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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 


ARGENTINA

 


Ilustración: Pedro Bellushi

«Difícil misión», pensó Nicanor sentado a dos mesas del tipo que tomaba café con leche. Su «presa», como le gustaba llamarlo. Su presa, que se devoraba La Nación y mojaba las medialunas con idéntico esmero.

Difícil misión, por cierto. Todas eran difíciles.

Y el tipo traía el anillo, el bendito anillo de la discordia. El objeto que, de algún modo, justificaba aquel operativo.

Y estaba de espaldas el tipo, pero él podía observar sus movimientos a través del espejo de una de las columnas. Por supuesto que esa particularidad no reportaba importancia para Nicanor: aunque el tipo lo tuviera de frente, jamás podría reconocerlo. Él lo venía siguiendo desde mucho tiempo atrás, con esa experta discreción que exhiben los de su oficio. El Jefe no dejaba lugar a dudas en este punto: vigilancia constante, cercana… pero pasar desapercibidos, muchachos. Y él era el mejor en eso, no había con qué darle. Jamás lo descubrieron. Por eso ahí estaba su presa, ignorando que le clavaba los ojos en la espalda. Nicanor apuraba también su desayuno, y después lo seguiría hasta la oficina de Cerrito y Córdoba.

—Hoy, Nicanor —le había ordenado el Jefe cuando lo contactó de madrugada—. Hoy es el gran día. Tenés que ver si el tipo trae el anillo. Eso reviste la mayor importancia, como ya sabés: si no trae el anillo, abortamos.

Y el tipo lo había traído nomás, al anillo. Lo dejaba ver como al pasar, brillante a la luz del primer sol. La piedra roja, obscena, a la vista de todos. Ya el hecho de que lo calzara en el meñique tendría que llamar la atención. En los años cincuenta, vaya y pase; pero nadie actualmente se coloca un anillo en el meñique, al menos nadie en su sano juicio. ¿Cómo podía la presa exhibir de esa manera aquel objeto que desencadenaría —en el momento en que menos lo pensase—, una feroz lucha por su posesión? ¿Acaso el tipo se había vuelto loco?

Cuando le propuso al Jefe arrebatárselo en un descuido, ya conocía de antemano la respuesta:

—Ya sabés que nuestras operaciones —le explicó con paciencia—, deben hacerse cuando deben hacerse. Ni antes ni después. Y casi nunca del modo en que nosotros queremos.

Por supuesto que Nicanor lo sabía, pero le gustaba escucharlo: lo reafirmaba en la importancia de su labor. Según el Jefe, tenían que darse el escenario propicio, los actores adecuados, voluntarios e involuntarios. No sólo se trataba de cumplir la misión de manera impecable, sino de aleccionar. O, llegado el caso, escarmentar.

—Si todo fuera tan fácil —le dijo una vez, mientras le ordenaba un trabajo—, no te necesitaría. Yo mismo me encargaría del asunto.

Él ya había aprendido a no cuestionarlo: sabía que, aunque no lo entendiera del todo, el Jefe tenía sus motivos.

Nicanor, como de costumbre, no estaba nervioso. La que sí debería estar nerviosa sería la presa, pero parecía no estarlo. Tal vez el pobre infeliz ni siquiera podía intuir lo que habría de suceder. De saberlo, ni se hubiera atrevido a venirse con el anillo. Y mucho menos a mostrarlo. Lo hubiese ocultado en la caja fuerte de su casa, aunque dicha precaución resultara inútil.

El tipo, la presa, bebía su café con leche. Leía el diario, y de cuando en cuando le daba una ojeada a la periodista de TN, que anoticiaba nimiedades desde la pantalla del televisor. Por la ventana se veía crecer el flujo de gente. La confitería se iba llenando poco a poco. Lunes.

Ahora sólo restaba esperar el momento justo. Después de estudiar a una presa mucho tiempo, el final de una misión lo deprimía. Por eso se pidió esa ginebrita, aunque el reloj de pared marcara las ocho de la mañana y Noelia, la moza, lo mirara con estupor.

—¡Pobre chica! —se dijo en voz baja Nicanor.

Y sí, pobre: tenía que bancarse a cada uno en ese laburo de mierda. Y encima hoy le tocaba trabajar todo el día. Estela no iba a venir, así que ella tendría que quedarse hasta el cierre.

Cuando una misión llegaba a su fin, él se ponía a deambular por Buenos Aires. Se dejaba caer en las butacas de los cines, o en un café cualquiera, hasta que el Jefe lo convocaba para otro trabajo. Pero esta vez resultaba distinto, se trataba de la última operación en esta ciudad. Después de tantos operativos exitosos, el Jefe había decidido destinarlo a otro sitio. «Cambiar de aire te va a hacer bien», le había dicho. Él iba a extrañar a Buenos Aires. Por supuesto que la iba a extrañar.

Su presa terminaba el desayuno y llamaba a Noelia para que le cobrase. Era la primera vez que el tipo desayunaba en esa confitería. Generalmente lo hacía en «La Giralda», pero hoy había decidido cambiar. ¿Una premonición? ¿Alguna sospecha inconsciente? Nicanor no lo creía. A su entender, la presa escaseaba de luces para darse cuenta.

«Por lo menos gané con el cambio de bar», pensó, y sus ojos se perdieron en las piernas de la moza.

«¡Tranquilo, pibe!», se retó con ironía. «¡Concentrate en tu laburo, che!». Y no se equivocaba: distracciones como aquella ya le habían traído innumerables problemas al Jefe.

El tipo se levantó, debía abrir la oficina a las ocho y media. Nicanor también se levantó, pasó al lado de la moza, le rozó apenas el brazo y le susurró al oído:

—Adiós, Noe. Nos vemos esta noche, te lo prometo.

Ella lo perforó con la mirada. Y él le sonrió, guiñándole un ojo. Se subió las solapas del saco y apuró el paso, no fuera cosa de que su presa se le escabullera.

Siguió al tipo unos metros detrás. Aún no estaba enterado de cuándo ni cómo debía entrar en acción, por eso no podía perderlo de vista. Cruzaron Tribunales, atravesaron la plaza en diagonal, pasaron frente al Colón. La presa ya entraba al edificio.

Nicanor se quedó en la puerta, como siempre, junto al puesto de diarios. Para avanzar no le hacía falta moverse mucho: conocía de memoria la disposición de los muebles, el perfume que usaba la secretaria, y hasta el color de los calzoncillos que el tipo elegía cada día. Sus preferencias sexuales, la cursilería de sus amantes, el cumpleaños de los hijos, los berretines de la esposa… Todo estaba en su cabeza. Si él se lo propusiera, podría chantajearlo hasta el fin de sus días.

Pero nada de eso importaba. Porque el verdadero tema se centraba en el meñique de su presa: el anillo. Bien clarito se lo había manifestado el Jefe cuando ordenó la misión. Y él había entendido. Siempre entendía. Por eso el Jefe lo ponderaba:

—Sos uno de los mejores en este laburo, che —le decía riéndose—. La tenés muy clara, vos.

Cuando el Jefe se aporteñaba al hablar, él no podía evitar reírse. El Jefe siempre andaba de buen humor, a pesar de los muchos y peligrosos enemigos que acreditaba. Nicanor lo sabía de sobra: más de una vez se había enfrentado a alguno de esos enemigos, cuando la cosa venía complicada.

Pero este tipo no, éste era un perejil. El anillo había llegado a su vida de manera inocente. Ignoraba el hierro al rojo que calzaba en el dedo.

Nicanor miró su reloj. La presa no saldría de su oficina hasta las seis. El edificio brindaba seguridad absoluta. Nada iba a suceder en esas horas muertas.

Habrá que caminar un poco, se dijo encendiendo el cigarrillo que le pidió al diariero. O volver a la confitería y charlar con Noelia.

Pero lo pensó mejor.

No, no. Era preferible ir a conversar con el Jefe, para que le brindara los detalles finales. Y también para hacerle alguna broma, que tanto le gustaban. Después vería.

 

Sentado entre la basura, sobre la lomita que dominaba la villa, Pituko jugaba con el revólver y chupaba la birra del pico. Su cara y su cuerpo mentían unos quince años, pero ya andaría por los diecisiete o dieciocho. Joaquín lo vio desde la casilla 14, su cuartel general en ese sector de La Cava. Caminó hacia él y le pidió la botella. También se mandó un trago, y se limpió la boca con la manga del buzo.

—Che, pedazo de pancho —dijo—, quién te dio ese fierrito, ¿eh? Quién te dio.

Pituko le esquivó la mirada: Joaquín era un hombre de respetar.

—Dale, Pituko, mirame. Qué sabé’ de caño vos.

—Me lo dio… ya sabés quién.

—Quién.

—Ramírez.

—Ramírez. ¿Ernesto Ramírez?

—Sí —dijo Pituko, después de tomar otro sorbo—. Mañana salimos con Caballito otra vez.

Joaquín se puso serio, torció la boca y escupió en los adoquines.

—Y qué hacen vos y Caballito laburando con ese cobani.

—Nada. Nos dijo que iba a estar todo liberado y me dio el chumbo.

—¡Qué va a liberar ése! Si no corta ni pincha.

Pituko manipulaba el .22 sin nada de torpeza. Era la primera vez que Joaquín le veía un arma en la mano, pero parecía que hubiese nacido con ella: como probando puntería, dirigía el revólver al cielo y a la gente que pasaba. Joaquín se mordió el labio.

—Mirá, pendejo: para salir con eso hay que tener huevo, eh.

El pibe se encogió de hombros, ni lo miró. Joaquín entonces lo agarró del buzo hasta levantarlo a la altura de su cara. Lo obligó a que lo viera a los ojos. Y lo soltó de golpe:

—Sos un nabo. Un pichón.

El pibe se arregló la ropa, y se prendió al pico de la Quilmes hasta terminarla.

—No —dijo—. Ya soy un hombre, un hombre que se la banca mal.

—Mirá, nene —le dijo Joaquín en voz baja—: si un gil se te retoba, lo vas a tener que boletear. Si llevás eso, no te queda otra, ¿sabés?

—Ramírez dice que los giles ven un fierro y se cagan encima.

Joaquín lo miró con lástima.

—Si siguen con Ramírez —sentenció—, vos y el tarado de Caballito van a terminar mal, van a terminar.

 

 

Nicanor llegó a la puerta de la oficina seis menos cinco. La presa siempre salía seis en punto, caminaba dos cuadras hasta Tucumán, entraba en el garaje, montaba su Honda Civic y manejaba hasta su casa.

Él siempre lo seguía en algún remís. Pero hoy sería distinto: el Honda Civic se había descompuesto. Sabía que el encargado del estacionamiento lo había llamado al tipo al mediodía: «Señor, necesité mover el auto para que entrara un Corsa y no me arrancó. Vino el auxilio, y parece que se lo tienen que llevar al taller. ¿Qué les digo?».

En cuanto salió su presa, Nicanor se le puso detrás. Caminaron unas cuadras, por Viamonte. Al llegar a Callao doblaron hacia la izquierda. Se detuvieron en una parada de colectivos. La presa sacó su teléfono. El anillo, con su piedra roja, brilló.

«Qué cerca que lo tengo», pensó Nicanor. «Al alcance de mi mano. Podría robárselo como un juguete a un chico».

Escuchó lo que el tipo hablaba por el celular:

—Justina, dígale a la señora que hoy llego más tarde. Que el auto se rompió y voy a casa en colectivo. No, taxi no, en el 60. Sí, total… por un día. No. No se olvide. Sí, sí, sí, sí. Gracias, Justina.

«Un amarrete como éste no toma taxi nunca», se dijo Nicanor. Cualquier otro en su lugar estaría pidiendo un coche.

Y ni siquiera un viejo lobo como él intuía si la omisión de ese pedido se debía al arrojo, a la confianza o a la mera inconciencia. Pero en la cancha se verían los pingos. Ahí se sabría bien cómo la tallaba el tipo.

¡Qué macana! A Nicanor no le gustaba viajar en colectivo. Pero en realidad lo sabía desde antes: no le quedaba otra opción, sólo que había preferido mantener la esperanza de un cambio de planes de último momento. El Jefe lo había informado, le había dado todos los pormenores; inclusive le reveló quiénes podían llegar a actuar. «No le pierdas pisada», también le dijo.

Se formó una gran fila a sus espaldas. Nicanor consideró que había llegado el momento de hablarle a la presa por primera vez, de ir a fondo en el juego. Le tocó el hombro.

—Maestro, no me convidaría un pucho.

—No, no fumo.

Nicanor ya lo sabía, pero había querido que el tipo lo mirara, y a los ojos. Después se puso a charlar con la mujer que tenía detrás, que le regaló un Marlboro.

—Entre los piquetes —le dijo ella, mientras le acercaba el encendedor—, el mal tiempo y los baches, ya no se puede vivir.

—Eso no es nada —respondió Nicanor expulsando el humo—: hay que agregarle la inflación y la inseguridad que estamos padeciendo.

La mujer guardó el paquete dentro de su cartera.

—Tiene razón, señor. Este país está cada vez más…

—¿Desangelado?

—Eso. Esa es la palabra justa.

Nicanor iba a decir otra cosa, pero el colectivo apareció, repleto. Tiró el cigarrillo. Subieron. Entre codazos, pisotones y pedidos de disculpas, se las ingenió para tomar posición a pocos centímetros de su presa. Apretado entre un grandote barbudo y el bolso de una vieja, se preguntó cómo la gente se permitía viajar de esa manera.

La nuca de la presa se movía delante de sus ojos. De a ratos llegaba a rozarle el pelo, o el cuello de la camisa. Muchas veces debió correrse para permitir el descenso de algún pasajero, pero siempre retornaba a su puesto. El colectivo corcoveaba entre el asfalto moderno y el antiguo empedrado. En la rotonda de Plaza Italia, la vieja del bolso casi se cae, y se aferró a Nicanor.

—No se preocupe, señora —dijo él, por decir algo—: seguro que se vacía en Pacífico.

Al llegar al puente, la vieja se arrojó sobre un asiento que había quedado libre, y Nicanor logró acomodarse un poco.

De tanto en tanto su presa consultaba el reloj, sonreía ante la pequeña pantalla del celular, miraba por la ventanilla, se rascaba la nuca. Recién cerca de Cabildo y Monroe, Nicanor pudo sentarse en uno de los asientos traseros. El tipo también consiguió un lugar, en los individuales.

A Nicanor le gustaba esa parte de la ciudad: Belgrano, Núñez, Saavedra, todo un poco más tranquilo. Cuando cruzaron a provincia, proliferaron los negocios de ropa y de fritanga. En un suspiro dejaron atrás Vicente López. El tránsito se aceleró: llegaron a Olivos. En la parada de la Quinta Presidencial, el colectivo se vació. En el Tren de la Costa volvió a subir más gente.

El viaje proseguía, se dilataba en la mansedumbre del tiempo.

Entonces Nicanor tuvo una ocurrencia loca, audaz: ¿y si largaba todo y se iba con Noelia, la hermosa camarera? Cualquier rincón del mundo daría lo mismo. Pero sabía que no era posible. No podía largar todo y dejar al Jefe en banda. ¿Por qué lo asaltaba ese sentimiento así, de golpe? ¿Por qué esa mujer se había clavado en su pensamiento de esa forma?

Vio cómo aparecían los grandes chalets de La Lucila, sus jardines impecables, enormes. Las solitarias veredas de Acasusso.

«Lindos barrios», pensó. Instalarse con Noelia, poner un negocito, de cualquier cosa. Ir con ella al mercado, al puerto los domingos. Y por las noches… desnudarla. Sí. Hacerla suya en el dormitorio y en la cocina y en la sala. Y poseerla en el jardín y debajo de la lluvia torrencial y junto a las rosas que ella cultivaría. ¿Pero qué estaba pensando? ¿De dónde le salía todo ese vertiginoso delirio?

En el momento en que el colectivo dejó atrás Martínez, ya sobraban asientos.

A poco de entrar en San Isidro, Nicanor miró la hora. Sus músculos se tensaron. El sol se había puesto y la noche se adivinaba fría detrás de las ventanillas.

«Falta poco», se dijo. «Habrá que empezar a actuar».

Y de pronto aparecieron ellos.

Al primero que vio fue a Pituko. Después reconoció a Caballito, que le hizo señas al colectivero. Ahí estaban, con sus camperas y sus capuchas, los anchos pantalones de combate, la mirada esquiva. Y los fierros, por supuesto bien ocultos debajo de la ropa.

«¡Pendejos de mierda!», pensó Nicanor. «¡Que no me la hagan difícil!»

El primero en subir fue Pituko, que agarró para el fondo y se vino muy cerca de él. Caballito se inclinó sobre el chofer y le susurró algo. El colectivo desvió su recorrido una cuadra, se detuvo en una calle oscura. Y la puerta delantera se abrió. Una ráfaga de aire fresco abofeteó a Nicanor.

Caballito se irguió, exhibió su pistola en lo alto y pegó el grito:

—¡Gente, está apretada! —deslizó la corredera del arma, se oyó un ruido metálico—. Tranquilos, mi compañero va a pasar a recoger lo que tengan de valor. Si nadie la va de valiente, nos vamos en seguida.

Los pasajeros quedaron perplejos. Nicanor miró de reojo a la presa, que en ese momento cubría el anillo con la mano. Pituko se fue para adelante, y se colocó a la par de Caballito. Extrajo una bolsa de supermercado y fue recogiendo dinero, relojes, reproductores de música, celulares.

Nicanor se dio cuenta de que el tipo —¡qué boludo!— se sacaba el anillo y pretendía deslizarlo por debajo del asiento.

No debía perderlo de vista: si al anillo lo hallaba Pituko antes que él, toda la misión se iba al diablo. Y Pituko lo vio. No el anillo, pero sí el gesto inequívoco de la presa. Entonces sacó su .22 y lo apuntó:

—Qué manoteaste, viejo.

—Nada… no hice nada.

—¡HIJO DE PUTA, QUÉ MANOTEASTE!

La presa hablaba con una voz raquítica, quebrada:

—Nada, los documentos… nada más.

Pituko se percató de los nervios del tipo, y sonrió.

—Te quemo, sorete.

La presa se arrodilló, levantando las manos. Pituko le apoyó el caño en la frente.

—Por favor, tengo familia…

—Por favor, tengo familia… —remedó Pituko.

—Rescatate, che —intervino Caballito—. ¿Qué pasa ahí?

—¡Nada! —gritó Pituko—. Parece que este pancho se escondió algo. ¡Lo voy a hacer cagar!

Fue un segundo, pero Nicanor vio la mirada decidida de Pituko, el índice enroscando el gatillo. Y se arrojó sobre el pibe. El tiro salió por el techo: un punto de luz de mercurio se estampó en el piso. De reojo Nicanor observó cómo Caballito se tiraba del colectivo y rajaba a la carrera, perdiéndose en la noche.

La presa se acurrucó, pero ya Nicanor tenía a Pituko bien aferrado de los brazos. Uno de los pasajeros le arrancó la bolsa con el botín. El revólver humeaba en el piso.

Nicanor oía los alaridos de las mujeres, las corridas. Pituko intentó zafarse y forcejeó con él hasta que cayeron debajo del asiento, justo donde brillaba el anillo. Nicanor liberó una mano y lo agarró.

—Tomatelás, Pituko —le dijo en medio de los gritos—, ya te mandaste demasiadas cagadas.

El pibe lo miró. Dos pasajeros se le abalanzaron y le tiraron trompadas y patadas. En el disturbio, Nicanor ligó más de una. La presa se incorporó, recobró la compostura y lo sujetó a Pituko de la campera.

—¡Dame el anillo! —le gritó—. ¡Dame el anillo, pendejo hijo de puta!

—¡Déjenlo que se vaya! —gritó otro pasajero, que intentaba separar—. No se ensucien con esta mierda.

Con mucho esfuerzo, Nicanor arrancó a Pituko de las garras de los linchadores, lo arrastró de la capucha hasta la puerta y lo catapultó a la calle de una buena patada en el culo. Y le gritó:

—Si el guacho de Ramírez te vuelve a dar un fierro las va a pagar.

Se sorprendió de lo que acababa de decir. El pibe ya no podía oírlo, porque se levantó y salió corriendo. Y la gente del colectivo podía pensar cualquier cosa si lo hubiesen oído. Pero su frase se diluyó en la confusión.

El chofer pidió un teléfono y habló unos segundos: dio la calle y la altura en donde se encontraban. La presa se puso a gatear, buscando el dichoso anillo.

—Ese mal parido no lo agarró —dijo—. Estoy seguro de que no lo agarró.

Nicanor ya lo había escondido en el bolsillo del saco, pero se puso en cuatro patas y fingió ayudarlo:

—Qué se le perdió, maestro.

—Un anillo… con una piedra roja. Es muy, muy importante que lo encuentre.

Los dos estuvieron dando vueltas alrededor de los asientos. Nicanor se sentía ridículo en esa posición. Al rato el tipo se incorporó. Se habría dado cuenta de que resultaba inútil, que ya lo había perdido para siempre. Se sentó en un asiento individual: las lágrimas saltaron de sus ojos. Lloró ruidosamente, como un chico.

—No se haga mala sangre, caballero —le dijo Nicanor, que se había levantado, palmeándole el hombro—, agradezca a los ángeles que está vivo. ¿Usted fuma?

La presa no contestó. Lo miró con furia.

Alrededor, poco a poco, retornaba la calma. La gente había recuperado sus pertenencias, hablaban por teléfono. Chorros, pendejos, colectivo, valiente, susto, tranquilidad… Las palabras rebotaban en el aire, conformando frases en desorden. Nicanor paseó la mirada por las caras de los otros pasajeros: le sonreían.

Un muchacho le dijo:

—Vos sí que tenés huevos, padre.

Él se rió sin ganas.

 

Al rato apareció un patrullero. Dos monos de azul se treparon al colectivo.

Nicanor sonrió, se restregó las manos: había llegado el momento de divertirse un poco. Los policías preguntaron si tanto masculinos como femeninos estaban bien, y recorrieron la unidad. El más joven de ellos —un oficial— se enguantó una mano y levantó el arma de Pituko. La guardó en una bolsa de nylon. Nicanor le habló:

—¿Cómo le va, Ramírez?

El policía lo miró con extrañeza, al verse tratado con tanta angélica familiaridad.

—¿Nos conocemos? —preguntó alzando una ceja.

—No exactamente. Yo lo conozco a usted. El oficial Ernesto Ramírez es famoso en muchos sitios. En muchas… zonas.

El policía largó una carcajada.

—Espero que la fama sea buena —dijo.

Él sonrió con picardía:

—¿Sabe? Alguien tendría que investigar dónde consigue un pibe un arma como ésa —Nicanor señaló la bolsa con el mentón, y luego miró al oficial directo a los ojos—. Estos fierros salen del lugar que menos se lo espera, ¿no?

Ramírez no contestó, echó una ojeada a los pasajeros que conversaban en un costado.

—Porque ya se conoce cómo es —agregó Nicanor, levantando la voz—: siempre hay un corrupto hijo de mil putas que libera zonas y se aprovecha de la pendejada.

El oficial llevó instintivamente la mano enguantada a la cartuchera. Él vio cómo los músculos de la cara se le agarrotaban, el labio inferior moviéndose con autonomía, el ojo —otrora alzado— parpadeando incontrolable.

«¡Cuánto le gustaría arrojarse sobre mí como una fiera!», pensó Nicanor. «Pero quedaría en evidencia, saltaría a la luz toda su responsabilidad. En el fondo, es nada más que un cobarde».

Y era evidente que también Ramírez se daba cuenta de que algunas personas ya los estaban observando. Sólo atinó a desviar la mirada de los ojos bien abiertos de Nicanor y a agachar la cabeza. En ese momento, el otro gorila lo llamó, le habló al oído. Después los dos dialogaron con el chofer. Le dijeron que debía «seguir al móvil hasta la sesional, para que el pasaje declarara». Los policías se bajaron y fueron al patrullero.

Nicanor vio cómo el corrupto de Ramírez se daba vuelta un par de veces para mirarlo. Y él optó por sonreírle sin sacarle la vista de encima.

 

El colectivo arrancó. Nicanor entonces se fue hacia el fondo, en donde no había nadie. Necesitaba estar solo. Se dejó caer en el último asiento. Observó largamente por la ventanilla: las pálidas luces de mercurio apenas iluminaban las casas. Se divirtió imaginando el momento en que el colectivo arribara a la «sesional», el ordenado descenso de la gente, arreada bajo la vigilante mirada de los vigilantes. Y luego la perplejidad de la presa —y de Ramírez y de los demás— al notar que el héroe que se había enfrentado al temible delincuente, el osado pasajero que había arriesgado su vida para salvar la de otro… había desaparecido.

 

Nicanor llegó a la confitería pasadas las diez de la noche. Se sentó ante la misma mesa de la mañana. La moza se veía exhausta, ojerosa, pero ese agotamiento resaltaba mucho más su belleza.

—Hola, Noelia.

Ella enseguida abandonó el mostrador y lo increpó:

—Cómo sabe usted mi nombre.

—¿Tenés un cigarrillo?

—No fumo, además acá no se puede.

—Ya sé que no fumás.

La chica corrió la silla y se sentó frente a él.

—Cómo sabe usted mi nombre.

—De acá, del bar. ¿De dónde va a ser?

—Pero yo a usted lo vi dos veces en mi vida: una esta mañana y otra ahora.

Nicanor se rió.

—Digamos que poseo el don de adivinar el nombre de la gente. O digamos que alguien que sabe muchas cosas me lo dijo.

—¿Quién?

—Mi Jefe, por ejemplo.

—Y quién carajo es tu Jefe.

Ella lo tuteó, eso era un buen signo.

—Mi Jefe es un capo de la Cía.

—¿En serio?

—Sí —respondió Nicanor con aire divertido—. Y yo soy el responsable de la célula que opera en todo el territorio de la República.

Noelia no pudo evitar una carcajada.

—Me estás cargando…

—Sí, linda, claro que te estoy cargando.

Los dos se rieron. Nicanor sacó el anillo.

—¿Ves este anillo? —lo levantó hacia los tubos fluorescentes, y ella pudo apreciar los reflejos irisados—. Hace un rato, un tipo casi muere por él. Lo ocultaba como si en ello le fuera el alma.

—Pero ahora lo tenés vos. ¿Se lo robaste?

Nicanor la miró con ternura.

—No —dijo, zarandeando el anillo en la palma de la mano—. Digamos que lo requisé para que nunca más cometa la locura de arriesgar su vida por esta baratija. Espero que haya aprendido la lección.

—¿No vale nada?

—Nada. Pero no sólo me refiero a sus posibilidades redituables. Aunque fuera una joya verdadera, también carecería de valor suficiente.

—No entiendo —contestó ella, sin sacar la vista del anillo.

—Ya sé que no entendés, pero no importa. Hay cosas que se vuelven más oscuras cuanto más uno trata de llevarlas a la luz.

Noelia arqueó las cejas, en señal de disgusto:

—Explicame, en una de ésas…

Nicanor bostezó, cansado, pero se esforzó en que ella comprendiera:

—Al tipo se lo regaló su amante, una trepadora de la cual se enamoró como un gil. La mina lo dejó. Y él le pidió, de rodillas, algo de recuerdo. Por todo consuelo, ella le regaló esta porquería, ¿entendés?

—Creo que sí —dijo la chica, y él notó en sus palabras la ausencia de convicción.

—Lo que quiero decir es que, aunque se tratase de un auténtico rubí, su valor quedaría viciado por el patetismo de la circunstancia.

La moza parpadeó. Evidentemente, no comprendía. Sin llevarle mucho el apunte a Nicanor, observó a los últimos clientes que abandonaban el bar.

Él ya estaba acostumbrado a que las razones de su trabajo resultaran herméticas.

—¿Y el tipo andaba con eso en el dedo? —Noelia volvió a interesarse en el anillo.

—No siempre. Hoy se cumplía una suerte de aniversario póstumo. Por eso se lo puso.

Ella inclinó su cabeza, y un mechón de pelo le tapó los ojos.

«¡Qué hermosa!», pensó Nicanor. «Ella sí es una pieza genuina, un diamante de generosos quilates escondido en medio de la mugre».

Apareció un muchacho con un balde y un trapo de piso y comenzó a colocar las sillas arriba de las mesas.

—Tomá, te lo doy si querés —Nicanor le extendió el anillo, y ella lo tomó, encogiéndose de hombros—. Pero, como te dije antes, carece de todo valor. Inclusive monetario.

—Aunque sea para que juegue mi hijo —dijo ella.

—Martín le va a dar mejor uso que vos y que yo —asintió Nicanor—. Y más que el pobre no ve al padre desde hace meses. Desde enero, más precisamente, ¿no?

Observó cómo Noelia se inquietaba. No podía esperarse menos: un extraño mencionaba ahora mucho más que el nombre de su hijo. Pero también la vio aflojarse un poco: Buenos Aires la habría acostumbrado a situaciones aún más extrañas.

Nicanor pagó, miró de nuevo a Noelia… y supo que lo hacía por última vez. Después salió a la calle. Debía encontrarse con el Jefe.

El final de una misión siempre lo dejaba vacío. Cruzó Plaza Lavalle en medio de una legión de cartoneros, de pibes que le mangueaban monedas, de tipos perdidos que fumaban o tomaban cerveza.

Sí, mañana partiría a otra ciudad. Podría ser París, Bruselas o Nueva York, daba lo mismo. A pesar de todo, lo excitaba la idea de adquirir un nombre nuevo, una identidad diferente. También necesitaría aprender otras costumbres, otro idioma, otra jerga: esa labor podría llevarle más o menos… cinco minutos.

Pensó en Noelia, y sobre todo en sus piernas. Entonces rememoró cierta historia que el Jefe le refirió una vez:

—Para que lo tengas en cuenta y no te mandes cagadas —le había dicho, en porteño.

La historia la recordaba apenas. Sólo la cita, Génesis 6, 1, le había quedado bien grabada. El resto, nebuloso, apenas se abría paso por los pliegues de su memoria ancestral: los hijos de Dios bajando desde el cielo para poseer a las hijas de los hombres.

—Una combinación que no terminó muy bien que digamos, Nicanor —le dijo el Jefe aquel día, palmeándole las alas—. No lo olvides.

Nicanor siguió caminando, metió las manos en los bolsillos del saco. Y pensó que sí, que en este mundo tentador era difícil ser un mensajero de la Providencia.

 

 

En palabras del autor: «Mi nombre es Sergio Bonomo y nací en el verano de 1966. Me asomé a la literatura desde muy niño, ya que mi abuelo poseía un volumen de El libro de las mil y una noches y me leía una historia cada mañana. Cuando aprendí a leer, fui atrapado por las novelas de Salgari y de Julio Verne. Más tarde llegaron a mi vida Horacio Quiroga, Ray Bradbury, y luego Julio Cortázar y Jorge Luis Borges. Pero lo que realmente me llevó a intentar escribir de una manera decorosa fue mi fascinación por la obra de Edgar Allan Poe. Comencé a escribir relatos desde ese momento. Me dedico a realizar espectáculos de narración oral y coordino el ciclo de narración de cuentos Mester de Juglaría, en «The Classic». Con «Historia de extramuros» obtuve el premio al autor local en el Primer Certamen Nacional de Cuentos “San Martín 2008”, organizado por la municipalidad de General San Martín. Ángela Pradelli, Agustín Romano y Fernando Sorrentino fueron los miembros del jurado. Publiqué mi cuento “Detrás de la puerta” en el no. 209 de la revista Axxón. Durante 2010 presenté narraciones orales en el ciclo Abriendo puertas, coordinado por Pedro Parcet. Mi relato “Fairlane” resultó finalista en el Premio Domingo Santos 2010, organizado por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror; en dicho concurso, fui el único autor finalista de nacionalidad no española. Fairlane fue publicado en el no. 214 de revista Axxón. Publiqué mi cuento “La noche de las fieras” en el suplemento cultural del diario Perfil. Desde 2009 pertenezco a las filas del Taller de Corte y Corrección, coordinado por Marcelo di Marco.»

Hemos publicado en Axxón DETRÁS DE LA PUERTA y FAIRLANE


Este cuento se vincula temáticamente con EL SEXO DE LOS ÁNGELES de Juan Pablo Noroña, EL AMANTE DE LAS ESTATUAS de Ian Watson y FANTASMAS de Carlos Gardini.


Axxón 218 – mayo de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía: Seres fantásticos : Argentina : Argentino).


Una Respuesta a “«El anillo», Sergio Bonomo”
  1. Hugo dice:

    Muy buena historia! No me quedaron claras las líneas finales, pero el resto me gustó mucho.

  2.  
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