Revista Axxón » «Hermano menor» (Capítulo 12), Cory Doctorow - página principal

¡ME GUSTA
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Capítulo 12

La Sra. Gálvez sonreía de oreja a oreja.

—¿Alguien sabe de dónde proviene eso?

Un puñado de chicos coreó:

—La Declaración de la Independencia.

Asentí.

—¿Por qué lo has leído, Marcus?

—Porque parece que los fundadores de este país dijeron que los gobiernos deben mantenerse en la medida en que creamos que funcionan para nosotros y que si dejamos de creer en ellos deberíamos derrocarlos. Dice eso ¿no?

Charles meneó la cabeza.

—¡Fue hace cientos de años! —dijo—. ¡Ahora las cosas son diferentes!

—¿Qué es lo diferente?

—Bueno, por empezar, ya no tenemos rey. Ellos hablaban de un gobierno que existía porque el tatara-tatara-tatarabuelo de un viejo idiota creyó que Dios lo había puesto a cargo de todo y mató a todos los que no estaban de acuerdo con él. Ahora tenemos un gobierno elegido democráticamente…

—Yo no lo voté —dije.

—¿Y eso te da derecho a volar un edificio?

—¿Qué? ¿Quién habla de volar un edificio? Los yippies y los hippies y todos esos creían que el gobierno ya no los escuchaba… ¡mira cómo trataban a la gente que intentaba inscribir votantes en el sur! Los golpeaban, los arrestaban…

—Algunos fueron asesinados —dijo la Sra. Gálvez. Alzó las manos y esperó a que Charles yo nos sentáramos—. Ya casi se nos acabó el tiempo, pero quiero felicitarlos a todos por una de las clases más interesantes que he tenido. Ha sido una discusión excelente y he aprendido mucho de ustedes. Espero que también hayan aprendido uno del otro. Gracias por todas sus contribuciones.

»Tengo una tarea con créditos adicionales para los que deseen aceptar un pequeño desafío. Me gustaría que escribieran una monografía, comparando la reacción política de los movimientos antibélicos y de derechos civiles del área de la Bahía con la reacción de los movimientos de derechos civiles de hoy en día ante la Guerra contra el Terror. Tres páginas como mínimo, pero tómense el tiempo que quieran. Me interesa ver qué se les ocurre.

Un momento después, sonó el timbre y todos salieron del aula. Yo me quedé y esperé a que la Sra. Gálvez reparara en mí.

—¿Sí, Marcus?

—Fue genial —dije—. Nunca me enteré de todas estas cosas de los ’60.

—Los ’70 también. Vivir aquí siempre ha sido muy apasionante en tiempos políticamente cargados. Me gustó mucho tu referencia a la Declaración… fue muy inteligente.

—Gracias —dije—. Se me ocurrió de pronto. Nunca valoré realmente lo que significan esas palabras, hasta hoy.

—Bueno, eso es algo que a todo profesor le agrada escuchar, Marcus —dijo, y me estrechó la mano—. Estoy impaciente por leer tu monografía.

 

 

***

 

Compré el afiche de Emma Goldman camino a casa y lo puse sobre mi escritorio, fijándolo con tachuelas sobre una lámina vintage para luz negra. También me compré una camiseta de NO CONFÍES que tenía un photoshop de Grover y Elmo echando a patadas de Plaza Sésamo a los adultos Gordon y Susan. Me hizo reír. Más tarde, descubrí que ya había unos seis concursos en línea, en sitios como Fark, Worth1000 y B3ta, donde había que presentar photoshops que llevaran el eslogan, y también centenares de imágenes ya terminadas que aparecían en todos lados y que podían estamparse en cualquier producto que alguien decidiera fabricar en masa.

Mamá levantó una ceja al ver la camiseta y papá sacudió la cabeza y me dio un sermón sobre no buscarse problemas. Me sentí un poco reivindicado por su reacción.

Ange me encontró conectado otra vez y coqueteamos por IM hasta tarde otra vez. El furgón blanco con antenas regresó y apagué la Xbox hasta que se marchó. Todos nos habíamos acostumbrado a hacerlo.

Ange estaba muy entusiasmada con el concierto. Al parecer, sería monumental. Eran tantas las bandas que se habían anotado que se ya hablaba de montar un escenario B para los shows secundarios.

>¿Cómo habrán conseguido el permiso para hacer semejante ruido en ese parque durante toda la noche? Está rodeado de casas.

>¿Per-miso? ¿Qué significa per-miso? Cuéntame más de tu per-miso hu-ma-no.

>Guau… ¿es ilegal?

>Em… ¿hola? ¿ te preocupas por violar la ley?

>Buen punto.

>LOL

Sin embargo, sentí como una premonición de nerviosismo. O sea, ese fin de semana saldría con esa chica perfectamente genial, la llevaría —bueno, técnicamente, ella me llevaría a mí— a un evento ilegal en medio de un barrio con gran actividad

No cabía duda de que, como mínimo, sería interesante.

 

 

***

 

Interesante.

El público fue acercándose al Parque Dolores durante la larga tarde de sábado, entre los fenomenales lanzadores de frisbees y los paseadores de perros. Algunos también lanzaban frisbees o paseaban perros. No estaba realmente claro cómo resultaría el concierto, pero en los alrededores había mucha policía y gente de incógnito. Los de incógnito se detectaban porque, como Grano y Moco, tenían el cabello cortado a lo Castro y físicos de Nebraska: tipos rechonchos de pelo corto y bigotes hirsutos. Se desplazaban de aquí para allá y parecían torpes e incómodos con sus pantalones cortos gigantescos y su camisas sueltas que, sin duda, cubrían el candelabro de equipos que colgaba de sus cinturas.

El Parque Dolores es bonito y soleado, con palmeras, canchas de tenis y muchos cerros y arboledas donde correr o pasar el rato. Por la noche hay personas sin techo que duermen allí, pero ocurre lo mismo en toda San Francisco.

Me encontré con Ange calle abajo, en la librería anarquista. Por sugerencia mía. En retrospectiva, fue una movida completamente transparente con la intención de parecerle moderno y atrevido, pero en ese momento hubiera jurado que había escogido el lugar sólo porque era conveniente para encontrarnos. Cuando llegué, ella estaba leyendo un libro titulado Contra la pared, hijo de puta.

—Muy bonito —dije—. ¿Con esa boca besas a tu madre?

—Mamá no se queja —contestó—. En realidad, es la historia de un grupo de gente como los yippies, pero de Nueva York. Siempre usaban esas palabras como apellido, estilo «Ben HDP». La idea era que existiese un grupo que generara noticias, pero con nombres totalmente imposibles de imprimir. Sólo para joder a los medios de información. Bastante raro, por cierto. —Volvió a poner el libro en el estante y me pregunté si debía abrazarla. La gente de California se abraza cuando se saluda y se despide, todo el tiempo. Salvo cuando no lo hacen. Y a veces se besan en la mejilla. Es todo muy confuso.

Ange lo resolvió por mí, estrechándome en un abrazo, bajándome la cabeza, besándome con fuerza en la mejilla y luego soplando contra mi cuello para producir el ruido de un pedo. Me reí y la empujé.

—¿Quieres un burrito? —pregunté.

—¿Es una pregunta o una declaración de lo obvio?

—Ninguna de las dos. Es una orden.

Compré unas pegatinas graciosas que decían ESTE TELÉFONO ESTÁ INTERVENIDO y que tenían el tamaño justo para ponerlas en los receptores de los teléfonos públicos que aún bordeaban las calles de Mission, pues era la clase de barrio donde vivía gente que no necesariamente podía pagar un celular.

Caminamos bajo el aire nocturno. Le conté a Ange de la escena del parque antes de irme de allí.

—Seguro que tienen cien de esos camiones estacionados alrededor de la manzana —dijo—. Para arrestarte mejor.

—Eh… —Miré a mi alrededor—. Esperaba que dijeras algo como «Bah, no hay posibilidad de que hagan nada».

—No creo que sea la idea, en realidad. La idea es poner a un montón de civiles en una situación donde la policía tenga que decidir: «¿vamos a tratar a todas estas personas corrientes como terroristas?». Es un poco como clonar RFID, pero con música en lugar de aparatos. Tú clonas, ¿no?

A veces olvidaba que mis amigos no saben que Marcus y M1k3y son la misma persona.

—Sí, un poco —dije.

—Esto es como clonar, pero con un montón de bandas geniales.

—Entiendo.

Los burritos de Mission son una institución. Son baratos, inmensos y deliciosos. Imagina un tubo del tamaño de un proyectil de bazuka, lleno de carne a la parrilla con especias, guacamole, salsa, tomate, refrito de alubias, arroz, cebolla y cilantro. Se parece tanto a un Taco Bell como un Lamborghini se parece a su réplica de juguete. En Mission hay unos doscientos locales de burritos. Son todos heroicamente horrendos, con asientos incómodos, decoración mínima —desteñidos afiches de la oficina de turismo mexicana y hologramas de Jesús y María con marco electrificado— y música mariachi a todo volumen. Lo que los distingue, principalmente, es la clase de carne exótica con la que rellenan sus productos. Los lugares realmente auténticos los sirven de seso y de lengua, que yo nunca pido, pero que es agradable saber que existen.

El sitio donde fuimos tenía de sesos y de lengua, que no pedimos. Yo escogí el de carne asada, ella el de pollo picado, y los dos un gran vaso de horchata.

En cuanto nos sentamos, ella desenrolló su burrito y sacó una pequeña botella del bolso. Era un aerosol de acero inoxidable que tenía todo el aspecto de una unidad de gas pimienta para defensa personal. Lo apuntó a las tripas expuestas del burrito y las cubrió con un fino rocío rojo y aceitoso. Respiré un poco de eso, se me cerró la garganta y me saltaron lágrimas.

—¿Qué diablos le haces ese pobre burrito indefenso?

Me sonrió, traviesa.

—Soy adicta a la comida picante —dijo—. Es un rociador de aceite de capsaicina.

—Capsaicina…

—Sí, lo que le ponen al rociador de pimienta. Es como el rociador de pimienta, pero ligeramente más diluido. Y mucho más delicioso. Piénsalo como gotas oftálmicas picantes.

Me ardieron los ojos de sólo imaginarlo.

—Es broma —le dije—. No vas a comerte eso.

Levantó las cejas.

—Me suena a desafío, hijo mío. Sólo mírame.

Enrolló el burrito con tanto cuidado como un fumón enrolla un porro, metiendo los extremos hacia dentro y luego envolviéndolo otra vez en el papel de aluminio. Peló uno de los extremos y se lo llevó a la boca, dejándolo en el aire, delante de sus labios.

Hasta el mismo instante en que lo mordió, yo no creí que iba a comérselo. O sea, lo que acababa de echarle a su cena era básicamente un arma antipersonal.

Lo mordió. Masticó. Tragó. Me dio toda la impresión de que estaba comiendo algo delicioso.

—¿Quieres un bocado? —dijo con inocencia.

—Sí —dije. Me gusta la comida picante. En los restaurantes pakistaníes, siempre pido el curry que figura con la clasificación «cuatro pimientos» en el menú.

Gran error.

¿Conoces esa sensación que te invade cuando comes un gran bocado de rábano picante, wasabi o como se llame, que es como si los senos nasales se te cerraran al mismo tiempo que la tráquea, mientras tu cabeza se llena de aire estancado, caliente como una explosión nuclear, que trata de salir por tus ojos llorosos y los orificios de tu nariz? ¿Esa sensación de que te va a salir vapor por las orejas como si fueses un personaje de dibujo animado?

Esto era mucho peor.

Era como poner la mano sobre una estufa caliente, pero no era tu mano: era todo el interior de tu cabeza, de tu esófago y más abajo, hasta el estómago. Todo mi cuerpo se deshizo en sudor, al tiempo que me ahogaba y seguía ahogándome.

Sin decir palabra, Ange me pasó la horchata y logré meterme la pajilla en la boca y sorber con fuerza, bebiéndome la mitad de una sola vez.

—Hay una escala, la escala de Scoville, de la que acostumbramos hablar los fanáticos del ají picante cuando evaluamos cuán picante es un ají. La capsaicina pura equivale a 15 millones de Scovilles. El tabasco, a unos 50.000. El gas pimienta, unos saludables 3 millones. Esto que uso equivale a unos deplorables 200.000, más o menos igual de picante que un chile habanero suave. Tardé alrededor de un año en adaptarme, poco a poco. Algunas cosas realmente extremas pueden llegar a 1 millón o algo así, veinte veces más picantes que el tabasco. Soberanamente picantes. A temperaturas Scoville como esas, tu cerebro se inunda totalmente de endorfinas. Es una droga mejor que el hashish. Y te hace bien.

Ahora mis senos nasales se estaban recuperando y ya podía respirar sin jadear.

—Por supuesto, cuando estás en el inodoro sientes un aro de fuego atroz allá abajo —dijo ella, guiñándome un ojo.

¡Ay!

—Estás demente —le dije.

—Lo dice un tipo cuyo pasatiempo es construir y destrozar laptops —dijo.

Touché —respondí, tocándome la frente.

—¿Quieres un poco? —Me ofreció el rociador.

—Paso —dije, tan rápido que los dos nos reímos.

Cuando salimos del restaurante y nos dirigimos al Parque Dolores, me puso el brazo alrededor de la cintura y descubrí que tenía la altura justa para que yo le rodeara los hombros con el mío. Eso era nuevo. Nunca fui alto y las chicas con las que había salido siempre eran de mi misma estatura. Las chicas adolescentes crecen más rápido que los chicos… un cruel truco de la naturaleza. Era agradable. Se sentía bien.

Dimos vuelta a la esquina en la Calle 20 para ir al Dolores. Pero antes de que avanzáramos un paso más, sentimos el zumbido. Era como el rumor de un millón de abejas. Había mucha gente circulando hacia el parque y, cuando miré en esa dirección, vi que estaba unas cien veces más lleno que al marcharme para ir al encuentro de Ange.

El panorama me calentó la sangre. Era una noche hermosa, fresca, y estábamos a punto de festejar, de festejar de verdad, de festejar como si no existiera un mañana. «Coman, beban y sean felices, porque mañana moriremos».

Sin decir nada, ambos comenzamos a trotar. Había montones de policías de rostros tensos, ¿pero qué diablos iban a hacer? En el parque había mucha gente. No soy muy bueno para calcular multitudes. Más tarde, los periódicos citaron a los organizadores, que dijeron que había 20.000 personas; la policía dijo 5.000. Tal vez significa que había 12.500.

Como sea. Nunca había estado entre tanta gente, formando parte de un evento no programado, no permitido, ilegal.

En un instante estuvimos entre el público. No puedo jurarlo, pero creo que no había nadie mayor de veinticinco entre esos cuerpos apretujados. Todos sonreían. Había algunos niños de diez o doce años y eso me hizo sentir mejor. Nadie quería que los niños se lastimaran. Iba a ser una noche de primavera gloriosa, de celebración.

Deduje que lo que había que hacer era llegar a las canchas de tenis empujando gente. Nos abrimos paso entre la multitud, tomándonos de las manos para permanecer juntos. Claro que permanecer juntos no exigía que entrelazáramos los dedos. Eso fue estrictamente por placer. Era muy placentero.

Las bandas estaban dentro de las canchas de tenis, con sus guitarras, mezcladores, teclados y hasta baterías. Más tarde, en la Xnet, encontré una galería de Flickr con fotos de los músicos trayendo todos los equipos de contrabando, pieza por pieza, dentro de bolsos de gimnasia y debajo de sus abrigos. Además, había enormes altavoces, como los que se ven en las tiendas de accesorios para automóviles y, entre ellos, una pila de baterías de coche. Me reí. ¡Genios! Con eso iban a darle electricidad a los equipos. Desde donde yo estaba, veía que eran baterías de un automóvil híbrido, el Prius. Algunos habían sacrificado sus ecomóviles para suministrar energía al entretenimiento de la noche. Las baterías llegaban hasta fuera de las canchas, apiladas contra la valla metálica, y se conectaban con la torre principal por medio de unos cables que habían pasado a través del alambrado. Conté… ¡200 baterías! ¡Dios! Esas cosas pesaban una tonelada, además.

No podían haber organizado esto sin correos electrónicos, wikis y listas de correo. Y no era posible que personas tan inteligentes lo hubiesen hecho a través de la Internet pública. Apostaba mi botas a que todo había sucedido en la Xnet.

Nos pusimos a rebotar entre la gente un rato, mientras las bandas afinaban y conversaban unas con otras. A la distancia, vi a Trudy Doo en las canchas de tenis. Parecía estar dentro de una jaula, como un luchador profesional. Vestía un top rasgado y llevaba el cabello largo, peinado con rastas de color rosado fluorescente que le llegaban hasta la cintura. Tenía un pantalón de camuflaje militar y unas botas góticas enormes, con puntera de acero. Mientras la miraba, tomó una pesada chaqueta de motociclista, raída como un guante de béisbol, y se la puso como una armadura. Probablemente lo era, se me ocurrió.

Traté de saludarla con la mano, para impresionar a Ange supongo, pero no me vio y yo parecía un idiota, así que no continué. La energía de la multitud era asombrosa. Uno oye hablar de la «vibra» y la «energía» que generan los grandes grupos de personas, pero hasta que lo experimentas es posible que pienses que sólo se trata de una figura del lenguaje.

No lo es. Es la sonrisa, contagiosa y enorme como una sandía, en todos los rostros. Todos moviéndose un poco, siguiendo un ritmo inaudible, balanceando los hombros. Gente que camina. Chistes y risas. El tono de todas la voces, tenso y excitado como estuvieran por lanzar fuegos artificiales. Y no puedes evitar ser parte de ello. Porque lo eres.

Cuando empezaron las bandas, me sentía completamente drogado con la vibra de la multitud. El número de apertura era una especie de turbo-folk serbio que no pude descubrir cómo bailar. Yo sé bailar exactamente dos clases de música: trance (circular de aquí para allá con desgano y dejar que la música te mueva) y punk (poguear y moshear de aquí para allá hasta que te lastimas o quedas exhausto o las dos cosas). Siguieron unos hip-hoperos de Oakland, acompañados por una banda de thrash metal, que sonaron mejor de lo que puede parecer. Después, un pop cursi. Y después subieron al escenario las Speedwhores y Trudy Doo se acercó al micrófono.

—Me llamo Trudy Doo y si confían en mí son unos idiotas. Tengo treinta y dos años y ya es demasiado tarde para mí. Estoy perdida. Estancada en la vieja manera de pensar. Todavía doy por sentada mi libertad y permito que otros me la arrebaten. ¡Ustedes son la primera generación que crece en el Gulag Norteamericano y que sabe cuánto vale su libertad hasta el último puto centavo!

La muchedumbre rugió. Trudy comenzó a tocar acordes rápidos, cortos y nerviosos en la guitarra; la bajista, una chica gorda y enorme con un corte de cabello varonil, botas aún más enormes y una sonrisa que podía abrir botellas de cerveza ya estaba tocando rápido y fuerte. Yo quería saltar. Me puse a saltar. Ange saltó conmigo. Sudábamos copiosamente bajo la noche, que olía a transpiración y humo de marihuana. Los cuerpos calientes se apretaban contra nosotros desde todos los flancos. Ellos también saltaban.

—¡No confíes en nadie mayor de 25! —gritó Trudy.

Rugimos. Éramos una sola e inmensa garganta animal, rugiendo.

—¡No confíes en nadie mayor de 25!

—¡No confíes en nadie mayor de 25!

—¡No confíes en nadie mayor de 25!

—¡No confíes en nadie mayor de 25!

—¡No confíes en nadie mayor de 25!

—¡No confíes en nadie mayor de 25!

Trudy tocó unos acordes, golpeando la guitarra con fuerza y la otra guitarrista, una chica que parecía un duende con el rostro erizado de piercings, se sumó a la improvisación, tocando un uiidi diii uiidi diii diii agudo más allá del doceavo traste.

—¡Es nuestra puta ciudad! ¡En nuestro puto país! Ningún terrorista nos la puede quitar mientras seamos libres. ¡Cuando no somos libres ganan los terroristas! ¡Rescátenla! ¡Rescátenla! ¡Son lo bastante jóvenes y lo bastante estúpidos como para no saber que no tienen posibilidad de ganar… y por eso son los únicos que pueden llevarnos a la victoria! ¡Rescátenla!

—¡RESCÁTENLA! —rugimos. Le dio a la guitarra con fuerza. Aullamos la nota y entonces sí empezaron a hacer mucho, mucho ruido.

 

 

***

 

Bailé hasta que no pude bailar más por el cansancio. Ange bailó a mi lado. Técnicamente, estuvimos frotando nuestros cuerpos sudorosos uno contra otro durante varias horas pero, créase o no, yo no estaba para nada excitado. Bailamos, perdidos en el ritmo, el estruendo y los gritos… ¡RESCÁTENLA! ¡RESCÁTENLA!

Cuando ya no pude bailar más, la tomé de la mano y ella apretó la mía como si estuviera sujetándose para no caer de un edificio. Me arrastró hacia el borde del gentío, donde estaba más despejado y fresco. Allí, en las márgenes del Parque Dolores, el aire nos enfrió y el sudor de nuestros cuerpos se volvió instantáneamente helado. Comenzamos a temblar y ella me rodeó la cintura con los brazos.

—Caliéntame —ordenó.

Yo no necesitaba el dato. La abracé. Su corazón era el eco del ritmo rápido que venía del escenario… un solo de percusión veloz, furioso, sin palabras.

Ange olía a sudor, un aroma penetrante y encantador. Sabía que yo también olía a sudor. Mi nariz apuntaba a la parte superior de la cabeza de ella y su rostro se apoyaba contra mi clavícula. Desplazó las manos hasta mi cuello y tiró hacia abajo.

—Baja; no traje escalera —fue lo que dijo, y yo traté de sonreír, pero es difícil sonreír cuando estás besando.

Como dije, había besado a tres chicas en mi vida. Dos de ellas nunca habían besado a nadie. La otra salía con chicos desde los doce años. Tenía problemas.

Ninguna de ellas besaba como Ange. Transformó toda su boca en algo suave, como el interior de una fruta madura, y no metió la lengua en mi boca impetuosamente, sino deslizándola con suavidad y, al mismo tiempo, succionando mis labios hacia el interior de la suya, entonces era como si nuestras bocas se fundieran. Me oí gemir; la apreté y la abracé aún más fuerte.

Lenta, suavemente, bajamos al césped. Nos echamos de costado y nos abrazamos, besándonos sin parar. El mundo desapareció. Sólo existían los besos.

Mis manos buscaron sus nalgas, su cintura. El borde de su camiseta. Su cálido vientre, su ombligo suave. Los dos se elevaron un poco. Ella también gemía.

—Aquí no —dijo—. Vamos allá. —Señaló la acera de enfrente, la gran iglesia blanca que le da su nombre al Parque Dolores de Mission y al barrio de Mission. Tomados de las manos, moviéndonos rápidamente, cruzamos a la iglesia. En el frente del edificio había unos pilares grandes. Ella me puso de espaldas contra uno de ellos y volvió a bajar mi cara hasta la suya. Mis manos volvieron, rápida y audazmente, a su camiseta. Las deslicé por su pecho.

—Se abre en la espalda —susurró ella contra mi boca. Yo tenía una erección capaz de cortar un vidrio. Llevé las manos hasta su espalda, que era fuerte y ancha, y encontré el gancho con mis dedos temblorosos. Estuve chapuceando un rato, pensando en todos los chistes basados en lo ineptos que somos los hombres para desabrochar sostenes. Yo era uno de esos. Entonces, el gancho se abrió. Ella jadeó contra mi boca. Le acaricié el cuerpo con las manos, sintiendo la humedad de sus axilas —algo que, por alguna razón, me pareció seductor y no desagradable— y rocé los costados de sus senos.

Fue entonces cuando comenzaron a escucharse las sirenas.

Sonaban más estridentes que cualquier cosa que hubiese oído antes. El sonido era como una sensación física, como algo que explotaba bajo tus pies y te despegaba del suelo. Un sonido tan fuerte que era lo máximo que tus oídos podían procesar… y luego aún más fuerte.

—DISPÉRSENSE DE INMEDIATO —dijo una voz, como si Dios estuviera bramando en mi cráneo.

—ESTA REUNIÓN ES ILEGAL. DISPÉRSENSE DE INMEDIATO.

La banda había dejado de tocar. En la acera de enfrente, el sonido que provenía de la multitud cambió. Se volvió asustado. Enojado.

Escuché un clic cuando subieron el volumen del sistema de altavoces y baterías de auto, en las canchas de tenis.

—¡RESCÁTENLA!

Era un aullido desafiante, como algo que se grita por sobre el ruido del oleaje o desde un acantilado.

—¡RESCÁTENLA!

La muchedumbre gruñó, un sonido que me erizó los pelos de la nuca.

—¡RESCÁTENLA! —cantaban—. ¡RESCÁTENLA RESCÁTENLA RESCÁTENLA!

Los policías se adelantaron formando filas, con sus escudos de plástico y cascos de Darth Vader que les cubrían las caras. Todos empuñaban una porra negra y llevaban gafas infrarrojas. Parecían soldados salidos de una película bélica futurista. Avanzaron un paso al unísono y cada uno de ellos golpeó el escudo con la porra: un sonido de quiebre, como si la tierra se abriera. Otro paso, otro crac. Rodeaban todo el parque y el círculo se estaba cerrando.

—¡DISPÉRSENSE DE INMEDIATO! —volvió a decir la voz de Dios. Ahora había helicópteros encima de nuestras cabezas. Sin reflectores. Las gafas infrarrojas, claro. Por supuesto. También tendrían lentes infrarrojas en el cielo. De un tirón, metí a Ange en el umbral de la iglesia, ocultándonos de los policías y los helis.

—¡RESCÁTENLA! —rugían los altavoces. Era el grito de rebeldía de Trudy Doo. La escuché rasguear unos acordes en la guitarra con violencia; después, a la baterista tocando; después, el bajo grave y profundo.

—¡RESCÁTENLA! —respondió el gentío, y el parque explotó frente a las hileras de policías.

Nunca he estado en la guerra, pero ahora creo saber a qué se parece. Se parece a unos chicos asustados que corren por un parque, cargando contra una fuerza opositora; que saben lo que va a ocurrir, pero que no obstante siguen corriendo, gritando, aullando.

—DISPÉRSENSE DE INMEDIATO —dijo la voz de Dios. Salía de los camiones estacionados en todo el perímetro del parque, que se habían ubicado en sus lugares en los últimos segundos.

Entonces cayó el rocío. Provenía de los helis y a nosotros nos afectó marginalmente. Sentí que se me volaba la tapa de los sesos. Sentí que me perforaban los senos de la nariz con un picahielo. Se me hincharon los ojos, comencé a lagrimear y se me cerró la garganta.

Gas pimienta. No de 200.000 Scovilles. De un millón y medio. Gasearon al público.

No vi lo que ocurrió a continuación, pero lo escuché por encima los sonidos que emitíamos Ange y yo mientras, abrazados, nos ahogábamos. Primero, los sonidos de la asfixia, de la náusea. La guitarra, la batería y el bajo callaron de golpe. Después, toses.

Después, alaridos.

Los alaridos continuaron largo rato. Cuando pude ver de nuevo, los policías tenían las gafas en la frente y los helis inundaban el Parque Dolores con tanta luz que parecía de día. Todos ellos miraban al parque, lo cual era bueno porque, con semejantes luces encendidas, Ange y yo éramos completamente visibles.

—¿Qué hacemos? —dijo ella. Su voz sonaba tensa, asustada. Por un momento, no me atreví a hablar. Tragué saliva varias veces.

—Nos vamos caminando —dije—. Es lo único que podemos hacer. Alejarnos. Como si fuésemos dos personas que pasaban por aquí. Bajamos por Dolores, giramos a la izquierda y subimos por la 16. Como si pasáramos por aquí. Como si no fuera asunto nuestro.

—Nunca funcionará —dijo ella.

—Es todo lo que se me ocurre.

—¿No crees que deberíamos salir corriendo?

—No —dije—. Si corremos nos perseguirán. Tal vez, si caminamos, pensarán que no hemos hecho nada y nos dejarán en paz. Tienen muchos arrestos que hacer. Estarán ocupados un buen rato.

El parque estaba repleto de cuerpos, chicos, adultos, aferrándose la cara y jadeando. Los policías los arrastraban tomándolos de las axilas, los maniataban con esposas de plástico y los arrojaban al interior de los camiones como si fuesen muñecos de trapo.

—¿OK? —dije.

—OK —dijo ella.

Y eso fue lo que hicimos. Caminamos tomados de la mano, rápidos y serios, como dos personas que desean evitar cualquier disturbio generado por otros. La clase de andar que adoptas cuando quieres simular que no ves a un mendigo o cuando no quieres involucrarte en una pelea callejera.

Funcionó.

Llegamos a la esquina, giramos y seguimos avanzando. Ninguno de los dos se atrevió a hablar hasta dos calles después. Entonces dejé escapar un jadeo que no sabía que estaba reteniendo.

Llegamos a la 16 y giramos por la calle Mission. Normalmente, el barrio es bastante aterrador a las 2:00 a.m. del sábado por la noche. Pero esa noche fue un alivio ver a los mismos drogones, prostitutas, traficantes y borrachos de siempre. No había policías con porras, no había gases.

—Mmm —dije, inhalando el aire nocturno—. ¿Café?

—A casa —dijo ella—. Por ahora, mejor a casa. Café, más tarde.

—Sí —coincidí. Ella vivía en Hayes Valley. Avisté un taxi que pasaba por allí y lo llamé. Fue un pequeño milagro: en San Francisco, los taxis casi nunca aparecen cuando los necesitas.

—¿Tienes dinero para pagar el viaje a tu casa?

—Sí —dijo ella. El conductor nos miró por la ventanilla. Abrí la puerta trasera para que no se escapara.

—Buenas noches —dije.

Ange me rodeó la cabeza con las manos y atrajo mi rostro hacia el suyo. Me besó en la boca con fuerza. No había nada sexual en ese beso, pero por eso mismo me pareció más íntimo.

—Buenas noches —me susurró en el oído, y luego se introdujo en el taxi.

Con la cabeza dándome vueltas, con los ojos llorosos, con una tremenda vergüenza por haber dejado a tantos usuarios de la Xnet en las tiernas manos del DSI y el SFPD, me encaminé a casa.

 

 

***

 

El lunes por la mañana, el que estaba de pie frente al escritorio de la Sra. Gálvez era Fred Benson.

—La Sra. Gálvez ya no dará clases a este grupo —dijo cuando todos nos sentamos. Tenía un tono de autocomplacencia que reconocí de inmediato. Siguiendo una corazonada, miré a Charles. Sonreía como si fuera su cumpleaños y hubiera recibido el mejor regalo del mundo.

Levanté la mano.

—¿Por qué?

—Es política del Consejo que los asuntos relativos a los empleados no se discuten con nadie, salvo con los mismos empleados y con el comité de disciplina —dijo Benson, sin siquiera molestarse en ocultar cuánto le gustaba decirlo—. Hoy comenzaremos una nueva unidad que trata de la seguridad nacional. Los LibrosEscolares ya tienen los textos. Por favor, ábranlos y vayan a la primera pantalla.

La primera pantalla estaba engalanada con un logo del DSI y el siguiente título: LO QUE TODO NORTEAMERICANO DEBE SABER SOBRE SEGURIDAD INTERIOR.

Me dieron ganas de estrellar el LibroEscolar contra el suelo.

 

 

***

 

Había quedado en reunirme con Ange en un café de su barrio, después de la escuela. Subí al BART y acabé sentándome junto a dos tipos de traje. Leían el San Francisco Chronicle, que tenía una página completa dedicada a la «revuelta juvenil» del Parque Dolores de Mission. Chasqueaban la lengua y cacareaban sobre el artículo. Uno le dijo al otro:

—Parece que les lavaron el cerebro o algo así. Dios mío… ¿nosotros éramos tan estúpidos a esa edad?

Me levanté y me cambié de asiento.

 

 

SIGUIENTE

 

 

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