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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

EEUU

Aquel día, en la escuela, al chico norteamericano que pronto cumpliría doce años le fue tan bien como a sus amigos en la lección de historia romana y el examen de ortografía, que incluyó la palabra strega, que significaba «bruja» y que podía confundirse, si uno no tenía cuidado, con strage, «masacre».

Cuando salieron de la escuela, él y sus amigos festejaron su buena fortuna comprando nuevas cerbatanas de plástico en la juguetería del pueblo de pescadores y fabricando durante una hora decenas de pequeños conos de papel con agujas de coser clavadas en la punta. Todos los chicos de aquel país tenían como mínimo una cerbatana —eran baratas y no más largas que una regla—, así que el chico norteamericano también tenía una.

Luego de terminar los conos, regresaron colina arriba y allí, sobre la pared del convento, no lejos de la villetta de su familia, cazó las lagartijas que cazaban todos los chicos de aquel país. No era fácil acertarles. Las brillantes lagartijas verdes no eran grandes y se movían como el rayo, pero él y sus amigos eran buenos. Para mantener el balance, todos se detuvieron después de haber cazado seis, dejando los cuerpos —que entristecían al chico norteamericano si los miraba mucho tiempo— al pie del muro, donde los gatos del convento podrían comérselos si tenían hambre.

La noche siguiente, después de la cena, el chico norteamericano vio a su propia gata —la que tenía desde hacía un año, la que dormía con él todas las noches y se llamaba Nevis, la palabra latina que significa «nieve»— agonizando en su bañera mientras lanzaba unos chillidos de cerdo, hasta que no pudo soportar más y salió al patio embaldosado para esperar, en la oscuridad, que aquel sonido terrible se acallara. Cuando finalmente se detuvo, regresó adentro, vio una extraña sombra flotando sobre la bañera, contuvo el aliento hasta que la sombra desapareció y luego levantó a la gata en sus brazos. La dejó cuando el cuerpo sin vida, pero aún tibio, lo hizo llorar. Sus padres estaban al lado, en casa de los propietarios, los Lupis, y no regresarían por un buen rato. Nadie lo escucharía. Nadie le diría, como decía a veces su madre, «Te apegas demasiado a tus mascotas, John. Hasta tu padre piensa igual».

Sabía quién lo había hecho. Las tres brujas que vivían en los olivares que cubrían las colinas aledañas a la casa siempre arrojaban veneno a los gatos. Si un gato moría tan de repente que un médico ya no podía salvarlo y sufriendo un gran dolor, todos sabían que era por veneno y quién se lo había arrojado. Era lo que hacían las brujas: envenenar a los animales que amabas. Todos lo sabían.

Con manos temblorosas, encontró, bajo el fregadero de la cocina, una bolsa de papel que tenía el tamaño justo para el cuerpo; lo metió allí con delicadeza, retorció la parte superior de la bolsa y, aunque le dolió hacerlo, lo dejó en la bañera, donde nadie lo vería durante la noche. Era su baño y nadie miraría el interior de la bañera hasta el lunes, cuando que viniera la empleada doméstica. Si sus padres le preguntaban dónde estaba la gata, respondería que no lo sabía; cuando terminara con lo que necesitaba hacer les contaría lo que había ocurrido. O aunque más no fuese cómo había muerto la gata, envenenada por una bruja, y cómo la había enterrado, cosa que por cierto haría cuando terminara con lo que necesitaba hacer.

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno con sus padres, les preguntó:

—¿Qué hacen las brujas los domingos?

—No son brujas —contestó su madre—. Son sólo ancianas, John, y si tuvieran familia, si vivieran aquí con sus familias, toda la aldea las llamaría befane, brujas de Navidad, no streghe, que es tan hiriente.

Su madre era maestra y siempre estaba enseñando. Aunque se equivocaba: no las llamarían befane, las llamarían nonne, abuelas, pero ella se sentía frustrada por no tener suficiente dominio del idioma como para dar clase en aquel país y entonces daba lecciones cuando podía.

—No importa si son brujas o no —respondió el chico y, al hacerlo, supo que todo había comenzado y que ya no podía echarse atrás. La verdad. La valentía de decirlo. La furia necesaria para tener esa valentía. Pararse delante de la bruja que había hecho aquello y hablar con ella sobre lo que era y lo que no era justo, hacerla sentir lo que él sentía. Y, mientras tanto, liberarse de la furia que era como un hechizo capaz de inmovilizarlo para siempre si no encontraba a la mujer en los olivares y la obligaba a ver lo que había provocado.

—Podrías ser más sensible con los ancianos —estaba diciendo su madre—. Y no tienes por qué hablarme a mí o a tu padre con ese tono de voz, John.

No tenía ningún tono, quería decir el chico, pero sabía que con eso sólo la enojaría más y tendría que pasarse la mañana deshaciendo lo hecho. Ahora él tenía una furia propia y la furia era poderosa. Podía inspirar valentía. Podía obligar a la gente a hacer lo que tú quisieras. Pero también era un hechizo, una canción que no podías borrarte de la cabeza y que también podía convertirte en su esclavo. No quería ser su esclavo, pero tenía derecho a estar furioso ¿no? Su gata había muerto en la bañera emitiendo aquellos sonidos terribles y, mientras ella agonizaba, él se había quedado allí, había visto la sombra y lo que había ocurrido: el alma de su gata arrancada de su cuerpo moribundo por la mano fantasmal de una anciana, a cuyo dedo meñique le faltaba la punta.

Reconoceré a la bruja por su mano, volvió a repetirse. Por su dedo meñique…

Después del desayuno fue a su baño, levantó la bolsa con cuidado, salió y se metió en el gran olivar, rumbo al sitio de árboles muertos donde vivían las brujas en sus chozas de piedra. Sus amigos le habrían dicho que no lo hiciera, que de aquello sólo resultarían cosas malas, «aunque tengas derecho a estar triste y furioso, Gianni». El chico estaba sorprendido de lo que estaba haciendo. Supuestamente, él era «tímido» ¿verdad? Era lo que decía la gente. ¿Por qué había sido necesaria la muerte de su gata para que se volviera valiente? ¿Esto era valentía? Tal vez era simplemente la necesidad de decir la verdad, de pararse frente a la anciana que lo había hecho y preguntarle «¿Por qué envenenó a mi gata?, pero también decirle «Yo no mataría lo que usted ama, signora«.

Decidió que comenzaría por la primera choza de piedra, la más cercana a la casa de su familia, en la colina. A la bruja que vivía allí le habría sido más fácil envenenar a su gata ¿verdad? No importaba si había puesto el veneno junto a su choza o en los olivares cercanos a la casa del chico. Nevis nunca se había aventurado tan lejos, o sea que no tenía sentido pensar que había viajado hasta las chozas de las dos brujas que vivían más arriba. Estaba seguro de que la culpable era la bruja más cercana. Nunca la había visto, pero la había escuchado en su choza cuando él y sus amigos se acercaron subrepticiamente un día, escondiéndose en la pequeña caverna de la ladera donde no daba el sol y observando desde la distancia, esperando verla pero temerosos de hacerlo. No la vieron, pero conocían a otros chicos que sí.

Según les había contado un chico del embarcadero, sus dientes eran tan feos que si los mirabas tenías pesadillas. Sí, él la había visto. Había cosas reptando dentro de su boca y su lengua producía un sonido parecido al siseo de una víbora. Otro chico, Carlo, que vivía cerca del castillo que miraba a la bahía, no la había visto con sus propios ojos, pero sí sus hermanos unos años atrás. Habían visto que su choza se volvía verde, temblaba como si estuviese viva, incluso se desplazaba hacia ellos, justo antes de que ella levantara la vista, los viera y gritara. Salieron corriendo y, al tiempo que lo hacían, sintieron que el verde aliento de la bruja les tocaba la espalda. Días más tarde, aún sentían que algo reptaba sobre ellos y uno de los hermanos se sacó sangre de tanto rascarse por la picazón.

Cuando avistó la choza a través de los árboles, se detuvo. Era verde, sí, pero por el liquen. Y algo se movía, sí, pero no era más que una rama de olivo que raspaba el techo de paja de la choza. Los árboles no estaban tan muertos como los recordaba. Tenían hojas. Estaban muy vivos. No sabía por qué los recordaba muertos, a menos que le hubieran parecido así por el miedo. Hoy no tenía miedo, por eso los árboles estaban vivos y el sol brillaba… ¿era esa la razón?

Había un huerto que tampoco recordaba y un sendero de piedra que serpenteaba desde el umbral de la choza hasta el césped, donde se interrumpía. Hacia allí se encaminó: bajo los árboles, dejando atrás a una lagartija verde que lo miraba desde un tronco, atravesando el césped que le llegaba hasta las rodillas desnudas, entre unas inesperadas flores silvestres amarillas y hasta el inicio del sendero, la primera piedra chata, donde se detuvo. Su corazón pegó un solo brinco por lo que pareció ser miedo, pero el sol brillaba y él aferraba la bolsa de papel, sintiendo su valentía.

¡Strega!, quería gritar, porque era cierto, pero en cambio dijo cortésmente, tan solo un poco furioso:

—¡Signora! —No apareció nadie en la puerta, que parecía muy pequeña incluso para una bruja. Volvió a gritar frente a ella—. ¡Signora!

Sacudió la bolsa apenas un poco. Ahora el cuerpo estaba rígido y no quería sacudirlo, pero la anciana, como era bruja, quizás oiría el sonido y conocería el motivo de su presencia aunque quisiera ignorarlo.

—¡Adesso! —dijo el chico, sacudiendo otra vez la bolsa y preguntándose cuánto faltaría para que allí dentro aparecieran los gusanos—. ¡Devo parlare, signora! —¡Quiero hablar con usted!

Si Gian Felice hubiese estado con él, nunca habrían llegado tan lejos. Se habrían quedado bajo el árbol más cercano —o el segundo, tercero o cuarto árbol más cercano—, arrojando piedras contra la choza para llamar la atención de la bruja o gritándole desde una distancia muy segura. Pero él estaba demasiado furioso y la furia era capaz de hacerte sentir seguro. El miedo de Gian Felice los habría obligado a quedarse entre los árboles, la bruja se habría dado cuenta y eso la habría envalentonado a ella… cosa que el chico no quería que sucediera. Las brujas ya tenían bastante sin agregarles nada.

Además, si se quedaba entre los árboles no podría verle la mano.

Algo se movió en la oscuridad, del otro lado de la puerta, como él sabía que sucedería. Esto es lo que hacen las brujas, se dijo. Se mueven en la oscuridad para asustarte. Era una tontería.

—¡Salga! —le gritó en su idioma—. Vine para hablar de un asunto con usted. ¡Tenga la valentía de salir, signora!

¿Realmente le había gritado en su idioma? ¿De verdad sabía qué palabras usar? Sí, porque se escuchó gritar otra vez:

—¡Vengaqui! ¡Abbia il coraggio, signora!

Pasado un momento, el movimiento habló.

—¡Arrivo! —dijo. Y la sombra salió—. ¿Cosa vuoi, ragazzo? —preguntó con fastidio.

Su dentadura, por cierto, era horrible. Incluso a esta distancia, sus dientes parecían palitos amarillos separados por huecos y el chico no tenía idea de cómo podía comer (si comía). Tenía el pelo largo y gris y estaba tan encorvada como él había imaginado. Pero vestía de negro, como la mayoría de las ancianas de aquel país, y eso lo sorprendió. Por lo que sabía, las ancianas de negro eran las que ya no tenían marido. Sus hombres habían muerto —en la guerra, por ataques cardíacos, por problemas de fegato— y por lo tanto eran viudas y las viudas se vestían de negro. Pero las brujas no tenían marido. Emilio se lo había dicho más de una vez. «Las brujas nunca se casan. ¡Odian a los hombres y a los niños que algún día lo serán!». Una bruja de negro no tenía sentido.

—Vine hasta aquí por lo que hay en esta bolsa —dijo el chico, levantándola mientras trataba de detener el temblor de su mano. Pero le temblaba y, lo que era peor, estaba demasiado lejos de la bruja para que su plan funcionara. Tendría que ubicarse lo bastante cerca para que ella, dando un solo paso, pudiera agarrar la bolsa y mirar lo que había dentro, y para que él pudiera verle la mano cuando lo hiciera.

Se acercó a la bruja dando un paso, se detuvo, dio un paso más, extendiendo la bolsa hacia ella. Sin importar lo que hiciera, sin importar cuánta furia se obligara a sentir, su mano no paraba de temblar. Tal vez no era por miedo. Tal vez era por la misma furia.

Cuando por fin estuvo ante ella, trató de no mirarle los dientes sino los ojos, que estaban casi cerrados, como si tuvieran miedo de la luz. Si él fijaba la vista en sus ojos, si la obligaba a sentir su furia, tal vez acabarían los temblores.

Pero entonces la olió. Era el olor de las ancianas, las que iban al mercado de los sábados en el pueblo, las ancianas del embarcadero (cuando no olían a pescado) y también era el olor de su abuela, pero esta anciana también tenía otros olores que no eran los de su abuela.

Entonces la bruja abrió los ojos un poco y el chico vio que uno era marrón y el otro verde. No se sorprendió. Las brujas no eran como las personas comunes. Se dio cuenta de que estaba frunciendo la nariz por el olor, pero antes de poder controlarse ella le dijo:

—No te acerques si mi cuerpo te ofende, ragazzo.

La valentía del chico flaqueó y, por un instante, no sintió furia.

Signora, no vine aquí —dijo lo más rápido que pudo— para hablar de olores. Vine para hablar de lo que hay en esta bolsa.

Extendió la bolsa hacia ella. Ella no la agarró, pero él dejó su mano donde estaba, con toda la firmeza que pudo, y esperó. ¡Si no veía la mano de la bruja no podría saber!

Cuando ella le respondió, no estuvo seguro de haberla entendido correctamente.

—¿Quieres verme la mano? —repitió ella.

Ahora la bolsa temblaba más que nunca, pero el chico se obligó a asentir.

—Sí, quiero verle la mano.

Ella lanzó una especie de ronquido, estiró el brazo y agarró la bolsa. Al hacerlo, desplazó su peso hacia su otra pierna, más corta pero igual de flaca. Por un momento, el chico pensó que la anciana podía caerse y que, si se caía, él no sabría qué hacer. ¿Se podía tocar a una bruja? ¿Ayudarla a levantarse?

Pero no se cayó. Se enderezó, con la bolsa en la mano, y lo miró fijamente. El chico aún no le había visto la mano, pero tuvo que apartar la mirada. Los ojos de ella lo conocían —su dormitorio, su gata, la casa de sus padres— y ese conocimiento le dio miedo.

—Ya sé lo que hay en esta bolsa, ragazzo. No necesito mirar dentro. Lo que está muerto merece respeto. No que lo pongan en una bolsa, no que lo abran bajo la luz del sol para mirarlo. ¿Estás de acuerdo?

—Sí —dijo el chico y entonces vio que el liquen verde que cubría completamente la choza, sus paredes, su techo de paja, comenzaba a moverse. Todo el liquen. Se contoneaba. No, no se contoneaba… reptaba, desplazándose hacia ellos lentamente, ahora mismo, mientras al chico se le cortaba la respiración. La choza se movía. No… el liquen se movía.

Pero no era liquen. Eran…

Lagartijas.

No era posible. Lagartijas. Centenares, tal vez miles. Las lagartijas verdes que vivían en aquellas arboledas estaban todas congregadas allí, tomando sol en el techo y en el lado soleado de la choza, y ahora abandonaban sus lugares soleados para avanzar hacia él y la anciana.

Son de ella, advirtió súbitamente.

Son sus mascotas.

Vienen a ver qué quiere este chico de su dueña.

Y luego el momento pasó y el techo y el lado soleado de la choza volvieron a quedarse quietos. Se dio cuenta de que las lagartijas estaban esperando… ¿pero esperando qué?

Era como un sueño, pero no era un sueño. Era real. En definitiva, ella era bruja y todo era posible cuando se trataba de brujas.

—¿Y entonces por qué pusiste a la que amabas y te amaba en una bolsa? —le estaba preguntando ella, sujetando la bolsa pero sin mirar dentro.

El chico se obligó a encontrar las palabras que había practicado.


Ilustración: Pedro Belushi

—Porque quería que usted la viera.

—¿Por qué?

—Porque estaba furioso.

—¿Por qué?

—Porque sabía que alguien la había envenenado. Vi la mano que lo hizo. Quería que esa persona viera lo que había provocado.

La anciana calló por un momento.

—Como todos los chicos —dijo por fin, con un suspiro—, no entiendes nada de nada. Pero aquí tienes mi mano, ragazzo.

Sin soltar la bolsa, la mano de ella se acercó a él, deteniéndose tan cerca de su cara que tuvo que retroceder un paso.

Cuando una lagartija surgió de repente de la manga negra de la anciana, el chico casi gritó. La anciana volvió a emitir un ronquido y la lagartija correteó por un costado de la bolsa y volvió a subir hasta la mano de ella.

—¡Via! —le dijo la anciana. La criatura regresó a la manga, donde ahora se asomaban otras tres lagartijas que observaban al chico—. ¿Esta es la mano que viste?

Sí. Dos venas azules formando una Y, con el dedo meñique al que le faltaba la punta, igual que la del baño.

El chico asintió.

La anciana no dijo nada. Él sabía que todo dependía de él.

—¿Por qué quiso llevarse el alma del animal que yo amaba? —preguntó.

Cuando ella habló por fin, fue otra vez con un suspiro.

—No fue el alma de tu gata lo que me llevé —dijo y, aunque el chico no quería que fuera así, le pareció que era sincera, y por eso la furia desapareció una vez más y, con ella, toda su valentía.

—Me llevé otra cosa —estaba diciendo ella, o al menos fue eso lo que el chico escuchó. No estaba seguro de que ella realmente pronunciara las palabras en voz alta, lanzándolas al aire bajo la luz del sol. No oía palabras del idioma de ella. Oía su propio idioma y no podía asegurar que la anciana estuviese hablando, hablando con la garganta—. Recuperé —dijo su voz— el alma de mi lucertola… mi lagartija.

No tenía sentido. Su gata no era una lagartija. Pero entonces comprendió todo, porque ella quiso que lo comprendiera: la gata se había comido una lagartija, una lagartija de la anciana. La gata se había internado demasiado en el olivar, se había acercado a la choza y a sus lagartijas y, como hacen los gatos, se había comido una. Entendió que era cierto. No era una mentira que la anciana quería hacerle creer.

¿Había envenenado a la gata porque había matado a su lagartija? ¿Ella también había perdido a un ser amado y había actuado por furia?

Podía preguntarle: «¿El veneno era la única manera?».

Pero ella le respondería: «Eché a la gata muchas veces, pero que seguía viniendo, curiosa y preparada para comerse más lagartijas si no la envenenaba».

Podía preguntarle: «¿Por qué no vino a mi casa y me lo dijo? Usted sabe dónde vivo».

Y ella le diría: «¿Te hubiera gustado tener a una bruja en tu puerta? ¿Le hubieras creído? ¿Acaso no habrías ido con tus amigos, furioso, a arrojar piedras contra su choza?».

Peor aún, hasta podría decirle: «Maté a la que amabas para salvar a las que yo amo». ¿Y con qué podría responderle entonces, excepto con el silencio de la tristeza? Ella era bruja y podía estar mintiendo para que él se fuera, pero esa frase no le parecería una mentira y entonces se quedaría sin palabras.

Antes de que pudiera responder nada, la anciana, con los ojos clavados en él, la bolsa en la mano y la manga con cuatro lagartijas que aún lo espiaban desde allí, dijo:

—Sé dónde vives, sí, pero no podía ir a verte. No puedo abandonar mi casa salvo que sea de noche. Pero ese no es el punto. El punto es que yo no envenené a tu gata.

Ahora sí mentía. El chico estaba seguro. Las brujas mentían. Decían y hacían lo que necesitaban decir y hacer para conseguir lo que querían, para entrampar a la gente, especialmente a los niños. Odiaban la felicidad y las vidas de las personas comunes, y… «Odian la inocencia de los niños», les había dicho una vez la madre de Antonio, a él y a sus amigos, mientras cenaban. O sea que hacían lo que fuera para engañarte, para lastimarte. Así había sido desde siempre. Por los siglos de los siglos.

—Mi gata fue envenenada —dijo el chico.

—Sí —contestó la anciana—, pero no con veneno.

—¿Qué?

—Tu gata se comió a mi lagartija.

—No entiendo.

—Mis lagartijas no son lagartijas comunes y, por ese motivo, son venenosas para cualquiera que se las coma.

Ahora inventaba más patrañas. Decía lo que necesitaba decir para que él perdiera definitivamente su valentía. Era como un hechizo que usaba la lógica para confundir la mente, para arrebatarle la confianza. Se sintió girar dentro del hechizo, como una mariposa nocturna encerrada en el capullo de una araña.

Quería salir corriendo, pero no podía. Tenía que recuperar la bolsa. ¿Cómo podía marcharse sin ella?

—Me está hechizando —dijo, como si decirlo pudiera cambiar las cosas.

—Las palabras no tienen poder —respondió ella—, salvo el que les otorga quien las escucha.

Era verdad. Él mismo lo había pensado cuando su madre, presa de una cólera de la que no quería desprenderse, usaba palabras que lo avergonzaban. Él sabía que, sin esas palabras, la vergüenza no podía existir.

—Es verdad —se oyó decir, sin querer decirlo pero diciéndolo y, cuando lo dijo, en la boca de ella se dibujó una pequeña sonrisa, que era maravillosa y horrible al mismo tiempo. Se veían los palitos, recortados contra el agujero negro de su boca, y sus labios de piel agrietada se tensaban como si estuviesen sobre la calavera de un muerto. En las grietas aparecieron pequeñas líneas de sangre, pero ella sostuvo la sonrisa. La mantuvo.

Si lo que el chico sentía era un hechizo, no era un hechizo malo.

—¿Qué son —preguntó de pronto—, ya que no son lagartijas?

Después de otro ronquido, ella le dijo:

—Son lo que queda del hombre que amé.

Cuando ella se miró el vestido negro, el mismo que usaban tantas otras ancianas de aquel país, el chico supo que eso también era cierto.

Como si sonreír la hubiese cansado, ella frunció el entrecejo, pero dijo con gentileza:

—Entra.

¿Así era siempre la historia, no? La bruja hacía entrar al niño o la niña a su choza y allí se terminaba todo. Como Perotto les había dicho una vez, los hechizos de una bruja se hacen más poderosos en el sitio donde vive, en su propia choza, donde forman parte de ella, como su olor o su aliento o sus manos huesudas, y adquieren su poder. Ella necesitaba obligarlo a entrar para hacerle lo que quisiera. Cualquier bruja lo haría. La gentileza de sus palabras era mentira ¿no?

—No puedo forzarte a entrar —dijo ella—. Sólo puedo invitarte.

Tenía que ser un truco. Esta amabilidad, esta honestidad, este fingir que no tenía el poder, los hechizos, para forzarlo a hacer lo que ella quería. «Una bruja», les había comentado Emilio, «te dice cualquier cosa que haga falta decirte». Emilio lo sabía porque su propio tío había muerto por el hechizo de una bruja durante la guerra. «Con mentiras, logró que se sentara junto a ella en un banco del viejo cementerio, diciéndole que estaba allí para llorar a su hermana. Le tocó la mano una sola vez, pero fue suficiente para embrujarlo. ¡Quince días después, mi tío murió en la cama como un perro!».

Ahora la anciana le ofrecía la bolsa. Podía marcharse si quería.

—Si no vas a entrar, deberías llevarte a tu gata para sepultarla como quieras y rezar una plegaria por ella, porque era algo que tú amabas.

Supuestamente no era así como hablaban las brujas, con tanta amabilidad. Eran más patrañas. Así tenía que ser. Agarraría la bolsa y se iría antes de que ella cambiara de opinión.

Pero cuando tomó la bolsa de su mano, las lagartijas de la manga bajaron por su brazo y subieron al del chico. Él pegó un salto y comenzó a darse vuelta para salir corriendo, pero la anciana lo miraba con un ojo marrón y otro verde, y las lagartijas no le hacían daño. Corretearon por su brazo otra vez, volvieron a subir y se detuvieron para observarlo. El chico no podía desviar la mirada. Eran verdes y hermosas y, al parecer, simpatizaban con él. Si eran un truco, no eran como los trucos de las historias que había escuchado. No eran gatos negros que aullaban, ni búhos que chillaban, ni serpientes que siseaban… las mascotas conocidas de las brujas. Eran verdes y alegres, y se arrepintió de haber matado tantas lagartijas de ese país.

Mientras miraba a las que tenía en el brazo, las paredes y el techo de la choza comenzaron a moverse de nuevo hacia ellos como una lenta ola verde. Fluyendo como el agua, bajaron hasta el sendero, pasaron por debajo de los pies de la anciana, alrededor de ellos, hasta llegar a las sandalias del chico. Por un instante, se sacudió de miedo, pero los deditos y colitas le hicieron cosquillas en los pies desnudos y no pudo contener la sonrisa.

Cuando la ola por fin se detuvo, el chico estaba cubierto de lagartijas. Sus brazos y piernas, sus pantalones cortos y camisa, eran verdes. Picaba, sí, pero era agradable.

—Entra —dijo la anciana otra vez y, caminando con cuidado para no hacer caer a las lagartijas, el chico siguió a la anciana al interior de la choza.

Se quedó en la oscuridad junto a ella. La anciana le tocó ligeramente el brazo y él no se sobresaltó. Entonces, ella silbó una vez, como si llamara a un perro, pero era un silbido de bruja… no un simple sonido lanzado al aire para que lo captaran los oídos, sino algo más. Cuando silbó, una luz verde que parecía niebla emergió de su boca como un remolino y las lagartijas que los venían siguiendo la miraron desde el suelo, con sus caritas apenas visibles bajo la tenue luz surgida de la boca.

La anciana también comenzó a susurrar algo que sonaba como «Ricordatevelo» —»Recuérdenlo» —y las lagartijas, bajo la luz neblinosa, con los ojos como estrellas verdes, empezaron a moverse hacia el oscuro centro de la habitación.

Junto al chico, la voz de la anciana dijo:

—¿Puedes ver nuestra cama?

La veía. Bajo la tenue luz verde, en medio del cuarto, veía lo que parecían unas pesadas mantas de lana tendidas sobre un trozo de lona abultado. No sabía qué había debajo de la lona. Paja, harapos, ropa vieja… cualquier cosa que pudiera llenarla. La cama estaba en el suelo y, salvo por las mantas, estaba vacía. El chico no tenía dudas. Pero las lagartijas se estaban reuniendo allí. Mientras observaba la sombra verde que era la cama, vio que comenzaba a cambiar. Seguía vacía, sí, pero algo estaba tomando forma allí.

Las lagartijas que tenía en los brazos y las piernas se movieron una vez y se quedaron quietas. El chico tomó aire.

—Allí dormíamos cuando terminó la guerra.

—Sí —se oyó decir el chico; una lagartija se desplazó de su cuello a su oreja.

—Vivíamos aquí porque éramos pobres —estaba diciendo la anciana, aunque el chico no sabía con seguridad en qué idioma—. Mi marido, que se llamaba Pagano Lorenzo, cosechaba uvas en Bocca di Magra. De eso vivía.

—Sí —volvió a decir el chico.

—¿Lo ves?

—¿Qué?

—¿Ves a mi marido?

—No…

—No lo ves porque mi hermana, que vive en Pozzuoli, la aldea de puertas rojas, lo mató. Ella no tenía hombre. Su hombre, a quien ella en realidad no amaba, murió en la guerra, en Monte Cavallo, pero el mío volvió. Ella me odiaba por mi buena suerte y un día nos invitó a cenar. Preparó dateri con las almejas más oscuras y la porción que le sirvió a él estaba envenenada. Es fácil de hacer si sabes stregheria, si eres strega. Podías envenenar a tu hermana por celos, o al menos intentarlo ya que las dos eran brujas, pero ¿para qué tomarte esa molestia? ¿Por qué mejor no quitarle lo que amaba, lo que tú no tenías, y verla llorar para siempre? ¿Ahora lo entiendes, ragazzo?

El chico, que temblaba otra vez, pestañeó y apartó la cola de una lagartija que tenía en el ojo. Ahora veía que la sombra de la cama era más grande. Sentía que las lagartijas de sus brazos y piernas lo abandonaban para reunirse con las que estaban sobre la cama, donde la sombra crecía.

—Yo… yo…

—Los chicos que cuentan historias sobre nosotras no comprenden. No podemos hacer todo. Yo no pude salvar a mi marido. Murió en esa misma cama a causa del veneno, la clase de veneno que usan para las ratas, y murió sufriendo un gran dolor. Con un hechizo, ella insensibilizó su lengua al sabor del veneno y él se comió todo el plato.

La sombra de la cama se estaba oscureciendo y el chico no podía parar de temblar. No era un fantasma lo que estaba viendo, era otra cosa.

—Hice lo que pude, ragazzo. Las lagartijas de estos olivares sentían por nosotros el mismo afecto que nosotros sentíamos por ellas. Habían vivido con nosotros y nosotros con ellas y entonces, cuando murió mi esposo, les entregué su alma… un pedazo a cada una, mil pedazos…

El chico temblaba tanto que apenas podía mantenerse en pie. La sombra de la cama estaba completa y la anciana, aunque le dolían las piernas y la cadera, se acercó a la ventana para abrirla. Cuando la luz solar cayó sobre la cama, el chico vio lo que habían hecho las lagartijas, la forma que habían tomado: un hombre, durmiendo tranquilamente boca abajo, verde como el liquen bajo el sol, pero que por la noche debía parecer tan real como el hombre que necesitaba su esposa para conciliar el sueño a pesar de sus recuerdos.

Ella quería recuperar una parte de él, nada más. Ahora lo comprendía. Ella no había envenenado a su gata. La lagartija la había envenenado. La lagartija que era un pedazo del alma envenenada de su marido.

—Por las noches duermo bien —estaba diciendo la anciana— porque todos dormimos bien cuando dormimos con lo que amamos. ¿Cómo duermes tú, ragazzo?

Mientras el chico caminaba de regreso a casa, atravesando los olivares con la bolsa en la mano, escuchaba que el césped susurraba a sus espaldas. No sabía cuántas eran. Tal vez cien, tal vez más. Quería mirar, pero no quería asustarlas. Ni siquiera miró cuando llegó a los escalones de su casa. Buscó una pala en el cobertizo, volvió sobre sus pasos hasta los árboles más cercanos y cavó un hoyo en un lugar donde sus padres no lo verían cavar. Allí enterró el cuerpo, rezando una oración mientras llenaba el agujero con tierra. Rezó el Padre Nuestro, por supuesto, porque lo había usado antes al sepultar a otras mascotas muertas, pero también porque no conocía otra. Ellas esperaron en el césped mientras él hacía todo eso. Después, el chico regresó a la casa, a su habitación, caminando silenciosamente para esquivar la cocina y la cólera de su madre que, ahora lo sabía, ya no tenía que ser la suya nunca más, y vislumbró lo que ocurriría. Abriría la ventana de su cuarto lo suficiente para dejarlas pasar a voluntad, para que tomaran sol en el alféizar cuando quisieran, para que entraran cuando el sol se ocultara. Por la noche, y todas las noches que él lo deseara, sólo necesitaría acostarse en la cama, susurrar «Recuérdenla» en la oscuridad y esperar a sentir las patitas y colitas moviéndose sobre él, al tiempo que el animal —el que había dormido con él todas las noches durante un año— tomaba forma a su lado, con las patas dobladas hacia dentro, con el cuerpo tibio, para que él, finalmente, pudiera conciliar el sueño.

Título original: Poison © Bruce McAllister – Traducción: Claudia De Bella © 2011.

Bruce McAllister (1946) es un autor estadounidense de ficción, no ficción y poesía. Tiene una trayectoria importante dentro de la ciencia ficción norteamericana, en la que lleva participando medio siglo. Vive en Redlands, California, donde fue profesor universitario durante veinticuatro años. En la actualidad, además de dedicarse a su carrera de escritor y generar sus propios cuentos y novelas, se desempeña como consultor literario independiente.

Según el autor, «Veneno» es una historia más autobiográfica de lo que podríamos imaginar, incluida la bruja y, por cierto, las lagartijas y la pobre Nevis. Este cuento forma parte de los relatos que aparecen como episodios en la nueva novela de fantasía de Bruce McAllister, The village sang to the sea: a memoir of magic. Su novela de ciencia ficción Dream baby (basada en la novela corta del mismo nombre, ganadora del Nebula y finalista del Locus) está a punto de ser reeditada. En www.dreambabynovel.com se puede ver un breve trailer basado en el libro, que en 2011 tuvo una expansión viral en YouTube.

Hemos publicado en Axxón LINAJE y HÉROE, LA PELÍCULA.


Este cuento se vincula temáticamente con EL LADO OSCURO DE LA LUNA, de Federico Schaffler; MIS VECINAS, de José Vicente Ortuño; ZARZA, de Santiago Eximeno y LAS UVAS DE SEVERINO ROLDÁN, de Jorgelina Etze.


Axxón 222 – septiembre de 2011

Cuento de autor norteamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Brujas : Estados Unidos : Estadounidense).

Una Respuesta a “«Veneno», Bruce McAllister”
  1. Juan dice:

    Excelente. Siempre recuerdo cuando mi mujer dormía en mis brazos, y la paz en la que eso me hacía dormir a mi mismo.
    La historia es un poco predecible, pero no por eso menos entrañable.
    Gracias.

  2.  
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