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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA


Ilustración: Laura Paggi

Parece un ojo anegado de niebla y la miro mientras fumo. En lo que queda de la medianera hay un gato de espaldas que no se mueve y creo que también la mira.

Mi reloj dice que pronto serán las tres.

El patio trasero lo elijo para sentarme de madrugada cuando aparece el insomnio; me ayuda a relajarme. No siempre me duerme pero, en noches así como ésta, quietas, con una brisa espectral viniendo de algún lado casi sin efecto, es mejor que estar acostado tentando a la fantasía. Además están los árboles del fondo, que parecen manos artríticas dispuestas en una pretensión de desgarro y me agrada verlos, da ganas de que sean parte de una película o de un cuadro. Celia dice que la Tierra manifiesta su voluntad con las formas que expulsa, y alguna vez me dijo que los árboles del fondo se secaron y no cayeron porque esta casa no es más que una muela vieja e indolora que le cuelga al mundo. A veces pienso que mi mujer se pierde de muchas cosas por no sufrir insomnio: en este momento, por ejemplo, podría estar sentada a mi lado mirando este cielo como de trasfondo y darle mayor entidad a sus ideas. Explicaría la luna también, esta luna amarillenta semicubierta por un velo blanco que parece estar ocultando una cara deforme; o el gato gris, que ahora desapareció hacia la casa de los Hidalgo y que en cualquier momento aparecerá de nuevo, quizá un poco más hirsuto y desaliñado que antes, y más viejo. O incluso la medianera, que es un canto a la ruina y el descuido… En total, Celia podría contemplar este espasmo de la noche y definirlo, seguramente, como una fotografía borrosa, una parálisis doliente, un fetichismo primordial, cosas así. Alguna de sus ocurrencias le sentaría bien a mi necesidad de dar nombre a todo esto. Y lo del fetichismo me recuerda a algo que ella escribió en uno de sus relatos: como que la noche era una alegría puesta boca abajo y que, así y todo, continuaba riendo; un paréntesis de luz ahogada que era pisoteado sensualmente. No lo tengo textual, pero no difería mucho de eso; hay metáforas de mi mujer que me serían imposibles de memorizar. Igual, a pesar de que a Celia sólo la entienda su Celia interna (y sus extraños lectores), desde el momento en que la conocí, secretamente, me propuse extirparle su ovillo de explicaciones, fundamentos, desmetaforizaciones, si se permite; un trabajo para el que nunca me consideré apto y que por eso ejecuté en silencio y no abiertamente. Pronto me adentré en su mundo como un chico que mira las cosas de reojo y sabe que no debe tocar nada. Sólo mirar.

Nos conocimos en 2006. Es increíble cómo pasa el tiempo. Ella había entrado como asistente de Recursos Humanos en una empresa de telecomunicaciones, en la misma que trabajaba yo como programador: Teleperformance. Celia aún conserva un aspecto joven y bonito, a pesar de haber pasado ya los treinta y cinco. Usa el pelo corto, suele llevar aros de plata y es una mujer accesible, agradable. Cuando se ríe los ojos se le hacen una fina línea negra y desaparecen. Escribe desde chica y canta de un modo más que aceptable. Siempre aduce entre risas que en su otra vida fue ninfa.

Durante sus primeras semanas en la empresa nos relacionábamos poco y nada; ella me mandaba el listado de los currículos que debía ingresar al sistema y yo se lo agradecía. Nuestro diálogo no pasaba de eso. Pero con el avance de los días fuimos dándonos un poco más de rienda y nuestro diálogo, aunque exótico, fue bueno desde el comienzo.

El catalizador de nuestro progreso fue un libro de Benedetti.

—No puedo creer que te guste éso —dijo. Tenía un piloncito de papeles en una mano y los agitaba como queriendo darme una paliza.

—Bueno, no me fascina —mentí—. Me lo prestó un amigo para leer algo en los ratos libres —volví a mentir.

La chica alzó las cejas.

—Hm, mis ratos libres son demasiado preciados como para desperdiciarlos así —rió—. ¿Pizarnik, Borges?

Me sonaba Pizarnik, pero no tenía idea de quién se trataba.

—De vez en cuando.

Aprobó con un asentimiento. La oficina estaba casi despoblada y no se oía más que el rumor de los procesadores de cada gabinete y el aleteo cansino del ventilador. La chica parecía dispuesta a las confesiones:

—Yo también escribo —dijo, luego apoyó los currículos en mi escritorio.

—¿Poesía?

—Poesía, prosa, lo que salga. Publiqué un libro hace tres meses. Todos cuentos. Me da un poco de miedo sacar a la luz mis poemas todavía —rió de nuevo.

—Qué interesante. ¡Tengo una colega escritora! —Celia se cubrió la boca para reír; siempre me gustaron las chicas que hacen eso—. ¿Cómo se llama tu libro?

—»Luna de arena».

—Parece una canción pop. —Sonreí.

—Bueno… Walter es tu nombre, ¿no? —asentí—. Bueno, no lo es. —Estiró un brazo hacia atrás y arrastró una silla hasta mi escritorio. No fue intencional pero, felizmente, le vi el escote cuando se acomodaba en el asiento.

—¿No lo es qué: mi nombre o la canción pop? —pregunté.

—La canción, por supuesto. Tu nombre es tu nombre, así vos no seas vos.

Quedé off side.

—¿Cómo?

—En uno de mis relatos, La inversa caníbal, habla un tipo acerca de un amigo suyo al que empieza a comprenderlo al revés, como si fuera una persona puesta a un nombre y no como naturalmente debería ser —hizo un ademán extraño—. O sea, uno nace y le ponen un rótulo, pero ¿si fuera al revés, si el hombre fuera puesto al nombre?

—Ajá.

—Lo que se plantea el protagonista de este relato es que en la inversa hay una despersonalización —dijo esto con cuidado—. Si el nombre fuera otro, ese hombre no tendría identidad…

—¿Por una cuestión de destino o algo así?

—No, no. Por una cuestión dimensional.

—No entiendo, disculpame. —Sonreí.

—Lógico, es un quilombo. El escritor utiliza al narrador para transformar la realidad con su percepción; mi protagonista es mi narrador; yo soy escritora de mi narrador. Entonces este tipo empieza a verse obsesionado con que su amigo, que se llama Espléndido Altagracia, es una persona puesta a un nombre. O sea intuye que, si alguien de pronto le cambiara el nombre, esta persona dejaría de existir. Así de simple.

—Eso es complicado. —Habré puesto una cara de pueblerino…

—Sí, puede ser.

—¿Y qué pasa con el tipo después?

—Mi narrador protagonista intenta cambiarle el nombre. Naturalmente, se le hace imposible por cuestiones legales. Entonces qué hace: empieza a familiarizarse con todos los conocidos de Espléndido Altagracia y, en secreto, uno a uno, les dice que de ahora en adelante lo llamen por su nuevo apodo: Dito, por esplendidito. Se hace una celebración en honor a un acontecimiento de importancia para Espléndido y éste se da con que todos empiezan a llamarlo Dito. Dito, Dito, Dito… le dicen todos. Mi narrador es un turro, desde ya, pero…

—¿Deja de existir Espléndido?

—No. Deja de existir el otro. En un momento, durante la fiesta, Espléndido se pierde en el balcón del hotel, y el otro, que lo había notado afectado, le sigue la huella. Alguno que otro seguía gritando «¡Grande, Dito! ¡Felicidades, Dito!», y cosas así. Cuando mi narrador lo encuentra en el balcón lo ve de espaldas, y descubre que puede ver a través de él. Espléndido se gira y lo mira con odio. «Mirá lo que me hiciste», dice. Entonces mi narrador se asusta y dice: «Espléndido, por Dios».

—Y se corporiza de nuevo.

—¡Muy bien! Sí, se corporiza porque vuelve a oír su nombre y finge un ataque al corazón para que lo trasladen a un hospital. En los hospitales necesitás dar tus datos reales; y no hubo uno en toda la fiesta que dijera que se llamaba Dito, obviamente. Así fue como Espléndido, salido de no sé dónde, renueva su cuerpo-identidad. Es como si en lugar de morir víctima de una herida física, él hubiera podido morir sólo víctima de una lesión nominal.

—Hay que tener cerebro para eso… —aprobé—. ¿Y el otro?

—Ah, se suicida.

—¿Y quién narra el cuento si se suicida?

—Su nombre. El que se muere es el cuerpo; mi narrador es un nombre. El lector termina entendiendo que el cuento está relatado por el nombre del personaje, y que su cuerpo tenía, de algún modo, las mismas propiedades que el de Altagracia.

Asentí. Celia me estaba gustando vertiginosamente.

—¿Tenés algún compromiso después del laburo? —Me animé como un salvaje.

—Nada de nada.

—Bueno, te propongo que tomemos algo y me termines de relatar tu libro, ¿qué te parece?

Y, por Dios, estaba encantada.

—No sabés lo bien que me viene que alguien soporte mis catarsis literarias —dijo y rompió en una risa aguda y dulce.

Entre aquel día y hoy pasaron muchas cosas. Por empezar, pasaron siete años, un casamiento en el medio, la mudanza a Longchamps, nuestro despido de la empresa y el continuo crecimiento literario de Celia, que nos llevó a una ruina de la que no puedo quejarme. Sí, realmente, no puedo quejarme, ahora fumo y eso no importa: la reposera es cómoda, por lo menos. La noche es quieta, casi una maqueta que interactúa conmigo en períodos intermitentes, un telón que se sacude de a ratos. Como en este instante, que el gato volvió a posarse adonde estaba y se lame una pierna. De pronto, alza la cabeza y me mira alarmado. No deja de hacerlo. Me observa: sus ojos resplandecen tan amarillos como un astro. Pasan diez segundos y por fin vuelve a su lamida. Arriba, la luna se desnudó completamente: es amarilla como una yema y poceada como una calle argentina. Me causa gracia decirlo, pero parece de arena.

Cuando Celia, poco antes de que nos casáramos, me contó su idea de que la luna estaba disolviéndose en simultáneo con el universo, logró alarmarme. No es que yo sea un reaccionario enciclopédico ni un anoréxico mental, porque para estar con una mina como Celia hay que romper con esas cosas o, de lo contrario, uno se rompe antes de intentar cualquier otra. Me costó en un principio, claro, yo venía de leer a Benedetti; sin embargo, pude acostumbrarme y aprendí mucho de ella. Es cierto que al día de hoy no entiendo por qué será que le abruman cosas tan extrañas como el tránsito de las nubes o la infinidad del espacio, o el color y la sustancia de todas las cosas, o lo que pueda pasar en el Día Final, pero ella sabe que no me gusta interrumpir el curso de sus emociones con cuestionamientos sobre sus cuestionamientos; sólo me dedico a cumplir con mi tarea de ser Walter Ferrer y trabajar de tanto en tanto, cuando sale algún currito, para mantenerla a ella bien tranquila en su estudio escribiendo y darnos algún lujo liviano los viernes por la noche. Eso la hace feliz, y a mí por extensión. Además, trabajar me distrae de esta tarea diaria de intentar complementar nuestros mundos y tender un puente entre ellos; porque lo hay, sin dudas, y quizá sea este sinfín de interrogantes, esta excusa de amarla para comprenderla, de no saber de qué va todo esto y percibir, a la vez, que en el ovillo de la noche silenciosa es Celia una respuesta a las preguntas que me hago sobre ella.

Habían pasado ya tres años desde que salíamos; en aquella época Celia estaba intentado dar los últimos retoques y revisiones a su tercer libro. El segundo, Autopsia de flores, fue de poemas y logró un pequeño éxito entre sus admiradores del taller literario (que eran cuatro o cinco marcianos que, si me preguntan, para mí que no entendían un ápice de lo que mi mujer hablaba y estaban ahí para babearse con ella). Hay que decirlo: con la intensificación de su laburo intelectual, Celia venía arrastrándose por el calendario con los nervios en punta. Siempre me dijo que yo era un agraciado por no padecer las inquietudes y las necesidades que ella padecía. En esos tiempos era común que a Celia se le escapara algún pensamiento en voz alta mientras paseábamos o mientras estábamos en la cama (ella siempre leyendo; yo, generalmente, resolviendo un cubo de Rubik o algún crucigrama); incluso le pasaba a menudo que le nacía escupir alguna maldición en medio de la oficina o, mientras se encontraba entrevistando futuras presas de Teleperformance —y hacía como que los escuchaba—, se paraba de golpe y se ponía a dar vueltas por el lugar o corría hasta su gabinete, abría el archivo de sus trabajos literarios y garrapateaba algo. No era habitual verla así, pero con la venida de su tercer libro se hallaba exaltada, consumida por la ansiedad; decía que con él se estaba acercando a su «porqué», y que eso era mucho. Sucedía también (esto es un detalle) que, en ocasiones, se me quedaba mirando fijamente, en una inacción preocupante, tal como lo había hecho el gato de la medianera hasta hace un momento; luego reaccionaba y volvía a lo suyo sin justificarse. La gente en la oficina solía preguntarme qué le pasaba a mi mujer, que por qué no iba a un psicólogo o algo así, y yo sonreía para no mandarlos al carajo. Entretanto, el encargado de nuestro sector de la empresa nos fichaba cada vez con peor cara.

Y por fin nos echaron a los dos una tarde de mayo en la que Celia, luego de que yo le dijera que por favor se abocara a su trabajo y no se preocupara por esas tonterías del cosmos, la inexistencia y demás idioteces, se me tiró encima hecha una furia. Increíble, pero cierto: se levantó de su silla con la cara más pálida de lo normal, se me puso enfrente un instante y luego se me echó como una tigresa. Los dos caímos hacia atrás con silla y todo. Por suerte un par de compañeros nos separaron enseguida. Esa misma tarde vino la secretaria del gerente y nos invitó a que pasáramos (si éramos tan amables) a la oficina del Rey de Telecomunicaciones, como le decían. El hombre nos habló en un tono razonable, consejero viejo el Rey, nos dijo «muchas gracias por los servicios prestados» y, educadamente, nos estrechó la mano a modo de patada en el culo.

Es cierto que más tarde Celia me pediría perdón entre lagrimones; esa chica, si hay algo que no tiene, es un corazón de piedra. Y qué iba a hacer yo: la quería, la quiero, le perdono lo que sea. Quizá porque, de algún modo, ella es mi desafío. Nos retroalimentamos en una doble pantalla de silencio y misterio. Ella me quiere para desahogar las presunciones de sus descubrimientos existenciales y yo la tengo a ella para entender qué es lo importante en todo eso. Nos movemos como dos mecanismos que se acercan y se alejan en sentidos opuestos, pero que inevitablemente se rozan en un punto y producen una buena chispa.

Aquella vez que nos dejaron en la calle, volvimos a casa (ya nos habíamos mudado a Longchamps, a un lindo departamento) y, después de un par de cervezas para contrafestejar el despido, me contó que la luna…

—…se está haciendo cada vez más chica.

—Imposible —dije—. Nosotros la veríamos cada vez más chica.

—No, tonto, la Tierra, el ser humano, las cosas, el universo entero, todo se hace cada vez más microscópico.

Bebí un trago.

—Pero dicen por ahí que, en realidad, se expande.

—Parece expandirse, Walter, pero somos microscópicos. No nos damos cuenta porque a nuestra escala las cosas siempre van a contar con las mismas dimensiones y el mismo volumen, ¿entendés? —explicó. Estaba arrodillada sobre la cama, a mi lado, y tenía una expresión ansiosa, bella.

—¿Y cuál es el peligro si las cosas no cambian para nosotros?

—A veces me parecés un misterio, Walter… —Sonrió—. ¿Cómo que cuál es el peligro? Si seguimos achicándonos vamos a terminar desapareciendo espontáneamente. O sea, de un momento a otro, como si nada, ¡pluf!, desaparecemos. ¡Y a traición!

—¿Por qué a traición, Celia Asimov?

—Porque el que pensó en hacernos esto, lo hizo disimuladamente, sin que nos diéramos cuenta…

—¿Realmente creés que puede haber un alguien que maneje los hilos?

—Es una posibilidad —dijo.

—Todo es una posibilidad, mi amor. Ahora, ¿y si en realidad, como afirman por ahí, se está expandiendo y todo se está haciendo cada vez más grande pero en una proporción inversa a la que vos proponés?

Celia contrajo los labios. Miró al suelo y negó con la cabeza.

—Imposible.

—Because…

—Because los universos terminarían colisionando en algún momento y el caos sería igual para todos los espacios. Yo te hablo de que se me hace que lo que se comprime es nuestro universo, ¿lo captás?

—Lo capto. Pero me preocupa.

Puso cara de que temía haber dicho algo malo.

—¿Por?

—Porque si es así, entonces —me levanté el elástico del pantalón— es, incluso, más pequeña de lo que parece.

Celia aflojó inmediatamente y se me tiró encima hecha risas. Jugueteamos un poco más entre bromas universales y luego terminamos revolcándonos como fieras.

La arena debería ser rebautizada «tiempo». Para mi mujer, el tiempo en estado puro debería ser una playa después de las ocho, ya que cuenta con los tres componentes primordiales: arena, agua y noche. Según ella, son las tres patas de la alquimia universal. Y, si ahora tuviera que verlo así, en este momento el gato volvió a caer hacia lo de los Hidalgo y fácilmente podría dudar acerca de qué pasó primero: si el gato saltó o si el gato volvió (porque las paradojas son tan infinitas como tramposas). La luna vuelve a tener un velo de niebla. Si esto lo viera Celia lo entendería, estoy seguro. O a lo sumo podría decir algo inteligente.

Su tercer libro se llamó Trinomios y se publicó en septiembre de 2011, hace ya dos años. En principio ella temía que no fuera bien recibido por su pequeño círculo del taller: los argumentos eran un poco más complejos y oscuros; había cuestiones de dudosa ponderación moral incluso; otras, de una polémica aplastante. Celia no lo hubiera publicado de no haber sido yo su empuje, y me lo agradeció a diario durante más de tres meses luego del lanzamiento. «El tiempo está de mi lado», me decía ella, siempre con el negro miedo de no alcanzar sus objetivos latiendo detrás de sus ojos como un corazón. El tiempo para ella también era el destino.

Fue excelente la acogida que tuvo Trinomios en el pequeño taller (que ya no era tan pequeño porque los marcianos se habían multiplicado por tres, por lo menos). Nunca trabé relación con los fans de Celia; conozco a algunos de un apretón de manos y no más. Realmente parecen extraterrenos. Y, según mi mujer, entienden sus textos al pie de la letra, cosa que me parece en parte irrisoria. Ojo, no quiero pasar por soberbio, pero ahora que lo pienso, dentro de esta elipsis de ignorancia que es mi cabeza puede haber más conocimiento sobre Celia que el que Celia tiene sobre ella misma y sus escritos; al fin y al cabo, nadie la estudió tanto como yo. Repito: no es soberbia, es una idea como tantas otras.

Después del minoritario éxito de Celia, nuestro universo se hizo más chico. Nos quedaba algo de guita en el banco, sí, pero lo suficiente como para solventar dos o tres meses más de alquiler en el piso de Longchamps. Después de eso había que vérselas con la calle. Fue entonces cuando mi mujer me pidió lo que llamó «el favor más grande de su existencia». Pero, antes de que se tome para cualquier lado, es menester aclarar que Celia nunca fue una chiflada; o sea, no es que se trepaba a la terraza en las noches de tormenta a invocar a Ipazzu o que corría desnuda por las avenidas a modo de justicia poética. No, Celia siempre conservó su imagen exquisita, aliñada, serena por fuera, pasara lo que le pasase. Sólo yo conocía lo que había puertas adentro del alma de mi mujer. Y la más grande de esas cosas fue el pedido que necesitó hacerme.

—Yo sé que estamos casi en la banca, amor, pero necesito solamente dedicarme a esto… Tengo miedo de que se me pase la vida y no haber encontrado nada —lloraba—. Necesito que vos trabajes, Walter y, si no lo aceptás, lo entiendo… pero se me va la vida.

Realmente lucía desesperada, angustiada hasta la sofocación. Quizá cualquier otro hombre, por más hermosa que fuera Celia, la hubiera mandado al Hospital Moyano a ver qué le pasaba a sus ideas existencialistas y qué solución podía haber para todo ese lío. Pero yo me limité a guardarme las manos en los bolsillos y a mirarla a los ojos. Ella me tomaba por la cintura con las dos manos, el rimel azul cayéndole por las mejillas junto con las lágrimas, la frente despejada y el pelo sujetado con hebillas de mariposa. Lo siguiente que hice fue inclinarme y besarle los labios con delicadeza. No le respondí nada. Ella sabía lo que significaba ese beso.

Significaba que el universo podía partirse en dos si así lo quería, pero que nada nos iba a impedir ser felices mientras durara todo esto. Y es algo que me enseñó mi vieja cuando yo era adolescente, aunque con otras palabras: hacé lo que se te cante, hijito, mientras te haga feliz. La vida puede terminar mañana y siempre es bueno sacarle una ventaja. Por suerte mi vieja no creía en Dios y nunca tuve que atenerme a sermones de ese tipo. Era, simplemente, vivir y que lo demás no importe.

En cuanto a mi nueva vida de ujier y siervo de Celia, un gustazo. Me habían empleado en un drugstore, medio tiempo, la guita alcanzaba para comer, tomar alguna cerveza los viernes (es nuestro día de dispersión), ir al cine una vez al mes y pará de contar. ¿El alquiler? El alquiler hacía tres meses que no lo pagábamos. Por tal motivo fue que nos sacaron a patadas de Longchamps y nos vinimos a Villa Fiorito. Una zona tranquila cuando la pesada del barrio no jode. Además, a Celia no le molestan los ruidos para escribir. A mí menos me molestan para pensar en Celia; no podrían hacerlo teniendo este pequeño patio donde abordar el insomnio.

Ese gato poco decente ahora está de nuevo sobre la medianera, estático, de espaldas a mí, y mira la luna. No me percaté del momento en que volvió a trepar (si es que alguna vez en verdad se movió de ahí). Mi mujer diría que está atrapado en un rulo de tres acciones eternas, en un trinomio paradójico: saltar, lamerse y mirar la luna. Yo le diría que es una posibilidad. La luna ahora parece ser abordada por una nube tan negra como el cielo y da la impresión de que está ladeada; el efecto es extraño, como si quisiera darse vuelta. Si Celia estuviera acá a mi lado diría que es hora de hacer silencio porque se está acabando el tiempo y todo esto va a desaparecer espontáneamente; porque fijate, Walter, fijate que en verdad está dándose vuelta, esto es el tiempo puro, sin filtros convencionales; mirá ahora el gato, volvió a saltar donde los Hidalgo. Y yo le repetiría que todo eso es una posibilidad, mi amor, que al fin y al cabo siempre terminamos encontrándonos en algún punto del espacio, en acciones casi idénticas que se diferencian sólo por detalles imperceptibles. Además, es cierto, la luna sigue tan amarilla como el ojo de un enfermo hepático y parece desgranarse en un efecto molecular, pesadamente líquido, yéndose al otro lado. Casi todas las noches suelo ver cosas así (quizá sea el insomnio), y me da pena que a mi mujer le alcance con imaginarlas mientras yo les busco una respuesta vivencial. Al final, no sé quién escribe para quién, o quién escribe más, porque de algún modo toda esta abstracción tiene algo de literaria. Aunque escribir no es algo que en verdad me interese; no tanto como entender a Celia por lo que escribe. Y creo que poco a poco lo voy logrando, a medida que pasa la vida. Incluso, puede que quizá lleguemos juntos a comprender lo mismo. Por lo pronto, ambos estamos de acuerdo en que la realidad y el tiempo son cosas que hay que poner bajo sospecha y que, en efecto, existe un trinomio de acciones que rige para todos en iguales condiciones, porque es como sentarse acá en el patio cada noche, siempre en este escenario vacilante, pensar en mi mujer que ahora sueña su abanico de secretos —en el que también entro yo— y ver esta luna dorada cayendo en embudo hacia el espacio, ahora doblándose livianamente como una estela dócil, tan extraordinaria e inadmisible, tan de Celia.

Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog en www.verbaetumbra.blogspot.com.

Hemos publicado en Axxón sus obras EL PEZ POR LA BOCA y DESTINO KOMALA EN TIEMPO.


Este cuento se vincula temáticamente con EL ÁNGEL TERRIBLE, de Daniel Frini; BUCÓLICA (CON SÁTIROS Y NINFAS), de Daniel Buzón; EL INSTANTE EN QUE SE PIERDE AQUELLO QUE SE HA PERDIDO YA, de Juan Manuel Candal; SÉPTIMO SENTIDO, de Claudio Guillermo del Castillo Pérez y AMOR, de Eduardo Carletti.


Axxón 219 – junio de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Realismo conjetural : Metaliteratura : Argentina : Argentino).

9 Respuestas a “«Luna de arena», Daniel Flores”
  1. martín panizza dice:

    Opa, me encantó.
    Cordialmente,
    Yo.

  2. Daniel Flores dice:

    Muchas gracias, Martín, muy amable :)

    ¡Saludos!
    Daniel

  3. Leandro dice:

    Me gustó mucho, conozco el sentimiento. Saludos!

  4. Gabriela M dice:

    Muy bueno, muy interesantes Daniel. Tanto como para ponerse a pensar cuanto de verdad y cuanto de ficción hay en el personaje de Celia, o hasta cuanto tendrá el autor de Celia.

    saludos

  5. Daniel Flores dice:

    Leandro, Grabriela, me alegra que les haya gustado el cuento. Ambos están acertados en sus comentarios: hay de mí en Celia y el sentimiento ese de entrega fantástica es algo que muchos conocemos bien.
    Me llamó la atención el dibujo de Laura Paggi, porque en el texto, en un momento, habla de los árboles como manos artríticas y dice que dan ganas de que formen parte de un cuadro o de una película, y Laura se encargó de cumplir ese capricho :D

    Saludos.
    Daniel

  6. laura paggi dice:

    muchas gracia Daniel,asi lo interprete yo,me encanta este cuento!!!

  7. Daniel Flores dice:

    ¡Tante grazie, Laura! A mí me encantan tus interpretaciones. Me pareció particularmente genial la que hiciste de «El pez por la boca».
    ¡Saludos!

  8. Laura Ponce dice:

    Ya te lo había comentado, Daniel, pero creo que no está demás repetirlo: Me gustó mucho la forma fluida y natural en que está narrado este cuento. Espero leer más :-)

  9. Laura, te agradezco :D Por supuesto que habrá mucho más, a menos que los mayas le peguen en la profecía XD
    ¡¡Saludos!!

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