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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ESPAÑA

 

Desde la muerte de su esposo, el señor Oropesa, jefe del faro láser de Centauro, un pueblo menor del asteroide Onuma 33, su viuda no había hecho otra cosa que rendirle un silencioso homenaje a través de los pequeños objetos de su nostalgia. Su casita, ubicada junto al gran faro de metal y cristales, era un auténtico museo con las pertenencias del difunto: cuadros, mesas, zapatos, o una pipa esmaltada, guardada en una vitrina junto a otras piezas de recuerdo.

Habían pasado casi doce años desde la desaparición de su marido, pero para ella era como si sólo se hubiera ausentado por una breve temporada. De hecho, con el tiempo había incorporado a sus costumbres una serie de rituales y liturgias que reforzaban su vaporosa ilusión de mantener la presencia del señor Oropesa intacta; como si al conservar aquellos objetos aún tuviese íntegro al mismísimo administrador del faro galáctico. Cada posesión, por insignificante que pudiera parecer, conservaba una fuerza invisible de unión con otros minúsculos detalles que lograban un milagro: que la silueta de su esposo no se desintegrara bajo la flotante movilidad de la memoria, dispuesta a destruir su propio pasado; a darle, en consecuencia, un significado neutro y mudo a la propia pipa de la vitrina, o a los zapatos bajo la cama.

Cada año en Onuma 33, la señora Oropesa había hecho siempre lo mismo, y a menudo de la misma forma: ocuparse de sus tres hijos y de su casa, y visitar la iglesia de Centauro para las misas semanales. Entre casi todos sus congéneres existía la conciencia más o menos común de que se trataba de una mujer muy respetable, alguien que había conseguido sacar adelante a su propia familia sin ayuda alguna. Sólo unos cuantos opinaban de modo diferente, en concreto, la mujer del policía local, y la propia hija del sacerdote, quienes eran del parecido contrario, es decir, que la señora Oropesa era una criatura antipática e insociable, y que incluso el fallecimiento del jefe del faro había contribuido a cierta variedad de locura encubierta por las buenas maneras. La hija del sacerdote, una muchacha joven y sumamente perspicaz, la había visitado en varias ocasiones a lo largo de los últimos años, llegando a la desconcertante conclusión de que la viuda había empezado a perder la cabeza; sobre todo cuando, un día, tras invitarle a una taza de infusión de hierbas onumanianas, la señora de la casa le enseñó su particular museo melancólico, un espacio de vitrinas con cajitas de tabaco de pipa, un sillón vacío junto a la ventana (con vistas al faro) que nadie, excepto tal vez el señor Oropesa, podía ocupar alegremente, o la bufanda del difunto aún colgada, doce años más tarde, en el perchero del vestíbulo… Claro que, ante aquel espectáculo, la hija del sacerdote no pudo sino censurar en secreto el oscuro impulso de aquella señora cincuentona, una rutina enfermiza que iba contra las propias tradiciones locales. Y es que en Onuma 33 nadie suele eludir el peso de las tradiciones.

Cada mañana la señora Oropesa había llevado a sus hijos a la escuela de Centauro, había comprado junto a sus vecinas en las pintorescas tiendas del mercado central, había saludado y conversado con casi todos los habitantes del asteroide (menos con la mujer del policía, a esa no deseaba verla), y luego había vuelto a su refugio, en el centro de su museo privado. En definitiva, había llevado una vida sosegada y doméstica, marcada por los ritmos ineludibles de sus costumbres. Sin embargo, últimamente notaba que ni su constante afán por rendirle culto a su fantasma era suficiente. El señor Oropesa le absorbía como una corriente abrumadora de aire: a veces le despertaba en la noche, y entre la tenue luz naranja de la ventana distinguía la silueta definida de la chaqueta oficial de mantenedor, colgada con cuidado de la llave del armario. Entonces, aún sin volver la cabeza, iba alargando, entre el miedo y la duda, una mano bajo las sábanas, hasta que al fin llegaba al descubrimiento de que en aquella cama no había nadie. Lo mismo le ocurría cuando, al atardecer, regresaba con las bolsas de compras a su casa: a lo lejos, desde el camino por el que iba a Centauro, discernía una luz triste que iluminaba la ventanita del salón, pues a esas horas el señor Oropesa solía estar leyendo.

La revelación de aquellos pequeños sustos, provocados por su espíritu meticuloso, la habían llevado a pensar que, en efecto, era posible que el fantasma de su marido se estuviese manifestando por medio de llamadas suaves, sólo perceptibles para ella. A veces, al anochecer, cuando sus hijos ya estaban confinados en sus cuartos haciendo los deberes, la señora Oropesa se acercaba a la enorme estructura del faro láser. Bajo el armazón oxidado, se sentaba en los escalones de entrada a la torre, pensando en ese cierto coágulo de tiempo en el que se había detenido su existencia en medio de un asteroide.

La casita donde habitaba era un lugar confortable, con dos plantas y un tejado de tejas rojizas. Fue otorgada (en una pomposa ceremonia en la que un burócrata cortó un lazo con unas tijeras enormes) por el gobierno central de Omu cuando recibieron la concesión del contrato. Los cuartos de los niños estaban arriba, junto a una penumbrosa habitación con el fin administrativo de un trastero donde se acumulaban cajas de madera cubiertas de chismes, aunque, realmente, era abajo donde se desarrollaba, en su mayor parte, la llamada vida familiar, en la sala principal y junto al sillón del fantasma. Los hijos de la señora Oropesa eran de edades comprendidas entre los quince y los diecisiete años; rubios, con un esqueleto frágil como el de su difunto padre, no eran, pese a sus etapas adolescentes, ni demasiado revoltosos ni del todo sumisos. A veces se preguntaban por las actitudes de su madre solitaria, e incluso debatían entre ellos (en la habitación del mayor) si la opinión cruel de ciertos compañeros del colegio estaba justificada o era sólo una forma burda de ataque contra su propia familia. Aunque quisieran disimularlo, a muchos no les gustaba que los Oropesa viviesen aún en lo alto de la colina, junto a aquella torre oscura, y no en Centauro, como todo el mundo.

Y es que, dejando a un lado las ideas arraigadas y las creencias comunes, a un buen grupo de onumanianos no les era grata la idea de que hubiese alguien de su pueblo excesiva y peligrosamente atado a épocas ya extinguidas. Pero, para los hijos de la señora Oropesa, silenciosos y en general condescendientes con la viuda, aquella vida era lo único que habían conocido, un mundo tan delimitado que incluso, en el fondo, les hubiese resultado inconcebible desprenderse de sus hábitos. Conservaban, eso sí, una memoria difusa y mitificada del antiguo mantenedor y controlador del faro láser, y con los años habían llegado a considerar que, si los ritos domésticos de su madre se repetían de forma casi sagrada, era en parte por alguna causa lo bastante profunda como para respetarla.

El señor Oropesa había sido un feliz ingeniero cuyo faro le proporcionaba tanto el placer de un logro personal («mi propio faro», murmuraba atusándose el bigote) como la certeza de una carga inexorable. Recién casado, se trasladó, como tantos otros inmigrantes con estudios, al asteroide bajo las promesas oficiales de que allí el trabajo nunca faltaba. Echó una solicitud para mantenedor y responsable absoluto del faro de Centauro, encargado de mandar desfasados mensajes de luz al otro asteroide del planeta Omu, y lo cierto es que el privilegio recayó en su persona sólo dos años después de su petición. El señor Oropesa estaba pletórico, por lo que llegó con su mujer bajo una ilusión adolescente, unida a una inquietud hacia lo desconocido: desde entonces, las autoridades oficiales habían puesto en sus manos la señal luminosa en el tráfico galáctico entre Onuma 33 y su homólogo asteroide.

Se le entregó una carta de horarios, fechas lunares en las que debía encender el láser por alguna causa justificada pero desconocida, así que, muy temprano, mucho antes del amanecer, nuestro responsable se levantaba quejumbroso y casi dormido, se colocaba la chaqueta del armario, los pantalones, se adecentaba en el baño cerrando las puertas de las habitaciones de sus hijos y luego se marchaba, hiciera frío o calor, soplase el viento suave o la ventisca gélida; subía por la escalinata de entrada al faro (impecable figura de cristal oscuro que relucía desde las montañas como un cuarzo misterioso), alcanzaba la cima y, con el papel de horarios en sus manos, activaba el amplificador de luz: entonces se elevaba al cielo negro una línea vertical e intensa de color blanco que parecía prolongarse hasta el infinito y que terminaba por destruir sus últimos residuos de sueño.

Con los siglos se ha alimentado en Onuma 33 una curiosa serie de creencias a las que muchos otorgan incluso una envoltura filosófica y que consisten, fundamentalmente, en considerar que el principio de toda la materia es su continuo cambio; de hecho, resulta inconveniente desviarse de esta premisa, sobre todo porque surge como resultado de una observación milenaria: la de que es preciso vivir el día a día sin recluirse demasiado en las cavernas de recuerdos dolorosos o inútiles. Por supuesto, esto no significa que los onumanianos no concedan espacio a la memoria de sus difuntos (que descansan en la pradera de silicio, el cementerio local), ni que dejen de lado sus escasas pero indelebles tradiciones, en absoluto; simplemente, existe la convicción de que las tradiciones, como el propio decurso de la Historia, se van sucediendo de forma fluida, sin atender tanto a los rescoldos del pasado como a esa nebulosa en metamorfosis eterna del presente. No les preocupa que una ley que nace en Omu llegue a Onuma 33 casi trece años después de haberse implantado, ni que el ferrocarril ya no pase por el valle, junto a Centauro, o incluso que el faro láser no sea más que una antigua reliquia de otra época. Por el contrario, los onumanianos se aferran a ciertos códigos locales, ciertas costumbres que suponen la llamada excepción de toda regla, pero a las que conceden gran importancia, por cuanto que soportan el frágil esqueleto de su vida social.

Por eso, los hábitos de la señora Oropesa eran algo patéticos para sus semejantes, contrarios a la voluntad local de vivir el presente a cada segundo, aunque lo cierto es que su presencia sembraba la semilla de la duda (muchos, de forma entrañable, la veían como una mujer estrafalaria pero digna, laboriosa y pacífica) y de cierta condescendiente compasión generalizada, algo en lo que pensaban tanto el pescadero de Centauro como el gobernador jefe, un hombre casi enano con una barba de profeta que le llegaba hasta sus partes nobles.

Una tarde, sentada en la escalinata del faro, la señora Oropesa se dio cuenta de algo sorprendente. Se había fijado que la barandilla de entrada estaba deteriorada por un óxido implacable, y que unas manchas anaranjadas salpicaban las piedras de la base, sobre los cimientos. Se puso en pie y miró hacia arriba, y entonces se encontró con la triste osamenta de una construcción que, sobre la superficie de sus rituales de nostalgia, era ya una sombra del mismo faro de su juventud. La materia, siempre dispuesta a martirizarla con sus cambios (a veces bruscos, a veces paulatinos) le mostraba de pronto el cadáver de una construcción casi irreconocible. Tan cerca había vivido de la torre láser que nunca, hasta ahora, había logrado descubrir el primer matojo desolado, la primera mancha de óxido a la que, sin duda, habían acompañado otras a lo largo de los inviernos en el asteroide. Fiel al dicho común (importado desde no se sabía dónde) de que los árboles no dejan ver el bosque, la señora Oropesa se percató de que, habiendo ocupado gran parte de su ocio en el propósito de mantener vivo el recuerdo de su esposo por medio de la huella de sus costumbres diarias, había ignorado la mayor de todas, el faro, la torre de su orgullo y desesperación.

Se alejó un poco para poder ver entera la estructura, y una súbita vergüenza se desmoronó en forma de lágrimas: el faro estaba consumido por los años, cubierto de matas, óxido y cristales viejos y sucios, con una maquinaria en su interior ya inservible. Se preguntó qué sentido real, y no figurado, tendría el que nadie se percatara de aquello, o al menos ella no guardaba constancia de que nadie de Centauro hubiese hecho algún comentario al respecto. De pie, mientras retrocedía más y más por la pradera, la señora Oropesa se sintió tan desconcertada como molesta: ¿cómo es que nadie le había señalado ese deterioro? ¿Y el jefe gobernador, qué puñetas había hecho para impedirlo?, y si antes había sido un lugar importante, otorgado por las autoridades oficiales, ¿por qué razón ya no era útil?

Ahora, por las noches, tumbada en su cama, y en medio de los múltiples espectros del señor Oropesa (pues ya no era, como en la antigua literatura de fantasmas, un ente solitario sino cientos, miles de fragmentos distintos), su viuda abría los ojos al techo, recordando la repentina ruina de aquella torre, continua ocupación de su amante esposo. Había invertido tanto esfuerzo en mantener viva la llama de su recuerdo, que ignoró lo que, tal vez, tanto había importado al señor Oropesa. Ahora se levantaba descalza, asomándose por la ventana, y distinguía entonces la silueta oscura de la torre con una sensación de malestar y de culpa. Ni siquiera sus hijos se extrañaban de nada: estaban tan habituados a la presencia de aquella vieja mole que no les proporcionaba ninguna curiosidad juvenil. Era tan solo el faro, el faro de papá, si es que pensaban en él todas las veces que lo veían, en lo alto de una suave colina, por encima del pueblo.

Un día, tras volver de la compra, la señora Oropesa recordó el antiguo contrato oficial de mantenimiento, y llegó a la deprimente conclusión de que, como el faro mismo, todo cuanto lo relacionaba con aquella torre se había adentrado en las tinieblas de una suave ignorancia, o acaso (aún peor), de un olvido inexcusable. Registró en los cajones de cierta cómoda, en el baúl con el que llegaron al asteroide, entre los libros, hasta que, finalmente, cubierta de polvo y sudor, encontró el papelito añorado. Se trataba de una serie de cláusulas de contrato concernientes a su difunto marido, un papeleo que a ella nunca le había interesado mucho pero que ahora cobraba una importancia absoluta. Se sentó en su silla, junto al sillón vacío de la ventana del cuarto de estar, y entonces leyó atentamente el escrito mecanografiado: eran puntos contractuales, códigos ininteligibles y cláusulas burocráticas, pero al llegar a la decimotercera de ellas, detuvo sus ojos, como incapaz de seguir adelante:

«Decimotercera cláusula: si el mantenedor oficial del faro láser falleciera, ya fuese por causas naturales (paro cardíaco, neumonía) o accidentales (electrocución fortuita, caída de las escaleras) la torre, propiedad del gobierno, pasará a la responsabilidad del descendiente mayor de edad de sexo masculino, si lo tuviera o, en su defecto, a la cónyuge del fallecido, quien se hará cargo de todos los trámites pertinentes en cuanto a la ejecución indispensable y primordial de los horarios en que la máquina debe estar encendida, en coordinación con el otro faro de Onuma 34.»

La señora Oropesa quedó petrificada, reclinando absorta su espalda en la silla. No podía creer que hubiera pasado aquello e incluso se preguntaba si aquel formalismo escrito existiría realmente de no haber buscado con tanto afán el contrato y sus cláusulas. De pronto era, con doce añitos de retraso, la responsable total del instrumento de trabajo de su esposo y sobre ella caía el peso conflictivo de una serie de tareas precisas, acompañadas por su tabla de horarios. Claro que aquello era absurdo, se dijo, nadie se había acordado del faro hasta ese momento, luego, ¿qué sentido tendría volverlo a encender? Además, en todos aquellos años, ningún miembro oficial había visitado el asteroide y ni siquiera al gobernador, ese barbudo vehemente, le preocupaba lo más mínimo la falta de noticias.

Sin embargo, al fijarse en la vitrina, en el sillón junto a la ventana, en la bufanda en el perchero; al recordar los zapatos junto a la cama, la chaqueta en el armario y tantas otras cosas, se dio cuenta de que, de todas las piezas de su museo, la más importante era el propio faro, en cuya luz extinguida creyó adivinar el principio de una amnesia irreparable. El silencio de la torre mostraba el origen de la destrucción progresiva sobre los espectros del señor Oropesa, mantenidos frágilmente entre las paredes de aquella casita. De modo que, mientras aún sostenía el viejo contrato de su difunto marido, tuvo la conciencia completa de que ella era, como lo fue desde hacía doce años, la única propietaria del faro. Pero no solo eso: sobre sus espaldas recaía la responsabilidad de devolverle la vida a su torre, e incluso se imaginó un fantasma unificado y perfecto en los futuros haces de luz vertical que iluminasen el cielo nocturno.

Le llevó un buen rato encontrar la llave de la puerta de entrada, pero cuando lo hizo sintió una punzada intensa de felicidad recóndita, una alegría súbita que la transportó hasta las regiones de su propia infancia, cuando buscaba alguna muñeca enterrada en un arca llena de mantas y retratos. Desde que su difunto marido la trajo hasta aquel asteroide, su vida se había manejado por los cauces de sus hábitos domésticos; pocos asuntos le interesaban de algún modo, excepto la educación de sus hijos, y que, eso sí, al señor Oropesa no le faltara ninguna cosa cuando llegase a casa. Pero ahora adivinaba que la única forma de mantener vivo el recuerdo su esposo era continuar con su trabajo de horarios, de modo que se dirigió a la torre y, ante la mirada atónita de sus hijos en la puerta de la casa, entró en el faro con un papel doblado en el bolsillo. Luego, la señora Oropesa subió por la escalera porque el ascensor estaba estropeado y, al alcanzar la cumbre, dentro de la cúpula de cristales desde la que podía verse el pueblecito de Centauro en la llanura, se detuvo.

Desde la muerte de su marido no había llegado a entrar en ningún momento en aquella vieja torre: se había acostumbrado tanto a su presencia que había acabado por no verla, como si fuese invisible. Sacó el papelito de horarios: 3´45; 5´31; 6´56… Los números indicaban series de horas con algún significado desconocido pero probablemente oportuno. No obstante lo que más la inquietó, una vez dispuesta a reiniciar la tarea administrativa, fue el hecho de que esa misma serie había quedado interrumpida durante doce largos años. El faro se había apagado tras la desaparición de su difunto dueño, y nadie, ninguna autoridad competente, había dicho lo más mínimo al respecto, ni siquiera el barbudo gobernador: ¿quizás porque sabían algo acerca de la cláusula decimotercera? Tal vez. En cualquier caso, de pronto tuvo la impresión de que necesitaba poner en marcha aquel pequeño mundo mecánico para que su fantasma no desapareciese en la bruma de su propia rutina. Necesitaba volver a activar la máquina, y no solo por aquella maldita cláusula.

Intentó varias veces mover la palanca que activaba la lente gigante, pero no hubo forma de conseguirlo. El óxido se había apoderado de los paneles de control, y uno de los cristales de la lente esférica estaba medio roto. Entonces miró a su alrededor y se fijó en la decadencia de la galería de cristales que la rodeaba como en un invernadero secreto: el tiempo no había dejado de transcurrir mientras dejaba, un día tras otro, la chaqueta de su marido sobre la puerta del armario. El faro láser estaba inutilizado, era un cadáver de unos veinte metros con lentes agrietadas y placas cubiertas de polvo y óxido costroso. Allá abajo, sus tres hijos la contemplaban con las bocas abiertas. Como invadida por una especie de urgencia absurda, la señora Oropesa se sintió como la nueva propietaria de una herencia inesperada que se recibe con tanta gratitud como azoramiento. Mañana debía ir al pueblecito en busca del gobernador, pedirle dinero para que restauraran la maquinaria, para que el faro siguiese funcionando, como en la mejor época de su esposo.

Nunca había pedido nada a nadie, e incluso siempre se había mostrado muy solícita a prestarle algún apoyo a alguno de sus vecinos. Por eso, cuando a la mañana siguiente se plantó frente al edificio de la gobernación de Onuma 33, el pensamiento sobre su futura petición adquirió el noble rango de un deseo justo. Lamentablemente, no fue recibida por el gobernador, que se hallaba enfermo en cama, aunque en su lugar la atendió un señor con quien nunca había hablado, una figura delgada de ojos pequeños y brillantes. Detrás de su robusta mesa de despacho, el señor vicegobernador, que asumía el cargo de sustituir, aunque fuera temporalmente a su jefe, escuchó en respetuoso silencio la petición de la señora Oropesa, pero cuando la mujer terminó de hablar, sentada en una sillita metálica, declaró que, aun siendo muy loable su propósito, era imposible cumplir en su deseo de restauración de la máquina, entre otras cosas porque no era competencia suya.

—Eso compete al ministerio de Omu, señora —dijo tras crujir uno de los dedos entrelazados de sus manos venosas—. Nosotros ahí no pinchamos ni cortamos. Debe enviar un formulario para pedirles un presupuesto de reparación del faro.

—¿Es que no nos comunicamos con Omu? ¿Por qué no viene nunca nadie de allí?

—Señora —dijo el vicegobernador exhalando un leve suspiro, y se reclinó sobre su asiento—, yo no sé nada de lo que me dice. Nuestros sistemas radiales se han vuelto un poco antiguos, es cierto, y quizás eso hace que las señales lleguen con algún retraso, pero todo funciona sin problema alguno.

—¿Algún retraso? Hace muchos años que nadie viene de fuera —comentó la señora Oropesa, que ya apenas recordaba la llegada de algún burócrata central.

—Lo siento, pero ya se lo he dicho, tiene que rellenar un formulario. Aquí se procesan muchas solicitudes. Uno quiere mejorar tal calle, el otro que haya un teatro, y usted que se repare su faro. Muy bien, pues eso.

—¿Y dónde puedo hacerme de un formulario?

—¡Ah! Eso es fácil —dijo el vicegobernador con sonrisa satisfactoria—. Mi secretaria le dará uno.

Por la tarde, ya en casa, rellenó el documento con suma atención. Se declaraba como responsable del faro láser de Onuma 33 y pedía una ayuda estatal para su reparación. Su hijo menor, un muchacho de unos quince años, se acercó intrigado al sillón donde la madre escribía en un extraño papel.

Ilustración: Pedro Belushi

—Mamá, ¿qué haces?

—Vamos a hacer que vuelva a funcionar el faro de papá, ¿quieres?

—¿El faro?

—¿Y tus hermanos? —y pasó una mano por el flequillo rubio del muchacho.

—Están arriba, mamá, llevan toda la tarde arriba —contestó absorto.

—Así me gusta, qué niños más buenos tengo.

—Ya no somos niños, mamá —protestó el chico, retirándose levemente.

—Por supuesto que no —dijo ella mientras volvía a su formulario—, es sólo una forma de hablar, chico mío. Ya sois casi unos hombres. Y tu hermano quiere dejarnos pronto, con eso de que quiere ser piloto en el otro mundo.

—Eso dice —dijo el muchacho, que ahora miraba las letras impresas de aquella hoja que absorbía la atención de su madre.

—Pero todavía es pronto —murmuró ella, y entonces, al mirarle atentamente, se dio cuenta de lo mucho que había crecido su hijo.

Durante varias semanas de espera, la señora Oropesa llegó a creer que el rastro de ciertos malestares en torno a su vida doméstica (manifestados de forma puntual, como visiones o presagios inciertos) se debía, sin duda, a aquella torre olvidada. De existir un alma, tal y como afirmaba el sacerdote de Centauro, ésta estaba agazapada dentro del viejo faro, de modo que la única vía posible para mantener vivo a su difunto esposo era cristalizar el tiempo, como en una fotografía mágica, una realidad licuada que era necesario petrificar por medio de sus costumbres inamovibles. Tendría que ocuparse del faro láser como ya lo había hecho su amante esposo. Y de alguna manera, el espíritu del señor Oropesa se mantendría aletargado, como en secreto estado de hibernación en medio del marasmo múltiple de tantas transformaciones, de esos cambios que la perturbaban como si fuesen parte de un complot para impedirle su descanso. Estaba convencida de que existían fenómenos que sobrevivían a las modificaciones de aquel universo disparatado.

Pero la respuesta del gobierno central de Omu no llegaba. De hecho, incluso se convenció definitivamente de que, desde hacía ya muchos años, ningún miembro oficial había pisado la tierra de aquel asteroide. Por las mañanas, tras su compra en el mercado, iba subiendo la suave colina que llegaba hasta su casa con la esperanza de recibir la visita de los delegados de gobierno. Pero con la misma rutina inequívoca con la que limpiaba los zapatos del señor Oropesa, o ponía su chaqueta sobre la llave del armario tras haberla lavado, ahora aquel anhelo era parte misma de sus tareas diarias. Una esperanza que, no obstante, se iba esterilizando poco a poco, como por efecto de una desilusión periódica, producto de observar que allí no llegaba nadie en absoluto. Una noche volvió a despertarla el mismo resplandor ilusorio. Levantó la cabeza y vio que la chaqueta no estaba: ¡no estaba! Salió disparada de la cama, pero la luz ya no existía en la ventana, y la sombra enorme del faro láser reposaba en la penumbra como siempre. Luego abrió el armario, encontrando la chaqueta dentro: era la primera vez que olvidaba colocarla sobre la llave de la cerradura, como siempre lo había hecho desde que llegaron su marido y ella a Onuma 33. La revelación de esta falta provocó en su cabeza un vértigo inconcebible, y hasta tuvo que sentarse en una silla del salón para sobreponerse en medio de las tinieblas. Se vio ante una falta imperdonable, de la que no era capaz de defenderse ante sí misma como si estuviera ante un tribunal impertérrito, inflexible.

—Y dígame, señora, ¿cómo ha sido usted capaz de olvidar la chaqueta dentro del armario?

—Fue un descuido —se dijo.

 Un descuido, como su completa negligencia respecto al faro.

 Yo no sabía nada de eso, él murió de repente y nadie me dijo nada, ni que tuviera la obligación de encenderlo.

 Â¿Acaso culpa usted al señor Oropesa, que en paz descanse?

 No, no, no culpo a nadie, pero no lo sabía. Yo sólo quiero…

 Usted sólo quiere detener el tiempo, señora, pero el tiempo no se detiene, no hay forma de hacerlo. Quiere mantener su mundo tal y como lo dejó el señor Oropesa cuando se fue por última vez al faro.

Y así siguió mucho tiempo, casi hasta el amanecer.

Varias semanas más tarde, solicitó otro formulario que rellenó escrupulosamente en casa junto al vacío sillón de su difunto marido. Y la vida continuaba (la misma chaqueta, los mismos zapatos, el mismo viaje con sus hijos a la escuela), así que mandó otro informe, en el correo galáctico hacia Omu, y luego otro, y luego otro más, y otro, hasta que en la delegación le suministraron una caja repleta de borradores para que mandase cuantos quisiese. Hasta los oídos de algún onumaniano llegó la noticia de aquella insólita obsesión por revivir ese faro del que ya casi nadie se acordaba bien, como no fuese para verlo desde Centauro como un objeto inerte de otra época. Pero la verdad es que pocos consideraron una posible locura en la señora de la colina, la viuda del antiguo mantenedor del faro láser. Sólo la mujer del policía (y tal vez incluso la hija del sacerdote) pensó que la señora Oropesa se había trastornado del todo por sus extravagancias solitarias.

Las peticiones de la viuda eran tomadas, por lo general, como la manifestación caprichosa de un carácter emprendedor e iluso, pero como había en Centauro muchos locos, y como muchos recordaban el episodio de delirio pasajero (tan pasajero que duró ocho años) en el que uno de los abogados del pueblo solicitaba, muy a menudo, y de forma semejante a la viuda, formularios de solicitud gubernamental para reconstruir un pabellón observatorio de planetas cercanos, al fin nadie tomó en cuenta la actitud de aquella señora que, de pronto, de buenas a primeras, había decidido restaurar un faro inútil.

Entonces sucedió, una mañana de primavera en el asteroide. De alguna forma debía haberlo presentido por las caras que encontró en la frutería del mercado, o en ese correcto saludo de la hija del sacerdote al verla, de vuelta a casa. Pero lo cierto es que ni todas las señales posibles pudieron alertarle sobre la inminencia de la visita, después de tantos años de aislamiento. Y, como suele suceder, halló lo que buscaba cuando menos venía a esperarlo, mientras iba subiendo con sus bolsas de la compra en las manos, la suave pendiente que llegaba hasta la colina. A lo lejos divisó, como brotado por un espejismo, una plateada nave espacial junto a la torre. «Maravilloso», murmuró, y aceleró el paso todo cuanto pudo. Al fin la habían escuchado. «No hay nada como la constancia», se dijo, reconfortada por su victoria contra las vicisitudes, esa era una lección clave para sus hijos el día de mañana. Poco a poco, entre resoplidos por la cuesta, iba viendo las figuras de varios hombres en grupo, lo que la llenó de un entusiasmo inaudito; eran los caballeros de sus plegarias, sin duda, esos delegados del espacio en los que pensaba desde hacía tantos meses, en concreto desde que mandó sus primeros informes. En efecto, varios individuos la esperaban: dos hombres y una chica. Un individuo pequeño, calvo y regordete se le acercó con una carpeta bajo el brazo.

—¿La señora Oropesa?

—Sí —dijo mientras miraba a los otras dos personas, una joven con el pelo corto, vestida con un mono azul y un muchacho con gafas, enfundado en un traje rojo, que anotaba algo en una carpeta, como registrando un parte.

—Recibimos sus formularios.

—Estupendo —dijo ella, entusiasmada al momento por el triunfo de haberles traído hasta aquel asteroide, y echó un vistazo a la torre—. ¿Van a reparar el faro por fin?

—Vamos a detenerla, señora —dijo seriamente el hombrecillo calvo.

—¿Cómo dice?

—Lleva doce años incumpliendo su obligación nacional de dirigir los haces de luz a las horas marcadas por el gobierno.

—Pero esto es absurdo, si fui yo quien les llamó —y la señora Oropesa retrocedió un poco.

—Eso resulta irrelevante. ¿O es que acaso el delincuente se salva de su juicio por declarar su falta?

—Oiga, vivo aquí desde hace muchos años. Esto no tiene sentido. Si no les llego a llamar ni se acuerdan de que el faro existe.

—Razón de más, señora, razón de más.

Y de pronto presintió algo aún peor: rastreó con su mirada en un lento semicírculo, hasta fijarse en la nave, y los vio, a cada uno asomado por una ventana redonda.

—¡Mis hijos! ¿Qué están haciendo con mis hijos? Esto es intolerable, ¿qué derecho tienen?

—Cálmese. No se preocupe por sus hijos —explicó el hombrecillo cerrando un poco sus párpados, como aburrido por su propia explicación burocrática—. Quedarán en manos de nuestra pedagoga espacial, ahí la tiene. Es solo un trámite pasajero, señora.

—Pero esto es ridículo, ¿de qué se me acusa?

—Por lo pronto se la acusa de negligencia reiterada —sentenció el hombrecillo mientras sacaba unas esposas metálicas de sus pantalones—. La señal luz no ha llegado a Onuma 34 desde hace mucho, mucho tiempo, hasta puede que piensen que han muerto por aquí todos, y eso es imperdonable a once años luz de distancia. Estará en Omu al menos varios años antes del juicio. De todos modos, usted ha puesto en evidencia ciertos fallos del sistema que han sido corregidos pertinentemente. El gobierno se lo agradece.

—Pero, yo… ni siquiera… mis ropas.

—¡Señora, no hay tiempo! —dijo sin mirarla el joven de las gafas.

—Aquí mi camarada tiene toda la razón. No hay tiempo. No se preocupe por la casa, queda en manos del gobierno, como dicta la última cláusula del contrato. El gobierno les dio esa casita y el gobierno se la apropia cuando la relación se rescinde.

La señora Oropesa dejó caer al suelo las bolsas de la compra. Le resultaba imposible articular una sola palabra razonable, como no fuese una serie de abruptos balbuceos. El hombrecillo le puso unas esposas y, mientras la conducía a la nave, dispuesta a abandonar su refugio (¿acaso para siempre?), se preguntó qué habría sucedido si, alejada de su propia voluntad por mantener el tiempo inalterable, no hubiese buscado el contrato de su difunto esposo, el señor Oropesa. ¿Era posible que, si no hubiese querido volver a encender el faro, no estuviera ocurriendo esto? Al fin y al cabo, era ella quien había dado el parte de la situación. En su ingenuo propósito por cristalizar su vida había acabado pulsando la tecla que la llevaba hacia delante, no se sabe adónde, pero lejos ya de un mundo que se desmoronaba a cada paso: la pipa roja de la vitrina, la chaqueta del armario, los zapatos lustrosos, el sillón de la sala, la eterna bufanda (un año tras otro) colgada del perchero… Ah, aquel maldito curso del tiempo la arrastraba ahora a la nave, acusada de desidia, y los fantasmas del señor Oropesa se iban desvaneciendo lentamente, sin que nadie pudiera ya prestarles algún servicio. Iba ya por la escalerilla de la nave cuando lo preguntó, como un niño que interroga a un adulto sobre el futuro:

—Y… ¿qué van a hacer con el faro?

—¿Hacer? —dijo el hombrecillo que subía con ella—. Pues nada, señora. Destruirlo, por supuesto. Ese faro ya no funciona, usted misma lo ha dicho veinte mil veces. Desde hace años ya no nos sirve para nada.

Cuando la nave se alejaba ya de la tierra bajo un murmullo gaseoso, la señora Oropesa vio por última vez la torre, y en un momento le pareció distinguir la sombra de un hombre cansado que la observaba desde las cristaleras.

 

 

Carlos Pérez Jara (Sevilla, 1977) es un escritor aficionado miembro actual del colectivo Sevilla Escribe, que ha publicado hasta la fecha en diversas revistas, como Axxón; Calabazas en el trastero: bosques (cuento seleccionado finalista: «El ciclo»); Bem On Line (con «La ofrenda«), NGC3660 («Reliquias mágicas«), o Los zombis no saben leer («El otro NO*DO«). Sus relatos suelen moverse entre la ciencia ficción, la fantasía general y el terror.

En Axxón hemos publicado TEMPUS FUGIT, LEGADO y AL OTRO LADO DE LA LLANURA.


Este cuento se vincula temáticamente con AL OTRO LADO DE LA LLANURA, de Carlos Pérez Jara; SEMILLAS, de Melanie Taylor Herrera y LA CAZA DE LA BALLENA. de E. Verónica Figueirido.


Axxón 226 – Enero de 2012

Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantástico : Ciencia ficción : Colonización espacial, Burocracia : España : Español).

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