Revista Axxón » «Pequeño peón escarlata», Juan Pablo Noroña Lamas - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CUBA

 

…arrastrando a Hull por el suelo del recinto de Justicia, pero mi mente está un minuto atrás, cuando pasamos el umbral de la entrada, pues el pensamiento no se subordina al aquí y ahora ni al antes o después, sino a una jerarquía emotiva, y el momento en que entré con Hull a rastras fue uno de los más definitorios de mi vida, mucho más que estos instantes homogéneos. En mi cabeza, doy y vuelvo a dar el tirón que pone a Hull dentro, y con ese recuerdo cada imagen o memoria regresa conjurando otra que a su vez trae otra más. Hasta que no haya terminado todo el ahora, el antes volverá una y otra vez sin orden ni concierto…

Hull se ha trabado con el quicio del umbral y el saliente marco de la puerta de entrada. No es casual. A lo largo de la escalera y el pasillo ha hecho lo imposible por estorbar. Intenta zafarse, mete las piernas en rincones, tuerce el tronco. Inútilmente, pues le llevo treinta kilogramos de músculo y además me impulsa una rabia inmensa; sin embargo consigue irritarme sobremanera. Al punto que saco mi Steyr Cinco-Siete con la izquierda y apunto a su muslo.

—Un disparo a la cabeza te matará sin dolor —le advierto—. Dos o tres al vientre o a un miembro, de momento sólo te debilita y mi trabajo es más fácil. Pero duele mucho.

Hull se queda petrificado por unos segundos, mirándome con espanto. Cuando escucha el primer clic en falso del disparador se echa a llorar. Pero al menos se afloja, ya es una carga fácil y de un tirón lo meto en el pasillo de entrada al recinto.

Entonces mi superior inmediato, el capitán Preczik, intenta convencerme de que en el caso Hull se impone un trato específico por razones de bien general. Estamos los dos solos en su despacho. Él se levanta tras su buró, lo rodea para venir hasta mí y me pone un brazo paternal sobre los hombros, en esa forma afablemente dominante de los hombres muy grandes y de voz estentórea.

—Hortah, debe entender —me dice—. Hull no es cualquier hijo de vecino… esa mente suya tiene mucho que dar, no sé si me explico. Hay que castigarlo, pero no podemos tirar ese maravilloso cerebro a la morgue, por más que sea lo correcto y legal.

Yo aprieto los puños y me afirmo en el lugar, negado a caminar según me empuja el brazo de Preczik tendido sobre mis hombros, en dirección a la ventana que nos ofrece una espléndida vista de Arcoiris. El centro de HiperViena parece hecho a la idea que Dios tendría de una ciudad y cualquiera creería que su grandiosidad no tiene espacio para miserias ni iniquidades. Sin embargo, en algún lugar de esta inmensa ciudad desplegada frente a nosotros está Hull, un tramposo y asesino, esperándome. Quizás solo en una habitación oscura, quizás rodeado por el silencio incómodo de personas que no se acercan a expresarle simpatía pero tampoco tienen el coraje moral de condenarlo hasta las últimas consecuencias. No puede huir, porque tiene un neutralizador colgado al cuello, y agoniza en la duda. ¿Lo llevaré arrestado al Palacio de Justicia, a que otros determinen su castigo, o haré uso de mi derecho oficial a matarlo como al asesino de un policía que es?

En cualquier caso, Hull sigue vivo allá fuera, en algún sitio de esta Viena que por su causa ya no puedo mirar como antes, y Mohacsy está muerto.

—He hablado con mucha gente que apreciaba a Mohacsy —prosigue Preczik—, y todos son de la opinión de que no les gustaría una venganza irracional, mucho menos si a la larga perjudica al país. Sí, así es como ve las cosas la gente que lo quería.

No sabría si es cierto o falso que otros opinaran lo que aduce Preczik y jamás pondría la mano en el fuego por adivinar lo que diría alguien tan complicado como Mohacsy. Por tanto, me siento poco o nada convencido de cambiar mis planes. Además, por encima de toda duda, dentro de mí todo es acallado por una voz que pide sangre.

—¿Entonces tú eres el compañero de Pepy?

Para hablarme, Vilia ha abierto la puerta apenas un poco, asomando el rostro por la rendija como si no se decidiera a dejarme entrar. Veo sus rasgos claros como un dibujo que la luz del pasillo hace sobre la penumbra del interior de su apartamento. Me toma dos segundos reaccionar, y no sé si es por el apelativo cariñoso bajo el cual apenas reconozco a Mohacsy, u otra cosa que no consigo identificar.

Asiento y ella me hace pasar.

Su sala parece pequeña. Pero no, es grande. Lo que pasa es que está atiborrada de bastidores, rollos de lienzo, latas de productos químicos, cuadros montados, a medias y terminados, cajas de útiles. Es un taller más que una casa.

Vilia se para en el centro del área libre con las manos en las caderas. Su pelo largo y suelto difumina la única iluminación, que está tras ella, en tonos cálidos de naranja. No veo sus ojos, sólo distingo la silueta.

—Ten cuidado con tu elevador —le digo en un tono neutro, adecuado para romper el hielo antes de que se forme—. Sube a trompicones.

—¿El elevador? —pregunta ella con incredulidad, como si le hubiera dicho algo totalmente descabellado—. ¿Que el elevador qué?

—Sube… a trompicones, el elevador… es peligroso, sabes… —Las palabras tropiezan entre sí y con mi lengua, mis labios, mis dientes, más o menos como atropellan los pensamientos en la cabeza.

—El voltaje central —explica ella—. Toda la maquinaria pesada del edificio está funcionando mal últimamente, por eso. ¿Es esto importante?

Niego frenéticamente.

Vilia me mira fijo durante unos segundos; parece esperar mi próxima metedura de pata. Como no llega, me escupe La Pregunta:

—¿Dónde lo encontraron?

—En un jardín de Schönbrunn —respondo presto—. Desnudo, limpio, sin marca alguna excepto las heridas. El asesino lo había rociado con un líquido inflamable, de seguro para prenderle fuego, pero lo sorprendieron y se dio a la fuga.

Su cabeza parece temblar mientras se lleva una mano al rostro, y escucho lo que parece un gemido.

—¿Te sientes mal? —pregunto.

Vilia no responde ni se mueve durante unos segundos. Después, separa la mano de la cara y asiente.

—Sí, me siento mal. Acabo de imaginarme a Mohacsy quemado.

Yo avanzo hacia ella.

—No, gracias —me detiene—. Ya pasó. Por favor, siéntate. Voy a hacer café.

—No te molestes… —y mientras se marcha en dirección a una puerta que parece la de la cocina, me percato de que no ha preguntado cómo me gusta. Cargado, tibio, con crema baja en dulce. Sí, lo recuerda. Después de todo, sólo han pasado… cuatro meses.

Y cuando lo trae, descubro que no había olvidado el sabor de su café. Mi memoria de él es igual a la sensación que se desliza cálidamente sobre mi árida lengua. Con ese recuerdo, vuelven todos, invocados por los reflejos de luz en la superficie del líquido. Para ahuyentarlos, compongo una pregunta:

—¿Hace cuánto tiempo conoces a Mohacsy?

Ella se demora, mirando a un lado como si intentara hallarle sentido a mi curiosidad.

—Un mes después de que tú y yo… —responde sin fuerza en la voz—… un mes después de que no te viera más.

—¿Cuánto tiempo, entonces…?

Vilia junta las manos y se las frota despacio.

—Tres meses —responde sin ningún tono en particular—. No sabía que ustedes se conocían. Un día todo salió en una conversación. Mohacsy me pidió que mantuviéramos el secreto. Le preocupaban tus sentimientos; dijo algo acerca de que le molestaba cualquier idea de competencia contigo. Nunca me dijo que trabajaban en la misma escuadra.

Mohacsy, siempre la figura protectora, aviniéndose a una relación reducida por el secreto. De todas maneras me enteré, sin embargo. Nunca se lo dije. Nunca le dije lo grande que era.

—¿Te gustan los policías, verdad? —inquiero.

Ahora Vilia sí me mira de frente.

—Sí, claro —contesta—. Todos, incluso tú, son buenos hombres. Algunos pueden ser un poco retorcidos, pero siempre son buenos hombres. Debe ser la psicoscopía.

De repente el café y la taza están insoportablemente calientes.

—¿Tú mismo decidiste ser quien viniera a darme el pésame en nombre de ellos?

Asiento.

—Pues bien, pudiera dártelo yo a ti. Parece que sientes su muerte tanto como yo.

Vuelvo a asentir.

—Ustedes tienen el derecho de vengarse. Tú en particular.

Suspiro.

—No lo llamamos venganza —explico—. Es el estatuto sindical cincuenta y cinco. Si una persona es declarada culpable de la muerte de un policía o de algún funcionario de justicia, queda fuera de la ley. Cualquier empleado del ministerio puede entonces castigar al asesino de la manera que estime, sin cargo alguno, siempre y cuando presente una psicoscopía válida. Y sí, el compañero de trabajo más allegado a la víctima tiene prioridad durante la primera semana, y si ejerce su derecho, nadie más puede tocar al tipo.

Como no sé qué más decir quedo en silencio. Vilia también. Al cabo de unos minutos, es ella quien habla.

—Matarás a quien sea que lo haya hecho, por supuesto.

Yo lo confirmo con un gesto lento pero firme.

—Si no, viviré para recordarte a Mohacsy —insiste Vilia—, viviré para recordarte que lo traicionaste.

«Como si hiciera falta», pienso.

Siempre recordaré a Mohacsy, sonriente y calmo mientras camina hacia mí apuntando su pistola reglamentaria. A una distancia de cinco metros, casi nada para su magnífica destreza con armas cortas, se detiene.

—No tienes oportunidad —dice—. Mucho menos matando a un policía. Te condenarías a muerte, a la muerte que nos diera la gana. Entrégate y mañana a esta hora estaremos conversando. Vamos, que no es nada tan terrible caer por narcotráfico. Ni que fuera un delito ambiental.

No habla conmigo. Detrás de mí está uno de los últimos narcos importantes en HiperViena, Veschio, quien sostiene una pistola contra mi cabeza. Su mano tiembla y la de Mohacsy no. Sigo la línea que va del agujero del cañón frente a mí, y veo cómo termina dos centímetros a la derecha de mi cráneo, probablemente en el entrecejo de Veschio. De verdad no tengo miedo; si algo siento es rabia por haber sido tan torpe de dejarme atrapar.

Finalmente, Veschio se rinde y me entrega su arma. Para terminar de desmoralizarlo, le doy dos bofetadas amables con la mano libre, tras lo cual le pongo el neutralizador.

Mohacsy está aparte, estudiando su pistola sin interés real. Ahora su expresión es muy diferente. Está nervioso y preocupado.

—Eso estuvo cerca —me comenta—. Te descuidaste.

—No pasó nada. Veschio no es tonto.

Mi amigo hace un gesto de impaciencia y me mira con bronca.

—No seas tonto tú, Hortah. ¿No te das cuenta? Cuando los tienen casi acorralados, los tipos malos pueden volverse locos y empezar a matar policías y, por supuesto, empezarán por los imbéciles que tienen que rastrearlos y atraparlos.

—Confío en ti, socio —respondo—. Mira, sabes que esto es un equipo. Yo hago las tonterías y tú me sacas las castañas del fuego. ¿Alguna vez hemos fallado? ¿Quiénes son los mejores Judiciales de VíaViena Norte?

Mohacsy sonríe.

Está alegre por los chistes de Rukin, que sabe utilizar las anécdotas de la semana como materia de broma y siempre es hilarantemente ingenioso. Como cada vez que nos reunimos a tomar cerveza en la taberna, entre trago y trago Rukin cuenta una versión totalmente distorsionada de algo reciente ocurrido a alguien conocido, de la manera más irrespetuosa y menos seria posible. Si se cometiera el error de corresponder con una historia protagonizada por él, en dos minutos la vuelve contra uno. No se lo puede desconcertar, ni meter en una situación a la que no le improvise una salida.

A Schwarzthal también le parece muy gracioso y se retuerce a carcajadas. Rara vez ríe, y habla poco. Sé que prefiere llenar kilométricos informes y memoranda, estudiar leyes o practicar en el gimnasio. Pero cuando se toma dos o tres jarras se suelta mucho y bien. Compensa su granítico comportamiento, siempre estable, predecible, sólido, firme. La gente dice que Schwarzthal nació de un huevo de búho; a sus amigos no nos importa que sea introvertido y raro. Preferimos confiar en él.

Yo no río, pues es a mi costa, y de hecho me siento un poco picado. No obstante, como todos somos amigos y el día de mañana es libre, termino por reír yo también. Después de todo, yo había realmente resbalado sobre una pizza abandonada en el suelo. Sin embargo, algo llega a molestarme que me tomen siempre como el novato, el torpe. Soy alocado e inexperto, pero todos cometen errores. No veo por qué los míos han de sonar o verse más.

Mohacsy, mientras tanto, toma las jarras y las hace pasar bajo el dispensador de la mesa. Con el rabillo del ojo observo cómo sirve cantidades adecuadas. A Rukin, mucho, para que se le trabe la lengua antes de llegar a decir algo realmente inapropiado. A Schwarzthal, igual, porque tiene aguante y aún puede relajarse más. A mí, poco, pues debo tener mala cara y sería bueno mantenerme sereno. A sí mismo, menos, y de eso ya no conozco el motivo.

Después de las risas, consigo desviar el tema a los planes de fin de semana. Rukin y Schwarzthal no han sido afortunados como para ligar a alguna residente de GeoViena y han de volver esta noche a sus hogares si quieren empezar frescos la mañana libre. Eso si no cometen el error de intentar divertirse justo después de un día entero de trabajo agotador. Rukin debe regresar a algún punto en la quinta conexión entre VíaNorte y VíaNordeste, en tanto Schwarzthal vive cerca de Rukin, pero en lo que es HiperViena a secas, y le lleva tiempo llegar a casa.

No, no habrá velada en Arcoiris para Rukin y Schwarzthal. Yo también debo asilarme en un lugar perdido de HiperViena, fuera de las grandes avenidas, pero es un punto próximo al kilómetro cinco del ramal Este, y en realidad me es cómodo viajar de ida y vuelta a Geo. Por eso muchas veces, como ahora, le ofrezco mi sofá a Mohacsy, vecino del extremo norte de VíaViena.

Mohacsy rechaza amablemente mi sofá, y además la compañía de Rukin y Schwarzthal para tomar el metro. Tiene asuntos financieros en Geo, dice. No engaña a nadie. Estamos seguros que ha ligado en la zona, pero por alguna razón, no quiere contarnos. Dice que necesita irse ya, y él es ahora el blanco de las bromas; él, sus orejas enrojecidas, su mirada huidiza y su sonrisa forzada. No logramos sacarle nada, por supuesto.

Cuando finalmente Mohacsy se marcha le hago una seña a Rukin y a Schwarzthal.

—Tengo el número de la amante misteriosa.

—¿Y cómo rayos? —se asombra Rukin.

—¿Recuerdan ayer, cuando se cayeron las líneas regulares por segunda vez en la semana?

Ambos asienten.

—Mohacsy estaba apurado y usó una línea oficial común para una llamada a un número con prefijo doméstico.

—¿Y qué estamos esperando?

Schwarzthal se enseria de repente.

—No está bien —dice.

—¿No me digas? —pregunto con sarcasmo—. Bueno, supongo que debo conectar a través de un número irrastreable, sin visual, y no decir quién soy. ¿Así te parece mejor?

Refunfuños ininteligibles.

Yo procedo a dictar el código de línea especial al móvil, y después de escuchar el sonido de confirmación, el número pirateado a Mohacsy. El timbre suena durante medio minuto antes de que alguien del otro lado levante el receptor y diga la frase de rigor.

La voz en el móvil es conocida. Tanto, que no puedo hablar, no puedo decir ninguna tontería. He escuchado a esta voz decir «Hola, mucho gusto», «Vuelve pronto», y «Adiós para siempre». Ahora la escucho preguntar quién es cuatro veces, con impaciencia primero, después confusión, enojo, y por último preocupación, antes del silencio y el clic del fin.

Es Vilia.

—¿Bueno…? —inquiere Rukin, ansioso.

Mi cabeza produce una respuesta, algo como «salió un hombre, quizás la pareja regular de ella». No estoy seguro de haber pronunciado esa, o de hecho cualquier otra, cuando escucho el gruñido de fastidio de Rukin.

—Bueno, feliz de que Mohacsy tenga una amiguita, aunque sea compartida —dice después mi amigo—. En cualquier caso, voy a rondar los bares una o dos horas, a ver si aparece alguna para mí. Vamos, Oskar —convida a Schwarzthal mientras se levanta del asiento.

Desequilibrados y a trompicones salen ambos del café. Ya de lejos, Rukin levanta una mano y me grita algo. Por sobre el ruido de la calle, es imposible oír, así que le hago un gesto.

Rukin vuelve a gritar.

—¡Hortah! ¿Estás ahí?

Yo no lo escucho aún. Estoy en una esquina de la tienda de música, tras el anticuado mostrador de roble, en el suelo y con la espalda contra la pared. Entre mis piernas tengo sentado a Hull, que no ha parado de hacerme ofertas millonarias, motivado por el frío cañón del arma contra su rostro. No presto atención a sus palabras, son como ruido blanco para mí. Todo lo que escucho es mis pensamientos tropezando por el local primero y por toda GeoViena después, en busca de vía libre entre este lugar y el Palacio de Justicia. No la hay, por supuesto.

Por detrás de un anaquel de facsímiles sale Rukin con un arma en las manos. Como por suerte apunta al suelo y su larga silueta es inconfundible, no le disparo. Pero llego a levantar la pistola.

Rukin mira el negro cañón de mi arma, y dice:

—Hola, novato. Aquí la vieja guardia al rescate.

Sus palabras me relajan, tienen tanto la virtud de devolverme la confianza y la seguridad, que me echo a reír como un estúpido, a intervalos alternados con espasmos en la respiración. Y cuando junto al hombro de Rukin aparece la preocupada cara de Schwarzthal, me desato por completo en carcajadas.

Uno de ellos se inclina y comienza a manipular el neutralizador de Hull.

—¡Eh! ¿Qué haces? —protesto.

—Arreglo este aparato. O mejor, lo termino de romper.

Es Rukin.

—Increíble lo que hace la gente —comenta—. Suerte que confiscamos este invento antes de que saliera al mercado.

—¿Pero qué haces?

Rukin se levanta, y desde su altura me deja ver una mano en la cual hay un pequeño objeto de plástico.

—Vamos. El neutralizador recibe ahora órdenes de este control.

Schwarzthal se acerca, toma a Hull por el cuello de la chaqueta y lo levanta en peso con muy poco esfuerzo.

—Es éste, por supuesto.

Me pongo en pie.

—Sí, es éste el tipo.

Desde detrás de Hull veo cómo el cuello de su chaqueta se tensa sobre la nuca.

—Hey, Schwarzthal —advierte Rukin—. Es de Hortah.

La voz de Schwarzthal se vuelve gris y tan inexpresiva como nunca.

—Cierto —acepta—. Eso te salva por el momento, desgraciado.

Cuando el peso de Hull cae sobre sus propios pies, se queja y mueve los brazos. Está desequilibrado y trastabilla de espaldas, en mi dirección. Instintivamente extiendo las manos para sostenerlo, incluso la que tiene la pistola.

De repente el hijo de perra se revuelve e intenta darme un codazo. Como es más bajo que yo me da en el esternón, pero la sorpresa me hace retroceder. Él, sin mirar atrás, se lanza a un lado, contra Rukin, le clava el hombro en el pecho y lo aparta lo suficiente para pasar.

Entonces queda detenido en seco por una mano muy grande que aferra su chaqueta por detrás.

Como estaba lanzado y tenía cierta inercia, las piernas se le salen del área de apoyo del tronco, y se le doblan. Termina arrodillado en el suelo, cubierto por una gran sombra humana.

Schwarzthal, que no es lento ni torpe a pesar de su enorme constitución, alza a Hull y lo tira contra la pared. Acto seguido se pone a un metro de él, y mirándolo fijo le ordena:

—Golpéame.

Hull se recupera y se asombra a la vez.

—¿Cómo? —pregunta.

Schwarzthal repite.

—Golpéame. Rostro o estómago, como quieras.

Hull niega agitadamente y nos mira.

—Están locos —afirma—. Los tres, locos.

—Haz lo que dice, o te romperá un brazo —dice Rukin—. ¿Verdad, Schwarzthal, que puedes? ¿Con una sola mano, incluso?

Yo asiento por Schwarzthal.

Hull se aparta de la pared, carga el brazo, gira, y golpea la boca del estómago de Schwarzthal.

Rukin hace una burlona mueca de dolor.

—¿Duro, cierto? ¿Quieres una venda elástica para la muñeca?

Schwarzthal se acerca a Hull hasta que debe doblar el cuello para mirarlo a los ojos.

—Mohacsy resistía MIS golpes, pendejo.

Hull traga en seco y hace como si fuera a decir algo, pero de pronto su rostro pierde toda expresión de humanidad.

—Desconecté al tipo —anuncia Rukin—. Ya aburría.

Salimos por fin a la calle.

Rukin y Schwarzthal van a los lados. Parecen nuestros guardaespaldas por la forma en que nos acompañan, en línea diagonal, uno delante y a la derecha y el otro a la izquierda detrás. Cerca, pero sin contacto.

El tipo excesivamente elegante se nos aproxima.

—¿Necesita ayuda, señor Hortah? —pregunta.

—Para nada —niego—. ¿Qué le hace pensar eso?

—¿No están sus compañeros ayudándolo?

Rukin ríe.

—¡Já! ¿Escuchaste, Hortah? —pregunta sin dejar de ser la viva imagen de un borzhoi, vigilante y peligroso—. Este tipo cree que te estoy ayudando. Amigo, usted no quiere verme ayudando. —Y como al descuido desplaza la puntería hacia el figurín, al tiempo que con el pulgar mueve el selector de presión del gatillo al mínimo.

Maniquí de sastre guiña un ojo.

—¿Y entonces qué pinta aquí?

—Recibimos llamadas sobre un compañero en peligro —interviene Schwarzthal—. Vinimos a proteger a Hortah.

—Cierto —lo apoya Rukin—. Hortah puede manejar solo su asunto. Nosotros estamos aquí para impedir que se cometa otro delito. La ciudad está de repente llena de asesinos de policías. ¿Te parece, Schwarzthal?

No hemos dejado de movernos y ya estamos entrando al auto.

El traje que cuesta más que mi salario anual nos sigue de cerca.

—Sí, la ciudad está llena de gente a la que no le gusta la policía —va diciendo—. Quizás eso quiera decir que hay algún problema con la policía. Quizás quiera decir que la policía está cometiendo errores, estúpidos errores. Queriendo volar demasiado alto, o pisando demasiadas cabezas. Quizás es tiempo de que alguien les enseñe una…

Un disparo se clava en la calle ante los zapatos del elegante.

Al instante tenemos el arma en alto y apuntando, tanto nosotros como los cuatro tipos del desfile de modas que siguen a Maniquí. Sólo una pistola humea, la de Schwarzthal.

El jefe de ellos observa el suelo ante sí. El agujero es respetable, y las grietas y los fragmentos sueltos. Quizás le hagan recordar que los de Judiciales tenemos el derecho, y la costumbre, de usar armas especialmente poderosas.

Mientras tanto, entramos al auto.

Al marcharnos, estoy seguro de que guiamos las miras de las cinco pistolas como con hilos invisibles.

—Bueno, Hortah —dice Rukin desde el volante—. El Palacio de Justicia, supongo.

Schwarzthal asiente por mí.

Rukin y Schwarzthal son buenos compañeros. Destacan incluso en la policía, donde he conocido a algunas de las mejores personas de mi vida. Hay gente realmente magnífica en cualquier división de la policía de esta ciudad.

—¿Son excelentes, verdad?

Me doy vuelta en dirección a la pregunta. A mi lado está una quinceañera vestida con un pantalón cortado en tiras, una camiseta negra de lino crudo y una chaqueta raída del ejército. En la cabeza lleva una banda que muestra un dibujo estilizado del águila de los Habsburgo. Una fanática típica.

—No lo sabría —respondo.

—Confíe en mí, son buenos —insiste ella—. En un principio su productor quiso lanzarlos como rock cristiano, con el nombre de «Dios está donde siempre», pero ya hay seis bandas de esa línea y es todo lo que el mercado aguanta de esa payasada. Les cambiaron el nombre a «Tortura», y les dieron un estilo más serio.

El estilo más serio de «Tortura» me marea con su exceso. En el escenario saltan de un lado para otro maltratándose tanto entre ellos mismos como a sus instrumentos y al público que se pone a mano, su música es tan intensa que se siente como si tocaran la misma sucesión de notas al derecho y al revés simultáneamente, y la letra parece un pedido de clemencia de una hipotética víctima a un verdugo que puede ser el propio público, las miríadas de energúmenos que alrededor de nosotros saltan, se mecen, aúllan, rugen, patean o corean en una gigantesca coreografía guiada al parecer por lo que ocurre en el escenario. Cómo interpretan las indicaciones, no lo sé; yo crecí con baladas y bailes folclóricos.

—¿Cuánto más hablaremos de música? —demando a la quinceañera—. Supongo que usted tiene tan poco tiempo como yo.

Ella sonríe, mostrando una dentadura en mal estado y abundante en metales.

—En todas las películas el informante comienza con un tema sin importancia —dice—. Sólo mantengo la tradición. Vamos al asunto, entonces. ¿Qué tal la captura de Hull?

—No hay captura —respondo—. La señal del neutralizador que le pusieron a Hull justo al terminar la búsqueda forense en su casa está loca. Indica a otro individuo; como si se hubieran trastocado. Lo consideramos desaparecido y tuvimos que emitir una orden de captura para toda Europa.

La chica hace un mohín.

—No lo encontrarán. No es por ofender, pero ustedes los de Judiciales no tienen capacidad para lidiar con la Guardia Parlamentaria.

—Su mensaje misterioso decía que podía ayudarme; con algo más que crítica constructiva, supongo. ¿Y me dice en serio que la Parlamentaria está metida en esto?

—Metida hasta el cuello —dice la quinceañera—. Fueron ellos quienes hicieron el trabajo. Mire, Hull no ha salido de Viena ni le han roto el neutralizador, simplemente hicieron que la lectura de su señal se perdiera en la computadora. Parece una falla técnica perfectamente creíble, con lo caótica que está la red de infraestructura urbana últimamente. No se puede probar nada ilegal y, mientras, pasa su semana de privilegio.

—Confían en anularme como problema sin una intervención manifiesta —concluyo—. No quieren hacer nada susceptible de escándalo.

—Así mismo —confirma la muchacha—. Y no puede acusarlos, ni siquiera señalarlos con el dedo.

Durante dos minutos rumio la sensación de impotencia que me invade y siento cómo se une a la irritación causada por la agresividad del ambiente. Finalmente, me decido a olvidar la discreción y limito la receptividad total de la realidad virtual a un metro alrededor de mi locación. El resto lo bajo a un nivel tolerable. Si alguien está pirateando mi línea, se lo facilito mucho al reducir la densidad de datos. Pero al menos conservaré el buen sentido. Aún no he escuchado lo que esta informante desea decirme.

—Llámeme agente Eckmann —dice de repente la chica, mirando al frente y balanceándose al ritmo de una melodía melancólica que acaba de comenzar—. Estoy infiltrada en las Pandillas Viejas de HiperViena como coordinador informático, y lo que puedo hacer por usted es meterme dentro de la computadora del Ministerio y darle una línea con la verdadera señal de Hull.

Una posibilidad de lograr la captura de Hull. Casi salto a abrazar a la chica. Sin embargo, siempre hay una pregunta. Esa pregunta.

—¿Por qué me ayuda?

La agente Eckmann detiene su balanceo y me mira como una gallina a la que le hubiera hablado de huevos fritos.

—Porque soy policía. ¿Qué más?

Y su tono de voz y su expresión me dicen que no hay más para ella. Bien pudiera haber programado la apariencia de sinceridad en éste su avatar de quinceañera fanática de un grupo musical, pero me siento muy inclinado a creerle. ¿Qué gano con no hacerlo, además?

—Mire, yo trabajo cerca de los tipos grandes de las Viejas —explica la agente Eckmann—. Yo estaba por ahí cuando se reunieron para sacar conclusiones. De alguna manera, se han enterado de los pormenores de este caso, y ésta es la idea que se llevan: la policía se está ablandando. Por la razón que sea, el gobierno quiere negarle a la policía el estatuto cincuenta y cinco y algunos en la fuerza están incluso colaborando. Los tipos malos de HiperViena creen que es un buen precedente. Dijeron que hace unos años los Judiciales hubieran retenido a Hull hasta el veredicto y lo hubieran cepillado en el acto. Que antes esta demora hubiera sido impensable. Allí mismo comenzaron a pensar en cómo matar policías impunemente, o casi, mediante tratos con el gobierno o con la fuerza. Si Hull sale libre, dejarán de temernos en toda circunstancia.

Asiento enérgicamente.

—Cierto, el estatuto cincuenta y cinco es muy…

—¿Sabe usted cuántos policías han matado las Pandillas Viejas en los últimos diez años? —me interrumpe Eckmann, y noto condescendencia en su voz—. Once. ¿Sabe cuántos eran de Crimen Organizado, mi departamento? Siete. Nuestros son también los dos únicos casos en que ha sido imposible probar la culpa de los autores intelectuales. El estatuto cincuenta y cinco es más nuestro que de nadie, señor Hortah. A nosotros nos matan con premeditación y cuidado, con planes complicados, para quedar sin castigo, y a veces lo logran.

«Tortura» comienza entonces a atacar un ritmo violento que captura la atención de Eckmann. Yo consigo, sin embargo, reflexionar. Legalmente no puedo pedir apoyo para cumplir el estatuto cincuenta y cinco en mi primera semana; decidir la suerte de Hull dejaría de ser mi prerrogativa y Preczik podría meter a algún títere. Estoy solo contra la Guardia Parlamentaria.

No tengo oportunidad contra hombres mucho mejor entrenados y equipados.

Es después de llegar a esa conclusión, y quizás debido a ella, que descubro que ya no resisto más el ambiente.

—¿Tienes algo más, Eckmann, o puedo desconectarme ya? —pregunto con precaria contención. Siento la necesidad de ventilar a gritos mi ira o de ahogarla en cerveza bávara, ambas cosas en privado.

La quinceañera que en el mundo real es una agente encubierta de Crimen Organizado me responde sin mirarme.

—Eres un amargado, Hortah, pero igual me agradas. Los hombres no tienen por qué ser de azúcar.

—Tenemos un trato, entonces —confirmo—. Mantente en contacto.

Eckmann se vuelve hacia mí con una sonrisa serrada.

—No te perderé pie ni pisada —dice—. Tú y yo contra la Guardia Parlamentaria, ¿qué te parece?

Me parece una locura. No tengo ni idea de qué hacer para lidiar con los Parlamentarios, sobre todo en estas circunstancias. Se supone que son una elite, los tipos más duros y mejor entrenados en todo el servicio, fuera de los militares. Son casi leyenda; ningún policía que yo conozca tiene información real sobre ellos. Nunca nadie me ha señalado a un tipo y me ha dicho: «Ése es un Parlamentario». Si intento formar en mi cabeza la imagen de un Guardia Parlamentario, sería una silueta rellena de sombras y mucho peligro. Podría ponerle detalles sólo si alguna vez viera uno ante mí. Lo reconocería, sin embargo, por las sombras y el peligro.

El Parlamentario está en la acera de enfrente del bulevar.

Lleva un traje sastre blanco marfil de corte deportivo y elegante, suelto, muy bien cortado y mejor llevado. Tiene una mano displicente en el bolsillo de la chaqueta, y en la otra sostiene una botellita de cristal esmerilado, sin la tapa. Mientras descubre y atrapa mis ojos con su mirada, tres veces gira la mano para voltear el frasco, taponado con la yema del pulgar. Después aparta el dedo de la boca de cristal, lo lleva a la suya propia y lo desliza suavemente por su labio inferior.

Durante todo ese tiempo yo intento planear algo pero sólo logro pensar en lo que él va a hacer. Porque luce como un gato de sofá a punto de tragarse una rata de alcantarilla.

El Parlamentario saca la otra mano del bolsillo y enrosca la tapa de la botellita en dos vueltas.

Yo no puedo esperar más y arrastro a Hull en mi huida.

Cualquier persona en este bulevar puede ser un Parlamentario y atontarme, dormirme o paralizarme con un arma inofensiva pero eficaz en suprimir molestias. Me han dejado descubrir a uno de ellos para hacérmelo comprender. No les preocupa si estoy en guardia o no; esperan el error que tarde o temprano cometeré. Qué poco prestigio debemos tener los de Judicial. Todo cuanto puedo hacer es emplear el truco más viejo del mundo.

Me pego a Hull, reducido a la categoría de zombie gracias al neutralizador, y entre mi cuerpo y el suyo introduzco la mano en el bolsillo donde tengo la pistola. Después miro alrededor, selecciono la pared de ladrillo de un viejo edificio en la que difícilmente reboten las balas, y rápidamente saco el arma y hago tres disparos en ráfaga.

Las personas en el bulevar no dan en reaccionar enseguida. Detienen o ralentizan el paso, no más. Algunos incluso localizan el origen del ruido y me miran con sorpresa. Consecuencias del bajo nivel de criminalidad. Así que hago tres disparos más, y entonces todos se echan a gritar y a correr.

No todos, en realidad.

Cuatro o quizás cinco que parecen participar de la estampida humana, en realidad la cabalgan cual si fueran por el Danubio en kayak. Mediante ligeros cortes y cambios de dirección, que sólo al parecer no confluyen en mí, van acercándose como al desgano o por casualidad. No son obvios ni torpes, lo hacen con profesionalidad, pero no hay manera de ocultármelo. Y gracias a eso, hallo un punto blanco en su cerco; la entrada a una tienda de música. Allá vamos yo y mi zombie.

Entonces descubro mi error.

Tiene la forma de un tipo flexible y oscuro que, mientras brota tras la entrada en penumbras de la tienda, va sacando una mano de abajo de la ancha solapa de su sobretodo. El miedo me ha hecho mantener la pistola empuñada, y el miedo me hace disparar. Pero gracias a Dios tiro sin puntería, apenas en la dirección general del tipo, más como un reflejo que como una acción consciente.

Le doy en algún lugar entre medio muslo y rodilla.

Casi inmediatamente tras el disparo discierno el rostro del individuo, por unos segundos. Primero, sorpresa; luego, fastidio, como si de un simple traspié se tratara; por último palidez. Y cae lentamente, mirándome con inquina sostenida hasta el desmayo.

Cruzo rápido sobre el Parlamentario herido, tironeando de Hull. Al quinto paso, percibo resistencia. Me volteo.

Hull me mira con ojos de voluntad propia que oscilan espantados entre el Parlamentario en el suelo y mi pistola. Por supuesto, han desconectado su neutralizador por señal remota. Cuando levanto mi pistola en su dirección, hace un intento por huir; fallido y quejoso, porque mi mano tiene a la suya tanto como a los huesos propios. Y se encoge de terror a la vista de la Steyr-Mag.

No le apunto a él.

Detrás de Hull, en el umbral, está el tipo de la botellita, entrando por sobre su compañero. Sin siquiera mirarme, sigue adelante, tan rápido que en realidad intuyo más que veo su silueta borrosa. Otra vez aprieto el gatillo de puro miedo, y el tipo se detiene, pero no en el lugar donde apuntaba mi pistola, sino un metro más a la izquierda, como si la bala no hubiera logrado afectar su movimiento al momento del impacto sino algo después.

La sangre mancha el traje blanco del tipo desde la región clavicular, corriendo lentamente pecho abajo. Y el segundo Guardia Parlamentario herido por mí en menos de un minuto va a hacerle compañía al primero.

Ahora sí le apunto a Hull. Hablando con propiedad, no le apunto; apoyo el cañón del arma entre sus ojos. Hago esto ignorando a los otros dos Guardias asomados a la puerta. Hull comienza a jadear quejosamente.

—Atrás —exijo. Y repito—: ¡Atrás, ahora!

El segundo de los Parlamentarios asomados a la puerta lleva el traje más sofisticado que he visto en mucho tiempo y al avanzar delante del otro se mueve dentro de la ropa con la soltura que yo no tengo en mi propia piel. Observo cómo se desliza hasta dos metros tras la espalda de Hull, y me pregunto qué rayos tienen en la cabeza sus adiestradores.

—Hortah, su empecinamiento es loable. —El más elegante de los Parlamentarios sonríe jovialmente—. Sin embargo, no se ha alejado ni doscientos metros del edificio donde capturó al señor Hull sin hacer unos cuantos disparates.

—Si he avanzado tanto es que estoy ganando —gruño—. Mantengan las manos bajas y no hagan movimientos raros. —No dejo de vigilar al segundo Parlamentario mientras arrastra a su compañero del traje blanco hacia la calle.

—¿Nos permitirá al menos retirar a nuestros heridos? —pregunta el que parece ser el jefe—. Usted entiende nuestro deber como oficiales…

Sacudo la cabeza.

—No, no entiendo. No me consta que ustedes sean policías de ninguna rama.

El tipo mira alrededor. Es una tienda de artículos musicales caros, instrumentos y partituras antiguos y valiosos, la clase de cosas no disponible en mercados virtuales. Tiene que haber cámaras. Eso sin contar algún posible dispositivo en mi cuerpo o mi ropa.

—Nosotros no cometeremos errores, señor Hortah —afirma el Guardia—. Simplemente, no le permitiremos salir de aquí, y esperaremos a que se rinda.

—Entonces eliminaré a esta escoria aquí mismo —replico. Hull cae de rodillas.

—Usted no hará nada así —niega el Parlamentario—. La falta de premeditación del crimen de Hull lo conmina a ejecutarlo humanitariamente, con el neutralizador activado y en el foso del Palacio de Justicia. ¿Usted no faltaría a la ley, señor Hortah?

Aparto la pistola de la frente de Hull y hago un disparo al techo.

—¡Salgan de aquí, ahora!

Ya el otro tipo ha terminado la evacuación de los heridos.

El jefe vuelve a sonreír, me muestra las palmas de sus manos, y da media vuelta.

Yo me quedo solo con Hull, en cuyos ojos ha brotado una esperanza que no me gusta, y deseo arrancársela a patadas. Así arda Viena conmigo dentro, él va a morir como está estipulado. Ya fue juzgado y condenado en un tribunal.

La sentencia consta en registro y todos los que estamos conectados al juicio somos testigos. En presencia virtual, sentado entre una vampiresa de cabello laqueado y un tipo cuyo avatar parece un Hércules de playa, veo cómo Hull recibe la confirmación de su culpabilidad con toda la ecuanimidad que proporciona la existencia digital. Gracias al décimo mejor abogado del mundo y a unos antecedentes limpios, el asesino de Mohacsy está temporalmente libre bajo fianza y su asistencia a la corte ha sido sólo telemática. Virtual o material, mi mirada no lo ha soltado durante todo el juicio, en la esperanza de que en algún momento mire hacia mí, aunque sea por casualidad, y se encuentre la muerte en mis ojos. Pero no ocurre. Tanto no ocurre, tanto parece que me presiente y rehúye, que llego a cansarme de asediarlo en vano y comienzo a deslizar la vista por la sala virtual. Me interesa hacerme una idea, a través de los avatares, de quiénes se interesan tanto por este caso como para pagar el acceso pleno.

Cuando miro a mi derecha ya no está el tipo con aspecto de superhéroe en feriado. En su lugar tengo a un petimetre desvergonzado y andrógino con los mismos ojos gatunos de Robinek.

—Hola —me dice—. ¿Qué tal?

Señalo a Hull.

—Engrasando la soga.

Robinek coincide.

—Cierto. Y si fuera usted literal, también estaría de acuerdo.

—Me sorprende su ferocidad. ¿Tan bien le caía Mohacsy?

—Apenas pude conocerlo —niega el jugador de tetradrez—. ¿Y por qué le sorprende que quiera a Hull muerto? ¿Acaso usted mismo no planea matarlo?

—Élmató a mi mejor amigo —explico—. Lo que le hizo a usted no llega a tanto.

—No, no llega. Pero si él hubiera matado a mi mejor amigo, yo… la muerte sería misericordiosa en comparación.

Sacudo la cabeza.

—El tetradrez debe ser muy importante para usted. Tanto como para el mismo Hull, supongo.

—Para él no es el juego lo importante, sino su orgullo. —Mi interlocutor aprieta las mandíbulas fieramente—. No mató por el juego, sino por mantener su prestigio, su récord impoluto, su fama. La parte que no entiendo, sin embargo, es por qué llegó a eso, y qué hacía su amigo Mohacsy en casa de Hull.

—También yo me hago esa pregunta —digo—. Hull no lo ha dicho. Pero confío en poder sacárselo en cuanto caiga en mis manos.

—Bueno, eso en realidad no importa —Robinek hace un gesto como descartando el asunto—, no le ponga demasiada cabeza, que no es algo que necesite saber, y quizás no convenga. Lo fundamental es erradicar a este hijo de perra; le juro que si pudiera hacerlo yo mismo…

Balanceo la cabeza en silencio, entre asombrado y divertido por la vehemencia de la frase final.

—¿No entiende? —me pregunta el petimetre—. Mire, cuando usted se dedica a algo con el alma, ese algo se vuelve su idea de Dios. Y usted lo trata como a Dios. A la suprema divinidad no se le manipula, utiliza ni engaña. Ni se puede aguantar que otro lo haga. El tetradez es mi Dios. Nunca haría trampas «en» Dios, ni perdonaría a quien lo hiciera. Hull hizo trampas «en» Dios. ¿Me entiende?

Me río por lo bajo.

—Búrlese, búrlese —dice Robinek—. Ya verá cuando alguien quiera tener manejos y arreglos con su Dios particular.

—Soy ateo —afirmo, casi entre risas.

El tetradrecista se vuelve hacia mí y me mira a los ojos.

—¿Es usted ateo? Ya. ¿Y qué tal la ley? —pregunta—. ¿No es la ley, o la justicia, el Dios de los policías de HiperViena? Ese sindicato de ustedes parece una orden religiosa, con esas leyes inauditas, el exclusivismo, la psicoscopía con que prueban a cada rato su dedicación al ideal, y algunas cosas más secretas que seguro ni me imagino.

Mi boca no puede sostener a la vez una sonrisa y un rictus de disgusto.

—Eso es una soberana tontería —contesto—. No es así, usted no entiende, nadie…

—Claro, nadie entiende al Dios de otro —me corta Robinek—. Y usted entenderá mejor al suyo cuando comience el sacrilegio que está por venir.

—¿Sacrilegio? ¿Cómo así?

—Ahora es más bien una herejía, un estado de opinión. Sabe, en estos tiempos hay muchas opiniones sobre legalidad, y en este caso en particular, unas cuantas.

—Nada que salga en la televisión —mascullo.

—Olvídese de los medios de prensa. La opinión se forma en los grupos de discusión de la Red de HiperViena. Y lo que se dice ahí es esto: el estatuto cincuenta y cinco no es más que la Ley del Talión, ojo por ojo y diente por diente. Como usted entenderá, nada más ajeno a nuestra moderna jurisprudencia. Es como si hubiera otra Constitución, otro cuerpo de leyes para los policías. La gente común ve eso como un privilegio. Y piensa, si ya tienen un privilegio tan señalado, que toleramos, los policías pueden volverse ambiciosos, querer más, exigir más y, quién sabe, imponer más.

—¡Es ridículo! ¿A qué degenerado imbécil y desagradecido se le pudo ocurrir?

—A montones de ellos, de hecho —responde Robinek—. No me mire así, que yo argumento del otro lado en todos los foros. Pero pocos me creen. La mayoría piensa que, incluso si los policías no hacen nada de eso que se teme, no pasaría nada malo si se les devolviera, por si acaso, el estatus, el reglamento y las prácticas de tiempo atrás. Claro, nadie recuerda el pobre estado de la seguridad ciudadana de hace veinte años, ni relaciona a fondo la condición actual con la nueva policía, ni con el hecho de que el crimen está tan bajo que juicios como éste no lleven meses ni años. El gobierno menos que nadie, por supuesto; el gobierno sólo recuerda las últimas encuestas de opinión.

—Deben creer que la paz es gratis —gruño con desdén—. Civiles de mierda…

—Cuidado ahí, oficial. Está usted en camino de justificarlos.

Me sumerjo en negros pensamientos acerca de todos los civiles de HiperViena y las ganas que tienen de una policía ineficaz para así poder violar la ley sin castigo y satisfacer sus miserables pasiones.

—Hasta hace un rato eso sólo me preocupaba en términos de futuro lejano —comenta Robinek—. El asunto es que creo que tenemos delante el detonante, la piedra que puede comenzar la avalancha.

—¿Hull? ¿Por qué?

—Cuando descubrí lo que me hizo Hull, lo denuncié —explica el tetradrecista—. Como forma de estafa o robo, pues había un premio en metálico también. Bueno, pues para mi sorpresa, enterraron la investigación. La policía, simplemente, no trabajó el caso.

—Eso es inaudito.

—¿Verdad? Por eso, en vez de arremeter como un ariete por mis derechos, investigué un poco por otros medios. Y descubrí algo peor: había una orden no oficial de dejar a Hull tranquilo.

—Pero si ya no es extranjero. Y de todas maneras…

—Su nacionalidad no importa —prosigue Robinek. —El asunto es que Hull es algo así como imprescindible en un proyecto gubernamental. De gran beneficio social, secreto y muy importante. No sé más.

Me llevo las manos a la cabeza y aprieto tan duro que mis dedos se entierran en la imagen de mi cráneo.

—El muy hijo de perra tiene carta blanca o algo así, supongo.

Robinek menea la cabeza en duda.

—No sé, quizás lo regañen.

—¿Y cuál es la relación entre Hull y las opiniones sobre la policía, entonces?

—Ninguna, en realidad —responde Robinek—. Pero si usted ajusticia a Hull, la habrá. La gente verá cómo el fanatismo y el capricho de un policía privó a Centro Europa de una gran mente imprescindible, en vez de simplemente enjaularla donde pudiera seguir trabajando. Y por supuesto, el gobierno verá que sí, que es posible que los intereses del estado se vean en peligro a causa de sus propias leyes. En resumen, el estatuto cincuenta y cinco va a ser todavía más impopular. Probablemente intenten eliminarlo aprovechando el mismo revuelo sobre Hull.

Levanto la vista a los cínicos ojos del tetradrecista.

—No va a suceder —niego—. No lo permitiremos. Significaría muerte segura para cualquier policía de HiperViena.

—No se preocupe —dice Robinek—. Igual no va a darse el caso.

—¿Cómo?

—Es obvio que el gobierno no va a permitir que le quiten a su chico dorado. Desea que todo quede en algún castigo no terminal. Después de todo, usted debiera jugar a esa carta, sabe. Perder su venganza con Hull para preservar las futuras venganzas de todos los demás policías.

—¿Es eso lo que usted haría? —interrogo a Robinek—. ¿Es lo que me aconseja?

—No voy a darle consejos que usted nunca seguirá. Sólo éste: comience a buscar a Hull antes de que se lo desaparezcan.

Asiento mecánicamente, mientras separo las manos de mi cabeza y me pongo recto en la silla. No hay forma de ganar. El estatuto cincuenta y cinco perderá autoridad si Hull se libra, peligrará si Hull muere. Mi cabeza bulle buscando una forma de sacar de ese círculo vicioso la venganza de Mohacsy, el honor de la policía y mis otros motivos. Algo sé con seguridad, no obstante: no me quedaré de brazos cruzados. Pensando en cómo hacerlo pagar sin que también paguen otros, no separo mis ojos de Hull, como si con la vista pudiera encadenarlo.

De repente él cae en mi dirección mientras el mundo todo se balancea, y un segundo después soy yo quien termina encima.

— ¿¡Qué rayos fue eso!? —escucho gritar a Rukin.

El auto derrapa a la izquierda y se incrusta en la contención para peatones.

Cuando me recupero del choque con el espaldar del asiento delantero miro instintivamente por el parabrisas posterior. La capota trasera está hundida alrededor de un cráter en su centro. Y un segundo antes de escuchar el trueno del segundo disparo veo en cámara lenta que la plancha salta por el aire dando vueltas como si le hubieran dado un puñetazo en una esquina.

El motor, o lo que queda de él, está al desnudo.

Me inclino, pateo la puerta, y aferrando la mano de Hull me escurro hacia la calle. Mi prisionero golpea el suelo a mi tercer paso sobre el asfalto. Al arrodillarme, me doy cuenta que por puro instinto he calculado la dirección de donde vienen los disparos gracias a su efecto sobre la plancha de la capota. Estoy del lado oculto del automóvil, la izquierda. También Rukin y Schwarzthal.

Nuestro vehículo está en diagonal y traba el tránsito de todo un carril de la Vía Norte. Los demás autos frenan y se desvían para evitar chocar con nosotros; nadie se detiene a curiosear. Quizás alguien haya llamado a Emergencias, sin embargo.

—Hace unos minutos te dejaron balear impunemente a dos de los suyos, y ahora nos disparan con un arma pesada —dice Rukin—. Deben estar desesperados.

—Creo que no disparan a matar —opino—. Al menos, no a nosotros. Fue al auto.

—No están desesperados aún, entonces. Pero pronto lo estarán.

Quién sabe cuán pronto. Su plan inicial de seguro sería muy discreto: impedir que localizara a mi presa, sin intervención directa de su parte o tan siquiera contacto con el propio Hull. Ahora el plan está deshecho y las cosas se les han ido de las manos. Ya han hecho acto de presencia, hasta han comenzado a disparar. Cambian de perspectiva muy rápido y no quiero imaginar cuál será la próxima reacción.

Schwarzthal echa una mirada en derredor nuestro; cuatro tipos arrimados a un auto humeante y pegados al suelo como insectos.

—¿Ahora qué? —dice.

Mi móvil suena.

—¿Tan pronto la propuesta de rendición? —bufa Rukin—. Por lo menos debieran darnos tiempo a asustarnos.

La transmisión es de sólo voz, y una que reconozco.

—Hortah, es Eckmann —dice—. Malas noticias. Las Viejas han decidido meterse de lleno. Acabo de enterarme que dieron autorización de actuar hace unos minutos.

—Ya lo creo, Eckmann. Alguien acaba de matarnos el auto.

—¿Quién es Eckmann? —pregunta Schwarzthal.

—Haz lo siguiente —continúa la voz en el móvil—. Activa la traza del neutralizador de Hull e iré a reunirme contigo.

—¿Estás loca? Te diré dónde estamos, tú simplemente encuéntranos.

—Te garantizo que sólo yo podré rastrearlos. Y de todas maneras, ahora mismo eres un manchón en los mapas. ¿Crees que los Parlamentarios necesitan más para seguirte?

—Pero…

—Pero tienen que seguir moviéndose, y en movimiento no puedo encontrarlos sin traceador —insiste Eckmann—. Te propongo como punto de encuentro el metro, justo debajo de ustedes. Ahora cuelga, rápido.

Ella cuelga por mí, de todas maneras.

—¿Este Eckmann es de fiar? —inquiere Schwarzthal.

—Ella es de fiar —confirmo—. Me guió hasta Hull.

—¿Y es presentable, también? —Rukin guiña un ojo.

—Bueno, no le gusta el rock cristiano. Ahora tenemos que irnos, al metro.

—Si podemos. ¿Qué rayos…?

Sobre nuestras cabezas zumban poderosamente las aspas de un helicóptero de vigilancia urbana, moviendo mucho aire con muy poco ruido. Cuando levantamos la vista hacia el sonido vemos el aparato, justo encima pero a una distancia respetable, el procedimiento estándar para enviar una transmisión direccional a nuestros móviles. Todos nuestros receptores comienzan a timbrar a la vez. Rukin levanta el suyo.

—¡Aquí oficial Rukin! —grita—. ¡Identifícame! ¡Estoy con Hortah y el tipo que mató a Mohacsy!

—Esos chismes cada vez asustan más —gruñe Schwarzthal—. Te sorprenden como una mosca, con todo y el tamaño.

Yo observo el helicóptero haciendo visera con la mano izquierda. Los oficiales de vigilancia urbana no son lo más brillante de HiperViena, pero su disciplina y entrenamiento sostienen la primera línea: la calle. Curiosamente, nunca me había visto del otro lado de sus filas y no sabía cuán sigilosos podían ser sus aparatos.

Schwarzthal escupe a un lado.

—No es que me queje. ¿Pero qué rayos hacía este escarabajo con insignias por aquí?

—Te escucharon —anuncia Rukin—. Dicen que regulando el tráfico; una estación de control perdió el enlace de datos con el centro. Un caos.

—Como si me importara lo…

—Quieren una descripción —lo interrumpe Rukin—. Una descripción del disparo.

—¿Cómo?


Ilustración: Padro Belushi

—Que de dónde vino, preguntan. Si los proyectiles que dieron en el motor… entraron o no a la cabina… si hubo daño en algún parabrisas…

Niego efusivamente.

—Sólo al motor… claro, nada en el techo —le habla Rukin al móvil—. ¿Darnos protección? Sí, por supuesto.

—¿Qué dicen?

Rukin baja el receptor.

—Ya extrapolaron el posible origen del disparo y ofrecen el helicóptero para que vayamos en su sombra hasta la próxima salida de peatones.

—¿Y si nos lo derriban encima? —dice Schwarzthal.

—No estará encima de nosotros sino en el ángulo de fuego —explica Rukin, y vuelve a pegar el móvil a su boca—. Diez metros tras ellos… y que no los miremos. Empezarán a moverse cuando lo hagamos nosotros. Que no los miremos, repiten.

Schwarzthal, que no dejaba de observar el helicóptero, baja la vista.

—¡Cago en su puta madre…! —exclama mientras se restriega los ojos—. ¡Esos chismes son…!

La curiosidad me hace olvidar la prevención y miro lo que ha hecho a Schwarzthal desviar la vista. Donde debiera estar el helicóptero no hay sino un enloquecido caleidoscopio de colores, contorno y forma indefinibles. Al segundo mis ojos comienzan a llorar, y los aparto antes de que haya efectos mayores.

—¡Conque así es como luce! —dice Rukin—. ¡No me extraña que no se pueda apuntar un arma a un vehículo con eso funcionando! ¡Qué rayos, no se puede ni mirar!

Schwarzthal termina de intentar borrarse las facciones con las manos y, con la vista cuidadosamente baja, pregunta:

—¿Nos vamos?

Yo asiento, pongo a Hull en pie y comienzo a caminar.

Voy al encuentro de Vilia, que sale de la cocina con el vaso de agua que le he pedido. Tomo el vaso de sus manos, y al hacerlo mis dedos tocan los suyos. Intento demorar la sensación, pero es imposible. Sea que ella note mi deseo o no, suelta el vaso casi enseguida.

Fijo mis ojos en el agua y la veo bajar, agitada por mis labios.

—¿Cómo va todo?

Sé lo que es todo. No tengo valor para alzar la vista.

—Ya sé quién lo hizo.

—Eso no es nada —desecha ella—. ¿Puedes condenarlo?

Sostengo el vaso de agua, pensando en qué me haría si tuviera que responder con una negativa.

—¿Y…?

Suspiro.

—Sí, podemos. No tenemos motivo probado ni arma del crimen, pero están los reportes del sistema sanitario de la casa de Hull, la evidencia de que el auto de Mohacsy estuvo en la vecindad, el testimonio de un tipo llamado Robinek, y un proyectil del arma de Mohacsy incrustado en un árbol que da a la ventana de la escena del crimen, ventana que tiene un plástico nuevo. Gracias a todo eso autorizaron una búsqueda forense. Deben estar haciéndola mientras hablamos.

—¿No debieras estar ahí? —me pregunta. Parece descontenta.

—Sería ilegal. —Aún no levanto la vista, pero al menos le extiendo el vaso, que ella toma sin que yo pueda impedirme un ligero temblor y un ansia extraña.

—Buen trabajo.

El halago me causa una incomprensible alegría.

—No tanto —chasqueo la lengua—. El tipo no era un profesional, y poco o nada supo hacer para cubrir sus huellas. Tendremos tanto como para autorizar una psicoscopía de culpabilidad, y lo que de ahí salga es definitivo. Atraparlo no fue difícil; el problema es otro.

—¿Cuál? —Es una pregunta seca y cortante, de las que en realidad no esperan una respuesta sino una retractación.

Me escondo las manos en los bolsillos, miro al techo, y sólo al cabo de veinte segundos confieso:

—Hemos estado recibiendo presiones.

—¿Presiones? ¿Qué es eso de presiones?

Tengo que levantar el rostro. Carezco del coraje necesario para huir por más tiempo.

—Presiones de arriba. No quieren que se… inutilice a Hull —y mientras hablo veo cómo los ojos y puños de Vilia se van cerrando, cada vez más duro—. No quieren un castigo terminal, ni tan… fuerte, que desestabilice su… psiquis. Él es… útil. Es un genio de las matemáticas.

Ella no dice nada. Cómo podría, con las mandíbulas tan apretadas y los labios tan contraídos. Y da media vuelta y se va hacia la cocina.

No soporto la vergüenza de no conseguir verla caminar sin desearla, ahora mismo.

Al cabo del rato, cuando ella vuelve, ya he logrado no salir corriendo a matarme. He reunido el suficiente valor, que por desgracia ahora debo utilizar para algo terrible y en el fondo sucio e injusto.

Vilia tiene ahora el rostro húmedo y algunas gotitas de agua se escurren por sus sienes. Yo me acerco, no para verla mejor, sino para preguntarle:

—¿Has tenido recientemente una gran necesidad de dinero?

Sorprendida, niega con la cabeza.

—¿Deudas, una inversión perdida, grandes gastos imprescindibles?

—¿Qué significa todo esto? —dice ella, molesta.

—¿Ni siquiera una gran oportunidad para alquilar una galería, que no se podía realizar sin un capital o un…?

Vilia da un golpe en una caja.

—¡Dime qué rayos significa esto!

Tengo que decirlo, y lo hago.

—¿Le habías pedido dinero a Mohacsy?

—¡¿Cómo?!

Hay tanto peligro de irme en esa pregunta, irme y no volver más, nunca más verla. Expulsado por cerdo, por estúpido, por pensar con mi sucia y podrida cabeza de policía. Lo mismo que una vez nos separó. Pero tengo que continuar, y quizás, con suerte, las circunstancias me perdonarán.

—Mohacsy estaba haciendo un trabajo extra. —La miro a los ojos intentando no suplicar; la sinceridad debe bastarme—. Para un tipo a quien otro le hizo un truco sucio. Una investigación privada. Mucho dinero, por desenmascarar y enjuiciar al otro. Este otro… fue su asesino.

Vilia busca a su alrededor. Veo que sus rodillas se doblan, y me acerco a tomarla del codo. Después de superar el contacto, la conduzco a una silla vacía. Le toma tres minutos enteros recuperarse.

Me mira de frente. El odio era la única emoción que no había visto en sus ojos.

—¿A esto viniste hoy? —me pregunta—. ¿A decirme primero que no vas a vengarlo y después que su muerte es culpa mía?

Doy dos pasos atrás, tragando la saliva que de repente mi boca no tiene.

Vilia hunde la cabeza entre las manos.

—Yo pensé que venías a acostarte conmigo. Que se te había antojado consolarme por la falta de Mohacsy —su voz se quiebra de asco al decir esto último—. Y yo te iba a complacer, para asegurarme de que ibas a vengarlo. ¡No lleva una semana muerto y yo iba a acostarme contigo!

De repente estoy ante la puerta, que a duras penas veo, y hallo el picaporte de alguna manera. No siento nada, no percibo nada del mundo exterior; gracias a Dios, estoy como embotado.

Alguien se ha aferrado por detrás a mi chaqueta y llora.

No puedo moverme. No mientras duren las lágrimas.

Es la puerta lo que me sostiene, no mis piernas. Que tampoco pueden llevarme de allí.

—Si crees que en algún momento yo le pedí dinero a Mohacsy, no vuelvas nunca —me dice la persona que llora—. Me enteré que estaba en negocios de alquilar una galería en GeoViena un día después de su muerte. No me imaginaba cómo iba a conseguir ese dinero y mucho menos que fuera un riesgo.

Es bueno creer.

Me repongo, recupero mis piernas y, sin volverme, articulo:

—Volveré con la cabeza del asesino de Mohacsy. Si eso es lo que basta, puedo conseguirlo. También con el dinero. El tipo, Robinek, me dijo que sería mío si terminaba el trabajo.

Las manos que aferran la chaqueta me abandonan.

Yo atravieso el umbral.

Dentro está Hull, quien se levanta tras su escritorio de caoba auténtica y se acerca a darme la mano. Ambas manos.

—¿Qué se le ofrece, señor teniente Hortah? —me pregunta, solícito y sonriente, mientras aprieta mi derecha en forma ansiosa y política.

No respondo enseguida. Nunca lo hago en estos casos. Prefiero tomarme tiempo para estudiar el entorno, tiempo que también sirve para intranquilizar al interrogado. Pues esto es un interrogatorio, aunque Hull no lo sepa.

La habitación tiene piso de madera y paredes de lo mismo hasta un metro del suelo. Buena parte de la superficie está cubierta por una linda alfombra que es menos artificial que yo, y hay también estantes llenos de libros en papel. Los plásticos brillan por su ausencia, por aquí y allá descubro lo que parecen adornos de cerámica o cristalería, incluso un tapiz colgado tras el escritorio. No se parece en nada a mi casa, que de hecho es un poco más extensa nada más. Y es sólo una habitación en una residencia con veinte como ésta.

Es difícil comprender esta habitación. Ninguno de los objetos me es familiar y por tanto no me dicen nada. No obstante, un detalle me llama la atención: a la derecha del escritorio hay una ventana y uno de los cristales luce nuevo. Como de ayer. Me fijo mejor y veo pintura reluciente en el marco.

No tengo nada contra Hull. Ni conexión, ni arma, ni escena del crimen, tan sólo un motivo aducido por un enemigo suyo. Si algo hay, me lo deben dar él mismo o sus cosas, en detalles y descuidos.

—¿Entonces…? —insiste Hull.

Mientras me acerco a la ventana, respondo:

—Hola.

Hull me sigue.

—Teniente Hortah, si existe algún motivo para su visita…

Por la ventana se divisa un amplio jardín semisalvaje poblado con robles, alisos, tejos y muchos arbustos. Los senderos se ven limpios, la hierba no ha sido pisoteada, los arbustos están todos en pie.

Me vuelvo hacia la habitación.

—Teniente, no comprendo —dice Hull—. Además, su comportamiento…

Está siendo amable. Un tipo con esta casa, amable con un funcionario público insignificante como yo. Puede ser miedo.

—Estoy investigando un asesinato —declaro.

Hull me mira de frente. Su rostro muestra genuina sorpresa y un divertido interés.

Sin decir más sigo mirando aquí y allá, hasta que algo sobre su buró llama mi atención. Un juego de artículos de escritorio parecido al ejemplo de la multimedia enciclopédica. Las piezas, lustrosas y agudas, parecen muy nuevas. Reconozco como tal un abrecartas, y su metal luce inmaculado, sin pátina del tiempo. O fue producido hace poco, o tiene el pulido de la tienda. En cualquier caso, tomo nota de cuán poco lleva en este lugar. Justo en ese momento me doy la vuelta para por fin decirle algo a Hull.

Él no me ve. Sus ojos están donde estaban los míos, y con miedo. Miedo o furia.

Mi mano derecha busca a la izquierda tras mi espalda y ambas se encuentran. Se aferran una a la otra con fuerza para impedirse mutuamente saltar al cuello de Hull, para prohibirme una locura.

—¿Conoce usted al teniente Mohacsy Izsaf? —La frase me sale sin un ápice de interrogación; me siento como si le hubiera dicho el color del cielo. Debo evitar cometer alguna tontería por la exaltación, como dejar escapar algo. Sólo debe saber lo mínimo.

Hull sacude la cabeza.

—No, creo que no tengo el honor —dice—. Tal vez si me dijera a qué departamento pertenece. ¿Atención a Ciudadanos, quizás? Tengo muchas relaciones de trabajo con ese departamento y no recuerdo a todos los que he conocido.

—Policía Judicial —respondo, y al momento me recrimino por haberle dejado tomar la iniciativa—. Pertenecía a la Policía Judicial. Como yo.

—¿Y ahora está en…?

—Ahora está muerto.

Hull pone cara de circunstancia.

—Cuánto lo siento. En cumplimiento del deber, supongo.

Sí, murió en cumplimiento del deber. Probablemente aquí mismo. Casi seguro que con el abrecartas anterior al nuevo que está sobre el buró. Y sin duda alguna fue este hijo de perra delante de mí.

—¿Y usted está buscando a un sospechoso, supongo? —pregunta Hull—. O un testigo. Porque eso es lo que hacen ustedes los Judiciales. Buscar personas. Ustedes de hecho no investigan; ni siquiera están autorizados, creo.

Tiene razón, el muy hijo de perra. Yo no debiera estar investigando un crimen. No tengo el entrenamiento, la experiencia ni los medios, y mucho menos la autorización. Lo mío es rastrear criminales por toda HiperViena, si acaso presionando a tipos muy poco claros con la ley como para quejarse si los sacudo un poco.

—¿En qué puedo ayudarle, entonces? —dice, todavía, el dueño de la casa—. Si está buscando a alguien y cree que yo pueda servirle de guía, dígamelo. Pero si, como dijo usted, pretende investigar un asesinato, le advierto que no podría colaborar con usted en nada. Verá usted, eso sería ilegal.

Dividen nuestro trabajo en pequeños compartimentos estrictamente separados. Unos cuidan el orden, otros investigan, y aún otros son quienes arrestan. Todavía existen más divisiones en la policía, todas creadas por los políticos para disminuir nuestra influencia y estorbar nuestro trabajo. Siempre en el nombre del miedo, no sé bien si a nuestra presunta malevolencia o, todo lo contrario, a nuestra integridad.

—¿Si no se le ofrece algo en que pueda ayudarle, me disculpa que no le acompañe a la salida? —pregunta Hull—. Estoy un poco corto de tiempo.

¿Aceptaré irme con el rabo entre las piernas, expulsado por un formalismo? ¿Qué buscaba viniendo aquí, además de confrontarlo? Mi maldita inexperiencia en investigaciones serias. Hull no tendría en su oficina un pendón con «Yo maté a Mohacsy» escrito, ni un atizador con restos de sangre junto a la chimenea. Estas cosas no se hacen así. Cierto, su mirada me ha dicho que su juego de artículos de escritorio es nuevo porque se deshizo del viejo, cuyo abrecartas fue usado para matar. Con eso y medio euro me puedo tomar un café.

Hull extiende un antebrazo en dirección a la puerta de la habitación.

—Ha sido un gusto —dice.

Es un largo camino de vuelta a la entrada de una casa grande como ésta. Me da tiempo a recordar los increíbles momentos de inspiración que tenía Mohacsy para resolver los casos de tipos especialmente escurridizos. Cuán fácil parecía todo después, cómo me daba manotazos en la frente porque no se me había ocurrido algo tan sencillo. Y él se reía, diciendo: «Cuestión de olfato, Hortah. En algún punto debes detenerte y ventear a tu presa».

Es una forma de hablar, por supuesto.

Cuando la criada cierra detrás de mí la puerta me encuentro ante el sendero que atraviesa el extenso jardín, bosque o parque de la residencia. Está haciendo tarde, y fresco. Cierro los ojos, olvido mis oídos, y aspiro el aire larga y concienzudamente.

Olor a muerte. Putrefacción de la carne.

Abro los ojos y no se va. No es una alucinación olfatoria. Es algo ligero pero material, presente. Es tan real que puedo hasta seguirlo, rastrearlo hasta que se vuelve fuerte e incontestable unos diez metros a la izquierda del sendero.

El hedor lleva hasta un roble que a la altura de un hombre y medio tiene un hoyo de ardilla alrededor del cual revolotean moscas. Saco un par de guantes y me los pongo, mientras busco alrededor algo en qué treparme.

Cerca de un rosedal silvestre hay una escalera de jardín, que tomo y arrimo al roble. No sé qué espero encontrar. Mohacsy estaba entero cuando lo hallaron. Puede ser cualquier tontería. Pero no puedo desdeñar el olor de la muerte en un verde jardín bien cuidado mientras busco a un asesino.

Subo la escalera, extiendo un brazo y meto la mano en el hueco. Algo blando. Es la parte delantera de una ardilla muerta.

Del diafragma abajo el animalito está como reventado. Parte de la carne cercana a la herida parece mermelada de frambuesa, sin consistencia de fibra y mal adherida a la piel. Aunque el otoño está entrado, pudiera ser sólo descomposición. De todas maneras esto, más el hecho de que la ardilla esté partida en dos, indica el impacto de un proyectil de alta energía. Debió haber caído más que muerta en el lugar.

Me bajo y rodeo el árbol por la izquierda. Veo la pequeña perforación, de entre siete y nueve milímetros de diámetro. Alrededor la madera está casi prístina, señal de alta velocidad de penetración. Vuelvo a treparme e introduzco la punta del meñique, con lo cual descubro que en el lugar había corteza y poco más. La bala había entrado con mucha energía remanente, tomando a la pobre ardilla por sorpresa en su hogar.

Por el lado opuesto del árbol no hay agujero de salida. La bala está aún dentro, como en un cofre.

Tanteo la casa de la ardilla en el área adonde lleva la trayectoria, y encuentro la perforación interior. En los bordes la madera está un poco hinchada y astillada, pero el diámetro es el mismo de la entrada. Ninguna bala de cerámica de las usadas para caza hubiera resistido tanto sin deformarse o fragmentarse. Tampoco una de las que venden para armas autorizadas a particulares. Aposté contra mí mismo que cuando los forenses trabajaran en el árbol encontrarían un proyectil de acero al tungsteno con núcleo de duraluminio, calibre siete milímetros, disparado en una recámara de alta presión, y con las marcas balísticas del arma de Mohacsy.

Hull no podría explicar de ninguna manera la presencia de esa bala en su jardín. Su jardín, la bala de Mohacsy; la concurrencia sólo se explicaría como resultado de la defensa propia. La pregunta es por qué Mohacsy tendría necesidad de desenfundar su pistola para protegerse de un tipo que lo atacara con un arma tan inofensiva como la que dice Udert, el forense jefe. Si es que tiene razón.

Udert no es el tipo de persona a quien siempre se puede tomar en serio. En la puerta de su dependencia pone letreros como: «Bienvenido. Traiga su propia bolsa de vómitos», «Si quiere trabajar aquí, pruébeme que tiene novia», «Las mejores hamburguesas de Viena», «Colecta de caladores, cortaplumas y cuchillos de cocina usados». Cada uno dura una semana o dos, hasta que lo renueva. El de hoy dice: «Silencio, por favor», y la gracia consiste no sólo en las palabras en sí, sino en que la tablilla es idéntica a las que ponen sobre las puertas de los dormitorios en los hospitales.

La leyenda de Udert dice que siempre te espera sentado en una silla en el pasillo de entrada. Cuando llegas, con un silencio efectista se levanta y echa a andar por sus dominios. No te dice una palabra hasta que no llegan juntos hasta el muerto. Una vez allí, se coloca del lado opuesto de la mesa donde descansa el cadáver, y te extiende un montón de láminas impresas que se supone debes entender.

Yo lo tomo y bajo la vista para hacer como si lo estudiara oficiosamente, pero a la vez pongo la expresión de «No jorobes, Udert», que dicen que consigue resultados con él.

—Este asesino trató a Mohacsy como mantel fino, sabes —comenta Udert—. O sea, usó el detergente más caro del mercado. Lo dejó como nuevo, sin grasas ni arrugas.

No me siento cómodo con los chistes de Udert. Él lo llama «humor forense»; yo sé que es en serio. Udert ha visto a demasiadas personas reducidas a la categoría de tejidos y sustancias. Ya no puede pensar en la gente con el respeto debido a su humanidad y disfraza esa mutilación emocional fingiendo que la mortalidad humana lo afecta y que por eso ríe para no llorar.

—Apreciaría un poco de consideración con la memoria de un compañero, Udert —y mientras pido con palabras impongo con la mirada—. Dame hechos.

Udert frunce el ceño.

—Mohacsy era un compañero, sí —reconoce—. Hasta se sentaba a mi mesa en el almuerzo. Bueno, al caso. —Toma una lámina de notas y empieza a leerla—. Plata, sí… primera de seguro la fatal… con la cuarta se dobló…

—¿Vas a decir algo? —me impaciento.

—Te decía que herida fatal, la del hígado —prosigue Udert, impertérrito—. El resto, nada serio, al abdomen y al pecho ocho, y una al rostro. Arañazos. Sólo tres al abdomen le hicieron daño, pero no le hubieran causado ni peritonitis, no entraron más allá de la capa muscular porque la hoja se dobló y se melló.

—¿Se dobló y se melló? ¿Qué rayos era el arma?

—Te vas a sorprender. —Udert hace una pausa efectista y se lleva las manos a las solapas—. Plata.

Me asombro.

—Como lo oyes, plata. En todas las heridas hay trazas en proporciones idénticas de plata, cobre y sulfito, y en la del hígado, como raspó una costilla, fragmentos enteros.

Alzo una punta de la sábana que cubre a Mohacsy y observo las feas heridas.

Udert continúa.

—Según la computadora, la proporción correspondería a plata de joyero en un objeto expuesto al ambiente. Ahora, según la penetración en diversos tejidos y en hueso, era un objeto muy delgado de hierro o acero, recubierto de plata.

—¿Y qué rayos sería? ¿Un cubierto?

—No, error. La hoja de un cubierto siempre es toda de acero.

Hago un gesto perentorio para que Udert termine de dar vueltas y detalles, a lo que él responde sin prisa en la voz.

—La computadora me dio dos opciones. Uno, alguien pensó que Mohacsy era un vampiro. Sabes eso, vampiros, plata…

Bufo.

—Sí, pero ella lo dio como posibilidad —se justifica él—. Dos, un abrecartas.

—¿Un qué?

—Un artículo de escritorio —explica Udert—. Se usa para abrir sobres de cartas, o sea, un envoltorio de papel para un mensaje de correo impreso o escrito a mano, en papel, con tinta por supuesto. Y no me mires con esa cara, que yo había oído hablar de esto sólo en libros y películas. La computadora dice que aún se usa, no creas. La gente muy fina manda así las invitaciones a fiestas, en sobres, a otra gente fina que las abre con abrecartas.

Vuelvo a mirar el cuerpo de Mohacsy.

—Así que no es un arma de verdad. Quizás fue algo de ocasión, improvisado —reflexiono—. Las heridas parecen también un ataque sin premeditación ni técnica. Sólo una fue grave.

Del otro lado del aparato de autopsias, Udert me apoya.

—Exactamente. Además, el tipo no era muy fuerte de muñeca. En buena parte de las heridas la hoja sigue la torsión muscular defensiva natural del cuerpo agredido; el asesino no tenía fuerza para presionar una entrada recta de la hoja. Sin embargo, la penetración fue bastante decente para un abrecartas, que no es una cosa muy rígida. Yo diría un hombre débil, o una mujer, en un estado alterado.

—Tenemos un arma de ocasión, en un crimen que no parece premeditado, por alguien poco profesional —resumo—. El arma debió estar en el lugar del crimen y probablemente Mohacsy fue por propia voluntad al lugar.

—Y ese lugar debe ser el estudio de alguien, en su casa —concluye Udert, con una sonrisa satisfecha.

Yo extiendo una mano en dirección a Udert.

—Gracias.

Él, sorprendido, no sabe dónde meter la lámina de notas, que finalmente deja sobre Mohacsy, y pasa la derecha sobre el cuerpo.

Se la estrecho durante cinco segundos.

Apenas suelto la mano que sostengo y doy un paso atrás, ya es la de Robinek. Y con esa misma mano que me acaba de dar, Robinek toma algo del tablero dispuesto sobre la mesa y me lo muestra.

—¿Sabe usted qué es esto? —pregunta.

—Un peón rojo.

—Más o menos —condesciende Robinek y vuelve a colocar la pieza en su lugar—. Pero no un sencillo peón rojo. Es un pequeño peón escarlata.

Me encojo de hombros.

—Nunca he entendido el tetradrez.

Robinek se sienta a la mesa y se acoda frente al tablero. Es más grande que uno común, pues en vez de ocho por ocho escaques tiene treinta y dos por treinta y dos.

—El tetradrez usa un tablero dieciséis veces más extenso y cuatro veces más piezas —explica Robinek, apoyando la descripción con amplios ademanes—. Cada jugador posee cuatro ejércitos completos. El negro, por ejemplo, tiene un ejército negro principal, de piezas más fuertes, y uno rojo secundario, de piezas más débiles. A su vez, cada color se divide en dos ejércitos, uno llamado pequeño y otro grande. El secundario del blanco, como usted ve, es azul. ¿Entiende?

Miro el tablero, distinguible en la penumbra del despacho gracias a dos anticuadas lámparas de pie. A cada lado, cuatro ejércitos de piezas. Por banda hay cuatro reyes, cuatro damas, ocho torres, y el número correspondiente del resto. Sin embargo, no son todas iguales. Como dice Robinek, se diferencian por color y tamaño.

—Entiendo.

Robinek toma de nuevo el mismo peón. Ahora me doy cuenta que pertenece al grupo de piezas de menor tamaño—. Estos ocho peones, pequeños escarlata, como se llaman técnicamente, son los más débiles del ejército negro —dice—. Tienen exactamente las mismas propiedades que los del ajedrez original. ¿Sabe usted qué pasa cuando se corona uno de éstos, o uno de los azules pequeños?

—¿Se convierte en una pequeña reina? —aventuro.

—No, pero está usted en buen camino. Efectivamente, cada peón sólo puede convertirse a piezas de su color y tamaño. Pero no es el caso. Un pequeño peón secundario coronado significa victoria automática.

Camino hacia la mesa de Robinek y tomo otro pequeño peón escarlata del tablero.

—Entonces esta pieza puede hacerte ganar un juego.

—Efectivamente —confirma Robinek—. Cualquiera de los ocho.

—Ocho oportunidades de ganar. Bastantes.

—No lo crea. Es la pieza más lenta y débil del juego. Casi insignificante. Si no fuera por la regla de la coronación, los jugadores los entregarían sólo para salir de ellos. Es más bien un asunto de balance.

Levanto el peón hasta cerca de mis ojos y lo estudio. La curiosidad debe verse en mi rostro, porque Robinek comienza a explicar con un tono de voz doctoral, casi pedagógico.

—El tetradrez es muy complejo —dice—. No hay un ser humano capaz de jugarlo realmente bien. Por eso usamos computadoras para preparar la estrategia general antes del juego. Y por eso la regla del pequeño peón escarlata, o azul, para permitir al menos una estrategia clara, directa y definitiva de victoria. Siempre, si has cuidado tus piezas pero tampoco te has entortugado, al menos a partir de la jugada treinta y uno tienes una oportunidad, aunque te hayan comido las piezas fuertes. Además, eso valora la pieza en sí y la hace parte del juego y la estrategia general.

Pongo la pieza de vuelta en su sitio y me guardo las manos en los bolsillos.

—Bueno, gracias por la clase —mascullo—. Dígame ahora qué tiene que ver en el asunto.

Robinek coloca él también su peón en el tablero mientras me mira fijo a los ojos.

—Hull mató a mis pequeños peones escarlata —y cuando me habla sus dedos vibran—. Se aprovechó de sus privilegios en la red de HiperViena para entrar en mi computadora a robar mi plan para el match de retadores, y con esa información mató en la cuna mi estrategia de coronación. Desarrolló un plan específico para comerse a todos mis pequeños peones escarlata. Cuando jugamos, yo no tuve oportunidad ninguna.

—Caramba, eso debió molestarle —considero.

Robinek tuerce ácidamente la boca.

—Con eso mató al tetradrez como sistema de juego. La estrategia de coronación es una de las cosas que lo hace balanceado. No es lo que me hace a mí, señor Hortah, es lo que le hace al juego. Con trampas, con ese tipo de sucias trampas, las reglas ya no funcionan, y son las reglas las que hacen el juego.

Puedo entender a Robinek. Yo creo en las reglas, las sigo y además las sostengo, como policía que soy.

—Como le dije por el telemedia, señor Hortah —continúa el tetradrecista—, Hull es el asesino de Mohacsy, estoy seguro. Yo contraté a su compañero para que, con su experiencia y privilegios como policía, demostrara la trampa. Probablemente llegó tan lejos en su investigación que Hull lo mató.

En el tablero, cuya disposición comienzo a comprender un poco, veo tres pequeños peones escarlata juntos en la fila veintiocho. Frente a ellos hay varios grandes peones blancos.

—Llegó tan lejos como éstos —señalo—. Igual van a morir.

—No lo crea; no todos —dice Robinek, y del otro extremo del tablero trae una gran reina negra con la cual toma uno de los peones blancos—. Y de todas maneras, sólo necesito uno.

—¿Y dejará morir al resto?

—Por una buena causa. Por el juego. Soy un jugador, y sólo sigo las reglas. Mire, Hortah: lo importante es que no se salgan con la suya los malos jugadores que quieren eliminar a todos los pequeños peones escarlata sólo porque no están cómodos con la regla de la coronación.

Sin responder, observo los tres pequeños peones escarlata que tan lejos han llegado. Están cerca de la victoria porque se han apoyado unos a otros, haciendo frente común ante enemigos poderosos. Quizás el del centro estuvo adelantado y sin apoyo por un tiempo y sólo al cabo de algunas jugadas los otros se pusieron a su lado, quizás marcharon juntos todo el camino. No es relevante para su estado actual. Lo que importa ahora es cuán unidos, cuán cerca están.

Sí, estamos unidos y cerca de nuestro objetivo.

—Ya falta poco —dice Schwarzthal. Me sonríe primero a mí, después a Rukin. Y de repente se lleva ambas manos al abdomen a la vez que la sonrisa se le agrieta en un rugido de dolor.

Rukin lo aferra por un brazo y se lo lleva tras una columna.

Por el desierto andén vienen cuatro tipos vestidos con idénticos trajes de color claro. La súbita capacidad de observación que da la adrenalina me hace notar cómo a unos les queda grande la ropa y a otros pequeña; eso me hace decidir enseguida y con una seguridad aplastante que no son Parlamentarios. Apunto y disparo.

El segundo tipo a la derecha se detiene en seco mientras su tronco rota bruscamente hacia la izquierda. Pero no cae, no se desequilibra, no se desmadeja. Sólo hay un cambio: en su chaqueta aparece un punto oscuro a dos dedos de la clavícula. Lo veo a la perfección cuando el tipo se vuelve a poner de frente a mí, sin mostrar el semblante de un hombre en cuyos pulmones habría cuatro gramos de metal creando desgarramiento, cavitación y shock hidrostático.


Ilustración: Padro Belushi

Entonces cada uno de los otros tres me apunta con un objeto azul mate irreconocible como arma, y al instante siento una terrible sensación de quemadura en la piel del pecho y en un muslo. El dolor es tan grande que paraliza todo mi cuerpo y me corta la respiración. A duras penas tengo conciencia aún de cómo detrás de mí Rukin abre fuego, mientras caigo de rodillas primero y al suelo después, sobre un costado. Casi como en una pesadilla veo a los cuatro individuos avanzando contra los disparos, que reciben en diversas partes del tronco y los miembros como si fueran golpes muy fuertes, pero nada más.

Al lado mío, Hull es una estatua inmóvil. Los cuatro tipos caminan hacia él sin apuro y con sus extrañas armas por delante.

De pronto, una figura alta y oscura aparece tras una columna y de un salto se pone entre los cuatro. Ellos reaccionan sólo cuando la tienen justo en medio y ya se mueve ágil de uno a otro, dispensando golpes rápidos pero poderosos con unos largos miembros de araña humana. En los extremos vertiginosos de sus brazos brillan hojas metálicas y cada vez que un puño hace contacto con el torso de un tipo, éste se retuerce agónicamente. Los tres primeros quedan fuera de combate en pocos segundos, el cuarto logra alejarse lo suficiente como para tomar puntería, y hace un único disparo. Fallido, y enseguida le quitan el arma de una patada y la vida de una puñalada en el cuello.

Es una mujer pelirroja y joven, vestida con pantalón y suéter negro mate ajustado.

—Tejido monomol embebido en gel de viscosidad reactiva —dice la mujer—. Detiene cualquier bala que se pueda disparar con un arma corta, pero éstos… —muestra dos puñales de hoja larga y fina—… la agujerean como si fuera una bolsa de yogurt.

Intento incorporarme pero ni mis dedos obedecen.

—Sshh —me amonesta la mujer mientras limpia sus puñales en la ropa de los muertos—. Estás en shock.

—Mmigdga… —respondo, sin aire apenas.

Los pies de Rukin cruzan sobre mí. Va hacia la mujer con la pistola en la mano izquierda y la derecha extendida. Pocos saben que es ambidextro.

La mujer toma la mano que se le ofrece y la estrecha con energía.

—Tú debes ser Rukin —dice—. Por desgracia, Hortah no habla mucho de ti.

—¿Y tú eres…? —inquiere Rukin. Desde el suelo veo cómo su pulgar se tensa sobre la culata del arma.

—Eckmann, por supuesto —contesta la pelirroja—. ¿No me esperaban?

—Por supuesto que sí.

Schwarzthal sale de detrás de la columna y se acerca, frotándose la barriga con cuidado.

—¿Cómo rayos sabías de estos tipos y sus ropas gelatinosas?

Eckmann se encoge de hombros.

—No sabía. Simplemente, las armas blancas son mis preferidas.

—Y que lo digas —dice Rukin—. ¿Estás infiltrada en las Pandillas Viejas, no?

Eckmann asiente.

Entonces Rukin apunta a la cabeza de uno de los tipos tendidos en el suelo. El disparo suena extrañamente poderoso y nos sobresalta a todos los demás.

—Estaba vivo y escuchando —explica Rukin—. Digo, tu cobertu…

No puede terminar la frase porque Eckmann le pellizca una mejilla y se la retuerce vigorosamente.

—¡Qué lindo! —exclama la pelirroja—. Te debo una salida, cuando termine la misión. —Y dejando de lado al estupefacto Rukin se sitúa frente a Hull—. Éste es el limón de la discordia, supongo. Bueno, necesitaré que desconecten su neutralizador.

—Ya no se puede —dice Schwarzthal—. El que tiene ahora es irreversible; si lo desconectamos, no se puede conectar de vuelta.

—Pues hay que hacerlo. Miren, no podemos seguir caminando por zonas abiertas, simplemente van a seguir apareciendo tipos, Guardias Parlamentarios o pandilleros. Tengo una vía alternativa, pero no podemos llevar un peso muerto.

—Se escapará, o se negará a caminar —intervengo, mientras voy poniéndome en pie—. Es una rata.

Eckmann sonríe.

—Bueno, lo de escaparse es algo que tendría que hacer muy bien, porque somos cuatro para vigilarlo —dice—. Además, si tomamos los microondas de estos tipos, nos será fácil de controlar sin tener que hacerle daño de verdad. Y de que camine, lo convenzo yo. Vamos, ¿quién apaga este chisme?

Rukin se acerca.

—Con tu permiso —se mete entre Hull y la pelirroja y comienza a manipular el neutralizador. Al verlos tan próximos me percato de que Eckmann es aún más alta que Rukin, casi por media cabeza.

—Ya está —anuncia Rukin y después se retira a un lado.

Hull parpadea.

—Bienvenido de vuelta, hijo de puta —dice Schwarzthal—. Estaba extrañando que te doliera cuando te pegara.

—Chico listo, te tengo una proposición —declara Eckmann—. Si echas a caminar con nosotros por tus propios pies, llegarás a lugares abiertos donde existe más probabilidad de que te rescaten. Por donde vamos a ir ahora, no hay ninguna, claro. Tu otra opción es que te arrastremos por entre las cañerías, pero tú querrías morir entero, por supuesto, sin dejar pedazos por aquí y allá.

—Me parece bueno eso de arrastrarlo —comenta Rukin—. Además, no confío en él. Es un tipo de mala entraña. La primera vez que Mohacsy va a su casa, lo recibe a puñaladas.

Hull sacude la cabeza.

—No era la primera —balbucea—, era la segunda. En vez de a entregarme las pruebas en mi contra, vino a por más dinero.

—¿Cómo dices? —Schwarzthal lo aferra por el cuello—. ¿Qué quiere decir eso?

—Quería más dinero —repite Hull—. Dijo que necesitaba más, que no estaba siendo avaricioso, que incluso me lo devolvería. Pero no tenía a dónde recurrir y no iba a irse sin más dinero.

Boquiabiertos todos, incluso Eckmann. Yo, además, comienzo a sentir un sudor frío que brota de mí a raudales, como también brota la convicción de que sí, es posible, es incluso cierto que Mohacsy haya ido a casa de Hull a extorsionarlo.

—Jamás quise matarlo, lo juro —continúa el asesino—. Pero empezamos a discutir, nos acaloramos, él sacó el arma y yo…

No estoy escuchando. Schwarzthal tampoco. Cárdeno y convulso, mira a Hull con unos ojos que quieren comérselo, mientras lo presiona contra la pared con ambas manos y le descarga sobre el pecho toda su enorme fuerza.

—Deja… de decir… cosas… acerca de Mohacsy —jadea Schwarzthal a causa del esfuerzo—. Muérdete la lengua… o te hundo… las costillas…

Hull boquea. Sus puños golpean inútilmente los brazos y el rostro de Schwarzthal, cada vez con menos fuerza. El resuello sibilante en que se ha convertido su respiración debe de estar relacionado con ese debilitamiento. Cuando su mandíbula desencajada no atrapa más aire, yo extiendo una mano lenta sobre el codo de mi compañero.

Hull cae al suelo, liberado y medio muerto.

—No importa —digo—. No importa para nada. Les juro que Mohacsy quería el dinero para una buena causa. Deben creerme.

Rukin y Schwarzthal no responden. Tan sólo observan a Hull mientras asienten con gesto grave y cara de estar perdidos en alguna reflexión a la cual no querría asomarme. Eckmann, por su parte, sonríe sardónicamente.

—Ni que eso cambiara lo fundamental —comenta.

Hull los mira suplicante desde el suelo y comienza a implorar.

—¡Ayúdenme! —ruega—. ¡Me va a matar! ¡Soy inocente! ¡Soy un genio! ¡Pedí clemencia oficial!

—No esperes perdón —gruño, y con un amplio ademán le señalo todo el espacio en derredor—, aquí sólo hay policías.

Y decenas de ellos, de todos los grados y ramas. Narcóticos, Ecológicos, Inmigración, del mismo Judiciales… no puede ser que haya tantos, y de servicios que ni siquiera residen aquí, en el Palacio de Justicia. Entonces comprendo que vienen a verme matar a Hull. Temen manifestarlo o darlo a entender, pero su presencia me dice: «¡Mata, mata al hijo de perra! Ninguno de nosotros te va a detener sin una orden directa». Saben que sigo las reglas y estoy haciendo lo que haría cualquier policía de HiperViena.

Preczik sale de un elevador y corre hasta mí. Tras echarle un vistazo rápido a Hull, quizás para comprobar que no está malherido, me interpela.

—Hortah, déjate de tonterías.

Largo una carcajada seca.

—¡Ja! Mal comienzo, jefe, mal comienzo. Se empieza con coba. ¿O ya se olvidó?

—¿Quieres que te detenga yo personalmente?

El capitán se ha parado justo en mi camino.

Yo lo miro a la cara. Él me sostiene la mirada e infla el pecho. Entonces me acerco a él y le digo casi en un susurro.

—Hace tiempo que no lo veo por el gimnasio, jefe Preczik, y se le nota. ¿Quiere que lo avergüence delante de todos?

Tragando saliva, Preczik se quita de en medio. Pero no ceja.

—Hortah, yo le ordeno que libere a ese civil o que lo entregue en la guardia.

—Y yo le anuncio que lo estoy llevando al foso y que sus órdenes no valen ahora —contesto, mientras continúo arrastrando a Hull.

Preczik se pone lívido, aunque enseguida reacciona y me agarra por un brazo.

—Para poder hacer algo como eso tiene que evaluarse con una psicoscopía.

—Psé, usted dice algo así como esto. —Y sin detenerme saco de mi bolsillo una lámina de datos con sello oficial y la muestro—. Es de esta semana. Hasta dentro de tres días nadie puede poner en duda mi integridad como policía. Ahí lo dejan muy claro. Mi prioridad es el cumplimiento de la ley. Me es imposible romperla. Soy más honesto que un conejo, señor.

—¡Esto es una venganza, y usted lo sabe! —me espeta Preczik, y se vuelve hacia los demás policías, que no han perdido detalle—. ¡Deténganlo!

Nadie se mueve.

—Demasiadas razones, capitán —le digo—. No sé las suyas o las de sus jefes, pero todos aquí tenemos el estatuto cincuenta y cinco, y yo en particular, también otras.

Entonces Hull se rebela. Siento su mano fallando en mi ingle, a poco de mis testículos, aunque algo duele. Mando a paseo al dolor y desplomo mi puño sobre su cara. Al percibir la vibración de su cráneo a través de los nudillos, algo se suelta. Cuando ese algo vuelve a su lugar, Preczik está a dos metros de mí, con el traje manchado de sangre, y Hull ya no es reconocible, al menos por el rostro.

—Maldición, Hortah, de todos los lugares donde podías haberle pegado —masculla mi jefe—. Te he dicho una y mil veces lo que vale esa cabeza. El tipo trabaja en cuatro proyectos de alto nivel del gobierno.

—Y todavía tuvo tiempo para el tetradrez y Mohacsy —añado—. Me compraré el mismo modelo de agenda que él.

Preczik gesticula impaciente.

—Vamos, cástralo, desmiémbralo, córtale la espina dorsal a la altura del cuello, lo que sea, pero déjame su cerebro entero. No te imaginas las presiones que estoy teniendo.

—No todos tenemos ambiciones políticas, capitán —digo al reanudar el paso—. Yo sólo quiero hacer mi trabajo.

Preczik vuelve a arrimarse.

—Aún tienes oportunidad de resolver esto bien por ti mismo, antes de que otros lo hagan. ¿Crees que no hay otros ministerios más obedientes y razonables, que pudieran intervenir ahora mismo?

—Ya esos ministerios han intervenido todo cuanto se atrevían y fue bastante —repongo. No paro de arrastrar a Hull, quien ya ha recuperado algo de conciencia y se queja—. Más intervención ninguno de estos compañeros la toleraría, ni siquiera por primera y única vez.

El capitán observa alrededor de nosotros. Debe haber como cien policías de los grados intermedios y bajos. Algo ve en sus miradas silenciosas.

—Está bien —acepta—. Será su voluntad, Hortah. Pero haga lo que le pido. Si no, usted no tendrá ascensos nunca en su carrera. A duras penas tendrá carrera.

—Mi carrera es seguir las reglas —resuelvo—. Seguirlas y ver que otros las sigan.

—¿Y usted siente que para cumplir con las reglas debe matarlo, Hortah? —pregunta Preczik—. El estatuto sindical le da libertad de elección. ¿Por qué elige esto? No va a revivir a Mohacsy. De hecho, ha puesto a otros amigos suyos en peligro.

Más cansado de luchar con la voz de Preczik que con el peso de mi arrestado, me detengo, y tras tomar aire le respondo al capitán.

—Puedo, debo, quiero y necesito matar a Hull, y nadie tiene el derecho de tan siquiera objetarme nada de eso.

—¿Por Mohacsy? ¿Sólo por vengar a Mohacsy? —inquiere mi jefe.

No tengo ninguna razón para decir toda la verdad.

—Por Mohacsy, señor. Sólo por Mohacsy.

Y cierro los ojos.

En la oscuridad, el mapa virtual se abre.

—Dame Geoviena Arcoiris.

El centro del mapa sale de sí mismo hacia arriba y afuera como la salpicadura de una gota, y se abre sobre el resto en una densa red de ínfimas cuadrículas. Tiene seis iconos de captura azul, dieciocho verdes, uno amarillo, tres naranja, y ninguno rojo. Es obvio que en sus oficinas y diversiones los ricachones se dedican más a los delitos contra la propiedad y las buenas costumbres.

—Ahora Geoviena Horizonte.

Un entramado diferente surge desde abajo y rápidamente crece en la visual hasta superponerse y borrar las retículas anteriores. Sigue sin haber rojo. Como nota curiosa percibo la preeminencia de naranjas y amarillos. Las cosas se ponen más personales y apasionadas en casa, supongo, incluso si la casa es un apartamento de alto octanaje.

—VíaViena.

Las cuadrículas disminuyen de tamaño hasta fundirse entre sí y se recogen en el centro de la imagen. En compensación, de la masa sin detalles crecen sesenta y cuatro grandes líneas radiales en ángulos casi simétricos. Ya aparecen algunos marcadores rojos, pero ninguno es el mío.

—HiperViena subdefinida.

Entre los grandes ramales de VíaViena comienzan a crecer redes conectoras, apretadas y finas. Titilan como hilos de araña a la luz de la luna. Contra la albura, comienzan a destacarse los puntos de color que definen las señales de localización emitidas por los neutralizadores de todos los delincuentes que en HiperViena esperan sentencia, arresto o juicio. Todos están bastante lejos de los confines de la ciudad. Temen que el margen de error lleve al aparato a decidir que intentan escapar. Lo cual les costaría una represalia proporcional, sea una descarga de dolor, sea la muerte.

La interfaz no identifica ninguno de los puntos rojos como el mío, el que indica donde puedo buscar a Hull. Mi irritación crece mientras cuadrante a cuadrante se me niega el deseado BLIP. Justo cuando estoy al golpear al proyector, la imagen comienza a vibrar, y de pronto se desvanece. HiperViena entera ha desaparecido en la oscuridad.

—¡Operador! —grito con fuerza—. ¡Se ha caído el sistema! ¡Operador!

Pasos detrás de mí.

—Y que lo diga, amigo —los acompaña una voz—. En las últimas semanas, eso es todo lo que escucho.

Me doy la vuelta mientras la puerta del cubículo se abre a la tenue luz del pasillo. El operador es un hombre mayor, bajo y endeble.

—A todos les digo lo mismo, teniente: paciencia, mucha paciencia.

—¿Es algo central, entonces?

—Muy central. No tiene nada que ver con su consola ni con la estación de servicio. Por esos respondo yo —se golpea el pecho con un pulgar presuntuoso.

Abrumado por el esfuerzo de controlarme, extiendo los brazos a ambos lados y quedo crucificado entre las paredes del estrecho cubículo. Tampoco soy consciente en el momento de que mi cabeza cae a un lado y de que mis piernas se doblan un poco.

—No se preocupe, su martirio será corto —dice el operador—. ¿Le sirve de algún consuelo si le digo que los datos de su gestión están en caché local?

Me avergüenzo al notarme Cristo involuntario, y salgo al pasillo, carraspeando mi confusión.

—¿Esto es nuevo, no? —pregunto—. Digo, hace un mes o más que no busco. Se lo dejaba a… a mi compañero.

—Y esta vez no pudo endilgárselo, ya.

—No, no es eso —respondo con la voz más hundida de mi vida—. Mohacsy murió. Busco a su asesino.

El operador reacciona con sorpresa apesadumbrada.

—Caramba, el teniente de opereta—. Su voz denota tristeza real—. ¿Cómo se lo digo a mi nieta? No será fácil, ella tiene nueve años y él era su príncipe azul, su teniente de opereta, como le decía yo para pincharla. Sabe, por encontrárselo a él mi nieta venía a verme muy a menudo. Y ahora… —El viejo sacude atribulado la cabeza.

Hasta en los lugares más increíbles la gente extrañará a Mohacsy, pienso. Habría que ver si a mí también.

—¿Y a qué se debe la caída? —pregunto, más por despejar mi cabeza que por verdadero interés.

—Es la hora de las duchas.

—¿Cómo?

—Al tiempo entre las cinco y las ocho lo llamamos la hora de las duchas —explica el operador—. A estas horas coinciden el cierre y la apertura de muchos negocios, tráfico de gente que sale o vuelve de casa, ordenadores domésticos que se activan, la redistribución de la carga eléctrica por luz o calefacción, y además, todo el mundo se da una ducha en algún momento, como si fuera a propósito para cargar el subsistema de demanda hidráulica. Nunca hay tantas conmutaciones ni datos corriendo por las redes como durante esas tres horas. El sistema central de gestión urbana llegó hace poco al punto en que ya no resiste, y como dos veces por semana colapsa momentáneamente por la sobrecarga y se lleva abajo a algún subsistema. Esta vez le tocó a Búsqueda. Nada personal. ¿Usted mismo no ha notado los problemas que tiene recientemente la infraestructura de la Ciudad?

—Sí, bueno, pero no había pensado mucho en eso, ni tenía una idea de conjunto, así como de toda la ciudad. ¿Y por qué rayos no mejoran las capacidades?

—No tenemos tiempo para reemplazar ni el sistema central ni los periféricos antes de que todo reviente en el medio año que hemos calculado. Es un montón de aparatos, y la mayoría funciona por inercia. Y de todas maneras, el software es responsable de la mayor parte del problema. Si lo montamos en una base nueva, también colapsará.

Por algún punto tenían que reventar las costuras de HiperViena, pienso. O más bien, revientan por más de un punto. Primero el control automatizado de la infraestructura; ahora el estatuto cincuenta y cinco y con él, la seguridad ciudadana.

—¿Y cuán malo se puede poner?

—Muy malo —afirma el viejo—. Tan malo como que el agua no corra, los trenes del metro choquen entre sí, el tráfico se desmande, la distribución de electricidad se vuelva un caos; todo en un minuto.

Silbo de asombro.

—No tenía noticia de esto.

—Oh, pero si lo encubren cuanto pueden —el viejo hace un gesto de fastidio—. Que no es mucho; yo mismo me he enterado por rumores. Usted sabe, trabajando aquí.

—¿Y esto que usted me dice simplemente va a pasar y ya? Es un maldito Apocalipsis lo que usted describe.

El operador asiente con una sonrisa sardónica.

—Y por supuesto, nadie va a decir nada; el pánico, usted sabe.

La novedad de que HiperViena pende de algoritmos viciados de una informática defectuosa es algo realmente difícil de aceptar.

—¿No se puede hacer nada? —pregunto.

—Se trabaja. Ahora mismo los mejores matemáticos y programadores están elaborando un sistema nuevo, con algoritmos realistas y más depurados. HiperViena está en sus manos. Cada vez es peor, sabe usted. La población crece y con ella, la demanda. Pero un nuevo software nos dará tiempo para adaptar a la ciudad.

Un destello de sospecha me recuerda algo dicho por Robinek.

—¿Usted no sabrá por casualidad los nombres de esos… matemáticos?

—Imposible. Se esfuerzan mucho en que no se sepan. Si alguien se apodera de cualquiera de esos tipos, tendrá una entrada trasera a todo en esta ciudad, y por supuesto, a todo el país… —el viejo pone de repente una expresión tremebunda, pero enseguida la cambia por una mucho más solícita—. Olvidemos eso. ¿Alguna otra cosa que pueda hacer por usted?

Hago un gesto de profundo fastidio.

—Nada, con el sistema caído. Mejor me voy.

—Espere… —me detiene el operador—. ¿Su amigo llegó a entregar la bitácora de su última búsqueda? Lo digo porque si lo mataron, quizás no le dio tiempo a archivar…

—No, creo que no. ¿Estará aquí todavía?

—Claro, no ha pasado tanto tiempo. Supongo que querrá llevarse el fichero de la bitácora, para las formalidades de ese último caso.

—Sería muy amable de su parte —agradezco—. Nadie ha extrañado ese informe, pero sería bueno dejar todos sus asuntos en perfecto estado.

—Sí, me imagino. ¿Se lo mando al servidor de su departamento o quiere verlo primero en su cubículo?

Un fantasma susurra en mi nuca, se mete en mis intuiciones y responde por mí.

—Lo veré primero en mi cubículo, claro.

El viejo operador asiente y se marcha. Yo espero.

Poco más tarde, la proyección volumétrica se levanta en la oscuridad. Está casi completamente llena por un gran icono que dice «Bitácora de búsqueda. Oficial Mohacsy I.», y una fecha reciente. Comienzo a abrir y se me revelan secretos.

La bitácora contiene el proceso de búsqueda de todos los detalles de una intrusión de Hull en la computadora de Robinek, que se prueba con registros de tráfico judicialmente válidos de los servidores nodales de ambos. Ese tipo de reportes es información restringida del sistema de HiperViena, sobre todo en el caso de la cuenta de Hull, cuyo acceso era privilegiado. No me imagino cómo pudo Mohacsy, incluso en su condición de teniente de policía, meterse en sitios donde se guardan datos tan sensibles del sistema central de la ciudad, protegido como nada en el mundo. Probablemente quemó favores y recursos casi ilegales. En cualquier caso, de haber llegado antes a mí esta bitácora, la investigación y el juicio no hubiesen durado ni una semana. Con esto en la mano hubiera podido exigir una psicoscopía de culpabilidad para Hull sin necesidad de esperar a reunir pruebas forenses. También puedo demostrar que Robinek y sus pequeños peones escarlatas se merecían el trofeo que les fue arrebatado. Esto último valdría además un montón de dinero. Tanto como para hacer realidad todos los proyectos que Mohacsy tenía para Vilia.

Aún hay otra conclusión. En los registros de la cuenta de Hull se detalla el nivel de prioridad de su acceso y, entre otros puntos, se le declara autorizado para entrar a los ficheros del mismísimo sistema operativo de la infraestructura de HiperViena, para, literalmente, «fines de evaluación, análisis y optimización».

Es obvio por qué me han escamoteado a Hull y por qué lo dejaron salirse con la suya en la trampa a Robinek. Hull es uno de los salvadores de HiperViena, uno de los genios que va a hacer el nuevo sistema operativo con el cual la ciudad podrá sostener su estado actual, y aún crecer. A lo mejor es el más importante del equipo; con tanto que se preocupan por él. Definitivamente, HiperViena necesita ahora a Hull más que lo que alguna vez necesitó a Mohacsy. Mucho más que al estatuto cincuenta y cinco, también. Sin Hull no habrá ciudad en la que aplicar el estatuto. Si él no crea los algoritmos para el nuevo software, quizás nadie pueda hacerlo en su lugar y la infraestructura colapsará. Cuando eso ocurra y todo empiece a fallar, la gente huirá en masa para no volver y habrá incendios, vandalismo, escapes de agua, emergencias sanitarias…

Ejecutar a Hull y condenar a HiperViena son una y la misma cosa.

¿Querría yo perdonar a HiperViena en esas condiciones? Si Hull no muere, si el estatuto cincuenta y cinco no es cumplido hasta las últimas consecuencias pase lo que pase y duélale a quien le duela, ni siquiera sería la misma ciudad. Sería una HiperViena menos fuerte, limpia y segura, un lugar donde la ley y el orden no podrían ser sostenidos, por la sencilla razón de que sus guardianes ya no podrían hacer su trabajo con la misma confianza. Pues liberar a Hull puede ser el primer paso hacia la caída, la señal de debilidad policial que políticos, criminales y todos en general esperan para burlar la observancia de las leyes por codicia, amoralidad, ambición o simple y veleidosa ingratitud. No habría sitio para mí en esa HiperViena, no, ni para Mohacsy si aún viviera. E incluso si la muerte de Hull es la señal que todos esperan para lanzarse como lobos sobre el estatuto cincuenta y cinco, prefiero defenderlo a muerte algún día que rendirlo hoy a la conveniencia del estado y a la de los políticos mañana.

Es una decisión que debo tomar antes de salir del cubículo. Aquí adentro, en esta semipenumbra, las cosas pueden ser difusas y de tonos inciertos. Allá afuera, en el pasillo, la luz ambiental define líneas cortantes y excluye tanto grises como sombras.

Así que cuando finalmente salgo del cubículo al corredor es con un curso de acción: mi objetivo es el reservado frente al mío, cruzando el pasillo. Descorro la cortina del modo más natural posible y paso. Dentro está Hull, con ambas piernas subidas al pullman, un brazo en el respaldar y la cabeza apoyada en la pared del fondo. En la derecha sostiene un vaso casi vacío. Por suerte la botella está aún dos tercios llena; no quisiera tener que arrastrar un cuerpo alcoholizado por toda HiperViena.

Él entreabre los ojos con desgana.

—No eres un camarero —dice con suspicacia mientras intenta distinguirme. Parece no haberme reconocido. Gracias a Dios por la penumbra del reservado, la luz del pasillo a mi espalda y su borrachera en ciernes.

—Señor Hull, debemos irnos. —Me acerco lentamente a él, con la vista fija en su cuello—. Hemos recibido orden de llevarlo a un lugar seguro. Permítame ayudarlo…

—Oh, maldición —rezonga él—, me gustaba aquí. —Las palabras salen de la boca de Hull insultando al alemán de los poetas con su olor y su gramática de whisky, pero debo aproximarme para ver la placa de interfase de su neutralizador y controlarla manualmente, puesto que por remoto es imposible. Mi cara se acerca a la suya, demasiado y, buscando mejor visión, me quito de entre él y la luz del pasillo, en mala hora. Al instante su rostro cambia la placidez alcohólica por el terror absoluto del perseguido; ahora me hará usar ambas manos, quizás hasta se le ocurra pedir auxilio.

Sin perder un segundo dejo caer la mano izquierda abierta contra su pecho, y mi brazo, mi hombro y todo mi peso. Hull ahoga un quejido que quizás era una llamada. También muere su intento de levantarse del pullman. En esos segundos ganados a la suerte mi derecha encuentra la interfase del neutralizador y recorro con el índice toda la superficie de la pequeña placa, rezando porque algo bueno suceda. Y sucede. No sé en qué forma actúa este artilugio, en virtud de qué puede apagar la voluntad de un ser humano de un segundo a otro, pero es bueno que funcione tan bien y tan rápido. Ahora Hull es un saco que ni necesito cargar, pues caminará solo.

Lo hago levantarse con cuidado —el neutralizador afecta el equilibrio— y lo hago andar hasta el pasillo, calmosamente. La luz hace falta para lo que voy a hacer ahora.

Pongo a Hull con la espalda pegada a la pared mientras saco mi móvil, activo la opción visual y dicto un número inolvidable. Después apunto el ojo del móvil contra Hull a la distancia necesaria para que su rostro cubra toda la pantalla. Será la primera imagen que ella vea y valdrá más que mil palabras, como dicen.

Tres segundos más tarde escucho su voz desde la bocina.

—¿Josim? ¿Estás bien?

Ha preguntado cómo estoy.

Vuelvo el móvil contra mí, y allí, en la mínima pantalla que sale del aparato, hay una pequeña Vilia que sí, muestra una expresión preocupada, y es por mí.

—Estoy bien. —Y creo que eso es más verdad desde hace unos instantes.

—No respondías mis llamadas.

—Estaba desconectado. No quieres que en medio de un acecho suene mi móvil.

—Oh, claro —reconoce ella—. ¿Cómo lo atrapaste?

—Un pacto con una rockera que me consiguió una buena señal.

—¿Cómo?

—No te puedo decir más. Ahora lo llevaré al Palacio de Justicia… si puedo. Algo me dice que en unos minutos me van a vaciar el infierno encima, con todo y demonios.

—¿Tienes que llevarlo? —pregunta ella—. ¿Dónde estás ahora es muy lejos?

—Un bloque residencial de VíaViena Este que tenía condiciones convenientes para trucar las señales del neutralizador.

—¿Y es imprescindible que te lo lleves de ahí? ¿Por qué no lo matas en el lugar?

—No puede ser. Dadas las circunstancias del asesinato y la sentencia, sería ilegal de esa forma.

—¿A quién le importa? —grita Vilia—. ¡Te matarán si no sales de él ahora!

—No puede ser —repito—, no puede ser así, tengo que llevarlo.

—¡Mátalo ahora! ¡Mohacsy no querría que te jugaras la vida por…!

—No entiendes —la interrumpo—. No es una venganza.

Las lágrimas no pueden verse en la baja resolución del móvil. Pero conozco la cara de Vilia, sus ojos, y sé cuándo está llorando.

—No es solamente porque él haya matado a Mohacsy —continúo—. Ni por el dinero de Robinek, ni por el estatuto cincuenta y cinco; tampoco por ti, ni por mi conciencia. Es por todo eso y con todo he de quedar limpio.

—Déjalo ir, entonces —dice ella, y su voz me describe todas las emociones que la pantalla no puede representar—. Déjalo ir, o dale la paliza de su vida. ¡Pero que no te maten! No dejes que te maten…

La veo triste, muerta de miedo, llorando, e irónicamente, eso me llena de euforia y determinación.

—No puedo hacer otra cosa— le respondo, y un segundo antes de cerrar el móvil le dedico mi última sonrisa, oscura y fuerte como su café.

Ahora debo hacer un plan. El pasillo de estos reservados sale directamente al salón del restaurante, donde con seguridad hay uno o más tipos encubiertos y no me cabe duda de que podrían reconocerme hasta por el olor. Ha sido mala fortuna que la única posibilidad de emboscar a Hull sin nadie junto a él incluyera también una situación sin salida, de la cual sólo podré escapar improvisando y con mucha suerte. Pero eso ya lo sabía cuando me metí en el reservado a esperar a mi presa desde media hora antes del horario de almuerzo. Por desgracia, no se me dan las ideas rápidas. A fin de cuentas, creo que simplemente saldré al salón y pasaré la primera línea del enemigo sin más arma que la sorpresa.

Así pues, tomo a Hull por un brazo, lo hago caminar ante mí y avanzo con la mayor tranquilidad del mundo hasta un salón lleno en dos tercios de perplejos clientes que deben haber visto pocas o ninguna persona zombificada por un neutralizador.

Todos miran en mi dirección con la misma expresión atónita. Sin embargo, tres tipos resaltan dentro de esa imagen homogénea de asombro; son los únicos que no están paralizados por la sorpresa. Como en una coreografía, cada uno de ellos desliza su mano derecha hacia abajo, donde las respectivas mesas las ocultarán de mi vista. No sé qué van a hacer y están repartidos por todo el lugar, bien separados entre sí. Por tanto, tengo que actuar rápido.

Con la izquierda empujo a Hull contra una mesa vacía, la cual se desplaza tanto por ese impulso y el peso del cuerpo, que a su vez mueve la mesa del tipo más cercano, clavándole el borde contra el diafragma. Acto seguido tomo una botella barrigona de un carrito y la hago girar con un movimiento de codo y muñeca que la envía seis metros más allá, al rostro del segundo. El que aún queda comienza a sacar su mano de bajo el mantel.

Sin perder de vista al tercero, salto sobre la mesa que Hull ha desplazado, me estabilizo de milagro, busco mi pistola en el punto recóndito de mi sobaquera donde se ha escondido y le apunto. El tipo me ignora. Su atención está puesta en el móvil que sostiene contra su boca. Veo movimiento de labios; debe estar dictando el número o activando una señal directa. Mientras, el primer tipo comienza a levantar la mesa que aprisiona sus brazos y todo su cuerpo de la mitad del tronco para abajo.

Salto entonces hacia la próxima mesa, la del primer tipo. Todo mi peso y un buen impulso incrustan el tablero de plástico contra su abdomen y sus antebrazos, lo cual frustra su intento de liberarse y pone en su rostro una apropiada agonía. El tercero parece haberse comunicado ya, a juzgar por su expresión. Su boca se abre ampliamente, va a comenzar a hablar… y entonces el aparato explota contra su rostro como un globo de plástico. La bala, que ha salido de mi pistola como exprimida por la crispación de mi mano, se clava en la pared, espero que inofensivamente.

El tipo y yo comenzamos a movernos en el mismo instante, él en dirección a la puerta y yo hacia él. Voy pasando de mesa en mesa sin evitar las manos de los clientes ni la cristalería o la loza, pero no tengo problemas, por suerte no hay nada que no huya a tiempo o no se rompa mansamente. Paso junto al segundo individuo, que ha comenzado a levantarse desmañadamente, cubriéndose el rostro con una mano y tanteando ante sí con la otra. Como le dedico una patada en la cabeza al cruzarme con él, me demoro un poco, y el otro ya casi está en el umbral cuando llego a la penúltima mesa. No puedo dejarlo escapar. Para el siguiente salto tomo un impulso extra que después doblo, y me lanzo sobre la espalda del hombre con el tacón de mi zapato apuntado a su cintura.

Caigo mal, porque una espalda humana es un pésimo punto de inflexión para manejar el impulso de un salto como el que acabo de dar. Pero peor cae el tipo, a juzgar por sus quejidos y retorcimientos. O quizás simplemente le dañé la columna, quién sabe. Me permito desecharlo y trastabillando un poco me dirijo hacia el primer individuo, que está tendido de espaldas en el suelo, quejoso y respirando mal. Junto a él, su móvil; también la silla y la mesa, volcadas.

Al rato todo el armamento y el equipo de comunicación de los tres tipos queda en mi poder. Después recupero a Hull, que tan sólo está un poco magullado, y salgo del comedor escoltado por el silencio de los clientes. Quienes, ahora me doy cuenta, no tienen ni idea de que soy un policía. Mejor así.

Debo tener poca o ninguna ventaja. Después de todo, uno de los tipos llegó a comunicarse y el alboroto no pudo pasar desapercibido. Ya no puedo simplemente salir por la puerta principal y subir a mi auto. Necesito escapar por un área cuyas salidas de servicio lleven lo más cerca posible a la sección de maquinaria del edificio. Hay un lugar así en cualquier complejo residencial que se respete.

Interrogo al primer camarero aterrorizado con que me cruzo.

—¡Tú! ¿Por dónde queda el sauna?

—Segundo piso, galería oeste —responde el tipo.

—Bien. ¿Tiene salida directa a la sala de calderas, no?

El camarero asiente tantas veces y tan rápido que casi no reconozco el gesto.

—¿Y el elevador de servicio? Ah, y soy policía —Le muestro mi identificación.

Más tranquilo, el tipo señala un pasillo estrecho que empieza a mi izquierda.

Pasillo, elevador, pasillo de nuevo, preguntas, más terror, indicaciones, galería, una puerta se abre, la recepcionista chilla, paso al taquillero, otra puerta deja escapar bocanadas de aire húmedo, espeso y teñido por jirones de blanco, y en el umbral una silueta indistinguible…

Mohacsy, humeante, vigoroso y vital, entra al taquillero por la puerta de la sala de vapor .

—¡Como nuevo! —ruge.

Me quito la toalla de sobre los hombros y la enrollo; Mohacsy se pone en guardia.

—No se puede andar desarmado en una sauna —lo sermoneo.

Él salta como nadie creería posible para alguien tan robusto, se pone dentro del rango de inocuidad de la toalla y me la quita en un pestañazo. Forcejeamos por el trapo durante un minuto o dos.

—¡Ya, para! —lo detengo—. Me vas a hacer sudar.

—¡Já! —se ríe—. Eres un cobarde.

—Ya éste es mi tercer baño del día. Otro más y me gasto.

—¿Tercer baño? ¿Qué, la secretaria ésa te dijo lo mal que olías? A mí me apenaba decírtelo.

Niego con vehemencia.

—No tiene que ver con eso. El problema es que acabo de hacerme la psicoscopía.

—¿Y?

Mesiento en el banco y me dedico concienzudamente a secarme los pies.

—Sabes cómo es. Las cosas que te meten en el subconsciente no son las cosas más agradables del mundo y resulta que mi rechazo es muy fuerte. No sé qué rayos pasan por mi cabeza mientras me tienen en ese aparato, pero salgo de allí con la sensación de que estoy de mierda hasta las cejas.

Mohacsy comprende.

—Y por eso tienes que bañarte.

Yo asiento.

—¿Y cómo fue el dictamen, entonces?

—Incapaz de hacer algo incorrecto. La sola idea de hacer algo ilegal o inmoral me enferma. No puedo resistir ni imaginarme haciéndolo. Ni permitiéndolo.

Mi amigo se sienta junto a mí y me palmea la espalda.

—Eres un buen chico, Hortah. Todos lo sabemos sin necesidad de psicoscopía.

—Ya, ya, ya… eso me dicen siempre que me hacen la maldita cosa, pero igual me lo hacen pasar. Mira, no hablemos más de eso. ¿Quieres?

Mohacsy levanta las manos en gesto de concordia.

—A mí tampoco me gusta el tema —dice.

Yo balanceo la cabeza como haciéndome el molesto, y paso a secarme el otro pie. Entonces recuerdo.

—¡Mohacsy! Te llamaron a tu móvil.

Él ya estaba abriendo la taquilla.

—¿Sí? ¿Quién era? —Cuando se vuelve hacia mí puedo ver el interés en su rostro.

—Un tal Glotz. Quería saber si por fin habías decidido alquilar. Dijo que estaba empezando a tener ofertas del representante de unos tipos de Praga.

Mohacsy descuelga presuroso el móvil de la puerta de su taquilla y se va al otro extremo de la habitación. Allí, de espaldas a mí y en voz baja, se comunica con alguien. Debe ser ese mismo Glotz. Quién es ese tipo y cómo se relaciona con Mohacsy, será otro de los nuevos secretos.

Al terminar, Mohacsy vuelve y pone el móvil de nuevo en el soporte de su taquilla. Se queda de pie junto a la casilla, con la mano aún sobre el aparato. Su expresión es tensa. De hecho, todo está tenso aquí, ahora. Para disipar la densidad del aire, hago una pregunta que llueve sobre mojado.

—¿Oye, y a ti qué te dan los dictámenes?

Mohacsy muestra alivio obviamente; prefiere volver a las psicoscopías a hablar de la llamada.

—Juh, algo muy divertido —responde—. Soy un paladín. Tengo un enorme sentido de justicia que me lleva a luchar con todas mis fuerzas por los desfavorecidos y las víctimas. No puedo ver algo injusto sin intentar remediarlo.

Suena exactamente como es Mohacsy. Generoso, altruista, capaz de darlo todo por los demás. Ajusta a la perfección en el Cuerpo. No como otros. Y una sonrisa socarrona delata mis pensamientos.

—¿Qué fue eso? —percibe Mohacsy.

—¿Qué fue qué?

—La risilla. ¿Te doy gracia?

—No, no. Estaba comparando.

—Ajá —rezonga mi compañero—. ¿Con quién?

—Un superior. Que a su vez tiene superiores, por supuesto, y tal pareciera que lo tiene más claro que ninguna otra cosa en el mundo.

—Me parece que no entiendes a Preczik —dice Mohacsy mientras mueve la cabeza arriba y abajo, negando a la manera de su tierra natal, lo cual en él es señal de concentración—. ¿Crees que el Sindicato lo hubiera dejado entrar a la policía de HiperViena si fuera simplemente un lamebotas? Además, él también pasa la psicoscopía, mes tras mes, como tú y yo. Lo que sucede con Preczik es diferente.

—¿Y qué sucede con Preczik, entonces?

—Preczik cree en la disciplina, la jerarquía, el bien común, las prioridades institucionales. Él cree honestamente en obedecer a los superiores, que los superiores saben siempre lo que es mejor para el Estado, y que lo que es mejor para el Estado es, incuestionablemente, lo mejor.

Silbo mi sorpresa.

—Pues mira, desde fuera bien parece un lamebotas. ¿Oye, y cómo sabes tú eso?

Mohacsy chasquea la lengua.

—Al principio, yo también lo creí una cucaracha. Hasta que un día pedí autorización, al Sindicato y a él mismo, para observar su psicoscopía.

—¿Se puede hacer? ¿Y Preczik lo autorizó?

—Por supuesto —Mohacsy señala la nimiedad del asunto con la palma de su mano puesta hacia arriba—. Aún te faltan muchas cosas por aprender, novato. No llevas aquí ni medio año de traslado desde ese hueco del Tirol donde arrestabas mutiladores de vacas. Esta ciudad es un mundo aparte.

En verdad, son muchas las cosas que no conozco aún de HiperViena y de su Cuerpo de Policía.

—Sabes, Hortah, la gente normal no es así como puedas creer, malvada u obtusa por nada. Lo que en realidad pasa es que todos tienen ideas diferentes de lo bueno y provechoso, y cuando resultan ser muy diferentes, bueno, pues empiezan los problemas. Me gusta creer que al final prevalece la opinión de los mejores hombres o mujeres, porque se esfuerzan más.

—¿De verdad lo crees así? ¿Todo es una cuestión de opiniones? ¿Lo mejor es lo que sale del mejor esfuerzo de los mejores, entonces?

—Más o menos, más o menos —Mohacsy se oculta tras la puerta de su taquilla.


Ilustración: Padro Belushi

Yo, sentado en el banco, siento que pierdo preciosos segundos en pensamientos demasiado enredados, en un silencio inoportuno. Tengo la percepción de que algo muy importante se está volviendo corto en el tiempo. Vidas, destinos, algo así. Como si estuviera a punto de perder a alguien, o de perder a alguien más, y ahora cada instante de compañía valiera como miles del pasado. En un intento desesperado de que no se escape el momento, hago la primera pregunta tonta que me viene a la cabeza.

—¿Más más o más menos?

El conductor del vehículo de reparaciones del metro se da vuelta pausadamente.

—Para llegar falta lo que falta, más o menos —responde—. ¿O cree que puede ir más rápido a pie?

—Cálmate, Hortah —me pide Eckmann, que está sentada a mi lado en el banco —. Lo importante es que no hay un alma que sepa por dónde vamos. ¿No es así, amigo?

El conductor asiente, impasible.

—Estos aparatos ni siquiera están registrados como transporte —afirma—. ¿Para qué? Están anotados con las herramientas.

Rukin mira por encima del barandaje del vehículo. Debajo y a la izquierda acaban de pasar como una exhalación varios vagones de la línea verde del metro.

—Mantengan todas las partes del cuerpo dentro —advierte el conductor—. Ni siquiera puedo frenar bien esta cosa, si pasa algo.

Schwarzthal toma una mano de Hull y la hace salir por entre las barras exteriores.

—¿Quiere decir que esto no se debe hacer?

El empleado del metro vuelve a asentir con el mismo aire cansino e imperturbable.

Hull, que apenas puede respirar porque Schwarzthal está sentado sobre su espalda, intenta en vano recoger el brazo. En su función de cojín ocupa todo el banquillo de enfrente al mío.

—Ponga eso dentro, por favor —pide el conductor—. Estamos llegando y va a haber muchas vigas y cañerías cerca del vehículo.

No obstante la mueca de intenso fastidio en el rostro de Schwarzthal, obedece.

Eckmann vuelve el rostro hacia mí y me habla.

—Debo quedarme aquí. No puedo acompañarlos a la calle. Demasiados civiles.

Comprendo. Aún tiene una vida y un trabajo que llevar.

—Gracias —digo, y le tiendo la mano.

—¡Llegamos! —grita el conductor.

El vehículo se detiene junto a una armazón cuyo suelo es de rejilla metálica. Todos menos Eckmann nos levantamos y salimos a la plataforma. Schwarzthal arrastra a Hull tras de sí como a una bolsa de basura muy grande.

—¿Ven esa escalerilla? —indica el hombre—. Lleva directo a la superficie, a la estación de servicio. Se abre desde adentro, para casos de emergencia.

En respuesta, yo, Rukin y Schwarzthal le tendemos la mano por sobre la baranda, los tres al mismo tiempo. Nervioso, el conductor esconde la suya.

—Estoy hecho una porquería —se excusa mientras cierra la portezuela del transporte—. Grasa y polvo. Además, era mi deber como ciudadano.

En el descanso ante la escalerilla que sube a la estación de servicio nos paramos los tres a despedir a Eckmann y al trabajador del metro, cuyo nombre nunca conoceremos. El tipo no hace mucho caso, la pelirroja nos devuelve el gesto. Por un segundo tengo la impresión de que sus ojos brillan de humedad. Pero pronto el vehículo se aleja a la distancia a la cual los rostros carecen de emociones.

La escalera es larga, empinada y estrecha, pero directa, y la estación de servicio resulta ser apenas un pañol de herramientas con indicadores y conmutadores en una de sus paredes. Su puerta se puede, en efecto, abrir desde adentro. Salimos a un sol mortecino que todavía rasca el sombrero de los Cárpatos.

La gente en la calle nos mira con algo de azoro. No es común ver a tres policías llevando a un detenido a pie.

—Nos dejaron cerca —comenta Rukin—. Dos cuadras recto, una a la derecha.

Hull se estremece.

—Cierto que da pocas oportunidades de salvarte, amigo —dice Rukin—. Pero míralo desde este punto de vista: vas a morir descansado.

Hull empieza a pesar cada vez más en el brazo con que lo llevo. Siento su codo flácido y tembloroso, a la vez que percibo cuán desmañadamente mueve los pies de tropezón en tropezón.

Caminamos en silencio. El enorme, cuadrado y feo bloque del Palacio de Justicia surge al doblar una esquina. Vuelve entonces la insoportable sensación de pérdida inminente que tenía en el banco del vehículo del metro, ahora acompañada de una necesidad abrumadora de hacer algo al respecto. Sin embargo, también siento que estoy haciendo algo muy importante junto a los mejores amigos que me quedan, algo que nos une por siempre, y no sé si aprovechar el último momento de camaradería o estropearlo con inútiles intentos de alterar el destino.

—Oh, mierda —dice, de repente, Schwarzthal.

Delante de la puerta del Palacio de Justicia espera cruzado de brazos el oficial de los Guardias Parlamentarios, quien es, ahora que lo pienso, el tipo más elegante que he visto en persona. En esa postura y con los pies abiertos su silueta es la de un reloj de arena un poco afectadamente torcido a la derecha. Nos deja llegar hasta el pie de la escalinata monumental antes de hablar.

—Señores, soy el hombre más afortunado y a la vez más desafortunado que ustedes hayan visto en el día de hoy —anuncia el parlamentario.

Sin detenernos, empuñamos nuestras pistolas los tres.

—¿Cuál es el truco ahora? —gruñe Schwarzthal, mientras ostensiblemente levanta el seguro del arma. Rukin vigila.

—No hubo truco —dice el dandy—. Saqué la pajilla más corta en buena lid.

Creo que entiendo su frase. Incluso entendida a medias me inunda de aprensión.

—¿La pajilla más corta para qué?

—Soy parte de esa fuerza que deseando el bien, hace el mal —contesta el tipo. Y sus brazos se descruzan, contra el gris perla de la manga derecha se destaca por un segundo un retazo de negro, el pavonado de un arma en su mano izquierda, alzo mi pistola y apunto, su pecho está amplio en la mira, me doy cuenta que bajo ninguna circunstancia puedo disparar primero, él sacó la pajilla más corta y está condenado a cumplir su misión, matándome saca a Hull de mis manos, muerto por mí se vuelve un pretexto para eliminarme, no me decido, y la espalda de Schwarzthal ante mí me impide ver la muerte de frente cuando suena el disparo.

Desde Rukin otra arma responde. Yo estoy hipnotizado por la gran mancha roja en la chaqueta de Schwarzthal, que oscila ante mí según él se tambalea, pierde fuerza y cae. Al caer, me permite ver al parlamentario lleno de sangre y en el suelo.

Rukin sostiene el arma en alto y grita:

—¡Él disparó primero! ¡Defensa propia!

Hull gime. Mi brazo izquierdo se aprieta alrededor de su cuello con demasiada fuerza. Pero eso no importa. A mis pies Schwarzthal boquea y por un agujero en su espalda borbotea sangre arterial, espesa y oscura. No puedo evitar percibir, gracias a mi entrenamiento, que la bala ha sido desviada por el cuerpo y en vez de atravesarlo recto hacia mí ha salido por debajo del omóplato hacia mi derecha. Ha costado muerte y suerte que yo siga en pie.

—¡Que nadie se acerque! —exige Rukin—. ¡Responderé con fuerza máxima!

Aseguro a Hull y empiezo a caminar adelante, primero pisando la sangre de Schwarzthal y luego por sobre el exánime Parlamentario. Los pies de Hull golpean contra el escalón, sus rodillas intentan sostenerlo. Detrás escucho un disparo, y más disparos, de los cuales uno zumba contra el cristal blindado de la puerta del Palacio de Justicia. Aprieto el paso, queriendo que no dejen de sonar las balas, porque eso significa que Rukin resiste, que Rukin vive.

Al cruzar por fin el umbral, me sorprende el silencio.

Pero sigo adelante. Tengo a Hull por el cuello de su chaqueta y lo arrastro por el pasillo que conduce al recinto interior del Palacio de Justicia. Él me ofrece una resistencia desesperada, inútil, patética e irritante. Esto estaba pasando hace unos minutos, mas mi mente se adelanta plegándose hasta el ahora, y va aún más allá, hacia el inexorable futuro inmediato donde no hay sino mi pistola junto a la sien de Hull, que yace lloriqueante y pidiendo perdón en el suelo de la gran cámara donde la ley nace. No va a ocurrir otra cosa, no puede ocurrir otra cosa.

Disparo, disparo, disparo, disparo… clic…

 

 

Juan Pablo Noroña Lamas, nacido en La Habana, Cuba, graduado en Filología, ha trabajado como periodista en diversos medios cubanos de prensa plana, radial y web. Cuentos suyos han sido publicados en antologías temáticas en Cuba, Argentina, Italia y España, así como en publicaciones periódicas en papel en Cuba, Argentina y Grecia, y en publicaciones digitales tales como Axxón, Minatura, Alpha Eridani y Disparo en Red.

En Axxón hemos publicado HIELO, INVITACIÓN, OBRA MAESTRA, TODOS LOS BOUTROS VERSUS TODOS LOS HEDREN, BRECHA EN EL MERCADO, PROYECTO CHANCHA BONITA, QUIMERA, NÁUFRAGOS, PAREJA, HOGUERAS, SHIFT, CEPAS, LOS SOÑADORES DE KALIRIA, EL SEXO DE LOS ÁNGELES, DE PIE PARA EL HIMNO, PRÍNCIPE DE LOS ESPÍRITUS, HOMBRE CON OSCURIDAD, MAESTRO, HAGIOGRAFÍA, GEORGE Y GABRIEL, CHOCOLATE HEIST, EL CAPITÁN, EL PILOTO Y LA SIRENA, LA FUNDACIÓN, VEINTE ESPADAS, ACOSADORES, CAFÉ CON SANGRE y YUI.


Este cuento se vincula temáticamente con ESCAQUES TRES-D, de Carlos A. Duarte Cano; EL REGRESO DEL CAPITAN RAYO, de Pablo Dobrinin y CORRECCIONES EN LA TRAMA DEL TIEMPO, de Sergio Gaut vel Hartman.


Axxón 220 – julio de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Distopía : Sociedad : Crimen : Cuba : Cubano).

7 Respuestas a “«Pequeño peón escarlata», Juan Pablo Noroña Lamas”
  1. Francisco dice:

    Muy bueno. Me encantó la forma en que se conforma lo trama, ese tiempo no lineal, y la cantidad de pequeños detalles que van dotando de sentido la historia y la muestran cada vez más (necesariamente) compleja.

  2. Muy bueno. Me había dado intriga antes de su publicación, porque recuerdo que lo recomendó uno de los evaluadores.
    Muy bueno, en serio.
    Cordialmente,
    Yo.

  3. Juan Pablo dice:

    Gracias, gracias… pero no es particularmente novedoso, ¿cierto?

  4. Silvia dice:

    Es excelente, hombre, no sea modesto.

  5. Juan Pablo dice:

    No, lo de que no sea novedoso no es opinion precisamente mia ;) sino de otros…

  6. Francisco dice:

    Creo que lo novedoso no es lo más importante acá, Juan Pablo. Si fuera que escribimos y leemos en busca solo de la novedad… Estamos fritos. Lo que me interesa de tu cuento es, como dije más o menos arriba, la manera en la que vas soltando pequeñas pistas sobre el pensar, sentir y actuar de los personajes. Cada vez que se descubría un nuevo detalle yo me preguntaba a dónde iría a parar la historia. Es cierto que quizás ese futuro, con esa ciudad y ese cuerpo de policía no es novedoso, pero la historia que contás, que no puede darse sino en ese contexto (y por eso es un elemento fundamental y no prescindible) es lo, si querés llamarlo así, novedoso, o por lo menos interesante.

    En fin, es mi humilde opinión.

  7. Juan Pablo dice:

    Bueno, muchas gracias, mil de ellas. Es muy agradable cuando un relato funcione como uno lo habia pensado, cuando los lectores lo entienden como uno querria.

  8.  
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