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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

Un guiño al investigador de

fenómenos extraños John A. Keel

PRÓLOGO

Ilustración: Guillermo Vidal

De entre los juncos Azzith levantó la cabeza. Miró el gran corpúsculo levitar lentamente entre una serie de deshilachadas nubes blancas que le flanqueaban como brazos abiertos que se separaban cada vez más, hasta ser aire. Siguió con la vista la marcha fugitiva del glóbulo con dirección a la torre de jade cuya superficie lucía tornasolada, ora se transparentaba, volviéndose cristal lechoso y luego de un azul traslúcido, ora se volvía rojo coralino y poseía esa forma de faro perdido en un acantilado en la costa inglesa.

El zumbido de los insectos de diseño se volvía molesto al acrecentarse en un arco acústico que subía, alcanzaba el cenit y descendía como hoja de nenúfar flotando en la nata atmosférica.

El gran glóbulo alcanzó la torre de jade, dio la vuelta a la aguja y siguió adelante, fagocitando las partículas orgánicas suspendidas que el pantano despedía en forma de gas: excelente biocombustible gratuito y fácil de obtener. Desde la torre miraron cien mil oficinistas genetistas.

Azzith se acuclilló en la orilla de un charco grande como un lago enano y removió el sedimento del fondo con un junco hasta que el agua se volvió turbia. Algunas burbujas reventaron en la superficie y las libélulas rozaron con sus apéndices cloacales la superficie con restos vegetales flotantes. Pronto un dedo humano se enredó en el junco y una sonrisa satisfecha le partió la cara. En el viento podía sentirse el aroma férrico que despedía la membrana celular del súper glóbulo y en la piel la electricidad de la próxima tormenta fraguándose en forma de escalofríos y estallidos súbitos. La célula se agitó en el aire, pareció que una ráfaga podría deshilacharla en finos hilos de ectoplasma que flotarían como banderolas agitadas por el viento, como a las nubes blancas que ya habían desaparecido. El glóbulo se detuvo un instante, sopesando posibilidades oscuras y siguió hasta perderse entre los árboles del bosque, donde bajó en diagonal y ya no pudo verlo.

Volvió a levantar la cabeza. Se cercioró de que los rayos de bola estaban provocando los estallidos y pudo verlos descender, como esferas luminosas que se movían como seres inteligentes, hasta las ramas, levitar fugazmente sobre alguna, moverse rápido hasta el suelo, en un vuelo rasante y serpentino, y elevarse otra vez para explotar en un mar de chispas que saltaban crepitando como minúsculos fuegos incendiando la hojarasca. El cielo se volvió de un gris ominoso pero, aunque la luz era escasa, los rayos de bola iluminaban amplias superficies terrestres con sus explosiones. Gracias a esta luminosidad fantasmal pudo dar con los fuegos fatuos.

Los fuegos fatuos reverberaban a su paso. Estaban allá, delante, entre los juncales, en las breves isletas que formaban el cieno y las hierbas. Preparó las botellas contenedoras que alimentó con yesca y se arrodilló para cogerlos. Los fuegos entraban a las botellas a través de su ancho cuello, culebreando verdes y flameantes hasta el fondo, donde volvían a encenderse de un amarillo vivo. Ató los golletes de las botellas con cáñamo arrancado del pantano y se echó las botellas a la espalda. Los fuegos eran fríos y temblaban, haciéndole cosquillas en la piel, a través de la ropa.

Azzith echó a correr. Atravesó aguas turbias. Saltó encima de troncos caídos, biomasas informes, mantillo móvil. Se topó con ciempiés de dos metros de largo que entraban y surgían del mantillo. Asustó a las formas oscuras e inocuamente amenazantes de las zorras voladoras que volaron como amplios planeadores urbanos de uno a otro árbol y percibió en la piel el estallido de los rayos de bola: el súper glóbulo debía estar desechando demasiada electricidad sobrante de sus procesos biológicos. Algunas veces eran mortales, otras, los rayos y las emisiones fisiológicas de las células volantes reparaban tejidos en los organismos vivos.

Un océano de sonidos provenientes de la biomasa flotaba desde hacía un siglo, cuando los especímenes escapados de los laboratorios de diseño genético mezclaron su ADN con las especies naturales: un mundo híbrido y mejorado se extendía sin estar del todo explorado…

Llegó a casa de la abuela cuando los goterones se aplastaban contra la tierra y la cubierta vegetal. De dentro de la cabaña surgían voces que pasaban a través de las paredes de juncos unidas con cemento hecho de las alas quitinosas de los coleópteros. Supo de quiénes se trataba. Entró. Colocó las botellas en áreas estratégicas que, de inmediato, iluminaron las estancias de la casa. Sobre el hueco de la puerta de atrás, los bionautas trataban con la abuela un cuarto para renta. Entre los árboles traseros, el glóbulo latía. Podía verse a través de la membrana tisular el complejo de Golgi y, entre su plegada anatomía celular, el par de asientos cóncavos. Entre los corpúsculos de la súper célula había algunos pasajeros.

—Claro que por esta noche —dijo la abuela—. Mientras amaine la tormenta.

Los bionautas entraron. Azzith saludó. Les echó una rápida mirada. Sus trajes de una pieza estaban mojados por el líquido tisular y olían al aroma férrico que desprendía la célula. Atisbó desde la puerta trasera. Se maravilló con el gran glóbulo un tiempo alongado que olía a azufre (el cieno removido por la lluvia), hasta que la tormenta amenazó con golpear en olas monzónicas la puerta y cerró después de que el resto de la tripulación hubo entrado.

—Mañana te invitaremos a fagocitar el aire, chaval, a primera hora, en cuanto amaine el vendaval… —dijo uno de los bionautas desde la mesa del comedor, tomándose el té de hojas cogidas de un charco del cenagal temprano—. Mañana, a primera hora… —repitió, arrobado con el sabor que despedía la taza de cuarzo verde que tenía en la mano.

I

LA VISIÓN DE LA SEÑORA S…

El 3 de abril de 1980 la señora «S» se disponía a regar sus plantas colocadas armónicamente en las macetas del balcón de su casa, situada en algún lugar de Los Ángeles, mientras aguardaba que el aceite vertido sobre la sartén se calentara (había ya puesto dos huevos estrellados ahí), cuando percibió en la piel algo que se desplegaba desde el aire y se pegaba a la ropa. Olía a hierro oxidado. Después escuchó un zumbido tenue que se acrecentó hasta volverse insoportable. Volteó a mirar la superficie de cielo entre dos altos edificios frente a su casa y abrió los ojos asombrada.

El platillo volador flotaba tranquilo, como la nata sobre la leche tibia de la mañana. El aire se enrareció aún más y sintió un escalofrío como producido por electricidad estática. Dejó caer la regadera, o mejor, la regadera se le escapó de las manos y cayó sobre el embaldosado, regando el agua que fluyó hasta el canalón y chorreó sobre la calva de un transeúnte que pasaba por la calle, debajo del balcón.

La señora «S» no podía creer lo que veía. En el interior, entrando por el balcón, estaba la sala comedor y el olor de los huevos fritos pasándose de fritos le anunció que podía estallar la sartén en una llamarada como la de esos fuegos fatuos que había visto en una película de dibujos animados la noche pasada por la tele.

Pero la señora «S» no podía despegarse del lugar donde le sorprendiera la visión. La cosa —conocida técnicamente como OVNI—, comenzó a ladearse de pronto, muy lentamente, hasta posicionarse en vertical. Parecía una teta flotante. Le recordó la que salía en aquella película de Woody Allen y cuando el olor a quemado era demasiado intenso como para seguir ignorándolo, parpadeó, sacudió la cabeza y entró a la casa, dejando unas huellas húmedas sobre el suelo. Apagó la estufa y corrió a mirar el cielo pero no había nada que se pareciera, ni remotamente, a un platillo-teta volador entre los edificios.

Cabizbaja, regresó al interior. Afectada, se dejó caer sobre el sofá de la sala. Estaba temblando. Con la mano derecha tropezó el teléfono puesto sobre la mesita a un lado del sofá, giró el disco e intentó llamar a su hermana. El teléfono dio el tono de ocupado, así que colgó. Cuando abrió los ojos supo que era de noche porque no se había encendido las luces y todo estaba a oscuras. No sentía hambre. Miró el reloj. Desde las ocho de la mañana había permanecido ahí, sentada, y ya eran las diez de la noche.

Y… ¿qué trataba de recordar? ¡Ah, por supuesto, la cosa en el cielo! El dolor comenzó entonces. Le atacó a la manera de punzadas en el seno derecho y era tan intenso que se quedó dormida de nuevo en el sofá. Esta vez se preocupó por recostarse. Cuando despertó el dolor seguía clavado en su seno derecho. Con el hombro bajo y la mitad derecha del cuerpo casi inmóvil discó como pudo con la mano izquierda el número del médico «C» que le atendía desde hacía tiempo. El médico le dio una cita para las tres de la tarde debido a la urgencia que ella denotaba en la voz. Hacia las dos terminó de bañarse, para entonces el dolor había disminuido. A las dos y media pidió un taxi por teléfono. Cerró el balcón que se había dejado abierto y salió. No había comido nada en varias horas. En la sala de espera del doctor «C» se comió un sándwich que había comprado en la calle. Cuando el médico le hizo pasar ella le contó de las punzadas de dolor que había sentido. El médico preparó unos estudios de emergencia, le hizo tomar muestras de tejido y le pidió visitarle al día siguiente.

Antes de que la señora «S» pudiera ver a su médico, éste le llamó:

—¡Mi querida amiga! —la voz del médico era de una agitación intensa—. ¡Esto que voy a decirle no va a creerlo, pero los estudios no pueden estar equivocados!

Ella se quedó de pie, escuchando y esperando:

—Su cáncer de mama… —algo que no supo de dónde provenía (una extraña vocecita interior) le indicó lo que el doctor «C» le diría a continuación—: ¡Ha desaparecido por completo!

Entonces, por primera vez en más de veinticuatro horas, recordó la visión del OVNI con forma de teta flotante, se llevó la mano a la boca y dejó caer la bocina, visiblemente asombrada, enternecida y emocionada al mismo tiempo.

II

ADVERTENCIA:

NO PATEAR NUNCA UN RAYO DE BOLA

Una joven estaba sentada a la mesa cuando observó una gran bola de fuego moviéndose lentamente hacia ella sobre el suelo de la habitación. Cuando la bola de fuego estuvo cerca, se elevó describiendo espirales alrededor de la muchacha. Después de esto, saltó rápidamente hacia la chimenea y subió por ella hasta salir. Al llegar al aire libre estalló a corta altura sobre el techo, con un fuerte sonido que hizo temblar la casa (…)

Es muy peligroso tocar una bola de fuego. Un niño curioso pateó una en cierta ocasión y provocó así una explosión que mató a once cabezas de ganado y lanzó al suelo al niño y a su acompañante (…)

Frank W. Lane.

The Elements Rage: The Extremes of Natural Violence.

David and Charles (Publishers) Ltd.

Newton Abbot, Devon, UK.

1966

III

EL ESPERADO ARRIBO DE Mr. WILSON

Mr. Wilson abrió la puerta de la máquina y salió. El sol le dio de lleno en la cara y se puso el sombrero en el acto. Parpadeó y empezó a notar las figuras que se medio escondían detrás del ranchero.

—Soy el ex senador Hart. Me gustaría saber quién es usted y qué maldita cosa es ésa en la cual anda—. Hart se echó atrás el sombrero de ala ancha para poder ver mejor el aparato.

—Soy Wilson —dijo el visitante, muy amable, y le tendió la mano—. Mr. Henry Wilson.

—¡Un norteño! —se sorprendió el ex senador—. Un maldito yanqui, me imagino… Conocí a muchos como usted cuando tenía que viajar a Washington para obtener buenos precios para los condenados granjeros que eran mis electores.

—Así es, soy norteño.

—Eh… bien, no lo tome tan a pecho, amigo, hay cosas peores en la vida que serlo… pero aún no ha contestado a la pregunta que le he hecho.

—¿Cuál pregunta?

—¡Oh, con un demonio, no se haga usted el tonto! Quiero que me diga qué cacharro es ése en el cual viene viajando—. Wilson estaba a punto de contestar cuando Hart se lo impidió poniendo la mano entre ambos—. ¡No me lo diga! Apuesto a que es esa máquina voladora de la que hablan los diarios. Debe haber sido hecha por el mismísimo Satán. Ya me esperaba yo que de algún momento a otro llegara aquí… —El ex senador se rascó la cabeza metiendo la mano debajo del sombrero.

Wilson se quitó, a la vez, el sombrero, con parsimonia y se lo puso sobre el pecho a la vez que decía:

—¡Oh, no señor! Se trata de un invento producto del ingenio americano. Una nave que va por el aire y no por agua. Estamos haciendo vuelos de prueba antes de ir a Cuba a matar españoles.

—¡Eso sí está bien, muchachito! ¡A darles a todos esos malditos españoles de piel oscura…! —El ex senador se acercó a Wilson, detrás suyo la gente se echó hacia delante como si estuvieran pegados a su espalda, para escuchar mejor—: Oiga, ¿y cómo piensa matarlos? Aunque supongo que de la impresión podría ser… ¡Mire que ese condenado aparato suyo asusta!

Mr. Wilson, con cara visiblemente orgullosa, se inclinó un poco hacia Hart y los demás.

—No, senador…

Hart se aclaró la garganta.

—Bueno, bueno… ex senador, solamente… ¿me decía? —Su tono de voz había cambiado.

—Llevamos a bordo una magnífica ametralladora Hotchkiss. Usted, que es una persona eminente, debe conocerlas.

El ex senador volvió a aclararse la garganta, sonriendo.

—¡Ah, claro, claro…!

—Mr. Hart, le propongo algo que no podrá rehusar. Para que usted esté seguro de que éste no es un invento del diablo, ¿por qué no me acompaña a bordo a dar un breve vuelo encima del poblado? Daríamos una vuelta por ahí y por allá —señalaba los árboles y el gran tanque de agua que se elevaba sobre las cabezas de los lugareños—. Después volveríamos antes de la cena y…

Hart se echó atrás y con él toda la comitiva, como los cardúmenes de peces que cambian de dirección de súbito, todos a la vez. Una breve oleada de rumores se extendió entre la gente. El ex senador levantó las manos y miró de reojo a las personas a su lado, para apaciguarlas.

—¡Mi amable amigo, se lo agradezco mucho pero no… no! No podría yo dejar Josserand en este momento. Pero… ¿por qué no nos acompaña a comer usted a mi casa? Tenemos un buen estofado ahí que…

—¿No peligrará la máquina mientras tanto?

—¡No si podemos impedirlo! —Volteó y buscó a alguien de entre la muchedumbre— ¡A ver, Smithson, traiga a dos policías aquí!

La gente se arremolinó murmurando. Dos policías con los uniformes llevados dignamente se acercaron.

—Tienen ustedes la honorable misión de cuidar de la máquina voladora de Mr… ¿cómo dijo que se llama?

—Henry Wilson.

—… de Mr. Henry Wilson en lo que vamos a comer a mi casa y regresamos.

Los policías se miraron entre sí, muy asustados. Sus uniformes parecieron un poco menos dignos que antes.

—¡Que se queden aquí! —exigió Hart, gritando y los representantes de la ley dieron un salto y tomaron posiciones acercándose a la cosa endiablada aquella.

El ex senador echó un brazo sobre el hombro de Wilson y se fueron caminando. La gente no dejó de arremolinarse a su alrededor. Hart le preguntó cómo hacía para lograr que el cacharro se elevara por el aire y demás cuestiones interesantes, tales como la vista desde el aire de las cosas de la tierra y si no corría el riesgo de chocar con pájaros o si las nubes de tormenta no podrían descargar algún rayo sobre su máquina. Comieron bien y abundante. Después salieron con rumbo hacia el aparato. La gente había estado aguardando fuera de la casa de Hart y curioseaba cerca de la máquina pero no se atrevía a tocarla. Los policías, uno de cada lado, echaban miradas aprensivas de vez en cuando sobre sus hombros, vigilando que el armatoste no fuera a echar a volar por sí mismo. Por fin, Mr. Wilson subió a su invento volador. Antes de cerrar la puerta saludó con el sombrero y sonrió, se inclinó una y dos veces mientras la gente le aplaudía y vitoreaba como a un héroe.

—¡Noolvide mantenerme informado de cuántas bajas ocasiona a esos oscuros españoles, Mr. Wilson! —gritó Hart.

Wilson cerró la puerta y la máquina —con forma de puro volador, con un motor, según explicó el inventor a Hart, que accionaba una enorme hélice—, echó a volar por los cielos de una plácida tarde de 1897, levantando una polvareda tremenda que adelantó la temporada de tornados y derribó algunos letreros de hojalata, asustó a un caballo que se desbocó y echó a correr uncido a la carreta que jalaba, dio una vuelta al pueblo y por fin se quedó tranquilo.

IV

¡EL ENDEMONIADO ARMATOSTE UNA Y OTRA VEZ!

El domingo, mientras la gente se encontraba en misa en la iglesia erigida en honor de San Kinarus, el poblado de Cloera, en Irlanda, presenció una maravilla. Sucedió que un ancla cayó en el pórtico de la iglesia. La gente salió aprisa al escuchar el ruido y vio flotando en el cielo un navío con personas a bordo; la tripulación se movía a lo largo de la nave mirando hacia abajo, preocupada. Un hombre saltó de la popa para soltar el ancla. Parecía como si flotara.

La gente corrió y quiso capturarlo, el hombre comenzó a temblar sin dejar de mirarles, pero el obispo les prohibió hacerlo, pues aquel hombre podía morir. El hombre, en libertad, se apresuró hacia la nave, donde la tripulación cortó la cuerda y el barco se alejó en el cielo hasta perderse de vista.

Pero el ancla quedó en la iglesia para siempre, como testimonio de lo que había acontecido.

Libro de las crónicas de los Reyes y de los Héroes Speculum Regale

Año 956 a. D.

Merkel, Texas, 26 de abril. Anoche, al regresar de la iglesia, algunos feligreses se percataron de que un objeto pesado se desplazaba arrastrado por una cuerda. Corrieron tras esta hasta que, al cruzar la línea del tren, quedó atrapada en uno de los rieles.

Al mirar hacia el cielo se dieron cuenta de la presencia de algo que, se cree, era un navío aéreo. Como estaba demasiado lejano no pudieron hacerse idea exacta de sus dimensiones. Una luz brotaba de cada una de las ventanillas y en la parte frontal tenía un faro como los de las locomotoras.

Pasaron diez minutos y vieron cómo descendía un hombre por la cuerda, quien se acercó lo suficiente como para que la gente pudiera verle con toda claridad. Vestía un traje azul radiante y era pequeño de estatura. Al ver que había gente junto al ancla se detuvo, cortó la cuerda debajo de él y emprendió la retirada en dirección nordeste.

El ancla se encuentra ahora en exhibición en la herrería de Elliot y Miller y atrae la atención de cientos de personas.

Houston Post. 26 de abril de 1897.

V

… Y LA VISIÓN DE GOETHE

De pronto vi, al lado derecho del camino, en una hondonada, una especie de anfiteatro extrañamente iluminado. En un espacio en forma de embudo brillaban incontables luces, escalonadas unas sobre otras, y lucían tan intensamente que casi se deslumbraba la vista al mirarlas. Pero lo que más confundía la mirada era que no se estaban quietas, sino que algunas saltaban de arriba abajo, de abajo arriba y hacia los lados; sin embargo la mayor parte alumbraban tranquilamente.

No sin disgusto me separé, llamado por mis compañeros, de este espectáculo, que hubiera deseado contemplar con mayor detenimiento. A preguntas mías, el postillón me aseguró que nada sabía de semejante cosa; pero luego dijo que había en las cercanías una antigua cantera, cuya parte central estaba llena de agua. No quiero decidir aquí si se trataba de un pandemónium de fuegos fatuos o de una congregación de criaturas lucientes.

Johann Wolfgang von Goethe

Autobiografía. Libro VI.

VI

LAS OTRAS LLAMAS DE CASANOVA

Una hora después de Castel Nuovo, con el aire en calma y el cielo sereno, vi a mi derecha y a diez pasos, una llama prodigiosa, de un codo de altura que estaba elevada a cuatro o cinco pies por encima del nivel del terreno. Me asombró pues parecía acompañarme. Quise estudiarla y procuré aproximarme, pero cuando el trozo de camino que yo seguía se encontraba bordeado de árboles, dejaba de verla para reaparecer cuando el camino estaba libre. Probé también de volver sobre mis pasos, pero desaparecía y no volvía hasta que me dirigía de nuevo a Roma. Este singular farol no me abandonó hasta que la luz del día hubo roto en tinieblas.

¡Qué campo maravilloso para la superstición ignorante: si hubiese tenido testigos de este hecho hubiera alcanzado una brillante carrera en Roma! La historia está llena de tonterías de importancia análoga, y el mundo está lleno de gente que les hace todavía mucho caso, a pesar de las pretendidas luces que las ciencias procuran al espíritu humano.

Debo confesar de corazón que, no obstante mis conocimientos de física, la aparición de este pequeño meteoro no dejó de producirme ideas muy singulares. Tuve cuidado de no decírselo a nadie.

Juan Jacobo Casanova de Seingalt (1725-1798)

Memorias.

VII

Un día de agosto de 2007 un Knorr (embarcación vikinga usada para el comercio marítimo) sobrevoló los tejadosde cierto pueblo del Golfo de México, dejó caer un ancla sostenida por una cuerda y, mientras la embarcación flotaba plácida por el aire, recortada contra unas nubes algodonosas y estúpidas (como el estupor), el ancla fue siendo arrastrada hasta arrancar varias tejas de las casas, formando un surco a su paso.

La gente se sorprendió al principio, luego supusieron que se estaba rodando alguna película o que se trataba de uno de esos globos usados por ciertos centros comerciales para hacerse propaganda. En lo que se averiguaba de qué se trataba la gente, curiosa, señalaba y murmuraba.

Los dueños de las casas afectadas, al contrario, gritaban improperios y amenazas. La calle estaba cubierta por fragmentos de tejas centenarias, provenientes de barcos desde Marsella, que habían arribado al puerto con este cargamento en forma de lastre y que luego o era rematado a precios irrisorios o era soltado en las riberas del río con la intención de que la gente las aprovechara. Así que, para los dueños de esas casas, constituía un grave atentado histórico el que un loco excéntrico a bordo de un Knorr sobrevolara el pueblo dejando caer un ancla en los techos de las viejas casas y destruyéndolos a su paso.

Los remos de la embarcación se detuvieron. El ancla se había atascado pesadamente sobre las ramas bajas de un árbol. Un hombre, vestido a la usanza de alguno de los trajes de lujo del siglo XIX, comenzó a descender por la cuerda del ancla, miró a la gente debajo y saludó con un sombrero de copa:

—¡Eh, mexicanos — gritó —, la paz sea con vosotros!

Los mexicanos se miraron unos a otros. El hombre arrojó un cuchillo, que cayó a un metro de la multitud, y, sosteniéndose de la cuerda, se balanceó un poco en el aire:

—¿Por ventura puede alguien cortar la cuerda? Mirad que se nos ha enredao ahí y bueno… ¡Eh, chaval! ¿Podéis hacer lo que pido?

Un niño intentó acercarse, su madre le cogió por el hombro, el chico se soltó, cogió el cuchillo del suelo, levantó los brazos y cortó la cuerda. El ancla quedó clavada entre las ramas bajas.

—¡Chas gracias, nene! —dijo el hombre, cuyas ropas cambiaron de forma, pasaron a un traje de tweed, a uno de ésos que se llevaban en los balnearios de la Belle Epoque, a una túnica romana, dejó de ser un hombre y se convirtió en un niño y luego la cuerda misma pasó a ser una escalerilla, una especie de lengua de serpiente y finalmente un haz de luz en el cual flotaba vestido de blanco inmaculado un pequeño duende de orejas puntiagudas —. ¡Oh, me he equivocado! — exclamó por fin —: Ésta no era la forma…

Encima, el Knorr había pasado por una serie de transformaciones que abarcaban desde un dirigible, un avión B-52, un platillo volador con forma de teta y una cosa de aspecto orgánico que recordaba a una célula o a un glóbulo blanco que absorbió al niño flotador y se elevó hasta las nubes donde las iluminó por dentro, las fagocitó y dejó caer tres rayos de bola que serpentearon entre la gente, curioseando entre las patas de un perro, un carrito de helados y la cabeza de una niña como si tuvieran inteligencia o fueran muy caprichosos, saltaron a los árboles de rama en rama y finalmente ascendieron, reventaron en el aire en un mar de chispas precipitadas que les recordó el confeti de uno de esos carnavales que tanto les gustan a los veracruzanos, y desaparecieron…

VIII

Azzith entró por la puerta trasera de la casa de su abuela. Fuera, el glóbulo latía y fluía líquido tisular entre las ramas de los árboles como si dejara caer el exceso del agua de la lluvia. Los bionautas le saludaron con la mano desde el interior del complejo de Golgi.

—¿Te gusta mi nuevo traje, abuela? —preguntó Azzith, una vez que la célula se había elevado entre los árboles.

Se pasó la mano sobre el pecho húmedo y cambió de forma… un hombre con toga, un traje de Tweed, un ranchero californiano… y, por fin, un pequeño duende que le sonrió satisfecho.

Pé de J. Pauner nació en 1973 en Tuxpan, Veracruz, México.

Es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en Latinoamérica, Australia y España. En el género de la ciencia ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.

Parte de su obra fue traducida al catalán e inglés y publicada en España, Latinoamérica, Australia y algunos ensayos en Alemania.

Hemos publicado en Axxón: EL SEGUNDO ALIENTO DEL FÉNIX y INSTRUCCIONES PARA COLGAR UN CUADRO.


Este cuento se vincula temáticamente con DESHECHO, de James P. Kelly; ¡ESTÁN AQUÍ!, de Claudio G. del Castillo; EL GUALICHO, de Guillermo Vidal y CICLICIDAD, de Sergio Gaut vel Hartman.


Axxón 229 – Abril de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Bioingeniería : OVNIS : México : Mexicano).

4 Respuestas a “«El hombre equivocado», Pé de J. Pauner”
  1. Pé de J. Pauner dice:

    Un agradecimiento y un abrazo grande a Guillermo Vidal por esa hermosa ilustración para esta historia. Su ilustración me ha traído memorias de la infancia…
    Atentamente: el autor.

  2. Querido autor, ojalá y te puedas comunicar conmigo, quisiera que fueras mi padrino literario, nuevamente, y regresaras a contar, además de cuentos, los sueños y juegos con los que has permanecido en silencio. Saludos.

  3. Guillermo Vidal dice:

    Un gusto ilustrar un cuento que me dió tantas pistas para explorar, me costó elegir cual seguir, todas me llamaban, y me alegro que te haya gustado el resultado.

  4. Martha Elsa Durazzo:. dice:

    Pé:
    El texto resulta excelentemente bien narrado y, en algunos momentos, con un uen sentido del humor.
    Recibe mi felicitación querido hermano.
    Martha Elsa Durazzo:.

  5.  
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