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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 


Ilustración: Pedro Belushi

No conocí a Mr. Bauer, y tampoco sé si alguien lo conoció alguna vez aparte de su familia, en caso de haberla tenido. Vivió la mayor parte de su vida en las afueras de Hell Hill, New Scotland, en una casa barroca con ladrillos a la vista, antigua y decrépita como la colina sobre la que estaba erigida; seis persianas de madera oscura daban al exterior desde la parte frontal, y otras tres por el lado opuesto. Contaba con dos torres cuadradas hacia los extremos, techadas con lajas de piedra roma excesivamente pulidas y brillantes, tanto que, en los días de mayor claridad, uno no hubiera conseguido sostener la mirada en diagonal hacia las torres; cabe decir que estas eran apenas más altas que el cenit de la cúpula verdemar que se abría en medio de la casona. Algunos opinan distinto de mí, pero no cabe duda de que el lugar tenía las pretensiones arquitectónicas clásicas de ciertos templos cristianos del siglo X u XI. De hecho, pude comprobar que en parte era así. Aunque lo realmente exótico era su perspectiva: la casa estaba ladeada sobre la rígida caída de un cerro pequeño. Si hubiera existido manera de apreciarla desde una distancia mayor a un kilómetro, uno la hubiera visto plantada casi en posición horizontal sobre la tierra como un enorme accidente del paisaje. Sin embargo, esta posibilidad la eliminó el hecho de que se encontrara perfectamente circundada y cubierta por el bosque de Hell Hill, al cual los lugareños solían referirse con dos sugerentes apelativos: el primero era Hidden paradise, quizá porque, en cierto modo, la parte exterior del bosque exhibía una hermosa cara de manzanos, cerezos y perales floridos, y más allá azaleas y margaritas a montones; o lo llamaban, simplemente, The sealed, porque era imposible adentrarse en él más allá de los primeros sesenta metros. Las enredaderas interiores eran tan anchas como los muros de una fortaleza y sólidas como el cemento. La casa de Mr. Bauer no se descubrió hasta que el gobierno decidió echar abajo el bosque con el fin de ampliar aquella zona de Nueva Escocia.

 

 

Entretanto la empresa Khöllen se hallaba en el arduo ejercicio de desbrozar el Hidden paradise, el sur del pequeño pueblo tuvo que ser evacuado. Esto se debió a que, durante el proceso de deforestación, comenzó a desatarse una epidemia para la cual nadie había tomado recaudo. Nunca antes había habido señales de que el bosque pudiera estar infestado de aquel modo. En mayor medida se trató de ratas y zorros pequeños, pero entre ellos también hubo alimañas con las que había que tener mayor cuidado, como los escorpiones blancos o las inefables tarántulas Goliat; incluso —aunque suene insólito— se alcanzó a advertir varios ejemplares del heloderma suspectum, conocido también como Monstruo de Gila, un reptil venenoso que por lo general habita las zonas áridas de Norteamérica. Nadie se explica cómo llegó este último ejemplar a desarrollarse en un ambiente como el que circundaba a la casa de Mr. Bauer; de todas formas, fue fácil controlarlo, ya que su naturaleza no tiende a ser agresiva. Respecto a las tarántulas, su aparición se dio en multitud luego de que uno de los cilindros de acero quebrara el tronco de un ombú añoso; el conductor de la máquina diría luego que nunca en su vida había sentido horror tan indecible: «…tarántulas negras, rojas y blancas por todas partes trepaban a mi cabina velozmente, saltaban, tuve que cerrar todo de inmediato. Parecían manos cortadas contra el vidrio queriendo alcanzarme. ¡Un montón de manos! Fue horrible, Dios… Aún no puedo quitármelas de la cabeza», testimonió.

 

 

Luego de dos largos meses, la maquinaria de Khöllen por fin llegó al centro del bosque y, al borde de un profundo peñasco, dio con la inadmisible construcción. He visto cosas extrañas en mi vida, puedo jactarme de ello, pero nunca algo así: una casa que desafiara la gravedad y violara todas las leyes de la física. Se presume que el fondo del despeñadero sobre el que, doscientos metros arriba, estaba la casa, esconde algunas razones que podrían echar luz a todo el misterio, pero no existe quien se anime a descender allí: sólo se ve una enorme boca de piedra grisácea que se extiende hacia una opresiva oscuridad en una caída de noventa grados. Hacía abajo no hay señales de vegetación ni de vida alguna, y de allí emerge un cálido vaho irrespirable, mezcla helio, azufre y un gas indefinible.

 

 

Jonas Heredeaux, un viejo conocido que tengo en Stirling, concejal de la misma ciudad, sabía que yo me encontraba de viaje por el sur de Inglaterra y me contactó con el fin de que hiciera una visita a la casa de Hell Hill. Lo hizo sabiendo que, tras contarme los pormenores del descubrimiento, me tomaría el siguiente vuelto a Escocia sin vacilar. Y así fue.

 

 

—Abel Sosa, amigo mío —dijo la voz al teléfono. No me costó reconocerlo. Su voz aguardentosa y su tono pausado lo develaron enseguida.

—¡Jonas! —exclamé—. Estaba pensando en llamarte en estos días. Hace una semana salí de Rosario…

—Está bien, no te excuses —dijo, animado—. Sé que estuviste trabajando en dos casos importantes al sur de Marruecos el año pasado, y que has visto cosas de las que prefieres no hablar… —No respondí. Eso era cierto—. Hubo un suceso aquí en Escocia, precisamente en la zona de Hell Hill, Nueva Escocia. Sé que va a interesarte…

—¿De qué trata?

—Una casa, Abel, una casa que está construida, mayormente, en posición horizontal sobre la pared oeste de un profundo abismo. Ordené que nadie entrara aún. Como sabrás, tengo grandes influencias por toda Nueva Escocia.

Medité un segundo en lo que Jonas acababa de presentarme. Al fin y al cabo, no todos los días uno sabe de casas construidas de manera horizontal sobre un abismo.

—Esta misma madrugada hay dos vuelos disponibles a Stirling —tanteé.

—No estoy en casa. Ahora me encuentro en el Hotel Brompton de Hell Hill. Vas a tener que tomar el tren desde Edimburgo.

Luego me brindó algunos datos precisos acerca de su ubicación y no pasaron catorce horas hasta que nos encontramos.

 

 

Jonas estaba mucho más achacado de lo que podía imaginarme. La última vez que nos habíamos visto fue casi nueve años atrás, en Lyon, Francia, de donde él era oriundo, y se encontraba de maravillas, hablaba con soltura, bebía y fumaba sin reparo; solía reírse con frecuencia y tener ánimo de perseguir mujeres. Me enteré luego de que había tenido un duro accidente cerebro-vascular y que las secuelas habían sido devastadoras, pero no imaginaba cuánto hasta que lo vi. Ahora se apoyaba sobre un bastón de marfil y avanzaba como si un montón de vientos lo estuvieran empujando en dirección opuesta. Su voz era un susurro grueso sin candor. Estaba flaco y su piel, amarillenta.

En la recepción del hotel mantuvimos una larga conversación que pasó de temas triviales y mundanos hasta la cuestión que me había llevado allí. A esto último, Jonas tuvo el gesto de acreditarme un permiso oficial del gobierno para que pudiera inspeccionar la casa a mis anchas. Después de todo, me debía un gran favor. Aunque es algo de lo que no hablaré en esta crónica.

Me deslicé hacia el sur de Hell Hill a la mañana siguiente, llevando conmigo una mochila equipada con los elementos indispensables para la expedición: algunas sogas, grabadora de mano, linterna, cámara de fotos digital, termógrafo y un botiquín. La entrada al caserón se hallaba franqueada por una cinta de seguridad. Había un grupo de obreros de Khöllen trabajando sobre un perímetro del bosque a lo lejos. El lento rumor de las máquinas llenaba el aire de la colina.

Crucé el precinto y avancé esquivando algunos vestigios de árboles y plantas hasta llegar a la puerta principal. Había restos de caliza y granito en el suelo también. Me detuve y miré con atención el escenario; hay que aclarar que, para estar delante de aquella casa, sencillamente, uno debía olvidarse de ciertas convenciones. No era excesiva la caída en la zona delantera, claro, pero sí inadmisible: de pie frente a la entrada uno podía observar parte de las torres semiladeadas y el filo de las lajas superiores resplandeciendo hacia delante como ojos de tótems, las persianas algo torcidas en una pretensión de paralelogramo y parte de la cúpula central. Se accedía al recinto por una escalera que descendía hasta una segunda puerta de hierro, más pequeña que la primera. En ese momento comprendí que la construcción no había sido víctima de accidente geográfico alguno, sino que había sido planificada a conciencia, en caída; de otro modo no hubiera tenido sentido que a la casa se entrara en descenso. Tardé unos minutos en cruzar el segundo umbral. Palpé primero el metal frío: estaba cubierto de óxido seco y de telarañas diminutas. También advertí un intenso olor que provenía del interior, mezcla de algún tipo de mineral con humedad. Una humedad sobrecargada y penetrante. Y era lógico, al fin y al cabo, aquella mole había resistido al paso de varias centurias completamente cercada por la vegetación. No hubiera sido extraño hallarla podrida hasta los cimientos.

 

 

Destrabé al fin la puerta y empujé hacia dentro. Tuve que encender la linterna de inmediato porque, a pesar de que se colaba luz desde algún lugar, no alcanzaba para abastecer a todo el recinto. En el salón principal había montones de cajas apiladas y muebles cubiertos por sábanas que en su mayoría se encontraban raídas, apolilladas, algo ambarinas. Hice caer algunas de un tirón y el polvo sofocó la atmósfera de la casa durante un largo minuto. Nunca antes había visto mobiliario como aquél, ni siquiera en museos; todos parecían de fabricación casera a juzgar por las imperfecciones. En el cajón superior de un antiquísimo escritorio de roble hallé un montón de manuscritos, todos redactados en gaélico escocés; la letra era prolija y diminuta, ligeramente ladeada hacia la izquierda, y al pie de cada hoja la firma era la misma: Mr. Bauer. Eché una rápida mirada al contenido: la mayoría de las expresiones eran claras, pero por momentos la gramática se volvía compleja; había gran cantidad de vocablos nórdicos antiguos que me eran imposibles de descifrar. De lo poco que pude elucidar, el texto hablaba acerca de una invasión de criaturas añiles como el último estertor del ocaso y pequeñas y salvajes como termitas; entendí entonces que se trataba de una obra literaria, porque también se hacía referencia a un cazador de estas bestias y a su victoriosa empresa. El texto terminaba con un narrador calmo y reflexivo; el final era ingenioso también y me dije entonces que Mr. Bauer había tenido buena mano para aquello. El segundo manuscrito que hojeé era un poco más insólito, ya que trataba sobre cómo había que hacer para matar a un demonio. Reitero que no todo era descifrable, por lo que en gran parte no pude sacarle provecho, pero sí al tema global. En este último, el mismo héroe del cuento anterior debía convivir con la continua acechanza de un grupo de cuatro demonios; sus contexturas se asemejaban a la de un niño común y corriente, pero eran rojos como la sangre a apunto de coagular y tenían siete cuernos sobre el cráneo liso, sus rostros eran alargados hasta la locura (en ciertos casos, el mentón les llegaba al ombligo) y solían ir desnudos, desprovistos de sexo. Había dos modos de aniquilarlos; el primero consistía en cortarles la cabeza y luego los siete cuernos; el segundo, devolverlos a su averno, aunque esto último requería de una hábil artimaña. Así lo había hecho el héroe con tres de ellos: dos volvieron al infierno y uno fue decapitado. El cuarto había logrado escapar de la muerte, no obstante, no había podido huir de una condena de reclusión eterna que el protagonista le había impuesto. Finalizaba el relato diciendo:

 

 

…el hombre vuelve a triunfar por sobre las bestias y protege su alma del infierno.

Mr. Bauer.

 

 

***

 

 

Abandoné la sala, cuyo centro estaba vacío y polvoriento, y me adentré por un corredor pequeño e irregular. Sentí, a medida que avanzaba, cómo iba dominándome el vértigo: la caída de la casa comenzaba manifestarse e imaginé que me convendría andar con cuidado ya que, en algún punto, la construcción tenía que tener un descenso brusco. En un momento tuve que apoyarme contra una de las paredes y concentrarme para no vomitar; entre la humedad intensa, el olor a moho y las fragancias que el lugar había impregnado del bosque, sentí que el estómago se me agitaba de repugnancia.

 

 

Hubo un detalle que olvidé mencionar. Cuando entré a la casa y noté que no había luz, miré hacia las paredes con el fin de alcanzar una de las ventanas que daban al exterior y me di con una extraña sorpresa: todas habían sido construidas sobre la piedra; eran meramente decorativas.

 

 

Por fin llegué a uno de los límites de la casa, que se abría en un pasillo transversal. Las paredes eran de madera. Lo había oído antes, pero ahora era más claro: desde lo alto de alguna de las torres se percibía un lento roído, como si una rata enorme y paciente estuviera abriéndose paso por un grueso listón. El sonido era constante y aletargado. Intenté no hacer caso a la impresión. Si hay algo que puede conmigo son los roedores.

Me sorprendió que en la casa no hubiera tantas habitaciones como había creído en un principio; en una hallé sólo una cocina a leña, una vieja letrina y una mesa de troncos, y en otra no más que una pobre biblioteca con seis de los ocho tomos de la Moralia de Plutarco, dos obras de Platón y varios volúmenes de manuscritos que pertenecían a Bauer. Uno de ellos se llamaba Alpha Inferno. Más allá de esto, no di con grandes cosas en la parte recta del primer pasillo. Luego tomé por un codo hacia la derecha, más luminoso que el nivel anterior, aunque más vacío y sucio; y al llegar al extremo, giré de nuevo hacia la derecha por un estrecho ondulante e irregular. La presión en mi estómago era más intensa, de todos modos, iba con cuidado: no fuera que la casa cediera de pronto y yo acabara en el fondo del abismo.

Como venía diciendo, al fin en el límite del pasillo di con otro espacio transversal, mucho más amplio que los anteriores. Estaba vacío, salvo por tres grandes ventanales que daban al exterior: dos de ellos, sanos; el que coincidía con la salida del pasillo estaba roto. Me acerqué a este último y —a cualquiera le pasaría esto— tardé unos cuantos segundos en razonar lo que estaba contemplando… No pude evitarlo y, ahora sí, devolví todo lo que había comido sobre las tablas de madera del piso… bueno, de la pared, en realidad. ¿Cómo llegué encontrarme en esa posición?, lo ignoro, pero cuando vi que a través de la ventana se veía el insondable foso en una perfecta posición vertical, me dije que ese no era el paisaje trasero del Hidden paradise, que no era el paisaje lineal, y súbitamente comprendí que el que se había volcado a la horizontalidad era yo. Mis pies, en ese preciso instante, se encontraban afirmados sobre una de las paredes, en gravitación opuesta a la tierra. O sea, era como estar ahí contemplando una pintura; la pintura de un foso a través de una ventana. ¡Había que verlo para dar crédito! Conteniendo el aliento y sintiendo cómo un helado sudor se deslizaba por mi cuello, miré por encima de un hombro: el pasillo que tenía a mi espalda mi percepción lo comprendía ahora como un rígido conducto ascendente. Tan simple como eso: todo lo que había detrás quedaba hacia arriba.

Trémulo, y sintiendo una incipiente presión en un ojo, volví la vista al impenetrable agujero de la caverna que estaba más allá del ventanal roto. Una variable lógica de mi cerebro se activó entonces y mi cuerpo recibió la orden de caer. El mareo y la confusión eran perturbadores, pero no podía permitirme el lujo de detenerme a vomitar otra vez; mis hombros ya comenzaban a inclinarse lentamente hacia delante. Pronto sentí cómo la sangre se agolpaba en mi cabeza en una carrera frenética. Si no me hubiera inclinado hacia el límite izquierdo de la ventana a tiempo, hubiera acabado en lo hondo de aquella garganta.

 

 

El golpe que me di contra la madera fue agresivo y me costó el disloque del hombro izquierdo, que ahora me latía con un dolor lacerante. Por milagro, la mochila se había salvado esa vez. Intenté hacer el esfuerzo de girar sobre mí para luego incorporarme con cuidado. El mareo no cesaba. Era lógico, después de todo, mi cabeza había alterado su sentido de horizonte de un modo tan agresivo como antinatural. No quise bajar la vista, ya que a mis pies la abertura se extendía como una trampa de aire. Miré hacia arriba y me enfoqué en lo que ahora importaba… ¡No podría volver a salir! Escalar hacia la parte delantera de la casa hubiera sido imposible: el suelo era de madera lisa, quizá algo astillada y mohosa, pero lisa al fin. Si lograba llegar al primer codo del pasillo, estaba salvado, pero escalando, definitivamente, no iba a poder conseguirlo.

Pasaron quince eternos minutos. Entretanto estaba allí volví a escuchar a la insistente rata gigante, que escarbaba alguna posible trampilla con su eterna y oscura calma. El sonido era intenso, tanto que producía ecos y leves vibraciones en la madera.

 

 

Caí en la cuenta de cómo debía salir de allí cuando, tras un latigazo de dolor en el hombro, cerré los ojos y me quedé sereno, esperando a que mitigara. Por un instante dejé que no importaran la ventana ni la caída. Necesitaba calmar la punzada lacerante que me había embestido debajo del hueso. Era difícil, por supuesto, no podía concentrarme con tanta incongruencia a mi alrededor. ¿Cómo era posible todo aquello? ¿En qué había que estar pensando para que una casa tuviera dos posiciones según la percepción? Recordé entonces que en uno de los textos de Mr. Bauer se mencionaba que la expulsión de los demonios se debía realizar conduciéndolos hacia un abismo; y a ese abismo se accedía por una pendiente natural e insospechada. Sólo era cuestión de guiarlos por los senderos hasta que, por fin, ellos perdían el equilibrio y se desmoronaban hacia el vacío. «Imposible», me dije. Pero, ¿y si no lo era? ¿Y si Bauer se había inspirado en la arquitectura de su propia casa para crear aquella artimaña? Si era así, entonces debía existir un modo de regresar.

Con los ojos cerrados la mente es más clara y puede, incluso, alterar la percepción de lo que existe afuera, eso leí en más de una ocasión. Paciente, comencé a entender que yo en realidad me encontraba de pie sobre la pared del corredor, apoyada la espalda contra lo que era el techo, por lo cual, lo más lógico sería caer hacia el suelo, porque así funcionaba la gravedad. Así y no de otro modo. Yo, sencillamente, no podía estar parado sobre la pared. Todo cuerpo debe ser atraído a la tierra, y la tierra real era el muro de madera que veía frente a mí. Eso era, sin duda alguna. Aún sin despegar los párpados, lentamente, empecé a sentir que volvía a ceder mi cuerpo hacia delante. Otra vez ese vértigo infernal que me embriagaba la garganta; por un momento creí que iba a desmayarme. Sin embargo, pronto mis pies fueron moviéndose hacia el frente y, en cuestión de un lapso, caí contra las tablas del verdadero suelo. Procuré golpear con el lado sano del cuerpo. ¡Por Dios, cómo me dolía el hombro! Es una lástima que, en medio de la caída, la mochila haya querido zafarse de mi costado herido, darse vuelta, deslizarse por mi brazo y caer justo debajo de mis rodillas… Cosas que pasan. Mala suerte, así decía mi madre. Y sí que lo fue, porque más tarde me daría cuenta de que la cámara digital ya no servía más que para ponerla como un bonito adorno en un chatarrerío.

 

 

Cuando abrí los ojos me encontraba aún arrodillado y sostenido con un brazo sobre la madera. A mi espalda ahora estaba la ventana, el hoyo directo. No debía mirar. No debía mirar porque todo iba a darse vuelta otra vez; ni siquiera tenía que pensar en ello. Vi el pasillo que se abría a un metro de donde estaba y, alarmado, lo tomé con celeridad. Había siete metros hasta llegar al codo; si lo alcanzaba sin pensar en el abismo, estaba salvado. Estaría mintiendo si dijera que el pánico no dominaba mi cuerpo como si yo fuese su marioneta. ¿Y si en mitad del trayecto volvía a entender que en realidad me hallaba caminando sobre un espacio vertical y caía directamente a través de la ventana? ¿Y si no lograba controlar a mi mente y acababa desbordándose? Pasé por situaciones que cualquiera catalogaría de «imposibles», pero esto era distinto, porque aquí había que saber desdoblar la lógica para comprenderlo, y para sobrevivirlo.

Corrí, tropecé en la entrada del corredor y volví a correr. Cubrí los metros que me separaban del resto de mi vida en un instante y, cuando por fin doblé el pasillo, apoyé mi espalda contra la pared y respiré hondo. Ahora sí, estaba a salvo; en caso de que todo se inclinara sólo sería cuestión de moverse por la pared hacia la derecha y arrastrarse por el siguiente pasillo hasta la sala. Así y todo, mi sensación de alivio era parcial, ya que el estómago me estaba traicionando de nuevo; en la última media hora se había enfrentado a cuatro cambios gravitacionales. En mi próximo viaje iba a llevar conmigo un Reliverán, o cosa por el estilo.

 

 

Algo aturdido aún, volví a la sala principal. Miré en todas direcciones. Tenía que haber algo más. Si no ¿de qué modo se accedía a las torres? La linterna estaba en mi bolsillo derecho, sana y salva. La saqué y comencé a hurgar entre las cajas y los muebles que había visto en un comienzo. Las cajas —como casi todo lo que había allí— eran de madera, bastante improvisadas algunas. En ellas todo era papeles y papeles, y lo curioso es que el papel era casero, de celulosa reciclada. Mr. Bauer, por lo visto, era un hombre diestro para el trabajo manual. Allí todo parecía tan sencillo, pequeño y, a la vez, insólito. Podía trazar una vaga hipótesis acerca de Bauer, pero aún así era débil e insustancial: leí que hacia el verano de 1949 había cumplido setenta y dos años, por lo cual tuvo que haber nacido entre los meses de noviembre y febrero de 1877; por su nivel de escolarización presumo que se trató de alguien rico, posiblemente de familia noble, ya que de otro modo no hubiera sabido manejar la lengua celta y la germánica con tanta fluidez, ni el latín y el griego, que abundaban entre sus notas; tampoco hubiera sido acreedor de un vocabulario tan amplio y de maneras tan refinadas y precisas. Por lo demás, sus conocimientos de filosofía, astronomía y ocultismo descartaban de plano que se tratara de alguien analfabeto. De ser esto acertado, podríamos imaginar un patronazgo duro, quizá de una ortodoxia aplastante y rígida; es evidente que Bauer tenía alma de poeta y de novelista. Era un buscador. En aquel tiempo, el Hidden paradise (aunque me agrada más llamarlo The sealed) era mucho más espeso, quizá cubriera miles y miles de hectáreas. Supe que la gente que habitaba la antigua Hell Hill le temía. De hecho, se lo llamó así al pueblo por lo que se presume que hay en el corazón del bosque: una vía directa al Averno. Las historias del famoso abismo venían arrastrándose de generación en generación, pero nunca antes alguien había visto el pozo. De algún modo, Bauer escapó de su hogar con unas pocas pertenencias vitales —un hacha, seguramente, tinta, plumas, los tomos de Plutarco, alguna sierra, velas, quién sabe— y se adentró en el bosque. Imagino que debió de enfrentarse a cosas horrendas a las que no estaba acostumbrado —las alimañas, tierra adentro, son tan innumerables como impiadosas—. Por otro lado, abrirse paso por entre las hiedras y las gruesas enredaderas tuvo que haber constituido una ardua hazaña; sólo un demente o un necesitado de libertad podría haberse puesto en ello. Y esto último era Bauer, sin dudas. Bauer, quien, en algún momento, quizá en mitad de la noche cerrada, apartando con desesperación y asco las grandes hojas de los bananos, rehuyendo de la humedad mohosa de los troncos viejos y sacándose de encima las patas que le caminaban ansiosas por el cuerpo, tuvo que dar con la construcción inclinada. ¿Estaría habitada cuando él llegó? ¿Habrá tenido que enfrentarse a alguien o a algo? ¿Y cómo habrá descubierto la engañosa estratagema sin acabar en el fondo? No tenía la más remota idea. Los manuscritos de Mr. Bauer no daban testimonio de aquello… Aunque lo cierto es que no tuve mucho tiempo de leer la totalidad del material que había allí.

 

 

Cuando volví a oír a «la rata» procuré identificar de qué dirección provenía. Estaba cerca… No, estaba muy cerca.

Me aproximé a un alto armario, quité de encima la sábana que lo cubría y, para mi sorpresa, no se trataba de ningún armario: era un portal de madera flanqueado por dos columnas de ébano bien pulido; entre ellas había un pequeño acceso. Descorrí la placa que lo ocultaba y miré al interior. Todo negro al principio, aunque más allá había una débil lumbre. Me llegaba un leve aroma a podredumbre desde lo profundo del lugar. Apunté con la linterna y la luz pronto rompió la penumbra con un cono amarillento. Había una escalera estrecha y larga que ascendía: los peldaños estaba cubiertos de telarañas y ennegrecidos por la suciedad. Ni bien avancé unos pasos me di cuenta de que el ejercicio de los dientes —o, acaso, de las garras— sobre la trampilla se había intensificado de manera vehemente. Había una ansiedad manifiesta en ello. Me paralicé un momento, tomé aire varias veces hasta que logré serenarme y seguí. Allá arriba había una puerta de rejas; uno de los barrotes estaba semidesoldado y caía hacia delante. Pasara lo que pasase, no había más remedio que subir.

Si el gobierno hubiera intervenido antes de que Jonas me facilitara el permiso, estoy seguro de que hubiera habido varias muertes; para empezar, alguno habría caído hacia el vacío en la otra parte de la casa. Y quizá algún otro no hubiera dudado en subir a la torre, ir hacia la trampilla izquierda y liberar lo que se agitaba dentro…

Me sorprendí al ver el amplio recinto del piso superior. Cubría toda la extensión de la casa; el techo, salvo los dos primeros metros cuadrados, estaba cubierto por una bóveda verdemar que ya había visto desde el exterior: era casi transparente y estaba resquebrajada en varios sectores y bastante sucia por fuera. Todo el habitáculo se iluminaba débilmente con un verde denso y lóbrego; no había luz suficiente como para que prescindiera de la linterna.

Jt, jt, jt, jtjtjt…

En los extremos del lugar había dos escaleras que llevaban a las torres. Desde el flanco izquierdo me llegaba el olor a podredumbre y el insistente rumor, la intolerante ansiedad de eso que quería salir. Fui en dirección opuesta hasta la escalera derecha. Esquivé lo que parecía un piano a medio construir; no reparé mucho en él, pero me pareció loable y maravilloso el intento de Bauer por construir un piano con maderas de haya y roble, utilizando las resistentes enredaderas como cuerdas de tensión y dando forma a algún material que no supe identificar para dar entidad a las teclas. Eso me sacó la primera y única sonrisa del día.

En una de las esquinas sin escalera había un maniquí destartalado con una cabeza de armadura y vestigios de una cota de malla, probablemente de entre los siglos XIIy XV.También había un montón de viejas herramientas apostadas contra el otro lateral. Más allá de eso, el recinto estaba vacío. No había ventanas. Supuse que en algún momento estuve parado en horizontal, en correspondencia con la caída del piso inferior, pero al no haber nada que me dejara mirar hacia fuera, mi cerebro interpretó que me hallaba en posición lineal con el lado del pueblo. Todo estaba controlado, de momento.

Subí a la torre con cuidado, impulsándome con el brazo sano. La escalera estaba pegada a la pared, por lo que otro modo no tenía de ascender.

 

 

***

 

 

El nuevo escenario ofreció algunas respuestas acerca de la casa, y lo que pasó después hizo que comprendiera un poco más la literatura de Bauer. Era un espacio cuadrado y pequeño lleno de estantes. Más de lo mismo: encuadernaciones caseras, medio centenar de tomos cocidos; las hojas estaban tan secas y rígidas que hubiera podido rebanarme un dedo de habérmelo propuesto. El primer tomo que agarré comencé a pasarlo sin prestar mucha atención, hasta que reparé en la caligrafía y ahí mismo me detuve. Era absolutamente distinta a la que había leído abajo, y mi certeza fue concluyente: los libros de la torre no los había escrito Bauer. Estaban en latín, la letra era redondeada, tenía más cuerpo que la otra, y el contenido no era literario, sino histórico. Scutum domus, ese era el título con el que iba rotulado cada volumen de la colección. Yo había agarrado el número IV, así que lo dejé en su sitio y busqué el primero.

La casa había sido construida en conjunto por un sacerdote cristiano y un druida celta. Esto se remontaba al siglo XI después de Cristo, también conocido como «el siglo de las cruzadas». Los normandos se habían apoderado de Inglaterra y muchos habían elegido emigrar hacia lo que aún algunos llamaban Antigua Caledonia —que luego devendría en Scotia, Escocia, tras la conquista de los escotos—, ya que el Imperio Romano nunca había logrado dominar esta parte de Britania. Entre los que habían huido de su tierra natal se hallaba Adriano Tideo, un sacerdote cristiano de familia latina, que, luego de cruzar el río Clyde en una balsa improvisada de cañas, llegó al norte de Escocia y conoció a Erwin Belasko, el druida. Los libros de la torre derecha no precisaban muchos datos acerca de este último; mayormente, los volúmenes habían sido escritos con el fin de dejar un registro de lo que pasaba en el lugar. En gran parte, se teorizaba acerca de la naturaleza interior del abismo.

Por algún motivo que se omitía, los dos hombres se habían internado en el bosque de Hell Hill y habían comenzado a construir la casa. Pude leer entre líneas que la comarca que había al sur de la zona en aquella época vivía asolada por reiterados ataques «mágicos» y «malignos» que provenían del bosque. Imagino que Adriano, al no tener otro lugar donde ir, aceptó la misión que Erwin le había propuesto; o quizá fuera al revés, no lo sé. Lo que sí sé es que la arquitectura de la casa tenía un propósito y, por lo que deduje luego, y aunque cueste creerlo, poseía una lógica.

Erwin era un experto en las matemáticas en todos sus aspectos y un arquitecto nato, ya que su padre lo había sido y le había transmitido el conocimiento; Adriano, por su parte, era un gran teólogo y conocedor de la botánica. Este dato es extraordinario —aunque no tengo ya modo de demostrarlo—, pero en el tercer volumen se afirmaba que el hermano del sacerdote, Lucrecio Tideo, había sido el autor del extraño Manuscrito Voynich, entre otras obras de las que nunca oí hablar. Repito, no hay forma de que compruebe esto y, en todo caso, no es un dato de mayor relevancia.

La construcción acabó luego de ocho largos años. Por lo visto, hubo más gente que colaboró en el proceso, pero en su mayoría se trataba de voluntarios que no permanecían mucho tiempo internados en el bosque. Era habitual que se vieran criaturas inconcebibles merodeando entre los árboles al llegar la noche; se dejó testimonio de cuatro desapariciones en esos ocho años y de muchas víctimas que, textualmente, «habían atravesado la cordura» o que «habían roto su lazo con la realidad». Una de estas víctimas había sido una mujer llamada Meredith.

Meredith vivía en las cercanías de Hidden paradise con su familia, y había estado colaborando, como muchas otras mujeres, transportando agua en baldes al claro del centro para los trabajadores. Un día de junio, cuando quiso regresar a su hogar, ya había oscurecido más de lo prudente. Algunos hombres y mujeres intentaron convencerla de que pasara la noche allí; no tenía por qué temer: muchos obreros iban armados con tridentes y arcos; además, se sabía que Erwin disponía de métodos ancestrales para ahuyentar el mal. Pero la mujer decidió que lo mejor sería volver a su casa ya que había dejado sola a su hija y su marido era un borracho incompetente. En medio del camino —porque antes existía uno que comunicaba la casa con el pueblo—, comenzó a sentirse desorientada y, cuando quiso darse cuenta, se halló varada en un lugar cerrado y oscuro. Ya no había árboles alrededor, ni siquiera olor a bosque. Sólo noche. Y en ella, como luces, comenzaron a aparecer brillantes colmillos color ámbar y montones de ojos enormes carmesí. Se acercaban hacia ella y luego se alejaban arremolinados. Según contaría luego la mujer, tanto los ojos como los colmillos parecían no pertenecer a ninguna criatura, a ningún cuerpo, simplemente eran elementos sueltos que rompían la penumbra con una luz propia. También dijo que todo era silencio, como si alguien le hubiera tapando los oídos. Meredith, entonces, sólo atinó a comprimirse sobre sus piernas, protegiéndose de las visiones con un brazo sobre el rostro, llorando. En un momento, poco antes de haberse desmayado, vio venir a una velocidad demencial una boca gigantesca; sólo una boca plagada de finas agujas informes que se movían como la hierba, pero que parecían tan sólidas como el acero. Entonces se desvaneció y fue encontrada en perfecto estado —físico— la mañana del día siguiente. La mujer estaba fuera de sí, como era de suponer. Intentaron ayudarla a que recobrara el grado de cordura que había perdido, y a que, poco a poco, retomara sus obligaciones y fuera olvidándose de aquello. Sin embargo, fue misión imposible y, su desenlace, tristemente funesto.

Una mañana en que Erwin había viajado Edimburgo en busca de cuatro pilares de hierro, Adriano se hallaba colocando las ventanas ficticias en el frente, que servían como método de distracción: en caso de que algo quisiera colarse por allí, solo encontraría piedra sólida y los habitantes del interior ganarían tiempo en ponerse en guardia. Al sacerdote le sorprendió que de pronto Meredith apareciera allí a su espalda, al pie de la escalera, y que lo mirara con aquella sonrisa ausente. Adriano descendió preguntándole si todo estaba bien y, conforme lo hacía, oyó que la mujer comenzaba a gruñir, luego a gemir, y luego a aullar como un lobo ronco y hambriento. En simultáneo. El sacerdote intentó disimular el horror y se persignó. Lo siguiente sucedió de inmediato: escuchó que algo trepaba velozmente por la ladera opuesta de la casa haciendo caer varias rocas a su paso y pronto vio aparecer desde el costado de la casa a una criatura color bermellón, con siete cuernos y una sonrisa quebradiza en su rostro alargado y lleno de pústulas negras; la bestia se acercó con celeridad a la mujer —que no había dejado de aullar mirando al sacerdote— y se le echó encima, abrió su enorme boca y de un solo mordisco separó su cabeza del cuerpo en un corte irregular hasta la altura de un pecho. Adriano, lo único que atinó a hacer fue destrabar la última ventana que había colocado y, sin vacilar, arrojársela a la criatura. Cuando la pesada madera cayó sobre ella y quebró uno de sus cuernos, la bestia se quejó un momento y se desvaneció inconsciente… Sin perder tiempo, el hombre descendió, tomó una soga, amarró el cuerpo de la criatura y lo encerró en un baúl de madera, al que luego dio llave y ataduras. Los restos de Meredith fueron sepultados en el bosque. Se le dijo a la familia que había sufrido un lamentable accidente.

 

 

Ya había pasado una hora y media de lectura y todavía no había encontrado la razón de que la casa se volviera del revés. Luego de haber sacado el libro XXIII del estante me di con dos sobresaltos de naturalezas opuestas: el primero se hallaba pegado a la pared detrás del libro y se trataba de una gigantesca araña Goliat blanca, cubiertas las patas con anillos en azul brillante; sobre los colmillos, dos pequeños ojos ambarinos. Estaba extendida como una garra y pude percibir cómo latía. La luz de la linterna caía sobre ella sin molestarle; por un instante tuve la impresión de que otra Goliat caminaba a mi derecha y se escabullía. Me aparté de esa pared. La que yo tenía enfrente era, aproximadamente, del tamaño de mi rostro. Intenté no moverme, aunque era imposible dejar de mirarla, era hipnótica, tanto que, por un momento, hizo que olvidara el dolor del hombro.

Me espabilé y, con cautela, saqué un libraco de una estantería inferior y fui subiéndolo cuidadosamente hasta la altura de la araña. Tenía la impresión de que en cualquier momento saltaría sobre mí y se abrazaría a mi cara como un molusco. Pero no se movía: respiraba y miraba; apenas se erizaban sus pelos en torno a los largos colmillos bermejos. Cuando por fin me decidí a impulsar el arma contra ella, se movió con presteza y el lomo del libro sólo alcanzó a aprisionar dos de sus patas traseras. La araña entonces giró sobre sí y cayó sobre mi mano. Era como acariciar un cardón. Revoleé la muñeca con un grito de asco y la monstruosidad peluda dio contra la pared opuesta de la torre, cayendo al suelo sobre su tórax, patas arriba. Aunque la repulsión me dominaba, no dudé un instante y la trituré con el borceguí. Pisé con fuerza, como si se tratara de mí o de ella —y casi que lo era—. Cuando por fin supe que estaba muerta, porque había dejado de retorcerse, levanté el pie y mi sorpresa fue en combinación con una arcada: la araña destripada colgaba ahora de la suela de mi bota. ¡Sus colmillos habían estado a punto de atravesar la goma sólida! Todavía me miraba uno de esos ojos enfermizos. Pateé entonces contra la pared con desesperación hasta que gran parte de la cosa se desprendió y cayó como una mancha de savia en el piso. Luego no me quedó otro remedio que agarrar su cabeza y tirar de ella para destrabar los colmillos de mi pie.

El segundo sobresalto fue peor que el primero. Todavía estaba trémulo, mirando a los cuatro vientos, esperando a que un montón de bichos comenzaran a salir de entre los libros, cuando oí que lo que la otra torre ocultaba parecía haber astillado la puerta de madera. Recién en ese momento caí en la cuenta de que algo (en verdad) iba a salir de allí.

Y que vendría a buscarme.

 

 

Aproveché el poco tiempo que me quedaba para hojear un poco más y luego huir. La luz de la linterna temblaba con mi pulso.

Luego de poseer a la criatura, Erwin y Adriano hicieron, mediante un extraño rito, un pacto con la fuerza oscura del fondo: mientras ésta no volviera a subir a la superficie bajo ninguna de sus formas, ellos mantendrían con vida a su bestia. La mantendrían encerrada en la torre izquierda de la casa… (En ese momento mi corazón comenzó a latir con pesadez; la presión me bajó súbitamente. Intenté respirar profundo hasta que aparté la idea. No podía ser cierta semejante locura). Por un motivo muy sencillo la fuerza no iba a poder salir de allí, pasara lo que pasase: había dos cruces encima de su cabeza. Dos cruces puestas por dos hombres de fe, porque así se había trazado el plano inicial de la casa: los pasillos y la bóveda formaban una cruz cristiana con el círculo celta sosteniendo los barrotes. Ingenioso. Había comenzado a leer las primeras líneas del título De re constructio, en el que se develaría el más grande misterio de la casa, cuando oí que algo caía contra el piso de la segunda planta, seguido por el ruido de maderas quebradas.

Un agudo chillido pobló la atmósfera del lugar por un instante.

 

 

Dejé caer el libro en un acto reflejo y miré hacia abajo por el espacio de la puerta. Podía escuchar que algo caminaba allí y que se agazapaba. Lo que hice a continuación fue de sentido común. Me acerqué al final de la torre, moví los restos de la araña con el pie y la empujé lentamente hasta el borde del hueco. Luego la dejé caer y apagué la linterna para que lo que fuera que hubiera allí no me viera. Esperé en silencio, tratando de contener el aliento. Pasaron unos segundos y el enorme insecto seguía allí tendido con las patas cerradas sobre el suelo de madera, penosamente alumbrado por el mediodía verdoso que se filtraba desde la cúpula. Nada se movía. Era extraño no sentir el constante roído de la portilla de la otra torre; uno suele prestar más atención a los sonidos cuando desaparecen. El mutismo hacía que todo fuera más inquietante.

Llegado un momento, al ver que no pasaba nada, probé tomar uno de los grandes volúmenes y tirarlo, pero en cuanto iba a hacerlo una deformada criatura demoníaca se echó sobre la araña con la velocidad de una pantera y comenzó a masticarla vorazmente, acuclillada, rodeándose las piernas con un brazo, mientras que con la mano libre sostenía al bicho y lo iba despedazando con deleite. Sonaba a cartílagos quebrados. Era evidente que la bestia era lo que Adriano y Erwin habían encerrado, pero era… era inconcebible. Sin embargo, ahí estaba, un rostro alargado e informe, una boca en la que parecía que, desde los labios —si es que a eso se podía llamar labios—, nacían los colmillos, irregulares y curvos, como si su piel fuera también todo hueso. No tenía ojos, o quizá fuera ese montón de protuberancias negras y violáceas que poblaban su cabeza; en el extremo del cráneo había cuernos: siete en total, tres de cada lado y uno en el centro. Iba desnudo y su anatomía era relativamente pequeña. Aunque era tan veloz y astuto como una mosca.

Cuando acabó su menú levantó el rostro hacia mí con urgencia y luego su ansiedad pareció mermar. De su boca aún colgaba una pata blanca. La tragó lentamente, sin desviar la atención de su nuevo plato. Luego se acercó a la pared y comenzó a subir los peldaños de la escalera sin prisa. Gorgoteaba algo. No parecía enardecido pero sí metódico y temerario. Me eché contra uno de los muros de la torre, desesperado; me temblaban los brazos y los muslos. ¿Salida? ¿Qué salida? La torre estaba tan oscura como la garganta de un animal. No me quedaba más que usar las palabras de los dos sacerdotes: en cuanto la cosa estuvo por pisar el último escalón, dejé caer con el brazo sano un pesado tomo del Scutum domus.

La criatura chilló, se tambaleó y quedó colgada de una garra, que entonces pude ver con detenimiento: constaba de cuatro largos dedos, de entre quince y veinte centímetros, de la mitad de cada uno hacia delante todo era una fibrosa garra negra. Así que ahí colgado como estaba, aproveché su inestabilidad para echarle otro tostón. Esta vez el demonio cayó al suelo y aterrizó sobre su propia cabeza. No me quedaba más remedio que intentar lo que iba a intentar, por más alocado que pareciera: me senté al borde de la portilla, me solté la mochila y la dejé caer al suelo. Lo siguiente que hice caer al suelo fue mi cuerpo.

Cuando aterricé sobre su estómago, entendí que el demonio era prácticamente indestructible. Su cuerpo era tan duro como una roca, y mi tobillo derecho comenzaba a lamentarlo. La criatura entonces giró sobre sí e intentó morderme una pierna. ¡Me la habría arrancado como una rama! Me zafé hacia atrás de un salto. No hubiera llegado a alcanzar la mochila, y mucho menos alguna herramienta filosa, así que corrí escaleras abajo como alma que lleva el… sí, como alma que lleva el diablo. Oía que a mi espalda la bestia avanzaba como un bólido enardecido. Y, como si todo fuera parte de una cadena de razones, entendí que Bauer había creado a esos monstruos basándose en la historia de Erwin y de Adriano, y en el elemento que unía la historia con la realidad, por supuesto: el demonio atrapado en la torre. El cuarto demonio. El héroe de Bauer había implementado dos formas de eliminar a las bestias: la primera, cortándoles la cabeza y, seguidamente, los cuernos; la segunda, conduciéndolos al foso del que habían emergido. Yo, tal como aquel héroe, a falta de enormes hachas, puse en práctica la segunda alternativa.

Llegué al primer piso, atravesé el portal de madera, lo sellé para ganar tiempo y me dirigí a los corredores invertidos. Entretanto huía, intenté enfocarme: «No estoy cayendo, no estoy cayendo, no estoy cayendo… Esto es tierra firme. Es recto, no estoy cayendo». Como fuera, el mareo levantaba la voz por encima de mis ideas. Era imposible no sentir que las cosas se volteaban y, esta vez, de no haber sido por la criatura, habría muerto. Porque cuando doblé el último codo para alcanzar por fin el corredor de las ventanas, la cosa se echó sobre mi espalda y me empujó hacia una de las paredes de un salto. Reboté y, con el golpe, el demonio cayó al suelo, aturdido, mientras que mi cuerpo se depositó perfectamente posicionado contra el borde derecho de la ventana. La criatura roja parecía no haber dimensionado aún que se hallaba en caída, hasta que, inexpresivo, miró hacia el fondo y —¡fuefantástico!— su cuerpo giró hacia delante y sus piernas se alzaron hacia atrás velozmente, generando una caída en remolino. Pasó a mi lado como una ráfaga, chillando, y se perdió de vista.

Ni siquiera atiné a mirar.

 

 

Minutos después me sentía agotado. El hombro me dolía muchísimo más que antes y estuve a punto de desmayarme en dos ocasiones. Ahora podía oír el sonido lejano de las máquinas de Khöllen nuevamente. El reposicionamiento no fue tan difícil como la vez anterior, pero en cuanto comencé a andar por el pasillo hacia el primer salón, un grueso bramido hizo temblar la casa desde los cimientos y tuve que sostenerme de los muros.

Provenía del pozo.

El demonio había vuelto.

El pacto había terminado.

 

 

Miré hacia atrás como un reflejo y vi que la ventana comenzaba a desprenderse del marco. Pude sentir una intensa succión. Con una velocidad impropia, corrí hasta la sala central. El sonido de la madera desgarrándose era intenso y ensordecedor. Todo se estaba derrumbando. Todo estaba siendo tragado.

Alcancé a tomar uno de los manuscritos de Mr. Bauer en la carrera y salí de la casa a tiempo. En cuanto estuve afuera, me dejé caer en la tierra y me arrastré sobre mí sin dejar de mirar hacia la casa, que se desmoronaba precipitadamente. El rugido que llegaba del abismo era arrollador. Primero cayó la torre derecha, quebrándose antes por la mitad (ahí iba todo el registro de una historia casi milenaria. Maldije mi suerte y mi poca astucia, tendría que haber salvado eso primero, antes que cualquier otra cosa). En el proceso de derrumbe, algunas piedras pequeñas saltaban hacia donde estaba yo. Me aparté un poco más y, en cuestión de unos pocos segundos, la casa entera desapareció. Unos pocos operarios de la empresa de deforestación se habían reunido en el claro a contemplar el espectáculo.

Cuando todo acabó, sólo quedaron intactos dos enormes esqueletos estructurales: una cruz de madera rodeada por un enorme círculo de cemento. Estaba claro que los creadores de aquello sabían que, en caso de que la casa cediera, el pueblo igual quedaría asegurado por las cruces combinadas —que semanas más tarde se cercarían y formarían parte de un terreno de «estudio» —, mientras que el agujero quedaría cubierto por los restos de la casa. Y pensé entonces que aquello estaba bien, que esos hombres sabían que, en nueve siglos, o quizá después, la historia acabaría de ese modo. Claro que sí, había sido planeado desde un comienzo: Erwin y Adriano se habían propuesto erradicar el mal permanentemente, no solo de manera temporal. La fuerza que moraba en el fondo había sido hábilmente engañada. Y, tal como decía una de las seudoficciones de Bauer: el hombre vuelve a triunfar por sobre las bestias y protege su alma del infierno.

 

 

Pasaron ya dos meses. Volví a Rosario. Un nuevo cliente me encargó un trabajo acerca de una serie de desapariciones relacionadas con unos extraños dibujos en los que se advierte repetitivamente una figura roja… Voy a necesitar un reposo antes de retomarlo. Respecto de Hell Hill, no queda mucho que decir, salvo que Jonas murió la noche siguiente a que yo saliera de la casa y no llegamos a hablar del tema. Una gran pena. Y, en cuanto a la ficción de los cuatro demonios, ahora ese manuscrito está conmigo. Es lo único que logré rescatar de la casa. No sirve en tanto material histórico, por supuesto, pero sí como una ventana a través de la cual se puede entrever una verdad, tal y como una cara borrosa se ve a través de un vidrio sucio. El vidrio no miente si detrás hay algo vivo que se manifiesta. La literatura funciona de un modo muy similar, y Bauer lo sabía. A él no le interesaba vencer el mal; esa parte ya le había tocado luego de abandonar su patria y adentrarse en el bosque impenetrable con el fin de dar sentido a su existencia; todo lo demás se lo dejaba a sus héroes, porque para eso habían nacido. Sus héroes, que en aquel relato habían eliminado a tres de cuatro horribles criaturas, y una había logrado escapar. Si se me permite esta ironía podríamos decir que el demonio literario que le había quedado pendiente a Mr. Bauer, acababa de morir con toda la historia que le había dado vida. Y en pleno corazón del paraíso oculto.

 

 

Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog Verba et Umbra.

Hemos publicado en Axxón sus obras EL PEZ POR LA BOCA, DESTINO KOMALA EN TIEMPO, LUNA DE ARENA, TODOS LOS CAUTIVOS.


Este cuento se vincula temáticamente con J y DIE HÄNDE VOM ZESTRUN, de Magnus Dagon, y LA VOZ DEL ABISMO, de Yoss.


Axxón 225 – diciembre de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Ser fantástico : Argentina : Argentino).

6 Respuestas a “«Hidden Paradise», Daniel Flores”
  1. Juan Manuel dice:

    Me tocó evaluar este cuento: bien escrito. Lovecraftiano. Felicito al autor. (Y espero que el personaje tenga nuevas aventuras :-)
    Saludos

  2. Te agradezco la apreciación, Juan Manuel, muy amable :)

    El personaje apareció en un cuento de mi libro «Bajo un cielo carmesí». El relato se llama «Jovencita con capelina» y, temporalmente, sucede después de «Hidden Paradise». Se relaciona con el caso que le asignan a Abel hacia el final de este cuento. Hay cuatro relatos que le siguen con el mismo personaje, que están en proceso. Ojalá algún día tengas la oportunidad de leerlos.
    ¡Saludos!

  3. ¡Claro! Me encantaría leerlos :-)

  4. Adrián dice:

    Exclente, muy atrapante. Quiero una continuación!!

  5. Las referencias a Nueva Escocia, en Canadá, en el inicio; al monstruo de Gila, del desierto de Mojave, y a las arañas Goliat, de Sudamérica, con el posterior desarrollo en la Escocia de las islas Británicas, me desorientaron tanto o más que la arquitectura de la casa.

  6. Santiago, gracias por la observación. En realidad, forman una mixtura geográfica enteramente ficcional; Hell Hill tampoco existe, y en el cuento se halla dentro de una zona (que tampoco existe) llamada Nueva Escocia. Quise darle al bosque una pluralidad animal que fuera exclusiva de ese bosque, es decir, no importaba que la fauna uno la encontrase habitualmente en otros puntos de la tierra. La arquitectura de la casa, sí, es un desconcierto ;)

  7.  
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