escuché. Yo también lo sé.

 

 

El camino hacia el Cementerio General lo hicieron en lo más cerrado de la noche, justo antes del amanecer. Continuaron por Avenida La Paz y sólo encontraron un par de perros concentrados en seguir un rastro. Luego vinieron las primeras ventanas iluminadas con velas. En la entrada al camposanto alguien comenzó a disparar, lejos. Se detuvieron y escucharon, un rumor de hojas se levantaba y caía, pero no sabían cuál era el origen. O no querían saberlo. Camilo sospechaba que las hojas que se alzaban eran más bien fusiles.

Las puertas dobles estaban abiertas y no había nadie quien las guardara. Enfilaron por la avenida entre el silencio y las siluetas recortadas de los árboles hasta una plazuela. Luego, el androide se internó entre dos mausoleos hasta alcanzar una callejuela sinuosa, flanqueada por lápidas y cardos. Fue curioso, pero por primera vez se preguntó qué lo llevaba hasta la necrópolis y lo seguía impulsando detrás del androide. ¿La promesa de una cura? Era probable, pero la fuerza gravitacional de agujero negro que emanaba Alfonso lo atraía, incluso cuando lo repelía. Le recordaba la entereza de una vida sin enfermedad. Quería esa fuerza, quería saber cómo volverla a tener.

—Paremos aquí, Camilo. Este lugar siempre me ha gustado.

Había un claro rodeado de árboles que se entrecruzaban las ramas. El viento las movía ligeramente formando un mosaico de gotas lunares que caían a sus pies. Camilo se sentó en la tumba de un tal A.N.C. y no creyó que le importara. El androide recostó el cuerpo en la tierra húmeda.

—¿Crees que es un buen lugar para ella, Alfonso?

—Sí. Mira alrededor, es lo más cercano a una tumba noble que tendrá.

—Entonces, ¿tenemos que cavar?

Rió.

—No, nuestro servicio ya terminó.

—Ahora rezaría si creyera en Dios, pero no puedo —dijo, como disculpándose delante de ella.

—Está bien, yo lo haré.

—No me imaginaba que pudieras hacerlo.

—No, a veces una oración no tiene nada que ver con Dios. También puede servir de despedida.

—A mí me gustaría algo así.

—¿Tú no dejas de pensar en eso, verdad?

—La verdad es que no. Siempre estoy pensando en eso y quiero que se termine de una vez.

—Ojala hubiera una forma tan fácil.

Camilo se inclinó por primera vez sobre el cadáver. Pasó un dedo suavemente por el agujero de bala y luego le cerró los párpados.

—¿Y tú, de qué estabas enfermo?

—Ah, la historia de Alfonso. —El androide hizo una pausa. Se imaginó que en alguna parte de Santiago Alfonso fruncía el ceño tratando de recordar—. Comienza con un accidente hace quince años, cuando tenía veinticuatro. Alfonso tenía mucho dinero como para comprarse una buena vida, llena del cariño de una mujer y suficiente éxito con una empresa de turismo: era heredero de una cadena de hostales. Un día de enero, viniendo en la noche desde Viña del Mar, tomó una vía con dirección automática y se durmió porque estaba realmente cansado. Como siempre en estos casos, la catástrofe juega a las probabilidades porque Alfonso jamás dejaba que ningún mecanismo tomara las decisiones en su vida. Pero estaba cansado y se recostó sobre el asiento del copiloto y pensó que sólo por esta vez. Fue un mínimo error, pero un gran error. Sólo recuerda un momento muy intenso de dolor y después, nada. A Alfonso lo chocó de frente un auto pequeño, pero que a esa velocidad… Dicen que alguien cruzó las líneas magnéticas de las vías. En este puto país nada funciona. Bueno, Alfonso perdió las piernas y el resto de su cuerpo quedó…

»Alfonso no despertó en un año. Es la peor manera de viajar al futuro.

»No hubo mucha recuperación porque Alfonso no tenía extremidades funcionales y apenas podía vocalizar. Alejandra pasó muchas horas sentada a su lado, tantas que comenzó a desesperar y vino una tarde con un folleto con modelos de marionetas. A él no le gustó a la primera, pero qué podía hacer en tal estado. La primera marioneta que tuvo fue construida a partir de fotografías y videos que había en la casa. Se acostumbró y le gustó, y a eso se le llama un final feliz.

Camilo esperó un momento más, y luego:

—Me estái webeando. Eso no es cierto, nunca hay un final feliz en la vida real.

—Eres un hombre pesimista, impaciente más encima.

—Me estoy muriendo a cada minuto, no me digas que tenga paciencia. ¡Por favor!

—No es fácil. Mira, es cierto, fue un final feliz, pero solo duró tres meses. Alejandra nunca me aceptó en un nuevo cuerpo y se alejó de mí. Y después vino lo peor: comencé a morirme. Me dijeron que estar tanto tiempo conectado me drenaba y apareció un cáncer hepático.

—Bueno, hasta ahí vamos empatados. ¿Y qué sigue?

—Tuve mucho miedo al dolor. Después tuve miedo y dolor. Todos los días. Me quitaron la marioneta y yo lo único que quería era volver, pero no podía mantenerme consciente. Alejandra se lo guardaba todo. Igual hacía un esfuerzo por estar presente, pero yo sabía que iba a explotar. En su lugar me hubiera ido desde el mismo día del accidente. Pero se quedó y no era bueno para ninguno de los dos. —Se detuvo y miró a Camilo inescrutablemente—. Sabes, cuando vi en BordeRío que no te ibas, pensé que eras como yo. Todos abandonaban sus marionetas, pero tú no porque no tenías adónde huir, como yo.

—¿Qué?

—Vamos a lo que te interesa. Hay un especialista en la Clínica Alemana que tiene una mente un poco más abierta que el resto. Está metido con un culto, o algo así, que cree que todos somos poco menos que almas metidas en máquinas y que la máquina siempre es reparable, y que sólo es un transporte. El tipo se llama Daniel Prochnow y usa muchas tecnologías experimentales, muy caras.

—Mira, Alfonso, para mí la plata no es problema y no hay ningún tratamiento fuera de mi alcance.

—No, la plata no es el problema. Yo no te ofrecí una cura, Camilo, y Prochnow no es un médico como lo conocemos… —Otra pausa. Una puta pausa más y se iría—. Así fue nomás: tú no abandonabas tu marioneta y yo pensé que te iban a matar de verdad.

—No sé qué cresta estás tratando de decirme.

—Nada… y todo, es complicado. Sólo se lo puedes decir a alguien que ha pasado por lo mismo. Es algo tan difícil de explicar.

Y entonces tuvo una intuición. De esas que te dicen que las cosas van mal pero no por qué, una sensación particularmente desagradable por lo imprecisa. Levantó ambas manos para calmarle, pero también pareció que se protegía.

—Alfonso, mira, dímelo. Yo voy a entender, te lo juro.

—Lo peor es que ya no puedo responderte. —El androide señaló un punto impreciso a su lado.

No supo buscar al principio, pero luego vio las iniciales ANC. Sintió que algo se vaciaba en su interior como un torrente, que lo abandonaba y dejaba sólo una costra exánime. Había sido la noche más rara de su vida, casi la última. Y Alfonso lo había arrastrado a través de todo.

A.N.C. fue Alfonso Navarrete Castro alguna vez.

—Tu marioneta… no es una marioneta, ¿verdad?

—¿Adónde se va uno en su propio cuerpo?

—¿No hay cura?

Se enfocó en la infinidad de variaciones que hubieran acabado con él de vuelta en la casa, a la certidumbre de su vida. Pero había terminado allí, sin saber volver, y no se refería solamente a Las Condes. Reparó en el peso de la automática en su bolsillo, en lo útil que era ahora. La sacó y apuntó a la cabeza del androide con una determinación que venía de lo que quedaba de su vida uno-punto-cero.

—Camilo. Dame sólo cinco minutos, por favor.

Cinco minutos después, disparó.

 

 

3.

Allí no amanecía como en todos lados.

Las ciudades son monstruos que despiertan espantados y agitan las colas y se remueven rápidamente del fondo. Para Santiago, estar despierto era vibrar veintiocho mil veces por segundo desde las cinco de la mañana. Pero el Cementerio General era un lugar debajo del mar protegido por el último hálito de un millón de muertos. La luz ingresaba como un alud perezoso de crema batida y tampoco se colaba totalmente hasta los rincones, sino que se detenía justo allí donde las estatuas de mármol decían que ya iluminaba la lux aeterna.


Ilustración: SBA

Había gente allá afuera que vivía la existencia a través de las marionetas como en esos videojuegos de carreras de su niñez, en los que había que correr más veloz en cada vuelta para llegar a la meta y que te extendieran la vida. Él mismo era el paradigma de eso, muriendo en dos dimensiones, buscando una cura estúpidamente milagrosa. ¿Sería más fácil si tuviera que enfrentarlo como el resto? La muerte, como siempre, era un laberinto, por muy cerca que se estuviera.

Caminó hacia la salida del Cementerio General que da a Recoleta. Vio un edificio de nichos y se acercó al portal. Adentro, una pasarela en espiral ascendía flanqueada por las puertas tapiadas de las tumbas, que se interrumpía bruscamente contra el techo. El color oficial era un blanco solemne y anestésico que entró directamente hasta el centro de su cerebro. Un canto de pichones se oía suavemente en oleadas que, como los muertos, era intangible allí. «Alfonso quería tanto vivir, demasiado.»

Alfonso era un fantasma. Así le decían en ciertos círculos en los que había estado. Un mito urbano de alta tecnología que se negaba a morir y a su manera era una gran tragedia. «Mírame, estoy vivo, eso es lo que quería Alfonso. Es lo que te ofrezco. Como te dije, no hay un camino fácil.» ¿Por qué, por qué no? «No recuerdo nada del principio, pero aprendí a ser él en sus últimos siete meses con ayuda de Prochnow, todas sus virtudes y manías están conmigo. Ahora te toca a ti.» ¿Morirse y perderlo todo? ¿Morirse con todo el dolor del mundo y dejar que un ente tomara tu lugar? ¿Morirse sabiendo que otro tú, no tú, iba a seguir viviendo? «¡Ándate a la mierda!», y disparó.

Pero Camilo nunca tuvo tantas agallas. Sencillamente nunca fue ese tipo de hombre.

La bala atravesó el pecho por el lado izquierdo, donde no podía hacer tanto daño. Se levantó y miró sin palabras al androide abatido durante ese minuto tan largo. «No, Camilo, no me mires como si yo lo hubiera matado. Sé quién soy y no hay nada de culpa en mí. No soy Alfonso, soy algo más fuerte, soy su voluntad de estar vivo». Sacudió la cabeza y se alejó.

Luego de eso, de alguna manera, el duro cascarón del miedo lo dejó salir y vio todo con tal claridad. Santiago era una ciudad de muertos llena de vivos en nichos con conexiones de 1Tbit, navegando hacia la poshumanidad y la desmaterialización. Todos los muertos como Alfonso seguían caminando, todos los vivos ya estaban muertos. La ciudad era un símbolo matemático cosido con silicio a la costra de la Tierra: un círculo y una línea verticalmente oblicua que lo atravesaba por su centro. El signo de la máxima ausencia humana.

—¿Y qué vas a hacer? —dijo. La pregunta ascendió por la plataforma y las palabras se descrestaron en los murallones blancos.

Salió a la avenida Recoleta sin ver a nadie. Las líneas de alta tensión no zumbaban porque el dios eléctrico había abandonado la ciudad, había tanto silencio. Caminó siguiendo la línea divisoria de la calle como si fuera una cuerda floja. A un lado del abismo estaba el miedo, al otro, el dolor, en el extremo hacia adelante el vacío. Y entonces recordó la canción cálida en el trance de la muerte. Si había otra respuesta, tendría que pasar sobre su cadáver. Literalmente.

Le hizo gracia. Por primera vez en muchos meses sentía la cabeza despejada, como si fuera una casa destruida por un huracán que ya pasó, al fin libre de tanta violencia y miedo. Dio un paso justo por delante del otro, siguiendo la línea. Siguió así hasta que el modelo Parker se detuvo con un pie en el aire y ya no se movió más.

 

 

Luis Saavedra Vargas nació en 1971 en Santiago de Chile. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos siempre enfurecidos con buen gusto por las mujeres. Se le conoce mejor como editor del fanzine Fobos y los Púlsares, los libros que recogieron los relatos ganadores del concurso del fanzine, y en esta faceta ha decidido escribir relato largo, pero siempre está la opción del cuento corto, mucho más difícil. Su relato «Ol’fairies Bar» quedó finalista del concurso Domingo Santos 2005, en España, mientras que el segundo fue recopilado en la antología Años-Luz, sobre ciencia ficción chilena. Este relato apareció en la colección Poliedro 3 (2008, Chile), libros que publica anualmente el Grupo Poliedro, colectivo dedicado a la creación literaria fantástica en Chile.

Hemos publicado en Axxón: EL PAYASO DE PORCELANA (140), EL RÍO DEL MUNDO (158), OL’ FAIRIES BAR (162), LA CRÍPTICA CIENCIA FICCIÓN (ensayo) (171), EN EL MAR DE ÁRBOLES (201), VIAJERO INCANDESCENTE (203), BRINCADOR EN EL JARDÍN DE MUNDOS (207)

 


Este cuento se vincula temáticamente con MEMORIAS de Eduardo J. Carletti, UNA EN UN MILLÓN de Rodrigo Juri, LAS CLOACAS DEL PARAÍSO de Rodrigo Juri, EL [SUEÑO] [SERVICIO] [DESCANSO] [AMOR] [ETERNO] (TÁCHESE LO QUE NO CORRESPONDA) de Ariel Ledesma Becerra

 

Axxón 210 – septiembre de 2010
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia ficción : Realidad virtual : Androides : Chile : Chileno).

 

 

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