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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ARGENTINA

 

Otra vez borracho.

Bien entrada la noche, el Orestes le volvía borracho. Otra vez.

Romelia supo lo que vendría. Sí, ella tenía aprendida la lección. Total, cada vez pasaba más seguido. Se hizo un ovillo en la cama y aguardó atenta.

—¡A ver! —gritó él—. El hombre llega a su rancho y nadie sale a recibirlo. Encima está oscuro. ¡No me veo ni las alpargatas, carajo!

Sin decir más fue directo a la cama. Le dio un beso al porrón de grapa antes de tirar de las cobijas.

Ella, ya vestida con pantalones y blusa, se sentó en el borde como tocada por electricidad. Al mirarlo, lo odió. Sí: lo odió. Y que no le viniesen con esas boberías de que se pasa del odio al amor. Romelia nunca había amado al Orestes… ni jamás lo amaría. Ella se fue con él por no ser una carga para los suyos, una boca más para alimentar. Su madre le había encajado al Orestes porque es un buen partido, nena. Y ella, flor de estúpida, había aceptado venir a este rancho perdido en medio de la selva. Qué vida más puta.

Se tensó, lista para saltar…

…y se lanzó hacia la puerta.

Él se sorprendió sólo un momento y corrió tras ella. La agarró de los pelos, de esos pelos largos, lacios, renegridos. Justo antes de la tranquera la agarró.

—¡Quién te enseñó, hijaputa, a tratar así a tu hombre!

—¿Hombre? Por aquí no veo ningún hombre.

Orestes empuñó el porrón por el pico y lo rompió contra el poste de la tranquera.

—¡Te voy a marcar, hijaputa!

Romelia mordió la muñeca que sostenía el filo. Mordió la esponjosidad de la carne, el estertor del brazo al querer soltarse, el sabor metálico de la sangre que se le colaba por entre los dientes.

Orestes cerró el puño libre y se lo descargó en la oreja. Ella cayó girando hasta detenerse, de rodillas, en el suelo. Aunque mareada, sabía lo que vendría, lo sabía bien: la cagarían a palos. Apoyó las manos en la tierra. En esa tierra polvorienta de fina arcilla colorada.

No. Esta noche no, la puta que te parió.

Tomó un buen puñado y se la arrojó a los ojos. No se quedó a ver: menuda, joven y ágil, saltó la tranquera y se perdió en la selva.

 

 

La luna rozaba las copas de los árboles cuando Romelia se detuvo.

El arroyo cortaba en semicírculo aquel pequeño claro. La vegetación del otro lado del agua parecía la de siempre. Pero, de su lado, árboles fosforescentes se retorcían en figuras irracionales entrelazándose en las copas.

Ella se arrodilló, jadeando. Los pastos, a pesar de la cercanía del agua, se mantenían tercamente secos. Y, en contraposición, en el ambiente se respiraba humedad. Una malsana humedad.

Pero Romelia no veía la insensatez que la naturaleza desplegaba en ese claro; para ella, aquellos signos no hacían más que resaltar su desdicha.

Se mojó la cara y el cuello con el agua marrón que corría perezosa. Y lloró.

Lloró desesperada y convulsivamente. La luna ya se escondía, roja, tras los árboles, y Romelia se desahogó:

—¡Cualquier cosa con tal de conocer al amor… al amor de verdá! ¡Cualquier cosa por morir y matar de amor!

Un viento helado se ensañó en su pelo y se le erizó la piel: del otro lado del riacho le llegaba aquello casi imperceptible, un rumor característico pero a la vez extraño.

Una víbora.

Una víbora desplazándose por la hojarasca.

Pero sus conocimientos de la selva le dijeron que era una víbora muy grande. Luego, así como empezó, el deslizamiento terminó: de golpe, sin aviso.

De la foresta del otro lado del río emergió una mujer alta y delgada. Vestía una brillante túnica negra. Caminó paralelo al arroyo, y entonces giró y cruzó por un puente que Romelia no había advertido.

Pronto las dos quedaron frente a frente. La túnica dejaba entrever un cuerpo perfecto. Romelia vio una cara angulosa, donde la inmensa boca de labios finos sonreía enigmática. Nariz pequeña, un tanto chata. Y los ojos… Los ojos la sacudieron: ardientes en su opacidad, las pupilas los abarcaban por completo. Produjeron tal conjuro que Romelia se paralizó.

La otra se le acercaba. Más que una mujer, un encantamiento.

—Tu petisssión —dijo, sibilante— puede costarte muy cara.

Acarició la cara de Romelia, que sintió asco ante aquella piel fría y áspera. Y retrocedió para evitar que la siguiera tocando.

—¿Qué petición? ¿Quién es usted?

—Sigue el curso del río —le dijo la mujer—. Y pronto verás una gran higuera, la única de esta parte de la selva. Allí tuerce hacia la izquierda. Darás con caminos conocidos. Mi beso, que todo lo transforma, hará el resto.

Y, con la túnica al viento, la desconocida volvió a cruzar el puente. Antes de que el sol saliera, Romelia recibió una última mirada.

 

 

De vuelta al rancho, vio los destrozos de la borrachera. Lo que más le dolió fue la quinta, las plantas que les brindaban alimento: desparramadas, pisoteadas, rotas, revueltas en un amasijo irreconocible.

Confiada desde chica en el esfuerzo de sus manos, suspiró. Se ató el pelo, tomó la azada, trabajó la tierra.

 

 

El sol del mediodía picaba cuando apareció el Orestes. Se había vendado la muñeca con un trapo.

Romelia revisó la mordedura. Se le estaba infectando. Fue hasta la planta de aloe y masticó un pedazo hasta volverlo pulpa, que escupió sobre un puñado de arcilla, y puso sobre la herida esa masa pegajosa. Volvió a vendar.

—Perdoname, Romelia, si sabés que cuando me mamo no sé lo que hago.

Ella lo miró fijo. Cuando no tenía la puta costumbre de mamarse, era una persona. Y una persona cariñosa. Lo hubiese querido. Amado nunca, pero sí querido. Hasta le hubiera dado hijos.

—Vamos a comer —dijo ella—. Después de la siesta, me voy al pueblo. La tía tenía unos gajos para mí. A ver si puedo arreglar este desastre.

—Mientras —él agachó la cabeza y habló en un susurro—, te voy carpiendo la tierra.

 

 

Romelia vio el pueblo —ese rejunte de casas destartaladas— con ojos acostumbrados. Si desde gurisa todo seguía sin cambios. ¿Cómo no se daba cuenta la gente de que mal podía llamarse «pueblo»? Y el olor. A ella la habían parido en la selva; los olores de las construcciones sin ventilar le revolvían las tripas. Nunca entendería a los gringos, que vivían entre ladrillos, y que por esa estupidez se creían gran cosa.

Cualquiera que no hubiese nacido en aquella ranchada vería las casas como guijarros desparramados por las márgenes del río. Algo resaltaba en medio de aquella pobreza: el almacén de ramos generales de don Efraín. Tres pisos de sólido cemento se aventuraban a competir en altura con los árboles de las orillas. La única casa que poseía muelle. Y a la derecha, quitándole terreno a la selva, don Efraín había levantado tres chozas —que él llamaba «mis cabañitas» —, para atender a los turistas que cada tanto caían por ahí.

Pero ahora no estaban en temporada, y al gallego no le entraba un peso. Y ella justo le debía, así que pensó en aprovechar para llorarle miseria. Seguro que no había nadie, ningún turista. Mejor: a Romelia no le gustaba que la oyesen mendigar. Las mujeres de la casa, vaya y pase. Aunque se las veía poco por el negocio.

—Buenas, don Efraín —dijo y estiró el cogote tratando de ver adentro—. ¿Está solo en casa? Disculpe por la demora, pero el Orestes todavía no cobró la quincena, ¿sabe?

—Pero, mi niña, ¿para eso te has llegado hasta aquí? —como bienvenida, Efraín levantó las manos enormes—. Ven, pasa, pasa. ¿Deseas más crédito?

—¿Qué…? —Ella no cayó en la cuenta de inmediato—. No. No es eso. —Juntó las manos atrás mientras dibujaba una medialuna con la punta de la alpargata—. Vine a lo de mi tía y aproveché. Apenas el Orestes…

—Sí, sí. —Don Efraín entró la panza y enderezó su corpachón para salir de detrás del mostrador—. Tú eres buena pagadora, maja. —Le palmeó el hombro paternalmente, pero a ella le dio la sensación de que un yacaré la golpeaba con la cola—. Mejor no hablemos de eso —siguió diciendo el gallego—. Hoy es uno de los días más felices de mi vida, Romelia. Hoy llega de España mi sobrino. ¡Mi sobrino, qué delicia! El hijo único de Herminia.

—¿Herminia?

—Sí, Herminia, mi melliza —y Efraín abanicaba sus manazas mientras la cara lechosa se le llenaba de manchas rojas como a quien le falta el aire—. ¿Te das cuenta, mi niña? ¡Joder! Con la Herminia hace como treinta años que… —y largó una tos tan violenta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Respiraba por la boca, y Romelia pudo verle los dientes puntiagudos, como de piraña fuera del agua—. Treinta años que no la veo. —Se sentó en un banco, respiró entrecortado llevándose las manos al pecho—. Disculpa, pero estoy muy emocionado.

—Ah, bueno. Pero respire, don, respire —ella temía que al gringo le diera un ataque—. Tranquilo. Mire, don Efraín, que no lo entretengo más. Otro día vengo.

—¿Otro día? —respiró hondo, tratando de relajarse—. ¿Cómo que otro día, guapa? ¡Coño! Nada de eso. Te me vienes a brindar conmigo, faltaba más.

Efraín, ya casi repuesto, hizo entrar a Romelia en la casa. Lo primero que a ella le llamó la atención fueron las paredes cubiertas de cuadros en ese ambiente amplísimo. El motivo era siempre el mismo: cosas de toros y hombres disfrazados con ropas colorinches y apretaditas al cuerpo. Una gran mesa en el centro brillaba de manera inusual. Romelia apenas la rozó: ¡vidrio! ¡Le habían puesto vidrio a la mesa!

El gallego dejaba que mirase y remirase cada detalle de la sala. Ella, al principio, pensó que se habían detenido porque a lo mejor don Efraín quería cobrarse la deuda de otra… de otra manera. Pero no. Con un cabeceo, él le señaló la puerta del fondo. Por allí accedieron directamente a un muelle de madera. ¡Un muelle directo desde la casa! Y pensar que, en su rancho, para desenganchar los pescados de las líneas, el Orestes se metía en el agua hasta las orejas.

A mitad de camino, el muelle se cortaba con una escalera. Desde ahí bajaron a una playa de césped bien parejo, que a orillas del río se transformaba en arena ocre. Al costado, más cerca de la casa, sobre el pasto, las mujeres armaban mesas, colocaban la vajilla. Unos peones se dedicaban a recortar a tijera los bordes del sendero lateral. Romelia se sintió ajena, pero armándose de valor decidió dar una mano.

El cobertizo que servía de depósito descansaba justo donde comenzaba la selva. Sin esperar a que le dijeran nada, Romelia fue a buscar las sillas.

Un viento helado se ensañó en su pelo y le erizó la piel. Del otro lado del quincho le llegaba aquello casi imperceptible: el rumor tan característico y a la vez extraño.

Una víbora.

Una víbora reptando por la hojarasca. Una víbora descomunal.

Romelia volvió con dos sillas a cuestas y una mueca de desconcierto que trató de disimular.

Cuando todo estuvo dispuesto, esperó junto a los demás la llegada del sobrino de don Efraín.

 

 

El hervidero de una bandada de loros fue el preludio para el ruido, más bien una tos grave y lejana, que quedó reverberando contra la vegetación. Romelia aguzó el oído: algo se acercaba río abajo.

Cuando el sonido —una embarcación a motor— se hizo evidente, a una orden de don Efraín, y paralelos al muelle, formaron fila sobre la playa mujeres y peones. El gallego subió al muelle y caminó solo, hasta el extremo, a esperar la embarcación.

Saliendo del recodo, una lancha de alquiler, de esas que se veían en los atracaderos de la ciudad, lanzó al aire un silbido estridente y se perdió de vista en la punta del muelle.

Romelia no podía ver qué estaba sucediendo. Pronto la lancha aceleró, y dando un giro amplio se volvió por donde había venido.

Hubo apenas segundos de expectación… y don Efraín se hizo ver en la pasarela del muelle. Esa desmesurada imagen se superponía a una silueta indefinida que Romelia no alcanzaba a distinguir; pero la proverbial gordura y corpulencia del gallego le provocaron a la mujer la ilusión de que volvía solo.

Efraín se hizo a un lado, y Romelia pudo ver al visitante. Una cascada de pelo del color del trigo le caía sobre la cara, y él la apartaba en un gesto nervioso. Y, cada vez, Romelia se encandilaba con la luz de esos ojos celestes. Se le ocurrió que jamás había conocido ojos como aquellos. Ni sabía que existían. Por aquí los tenían renegridos, tristes. Los había también de un marrón profundo. Los de Romelia eran marrones como la corteza de los árboles viejos… o como el vidrio de la garrafa con la que se mamaba el Orestes.

El sobrino de don Efraín se adelantó y saludó, la mano en alto. Hablaba con un acento musical, parecido al de su tío. Pero las palabras se escuchaban de un señorío vibrante, plenas de vida. Plenas de… ¡de juventud! Romelia vio a las mujeres pispiar. Los hombres comentaban algo por lo bajo. Don Efraín palmeó el hombro del joven, y bajaron a la playa para que Paol, así se llamaba su sobrino, saludase a cada uno de los que aguardaban.

Como hipnotizada, Romelia no salía de un ensueño que sabía irreal pero no por eso menos perfecto. Se mordía los labios, haciendo un esfuerzo para no espiar: aquellos ojos celestes eran un imán difícil de vencer.

—¡Bueno, hala, hala! —Don Efraín interrumpió las fantasías de Romelia—. ¡A las mesas, que Paol debe de estar muerto de hambre!

Romelia fue ubicada en una mesa diferente de la de él. Aunque apartaba la vista para no caer en tentación, se imaginaba el pelo de Paol. Una hebra de oro que giraría hasta alcanzarla, hasta cubrirla. Mientras —seguía tejiendo—, los ojos de él se detendrían a relamerle las piernas firmes, la cintura ligera, los pechos ignorados. Y la boca de Paol, luego de paladearle el cuerpo, le buscaría su propia boca y…

Encadenada, anónima, en medio del gentío, no pudo moverse ni beber ni comer. Descubrió a Paol mirándola, y se incendió toda. Por primera vez en su vida, agradeció tener la piel marrón.

Cuando consideró que ya había cumplido con el capricho del gallego de invitarla, Romelia se despidió de don Efraín.

—¿Te vas, maja? —le dijo él y se dio vuelta—. ¡Paol, ven, que nuestra Romelia se marcha!

Paol se acercó. La miró con intensidad. Ella atinó a estirar la mano para estrechar la del otro. Pero él la tomó de los hombros y le dio un beso en cada mejilla. Romelia sintió un deseo tan grande que se volvió dolor.

Dolor del vacío entre las piernas. Dolor de saberlo inalcanzable.

 

 

Romelia caminaba despacio hacia su rancho. Sí, el amor no era para ella.

El sendero de tierra colorada se le presentó desconocido, siniestro.

—¡Quiso conocer el amor de verdad!

Romelia oyó esa voz, un susurro que no parecía ni de hombre ni de mujer.

—¡Ja, ja, ja! —seguía diciendo aquello, lo que fuese—. Al amor de verdad. ¡Nada menos! ¡Ja, ja, ja! —La risa sibilante de fue alejando de a poco—. ¡Ja, ja, ja!

Romelia trató de descubrir de dónde provenía la risa. ¡Cada cosa rara había en la selva!

—¡Oye, Romelia!

Se dio vuelta y descubrió a Paol, que llegaba corriendo. ¿Sería posible? Enseguida se palpó los brazos: quería protegerse, abrazarse a sí misma. Encontró carne firme bordeada por las mangas del vestido remendado. Una carne bien dispuesta a que la despertaran.

Paol se detuvo frente a ella, y ella vio esa respiración agitada y ese pelo húmedo de sudor y esa camisa pegada al pecho firme.

—Romelia… —dijo él, entrecortado, con la palabra apenas saliendo de su boca—. Romi, no sé lo que me pasa. Es más: nunca me pasó… Es como que algo se me ha metido adentro y yo… yo…

 

 


Ilustración: Laura Paggi

De espaldas sobre la arena, ya calmados, mirando las primeras estrellas, él le dijo:

—Te me vienes conmigo, Romi. —Más que un ruego, aquello era una ley dictada por una fuerza superior.

Ella atesoró contra su pecho la mano que sujetaba su propia mano. ¿Cómo decirle que no? ¿Cómo siquiera pensar en negársele a ese ídolo dorado que la había hecho vibrar como nunca? ¡No, señor! Claro que se iría con él. ¡Hasta el infierno si él quería!

Llevó las manos a las sienes. La verdad la golpeó: ella supo que podría matar por él, por este amor que la mareaba.

Se levantaron felices de cansancio, y se prometieron locuras. Cosas que nadie hubiese considerado cumplir. Pero allí estaban, parados, enfrentados, hablándose. Se deleitaban con el canto de cada vocal, de cada consonante.

—A la madrugada paso por ti —dijo él al final, y se marchó.

 

 

Romelia llegó al rancho y no encontró al Orestes. ¿De nuevo mamado? Pero esta vez sería distinto. Ese negro estúpido no le arruinaría la vida. Y menos después de haber conocido el amor de verdad.

 

 

Con ropas prestadas para pasar inadvertido —el tío Efraín había resultado ser un grande—, el pelo recogido y una gorra, Paol salió a buscar a su Romi antes de que amaneciera. Un pequeño ramo de flores disimulado en un envoltorio de papel de diario serviría de tributo a este amor que lo había hechizado apenas bajó de la lancha.

A mitad de camino, el sendero se estrechaba entre paredes de vegetación inexpugnable.

Saliendo de atrás de una higuera, una mujer alta, de túnica traslúcida, se interpuso.

—Vine a felicitarte, Paol —dijo con voz sibilante.

Los ojos lo estremecieron más que aquel cuerpo sin un solo defecto: resplandecientes como negras perlas, las pupilas producían tal encantamiento que Paol se paralizó.

Ella se acercaba.

Y lo besó en la boca.

Fue como si más de una lengua hurgara en su paladar. Y luego la garganta se le inundó de un líquido empastado. Un brebaje caldoso que ahora bajaba como por un abismo, incendiándolo de ardor y asco.

Paol tiró un manotazo, pero sólo encontró aire en lugar de aquella hechicera —aquella bruja, mejor dicho— de negra túnica.

Sintió náuseas, un mareo que le partía la cabeza. Hasta sintió que la piel de la cara se le movía. Tocándose, comprobó que era cierto: la nariz y los ojos se achicaban, los labios se inflamaban. No podía seguir así, como si estuviera convirtiéndose… ¿en qué? Y se acordó de Romelia, de su Romi. No debía faltar a la cita. Ella, al verlo, lo comprendería.

Caminando con esfuerzo, manteniéndose apenas en pie, Paol marchó hacia el encuentro con su amada. Se dijo que nada ni nadie lo detendría.

 

 

A la distancia, ella descubrió al Orestes. ¡Y venía mamado, nomás! Si desde lejos podía verle un bulto en la mano. El porrón de grapa, seguro.

Entró al rancho y, empuñando el cuchillo de monte, lo fue a esperar al lado de la tranquera.

Lo pensó mejor, cruzó directo a la selva oscura, pues era preferible emboscarlo ahí: él no podría verla.

Ella ya llevaba dos noches en vela, pero pensar en Paol le daba fuerzas. Le hacía ver la vida de otro modo. Con la falda se secó la transpiración de la frente. El corazón le latía en la cabeza.

Pronto lo tuvo a tiro al Orestes. No se fijó en detalles, sólo que tenía en la mano algo parecido al porrón. Se bamboleaba mamado, bien mamado. De un salto se paró frente a él, y en un solo movimiento le enterró el cuchillo, justo en el corazón. ¡Ése no iba a joder más!

Sin mirar para atrás, cruzó la senda, se sentó en la tierra y apoyó la espalda contra la tranquera. Paol entendería lo que había hecho. Era su amor, pura comprensión.

Exhausta, cabeceó varias veces. No quería dormirse.

Se sobresaltó de golpe: el sol calentaba demasiado como para ser de madrugada. Esforzándose, se puso de pie. ¡No era de madrugada! Bien entrada la mañana, el calor sofocante de la selva la envolvió.

Y ahí pudo verlo: caminaba de un lado al otro de la senda, el eterno porrón de vidrio oscuro en la mano. ¡El Orestes! Entonces… entonces…

Entonces fue hasta el cuerpo que yacía al borde de la selva. Paol la miraba con ojos muertos. El cuchillo seguía enterrado, y desde la herida partía un trazo de sangre seca. Señalaba un lago rojo que la tierra aún no se había bebido.

Una risa siniestra, sibilante, salida de la profundidad de la selva, le heló las tripas.

 

 

Ricardo Germán Giorno nació en 1952 en Núñez, ciudad de Buenos Aires. Es casado con dos hijos. Empezó a escribir a los 48 años, pero recién a los 52 decidió dedicarse a la literatura. Gracias a un trabajo continuo y tenaz, Ricardo Germán Giorno se supera día a día.

Es miembro activo de varios talleres literarios. Ha publicado cuentos de ciencia ficción en AXXÓN, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LA IDEA FIJA, NM, y un libro propio de relatos Subyacente Inesperado y otros cuentos (Alumni, Buenos Aires, 2004).

Su cuento Pulsante apareció en la antología Desde el Taller y Parábola de la Yarará en Cuentos de la Abadía de Carfax 2. Puede conocer más de este autor en la Enciclopedia.

Hemos publicado en Axxón: JINETES, SEOL (bajo el seudónimo colectivo «Américo C. España» con Erath Juárez Hernández, David Moniño y Eduardo M. Laens Aguiar), TANGOSPACIO, ROBOPSIQUIATRA 10.203.911, PAN-RAKIB, CERRADA, EL EFECTO TORTUGA, EL G, DEVENIR, LA INMUTABILIDAD DE LOS CICLOS y EL REGRESO DE MANÉ.


Este cuento se vincula temáticamente con EN EL BANQUETE DE LA ALIANZA, de Yoss; AMOR CARNAL, de Rubén Barrientos; ULALUME, de Jorge Villarruel; EL TRAPIAL, de Damián Cés y LAS UVAS DE SEVERINO ROLDÁN, de Jorgelina Etze.

Axxón 217 – abril de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Seres fantásticos : Destino : Argentina : Argentino).


6 Respuestas a “«Parábola de la yarará», Ricardo Giorno”
  1. Ricardo Giorno dice:

    Mis felicitaciones a la ilustradora.

  2. Me gusta, muy buen escrito, la descripción de texturas y sensaciones me llega profundo, saludos desde Colombia
    http://www.twitter.com/layarara
    http://www.myspace.com/yararamusic

  3. Laura Paggi dice:

    Muchas gracias!! exlente cuento,lo disfrute….un placer.

  4. dany dice:

    Tranquilamente puede integrar la lista de leyendas del litoral, querido Giorno. Redondito, jugoso en lo que transmite. Me alegra mucho que un cuento así arranque un número de Axxón.

  5. Ric dice:

    Te hice caso, Danny: un libro con leyendas del litoral.

  6. dany dice:

    ¡Pero me parece muy bien, Ricardo! No me gusta la idea de encasillarte, pero creo que tenés varios relatos (lectores, BUSQUEN) en este estilo, y es bueno que estén juntos. Con todo lo demás (variopinto, porque manejás muchos «canales» distintos) vermos qué se hace.

  7.  
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