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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

URUGUAY

 

Las leyendas afirmaban que Blue se comía crudos a sus amantes. Los seducía, los hacía disfrutar grandes placeres, y finalmente, cuando creían haber alcanzado las cumbres del éxtasis, los devoraba con delectación. Sin embargo, raramente alguien podía resistirse a su llamado.

Ella era la mujer más obesa y hermosa del mundo. Los hombres anhelaban ir a su encuentro, y las mujeres, para complacer a sus esposos, querían imitar su gordura. El problema era que nadie sabía cuánto pesaba Blue. Algunos estimaban mil o dos mil kilos, y otros hasta seis mil. No había acuerdo en este punto.

Los Sacerdotes de las Montañas Pensantes decían que su cuerpo era un desierto blanco e infinito, en el que los hombres no se perdían, sino que lograban encontrarse por primera y única vez consigo mismos. Comparaban a su negro cabello con el viento de la noche, a sus ojos con enormes zafiros, y a sus labios con el sangriento ocaso.

Blue era el principio y el fin. La felicidad y el sufrimiento. La vida y la muerte. La superación de todas las contradicciones.

 

* * *

 

Las Sagradas Escrituras enseñaban que la multiplicación de las carnes era proporcional a la multiplicación de la dicha. Esto obviamente era cierto, y cualquiera que hubiese estado con diferentes mujeres lo habría podido comprobar. Pero había un punto en el que los preceptos religiosos se mostraban excesivamente ingenuos: cuando puntualizaban que sólo los más virtuosos podrían acceder a las amantes más obesas. En el mundo las cosas no sucedían de ese modo. Las mejores jóvenes siempre se casaban con los hombres más ricos, aunque éstos hubiesen obtenido su fortuna por medios viles. Los pobres nunca encontraban cónyuges que pesaran más de cien o a lo sumo ciento veinte kilos. Por otra parte, las mujeres públicas no excedían los ciento cincuenta kilos, pues aquellas que pasaban esta medida no tardaban en conseguir un esposo adinerado, o en ser reclutadas para el Palacio de Blue.

 

* * *

 

Mucho antes de alcanzar la evolución espiritual que me permitiera recordar mis vidas anteriores, el enigma de Blue ejerció sobre mí una verdadera fascinación. Quise conocer todo lo que las personas sabían o pensaban de la Diosa. Eso me llevó a una peregrinación por el mundo, y en todas partes comprobé que era adorada por la gente. Día y noche se rogaba por su bienestar.

Lo más curioso lo presencié en un pueblito, situado al norte de los Bosques Negros. Allí las mujeres se habían encarnizado en una competencia para ver quién lograba pesar más kilos. Con el objeto de engordar a sus esposas, los maridos trabajaban largas horas en el campo, y al llegar al hogar también se encargaban de las tareas domésticas, para que ellas no desperdiciaran energía. En ese lugar vivía la criatura más rolliza y hermosa que había puesto sus pies sobre la faz de la tierra, a excepción de la propia Blue, naturalmente. Estaba tan gorda que no se la pudo pesar en una balanza corriente, y fue necesario traer una desde un poblado vecino. Como a la participante le costaba desplazarse por sus propios medios, debió ser ayudada por un grupo de robustos campesinos. Pesó la imbatida marca de cuatrocientos cuarenta y ocho kilos con seiscientos veintitrés gramos. Por desgracia, falleció pocos días después, seguramente a consecuencia de tantas emociones. Nunca podré olvidar la tristeza que vi en aquel entierro. Sobre todo la que se reflejaba en los rostros de las cuatro gordas huerfanitas, mientras trataban de cubrir la tumba de su madre con pétalos de rosa.

 

* * *

 

Había niñas que nacían flacas, y, pese a los denodados esfuerzos de la comunidad, no podían engordar. Cuando cumplían una determinada edad en que se hacía evidente que no iban a mejorar, sus padres, con una mezcla de vergüenza y desconsuelo, las enviaban a las Montañas del Olvido. Allí vivían hacinadas en apestosas cuevas, hasta que se marchitaban y morían. Sin embargo, existían individuos que, desafiando todas las prohibiciones, convivían durante un tiempo con algunas mujeres y las dejaban embarazadas. Esto había provocado que la población de las Montañas del Olvido se multiplicara hasta extremos peligrosos. Por temor a un degeneramiento irreversible de la raza, periódicamente se organizaban incursiones armadas, a los efectos de mantener en un estricto control el número de habitantes. Aunque yo no presencié ninguno de estos operativos, me consta que eran bastante frecuentes.

 

* * *

 

Una tarde, en los Bosques Negros, me encontré con un viejo que dormía bajo un árbol retorcido. Sabía, por comentarios, que ese hombre había estado cerca de Blue, y traté de hablar con él. Al principio se mostró reticente, pero cuando le ofrecí pan y vino comenzó a soltar la lengua. Hablaba de forma pausada y con frases inconexas. Pese a ello, conseguí enterarme que años atrás había estado en el Palacio de Blue, sólo para huir aterrorizado al ver lo que allí sucedía. Por más que insistí, no conseguí que me diera detalles. Apenas agregó que en ese sitio vivían todos los horrores del Universo, y, sin más dilación, tomó los víveres, lanzó una risotada demente y salió corriendo. Lo perseguí a través de la espesura, pero él conocía el lugar mejor que yo y no tardó en despistarme.

 

* * *

 

Luego de varias reencarnaciones, en las que mi espíritu se fue perfeccionando, me llegó la oportunidad de conocer personalmente a Blue.

Como a todos los elegidos, la Diosa me habló en sueños, durante una noche de calor, y me ordenó ir con ella. Por aquel entonces yo era sólo un campesino, pero comprendía perfectamente el honor que significaba para mí. Así que al otro día me despedí de mi esposa y mis hijos, y fui a su encuentro.

Crucé el vasto desierto, y tras un fatigoso viaje llegué a las Montañas del Destino. Después me interné por una de las cavernas que atraviesan el macizo, recorrí un oscuro y largo silencio, y salí a una llanura. Tras caminar varias leguas, divisé la silueta del Palacio de Blue.

A medida que me acercaba, me fui contagiando de la algarabía que se respiraba en la entrada. Había un gran gentío, entre curiosos, mujeres públicas, vendedores de baratijas, músicos, malabaristas, soldados, funcionarios, y aquellos que pretendían haber sido elegidos por la Diosa y reclamaban su derecho a reunirse con ella.

El Palacio, que estaba precedido de un foso, había sido construido en piedra incontables años atrás, y seguía tan fuerte como el primer día. Era un cono escalonado, de siete pisos, rematado por un puñado de torres. En las almenas se apostaban diestros arqueros, y músicos que se complacían en hacer sonar largos y ruidosos cuernos. Muchas jóvenes, magníficamente gordas, se asomaban desnudas por cualquiera de los centenares de ventanas que había en todos los pisos, para permitir que los hombres se deleitaran con la contemplación de sus encantos. Las más atrevidas salían a los balcones, y tras dar unos pasos y un candoroso giro, con el que lograban exhibir la opulencia de sus formas, regresaban a sus aposentos. En ocasiones, los vítores de los observadores eran tan entusiastas que consentían en mostrarse nuevamente. Otras veces, sin embargo, eran arrebatadas del balcón por los brazos de algún músico o soldado que pretendía sus favores, aumentando así la excitación de los mirones, que soñaban con las delicias del Palacio. La puerta de entrada estaba finamente esculpida con muchachas rollizas envueltas en guirnaldas de rosas, en la parte baja del edificio se apreciaban escenas de orgías talladas en bajorrelieve, y cerca de la entrada había no menos de doce esculturas que representaban a enormes mujeres copulando con hombres felices. No existía, desde luego, ninguna imagen de Blue.

A pocos metros del foso se hallaba un funcionario custodiado por no menos de veinte fornidos soldados armados con afiladas espadas. Su misión era determinar la autenticidad de los elegidos. Entre sus manos sostenía una esfera de cristal transparente, del tamaño de un puño. Los que decían haber sido convocados por la Diosa debían posar su mano derecha sobre la reliquia. Si ésta se iluminaba y adquiría un tono azul, se le franqueaba el acceso.

Ese día, yo era el último de cuatro candidatos. Los dos primeros pasaron sin problema, lo que desató una gran explosión de júbilo. El tercero apoyó su mano sobre la esfera, pero no ocurrió nada. El hombre insistió tercamente, e incluso se atrevió a considerar que la reliquia no estaba funcionando bien y que sería conveniente sustituirla por una más moderna. Los soldados, que ya estaban hartos de este tipo de bribones, no vacilaron ni un segundo. Con celeridad lo sujetaron de las extremidades, y sin más preámbulos lo arrojaron al foso, donde una sanguinaria bestia marina rápidamente le dio caza.

Cuando llegó mi oportunidad tenía mucho miedo, pero al apoyar la mano sobre la esfera, ésta se iluminó de un azul brillantísimo que arrancó una exclamación de asombro a los presentes. El funcionario que sostenía la reliquia debió admitir que, en todos sus años de servicio, nunca había visto que la esfera se iluminara con una fuerza tan extraordinaria. Las personas me palmearon la espalda con sincera alegría, y me llevaron un trecho en andas. Todo el mundo parecía muy feliz, menos un anciano ciego, que vestía con harapos y olía a muerte. Alzando un dedo esquelético, gritaba a voz en cuello que aquella fiesta era un error, y que pronto sobrevendría una gran catástrofe de la que nadie se salvaría. Sus palabras desataron primero la burla y luego la ira del populacho. Iba a ser linchado, pero justo apareció una niñita de rosadas mejillas que, haciendo las veces de lazarillo, lo tomó de un brazo y lo sacó del tumulto. Después lo llevó hasta la margen del foso, y, con un empujoncito, lo precipitó a las fauces de la criatura marina, que se alegró mucho de recibir un segundo plato.

Más tarde, el puente levadizo fue bajado, y entre los gritos y las risas de los observadores, los chillidos potentes y sensuales de los cuernos, los alaridos de las gordas que se asomaban por las ventanas, y el eructo huracanado de la bestia marina, los elegidos ingresamos al Palacio de Blue.

Desde el primer momento, las personas a cargo hicieron cuanto les fue posible para que tuviésemos una gran recepción. Incansables cocineros nos agasajaron con manjares afrodisíacos; temperamentales músicos nos deleitaron con melodías arrobadoras que fluían de originales instrumentos; y obesas mujeres, expertas en las artes de la seducción, nos brindaron su amor.

La estructura interna del Palacio a menudo resultaba imprevisible. Si bien era sencillo acceder a los salones principales y a las piletas de recreo, uno también podía encontrarse con puertas condenadas, y escaleras que, después de ascender varios pisos, finalizaban abruptamente en oscuros y malolientes precipicios. Tampoco había muchas certezas respecto al sitio en que Blue recibía a sus amantes. Algunas sirvientes me dijeron que tenía la forma de una rosa, otras me sugirieron que debía ser un laberinto. En todo caso, parecía haber acuerdo en que la inmensa estancia se hallaba en el centro. Allí no había techo, decían, para que su prodigioso organismo pudiera absorber la energía de los astros y de esa manera conservarse eternamente joven.

Al cabo de nueve días de festejos, los tres elegidos fuimos realojados en habitaciones separadas. Me llevaron a un cuarto pequeño, donde quedé solo con mis pensamientos. Tenía un baño, una cama, una mesa y una silla. Fui alimentado con generosidad, pero no se me permitió tener contactos carnales, porque debía reservarme para Blue.

Una semana después, la sirviente que me acercaba la comida me contó que el primer elegido ya había sido llamado por la Diosa. Pregunté a los funcionarios del Palacio si volvería a verlo y me contestaron con el silencio. Tampoco me dijeron nada cuando, a la semana siguiente, el segundo elegido fue convocado. Durante siete largos días me dediqué a esperar. En todo ese tiempo no había escuchado la voz de los dos hombres que habían ingresado conmigo, y todo me hacía suponer que ya nunca más lo haría.

Tras una angustiante espera, una oficiante anunció que había llegado mi turno. Me llevó hasta una tina, me bañó, y me puso una túnica nueva y blanca. Acto seguido, señaló un corredor y, con tono ceremonial, dijo que para llegar hasta la Diosa yo sólo tenía que avanzar.

Apenas podía creer que estaba a punto de realizar el sueño de todos los hombres.

Caminé despacio, sin escuchar otros sonidos que los de mis pasos y mi respiración.

Sentía un sudor pegajoso en la espalda, y el pulso acelerado, pero no retrocedí.


Ilustración: Pedro Belushi

Al dar la vuelta en un recodo, comprendí que había ingresado a la estancia de Blue. Aspiré hondo, y me entregué a la brisa y la luz lechosa que provenían desde arriba. Mientras le dedicaba una mirada al cielo, algo como una mano o un mechón de cabellos ciñó mi cintura y me arrastró hacia adentro. Giré el rostro, pero no pude evitar que un perfume intenso y primordial envolviera mi cuerpo. Y entonces me encontré con esa blancura de dientes entrevistos en sueños, de relámpagos de conocimiento, de furia lunar. Quería gritar, pero no podía, mientras era arrastrado hacia aquel vientre de arena de tiempo, de abismo y de silencio.

No vi sus ojos —no lo hubiese soportado—, pero sí su sonrisa de enormes labios carmesí, dilatándose de un modo que me pareció incomprensible.

Escuché un sonido violento, como un chasquido de mandíbulas. Luego, un aire caliente, con olor a sangre, me abofeteó el rostro. Cerré los ojos y traté de pensar en el cielo de mi tierra, en los campos de trigo, en mi hogar y mi familia… pero sólo alcancé a recordar el abrazo de mi madre.

 

* * *

 

En mi larga lista de reencarnaciones fui llamado varias veces al Palacio de Blue. En uno de esos viajes realicé un descubrimiento muy interesante. Cuando nadie me vigilaba, logré escurrirme por un pasadizo, y observé a dos sirvientes que transportaban los despojos de un individuo que había recibido el abrazo amoroso de la Diosa. Sin dejar que me vieran, los seguí hasta una habitación secreta. Una vez en ella, los hombres cortaron el cadáver en pequeñas piezas y las sazonaron con aromáticas especies. A las pocas horas, presencié a unas mujeres que emplearon la sangre para usos cosméticos, y a un artesano que utilizó los huesos para fabricar un instrumento musical.

 

* * *

 

En la última de mis reencarnaciones, fui un Sacerdote de las Montañas Pensantes, y no uno cualquiera, por cierto. Muchos me consideraban un ser extraño, debido a una suma de habilidades que me distinguían de mis congéneres. Yo podía anticipar la llegada de cualquier visitante al Templo, encontrar objetos perdidos con facilidad, y hasta entenderme de forma amistosa con animales salvajes. Pero lo que más llamaba la atención de las personas, incluso de mis colegas, era mi capacidad para levitar. Lograba elevarme a un metro del suelo, y generalmente lo hacía sin proponérmelo, mientras oraba. Por otra parte, justo es decirlo, mi conducta tampoco encajaba mucho en el santuario. Aunque me gustaban las mujeres y los banquetes, disfrutaba de estos placeres con moderación. Más que atiborrarme de comida y sumergirme en tumultuosas orgías como el resto de mis hermanos, yo prefería dedicarme a tareas más espirituales.

Cuando, una mañana, le conté al Sacerdote Mayor del Templo que la noche anterior Blue me había llamado en sueños, supuse que él experimentaría cierto alivio al saber que debía marcharme. Sin embargo, para mi sorpresa, se mostró preocupado, y me advirtió que aquel no iba a ser un encuentro más con la Diosa. Señaló que esa unión, prefijada por el Gran Reloj de las Estrellas, marcaría el comienzo de algo que ni siquiera él podía prever.

Aunque dichoso por el honor que se me concedía, partí con incertidumbre hacia el Palacio de Blue. Había hecho ese camino varias veces, pero nunca me acostumbraba, porque cada viaje coincidía con distintas etapas de mi desarrollo espiritual.

El rigor del desierto me enseñó, como en las otras vidas, a alejar la soberbia. En el silencio de la caverna que atravesaba las Montañas del Destino volví a escuchar las voces de mi interior, y luché con mis miedos hasta hacerlos retroceder. El recuerdo de mis vidas anteriores me hacía ver claramente que yo tenía un propósito. Sin embargo, como había señalado el Sacerdote Mayor, era algo tan trascendente que no me sería revelado hasta último momento.

Mientras caminaba por la llanura, supe, aun antes de que me lo dijeran, que en esa oportunidad yo era el único elegido.

Al llegar a la entrada del Palacio, rodeado por el habitual gentío, me presenté a la prueba de admisión. Cuando posé mi mano sobre la esfera, una luz intensa creció en su interior y se proyectó hacia arriba, hasta quedar por encima de las cabezas de los presentes. Viboreó en el aire, desplegando su azul belleza, y desapareció poco después. La multitud se sorprendió como nunca. En lugar de lanzar gritos de júbilo, sólo atinó a emitir una exclamación de asombro, a la que siguió una ola de murmuraciones. Entre aquellas personas se encontraba un viejo rotoso. Alzando un dedo esquelético, gritaba a voz en cuello que pronto sobrevendría una gran catástrofe de la que nadie se salvaría. Era la reencarnación exacta de aquel que había visto en mi primera visita. Esta vez nadie se tomó la molestia de arrojarlo al foso, y tuve que soportar sus berridos hasta el momento en que ingresé a la arcaica construcción.

El Palacio estaba igual que siempre, pero yo había cambiado. Debido al grado de perfección alcanzado por mi espíritu, podía no sólo recordar mis encuentros con Blue, sino también lo que había visto atrás de cada puerta y en cada rincón. Sabía de antemano la hora y el lugar de los banquetes y las orgías. Las personas que vivían en el Palacio no tardaron en darse cuenta de esto, y comenzaron a tratarme con un respeto que en cierto momento llegó a parecerme excesivo.

Pronto me aburrí de las comilonas y de las hermosas mujeres, y comencé a pasar cada vez más tiempo en el agua de la pileta, o en mi propio cuarto. Tres días después de haber entrado al Palacio, me recluí en mi habitación, y decidí que no saldría hasta que me llegara el momento de ir con la Diosa. Me pasaba horas orando, y comía muy poco. Paulatinamente fui disminuyendo la cantidad de alimentos, y los últimos días los pasé en un ayuno absoluto. Al prestarle más atención a mi espíritu que a mi cuerpo, durante las oraciones levitaba con una facilidad nunca antes alcanzada. Me sentía tan ligero y tan en paz conmigo mismo, que la inminencia del encuentro con la Diosa no me despertaba temor. El sentido de esa unión seguía siendo un enigma para mí, pero confiaba plenamente en ella. La noche en que la oficiante vino a buscarme para ir con Blue, yo ya la estaba esperando, sentado en la cama.

Aunque conocía el camino, dejé que la mujer me guiara hasta la pileta destinada a los elegidos. Mientras ella me bañaba, noté un gesto de preocupación en su rostro. Me confesó que mi comportamiento en el Palacio le había resultado muy inusual, y que eso la llenaba de temor. Le respondí que todo estaba saliendo según el plan de Blue, y le sonreí amablemente. Después me puse la blanca túnica, y avancé por el corredor que conducía hacia la Diosa.

Sabía que cada paso dado sobre la tierra ya había sido previsto por el Gran Reloj de las Estrellas.

Traté de no pensar en nada, y simplemente dejé que el destino se cumpliera.

Caminé en silencio, hasta que, casi sin darme cuenta, entré a la estancia de Blue.

Aspiré el aire cálido, y vi la luna llena que flotaba en el cielo.

Admiré la belleza de la noche, como si comprendiera que esa dicha ya no volvería a repetirse.

Y después, la voz de la Diosa habló en mi mente:

—He esperado este momento… durante mucho tiempo.

No dije nada y me detuve. Ella agregó:

—Ven. Sabes que no debes tener miedo.

Avancé y me enfrenté a su imagen.

Paseé la vista por las sedosas y blancas colinas de Blue, y sentí que su hermosura era una luz que podía tocar mi alma.

Me quedé nuevamente inmóvil, como si la contemplación de aquella belleza me hiciera un bien infinito. Y entonces, sin saber cómo ni por qué, comprendí algo que nadie jamás había sido capaz de comprender. Supe que Blue, más allá de la vitalidad que mostraban sus brazos y sus piernas, y más allá de aquella promesa siempre vigente de placer sublime, se sentía terriblemente cansada. No era un cansancio físico, ni mental, sino algo mucho más profundo. A Blue le dolían los años, le dolía el miedo de los amantes que habían pasado por su cuerpo, le dolían los oscuros placeres, le dolía la sangre derramada, le dolía la soledad, y hasta los lentos pasos de los astros le dolían. Durante siglos había sido una meta para los hombres y una inspiración para las mujeres, pero ya no más. Estaba en el final de un largo, largo camino, y ahora sólo deseaba la paz.

Sin embargo, aún restaba un último encuentro.

—Ven —insistió Blue.

La voz que sonaba en mi mente era casi una súplica.

Me necesita, pensé, y ese pensamiento me provocó un escalofrío.

Tuve un instante de indecisión, pero el perfume de su cuerpo fue un llamado inexcusable.

Me quité la túnica y avancé. Todas mis vidas cobraban sentido en ese momento.

Dejé que ella me estrechara entre sus brazos, me envolviera en sus cabellos, y comenzamos a hacer el amor. Nos acoplamos en un vaivén cada vez más húmedo y delicioso. Hasta ese momento no había recibido ningún rasguño, pero no estaba seguro de lo que podría ocurrir cuando ella se acercara al paroxismo del placer. En mi mente relampagueaban las imágenes de mis encuentros anteriores con la Diosa; sus manos apretando mis costillas, sus ojos desorbitados, y la carne ensangrentada de mis miembros colgando de sus fauces insaciables. Recordaba sin esfuerzo el grito desgarrado que escapaba de mi boca y se fundía con el grito de ella, más fuerte que el mío, lacerante y triunfal.

Pero ahora será distinto, me repetía, al tiempo que acariciaba las colinas esponjosas de Blue, me hundía en los valles, y me adentraba en los misterios de la existencia.

La sangre bullía dentro de mis venas y un inefable sentimiento comenzaba a embotar mi cabeza. Era feliz. Los labios mojados de Blue se arrastraron sobre mi rostro, y sentí el roce de sus dientes en mi cuello. Un quejido animal brotó de su garganta, y al tiempo que sus cabellos se enroscaban en mi carne y la apretaban, supe que el final estaba cerca.

La Diosa y yo llegamos juntos al clímax, y escapó un grito que rasgó como una uña afilada la piel de la noche.

Pero el placer no se terminó. Lentamente se fue transformando en un éxtasis sostenido y espiritualizado, como si toda la energía del Universo estuviese siendo llamada en ese momento.

Luego me di cuenta de que ya no me era tan sencillo aferrarme a las carnes de mi amante, y al estirar un poco el cuello, comprendí el por qué. Blue estaba creciendo. Se inflaba incesantemente. Su vientre, sus piernas, sus pechos, sus brazos, su cabeza, y hasta sus cabellos, no cesaban de aumentar de tamaño. Poco después alcé mi tórax para intentar ver hasta donde llegaba el cuerpo de la Diosa, pero aun así no logré alcanzar los límites. Creí reconocer en una cordillera lejana el contorno de su rostro, pero no podría afirmarlo con seguridad.

Al girar la vista atrás, advertí que Blue y yo estábamos levitando. Calculo que debíamos hallarnos a mucha distancia, porque podía ver el Palacio en su totalidad, y distinguir su centro con forma de rosa. Al tiempo que la Diosa seguía hinchándose, nos elevábamos más y más. Observaba la llanura, las Montañas del Destino, el Desierto, las Montañas Pensantes, los Bosques Negros, las Montañas del Olvido, e inclusive zonas del planeta que no recorría desde mis primeras reencarnaciones. El mundo se veía tan pequeño, que todo lo que alguna vez me había parecido importante, ahora era una bagatela. No sólo los aspectos físicos quedaban reducidos a su verdadera dimensión, sino que todos los problemas, los odios y los afanes de los habitantes, eran apenas una mota de polvo en el gran proyecto del Cosmos.

Cuando volví a mirar a la Diosa, advertí que su piel, que desde tiempos inmemoriales había sido blanca, ahora se estaba volviendo azul. Un azul oceánico, que se difuminaba resaltando las curvas de su cuerpo. Aunque el cambio era notorio, me resultó agradable verla de ese color.

Luego, como si hubiese alcanzado la altura conveniente para un propósito que se me escapaba, ella dejó de subir. Sin embargo, continuó creciendo, hasta el punto de que resbalé por su cuerpo, y tuve que aferrarme de un vello, por entonces tan grueso como el tronco de un árbol, para no precipitarme al vacío.

Me quedé quieto, arrollado sobre mí mismo, abrazado a esa fibra natural, y esperé lo que el destino me tuviera reservado. Un rumor sordo y creciente parecía provenir del interior del cuerpo de Blue, que no dejaba de inflarse, tendiendo a alcanzar una forma esférica.

Escuché un crujido: era la piel de mi amante, que ya no podía resistir la presión que venía de su propio interior. Luego otro ruido, pero más fuerte, me recordó a un trueno. A este sonido se fueron sumando varios similares, como si cada parte del cuerpo de la Diosa estuviese a punto de romperse. Y finalmente, un nudo de truenos fuertísimos, que me hizo imaginar a una cáscara gigante que se parte, resonó en mis oídos. Pensé que el mundo se acabaría.

Lo siguiente fue una explosión silenciosa y abrumadora, algo difícil de imaginar o hasta de explicar, ya que nadie había vivido una experiencia semejante. El impacto fue extraño. Sentí que un fuego azul se enseñoreaba del mundo, como si una gigantesca rosa esculpida en zafiro hubiese estallado. Sólo después de un largo rato, este resplandor se fue suavizando, hasta convertirse en una luz acogedora.

Noté que mis manos eran azules. Todo mi cuerpo tenía el mismo color que el aire. Era una luz transparente y definitiva. Piadosa y triunfal. Nueva y eterna. Tan hermosa y contradictoria como la propia Diosa.

Yo continuaba suspendido en las alturas, y desde allí contemplaba el planeta. Miré abajo, y comprobé que el Palacio, la llanura, el desierto, las montañas, los campos, los árboles, las casas, e inclusive todos los seres vivos, ahora eran de color azul. Aunque, debido a la distancia, veía todo muy pequeño, mi percepción era increíblemente aguda, hasta el punto de que lograba apreciar los mínimos detalles y me sentía parte de una armonía superior.

Blue nos había dejado, pero sólo en su forma anterior, ya que ahora estaba presente en toda la realidad del mundo. Hasta el cielo había perdido el brillo de los astros, para teñirse exclusivamente con el color de la Diosa. Supe, sin necesidad de que nadie me lo explicara, que el Universo entero participaba de la misma transformación. Blue vivía eternamente en nosotros, y nosotros en ella.

Sentía una paz extraordinaria, apenas comparable al tipo de éxtasis que había experimentado durante algunas oraciones. Pero con una diferencia muy importante, ahora no necesitaba concentrarme en nada. No importaba donde fijara la vista o los pensamientos, porque esa paz estaba en mí y en todas las cosas.

Comencé a ver que los hombres, las mujeres y los niños se quitaban sus ropas ya inútiles, y con sus cuerpos maravillosamente azules y traslúcidos, ascendían hasta el cielo. Hasta las mujeres de las Montañas del Olvido se sumaban a la fiesta, y ellas no eran menos hermosas. Todos los seres tenían sus necesidades satisfechas, y ya no había diferencias.

Volaban con movimientos blandos, en filas, interpretando en el aire una sinfonía arcana que acababan de redescubrir. Una corriente invisible parecía guiar sus movimientos. Subían, se desplazaban horizontalmente, describían unas curvas, bajaban y volvían a subir.

Al verlos moverse en grupo con tanta destreza, pensé que eran como ciegas larvas, nadando en el agua tibia de un estanque. Esta imagen me provocó un sentimiento ambiguo, que me paralizó. Sin embargo, tan sólo un instante después, sentí el llamado de mis congéneres, y, despojándome de todo temor, me uní a la danza eterna y azul.

 

 

Pablo Dobrinin (Montevideo, 1970) estudió letras y periodismo. Publicó relatos en revistas y antologías especializadas en ciencia ficción y literatura fantástica en países como Uruguay, Argentina, Francia, España e Italia. También fue traducido al esloveno y al catalán.

Ha publicado en Axxón EL JARDÍN, EL REGRESO DEL CAPITÁN RAYO, y LOS FESTEJOS DEL FIN DEL MUNDO, además de estudios críticos sobre ciencia ficción uruguaya.

El cuento que presentamos aquí forma parte de la antología Colores Peligrosos, editado en 2011 por la editorial argentina Reina Negra con algunos de sus mejores cuentos.


Este cuento se vincula temáticamente con PÁJARO EN LA NARIZ DE BUDA, de John Kessel; UN PUNTO NEGRO, CELESTE, de Martín Panizza y CHUSO, de Adrián Ramos.


Axxón 222 – septiembre de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Seres míticos : Transcendencia, Sexualidad : Uruguay : Uruguayo).

3 Respuestas a “«Blue», Pablo Dobrinin”
  1. ¡Qué cuentazo, Pablo! Es un placer (tan literal) leerlo.

    Abrazo,
    Daniel

  2. dany dice:

    Estoy leyendo el nuevo libro de cuentos de Pablo («Colores Peligrosos», donde se encuentran este cuento y varios, varios más) y la verdad es que no tiene desperdicio. Conociendo la obra de Pablo y habiendo leido cuentos que lamentablemente debieron quedar afuera, seguramente no será el último libro que publique.

  3. Pablo Dobrinin dice:

    Muchas gracias por los comentarios!
    Y un agradecimiento especial a toda la gente que hace posible la existencia de Axxón…que sigue y sigue abriendo puertas.

  4.  
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