Revista Axxón » «Subalterna del caos», Yunieski Betancourt Dipotet - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

CUBA

Tropezó conmigo a la salida del bar. Era extranjera, como yo, y como yo se confundía con los cientos de españoles vociferantes, de todas las edades y pelajes, que inundaban la plaza, redescubriendo en Puerta del Sol lo que condujo a su país a una guerra civil en los años treinta.

—Disculpa —dijo en español, y se inclinó para recoger la carpeta que se le había caído de la mochila y que contenía varias decenas de hojas manuscritas, fotografías de gente gritando y fotocopias de mapas. Eché una ojeada, de ésas mediante las que se registran muchas cosas, pero que sólo al cabo del tiempo y con información adicional, logras recordar.

Me agaché junto a ella, y la ayudé recogiendo algunos papeles. Se los tendí y los cogió rápido, con el gesto de quien no quiere dejar en la memoria lo que ha tomado. Mientras los guardaba, le detallé el rostro ancho, como de luna, y los enormes ojos grises, enrojecidos por las lágrimas. Descubrí tenues arrugas en sus comisuras, similares a las que le rodeaban los gruesos labios y la pequeña nariz. Vestía pantalón carmelita y blusa morada.

Su apretón de manos fue delicado, sentí la suavidad de sus palmas, con esa blandura nacida de permanecer todo el día en la cama o la piscina, probarse ropas y zapatos en tiendas exclusivas o frecuentar saraos. Un apretón de manos propio de una chiquilla mimada, tardíamente adicta al vértigo del sobresalto, de la sorpresa.

—Me llamo Cristal —dije, también en español, deteniendo su mano en la mía, cuando creí adivinar en su cara la expresión de quien da por terminado un encuentro.

—Yo, Leo —respondió, y agregó—: de Leonarda.

Lo pronunció con el tono de disculpa de quien nunca se ha sentido cómoda con su nombre, pero lo ha mantenido para no lastimar a sus padres, llevándolo a cuestas como una roca.

Su aliento olía a vodka, mucho vodka, lo que explicaba su derrumbe de momentos atrás frente a la chica que le acompañaba, —una versión diminuta de Scarlett Johansson—, quien le había espetado un discurso vehemente, dicho en voz muy baja, acercándole la boca al punto medio entre la oreja derecha y el nacimiento de sus labios, mientras la sujetaba fuertemente del brazo derecho.

Viéndolas, se me ocurrió que la rubia se deslizaría hacia abajo para rozar en húmedo toque la boca de su acompañante, o hacia arriba, para susurrarle en el orificio laberíntico del oído. Pero nada de eso sucedió, y en cuanto le murmuró que la esperaba a las ocho y que ya no era bienvenida en su carpa, —información que provocó vibraciones en mi celular—, la rubiecita echó hacia atrás de un tirón su silla, se levantó y salió disparada contra la puerta.

Leo se quedó sentada, inmóvil, con lágrimas cayéndole por las mejillas, ofreciendo la expresión de desamparo más grande que había visto en mucho tiempo. Sugestionable, dijo mi supervisor.

Le di la razón, mas aún al verla beber de un golpe el contenido de su copa y luego apurar lo que quedaba en la de su amiga, para después levantarse y empezar a caminar en dirección a la puerta, justo para colisionar conmigo, que en ese momento guardaba el celular en un bolsillo de mi cazadora.

Yo estaba excitada. Mi rango era el de una simple observadora, y de un segundo a otro me ordenaban intervenir en la situación que antes me limitaba a contemplar. Gánate su confianza, dijo mi supervisor, asegúrate de que vaya.

Así que cuando a resultas de nuestro encontronazo se le abrió la mochila, y vi los envoltorios dorados de varios paquetes de chocolate Nestlé, los tomé como pie para decir, apenas me reveló su nombre:

—Soy fanática de eso.

—¿Perdón? —musitó ella, sin dejar de acomodar sus cosas.

—Que me muero por el chocolate —precisé.

—Yo también —replicó, y alzó la cabeza y ojeó mi tez pálida, enmarcada por mi cabello rojo, antes de examinar mis ropas: pantalón negro, pulóver amarillo, cazadora azul.

—Siento el choque —añadí y ella sonrió.

—Fue mi culpa, salía sin mirar. ¿Te lastimé?

—No.

—Qué bueno.

—¿Y tú? —y señalé al moretón en su brazo derecho, donde la rubita había clavado su mano.

—No, no fue por el choque. No duele —agregó, y puso la mochila de modo que cubrió la lastimadura.

—Pues te invito a un trago, es lo menos que puedo hacer.

—No, es que…

—Insisto, además, en tu estado no es bueno que salgas —e indiqué el gentío bullicioso, exaltado y dividido, en la plaza—. Ya hay suficientes personas con el estado de ánimo idóneo para estallar a la más mínima oportunidad —dije, acercando mi cabeza a la suya, remedando el gesto íntimo de su amiga ida.

Titubeó sólo un momento, enseguida cabeceó de arriba abajo, dejando que las hebras oscuras de su pelo ondulasen ante sus ojos.

—Está bien —susurró en un tono de voz profundo, se hizo a un lado para dejarme pasar, y me siguió hasta una mesa desocupada.

Pedí unas banderillas, con jerez para mí y vodka para ella. Sonrió con aprobación.

—Salud —ofrecí, y chocamos copas. El sonido se nos quedó alrededor, opacando por un instante el estruendo que llegaba del exterior.

—¿Y qué haces por acá? —curioseó, y enarcó las cejas ante mi respuesta.

—Estudio.

—¿Cómo?

—Hago una especialización en la UAM.

Tomó aire y preguntó:

—¿En qué?

—La relación entre la alienación posmoderna y la proliferación de fenómenos como los socialités y los reality shows.

—¿En qué? —insistió, y su expresión de perplejidad me hizo reír.

—Olvídalo —dije, y procedí a informarle sobre mis andanzas recientes—. Llegué hace dos semanas de Grecia. Soy de allá —aclaré—, pero las conferencias fueron detenidas por las manifestaciones. La mayoría del grupo regresó a casa, y a mí me dio por quedarme acá.

Ella asintió, y me reciprocó las confidencias:

—Pues yo llegué hace poco de Portugal, con una amiga. La que estaba conmigo hace un rato —señaló, y encogí los hombros alegando ignorancia—. Bueno, Sarah y yo estuvimos por allá, con los manifestantes.

—¿Simpatizas? —dije.

—No —respondió con énfasis.

—Yo tampoco. Es más, salí de Grecia para alejarme de eso. No pensé que aquí fuese a pasar lo mismo.

—Pues ya ves, es como si tuvieses olfato para las crisis —dijo, y sonrió.

—¿De dónde eres? —pregunté.

—Estados Unidos.

—¿Y qué haces acá? —seguí preguntando, y me llegó el turno de poner cara de perplejidad al oír su respuesta:

—Sigo la ola.

—¿Cómo?

—Sigo la ola —repitió y su expresión se tornó pícara, cuando le pregunté qué era eso.

—¿No serás reportera? —dijo, y negué vigorosamente con la cabeza.

Se encogió de hombros.

—Bueno, qué más da que lo seas —espetó y me reveló—: soy turista de crisis.

—¿Qué?

—Sigo los levantamientos populares, las protestas contra los gobiernos. Olas, en nuestra jerga.

—Vaya —susurré y miré mi copa, llena de nuevo.

—No me crees —dijo, al sorprender mi mirada—. Piensas que soy una borracha despotricando a su gusto —acusó, y alzó del piso la mochila—. Aquí está todo —reveló, y la agitó.

La abultada carpeta se veía a través de la cremallera abierta. Decidida a contemporizar me incliné hacia adelante y susurré:

—¿Todo?

—He recorrido bastantes países con levantamientos —dijo—. Si pudieras leer esto verías: Jordania, Yemen, Egipto, Grecia…

—¿Para qué?

—Turismo —afirmó y sacó de un bolsillo del pantalón una tarjeta azulada, con una foto suya incrustada. Se la veía hermosa, el pelo castaño, pelado muy corto, y el rostro límpido, sin las líneas secas que el sol y la persecución intencionada de la ira popular y la violencia gubernamental le habían hecho nacer.

—¿Y esto? —interrogué, tratando de parecer interesada.

—Mi tarjeta de miembro. Con ella puedo acceder a un sitio con información detallada sobre el itinerario de las protestas. Allí hay listas de los puntos de hospedaje y aprovisionamiento y del personal de apoyo en caso de que nos encontremos en problemas. No es una ciencia exacta, eh —dijo, elevando un poco la voz, en tono defensivo—. En el último año me llegué por gusto a Mauritania, Sudán y Omán. Sin embargo, hay destinos seguros: Palestina e Israel, India y Paquistán. Ahora parece que es el turno de Europa, mira sino las acampadas en Londres, Berlín y Ámsterdam.

—Ya —dije—. ¿Tu amiga lo sabe? —pregunté.

—Es miembro. Lleva más tiempo que yo, casi un año. Estuvo en Túnez, Argelia y Libia. Pero fue a mí a quien se le ocurrió documentar lo que hacíamos, los mensajes que recibíamos, los mapas, las instrucciones, los contactos. Ahora quiere revelarlo todo a Wikileaks o subirlo a Facebook.

—¿Por qué?

—Éste es su país —dijo, y señaló a los cientos de personas congregadas, muchas de ellas a punto de perder la razón luego de tres semanas en la plaza.

Desde donde estábamos se destacaba un grupo de comerciantes que llevaba pancartas en las que pedía al gobierno que limpiara, con esa palabra, limpiara, las vías de acceso a sus comercios. Nos llevan a la ruina, gritaban. Frente a ellos, otro grupo, casi mayoritariamente de viejos, portaba decenas de banderas y carteles con consignas.

Uno de los viejos, enfocado por varias cámaras de televisión, agitaba un pañolón rojo y entonaba a voz en cuello: Fuerte unidad de fe y de acción / producirá la revolución. / Nuestro pendón uno ha de ser: / sólo en la unión está el vencer.

—Cosas como ésa la han impactado —dijo Leo, recapturando mi atención—. Quiere denunciar el negocio que se está haciendo con esto. Averiguar quiénes son los cabrones que concibieron utilizar estas situaciones como una feria para hacer dinero y que, pensamos, están detrás de los levantamientos.

—¿De veras? —dije.

—Sí. Sé que suena a teoría de la conspiración. A los que dicen que la guerra no es más que un negocio y, en tanto tal, se provoca o alarga para llenar las arcas de un grupo de empresarios primermundistas y sus acólitos, muchos en mi propio país. Observando esto —volvió a señalar al gentío—, algo de cierto tiene que haber.

—¿Cuántos viajes has documentado? —pregunté.

—Cuatro.

—¿Y ella?

—Eso es todo. Está molesta porque no estoy segura de que debamos divulgar lo que tenemos. No quiere entender que no sabemos quiénes son esas personas, ni de lo que pueden ser capaces.

—Claro —concordé.

—El problema es que compartimos la carpa, y no me quiere allí —dijo, y a duras penas contuve mi alivio.

—Si necesitas descansar puedes ir a mi habitación —ofrecí—, me hospedo en el Hostal Aresol.

—No sé —dijo.

—Bueno, no estás obligada —señalé—. Si cambias de idea, estoy en la habitación 12, y mi apellido es Tsartsaris. Voy a dejar el aviso en recepción. ¿Está bien? —agregué. Puse el dinero sobre la mesa y me levanté.

Ella se me quedó mirando un momento, pero en cuanto me vio separarme de la mesa se levantó y me siguió. Cuando salimos nos golpeó el calor del exterior, que parecía multiplicarse con cada grito que escuchábamos. Yo estaba tan satisfecha de mí misma que lo pasé por alto.

Cerca del bar estaba estacionado un camión repleto de policías, y me entraron ganas de gritarles: ésta a mi lado es una auténtica turista de crisis. Eso, pensé, provocaría un orgasmo masivo en los reporteros infiltrados entre la muchedumbre, quienes podrían anunciar el nacimiento de una leyenda urbana al estilo de los cuentos sobre la autoestopista fantasma, los cocodrilos en el alcantarillado o la organización internacional de tráfico de órganos.

Si damos crédito a la existencia de una asociación promotora de una modalidad tan extrema de turismo, dirían, su gran problema sería buscar quienes puedan pagar un servicio tan costoso, lo que no siempre conduce a encontrar personas con el sentido común suficiente y el amor propio necesario para callarse la boca y disfrutarlo en paz.

Me imaginé a los reporteros disputándose a Leo, que resultaba una fuente perfecta: habladora y con poco o nada de sentido común.

El bullicio en derredor alejó esas ideas de mi mente. Optamos por atravesar la plaza y muy pronto nos topamos con dos muchachas de Castellfollit de la Roca, que llevaban cuatro días durmiendo en una carpa. La usamos para acampar en las montañas, dijeron, enseñando sus encías fuertes, acostumbradas a la carne poco hecha de las fogatas.

Andaban de un lado a otro, entusiasmadas, repartiendo volantes con frases como «No tenemos miedo», o «No nos vamos» y otras, algunas llamando a respetar los comercios y demás establecimientos de la zona.

Más de sesenta ciudades se han sumado, el 15-M crece, nos explicaron, vamos a cambiar las cosas, corearon y se despidieron dejándome varios volantes para que los guardara, son historia en pleno desarrollo, afirmaron. Los puse en el regazo de un viejo desmadejado en el suelo, y seguimos caminando.

Avanzamos poco a poco, conversando de cualquier tema posible. Para mi desesperación, Leo insistió en pasar media hora fotografiando y hablando con varios chicos que encontramos inmersos en una especie de performance con unos muñecos de papel blanco que representaban a figuras prominentes del gobierno, y que agitaban al ritmo de una danza frenética.

Por suerte, captar ese impulso artístico la agotó y al fin accedió a acompañarme al hotel. Justo en la puerta de mi habitación se detuvo.

—¿Algún problema? —pregunté.

—¿Sabes? Sarah quiere que la vea esta noche, como a las ocho, en un mitin que se va a hacer en la plaza. Va a presentarme a unos miembros de Wikileaks.

—Eso es en menos de dos horas —dije, después de mirar el reloj—. ¿Vas a ir?

—No sé —musitó, y retrocedió un poco.

—Creo que debes hacerlo —afirmé—. Así pueden darle una conclusión a este asunto.

Me contempló, pensativa.

—Si quieres —agregué, y puse mis manos sobre sus hombros—, puedo acompañarte.

Asintió.

—Pues basta de cháchara —dije, y la empujé dentro de la habitación, donde le di un rápido recorrido por la sala de estar, mini bar, dormitorios y cuartos de baño—. Hora de que te refresques —le ordené, señalándole uno—. Si terminas antes que yo —y le indiqué la puerta del otro—, puedes pedir algo de comer o acostarte un rato —y dejándola, me metí en mi baño y me quité la ropa para disfrutar de un largo reposo en el jacuzzi.

Estuve media hora sintiendo el embate del agua contra mi piel desnuda bajo el arrullo de la voz de Karen Carpenter, adormeciéndome hasta que entre las campanadas de las siete de la tarde mi celular volvió a vibrar.

Me sequé a las prisas y salí envuelta en la toalla. Apenas terminaba de vestirme, ropa interior blanca, pantalón azul oscuro, blusa azul clara y sandalias rojas, cuando Leo se detuvo frente a mi dormitorio cubierta con una bata rosada que hacia un contraste raro con su piel quemada por el sol.

—¿Todo bien? —pregunté, y ella asintió sonriendo—. Bueno —dije—, tengo que salir a comprar algunas cosas. En media hora paso por ti para ir al mitin.

La muy sosa volvió a asentir y sonreír, y salí. Apenas lo hice, se metió en su cuarto y pidió a recepción unos langostinos con vino, que cargó sin mucho escrúpulo a mi cuenta. Los devoró acostada, mientras miraba un reportaje de Telemadrid sobre los acampados del 15-M.

Era más de lo mismo: unos viejos criticaban los motes de antisistema e indignados adoptados por los chicos y llamaban a restablecer el orden. Los siguieron unos comerciantes echando pestes con el bajón en las ventas, diciendo que ellos no negaban el derecho de nadie a protestar, pero que mejor aprovechaban unos campos de rugby cercanos con espacio suficiente para acogerlos a todos, —imaginé lo que esa idea les parecería a los dueños de los campos—; para rematar, salió una mujer apostrofando a los manifestantes, llamándoles okupas y exhortando al gobierno a desalojarlos de una vez.

Cansada de tanto escándalo, Leo apagó el televisor, y se puso a lavar algunas ropas que fue colgando en el balcón. Luego, se tiró a dormir.

—Espero no te importe —musitó, cuando entré veinte minutos más tarde y vi las ropas colgadas.

—No. ¿Descansaste?

—Sí. ¿Encontraste lo que querías?

—Sí —dije, y alcé las dos jabas que cargaba.

A los quince minutos salimos para el mitin, mochila en mano. Leo vestía saya verde oscuro y blusa gris. Al llegar, encontramos la plaza repleta de gente que escuchaba a unos oradores que arengaban a la multitud desde las fuentes gemelas, tratando de hacerse oír entre el estruendo provocado por las sirenas policiales. Carpas de mil colores se sucedían y tuvimos que hacer malabares para cruzar. Algunos, incluso, tenían fogatas encendidas, muy metidos en su papel de pioneros de una juventud a la que la crisis despojó de un golpe de su condición despreocupada.

—Aquí debe haber miles —susurró Leo—, y no están de buen humor —recalcó y aceleró el paso.

Pasaron más de cinco minutos hasta que vimos a Sarah, que esperaba junto con cuatro muchachos con pinta de geeks, cerca de un grupo de sindicaleros. Nos acercamos a empujones, mientras las sirenas de la policía comenzaban a sonar mucho más alto y la masa de gente empezaba a moverse adelante y atrás, aplaudiendo unos, abucheando otros, a los oradores, que continuaban impertérritos sus discursos.

—Hola, Sarah —saludó a gritos Leo, y ella inclinó la cabeza y me miró.

—Soy Cristal —dije bien alto, y le tendí la mano.

—Hola —contestó, sin corresponder al gesto, y Leo bufó.

—Disculpa —me dijo, y la tomó del brazo derecho y se alejaron de mí—. ¿Por qué eres tan grosera? —la escuché gritar.

—¿Quién es ella, eh? —ripostó Sarah.

—Una amiga.

—¿Amiga? ¿Tan pronto?

—No seas ridícula. Me estoy quedando con ella. Tú me botaste, ¿recuerdas?

—Dejemos eso —exigió la chica, y extendió su mano derecha—: Dame la carpeta.

—¿Por qué?

—Se la voy a dar a ellos —dijo, y señaló hacia los cuatro muchachos, que las contemplaban.

—En eso no fue en lo que quedamos —la reprendió Leo, y Sarah puso una mano sobre la mochila.

—No importa —dijo—. Es lo que tenemos que hacer.

Permanecieron mirándose, cada una con una mano en la mochila, mientras varias decenas de comerciantes opacaban con sus abucheos la arenga de los oradores. Lo que siguió fue como si la multitud hubiese mutado en un animal herido, que hace un súbito movimiento de encogimiento y de repente echa a correr arrasando todo a su paso. Así empezó la pelea, el forcejeo, la barahúnda de gritos, golpes, ayes. Cuando escuché el sonido de las piedras impactando a mi alrededor, no aguanté más.

—Leo —grité—, Leo.


Ilustración: Tut

No me hizo caso, persistió en su quietud forzada frente a Sarah y sólo la quebró en el momento en que el revolverse de la masa de gente la alcanzó, arrojándola hacia atrás, junto con su amiga. Alcancé a ver cómo caían al suelo, entremezcladas en un montón ululante, y vi cómo en su aturdimiento no pudo detener a uno de los geeks que le arrebató la mochila y salió corriendo. Intentaba incorporarse cuando la policía irrumpió en la forma de un chorro de agua que terminó de tirarla al suelo.

Me alejé lo más rápido que pude. Di varios rodeos para llegar al hostal y allí me encontré con que el lugar estaba bloqueado por un cordón policial, debido a un intento de robo. Tuve que buscar otro alojamiento, y una vez allí pensé en ella. Marqué a su móvil, pero no atendió, así que me saqué la ropa y disfruté de un largo baño antes de echarme a dormir.

Al amanecer, vi en Telemadrid un reporte sobre los disturbios. El más sobresaliente, decía el comentarista, había sido un mitin en el que la policía había detenido alrededor de sesenta personas. Alardeando de neutrales, mostraron a unos representantes de los acampados explicando que esos sucesos y sus responsables no tenían nada que ver con ellos y su lucha.

—Son gamberros que pretenden echar abajo nuestros esfuerzos —señaló uno de ellos.

Justo entonces sonó mi celular.

—Tenemos la mochila —dijo mi supervisor.

—¿Y ella? —le pregunté, más por oficio que por otra cosa.

—En la cárcel.

—¿Viva? —dije, sin poder contenerme.

—Estamos en Europa —me reprochó.

Callé.

—El próximo mes empeorarán los disturbios en algunos países africanos. Egipto, entre ellos —continuó.

—Entiendo —respondí, asintiendo a la nada.

—Asegúrate de que viaje con su amiga Sarah —ordenó, y colgó.

Esa noche les dejé unos chocolates en la recepción de la comisaría en la que estaban. El guardia de turno, generosamente gratificado, me aseguró que se los haría llegar. Junto con el número de la habitación de mi nuevo hotel.

Yunieski Betancourt Dipotet nació en Yaguajay, Sancti Spíritus, Cuba, en 1976. Sociólogo, profesor universitario y narrador. Máster en Sociología por la Universidad de La Habana, especialidad Sociología de la Educación. Ha publicado en La Isla en Peso, Cubaliteraria, La Jiribilla, Axxón, miNatura, NM, Papirando, Almiar, Korad, Aurora Bitzine, Letralia, Otro Lunes, Revista Hispano-Americana de Arte, Revista Sci-FdI. Fue incluido en Al este del arco iris: Antología de Microrrelatistas Latinos (Spanish Edition) Estados Unidos, Latin Heritage Foundation, 2011. Finalista en la categoría Pensamiento del II Concurso de Microtextos Garzón Céspedes 2009. Premio en el género Fantasía del Segundo Concurso de Cuento Oscar Hurtado, 2010. Primera mención en el género Ciencia Ficción del Tercer Concurso de Cuento Oscar Hurtado, 2011. Premio en la categoría Autor aficionado del Concurso Mabuya de Literatura, 2011. Miembro de la Red Mundial de Escritores en Español (REMES) Reside en Ciudad de La Habana.

Hemos publicado en Axxón sus obras EL SUICIDIO DEL SEÑOR K, ELLOS, EXTERMINIO, RESOLUCIÓN HISTÓRICA, TOUCHÉ, CLICHÉ, COYUNTURA, ARS LONGA, SOLUCIÓN, MAPAMUNDI, EL DÍA DESPUÉS, SÚPER P…, DECADENCIA y REVELACIONES.


Este cuento se vincula temáticamente con HERMANO MENOR, de Cory Doctorow; EL PAÍS QUE OCUPA LA ISLA DE SMARA, de Fabián C. Casas y TODOS LOS CAUTIVOS, de Daniel Flores.


Axxón 225 – diciembre de 2011

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Narrativa conjetural : Sociedad : Cuba : Cubano).

3 Respuestas a “«Subalterna del caos», Yunieski Betancourt Dipotet”
  1. Cuando recibí este cuento para evaluar, no sabía exáctamente cómo proceder: me gusta; me gusta la naturalidad que logra el autor con los personajes; le otorgué el máximo puntaje, pero aclaré que no sabía si era para Axxón. Me alegra que los responsables hayan decidido finalmente que sí. Felicitaciones :-)

  2. Yunieski dice:

    Juan Manuel: gracias por tu comentario y valoración. Saludos.

  3. Gracias a vos por el cuento :-)

  4.  
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