Revista Axxón » «Angélica» (parte 1), Yoss - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CUBA

 

 

A Carlos Díaz, fan de la CF y socio, que no es escritor,

pero merecería ser coautor de esta novela

que sin su meticulosidad analítica y su celo

ingenieril habría sido un bodrio inverosímil.

Gracias, colega… te debo no una, sino mil.

A Bob Shaw, por El palacio de la eternidad.

A Frank Herbert, por Dune.

A S., N., y E., por estar ahí.

Y recuerdos a W, con respeto a Eolo…

 

 

La paradoja de Fermi resultó falsa. La Expansión Humana ha encontrado huellas de la existencia de otras especies racionales en muchos planetas. Lamentablemente, sólo huellas; nunca hemos dado con compañeros de intelecto vivos. ¿Por qué hay siempre agujeros de gusano cerca de esos mundos? ¿Se fueron a otra parte sus habitantes, o acaso es una propiedad intrínseca al raciocinio surgir, brillar y extinguirse en un plazo más o menos breve, cósmicamente hablando?

Algún día tendremos las respuestas. Pero quizás ya no seremos los mismos que hoy nos hacemos las preguntas…

Katsushiro Shinobi (2087-2169)

 

 

En el 2135 d.n.e, el crucero de exploración Chuang Tzu[1], ensamblado por la corporación Han, entró al subespacio por un agujero de gusano inexplorado en torno a una enana roja de la constelación del Kraken. Segundos después salía por otra singularidad similar, a 120 UA[2] de una estrella doble desconocida.

La binaria y seis enanas amarillas, muy distantes entre sí, formaban una línea quebrada. Ejerciendo su derecho de descubridores, los taikonautas[3] bautizaron al ralo septeto constelación del Guepardo. Se hallaba al extremo de uno de los brazos espirales de la Vía Láctea, y una espesa nube lenticular de polvo cósmico rico en formaldehídos la aislaba y volvía prácticamente invisible desde el resto de la galaxia.

Los instrumentos de la Chuang Tzu descubrieron muy pronto que en torno al astro compuesto, que sus tripulantes bautizaron Ter-Mizar en honor a dos antiguos astrónomos árabes, no giraban asteroides, cometas ni otros cuerpos, sino un único planeta, a la distancia de 1,61 UA. Sus dimensiones eran 1,32 veces las de la Tierra. No tenía lunas, y su color llamaba la atención: mayormente grisáceo, pero con dos fajas a la altura de los trópicos en las que el blanco se alternaba con un intenso verde esmeralda.

Fue precisamente aquel color lo que más entusiasmó a los exploradores chinos. Llevaban 6 meses saltando de agujero de gusano en agujero de gusano y cartografiando nuevas rutas subespaciales, pero hasta entonces sólo habían encontrado mundos ardientes sin atmósfera o superjovianos en los que ni Hércules habría podido caminar sin un exoesqueleto de potencia. Verde significaba clorofila, vegetación y vida, y sería bueno poder descender en un mundo con una gravedad más o menos estándar, y con aire respirable. El capitán Li Siao dio orden de activar los motores inerciales para acercarse.

Al calcular los parámetros de la órbita del mundo solitario para trazar la trayectoria, el astronavegante Kuang Tin Pein descubrió algunos hechos curiosos.

Ter y Mizar, caso excepcional en una estrella doble, no solo pertenecían al mismo tipo y magnitud estelar, G2, como el sol terrestre, sino que tenían masas idénticas hasta el octavo decimal. Además, estaban tan cerca y giraban tan rápido en torno al centro de masa común que a efectos de mecánica celeste funcionaban como un único cuerpo. Un raro capricho kepleriano, pero que aún así no bastaba para explicar la curiosa órbita del solitario mundo esmeralda: una elipse cuya excentricidad era prácticamente cero… o en otras palabras, un círculo perfecto.

Fue tan grande el asombro de sus hombres que el capitán Li Siao consideró necesario recordarles que la circunferencia es sólo un caso especial de elipse. El que hasta el momento en el cosmos no se hubiesen encontrado planetas con órbitas circulares no significaba que no pudieran existir.

Kuang Tin Pein calculó que el año del planeta duraba 234 días, cada uno de unas 16 horas estándar. Y encontró más rarezas: su eje de rotación era totalmente perpendicular a su plano de rotación y a la eclíptica de todo el sistema. El planetólogo Wang Wao hizo notar que esta circunstancia, unida a la órbita circular, impediría que hubiese violentas diferencias estacionales, la habitual pesadilla de los mundos de estrellas compuestas. De hecho, como cada punto de la superficie recibiría durante todo el año la misma cantidad de radiación de Ter-Mizar no habría estaciones, aunque sí zonas climáticas inmutables, determinadas por la latitud.

Cuando la Chuang Tzu se estabilizó en una órbita cercana, los instrumentos confirmaron la presencia de oxígeno en el aire del exótico mundo: un 24 %, poco más que en la atmósfera terrestre. También se detectó una pequeña cantidad de vapor de agua, pero ninguna acumulación superficial en estado líquido. Las dos franjas jaspeadas de verde y blanco iban de los 25 a los 60 grados de latitud, y resultaron estar formadas por nubes, unas blancas y las otras verdes.

En cada polo había un modesto casquete de hielo, no dióxido de carbono congelado sino auténtico hielo de agua. Entre los 60 y los 70 grados de latitud sendas fajas de decenas de miles de volcanes de cráteres bajos, muchos de ellos en erupción en aquel preciso instante, separaban a los casquetes polares del paisaje que dominaba el resto del planeta: un único, inmenso desierto grisáceo, del que emergían aquí y allá unas extrusiones rocosas monolíticas, probablemente de basalto, que alcanzaban hasta un par de kilómetros de altura. Las temperaturas de aquel mar de arena iban desde los «cómodos» 38 grados junto a la franja volcánica hasta unos insoportables 65 en el ancho e inhóspito cinturón ecuatorial.

No había rastros de vegetación superficial. La xenobióloga Ang Chang sugirió investigar las nubes verdes de los dos cinturones tropicales, y cuando el espectrómetro detectó en ellas clorofila los demás tripulantes bromearon llamándola bruja y adivina.

Cuatro de los siete taikonautas embarcaron en la primera de las tres lanzaderas con motor inercial de la nave. Siguiendo el consejo de Wang Wao, para posarse eligieron un punto situado a los 55 grados de longitud norte, casi en lo que en la Tierra habría sido el Círculo Polar Ártico.

Casi al final del descenso atravesaron una de las nubes verdes y las muestras tomadas revelaron que las formaban millones de diminutas algas esféricas, huecas y rellenas de metano, lo que les permitía flotar a una altura que oscilaba entre 3 y 4,5 km. sobre el suelo… aprovechando de paso la humedad de las nubes blancas, que resultaron los fracto-estratos de vapor de agua de lo más comunes.

Los taikonautas temblaron de sólo pensar en el incendio de proporciones planetarias que podría haber desatado un motor de fusión en aquella combinación de gas inflamable y alto contenido de oxígeno. Xenobióloga y planetólogo concluyeron que aquellos seudocúmulonimbos vegetales, mezclados con los fracto-estratos de vapor de agua, formaban las dos bandas verdiblancas que tan vistoso hacían al planeta visto desde el espacio. Al morir perderían el metano que las hacía flotar y caerían, desmenuzándose en un polvillo impalpable al tocar las hirvientes capas inferiores de la atmósfera.

Pero lo más importante era que producían suficiente oxígeno como para que un humano medio pudiera respirar sin problemas.

Apenas faltaba una hora para el crepúsculo cuando la lanzadera se posó, a la sombra de uno de los monolitos de roca y en lo alto de una duna semicircular que el planetólogo catalogó al punto como «barkana gigante». Wang Wao también advirtió que respirar sin problemas no era lo mismo que respirar cómodamente. Sería mejor usar máscaras filtrantes y dermotrajes de protección. La temperatura del aire, incluso a los 55 grados de longitud y al anochecer, era de 41 grados. La humedad relativa no llegaba al 1%. Soplaba un viento sostenido de 45 km/h con rachas incluso más fuertes. Un aire tan seco y tórrido haría sangrar las fosas nasales desprotegidas de un ser humano en unos minutos, y podría deshidratarlo en pocas horas.

Con máscaras y escafandras ligeras, encorvándose para poder avanzar contra la fuerza del viento y hundiéndose a cada paso casi hasta la rodilla, los cuatro taikonautas salieron. Sobre sus cabezas flotaban nubes blancas y nubes verdes. Ter y Mizar giraban tan velozmente en torno a su centro común que parecían un único sol que se alargara y contrajera como una ameba bailarina. Aprovecharon los minutos de luz natural que les quedaban para analizar la arena, que resultó de origen volcánico y rica en aluminatos y silicatos: una verdadera trampa para el agua líquida. Su color grisáceo le confería un bajo albedo que evitaba que el reflejo solar deslumbrase como en los desiertos terrestres.

El monolito cercano era de basalto. No hallaron rastros de fauna de ningún tipo. Ni lagartos ni insectos ni gusanos, ni siquiera microorganismos en el aire. Ang Chang se consoló recordando que en la galaxia no era raro encontrar mundos donde la vida animal simplemente no surgía.

El diligente Wang Wao ya tenía elementos suficientes para trazar un rápido esbozo de la circulación planetaria del aire. Declaró que debía elevarse desde el supercalentado ecuador hasta los polos, donde se enfriaría parcialmente para regresar más cerca del suelo. Era muy probable que al estar tan caliente y seco derritiera parte del hielo polar, pero que el agua líquida así surgida debía evaporarse casi al instante. El efecto sería similar al de la sublimación, proceso antes sólo logrado en laboratorio. Pero así no se cargaría de suficiente humedad para explicar la existencia de las nubes blancas de los cinturones tropicales ni para permitir la vida de las algas flotantes. El planetólogo especuló que además de calentarse un poco, las masas de aire frío que bajaban de los polos deberían experimentar un proceso de sobresaturación al atravesar los cinturones de fuego circunpolares. Después de todo, dióxido de carbono y agua en estado gaseoso son los componentes mayoritarios de toda erupción volcánica.

En cualquier caso, con tan poco vapor de agua para actuar como amortiguador térmico, eran de esperarse perceptibles diferencias de temperatura entre el día y la noche, aunque el día de sólo 16 horas impidiese que superaran los 10 grados, poco en comparación con los 20 de los mayores desiertos terrestres.

Al caer la noche, la temperatura refrescó algo. De 40 grados a 34. El viento seguía soplando ora en una dirección, ora en otra, incansable. Sentados en un círculo sobre la caliente arena frente a la lanzadera, los taikonautas decidieron por unanimidad bautizarlo wang wao, en honor al experto planetólogo.

El cielo nocturno del planeta fue una decepción: en contraste con las bellas nubes blanquiesmeraldas diurnas, ahora sólo se distinguía el mortecino resplandor de tres de las lejanas enanas amarillas. El astronavegante recordó que con la distancia que separaba a la constelación del Guepardo del resto de la galaxia y aquella nube de polvo de por medio, lo raro hubiera sido que se viesen otras estrellas.

Para alegría de los cansados tripulantes de la Chuang Tzu, no todo era monotonía ni oscuridad en la noche local: pronto aparecieron cientos de luces que girovagaban arriba y abajo. Cambiaban constantemente de color y de forma. El radar no las detectaba, y las consideraron fuegos fatuos, una ilusión óptica o un efecto de la electricidad estática, como los espejismos y auroras boreales terrestres o las nubes fluorescentes de Vergel.

Tras breve discusión, los cuatro taikonautas otorgaron al desértico planeta un 4 en la escala de habitabilidad de Manson, en la que mundos como la Tierra, Vergel, Xiang Cheng y Rodina representaban un hospitalario 10, y Gehenna, Sviatogor[4], Limbo y los planetas superjovianos un hostil 0. O sea, «colonizable, aunque con grandes dificultades». Y tras tal valoración entraron en la seguridad de la lanzadera para dormirse extrañando la vegetación púrpura y los ríos de su mundo natal, Lao Tse, pero encantados de tener aquella especie de arcoiris móvil de fuegos fatuos sobre sus cabezas, y dispuestos a volver a su rutina de exploración cuando la estrella doble asomara sobre el horizonte…

Nunca vieron el siguiente amanecer.

Al día siguiente, al no recibir respuesta a sus imperiosas llamadas radiales ni poder localizar la lanzadera antigrav desde la órbita, el capitán Li Siao envió una segunda a investigar. Usando un detector de metales, sus dos tripulantes hallaron los restos del vehículo de sus colegas. Estaban dispersos y hundidos en la arena. Algo había roto y aplastado el resistente casco como si fuera una simple cáscara de huevo.

El físico Wu Sing Fao sugirió que podía haber sido una repentina tormenta de arena, pero ni él mismo parecía muy convencido. Todavía buscaban los restos de sus compañeros perdidos cuando el capitán Li Siao también perdió comunicación con ellos.

Quedaba otra lanzadera a bordo y podría haber descendido personalmente a investigar. Pero si un capitán tiene deberes para con su tripulación, también los tiene para con quienes construyeron su nave… y con toda la humanidad. A los cuatro días de la desaparición de los dos hombres de la segunda lanzadera, la Chiang Tzu con su único tripulante sobreviviente abandonó la órbita del extraño y peligroso planeta y el sistema mismo y regresó a la Expansión Humana por el mismo agujero de gusano que la había llevado a la constelación del Guepardo.

El astrogador Kuang Tin Pein, el planetólogo Wang Wao, la bióloga Ang Chang Huin, el físico Wu Sing Fao y el resto de la tripulación de la Chuang Tzu fueron las primeras víctimas de desierto y solitario mundo de Ter-Mizar… y por un tiempo, las únicas: analizando los datos salvados por el capitán Li Siao, que se suicidó a los pocos meses de su aciago viaje, la corporación Han decidió que lo mejor que se podía hacer con aquel lejano, solitario, peligroso e inútil planeta era olvidarlo…

Y, en cierto modo, olvidado continúa aún hoy.

Parece raro. La constelación del Guepardo está bastante apartada del resto de las colonias humanas, pero saltando de agujero de gusano en agujero de gusano, cualquier nave puede alcanzarla tras pocas semanas de viaje. Y si bien Ter-Mizar-I no ofrece posibilidades mineras ni agrícolas, algunos planetas igual de lejanos y estériles han sido ya terraformados y poblados por expediciones independientes o corporativas en el frenesí de exploración y colonización que ha hecho que el siglo XXII sea conocido como Era de la Expansión Humana.

Pero hubo otros dos intentos.

El primero, en 2152, corrió a cargo de otra corporación de las llamadas familiarmente las Siete Grandes. Hartos de que sus fuerzas armadas fuesen derrotadas y expulsadas de posibles mundos colonias, a los ejecutivos de la Exxony se les metió entre ceja y ceja que lo que sus soldados necesitaban era un nuevo escenario de entrenamiento extremo, y el Ter-Mizar-I les pareció el sitio ideal.

Además de ser un mundo tan desierto y hostil como el famoso Sviatogor donde se adiestraban las terribles escuadras iskras de la corporación Mrinya[5], el planeta tenía otras ventajas como polígono de adiestramiento: El secreto, obsesión de los militares, estaría allí más a salvo que en la mayoría de los planetas. Sólo había un agujero de gusano que condujera al sistema Ter-Mizar. Y controlar el tránsito a través de él con minas termonucleares automáticas era un juego de niños. Nadie que no conociera la clave podría introducir en su único planeta, no ya un minisatélite espía, sino ni siquiera una molécula…

El planeta pertenecía a la corporación Han por derecho de descubrimiento, y como ocurre con la mayor parte de los tratos entre las Siete Grandes, se ignora cuánto pidieron sus ejecutivos por cederlo. No debió ser una suma muy grande, pero para la Exxony resultó una pésima inversión; cuando hacía solo tres semanas que se entrenaban en el mundo desierto, tuvo que retirar con urgencia sus tropas.

O lo que quedaba de ellas. Pese a sus sofisticadas armaduras de combate, sus sistemas de holocamuflaje, sus potentes armas de energía y sus veloces vehículos antigrav blindados, los soldados habían sido derrotados en toda regla. Pero no por un contingente armado rival; en Ter-Mizar-I había un enemigo peor que cualquier ejército humano, peor que el calor de los rayos de la binaria, que el tórrido y constante wang wao y que la estéril sequedad del desierto: la fauna local.

Algún tiempo después, en 2161, el ayatollah[6] neoshiíta Ismal solicitó a los Kabir[7] de la Han y la Exxony permiso para establecerse con toda su congregación en el solitario mundo verdegris. Le fue concedido, y gratuitamente: los neoshiítas, una minoría fundamentalista del céntrico mundo musulmán de al-Medina, eran esa incómoda clase de fanáticos que todos desean tener lo más lejos posible.

También sin costo alguno, la Exxony los autorizó a utilizar todo el material militar que no había podido reembarcar nueve años antes… y se dice, aunque no consta, que hasta les dio copia de las pocas holograbaciones rescatadas que mostraban en acción a las feroces criaturas que algunos de los soldados sobrevivientes, de ascendencia nipona, habían bautizado como onis[8] en un derroche de humor negro.

Los nuevos colonos eran hombres duros, acostumbrados al calor, la sed y las dunas de arena blanca de al-Medina: parecía la combinación ideal para domar a Ter-Mizar-I. El ayatollah Ismal dijo que ni el mismo Iblis[9] detendría a los hijos de Allah.

Esta vez no descendió al mundo desierto un reducido contingente militar, sino un pueblo entero. Medio millón de neoshiítas llegaron en doscientas nave de todas clases, llenos de fe y dispuestos a construir su propio paraíso siguiendo las sagradas suras del al-Korán. Llevaron mucho equipo propio y tras limpiarlo de las toneladas de arena grisácea con las que el wang wao lo había cubierto, también aprovecharon el dejado por los militares de la Exxony. Tenían dinero y no eran tontos, así que contrataron como asesores a varios pilotos, cazadores y militares expertos en mundos desérticos y salvajes… ya fueran creyentes o kafir. Bautizaron al mundo y construyeron su Nueva Meca a los 55 grados de latitud sur, en una bóveda excavada en el costado de uno de los mayores monolitos basálticos del hemisferio. La rodearon con una alta muralla reforzada con las armas más modernas. Desmontaron los reactores de fusión de algunas de sus naves e instalaron torres de enfriamiento con generadores eólicos para obtener agua por condensación. Importaron cactus-melones, cebada de arena y otras plantas mutantes que podían prosperar y dar buenas cosechas sin mucha agua y las sembraron a la sombra en organopónicos abonados con sus propios excrementos. Enviaron expediciones a los casquetes polares para traer su precioso hielo de agua. Cazaron onis y descubrieron que ciertas partes de su anatomía podían tener interesantes aplicaciones. Hasta estaban por poner en marcha un ambicioso proyecto para «cosechar» las algas flotantes, cuando de pronto…

Tampoco quedaron muchos registros de Nueva Meca; algunos sospechan que la Exxony destruyó los pocos que sobrevivieron a la aniquilación de la colonia.

Porque las huestes de Shaitán pudieron más que la fe de los hijos de Allah, como habían podido más que la tecnología y el valor de los soldados de la Exxony. El grupo de rescate sólo encontró tres sobrevivientes orbitando en cápsulas de salvamento. Los tres eran asesores infieles. Y dos de ellos no hacían más que contar incoherencias sobre hordas innumerables de onis y sobre mujeres y niños fanáticos, ingratos y suicidas.

Cualquier xenobiólogo sabía que un ecosistema tan desolado como es el del desierto a duras penas podría sostener a unos pocos miles de criaturas como las que habían encontrado los soldados, así que no les hicieron mucho caso. Los neoshiítas debían haber sido exterminados por otra cosa. Tormentas de arena, una epidemia, quién sabe.

En 2162, Mohamed Ibn Mekaal, Imán[10] de al-Medina y Mahdi[11] reconocido del islamismo en toda la Expansión Humana, lanzó una enérgica fatwa[12] sobre Ter-Mizar-I, declarándolo «mundo impuro» y «feudo de Shaitán» por lo que todos los buenos musulmanes empezaron a evitar el planeta como a la peste.

Pero ningún interdicto puede impedir que el hombre haga preguntas. ¿Cómo evolucionaron las «algas flotantes» y los onis en un mundo que no sólo no tiene agua en estado líquido y apenas en estado gaseoso o sólido, sino que tampoco parece haberla tenido nunca? ¿Cuál es la base de la pirámide alimentaria local, si no existe vida vegetal a nivel del suelo? ¿Por qué ni los militares de la Exxony ni los neoshiítas de Ismal encontraron nunca dos onis idénticos?

Muchos xenobiólogos habrían dado su brazo derecho por conocer la respuesta a estas preguntas, pero pocos se atrevieron a visitar el único planeta de Ter-Mizar. Todavía menos han regresado vivos: los ejércitos de Shaitán aún defienden tercos su plaza.

En 2163 todo el planeta fue declarado bioreserva galáctica. En 2165 se le retiró tal estatus. Las Siete Grandes habían finalmente encontrado una utilidad práctica para el lejano mundo. Como ya los neoshiítas habían descubierto, Ter-Mizar-I, o más bien sus feroces habitantes, producen ciertas materias primas valiosas.

Actualmente el planeta solitario es un centro penitenciario de última instancia. Desde que la presión popular obligó a las Siete Grandes a abolir la pena de muerte en toda la Expansión Humana, es allí donde son enviados los peores criminales: violadores y pederastas reincidentes, asesinos en serie y otros monstruos humanos sin reeducación posible, condenados a pasar sus últimos años en el destierro, en dura lucha con los desiertos, la sequedad, el calor asfixiante, el eterno wang wao y las hordas de onis.

Muchos reos prefieren suicidarse antes que ser abandonados sobre el «planeta de Shaitán». Y hasta los más curtidos lobos del espacio hacen la señal contra el maleficio cuando pronuncian el nombre con el que lo bautizaron los neoshiítas. Un nombre que a los proscritos condenados a sobrevivir y morir en él les parece la más cruel de las ironías:

Angélica.

 

*****

 

Amanece. En la penumbra agonizante, miríadas de luces juguetean ingrávidas sobre la arena y en torno a los monolitos basálticos. Sus colores cambian continuamente, sus contornos siempre difusos e imprecisos. Las espanta el resplandor de Ter-Mizar, y una sombra lanceolada que desciende atravesando las nubes blancas y esmeraldas.

La nave robot se posa silenciosamente sobre la arena. En su aerodinámico fuselaje negro resalta como una pequeña llamarada el ninja rojo, logotipo de la corporación Shinobi[13]. Pero no la explosión solar, emblema de la Expansión Humana. Es una nave contrabandista.

A la sombra del monolito la arena se arremolina en torno a tres depresiones que a simple vista parecen vacías. Pero el ojo experto es capaz de reconocer que se trata de otros tantos vehículos con el holocamuflaje activado.

Sus pilotos surgen de ellos como de la nada. Los tres llevan dermotrajes grisáceos y remendados y grandes fardos al hombro. Sus rostros quedan ocultos por las gafas antipolvo, la máscara filtrante y el casco. Dos han personalizado los suyos. El primero con una cresta púrpura. El otro, dueño de la hipertrofiada contextura típica del abuso de esteroides, lo ha pintado como una cabeza de fiera. El tercer piloto, el más alto, no usa ningún adorno.

Son proscritos. Han llegado a las coordenadas del canje por separado, pero al unísono. Caminan inclinados por el peso de su carga, y para que el wang wao no los derribe. Ninguno intenta sacudirse la arena. Están tan habituados que ni la advierten.

La escotilla esfínter de la nave recién llegada se abre como en un bostezo, y brotan los cibermanipuladores hexápodos, eficaces y veloces hormigas que en pocos segundos descargan tres montones desiguales de paquetes. Luego quedan inmóviles.

Con sus fardos a cuestas, los tres proscritos se deslizan sobre sus raquetas, cada uno hacia SU montón, como si los otros no existieran. Es la tregua del canje y las peleas están prohibidas. No hay tiempo, los onis pueden llegar en cualquier momento.

En los envoltorios descargados de la nave y que ya empieza a cubrir la arena hay piezas de repuesto, vitaminas, drogas, alimentos, ropas, pornografía y armas. Elementos para posponer la muerte y comprar tiempo, lo único que importa en el planeta de destierro.

Cuando los cibermanipuladores empiezan a introducir en la nave sus fardos, dos de los proscritos se lanzan hacia sus montones, hurgando en ellos como ratas hambrientas. El tercero, Casco Sin Adornos, permanece atento a la escotilla, que aún sigue abierta…

Por eso es el primero en percibir la figura que sale inclinándose a través de la estrecha abertura. Un segundo después los otros dos también lo advierten y se inmovilizan.

Nunca han visto nada parecido. Y en el desierto todo lo nuevo puede ser peligroso.

Sólo los proscritos vienen a Angélica, y siempre los traen naves oficiales. Si antes de su condena eran solventes, los condenados compran todo el equipo de supervivencia que pueden. Si eran pobres como ratas, sus jueces les proporcionan «piadosamente» el mínimo imprescindible: un mapa y una girobrújula, un arma, unas pocas municiones, un dermotraje con su máscara filtrante, raquetas de arena, una semana de concentrados alimenticios, una clave privada para contactar con los satélites, y sobre todo un vehículo, generalmente de los llamados motos de arena, gravitrineos con motor inercial y tan ligeros que ni cabina tienen para protegerse del sol, el viento y el calor.

Las probabilidades de sobrevivir al primer mes son casi idénticas en ambos casos.

Pero la recién llegada acaba de salir de una nave contrabandista y no trae ni siquiera una moto de arena. No hay modo de saber si tiene o no clave privada. Pero usa botas y no raquetas de arena, y su dermotraje plateado y adherente parece diseñado más para subrayar sus esbeltas formas que para protegerla del viento y el calor. Tendrá al máximo tres moléculas de grueso y debajo no hay más que su piel, así que tampoco trae ninguna arma. A menos que lo sea ese medallón que lleva al cuello, y cuyo reflejo puede percibirse a kilómetros. Tampoco usa casco, sino una máscara filtrante transparente y tan pequeña que sólo le cubre la nariz y los ojos. Así que tal vez no sea una proscrita, después de todo.


Ilustración: Tut

Pelirroja da su primer paso de conquistadora. El wang wao arremolina al instante su suelto y abundante cabello color de fuego, y ella sacude la cabeza con gallardía tratando de quitárselo de los ojos. Unos ojos límpidamente azules, de mujer bella que sabe que lo es.

Da el segundo paso… y cae. Su fina bota se ha hundido hasta el tobillo.

Sólo los tontos y los locos caminan sin raquetas de arena en Angélica. Y ambos son presas naturales de los listos y fuertes que saben aprovechar la oportunidad. Cresta Púrpura y Cabeza de Fiera se adelantan, rápidos… y se inmovilizan, mirándose: sólo hay una presa, y son dos. Habrá que pelear para ver quién se la lleva.

Pero la tregua del canje es sagrada, y las naves la protegen siempre. ¿También protegerán a esa apetitosa recién llegada que no parece una proscrita? Ningún proscrito enfrentaría a las únicas entidades que tienen y pueden usar armas de energía en Angélica.

Casco Sin Adornos no se ha movido de su sitio. Pero sus pupilas brillan tras las gafas antipolvo, y bajo el dermotraje sus músculos se tensan, dispuestos a la acción.

Pelirroja se incorpora en silencio y con esfuerzo, y mira extrañada a los proscritos cercanos, inmóviles como estatuas. Ya en pie, se alisa los cabellos castigados por el wang wao, alza la barbilla, desafiante… e involuntariamente retrocede hacia la escotilla abierta de la nave: Hay algo en esos dos que no le gusta nada.

Pero, placas girando sobre sí mismas como un doble abanico que se despliega, la escotilla-esfínter se cierra. La negra piel aerodinámica de la nave corporativa es de nuevo una oscuridad rota sólo por el pequeño ninja rojo de la Shinobi, que parece mirar burlón a la que aspiraba a hallar cobijo bajo su égida. Y por si fuera poco, una voz robótica ordena:

—No se acerque a mi fuselaje, proscrita.

Pelirroja no puede creerlo: ¡acaba de salir de esa nave! Y ahora ¡la llama proscrita! ¡Le cierra las puertas! Pero al segundo siguiente un destello láser vitrifica la arena junto a sus pies y la hace saltar, alejándose quiera o no quiera.

Cresta Púrpura y Cabeza de Fiera se miran y avanzan; la IA llamó proscrita a Pelirroja, y le hizo un disparo de aviso. Entonces es una de ellos a la que no protegerá, y sólo hay que esperar a que se vaya para…

La voz de Casco sin Adornos se impone al aullido del wang wao, amplificada por el altavoz en su máscara filtrante:

—No me importa quién sea el primero. Pero no me la estropeen mucho, porque después me la voy a llevar conmigo. Esa pelirroja me recuerda a alguien…

Los otros dos giran para enfrentar a Casco sin Adornos, cuyos ojos grises relampaguean tras las gafas de la máscara. Cresta Púrpura duda, pero luego inclina la cabeza, y se aparta, llevándose la mano derecha a la frente en una parodia de saludo militar:

—Gondo, sé tú el primero, si quieres. No quiero que me mates ni que me fría el láser por romper la tregua del canje peleándome contigo por esta novata. Por apetitosa que sea.

Cabeza de Fiera alza una mano plateada que el dermotraje no cubre.

—Tregua de canje, mierda de oni. Decir que un día matar, yo, Gondo, a ti —la voz amplificada es bronca pero femenina. —La corpulenta mujer mastica las palabras, y los rayos de los dos soles espejan en el metal de su mano ciberprotésica- . Ser hoy… si no desaparecer ya, tú. No llevar a ella, tú. Ver primero, yo, a ella, y no conocer… pero podernos presentar, nosotros. Querer conocer su piel. Su piel fresca, jugosa… tiempo mucho soñar una así, yo, virgen de viento, calor y polvo. Para morder, a ella, yo, para desgarrar, para…

Destroza la sintaxis del galáctico estándar, gesticula con su mano cibernética y se desliza de costado por la arena sobre sus raquetas, acercándose en modo casi reptiliano a Pelirroja, que retrocede trastabillando en su intento por alejarse, mientras mira con ojos suplicantes al hombre alto del casco sin adornos, al que ha llamado Gondo.

Si no fuera por las leves ondas que las ráfagas del wang wao trazan en su dermotraje, él estaría tan inmóvil como una estatua. Gira la cabeza hacia la nave.

—No voy a intervenir —advierte entonces la IA—. Consideren que ya me he ido.

Y es el catalizador. La mano metálica de Ulma señala a Gondo y…

Dos relámpagos metálicos se cruzan en el aire. Uno roza el pecho de Gondo, sigue vuelo hasta una duna algunas decenas de metros más atrás y estalla con sonora explosión.

El otro se clava certero en el amplio pecho de la mujer. Con los cuatro dedos metálicos que le quedan, Ulma acaricia el asta hundida hasta las aletas estabilizadoras entre sus senos y alza la vista. Hay más asombro que dolor en sus ojos. Intenta decir algo, pero no lo logra, y se derrumba. Apenas caída ya el wang wao empieza a cubrirla de arena.

Gondo retoma la vertical que abandonara para esquivar el dedo-misil de la muerta, y baja el lanzadardos a cápsulas de gas, pero sin devolverlo a la funda en su cintura. Imitando la manera de hablar de la muerta, dice:

—Pelea querer tú, Ulma… no yo. Pero yo ganar.

—Buena elección. Si hubieras usado una explosiva, el ruido y la peste a tripas y sangre saturada de esteroides de esa marimacha habrían atraído a todos los onis en diez millas a la redonda. La pobre —dice Cresta Púrpura, rompiendo la tensión—. Debe haber bebido demasiado, o tal vez los dolores de esa vieja prótesis la enloquecieron. Te provocó, y tú te defendiste. La tregua del canje es sagrada, pero si ya la nave se había ido… —se arrodilla junto al cadáver. Pelirroja aprovecha para aproximarse a su inesperado protector.

—Espero que tú no hayas bebido, Lecocq —la voz de Gondo es suave—. Por tu bien. La próxima flecha en mi cargador sí es explosiva.

El otro no parece escucharlo, ocupado en su despojo. Con un pequeño cuchillo, arranca la ciberprótesis del cadáver y se la guarda junto con algunos objetos brillantes que ha encontrado entre sus ropas.

—Se ve que estaba ahorrando; ¡cuatro cristales! Dos más y habría podido comprarse un nuevo equipo de caza… o un gravitrineo nuevo.

—¿Hasta la prótesis? Me das asco, Lecocq, eres una hiena robacadáveres. Tal vez cambie de idea y me quede con la pelirroja desde ahora mismo… —Gondo ignora las últimas palabras de Lecocq—. ¿Te molestaría? —Se adelanta, lanzadardos en mano.

Lecocq deja caer el puñalito y alza las manos, conciliador.

—¿Molestarme? Palabras duras no rompen huesos. Si quieres llamarme hiena, hiena seré. Y Ulma no necesitará más ese montón de chatarra, pero, si tanto la quieres… ahí está. —Arroja la prótesis a los pies del otro—. No voy a enfrentarte, Gondo. Quiero vivir, y en el ejército aprendí que a veces demasiada valentía mata…

Cortan sus palabras un silbido electrónico y una columna de humo anaranjado que brota de la arena a unas decenas de metros.

Pelirroja intenta correr y vuelve a caer al suelo. Gondo y Lecocq se acuclillan. El lanzadardos se alza de nuevo y en cada mano del ex militar aparece un lanzamisiles ligero.

Pero el láser de la nave dispara antes, y el chillido que se va apagando prueba que la criatura excavadora que segundos antes activara la alarma de perímetro acaba de morir.

—Ojalá tuviera yo un láser. Luego iré a sacarle el cristal… Como te decía, Gondo —continúa Lecocq, guardando sus lanzacohetes—, si quieres quedarte con esa prótesis, es tuya… y lo mismo vale para la pelirroja. Puede que vengan otras, puede que no, y es apetitosa… pero vida sólo hay una. Prefiero ser un cobarde vivo que un héroe muerto.

—Gondo, lo que cuentan de ti en Rodina y Olimpus es cierto. Yo soy Klinga, y no sé cómo agradecerte… —empieza a decir ella, pero el hombre de ojos grises la hace callar.

—¿Agradecerme? ¿Qué cosa? —Hay una sonrisa traviesa tras sus gafas—. Yo sólo dije «tal vez cambie de idea»… y ¿sabes una cosa, Lecocq? Ahora, mirándola bien, no se me parece a quien pensé tanto como al principio. Así que aprovecha antes de que me arrepienta. Pero repito, no me la maltrates demasiado. Igual la quiero conmigo… luego.

Por un largo instante Klinga lo mira, incrédula. Luego chilla:

—¡Hijo de puta castrado! —y echa a correr.

O al menos lo intenta. A cada paso sus botas se hunden en la arena casi hasta media pierna. Cae, se levanta, vuelve a caer, rueda, al fin empieza a alejarse lentamente, dejando sobre el desierto una huella irregular que el wang wao empieza a borrar de inmediato.

Como si esa huida fuese la señal de partida, la nave se alza silenciosa sobre sus generadores antigrav. Cuando su silueta lanceolada se ha perdido en la altura esmeralda, sobre el desierto sólo quedan el cuerpo ya semienterrado de la mujer muerta, los dos hombres y los tres montones de vituallas.

Lecocq se burla:

—Pues, se ha ido. ¿Pensará llegar muy lejos sin un vehículo? Ojalá algún oni no se me adelante. Gondo, prometo que no te la estropearé demasiado. Sólo quiero conversar un rato con ella. Pero ¿puedo preguntarte algo? Si tan poco te interesa que me dejarás conocerla primero, ¿por qué mataste a Ulma?

—Por estúpida. Hay que saber cuándo no se puede ganar. Además ¿quién dijo que me interesa tan poco? —Gondo enfunda el lanzadardos—. Lo que no me interesa es que me manejen como a un títere. Llega de la nada, con su pelo rojo suelto y sus ojos azules, y no sólo piensa que he matado por ella, sino que repitiendo lo que dicen de mí en un par de mundos ya me tendrá comiendo en su mano. Rodina… Olimpus… ¿qué significan para ti, o para mí? Ahora y aquí sólo existen Angélica, los onis, y sobrevivir. ¿Me entiendes?

Lecocq menea la cabeza.

—No muy bien, la verdad.

Gondo suspira.

—Se ve que no te mandaron aquí por tu inteligencia. —Camina hasta el cuerpo exánime de Ulma y de un tirón, como quien arranca una mala hierba, recupera su dardo. Luego va a su montón, y sin mirarlo, lo echa todo en un saco plegable que extrae de un bolsillo del dermotraje—. Pero que entiendas o no tampoco importa demasiado —sentencia, y una vez recogida su propia pila, y sin la menor vacilación pasa a la de la muerta.

Lecocq observa, aprueba… y tras encargarse de su propio montón de suministros se dirige sonriente hacia la leve depresión en la arena que delata la presencia de su vehículo.

El gravitrineo de Ulma es más antiguo que el suyo, pero siempre habrá alguna pieza que pueda aprovechar. Al pasar junto a la ciberprótesis Lecocq mira al otro proscrito, dudando. Gondo no hace ni dice nada, así que se encoge de hombros y la recoge también.

 

*****

 

Noche. En el negro cielo sólo titilan dos estrellas amarillentas. Pero hay otras luces en la oscuridad. A veces aisladas, otras confluyendo en una multicolor sinfonía de destellos. Revolotean y hacen cabriolas que desafían la inercia y la gravedad, bajando y subiendo, cambiando de color y de forma, persiguiéndose o jugando a juegos que sólo ellas conocen. El penacho de humo y llamas de un volcán lejano se alza, se abre en un titánico cono de dispersión… y se extingue segundos después. Las erupciones no duran mucho en Angélica.

El wang wao sopla incansable, apenas más fresco que de día. Pero dentro del torquemóvil de Gondo la temperatura es agradable, gracias al acondicionador de aire, viejo pero todavía eficaz, aunque no logra disipar el rancio olor animal que impregna la cabina.

El curioso vehículo es más voluminoso y lento que un gravitrineo, y menos discreto a gran velocidad. Rotando sobre la arena al máximo de su potencia, sus dos espirales de Arquímedes gemelas sólo pueden desplazar sus aproximadamente 20 toneladas a unos 150 km/h, pero dejando detrás una doble estela de polvo. Tiene un fuselaje burdamente aerodinámico cuyo tercio posterior contiene el reactor de fusión y el gran motor eléctrico. El central sirve de almacén y la cabina ocupa el anterior. En el techo, proyectores de holocamuflaje, aletas del acondicionador de aire y armas diversas, giran las antenas gemelas de un generador de interferencias y un radar pasivo. El primero evita que los onis con electrosensibilidad descubran la presencia del vehículo. El segundo sirve para detectarlos.

Gondo conduce. La remendada chaqueta de su dermotraje cuelga del respaldo de su sillón. La curtida piel de su torso es un mapa de cicatrices que cubre músculos magros y nudosos como cuerdas, no jugosos e hinchados como los de los físicoculturistas. Sin casco, gafas ni máscara, el resplandor del tablero de mando se refleja en sus facciones vagamente asiáticas y como talladas a hachazos. Su pelo cortado al rape es tan gris como sus ojos. Atento al camino y al radar, mira a ratos por encima del hombro… hasta que al fin, un pitido de la autococina avisa que la cena está lista. Maldiciendo y pasándosela de mano en mano, saca del horno una humeante escudilla y la pone sobre el tablero de mando. Luego saca otra y la tira hacia atrás sin mirar.

—Mañana por la noche cruzaremos la faja ecuatorial —anuncia—. Hace tanto calor que sólo se puede de noche, y es tan ancha que hay que forzar el motor al máximo para lograrlo. Ya me aburrí del hemisferio sur. Así que celebremos por adelantado el regreso al norte.

Al caer al suelo el recipiente se ha abierto a medias, derramando un poco de una verdosa papilla vegetal. Un pedazo de pechuga de ave asada ha rodado también por el suelo. Gondo saca una cantimplora ovalada de un pequeño armario, se da un trago generoso y la lanza hacia atrás descuidadamente. Sólo entonces toma un par de waribashis[14] y empieza a comer, en silencio y sin mirar hacia atrás, pero con el oído atento.

Escucha el rumor de algo que se arrastra, el tac-tac de la madera contra el metal del contenedor, y los apagados rumores de alguien que mastica, traga, bebe… y tose.

—Cuidado con el kirak, lo destilamos de la linfa de los onis. Si ellos se la beben sin procesar, por algo será. Debe tener casi 80 grados, un poco más y es alcohol puro. Pero supuse que después de todo el ejercicio de esta mañana querrías beber algo más fuerte que el agua. Ah, y espero que te guste la pechuga de pavo hervida… he descubierto que es mejor no comer con demasiados condimentos aquí en Angélica. Uno empieza a oler fuerte y no tengo suficiente agua para malgastarla duchándome más de una vez cada tres días… Así que disculpa si apesta un poco aquí dentro. Yo no lo siento, y dentro de poco tú también te acostumbrarás. Algunos proscritos usan desodorantes ambientales en sus vehículos, pero algunos onis tienen un olfato increíblemente fino, sobre todo para los olores sintéticos. Oye, si los palillos no te parecen cómodos puedes usar las manos… no somos muy refinados aquí… imagino que Lecocq habrá tenido tiempo de demostrártelo.

—Aunque te ducharas mil veces cada día seguirías siendo un cerdo maloliente, Gondo. Y nunca me acostumbraré a tu trastemóvil hediondo —gruñe una voz a sus espaldas entre trago y bocado—. Te mataré, lo juro. Pero primero a él. ¿Por qué dejaste que…?

—Huy, qué manera de agradecer una invitación a comer. ¿Matarme? Prueba con los palillos… los antiguos japoneses tenían un arte marcial, el shibumi, que usaba utensilios y herramientas cotidianos como armas letales. Y uno de sus favoritos eran los waribashi. O podrías tratar de estrangularme con la cadena de tu medallón, o con ese dermotraje adherente tan sexy… última moda en Vergel, supongo. Aunque ya viste cómo le fue a Ulma. La pobre… ¿me creerías si te dijese que casi lamenté tener que matarla?

—Si fue por mí, ¿por qué después dejaste que Lecocq me hiciera… eso? ¿Por qué no lo mataste también a él?

—Princesa, no la maté por ti… lo hice porque aquí en Angélica rige la misma ley que en todos los presidios: la del más fuerte. La muy idiota me desafió; necesitaba un escarmiento. Y como la IA anunció que no violaríamos la tregua del canje… en fin, cuando se juega con armas, a veces muere alguien. Casi siempre el más estúpido, el que sobrestima sus propias fuerzas. Mira a Lecocq, él sí que fue listo…

—¿Más sabio es el bambú que se dobla ante el azote del viento y sobrevive que el roble que le planta cara y es arrancado de raíz?

—Eso fue profundo… Aunque yo preferiría: «cobarde que huye a tiempo vive aunque sea para seguir temiendo; valiente que no conoce sus límites muere aprendiéndolos». Lecocq es una rata oportunista, y si le diese la espalda me apuñalaría sin pensarlo. Cuestión de no dársela. No puedo matar a todos los proscritos. No somos tantos, y a veces uno necesita alguien con quien hablar. Todos los días no llegan novatas tan apuestas como tú. Lo que mandan a este mundo desierto es lo peorcito de la Expansión Humana. Y más de la mitad muere en los primeros meses. Los onis son cada vez más grandes, astutos y fieros. En fin, que como pudiera ser que pronto tuviese que cazar junto con Lecocq, regalarle esas horas contigo podría revelarse una sabia inversión…

Con movimiento fluido, Gondo alza la mano izquierda sobre su nuca y atrapa el waribashi. Torsión de muñeca, ruido de madera que cae al suelo, y sin volverse, sin que cambie siquiera el ritmo de su respiración, una palmada casi cariñosa de su otra mano manda a Klinga de vuelta al rincón rodando.

—Impulsiva, pero astuta… usar el brazo izquierdo siendo diestra fue una buena táctica —observa, mientras una adolorida Klinga se pega a la pared empuñando el waribashi que le queda como un caballero medieval su lanza—. ¿Tenías que intentarlo tan rápido, y con una idea que te acababa de dar yo mismo? —ríe y le devuelve a la frustrada asesina el otro palillo—. Toma… o tendrás que usar las manos. Princesa, me decepcionas. ¿Y si lo hubieras conseguido? Yo muerto, el torquemóvil sin control, y quién sabe cuántos miles de onis peleándose allá afuera por tus huesos y esos pocos kilos de linda carne que los envuelven. Tu mejor probabilidad de sobrevivir es ser amable conmigo. Conoces de fábulas chinas; ¿recuerdas la del escorpión que quería cruzar el río y le clavó el aguijón en medio de la corriente a la infeliz rana que se ofreció a llevarlo…?

—La rana no dejó que un loco violara y golpeara al escorpión antes. Nunca te perdonaré lo de Lecocq, Gondo…

—Pues entonces, escorpioncita, tal vez debí dejarte con él. Será cobarde, pero sus encantos debe tener… dicen que cada una de las quince mujeres que mató fueron a su lecho voluntariamente. No eres mi prisionera. Lo que hay afuera no es un río, y nadie te obliga a venir conmigo; si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta de Peri…

—Gondo, de todos los gusanos miserables de la galaxia, tú… sabes que no pue…

El pitido de alarma le impide terminar la frase. Gondo observa el radar.

—Luego seguiremos el diálogo. Tenemos compañía. —Gondo detiene el vehículo al amparo de una pequeña extrusión volcánica que parece un sable emergiendo de la arena—. Mierda, no me gusta enfrentarlos de noche, pero ya es muy tarde para enterrarnos.

—¿Un oni?

—No, un recaudador de impuestos. Un corredor. La buena noticia es que no de los más grandes, mide unos diez metros. La mala es que nos ha detectado en plena noche a pesar del holocamuflaje y de las interferencias. Así es la vida; esta mañana todo el alboroto de tu fuga no atrajo a ninguno. Tendrá sensibilidad gravimétrica u oído de infrasonidos, a lo mejor oyó nuestras voces. Debería reforzar el aislamiento sonoro de esta cabina. Y habrá que pedirles a las Siete Grandes que nos permitan usar armas de energía, y nuevos sensores. Cualquier día aparece alguno con holocamuflaje y láseres. Pero entretanto, hay que arar con los bueyes que tenemos, y bastarán para ocuparnos de este amigo. Vamos a hacerle el viejo truco del búho encandilado…

Afuera en la oscuridad, los enjambres multicolores de luces giran etéreos e incansables en torno al torquemóvil detenido.

—Esas luces me vuelven loca… Y ese oni, ¿viene o no? ¿No vas a darme un arma a mí? Me aceptaste a tu lado, así que soy tu aprendiz, o algo así…

—¿No te gustan los ángeles? Son una de las pocas cosas que vale la pena mirar en Angélica. Y no voy a darte un arma; no tengo ganas de que me claves un dardo en la espalda. Tampoco la necesitarás; si mi treta sale mal hará pedazos a Peri… e incluso si escapamos estaremos condenados de todos modos. Bueno, si me demuestras que eres de fiar, mañana te daré uno de éstos —señala a su muslo, donde el dermotraje se pliega en torno a la funda de un kukri[15]—. Pero ahora sólo mantente atenta y aprende, que yo no soy eterno. Espéralo todo. Con ellos nunca hay que dar nada por supuesto, si quieres vivir…

—¿Ángeles? Ah, esas luces allá afuera… ¿Es por eso que llaman así al planeta? Pensaba que por los onis, el humor de esos fanáticos neoshiítas era tan negro…

Entonces sucede todo.

Un movimiento y un rugido afuera, un gesto de Gondo y un resplandor como de mil soles al encenderse de golpe la ultrapotente batería de faros externos de Peri. La muchacha chilla: aunque deslumbrada, ha alcanzado a distinguir unas largas fauces cocodrilianas bajo tres racimos de ojos rojizos y dos grandes orejas, y un cuerpo serpentino y espinoso que se ha plantado frente al torquemóvil con un envión de sus varios pares de patas, muy similares a las de un saltamontes gigante.

Desconcertada por el potente e inesperado destello, la criatura permanece una fracción de segundo inmóvil. Luego ruge y salta de nuevo… pero no hacia atrás, hacia la oscuridad salvadora, sino adelante, hacia el torquemóvil.

Bajo los dedos expertos de Gondo, Peri gira sobre una de sus espirales, esquivando el ataque. De una de sus troneras anteriores brota un largo arpón que se clava en el monstruo con sonoro estallido, deteniéndolo en su salto y volcándolo sobre la arena que revuelve en su espasmódico pataleo. Un chorro de pestilente fluido purpúreo salpica lejos.

Al volver a apagarse los faros, la oscuridad parece todavía más espesa que antes. La rompe un silbido que dura uno, dos segundos… hasta que restalla un chasquido tremendo y vuelve el silencio, como si nada hubiese ocurrido.

—Mierda, ahora sí se nos fue; partió el cable.

—¡No veo nada! ¿Eso… era un oni? ¡Qué feo! ¡Todo fue tan rápido…!

Gondo se acerca a la muchacha, le entreabre los párpados, mira, le palmea el hombro y al fin chasquea la lengua.

—Tranquila, la pupila ya se está contrayendo de nuevo. En menos de un minuto pasará, el destello fue potente pero breve. Princesa, haces preguntas muy tontas. ¿Nunca viste hologramas de la fauna de Angélica? En algunos planetas los niños los coleccionan. Como no hay dos iguales, nadie puede tenerlos todos. ¿Feo? Éste al menos tenía simetría bilateral. Debieras ver algunos cavadores radiales: parecen taladros vivos. ¡Maldita bomba! Tenía que fallar justo ahora. Tengo que tener más cuidado al montarlas en los arpones. La segunda debía hacerlo puré. Y sin cable tampoco pude darle una buena sacudida de alto voltaje. Además de tener sentidos ultrasensibles resultó más fuerte que lo que calculé. Y lo bastante astuto como para saber cuándo es mejor correr. Aunque la partida aún no ha terminado. Pero esta noche no quiero abusar de mi buena suerte. No me pareció que estuviera muy malherido, pero igual seguiremos su rastro… mañana. Si todo marcha bien lo encontraremos y lo remataremos antes de que lo haga alguno de sus parientes mayores. Esa linfa púrpura suya me salpicó todo el chasis, y huele fuerte, pero no voy a limpiarlo ahora. Disperso las alarmas de perímetro: ¡Catapulta lanzasensores, fuego! Es un lujo; de día las dispongo a mano, pero de noche ni el mismo Dios me haría poner un pie en la arena.

Oprime un interruptor, y del techo del torquemóvil salen disparadas en distintas direcciones cinco estacas de un metro de largo. Cuando se clavan en la arena, en una pantalla del tablero de mandos se enciende una serie de puntos luminosos que enmarca un perímetro pentagonal con el vehículo casi en el mismo centro.

—Aprende, princesa… estos aparatitos nos garantizarán una noche tranquila. Cuestan caros, pero tienen detectores radar para todo lo que se mueva por la superficie y el aire, y sensores sonar para descubrir si se acerca algún cavador por debajo de la arena. Y ahora somos nosotros los que nos vamos a enterrar… pero no aquí

Tras recorrer unos pocos cientos de metros, modifica el ángulo de ataque de las aletas de las espirales. Ahora al girar no avanzan, sino se hunden en el mar de arena arrastrando al vehículo, hasta que a través de los paneles visores sólo se ve oscuridad.

—Asombroso…

—Estamos a dos metros de profundidad. Más de una vez me ha salvado este truco. La vieja Peri es lenta y consume más energía que un gravitrineo, pero está cruzada con topo. Con un poco de suerte, todas estas precauciones serán superfluas, el wang wao dispersará la arena salpicada con la linfa de ese oni fugitivo y borrará los rastros de nuestro «dormitorio». Pero, ya lo dice el proverbio: ayúdate y Dios te ayudará.

—Peri… extraño nombre. ¿Algún viejo amor? Y ¿son siempre así las noches en este mundo? Ángeles de luz, onis que saltan de la nada… pensé que se les cazaba de otro modo.

—¿Y qué esperabas? ¿Qué intercambiásemos los nombres de nuestros padrinos y saliera a la arena para batirnos a navaja? ¿O resonar de trompas, cabalgatas con chaquetas rojas y jaurías de perros, hordas de batidores y cosas así? En esta cacería no hay que salir a buscar a los onis; ellos te encuentran a ti. El quid de la cuestión es que te encuentren los menos posibles, y si puedes elegir, que tampoco sean demasiado grandes y que vengan de uno en uno. O el cazador se vuelve presa. Aquí no se está seguro ni en lo alto de los monolitos. Los corredores y cavadores no pueden alcanzarte, pero tarde o temprano siempre llega un volador grande con malas pulgas. No sé si se comunican entre ellos o algo les avisa, pero si permaneces cierto tiempo en el mismo lugar y defiendes tu posición, acaban viniendo tantos y tan descomunales que ni una división completa de blindados puede salvarte. Si lo sabrán los militares de la Exxony y los pobres desgraciados de Nueva Meca. Cazar, ja. Esto más bien es una guerra… en un bando ellos, en el otro nosotros. Si ellos ganan, hay un proscrito menos… y no es que eso le importe mucho a nadie, por cierto. Pero si gano yo, hay un oni menos y tengo una piel y un cristal más para cambiárselos a las naves contrabandistas por comida, armas y piezas de repuesto. Ése es el juego. Si no puedes esconderte, se vale correr. No hay reglas ni horarios ni cuartel ni piedad. Los onis son todos diferentes, pero siempre fuertes y rapidísimos, muchos enormes, y hasta el más tonto es un genio comparado con perros, delfines, chimpancés o centauros de Vergel. Aprenden rápido y parecen tener un talento particular para descubrir las limitaciones de nuestro armamento. Cada día nos sorprenden con nuevos trucos y habilidades, mientras que nosotros sólo podemos renovar el arsenal cuando nos llegan repuestos. Pero sobre todo, son más, muchos más que nosotros. Ah; en árabe, Peri significa algo así como hada madrina. Bauticé así a mi cacharro porque si no fuera por sus casi mágicas cualidades, probablemente no habría durado tantos años vivo en este infierno.

—Se ve que tenías ganas de hablar. Y ¿siempre atacan de noche?

—Atacan a cualquier hora ¿O no recuerdas el cavador que violó el perímetro cuando llegaste? Últimamente le han cogido el gusto a la noche. Creo que descubrieron que los humanos soportamos mal el calor y vemos peor en la oscuridad, y se han adaptado en consecuencia. Muy rápido: ahora muchos tienen ojos ultrasensibles a la luz y al infrarrojo, o ambos. Pero si estás alerta y has invertido en buenos instrumentos, aún así la mayor parte de las veces logras detectarlos antes de que te caigan encima, te preparas, y si no son demasiado grandes, es cuestión de habilidad… y de suerte. Sus reacciones son más rápidas que las humanas. Si no lo hubiera encandilado con los faros, no habría tenido ninguna oportunidad contra ese grillo hipertrofiado. Y si la segunda bomba del arpón hubiera explotado como debía, no se habría roto el cable y ahora estaríamos buscando su cristal entre dos toneladas de tripas malolientes y medio fritas por el corrientazo, en vez de esperar enterrados a que amanezca para seguirlo. Bueno, vemos el lado bueno: si la hemorragia lo debilita tal vez consiga atraparlo sin hacerlo pedazos y así la piel valdrá más.

—Las Siete Grandes deberían permitir las armas de energía…

—A veces las Siete Grandes son increíblemente estúpidas; creen que si los proscritos tuviéramos máseres y cañones de partículas cargadas, en vez de utilizarlas contra los onis trataríamos de asaltar una nave robot contrabandista para escapar…

—Sí, sería gracioso: «Nave, llévame a mi casa o te desintegro». Como si alguien pudiera convencer a la IA de a bordo de que fuese contra su programación.

—Sobre eso… mira: faltan dos horas para el amanecer y como ninguno de los dos parece tener mucho sueño, vamos a hablar un poco sobre ti. Para empezar; dijiste que lo que decían de mí en Rodina y Olimpus era cierto. ¿Qué sabes tú de mí?

—Prácticamente todo, Gondoang We-Xiao.

El hombre de los ojos grises se queda mirándola, silencioso. La pelirroja se pone de pie y se acerca hasta casi tocarlo. Su dermotraje revela mucho más que lo que oculta. Sus pezones están erectos, y entre ellos brilla el medallón que pende de su cuello.

—Gondoang We-Xiao… me suena.

—Como que fue el cazador más famoso de estos tiempos.

—¿Fue? Qué pena. Pero yo estoy vivo, soy sólo Gondo el proscrito, y no tengo historia, princesa. En Angélica nadie la tiene. Sólo existe el hoy, no el ayer ni el mañana.

—¿Nunca pensaste que alguien te encontraría aquí, verdad? Gondoang We-Xiao, nacido en 2056 y uno de los primeros niños venidos al mundo en la colonia de Xiang Cheng[16]… aunque ahora no huelas precisamente a perfume. Graduado de Historia en la Universidad de Beijing, en la Tierra, en 2078, y ya entonces considerado el mayor cazador de la Expansión Humana. Gondo el del ojo firme y la mano segura, el primero en abatir titanosaurios en Rodina[17], en 2071; en arponear tsunamis en Hokusai en 2074, en atrapar vivo a un grendell de Gehenna[18], en 2082. Gondo el que más megamuts derribó en 24 horas durante el famoso desafío de los tiradores en Olimpus, en 2093. Gondo el que salvó la expedición a Estigia de ser devorados por las parcas, en 2102, Gondo el que hizo que en 2121 las Siete Grandes decidieran incluir un cazador en todo equipo de exploración… Gondo el kafir al que más pagaban los neoshiítas que vinieron a Angélica en 2161, y uno de los tres sobrevivientes de la destrucción de Nueva Meca, su ciudad, ese mismo año.

—¿Y un solo tipo hizo todo eso? ¡Qué superhombre! Me gustaría ser él, pero mírame, princesa. ¿Tengo cara de héroe? ¿Me parezco a ese infalible Nemrod que tanto admiras?

Klinga apoya una mano sobre el muslo del hombre de ojos grises, pero él la aparta.

—En los hologramas tienes menos cicatrices, pero no bastan para volverte irreconocible, Gondoang We-Xiao. ¿Y quién mierda era ese Nemrod? Tu nombre es sinónimo de cazador en toda la Expansión Humana. Crecí oyendo tus historias. Conozco cada cicatriz de tu cuerpo, qué bestia te la hizo, en qué año y circunstancias exactas. El zarpazo del titanosaurio en tu muslo derecho, 2094; la piel de tu hombro izquierdo descolorida por la salpicadura del veneno ácido del grendell, 2103… Desde que tengo uso de razón mi sueño ha sido ser como tú, Gondoang We-Xiao. Fuiste mi inspiración desde mis primeras cacerías, cuando abatí trolls en Thule y ravanas en Hanuman…

—Trolls y ravanas. Suena peligroso

—No finjas más: sabes que son inofensivos herbívoros. Presas para cazadores de domingo. Aunque tú has matado cientos. Pero para ti no había animal demasiado esquivo ni demasiado peligroso. No eras un tradicionalista fanático. Te adaptabas con una facilidad pasmosa a cada nueva tecnología de caza, a cada nueva presa. Como algunos músicos nacen con los instintos del ritmo y la melodía, tú naciste con los de la persecución y la muerte. Siempre habías sido famoso en los círculos cinegéticos, pero cuando sobreviviste a la masacre de Nueva Meca te volviste un héroe para toda la Expansión Humana. Pero no sólo eso cambió; tú, que siempre habías desdeñado la riqueza, en los 5 años sucesivos estabas obsesionado por acumular más y más. De pronto, en el 2166, tú y toda tu fortuna desaparecieron.

—Yo estoy aquí. Lamentablemente, esa fortuna de que hablas no. Nunca he sido rico.

—¿Sabes que hay quien aún te busca? ¿Que juran haberte visto en varios mundos?

—La gente necesita ídolos… y jura muy fácilmente.

—Yo tampoco creí en tu muerte. Pero en vez de conformarme con adornar más tu leyenda, investigué. Seguí tu rastro sin desdeñar ni una pista. Así fue cómo descubrí dónde mandaste a construir este trasto, tus armas, tus equipos, y dónde compraste la nave en la que llegaste. ¿Qué hiciste con ella al llegar… la destruiste? También di con el hacker que te vendió los códigos de las minas espaciales en torno al agujero de gusano de Ter-Mizar. Y una clave cifrada como si la Shinobi te hubiera condenado. Con razón querías tanto dinero… sólo esas dos debieron costarte una fortuna. ¿Un vehículo ideal para moverse en la arena, armas teóricamente de caza pero con potencia suficiente para hacer la guerra, constelación del Guepardo? Todos los indicios conducían a Angélica.

—Qué gran detective se perdió cuando te enviaron aquí. Sí, como Cortés al llegar a México, destruí mi nave tan pronto como salí de ella en Peri. Alea jacta est como César

—No sé quiénes eran ese Cortés y ese César. Ni soy tan buena detective, ni me mandaron. Vine voluntariamente. Para preguntarte por qué lo hiciste.

—¿Y qué más da? Ahora los dos estamos aquí. Y no podremos irnos ni aunque quisiéramos. Quizás quería morir, o cazar para siempre. O a lo mejor olvidar que hubo un Gondoang We-Xiao, ídolo de todos los niños y adolescentes inadaptados de Xiang Cheng, y por lo que parece, de la entera Expansión Humana. El gran cazador, el gran temerario… el gran imbécil que no pudo salvar a su hija del desastre de Nueva Meca.

—¿Ves? No servía de nada negarlo. Gondo, estamos en el 2174. Han pasado ocho años. Gracias a tu previsión, tu experiencia y tu habilidad, eres el único que ha sobrevivido tanto en este mundo. Fue siguiendo tu ejemplo que las Siete Grandes empezaron a pertrechar a los proscritos con vehículos veloces en vez de hacerlos construir campamentos fortificados. Pero, dime: ¿conseguiste lo que querías? ¿Lograste olvidar?

Gondo salta, literalmente:

—¡Mierda, no! ¡No he olvidado nada! La muralla, los onis, los disparos, la sangre, el fuego, los gritos… la mano de Livia soltándose de la mía en aquella plaza. Cada noche vuelvo a vivirlo todo —aúlla. Su kukri nepalés tiembla junto a la yugular de la petrificada pelirroja—. Y si me dices que nadie puede huir de sí mismo te degüello, ¿entiendes? —Aparta el arma, rechinando los dientes, pero sólo para arrojarla al suelo de un tirón.

Ella cae sobre el hombro, y acurrucada en el rincón, se lo frota, adolorida.

—No has olvidado… ni tampoco has resuelto el misterio. Vivías para eso, ¿eh, Gondoang We-Xiao? Para el placer de vencer cada vez a la nueva, mañosa y terrible bestia, frente a frente. Tu experiencia, tu inteligencia y tu habilidad contra su extraña biología, su fuerza y su astucia. El reto de conocerla, de adivinarla, de presentir sus acciones… de superarla en buena lid. Y el gran aburrimiento luego, cuando las conoces tan bien que no tienen ninguna posibilidad contra tu pericia. Cuando ya no quedaban en la Expansión Humana desafíos a tu altura.

Gondo envaina el kukri, lentamente, y sonríe.

—Sí. Pero Angélica es distinta. Ningún oni es igual a su progenitor. Un volador puede parir un cavador, que dará a luz a un corredor. Cada uno mejor adaptado que su padre-madre. Algunos xenobiólogos lo han llamado evolución ultrarrápida reactiva… pero ponerle nombres extraños a las cosas que no entendemos no significa conocerlas.

—No soy una xenobióloga, tampoco he visto muchos onis ni siquiera en hologramas, pero si lo dices tú… Es el coto de caza ideal, en el que ninguna pieza es igual a la anterior; el desafío eterno que nunca se repite…

—Nunca… nunca…

Gondo mira a la muchacha como si la viese por primera vez. Le acaricia el cabello.

—Sí, tú entiendes. Parece que después de todo hice bien en impedir que Ulma te pusiera las manos encima. ¿Sabes por qué la enviaron aquí? Supongo que apostarías que por violación, pero hace años encabezó una revuelta anticorporativa en Rodina. Si la hubieran visto ayer sus camaradas. Pero tú… desde el principio supe que no eras una asesina ni una revolucionaria idealista. Dime, ¿por qué viniste a Angélica? No creo que haya sido sólo a buscarme. Eres hermosa, elocuente, conoces viejas máximas chinas y probablemente tengas también algún título universitario. No eres una cazadora de famosos.

—Tengo el título y de una universidad de la Tierra, como tú… sólo que en psicología, no en historia. Pero nunca ejercí. Siempre quise ser cazadora y sólo cazadora. E igual que tú, quería el máximo desafío. Cazar onis. Y estoy aquí porque quiero que tú me enseñes. Tú eres el único auténtico cazador de toda Angélica. Los demás son prisioneros que sólo luchan por sobrevivir, mientras que tú elegiste, lo haces por placer. Sé que puedo morir mil veces aprendiendo… pero nada más deseo tanto en esta vida.

—Placer… Cuéntame de ti, Klinga. ¿Cómo hiciste para poder venir aquí?

—Nunca me pareció justo que al mejor terreno de caza de toda la Expansión Humana sólo pudieran entrar los delincuentes incorregibles. Por años venir aquí fue mi sueño secreto, pero no tenía dinero para hacerlo realidad. Me llamo Klinga Van Voght. ¿No te suena? Los Van Voght de Vergel, vieja aristocracia holandesa venida a menos, pero aún ricos. Por eso pude estudiar en Viena. Generaciones anteriores del apellido ganaron justa fama de derrochadores, pero mis padres aprendieron la lección, y cómo conservar lo que teníamos. Era su única hija y heredera, y mi dinero estaba depositado en un fideicomiso bancario bajo su directa supervisión. Nunca me habrían permitido derrocharlo en un suicidio como éste. Hasta que hace menos de un año todos mis parientes fueron a un crucero de lujo… y murieron durante la reentrada a Vergel. Fue un error de la IA. Lo mismo que la lanzadera, pertenecía a la corporación Mrinya, y entre el dinero que heredé y la jugosa indemnización que esos rusos me pagaron para que no divulgara el accidente, de pronto tuve suficiente para comprar un mapa de los agujeros de gusano y una nave propia. Aunque también hubiera necesitado la clave para pasar a través de las minas espaciales y sobre todo alguien dispuesto a traerme. Carezco de tus habilidades como piloto. Y yo quería venir sola. Parecía un callejón sin salida. Ya casi estaba dispuesta a dedicar cinco años de mi vida a convertirme en piloto, o a cometer algún crimen tan horrendo que me diera pleno derecho a estar aquí, cuando descubrí otro modo de entrar en Angélica sin ser antes desterrada: el contrabando.

—Las naves robot de las Siete Grandes. No hay muchos que sepan de ese tráfico. Debiste gastar bastante para ponerte al corriente. Además, están diseñadas para llevar carga, no pasajeros. No sé cómo tu hacker engañó a la IA, pero hizo un buen trabajo. Y también estoy seguro de que pasar dos semanas encerrada en una bodega, entre bultos precintados y cibermanipuladores inertes no pudo ser muy cómodo… y menos con ese dermotraje adherente. ¿Qué, querías causarle una buena primera impresión a los onis?

—No; a ti. Pregúntale a Lecocq si valgo o no la pena. Con él no cooperé, pero contigo… si me enseñas seré tu esclava sumisa. ¿Cuánto hace que no estás con una mujer, Gondo? Mírame. ¿Me encuentras bella? ¿Qué edad crees que tengo? Apenas 32… ¿Has estado alguna vez con una tan joven como yo, desde que cumpliste los 100?

Toca un punto en su nuca y el dermotraje adherente cae resbalando hasta sus tobillos como una cascada de plata viva. Debajo está desnuda. Gondo la observa, sonriendo inescrutable, y ella respira profundo para que los erguidos pezones resalten aún más.

—Me reduje el seno y me hice extirpar todo el vello púbico, como a ti te gusta. Solo quiero gustarte, darte placer. Ven, tócame… todo es para ti. Sólo tienes que aceptarme…

Inesperada, la bofetada la derriba y la devuelve una vez más rodando al rincón.

—Basta de circo, princesa. Soy demasiado viejo para que mis hormonas controlen a mis neuronas. En ese pañol hay redecillas de cabeza, botas herméticas, raquetas para el polvo, un casco con máscara filtrante y gafas antipolvo y sobre todo un buen dermotraje. Te debe quedar bastante grande, así que no te verás tan bien como con esa baratija provocativa. Pero estarás mucho más fresca y perderás menos humedad corporal. Vístete, recógete esas greñas antes de que mi cuchillo te las corte, y deja de comportarte como una puta. Las putas casi nunca son buenas aprendices.

—Entonces, ¿es un trato? ¿Me enseñarás a cazar onis como tú?

Ella obedece rápida, sin importarle la sangre ni la hinchazón de su labio roto.

—Te enseñaré Aún no creo ni media palabra de lo que me has contado, princesa. Pero, ya que estás aquí. Llevo demasiado tiempo solo, y en el peor de los casos será entretenido.

—¿Cómo me veo?

Gondo le dedica una concienzuda mirada, y ríe:

—Como un espantapájaros. Para empezar con la máscara tan suelta te deshidratarás en un par de horas, y en cuanto te agarre la primera ráfaga del wang wao estarás cagando arena una semana. Pero no te preocupes, ya aprenderás con el tiempo. Si sobrevives.

—¿Me mostrarás el resto de tus armas? ¿Me darás un lanzadardos como el tuyo?

—Más adelante, si demuestras que sabes usarlo. Ahora, coge un trapo y limpia la cabina. Y ten más cuidado en el futuro: esa papilla vegetal me cuesta demasiado cara para tirarla por los suelos, y Peri no es un chiquero, por mal que huela. Bueno, ahora que seremos dos olerá peor. —Gondo acciona una palanca y su sillón se convierte en un lecho—. Tanta cháchara me ha dado sueño. Duerme tú también, si puedes. Queda sólo una hora hasta el amanecer y el suelo es duro, pero dentro de un rato necesitarás todas tus fuerzas.

—¡A la orden, jefe! —se burla ella. Pero mientras friega el suelo silba contenta.

 

*****

 

Ter-Mizar aún no asoma tras el horizonte cuando de la arena brota un fino periscopio que gira en redondo y se pliega. Luego, alzando nubecillas de arena que el wang wao arrastra diligente, emerge el resto de Peri, que tras activar el holocamuflaje comienza a avanzar a toda máquina por el desierto en penumbras.

A los pocos metros tuerce a la derecha. Con unos pocos movimientos expertos y veloces Gondo se cierra la chaqueta del dermotraje, se encasqueta el casco con la máscara filtrante y las gafas antipolvo y lo conecta mediante un pequeño cable al tablero de mandos. Luego, sujetándose una cuerda con mosquetón a una argolla del cinto, sale de la cabina y se queda colgado sobre un lateral del vehículo. Gracias al cable, Klinga puede oír perfectamente cada palabra suya.

—Conduce tú. Es como cualquier vehículo de orugas: cada palanca controla una espiral. Adelante, más rápido, atrás, más despacio. Si una va más deprisa que la otra, se gira hacia la más lenta. Recogeremos las alarmas de perímetro sobre la marcha. No aceleres demasiado y guíate por la segunda pantalla de abajo a la izquierda.

—¿Recoges esos dichosos postes cada mañana? ¿Tienes miedo de que se oxiden?

—Qué va, el aire aquí tiene mucho oxígeno, pero es increíblemente seco. Es que son caras. Más a la derecha o tendremos que hacer otra pasada… eso es, ya tengo el primero.

—Ya sabía que el aire era seco. Apenas 17 gramos de vapor de agua por metro cúbico. Oye, aquí no hay ríos ni lagos ni llueve jamás, ¿cómo te las arreglas con el agua?

—Como todos los proscritos. Ahorrando y reciclando toda la que puedo. Además, mi sistema acondicionador no sólo refresca la cabina, también condensa cada día unos veinte litros. De lo contrario tendría que usar trampas de rocío o algún proceso para extraer químicamente el agua de los silicatos y aluminatos de la arena… Más a la izquierda, ya veo el segundo… Los neoshiítas probaron ambos sistemas sin mucho éxito. El primero requería grandes extensiones de terreno cubierto con colectores de humedad. El segundo, cantidades prohibitivas de energía. Y ninguno es muy eficiente.

—También podrías canjeársela a las naves corporativas por pieles o cristales…

—La economía nunca fue tu fuerte, ¿eh? ¿Comprar agua? Algunos lo hacen sí. Pero no me alcanzaría todo lo que cazo para comprar repuestos ni suplementos alimenticios… despacio, la arena debe haber cubierto al tercero.

—Claro, la comida. Aquí no crece nada. ¿Qué hacen? ¿La importan, o hacen hamburguesas de oni? Dicen que son venenosos… Eh, debería estar justo delante de ti.

—Cuando no queda más remedio, el ser humano come hasta piedras. La bioquímica de los onis es tan caótica que de vez en cuando alguno puede comerse. Hay proscritos que se fían de su suerte o de signos casi cabalísticos para saber cuándo. Otros hacen pruebas rudimentarias de compatibilidad. Y siempre puedes simplemente arriesgarte. Con suerte no pasa nada. Sin ella… los efectos pueden ir desde una diarrea, siempre incómoda con este calor y esta sequedad, hasta la muerte instantánea. Yo traje un kit bioalimentario con el que analizo la carne de todos los bichos que abato hasta que doy con alguno comestible. Y no quiere decir sabroso. Debería guisarlos con mucho picante para que no sepan a mierda, pero ya te dije que aquí exagerar con las especias es peligroso. Tenías razón, estaba aquí mismo, ya tengo tres, vamos a por los dos que quedan.

—Tengo razón casi siempre. Pero cualquier dieta a base exclusivamente de proteína animal lleva tarde o temprano al escorbuto y la avitaminosis…

—¿Quieres ensalada? Los únicos vegetales nativos son esas algas de las nubes, y ni siquiera en Peri hay espacio suficiente ni para instalar un organopónico bonsai, así que la mayor parte del tiempo hay que conformarse con las píldoras vitaminerales que las naves contrabandistas nos traen a precio de oro… Despacio, éste está muy inclinado.

—¿Está bien así o voy más lenta? Ocho años sin comer verduras…

—Ayer comimos. No serían frescas, pero se supone que la congelación conserva la mayor parte de los nutrientes ¿no? Sigue así… eh… lo tengo. Recta, que queda sólo uno.

—Bueno, igual no me gustan tanto las ensaladas.

—Lo tengo. Entro.

Gondo regresa a su sitio en los mandos del vehículo y toma un nuevo rumbo. Ya la claridad de Ter-Mizar se asoma en el horizonte. Un alto monolito basáltico recorta su fino perfil solitario contra el difuso resplandor.

—Tienes un sistema de comunicación casco-cabina. ¿Hablas a menudo con tu vehículo, o esperabas compañía?

—Peri tiene muchas virtudes, pero no una IA. Las Siete Grandes no lo habrían permitido. Es más bien un sistema casco-casco para hablar entre proscritos. Sólo usamos los altavoces de los cascos cuando hay una nave cubriéndonos con sus láseres.

—Ah. Oye, ¿cómo sabes que es por aquí? Monolitos aparte, todo el desierto me parece idéntico. ¿Cómo se orientan en él? Anoche hablaste de seguir el rastro, pero este maldito viento tiene que haber borrado cualquier huella.

El cazador señala otra pequeña pantalla. Klinga se inclina a mirar, rozándolo con su abundante cabellera pelirroja

—No las bioquímicas. Esto es una cibernariz. Nombre horrible, pero es mil veces más sensible que el olfato de un sabueso. Detecta hasta una molécula de hemoglobina en un lago de ácido clorhídrico y lo he sintonizado con la linfa de nuestro amigo. El wang wao desplaza la arena, y mientras más tiempo pasa, más se dispersan los granos sobre los que cayó la linfa, pero bastará con tener el rumbo general por el que huyó. Me costó treinta cristales, pero bien que los vale. He seguido rastros de 4 días con él, aunque entonces ya hay que trazar círculos de radio creciente para hallar la pista. En cuanto a la orientación… veamos. Sí, esa aguja que vez allá debe ser Japeto. Exacto. Pero no todos tienen nombre… los comandos de la Exxony los usaron como puntos de referencia pero, o no tuvieron tiempo de bautizarlos a todos o se les acabaron los nombres de cíclopes, titanes gigantes y héroes de la mitología griega. Cada proscrito recibe un mapa, y todo vehículo viene con su GPS[19] que capta las emisiones de algunos satélites que los militares pusieron previsoramente en órbita. Si no fuera por eso, con el wang wao cambiando cada día la topografía, el cielo nocturno en el que apenas si se ven tres o cuatro de las enanas amarillas de la constelación del Guepardo, y las entrañas del planeta con tan poco hierro que las brújulas magnéticas no funcionan, estaríamos siempre perdidos… y te dije que te recogieras esa pelusa o te la cortaré.

Aparta el pelo de la mujer de un disgustado manotazo.

—¿Tan mal me queda? Además, no estamos afuera… cuando salga me lo recogeré.

—Princesa, da igual si te queda bien o mal: esto es una guerra, y hasta el más mínimo detalle puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte. Aquí adentro no importa, tienes razón, pero ¿y si tuvieras que salir a escape, sin tiempo para recogértelo? Una ráfaga inesperada del wang wao, un mechón de pelo que te cubre los ojos en el momento de disparar, y se acabó. También están los piojos… como a tantos otros mundos, nos acompañaron hasta Angélica. Y con los precios de las Siete Grandes nadie puede darse el lujo de comprar insecticida. Algunos proscritos se afeitan todo el cuerpo. Yo soy casi lampiño y no me molesta rascarme la coronilla… a veces me ayuda a mantenerme despierto. Pero en tu lugar me extendería ese tratamiento depilatorio a la cabeza.

—Eres odioso. No todo puede ser pragmatismo en la vida.

Pero obedece y recoge su exuberante melena rojiza en una apretada trenza. Él sonríe y señala los multicolores ángeles que todavía revolotean afuera:

—Si no te gusta, siempre puedes pedirle a ésos que te revelen su secreto. Andan todo el tiempo con el pelo suelto. Y no creo que tengan piojos.

Klinga observa las luces que juegan en torno a Peri. Jamás quietas, siempre cambiando de color y forma. A veces giran vertiginosas sobre sí mismas, otras dan de veras la impresión de tener cabelleras de luz tremolando al viento. No es hasta que la luz del primer sol de la binaria se alza implacable sobre el desierto que se elevan y desaparecen.

—Sí, son hermosos. Y ¿qué es lo que son, realmente?

—Por desgracia, después de ocho años observándolos sé sobre ellos casi lo mismo que cuando llegué. ¿Una variante local de las auroras boreales? ¿Espejismos móviles? ¿Seres de energía y no de materia? Escoge la teoría que más te guste. A veces pasan a través de ti como si no existieras. Yo he hecho la prueba y no se siente nada. Otras veces huyen de tus movimientos, danzando alrededor de ti como si se burlaran. El ayatollah Ismal decía que eran ángeles de Allah que protegían a los buenos creyentes de la furia de los onis siervos de Iblis, y los consideraba una presencia benéfica. Pero no salvaron Nueva Meca.

—Serán algún tipo de fuegos fatuos, o a lo mejor rayos esféricos, que también reaccionan al desplazamiento de aire. ¿Nunca nadie ha capturado uno para analizarlo?

—¿Puede capturarse el sol, el viento, una sombra? Se ha intentado muchas veces. Pero nada funciona, créeme. Fuegos fatuos, ja. ¿Dónde ves pantanos en este mundo?

—Podrían brotar de los cadáveres podridos de los onis. ¿Reaccionan a los campos electromagnéticos?

—Los captan, porque huyen de ellos. Y de las trampas de gravedad, redes de neutrinos y demás parafernalia tecnológica… salvo máseres y láseres, y porque no me dejan las Siete Grandes; he probado de todo. Al final lo mejor es considerarlos parte del paisaje. Son bellos, no se meten con nadie, y tampoco sirven para nada. En fin, ángeles…

—¿Te imaginas si resultaran seres inteligentes? En tres siglos de Expansión Humana sólo hemos encontrado restos de otras razas racionales.

—¿Tú también vas tras el premio que el viejo Katsushiro Shinobi prometió al primero que encontrara seres extraterrestres inteligentes vivos?

—Indulto de cualquier crimen para él y su familia. Soy huérfana; no me interesa.

—Ni a mí. Y en el resto de la Expansión Humana tampoco debe parecer muy atractivo. Pero aquí indulto pleno significa poder dejar Angélica. Así que probar que ángeles u onis son inteligentes es el sueño que impide que muchos proscritos enloquezcan.

—Podríamos ser nosotros los que lo lográramos.

—Haz como todos: investiga. Quién sabe: la suerte es loca y a cualquiera le toca.

—Ni tú ni yo queremos irnos…

—Podríamos regalarle el premio a alguien. ¿Qué tal a Lecocq?

—Vete a la mierda. Tú sabes algo. Cuéntamelo; si mueres, el dato no morirá contigo.

—No, princesa, así no vale. No pienso morirme pronto. Y tienes que descubrirlo por ti misma. Aunque puedo ayudarte un poco. —Élmira la pantalla y reduce la velocidad de Peri—. Bueno, parece que llegamos tarde. La cibernariz está captando cetonas y otras moléculas típicas de la descomposición animal. Debe haber muerto detrás de aquella duna, y hace un buen rato. No quedará más que un esqueleto cubierto de arena. Por eso aquí no hay fuegos fatuos. Ninguno de estos bichos le hace ascos al canibalismo. Lógico: aparte de la carne y la linfa sus semejantes, qué más podrían comer o beber en este desierto…

Una motita luminosa aparece en la pantalla del radar. Gondo frena en seco, serio.

—¿Qué pasa ahora? ¿Un oni?

—Y no uno cualquiera: fíjate en lo opaco del eco, en el tamaño y la velocidad.

—Parece bastante lento…

—Unos 5 km/h, la velocidad de un peatón. Nadando bajo la arena no se puede ir más rápido, pero la señal en el radar casi desaparece. Me paré para hundir un par de metros el aguilón del sonar de arena. Está sintonizando, espera un segundo… eso es, míralo ahí. Parece un gusano de cola larga y fina y con aletas. Pero de más de treinta metros de largo.

—¿Lo perseguimos?

—¿Te enfrentarías a un cachalote con un waribashi? Y como los grandes y los pequeños tienen todos un único cristal, tampoco vale la pena. Me enterraría de nuevo si sirviera para algo, pero ya debe habernos descubierto. Esperaremos un segundo y si viene hacia nosotros, media vuelta y a correr. Y roguemos por que no sea más rápido por encima de la arena que por debajo. Porque si nos alcanza, sólo quedaría una opción.

—¿Dispararle con todas tus armas?

—Peri no tiene muchas armas que puedan hacerle cosquillas a ese titán. Me refería a rezar. No me consta que ayude mucho, pero serviría como consuelo mientras te comen. Por cierto, algunos proscritos adoran a los onis; les piden perdón antes de matarlos. Y no son sólo los de ascendencia japonesa.

—Allá ellos. A mí no me gustan los dioses que pueden devorarme.

Aguardan al pie de la barkana, vigilando tensos la pantalla. El eco del leviatán es cada vez más claro, pero parece dirigirse hacia un punto situado algo adelante del que ocupa el torquemóvil.

—Parece que el cadáver de nuestro amigo de anoche le pareció más atractivo.

Gondo no dice nada. Frunce el ceño y sus dedos vuelan sobre el tablero de instrumentos hasta que un chasquear sordo y repetido se escucha en la cabina. Y otra vez.

El torquemóvil vuelve a ponerse en marcha, y dos segundos más tarde el velocímetro marca 40 kilómetros por hora. Suben la duna, la bajan, ya van a 100.

—»Lo mejor con un oni tan grande es ignorarlo: No tenemos armas para él» y allá vamos a toda marcha. ¿Por qué cambiaste de idea? ¿Qué eran esos chasquidos?

—No vamos a toda velocidad. Pero a más de 100 la estela que dejamos se vuelve tan visible que sería como gritar que estamos aquí. Ese ruido era acero cortando carne. Y nadando bajo la arena ese bicho debe haberlos captado antes que mis instrumentos. Son los golpes de una antigua arma humana desollando o destripando un cadáver de oni. Una lanza de hoja ancha y doble filo, se llama partesana.

—Gondo, ahora sí estás exagerando. ¿Reconoces a ese anacronismo sólo por el ruido que hace al desollar un oni? ¿Tienes el oído de radar como los murciélagos?

—No; tenía una grabación de su dueño usándola, y la comparé con el sonido que capto ahora. Es Ryan el muerde-y-huye… me ha sido útil un par de veces. Pero es muy descuidado. ¡Mira que le he dicho que no haga tanto ruido! Los onis tienen un oído extraordinario, sobre todo los cavadores. Trataré de que éste no sea su último error.

El torquemóvil ha coronado la última barkana. Al pie, con el holocamuflaje desactivado, un gravitrineo con cabina reposa junto a un corpachón semidesollado de enormes patas insectiles y cabeza de cocodrilo grandes orejas y tres racimos de ojos cuyo brillante escarlata original ya ha cedido el paso al gris apagado de la muerte.

Un hombre con el dermotraje completamente salpicado de linfa púrpura y cuya máscara filtrante tiene dibujada una alegre sonrisa de payaso hurga meticulosamente en la enorme carroña con una especie de lanza de hoja tan ancha como una pala. No parece haber advertido la aparición de Peri.

—Sé que mi holocamuflaje es el mejor, pero ¿también se le olvidó poner alarmas de perímetro? ¿Cuánto kirak habrá bebido anoche? ¿O querrá suicidarse? Casi me dan ganas de matarlo yo. En fin, espero que no sea muy impresionable, o morirá de un infarto. —Gondo se inclina sobre el tablero—: ¡Ryan, viene otro! ¡Detrás de ti!

Sobresaltado por las palabras que el sistema de altavoces externos de Peri amplifica hasta el rugido, el hombre deja de hurgar en el cadáver y mira en todas direcciones, confundido. Luego alza un brazo y saluda sin mucho entusiasmo.

—Debí haber chillado como un oni. Es obvio que no entendió, y como reconoció una voz humana cree que no corre peligro. Probaré otra cosa.

—¿Hacernos visibles?

—Si quieres. Pero mejor concéntrate en guiar a Peri, y no directamente hacia Ryan, sino unos 30 grados a tu derecha. El cavador saldrá por ahí. Entonces aprieta el botón con la doble cruz. Es nuestra arma más potente: torpedos guiados por hilos. Para apuntar bien con ellos haría falta una IA. Pero tú prueba de todos modos. Usa la mira láser y suerte.

Al instante siguiente Gondo ya ha saltado fuera.

No es tan fácil guiar un torquemóvil. Mucho menos para un conductor inexperto y a toda velocidad. Concentrada en no volcar descendiendo la duna, Klinga demora casi un par de segundos en desactivar el holocamuflaje del vehículo.

Aunque ininteligible, el grito de Gondo ya había puesto en alerta al hombre de la máscara de sonrisa de payaso. Pero ahora, primero la visión de una inconfundible doble estela de arena, después de una silueta humana que surge aparentemente de la nada, y al fin de un torquemóvil que se dirige a un punto situado hacia su izquierda, lo dejan petrificado.

En cambio, la flecha que acto seguido se clava en el cadáver del oni frente a él y lo cubre de linfa al estallar le aclara la situación: el recién llegado quiere arrebatarle su presa. Decidido a no permitirlo, Ryan se desliza a toda la velocidad de la que son capaces sus raquetas hacia su vehículo. Necesita un arma más potente. Bien manejada, una partesana puede partir en dos a un hombre. Pero contra un torquemóvil no sirve de mucho.

Aunque basada en un error de juicio, la acción salva su vida.

El inmenso apéndice articulado rematado por un aguijón venenoso de casi un metro de longitud emerge en una explosión de arena al pie de la barkana y se alza alto para luego bajar como un mortífero látigo, justo en el sitio que ocupara el joven proscrito.

El lanzadardos describe un arco en manos de Gondo, que dispara sin apuntar mientras se desliza duna abajo sobre sus raquetas. Cuatro saetas silban. Tres se hunden en la arena, inofensivas. La otra acierta en la cola acorazada y estalla sin causar mucho daño. El oni es demasiado grande.

Klinga lanza el torpedo, más porque Gondo se lo ha pedido que porque confíe en acertarle al titán… y menos en destruirlo si le acierta. Una estela atraviesa la arena. Lenta, desesperantemente lenta. Pero así tendrá más tiempo de apuntar. Se afana en la mira.

En una cabeza de casi tres metros de ancho al extremo de treinta y cinco metros de cuerpo de ciempiés rematados por una cola de escorpión, varios pares de ojos aprecian la situación y un complejo cerebro la analiza tácticamente a toda velocidad.

Algo grande y que se acerca: un vehículo. Suelen estar bien armados y ser rápidos.

El hombre que le ha causado un leve dolor. Sostiene algo. ¿Más dolor?

Una pequeña y lenta estela en la arena ¿Un oni joven?

Otro hombre que se aleja hacia otro vehículo, inmóvil y más pequeño. Muy cerca.

Ningún oni tan pequeño como el que genera esa estela osaría atacar al coloso.

El vehículo y el hombre-que-causa-leve-dolor trataron y tratan de distraerlo.

Por tanto, el otro hombre es el más vulnerable.

La mole se revuelve con sorprendente rapidez sobre sus cientos de patas-aletas.

Ryan está llegando a su vehículo. Ya ha comprendido que Gondo no quería robarle la presa sino salvarlo, y que hay un oni muy grande a sus espaldas, pero no pierde ni una fracción de segundo en mirar por encima del hombro.

De nuevo la cola desciende cortando el aire. Gondo intenta meter un nuevo cargador de cinco flechas en su lanzadardos, aún sabiendo que no podrá disparar antes de que el mortal aguijonazo atraviese la espalda de Ryan…

Y entonces la lenta estela de arena alcanza a su objetivo entre la cola y la cabeza.

La explosión del pequeño y potente torpedo parte en dos a la gigantesca criatura. Patas-aletas, vísceras, trozos de coraza y chorros de linfa purpúrea saltan en todas direcciones. Un fragmento del tórax, de varios metros de largo y con dos pares de apéndices articulados cortos y aplanados, choca con el gravitrineo abollándolo del golpe.

Otro pedazo mucho más pequeño roza la espalda de Ryan y lo derriba. Creyéndose alcanzado por el aguijón, el joven aúlla, suelta la partesana, se revuelca y patalea desesperadamente, lanzando lejos las raquetas y levantando nubecillas de arena cenicienta.

En los mandos del torquemóvil, una Klinga cuyos músculos el reflujo adrenalínico parece haber vuelto de goma encuentra tan cómica la frenética pantomima que ríe a carcajadas. Pero Gondo mira la arena, estupefacto. Klinga sólo disparó un torpedo, y todavía hay otras tres estelas que se acercan. De repente comprende de qué se trata.

—¡Cuidado, Ryan! ¡Las crías! —aúlla, alzando el lanzadardos ya cargado y casi volando sobre sus raquetas hacia el hombre que aún yace en el suelo.

El primer dardo se clava en una cola que surge de la arena. Es réplica exacta de la de su madre-padre, pero mide sólo un par de metros de largo. La explosión la arranca de cuajo, y el resto del animal emerge chasqueando furioso sus dos tenazas. Una es mucho mayor que la otra, como en los cangrejos terrestres llamados «violinistas». Aunque apenas si acaba de salir de las entrañas de su progenitor, el mutilado oni-violinista de cuatro metros ya está perfectamente formado y tiene ganas de pelea.

No le duran mucho. Ryan se yergue de un salto, y blandiendo su pesada arma, con un experto revés horizontal le amputa la pinza mayor al agresivo recién nacido. Y antes de que pueda usar la otra, la punta de la partesana le atraviesa el cerebro.

La segunda flecha de Gondo también se clava en otra colita que surge rígida de la arena lejos a espaldas de Ryan, lanzándola todavía más lejos con la explosión. Pero éste, aunque sin tenazas, tiene dos colas más, que no sólo se alzan con la velocidad del dolor sino que se desprenden y vuelan, rectas como lanzas.

Los proyectiles orgánicos se clavan en la espalda del proscrito de la sonrisa de payaso en el casco, lo atraviesan y asoman un par de palmos por su pecho y vientre.

Ryan se desploma, mientras la tercera y la cuarta flecha de Gondo vuelan en pedazos la cabeza y el tórax del pequeño oni «jabalinista», aún semiocultas bajo la revuelta arena. Antes de que los fragmentos lleguen al suelo, un quinto dardo se clava a unos pasos de distancia, sin estallar. Le ha fallado por centímetros a la última cría, un híbrido de mantis religiosa y lancero que carga contra Gondo trotando sobre sus varios pares de patas.

El cazador arroja el lanzadardos, desenvaina su kukri y espera a pie firme al «bebé» de casi tres metros de altura, como mismo aguardaría un infante la embestida de un caballero feudal con lanza y armadura. Cuando ya parece que el estilete de dos metros de largo que es el brazo derecho del monstruo va a atravesarlo, Gondo gira sobre sí mismo a la vez que se agacha, evadiéndolo. Con la misma fuerza del giro da en el flanco de la criatura una palmada que lo hace resonar como un tambor, y aprovecha el impulso para saltar lo más alto que puede, abandonando sus raquetas y burlando así al otro brazo, una pinza raptora con púas como la de las mantis, pero mayor. Por un instante parece sujetarse del cuello del oni, al siguiente se suelta y cae rodando sobre la arena. Con las manos vacías…

La mantis-lancera continúa algunos metros arrastrada por su ímpetu, luego gira en redondo. Pero en vez de cargar de nuevo, se detiene y sacude un par de veces su pesada cabeza. Hasta que se pliega sobre sí misma, despacio y temblando como si sus patas se negaran de repente a sostenerla. La linfa purpúrea le brota a borbotones del costado roto por el golpe de palma. El brazo-lanza se inclina y se clava en la arena, abatido. La gran cabeza insectoide también se humilla, y sólo entonces vuelve a ser visible el arma del cazador, clavada tan profundamente en la juntura entre las placas de la nuca y el cuello del monstruo que apenas si asoma el mango.

Ha pasado menos de un minuto desde que Gondo saltara del torquemóvil.

La mole de Peri tritura el cadáver de la mantis-lancera entre sus espirales antes de detenerse. Una desgreñada Klinga salta fuera sin siquiera acordarse de calzar sus raquetas, y, tratando de mantener el equilibrio con las piernas muy abiertas, corre trabajosamente hacia Gondo. El cazador está arrodillado junto al hombre de la máscara con la sonrisa de payaso, que todavía se estremece débilmente. Las dos colas-lanzas aún asoman de su torso.

—¿Está vivo? ¿Podemos… hacer algo?

El cazador de ojos grises mueve la cabeza de un lado a otro, despacio.

—Casi… lo logramos… ¿verdad… Gondo? —musita aún Ryan, pero una nueva y más fuerte convulsión corta sus palabras—. Mierda… con esos recién… nacidos… ese lanzador de colas… acabó conmigo… pero le diste bien… a esa cosa rara… buen cuchillo el tuyo… me gustaría… tener uno igual… y poder hacer… lo que tú haces… tu amiga… es hermosa… convídala a kirak… de mi… parte… duele… —y muere, con sangre espesa y oscura brotándole por las heridas y la boca.

El hombre de los ojos grises arranca de un tirón los aguijones del pecho del cadáver, los quiebra entre las manos y le cierra los ojos.

—Maldito sátiro, ni muriéndote dejaste de pensar en el sexo. Tenía 23 años y no llevaba aquí ni uno. Un tipo raro; en su mundo natal saqueó por años los cementerios para darse banquetes caníbales. Pero nunca le hizo daño a nadie vivo, ni lo habrían descubierto si no llega a compartir su secreto con la novia. Ahora está muerto, y nosotros seguimos vivos, así que a celebrarlo. ¿Oíste lo último que dijo? Mira láser o no, es muy difícil acertarle con un torpedo de arena a un oni que se mueve. Fue un gran tiro, princesa… vamos por ese kirak, que bien que te lo has ganado. Eres hábil.

—Habilidad la tuya. Lo mío fue suerte de principiante. Toda la que él no tuvo. Casi lo logramos; si ese pedazo de cola no lo hubiera derribado, y si el oni no hubiera tenido crías recién nacidas. Sí, un detalle puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte.

Sin mirarla, Gondo va hasta el cadáver de la mantis-lancera y con otro brusco tirón recupera su kukri. Luego llega al gravitrineo del muerto y acaricia la abolladura.

—No, no acaban de gustarme estos trastos. Los he visto hacer 300 kilómetros por hora y sin apenas alzar arena, pero son frágiles y complicados. Si el generador antigrav o el motor inercial se estropean, lo mejor es botarlos. Me quedo con mi Peri. Anda, Klinga, ve a la autococina y prepara algo de almuerzo. Ayer comimos pavo y vegetales importados, hoy te haré probar la carne de un oni especialmente tierno que pasó las pruebas del kit culinario. Tengo sus filetes aliñándose desde hace tres días. Y kirak… vamos a necesitar energías; continuamos con nuestro «conozca Angélica en tres días». Anoche viste cómo se reacciona a un atacante inesperado, hoy cómo se sigue a un herido y se enfrenta a varios onis a la vez. Ahora te mostraré cómo se monta una emboscada. Si los onis son tan amables de venir de uno en uno durante un rato, podríamos conseguir un buen botín de pieles y cristales. Ya tenemos cinco, pero encima de los exoesqueletos de esos insectoides no hay nada ni remotamente parecido a un pellejo aprovechable. Y tampoco te vendrá mal ver algunos tipos… como ves, no todos son tan hermosos como el que encontramos ayer.

 

*****

 

La columna de humo lucha por elevarse recta, pero el wang wao la abate inexorable. En el aire recalentado por el gravitrineo que arde con sordo fragor el rojo de los declinantes soles gemelos resalta contra las nubes verdes, las blancas y la arena gris como en un dibujo infantil. Las mínimas estacas de las alarmas de perímetro podrían ser árboles raquíticos.

El cebo de humo, ruido y aroma de plástico ardiendo ha funcionado. Gondo desuella la última presa con la partesana de Ryan. Dos grandes pieles cubren casi completamente a Peri. Sobre otro trozo extendido encima de la arena hay diez poliedros traslúcidos manchados de púrpura. Sentada a la sombra, Klinga mira otro detenidamente.

—¿Conque éstos son los famosos cristales? A juzgar por el trabajo que se toman para sacarlos de esas inmundas tripas púrpuras, deben valer mucho…

Gondo blande amenazador la pesada hoja de doble filo.

—Las pieles sólo les interesan a algunos coleccionistas. Y basta de burlas o te ocuparás tú del próximo. Es cómoda esta cuchillita, sí. Ryan sabía elegir sus herramientas.

—¿Cómo es que están dentro de los onis? ¿Serán algo así como cálculos renales?

—¿Nunca has leído Moby Dick? Hace siglos, una de las sustancias más codiciadas de la Tierra era el ámbar gris… los perfumistas lo pagaban a precio de oro. Era sólo una especie de sebo intestinal, pero en nombre del buen olor miles de cachalotes fueron cazados para arrancarles hasta el último gramo. Qué son exactamente los cristales, nadie lo sabe. Pero todos los onis tienen uno en alguna parte del cuerpo. Ojalá fuera en un órgano determinado; así no habría que buscar tanto. Los cristales son superconductores a temperatura ambiente, prismas ópticos ideales, y también tienen dos o tres características más que los hacen especialmente valiosos para los circuitos de las IA de última generación, como las que controlan las naves contrabandistas. Sé que en la ingravidez se fabrican cristales sintéticos similares, aunque a un costo mucho mayor y duran un poco menos. Pero lo que importa aquí en Angélica es que las Siete Grandes nos los canjean por piezas de repuesto, alimentos, armas, en fin, casi cualquier cosa, menos armas de energía y naves.

—O sea, que en la Expansión Humana valen mil veces más que todo lo que les dan.

—Quizás hasta diez mil ve…

 

SIGUIENTE

 

NOTAS

 

NOTA 1: Filósofo taoísta, discípulo de Lao Tse. Suya es la famosa parábola sobre el hombre que soñó ser una mariposa y al despertar no sabía si su sueño había sido tal o ahora era una mariposa que soñaba ser hombre. [VOLVER]

NOTA 2: Unidades astronómicas. Distancia media de la Tierra al sol. 149,6 millones de kilómetros. [VOLVER]

NOTA 3: Término chino para los exploradores espaciales, como cosmonauta es rusa y astronauta norteamericana. Viene de taiko, que en chino mandarín significa cielo. [VOLVER]

NOTA 4: En el folkore ruso, guerrero gigante de fuerza colosal. [VOLVER]

NOTA 5: Sueño, en ruso. [VOLVER]

NOTA 6: Líder espiritual islámico. [VOLVER]

NOTA 7: En árabe, infieles. Pero sin connotación peyorativa. [VOLVER]

NOTA 8: Término que en japonés designa lo mismo a monstruos que a demonios o espíritus malignos. [VOLVER]

NOTA 9: O Shaitán, el demonio para los árabes. [VOLVER]

NOTA 10: Alto sacerdote musulmán. [VOLVER]

NOTA 11: Mesías, líder espiritual por inspiración divina. [VOLVER]

NOTA 12: Interdicción o veto islámico. [VOLVER]

NOTA 13: En japonés espía, guerrero o cazador que camina en silencio y sin ser visto o percibido en modo alguno. [VOLVER]

NOTA 14: Palillos usados como cubiertos por los chinos, japoneses y otras culturas asiáticas. [VOLVER]

NOTA 15: Cuchillo o machete corto típico de los montañeses gurkas del Nepal: su hoja curva tiene el filo en el lado cóncavo y es famoso por su tajo pesado y fulminante. [VOLVER]

NOTA 16: Ciudad Perfumada, en chino mandarín. [VOLVER]

NOTA 17: Patria, en ruso. [VOLVER]

NOTA 18: Infierno musulmán. [VOLVER]

NOTA 19: Global Position System, Sistema de Posicionamiento Global por satélite. [VOLVER]