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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

URUGUAY


Ilustración: Laura Paggi

Yo creí que regresaba a Montevideo sólo para concretar un negocio que me ponía de mal humor.

Salí del puerto de Buenos Aires a las dos de la tarde, y llegué a mi ciudad natal tres horas después, bajo la incierta luz del cielo de abril.

En la aduana mostré las dos mudas de ropa que llevaba, luego tomé un taxi.

Me llamó la atención la soledad de las calles. Cuando cruzamos Avenida del Libertador vi apenas un par de autos sobre las arterias blancas y frías.

Descendí en Colonia y Rondeau y caminé hacia el hotel: un edificio de comienzos del siglo XX, de estilo europeo, como casi todos los de Montevideo. Fachada clara, con artísticas molduras y balcones de rejas negras. Subí siguiendo una gastada alfombra roja dispuesta sobre el centro de una escalera de mármol y me detuve en el entrepiso, frente a un mostrador. El recepcionista era un tipo de estatura media, delgado y adusto, pulcramente vestido. Alguna vez le escuché decir a alguien que los uruguayos eran serviciales pero no serviles, y esa fue la impresión que recogí de aquel hombre.

La habitación, ubicada en el último de los tres pisos, era pequeña pero estaba limpia y tenía una ventana que daba a la calle. El empapelado me resultó vulgar, probablemente de los años sesenta. El baño era minúsculo, con una ducha apretada y un water closet que me pareció de juguete. En las descascaradas paredes sobresalían viejas cañerías. Después de orinar, abrí la canilla para lavarme las manos y brotó, mucho antes que el agua, ese ruido que uno vagamente asocia con la sirena de un barco.

Me quité los zapatos y me tiré sobre la cama que me recibió con un quejido. Había un televisor de veinte pulgadas, pero no lo encendí. Necesitaba ordenar las ideas. Mi primer pensamiento fue que no quería estar ahí. Ni en ese edificio, ni en esa ciudad, ni en ese país. Me hubiese gustado estar caminando por la calle Florida, a pesar de la cantidad de gente y sus caras de cansancio y sus carpetas y valijas de problemas, dejándome arrastrar por un río ciego y oscuro, pero que me reconocía y me aceptaba como a un igual.

Tres meses atrás había visitado fugazmente Montevideo para asistir al entierro de mi padre. Considerando que en esa oportunidad no le había prestado atención más que a los menesteres funerarios, se podría decir que mis últimas imágenes de la ciudad tenían una década.

Cerré los ojos. Escuché la lluvia caer. No deseaba levantarme. Sabía, sin necesidad de asomarme a la ventana, que el agua era una cortina pareja.

Después llamaría a Ordóñez, el escribano encargado de la inmobiliaria, y le avisaría que ya había llegado. Era un vecino amigo de mi familia y tenía una gran disposición. Él me había contactado un día para notificarme el deceso de mi padre y ahora lo hacía para anunciarme la inminente venta de la casa. Ya me había adelantado que no iba a tener problemas en atenderme cualquier día, porque la oficina estaba instalada en su domicilio particular. Además, como único heredero, yo era el dueño absoluto y eso simplificaba las cosas. Sólo tenía que ir y firmar unos papeles.

Pero seguramente tendría que ir a la casa paterna y la idea no me agradaba. ¿Qué iba a hacer con un viejo televisor, un lavarropas, una licuadora? ¿Llevármelos a Buenos Aires? ¿Y si quedaban fotos? No las quería. Tampoco podía tirarlas.

…Ordóñez es del barrio, me conoce. Va a entender si le pido que se haga cargo, que venda todo y me entregue una parte. Tendré que confiar en él.

El sonido del agua era continuo. Decidí aguardar un poco. Nadie me corría.

Mi padre decía que los tangos sonaban más lindos cuando llovía. Se sentaba junto a la ventana de su taller y escuchaba la radio Clarín, mientras pintaba unos juguetes de madera que luego vendía en la feria.

…Pobre viejo, después que mamá murió, yo me fui a la Argentina y lo dejé solo.

Cuando paró de llover, salí del hotel y caminé hacia el bar de la esquina.

Le pedí al mozo un café y me dispuse a leer el diario El País. El título de portada daba cuenta de las inundaciones en el litoral; la foto mostraba un hombre con el agua hasta la cintura, llevando sobre sus hombros una silla de madera. Aquello tenía algo de estúpido y al mismo tiempo de conmovedor.

—Está buscando un lugar para sentarse —dijo una voz a mi lado, acaso leyendo mis pensamientos.

Giré la cabeza y vi a un viejo flaco, de unos sesenta y cinco años. Ojos grises, de perro mojado, en un rostro enjuto y amarillento. Pocas arrugas, pero bien marcadas, lo que le otorgaba mucha expresividad. Tenía una gorrita chata, con visera, y los cabellos le surgían como llamaradas blancas sobre las orejas. Vestía de negro, campera de pana y pantalones gastados.

Pasó caminando junto a mi mesa con una carpeta en la mano derecha. Sin esperar respuesta se dirigió hasta la barra y pidió algo para tomar.

Volví a mirar la foto y me reí, pero después pensé que había vivido en Uruguay casi toda mi vida y sabía que las inundaciones eran frecuentes. No es que Argentina fuera muy distinta en ese sentido, pero esto acentuó mi sensación de que en mi país las cosas permanecían inmutables y que esa postal era casi emblemática. Y por si faltara algo para reafirmarlo, al pie de la portada estaba la clásica tira de Mafalda. Debe ser el único país del mundo donde todavía se sigue publicando a Mafalda en el diario.

El café tenía un aroma y un gusto riquísimo. Casi no había gente en el local y se respiraba una calma placentera. Interrumpí un momento la lectura, estiré las piernas y dejé que mi vista se deslizara hacia las sombras que pasaban tras los vidrios empañados. No sé cuánto tiempo estuve así. Después de todo, Montevideo no era tan malo.

Repentinamente sentí un golpe en los pies. El viejo de ojos grises trastabilló, y tuvo que apoyarse en una mesa para no caer. La carpeta, y varias hojas, se habían desparramado sobre las baldosas. Me paré avergonzado y le pedí disculpas. Él no pareció escucharme, se agachó con una agilidad que no era propia de su edad y empezó a recoger los papeles. Lo ayudé en la tarea. El piso estaba húmedo y durante un instante temí se hubiesen ensuciado.

—No se estropearon —dije para tranquilizarlo.

—No es nada —contestó, amable.

Observé la última hoja que había recogido, sin decidirme a devolvérsela.

—¿Le gusta? —me preguntó.

—Claro… ¿Lo hizo usted?

—Sí —respondió alzando las cejas negras y el labio inferior, con una humildad estudiada.

Me mostró otra.

Eran hermosas imágenes, a lápiz, de edificios de Montevideo, aunque no acertaba la ubicación exacta.

—¿En dónde están?

—…Por la calle Río Branco; Río Branco entre 18 y Colonia. Uno al lado del otro.

Ahora que lo escuchaba hablar con más detenimiento me daba cuenta de que tenía una voz seductora, como la de un viejo actor.

Las construcciones eran de principios del siglo XX. De tres pisos. Un destacado gusto en los adornos de la fachada, largas ventanas con celosías de madera y elaborados balcones de hierro. Tal vez lo más llamativo eran las estilizadas cúpulas, recubiertas de escamas, que finalizaban en agujas francesas. Pero si los edificios eran en sí mismos maravillosos, no menos impactante era el trabajo del artista. Probablemente los había visto desde la calle, sentado en el cordón de la vereda, y la perspectiva le otorgaba un atractivo sobrecogedor. Unas nieblas fantasmagóricas dibujadas con un trazo casual terminaban de darle cierto toque fantástico.

—¿Tiene más? —pregunté.

—No, el resto son hojas en blanco. Pero ¿en serio le gusta?

—Por supuesto.

—Bueno, mi nombre es Miguel —se presentó. Me ofreció una mano elegante que estreché enseguida—. ¿Cómo es su gracia?

—Bruno.

—Bueno, Bruno —dijo tomando los dibujos—, estos no son más que bocetos. Venga a mi casa y le muestro los cuadros; está acá cerca.

La propuesta del viejo no dejaba de ser inusual, ya que acababa de conocerlo, pero la expresó con tanta naturalidad que me pareció descortés no aceptar.

Eran las siete de la tarde y las sombras, como manchas de pintura oscura, acentuaban los contornos de Montevideo. Las hojas mustias de los plátanos cubrían las veredas mojadas.

Vivía a dos calles, por Paysandú, en una de esas casas demacradas que tanto abundan en el centro. En la cuadra todas las viviendas tenían puertas altas, de dos hojas. Marrones o grises. La de Miguel, en cambio, presentaba un color azul que se extendía de forma despareja, como si un duende la hubiese pintado con sus propias manos.

Después que ingresamos, el viejo cerró con llave. Lo seguí a través de un corredor angosto, iluminado por una débil lamparita. Una madeja de cables reptaba sobre el techo. A la derecha se alineaban las habitaciones. Abrió una, encendió la luz y me indicó que entrara.

Apenas traspuse el umbral me recibió el olor de las pinturas. Había grandes lienzos cubiertos por sábanas, apilados uno tras otro en distintos puntos de la habitación. Una mesa donde se amontonaban pomos de pintura, pinceles, una paleta y trapos sucios. En la pared que estaba frente a la entrada una pequeña biblioteca albergaba libros empolvados, revistas y objetos diversos.

Miguel tiró la carpeta arriba de la mesa, después se llevó una mano a la gorra y preguntó:

—Perdóneme, ¿qué quiere tomar? ¿Una Coca Cola, un café, una caña?

—No hace falta que se moleste, recién tomé un café en el bar.

—En el bar, seguro. Bueno, pero algo tiene que tomar. Ah, ya sé, tengo un Espinillar que está buenísimo.

—Ahh… Hace años que no tomo Espinillar.

—Tá, no se hable más, espéreme un segundo —dijo solícito, y salió al corredor.

Estaba tentado de levantar las telas que cubrían los cuadros, pero me pareció más adecuado esperar a que regresara. A falta de otra cosa, desvié mis ojos hacia la biblioteca. Juraría que todas las ediciones que vi allí estaban agotadas. El Tabaré de Zorrilla, en una edición con tapas de cuero; las obras completas de Juana de Ibarbourou, en Aguilar, en hoja de Biblia; el Ismael de Acevedo Díaz, en tapa dura; revistas de Peloduro; un álbum de figuritas de chocolates Águila, otro de Donald Campeón. También recuerdo una radio Spica; una réplica en hojalata de un ómnibus de Onda, y hasta un Topo Giggio de goma, en perfecto estado de conservación, con su pantaloncito negro, su bucito a rayas y sus bigotitos de tanza.

Cuando, después de un rato, dirigí mi vista hacia la puerta, vi al viejo parado en el umbral. Tenía un vaso en cada mano y me observaba en silencio, como si yo fuera un niño dormido y él temiera despertarme.

—Tiene cosas maravillosas —reconocí.

—Lo sé —dijo, dándome la bebida. Los vasos eran largos y los había servido casi hasta el tope, con poco hielo.

—Por el arte y los buenos tiempos —expresé en un brindis.

—Sí… eso.

Bebimos. Estaba exquisito.

—Bueno, estoy ansioso por ver su trabajo.

Fue hasta uno de los lienzos, que debía medir dos metros de largo por uno de ancho, y retiró la tela que lo cubría.

Era una calle solitaria, vista en perspectiva, con edificios antiguos, melancólicos, típicamente montevideanos. Había distintos tonos de verde y de gris.

El viejo me clavó la mirada, esperando un comentario.

—Tiene algo de Munch —empecé a balbucear— …no el Munch terrible de la casa roja, sino el Munch de ese cuadro que se llama Melancolía o El bote amarillo. Y también la soledad metafísica de De Chirico.

—Ah… —se burló— si algún día pagara todas esas deudas me quedaría sin cuadros.

—No, disculpe —dije poniéndome colorado—, en verdad no es nada de eso, lo suyo es personal. Perdóneme. En Buenos Aires yo sólo soy un vendedor de ropa masculina. Lo poco que sé de pintura lo aprendí de las enciclopedias que vendían los quioscos. No soy el crítico que un artista como usted ameritaría.

—Olvídese de toda esa basura. Si pensara que usted es un crítico no lo hubiese dejado entrar en mi casa.

—Discúlpeme.

—Concéntrese en el cuadro y no me diga qué es lo que ve, sino lo que siente.

Las paredes eran de un verde difuminado, al punto de que allí donde las casas alcanzaban el cielo quedaba flotando un residuo vaporoso. Las construcciones parecían estar desintegrándose. Pero no podía pensar que se estaban muriendo porque entonces debería ser una muerte eterna y continua. Arriba y a lo lejos, el cielo formaba una espiral de nubes grises que intentaba arrastrar a la ciudad entera. La calle era blanda y me recibió como a un huésped familiar.

—…Es como si hubiese estado antes ahí.

—Es posible —señaló con tranquilidad—. No siempre es fácil saber dónde estuvimos. Hay veces en que ni siquiera recordamos lo que hicimos la noche anterior.

—Siento que no me cuesta entrar en el cuadro y caminar por esa calle. Las casas… son tristes.

—Sí —sonrió complacido el viejo—, tristes. Usted había dicho antes melancolía. Se llama Retrato de una Calle Montevideana.

—Retrato, claro, pero no son personas, son casas.

—Veo que me interpreta muy bien. Alguna vez pensé que si fuera escritor haría una novela donde el protagonista sería Montevideo. Pero soy pintor. Déjeme mostrarle otro.

El viejo hizo a un lado el cuadro que habíamos observado, descubriendo así al que estaba detrás.

La rambla de Montevideo, con una franja de arena, la escollera entrando en el mar en forma sesgada; todo visto desde arriba, como a vuelo de pájaro.

—No hay nadie, es de una soledad terrible.

—La soledad no tiene nada de terrible. —Dejó el cuadro apoyado contra los que estaban detrás y se me acercó—. ¿Qué hubiese preferido, una playa atestada de gente?

—No.

—No, lógico. ¿Y sabe por qué? —preguntó, abriendo unos ojos que en ese momento me parecieron desquiciados.

—Bueno, sería una postal turística más.

—Exacto. Porque Montevideo no es su historia ni su gente, sino esta soledad del alma— expresó con resignada amargura, poniéndose una mano en el pecho.

Intenté sin resultado una sonrisa. Bebí un sorbo de Espinillar, lentamente.

—¿Usted sabe por qué en Montevideo no hay más gente? —me interrogó.

—No, ¿por qué?

—¡Por suerte! —exclamó con una expresión divertida que me tranquilizó.

—¿Cómo se llama esta obra? —se me ocurrió preguntar.

Invierno.

Medejé atrapar por el cuadro, o más bien no pude evitarlo. La técnica no era exactamente realista, estaba a caballo entre el realismo y el expresionismo, pero la sensación de verdad era tan grande que uno podía llegar a creer que Montevideo era siempre así, tan triste, tan en el filo de la nada y la inmensidad.

Miguel continuó enseñándome sus pinturas. Una tras otra, como las piezas de un puzzle. Montevideo se me iba revelando de a poco, de una forma insospechada. Las luces del alumbrado público reflejándose sobre las calles mojadas, atravesando la niebla, momentos antes del alba; edificios que de tan antiguos parecían fantásticos, brillando con una luz de tiza mojada; una calle silenciosa con la sombra de un hombre que la sobrevolaba. Terminé admitiendo que él era el primer pintor que había sabido interpretar el alma de la ciudad.

Con la excusa de rellenar los vasos, me invitó a que lo siguiera.

Fuimos hasta la cocina, situada al final del corredor. Había una mesita de madera, dos sillas de cármica, una heladera antigua, y un bello cristalero. A la izquierda, una ventana con postigos de madera. Abrió el mueble, sirvió el chorrito de Espinillar que quedaba en la botella y destapó otra. Sacó hielo de la General Electric y nos sentamos a beber. Yo no había comido nada, y el alcohol estaba haciendo sus efectos.

—Bruno, usted es argentino, pero ha vivido aquí, ¿cierto? —preguntó.

—No. En realidad soy uruguayo, pero me fui hace diez años, a trabajar.

—Claro, por eso tiene el acento porteño. —El viejo bebió un trago y explicó—: Se lo decía porque los montevideanos, en su mayoría, no comprenden a esta ciudad. No tienen la mínima idea. Se creen que poniendo unas lucecitas de Navidad colgadas en los árboles están embelleciendo las plazas.

—Sí, lo he visto, y no queda bien.

—¡Para nada! Se imaginan que tienen que ser alegres como los brasileños, y en el fondo saben que les resulta imposible. Sin embargo, y eso es lo más gracioso, sin que ellos mismos se den cuenta, el alma de la ciudad se les termina metiendo por los poros.

—Pero usted quiere a Montevideo tal cual es.

—La quiero. La he buscado durante años en mis cuadros. Créame, no es un mal sitio. Montevideo nunca nos rechaza, siempre está dispuesta a acogernos, como una enfermedad.

—Así que Montevideo es una enfermedad.

—Exacto. Una enfermedad del espíritu. No hay que luchar contra ella, sino recostarse en ella. Entonces uno ya no se siente desarraigado.

—Ahora que menciona estas cosas, recuerdo que hace muchos años vino Joaquín Sabina y dijo que Montevideo era melancólica, que tenía un aire de decadencia que a él le gustaba.

—A veces puede ayudar no ser de aquí, eso permite apreciar con otra perspectiva. Un músico podría…

—¿No cree que el tango…?

—Sí, el tango, en las letras. Pero yo hablo de una música instrumental, algo más secreto y definitivo. Usted que ha vivido en Argentina debe conocer muy bien a Piazzola.

—Sí.

—Los porteños son afortunados por poseer un músico que los interprete. Alguna vez pensé que Piazzola también podía ser el músico de Montevideo, después me di cuenta que no. Es otra cosa.

—Piazzola tiene algo triste.

—Cierto, pero es argentino, y bien analizado su arte tampoco nos representa. En Piazzola existe una buena dosis de tristeza, pero también el impacto y desasosiego que produce una gran ciudad como Buenos Aires y es allí donde quedamos excluidos.

—¿Y cuál es entonces para usted el músico de Montevideo?

—Todavía no hemos conocido al músico que logre reflejar nuestro espíritu. —Miguel se paró y, como si estuviese poseído por una misteriosa deidad, comenzó a hablar con gran entusiasmo y a dar vueltas por la habitación. Sus ojos, resaltados por las negras cejas, se iluminaron como antiguas hogueras. Masticaba con deleite cada palabra—. El día que surja nos daremos cuenta. Será maravilloso poder escuchar esa música, que nos ayude a aceptarnos como somos, sin mentiras, sin máscaras. ¡Viviremos en ella! ¡Paladearemos con gusto la tristeza! ¡¡Y la elevaremos hasta las cumbres del éxtasis!!

Me costó unos segundos reaccionar.

—Bravo —dije—, ¡bravo! —y lo aplaudí, contagiado de su frenesí. El viejo se inclinó en una reverencia. Luego volvió a llenar los vasos con Espinillar.

Yo sabía que Miguel estaba divirtiéndose, hablando mitad en serio, mitad en broma, estimulado por el alcohol y por la alegría de hablar con alguien de los temas que le gustaban. Parecía un Dalí jugando con la locura y yo no tenía corazón ni argumentos para contradecirlo. Era un artista extraordinario que montaba un show sólo para mí.

Cuando ya estábamos bastante borrachos, se paró, y como si fuera el portavoz de una revelación, señaló:

—Desde esta ventana se puede ver a la verdadera Montevideo.

—No me diga, ¿en serio? —pregunté, tratando de fingir un tono neutro.

La abrió intempestivamente y gritó con gesto teatral:

—¡Ahí tiene usted a Montevideo!

—…

—¡¡Mírela, Bruno!! —gritó, manteniendo las manos abiertas y los brazos en alto.

Pero yo sólo veía el insondable pozo de la noche.

Me paré y me acerqué a la ventana, pero tampoco pude ver nada, porque la oscuridad era extrema. Apenas si notaba un pedazo de pared y otro de cielo, sin nada que me sirviera de referencia ni me ayudara a delinear un objeto concreto. No sabía cómo decirle que había una noche cerrada y que no veía un carajo, así que musité:

—Y después de todo, esto viene a ser Montevideo.

—Usted lo ha dicho.

—Es un poco tarde ya. Debo marcharme.

—Está bien —dijo, bajando los brazos—, lo acompaño hasta la puerta.

Salimos tropezando con las sillas. Empujé el cristalero y casi choco contra una repisita que estaba en el corredor. Apenas puse un pie en la calle se desató una tormenta inaudita y me empapé hasta lo más íntimo.

En el hotel me quité la ropa, caí arriba de la cama y me dormí al instante.

Por la mañana, abrí la ventana y dejé que la luz entrara en la pieza. El sol, que empujaba atrás de las nubes, le daba al cielo un brillo metálico. Las hojas de los plátanos parecían papeles mordidos sobre las calles mojadas. Una solitaria mujer aguardaba el ómnibus.

Me dolía un poco la cabeza.

Fui hasta el baño y me pegué una ducha. Me puse un pantalón vaquero y un buzo de lana.

Llamé a Ordóñez, le avisé que estaba en el hotel y que iría luego de desayunar.

Tenía hambre.

Bajé hasta el bar. Me senté cerca de la entrada y tomé un capuchino con dos medialunas rellenas. Tenían bastante manteca, como a mí me gusta, y gruesas fetas de jamón y queso.

Veinte minutos más tarde salía rumbo a la casa de Ordóñez, a sólo unas cuadras de allí, por Río Branco. Hice el trayecto por 18 de Julio, porque quería ver los edificios que Miguel había dibujado a lápiz. Un viento fresco soplaba de la costa. Había muy poca gente. Me parecía raro poder respirar tanta tranquilidad. Ahora la soledad me resultaba acogedora.

Mientras caminaba recordé lo hermosa que era Montevideo. Siempre que uno esté dispuesto a detenerse un momento y mirar para arriba son dignas de apreciar las antiguas construcciones hechas por verdaderos artistas y esas cúpulas que parecen comunicarse de forma misteriosa con el cielo. En las tres cuadras que van de la Plaza Cagancha a Río Negro me reencontré con el edificio de la sala Zitarrosa, el del London París; el Palacio Chiarino, el Uriarte, el Brasil… y como telón de fondo el Palacio Salvo, que semeja una bizarra nave a punto de elevarse hacia las estrellas. Todos ellos testimonios de una época en la que los arquitectos pensaban en algo más que en optimizar espacio para ahorrar dinero.

Siguiendo las indicaciones de Miguel, encontré los dos edificios a pocos pasos de la avenida. Mentalmente comparé las ilustraciones con los modelos originales. El viejo había dibujado imaginarios rizos de niebla y omitido los comercios que existían en la planta baja. Sin embargo, su arte captaba el misterio que latía tras las fachadas grises y estiradas. Las viviendas se veían algo tiznadas por el hollín del tráfico y visiblemente cansadas, pero con una voluntad inquebrantable de perdurar, como si estuviesen ancladas en un tiempo distinto al nuestro. Lo más curioso es que se hallaban muy cerca de donde pasé mi infancia, pero recién ahora les prestaba atención. Y lo mismo me ocurría con todas las viejas construcciones de Montevideo; me habían observado cuando era un niño, y ahora, después de esperarme durante años, me recibían bajo una luz distinta.

Continué caminando por Río Branco, sintiendo que a medida que tomaba esa bajada, me iba adentrando más y más en las profundidades de un mundo que volvía a la vida. De los nudosos árboles que rompían las veredas con sus raíces, caían las mismas hojas que alguna vez la maestra había mandado pegar en el cuaderno para mostrar una postal del otoño. Flanqueado por antiguas casas, me dejaba arrastrar por una calle cada vez más inclinada que me obligaba a acelerar los pasos. La brisa de abril pasaba las páginas de un álbum de fotos en blanco y negro.

Casi sin darme cuenta llegué al domicilio de Ordóñez. Al costado de la puerta, una chapa daba cuenta del título de escribano, y arriba un cartel rezaba: «Inmobiliaria». La casa era relativamente moderna, no tenía más de treinta años. Al pararme frente a ella experimenté una sensación rara, como si de forma imprevista una represa se hubiese instalado en el río del tiempo.

Presioné el timbre con suavidad.

Un sudor me bajó por la espalda.

Escuché unas pisadas fuertes que se acercaban y después el metálico tintineo de unas llaves.

La puerta se abrió y el tipo que planeaba vender la casa de mis difuntos padres apareció en la entrada. Era gordo, inmenso, y tenía una calva llena de manchas. Vestía una remera y un pantalón de tela gastada, pero al considerar la seguridad de su mirada y el dibujo preciso de sus labios, pensé que así debían ser los escribanos. Aunque en el barrio la gente lo tenía por una buena persona, a mí siempre me había inspirado un profundo rechazo. Cuando me vio, su rostro se aflojó unos segundos —los suficientes para saludarme cortésmente— y me extendió con firmeza una mano grande y pesada. Tal vez era eso, la exactitud de sus movimientos y sus palabras lo que yo sentía como una distancia que nos separaba. Por una razón que nunca pude explicarme, siempre me había sentido vulnerable en las oficinas públicas y los bancos. Ordóñez pertenecía a ese ambiente y por eso me daba miedo. Temía que se diera cuenta que yo era incapaz de discutirle nada que me dijera.

Caminé atrás de él viendo su espalda como una playa, la cabeza enorme que se hundía impidiendo distinguir el cuello y las piernas macizas.

Me condujo hasta una piecita, me invitó a tomar asiento en un sillón de pantazote y me pidió que aguardara. Había un escritorio, un revistero, un cuadrito mediocre colgado en la pared. Regresó poco después, me mostró unos papeles y dijo que todo estaba listo. Íbamos a vender la casa a un comprador chileno que había decidido radicarse en el país. Yo sólo tendría que aparecerme en el momento de la transacción, para firmar.

—Pero, ¿y lo que está adentro? Yo no me lo puedo llevar. ¿Qué se hace? ¿Se remata?

—Es lo más fácil y lo más rápido. Lo metemos todo en un camión, se lo llevan, después se subasta, se cobra y listo. Para que sea rápido hay que hacerlo sin base.

Ordóñez hablaba y a mí me costaba asimilar lo que decía. No es que no entendiera sus palabras, sino que me rechinaba la idea de que una casa y las pertenencias de una vida pudieran desaparecer tan fácilmente.

Tomé aire.

—Si fuera posible me gustaría visitar la casa por última vez. Deben quedar objetos personales que seguramente sólo tienen interés para mí.

—Por supuesto. Vamos ahora, así ya liquidamos eso.

Las dos cuadras que caminamos juntos se me hicieron interminables. Yo no tenía ganas de hablar y a él no parecía interesarle. Sentía un malestar en el estómago. No podría decir qué es lo que quería en ese momento, pero de seguro no era estar caminando con esa bola de grasa, que jadeaba a cada paso, rumbo a la casa de mis padres. Sólo cuando el silencio comenzó a tornarse espeso dijo que el tiempo estaba feo, y después añadió que el chileno se había retrasado porque debía atender unos negocios en Porto Alegre.

Eso me sacó de mi encierro y le pregunté:

—¿Para qué quiere la casa? ¿Piensa poner un local comercial?

—Parece que sí, por algunas palabras sueltas que le decía a la mujer. Yo no le pregunté, pero mientras pague… —expresó alzando los hombros y hundiendo aún más su cabeza enorme y aceitosa.

—¿Ya qué se dedica el tipo?

—A transacciones de dinero. También es despachante de aduanas —agregó Ordóñez con una risa estúpida—: ¡Ja, hay que decirle que se despache él, porque nos dejó plantados!

No dije más nada. La casa estaba incrustada entre una panadería y una ferretería. La contemplación de la fachada acalló cualquier otro pensamiento. El frente, pintado enteramente en verde, parecía un campo soñado…

Los restos de una enredadera trepaban hasta unos veinte centímetros sobre el nivel de la vereda.

—Todavía existe —pensé en voz alta, mirando unos tallitos danzarines, llenos de hojas chiquitas y frescas.

—La arranqué como tres veces —dijo el gordo con un jadeo—, pero la hija de puta siempre crece.

La puerta de madera, larga y verde, se dividía en dos hojas. Una celosía también verde, con las varillas prolijas, cubría una amplia ventana. Me impresionó cuando la vi porque estaba entreabierta. Ahora conjeturo que Ordóñez se daba de tanto en tanto una vuelta por la casa y la abría para ventilarla, pero durante un segundo, que fue eterno, la visión de ese postigo entreabierto se unió a un sonido familiar que me erizó. Algo metálico similar a un ruido de cubiertos.

Miré a Ordóñez, pero él estaba concentrado en un llavero que tenía en la mano. Sacó la llave correcta, avanzó un brazo como una trompa de elefante y abrió.

—Bueno —dijo—, yo lo dejo acá y usted ve qué va a hacer. Después cierra y me alcanza la llave.

Hizo una mueca, que pretendió ser una sonrisa, y empezó a alejarse.

Esperé a que desapareciera y entré en la casa.

El aire era bueno.

Lo primero que vi fueron unas uvas de cerámica, colgadas en la pared del living-comedor. Los muebles y los electrodomésticos grandes estaban protegidos por sábanas blancas. Tomé una de ellas y comencé a retirarla, como si abriera un regalo cuidadosamente.

Allí nos sentábamos para comer. Papá en un extremo, mamá en el otro y yo en el medio.

Corrí una de las sillas de cármica y me senté. En el borde de la mesa descubrí un dibujito hecho con lapicera. Se notaba, por el surco dejado en la madera, que había apoyado el útil con fuerza y varias veces. Era un superhéroe o algo así, no podía afirmarlo con precisión porque probablemente lo había hecho siendo muy niño. Mi vida entera había transcurrido en esa casa. Tal vez Superman; sí, por el escudo.

Cuando levanté la vista, mamá tomó con las pinzas los spaghetti de la fuente y los colocó en mi plato. Después, con la cuchara de madera, agregó salsa que sacó de la ollita, y me sirvió Coca-cola en el vaso de bordes planos. Se sirvió ella y luego se sentó.

—¿Los deberes estaban bien? —preguntó.

Hice un gesto afirmativo con la cabeza.

Papá probó el vino y sonrió.

—Si están mal decile a la maestra que los hizo tu madre, que le ponga mala nota a ella.

—Más vale que lo ayude, porque uno que yo sé nunca tiene tiempo.

—Te hice el caballito de madera que me pediste, con alas.

—Voy a buscarlo.

—Primero terminá de comer.

—No, voy ahora.

—Hacele caso a tu madre.

—Ahora ya le dijiste.

—Sí, traelo, porque si no vas a comer apurado y es peor.

Tomé un sorbo de Coca-cola y me levanté de la mesa. Pasé frente a los dormitorios y llegué hasta el taller donde papá trabajaba la madera. El pegaso era tan pequeño que cabía en la palma de la mano. Tenía las alas abiertas y sonreía.

En el silencio escuché un sonido del exterior que me puso nervioso.

Guardé la pequeña escultura en el bolsillo de la campera y salí. En mi dormitorio saqué las sábanas que estaban por doquier y fui redescubriendo mis revistas, mis libros, mis juguetes…

Las fotos, recordé las fotos y fui al dormitorio de mis padres. Quité la sábana del ropero, lo abrí, en la prisa se cayeron frascos de perfumes, algún antitranspirante, una lata con recibos, un alhajero de madera con caravanas y collares, algunos blisters de remedios; aquí las medias y la ropa interior, buzos, polleras, pantalones, sacos, vestidos, atrás de los vestidos unas frazadas, bajo las frazadas una bolsa y luego otra bolsa blanca con las fotos. Saqué el álbum y lo apreté contra mi pecho. Con él entre mis manos regresé a mi cuarto y empecé a juntar mis revistas y mis álbumes de figuritas. Había demasiados y se me caían, pero al fin conseguí avanzar con ellos; tomé también una radio a pila que tenía la forma de un Volkswagen, un lapicero decorado con historietas, y un muñeco de Batman. Corrí hasta la puerta. Cuando estaba a punto de abrirla tropecé y caí. Me levanté, junté algunas cosas, pero se me caían, una y otra vez. Se deslizaban de mis manos como aquella vez que estaba en la parada, tenía los guantes puestos e insensatamente se me ocurrió sacar del bolsillo un fajo de figuritas que no tardó en resbalarse de mis dedos y fue presa del viento. Yo me agaché a juntarlas, pero con los guantes era imposible. Vino el ómnibus y mi madre me arrastró del brazo. Ahora un viento aun más poderoso se llevaba mis cosas.

Me recosté contra la pared y otra revista que acababa de recoger del piso se volvió a caer. Respiré una bocanada de aire. Metí la mano en la campera para comprobar que allí todavía estaba la escultura de madera. No podía llevarme toda la casa. Con la mayor tranquilidad que me fue posible recogí los objetos y los fui dejando sobre la mesa de la cocina. Después salí, cerré con dos vueltas de llave, apoyé la frente en la puerta verde, y me alejé de mi casa, prometiéndome que iba a volver.

No quería que Ordóñez me viera, así que subí hasta 18 de Julio. Todavía no me decidía a regresar al hotel y empecé a caminar por la avenida, hacia la Ciudad Vieja. Había poca gente, por suerte, como decía Miguel.

El viento empujaba unos vagones de nubes grises y el aire del Río de la Plata invitaba a llenarse los pulmones. Después de dejar atrás el Palacio Salvo y el monumento ecuestre de Artigas en la plaza Independencia, traspuse la Puerta de la Ciudadela.

Tomé la peatonal Sarandí y seguí caminando siempre al sur, sobre el piso de adoquines, entre sombras coloniales. En la vidriera del museo Torres García se exhibían cuadros, libros y juguetes; todo me pareció muy triste… Y esta sensación se mantuvo al contemplar los rostros de los transeúntes, las sombrillas de las mesas de los bares, las esculturas atravesadas en el medio de la calle, la iglesia de la plaza Matriz, y un hombre dormido por el rumor de la fuente, bajo la mirada blanca de los ángeles.

Al llegar a la plaza Zabala volví a ver, después de años, la casa del gigante. No sé si figura en algún recorrido turístico, pero está en la circunvalación de la plaza, aguardando a aquellos que aún esperan descubrir tesoros. Tiene muros y rejas, pero si uno se acerca y espía a través de ellas, puede ver la imponente estructura, la puerta extrañamente grande, el jardín silencioso y los enormes macetones. Mi padre me la enseñó un día y me dijo: «Esa es la casa del gigante». Aunque entonces yo era muy niño, ahora, tras contemplarla unos instantes, me embargó la misma sensación de soledad e infinito. Permanecí un tiempo impreciso atado a esa imagen que, como un perfume, transportaba mis sentidos. Finalmente su influjo cesó, o bien yo conseguí liberarme, y emprendí el camino de regreso.

A eso de la una de la tarde almorcé en el bar el menú del día: pastel de carne con ensalada. Lo acompañé con un vino rosado muy sabroso. Después volví al hotel y me acosté a dormir la siesta, hacía un montón de tiempo que no me daba ese lujo.

Desperté a las cuatro de la tarde. Me cercioré de que todavía tenía el pegaso de madera en el bolsillo de la campera y abandoné la pieza. Cuando bajaba, el administrador me informó que un tal señor Ordóñez me había estado llamando con insistencia.

Le agradecí por darme el mensaje y salí del hotel.

Hacía frío. Me cerré la campera hasta el cuello y empecé a caminar.

Una garúa helada caía sobre Montevideo. Las pocas personas con las que me crucé pasaban enfundadas en ropas grises, con la cabeza oculta entre los hombros y mirando para abajo.

Ordóñez estaba muy equivocado si pensaba que podía manejar mi vida.

Me detuve al llegar a la puerta azul.

Golpeé.

Miguel apareció al rato y me abrió. Por la forma en que brillaron sus ojos me di cuenta de que se alegraba de verme.

—Estaba por regresar a Buenos Aires y quise pasar antes a saludarlo —le dije.

—Entre.

Cuando íbamos por el corredor, agregó:

—Parece que hace frío afuera: está lindo para tomar Espinillar.

—Sí —afirmé.

—Ja, ja, vamos a buscarlo.

En la cocina, el viejo sacó la botella del cristalero. Puso hielo en sendos vasos y comenzó a servir. En ese momento advertí que desde su taller llegaba la voz de Carlos Gardel cantando Cuesta Abajo.

—Tiene al mago de invitado y no me había dicho nada —dije señalando con el mentón hacia el lugar de donde provenía la música.

—Ahh sí, la Clarín es la única radio que escucho.

—Mi viejo la encendía de mañana y la dejaba todo el día.

—A mí me gusta porque siempre está igual. Usted sabe que «a todas las horas pares canta el mago, Carlos Gardel», y que tiene «música típica y folklórica sin moverse del dial». —Me alcanzó un vaso y agregó—: Televisión no miro, no tengo.

Bebí un sorbo. Pensé que mientras el mundo había estado pendiente de los golpes de estado en Uruguay y Argentina, o de la guerra de las Malvinas, o de la caída de las Torres Gemelas, o simplemente festejando la Navidad, Miguel seguía escuchando la Clarín y sirviéndose Espinillar.

Ya en su cuarto de trabajo, me mostró una pintura, aún fresca, que tenía montada sobre un caballete. Representaba a un viejo, de expresión melancólica, vestido con un sobretodo largo y descolorido, que observaba un tocadiscos. Curiosamente, la parte negra del disco tenía la textura de un río, y sobre él volaban pájaros blancos.

—Es hermoso. Me encanta la expresión del hombre, esa mirada agridulce —expresé.

—Así lo vi —explicó—, en la esquina de Uruguay y Tristán Narvaja.

—Lo conozco, es un local que vende discos de colección, de vinilo. Tiene años.

—Añares… Yo voy caminando por la calle y me detengo a ver la vidriera. Veo que hay gente mirando en una góndola, y entro, para curiosear nomás. De repente, un viejo pide para escuchar un disco. El vendedor lo pone en el tocadiscos, y le entrega el sobre al cliente. El hombre mira la carátula y en el momento en que empieza a brotar la música, se le dibuja una sonrisa. Entonces ya no mira el sobre. Yo me doy cuenta que está observando los surcos —hace un gesto de espiral con el dedo—. Parece hipnotizado. Como si recordara o recuperara un paraíso perdido.

—Seguramente fue así.

—Luego vine a casa y dibujé el boceto de este cuadro. Se llama El Regreso de los Pájaros.

—Me gusta.

—Pensé ponerle Pájaros de Montevideo pero es una postal montevideana y no hace falta aclarar nada más.

—¿Usted nunca ha salido de Montevideo?

—Sí, para ir al interior, claro, pero siempre he vivido aquí. No sabría vivir en otro lugar. Montevideo es un sitio muy especial.

—Es tranquilo.

—En general es así. Es una zona geográficamente resguardada. No hay terremotos, ni maremotos, ni huracanes. Aquí el viento sur habla sin gritar, para que el espíritu pueda oírlo.

—Ah… ¿y qué le ha dicho? —pregunté en voz baja, invitándolo a una confesión.

—Lo que usted ha visto en mis cuadros —respondió, mirándome con esos ojos como vidrios astillados, y apuró el resto del vaso.

Arriba de la mesa había un puñado de dibujos. Los tomé y empecé a mirarlos. Eran siempre los mismos edificios y las mismas calles taciturnas, enfermas de tiempo y de soledad.

—De aquí saca luego los cuadros —afirmé.

—Sí, algunos de ellos son viejos, pero a veces los redescubro y los pinto.

De pronto vi una imagen que no encajaba en el resto: una mujer de cuarenta y tantos años, atractiva, con el cabello negro y abundante.

—Ella… —pregunté.

Miguel se llevó una mano a la boca y me pareció que iba a llorar.

—Déjela —dijo con la voz quebrada—, hay otros dibujos que…

Me sentí incómodo.

—…

—Perdóneme —dijo, restregándose un ojo con la mano que tenía el anillo de matrimonio—. Estoy haciendo un papelón.

—No, Miguel… perdóneme usted.

—No, psst… ¿qué le voy a perdonar? No me acordaba de que ese dibujo estaba ahí.

Ahora el rostro del viejo estaba rojo y se le caían las lágrimas. Quise abrazarlo, pero me contuve, porque pensé que ese gesto podría avergonzarlo aún más.

Estuve a punto de decirle que no llorara y entonces me di cuenta que yo no me sentía mucho mejor que él. Desde el arribo a Montevideo, mi corazón se venía inflando como una bolsa de papel.

Había llevado la escultura del pegaso pero me pareció que mostrársela en aquel momento era una estupidez. No recuerdo qué palabras le dije exactamente, inventé una excusa para regresar al hotel y le prometí que volvería más tarde.

Cuando me marchaba, noté, por primera vez, que en la repisita del corredor había una urna funeraria. Cabía en la palma de la mano. Era de madera brillante, de color caoba, y tenía la forma de una copa cerrada. El pie se retorcía como las raíces de un árbol.

A treinta metros de distancia vi a Ordóñez entrando al hotel. Su sola presencia me provocó malestar. Ya no sabía cómo sacármelo de encima. Fui hasta la fiambrería que está en la esquina de Cuareim y Colonia, me oculté atrás de unos cajones y lo espié asomando la cabeza. Supuse que le estaría preguntando al administrador sobre mi paradero, pero me pareció que demoraba demasiado.

Al fin salió, con su caminar lento y pesado. Esperé a que su enorme físico se redujera a una insignificancia, pero sólo cuando descendió por una de las calles laterales me animé a salir de mi escondite.

En el hotel, el recepcionista me informó que Ordóñez necesitaba comunicarse de forma urgente conmigo, porque el chileno ya estaba en Montevideo. Asentí con la cabeza y subí hasta mi pieza.

El cuarto ya no me parecía tan estrecho como el primer día.

Oriné. Me lavé la cara y las manos. Llegué a la conclusión de que el water closet no era tan diminuto como me había parecido: simplemente tenía el tamaño necesario. También pensé que me gustaba el sonido de las canillas.

Estuve una hora acostado, mirando el techo sin saber qué hacer. Por fin, harto ya de atar pensamientos, fui hasta el baño y comencé a ducharme. A los cinco minutos escuché el teléfono, insistente. Sabía que era él. Cerré los ojos y dejé que el agua corriera y corriera por mi cuerpo.

Mientras me secaba, el teléfono volvió a sonar. Fui hasta el aparato y lo desconecté.

Encendí la televisión, con el propósito de distraerme. Por suerte había cable. Haciendo zapping encontré el canal Retro, y me enganché, durante horas, con series y películas clásicas: Tarzán, Batman, Superman, una entrañable adaptación de Viaje al Centro de la Tierra, y el maravilloso Flash Gordon de Dino de Laurentiis. A las doce de la noche me vestí, me abrigué con la campera y salí del hotel.

El cielo de Montevideo estaba pintado de negro y un aire frío se había petrificado en las fachadas de los edificios.

Caminé un rato por la calle Colonia, hacia el este, bajo las luces del alumbrado público. Buscaba un almacén abierto, y encontré un mini-market tres o cuatro cuadras más arriba. Hacía meses que no fumaba, pero me compré un paquete de Nevada y un encendedor. No había Espinillar, así que tomé una botella de whisky; también agregué una cajita de vino tinto nacional para llevarle a Miguel al día siguiente.

Inicié el retorno y encendí un cigarrillo. Las primeras pitadas tenían un gusto asqueroso. Eso pasa siempre cuando uno vuelve a fumar después de un tiempo. Es un reproche de la conciencia que te dice: «No pudiste, sos débil». Pero sabía que en un rato me iba a acostumbrar; había hecho mía aquella frase de Mark Twain, que reza: «dejar de fumar es facilísimo, yo ya dejé como cien veces».

En la pieza destapé el whisky y empecé a tomar del pico. Con cada trago, más me convencía de que Ordóñez no valía nada. Nada. Igual que una inmundicia aplastada en el medio de la vereda. Uno sólo podía hacer dos cosas: ignorarlo o meterlo en una bolsa y arrojarlo a la basura. Me imaginé tratando de meter al gordo grasiento dentro de esos contenedores que la intendencia colocó en las esquinas. ¿Cómo iba a hacer para levantarlo hasta esa altura? Tendría que pedir la ayuda de algunos pibes… cuatro o cinco. Dios.

Cuando iba por la mitad de la botella, conecté el cable del teléfono y disqué el número del domicilio de Ordóñez. Sonó una, dos, tres, cuatro veces.

¿Por qué demora tanto?, la casa no es muy grande. Eso lo hace para darse importancia.

A la quinta llamada atendió.

—Hola… —tenía la voz cavernosa.

No le iba a responder enseguida, tenía que demostrarle que yo no era menos que él.

—…

—…Holaaa —insistió.

Le corté. Yo iba a hablar cuando yo quisiera, no cuando a él se le antojara.

Esperé un ratito y volví a llamar.

—Hola —dijo la misma voz, pero algo más seca que antes.

—…

Debía tener el tubo muy cerca de la boca, porque escuchaba su respiración de cerdo fatigado pegada a mi cara.

—¡Hola, ¿quién es?!

Lo último que faltaba, que me levante la voz.

No le contesté, para que aprendiera a respetar.

Ahora estaba en silencio, tal vez intentando escuchar mi respiración.

De pronto, emitió un gruñido y estalló en un insulto:

—¡Andá a la puta madre que te parió!

Colgué el teléfono y seguí tomando whisky. Entre trago y trago me reí con infinitas ganas.

Miguel entró en la casa de Ordóñez pateando la puerta. Después tomó el cuadrito que había en la pared de la oficina, lo tiró al piso y dijo que era una porquería. Le pregunté si había visto al escribano, porque yo no podía encontrarlo. El viejo dedujo que seguramente estaba escondido, porque todos los gordos eran unos cobardes, y este no podía ser la excepción. Luego se agachó bajo el escritorio y, sujetando fuertemente a Ordóñez de una oreja, lo obligó a levantarse. Mientras este lloriqueaba avergonzado, Miguel no cesaba de retorcerle la oreja y decirle «¡Vos sos mala gente, muy mala gente!». «¿Dónde está?», preguntaba Miguel, y el gordo respondía entre sollozos «Yo no tengo nada». Después de discutir en estos términos, el viejo abrió un cajón. «Acá está, Bruno», señaló. Metió la mano y me lo alcanzó: era el pegaso de madera.

Me levanté de madrugada con un fuerte ardor de estómago. Oriné y me volví a acostar.

El gordo era ahora una masa amorfa que parecía estar en todas partes. Me giraba hacia un lado y lo veía, luego hacia otro y allí también estaba. Había algo decididamente obsceno en aquellas carnes grasosas y llenas de manchas que se multiplicaban desproporcionadamente. En un momento, me escondí atrás de un árbol, y cuando salí ya no estaba. Sin embargo, aunque no lo veía, yo escuchaba sus pisadas de elefante cayendo sobre el pavimento. Quería ir hasta la casa de Miguel, pero la bestia avanzaba más rápido que yo y la distancia se acortaba. Cuando por fin llegué hasta la casa golpeé la puerta. Pero el que abrió no fue Miguel, sino Ordóñez, sosteniendo entre sus manos un pincel quebrado.

Desperté bañado en sudor. El sueño se había parecido a una goma que se inflaba y se inflaba, generando una presión inaguantable.

Tomé un vaso de agua. Eran más de las once la mañana.

Me vestí y bajé. En el bar pedí un cortado y dos aspirinas.

Había un diario en la mesa contigua a la mía y lo tomé. Decía que en el litoral las aguas estaban retrocediendo. Para Montevideo auguraba días nublados, pero sin lluvias.

El resto del diario estaba destinado a temas políticos, que me resultaban distantes. Abajo, la clásica tira de Mafalda.

Después de desayunar regresé al hotel, recogí la cajita de vino que había comprado la noche anterior y salí rumbo a la casa de Miguel.

El aire frío de la calle me ayudaba a despertar. El pronóstico del diario parecía correcto; el cielo estaba gris pero no era amenazador. Mi reloj pulsera marcaba las once y media. Si Miguel era de los que almorzaban al mediodía, iba a llegar justo para hacerle compañía.

Me detuve frente a la puerta azul. Golpeé con los nudillos y aguardé. Esperé unos segundos e insistí con más fuerza. Me resultaba desconsolador que Miguel no estuviera. Podría estar haciendo las compras del día, o recorriendo la ciudad en busca de inspiración para un cuadro… Cuando ya pensaba que nadie iba a abrirme, escuché unos pasos que se acercaban. Las pisadas me parecieron más fuertes que de costumbre, más pesadas y lentas. Sentí la respiración. Una hoja comenzó a abrirse con dificultad. Di un paso atrás. Desde la penumbra del umbral, la voz me saludó:

—Oh, yo ya lo hacía en Buenos Aires.

—…

—¿Está usted bien?

—Sí, claro… Pensé que no estaba.

—Pero estoy, pase.

Entramos.

—Traje un vino —le mostré.

—Oh, qué bueno.

—No sabía si lo iba a encontrar. Pensé que podría estar haciendo las compras para el almuerzo.

—No, yo como tarde. Antes era distinto. ¿Se va a quedar a almorzar, verdad?

—Me encantaría.

—Tengo spaghetti.

—Notable.

Consideré que era mejor no retomar el tema de su esposa. Después de dejar el vino en la cocina, Miguel me mostró la última tela que estaba pintando. Me comentó que la había comenzado el día anterior. Por lo visto había trabajado en ella febrilmente, porque estaba bastante avanzada.

Era una pradera «suavemente ondulada» como decían los viejos libros de geografía uruguaya. Unos árboles aquí, una roca grande en el extremo inferior derecho, el cielo, y apenas la silueta de algunos edificios que parecían ser casonas o pequeños palacios. Lo más llamativo del conjunto era la luz, que parecía provenir desde un sitio profundo y que, como un hálito de vida, hacía vibrar los elementos del cuadro.

Las construcciones tenían un aire montevideano pero estaban situadas en un entorno que se me antojaba onírico.

—Durante muchos años esta ciudad fue mi obsesión…

—Ha logrado obras maravillosas.

—Ahh… se lo agradezco, pero lo que quiero decirle, es que sólo en los últimos años he podido acercarme a la verdadera Montevideo, lo demás han sido aproximaciones. Ha sido un largo proceso para mí.

En ese momento pensé en lo injusta que había sido la Historia con Miguel. Jamás encontré una reproducción de un cuadro suyo en ningún libro de pintura uruguaya. Recordaba ahora uno enorme, que había visto hacía poco, donde a Torres García y a sus discípulos se les daba una cantidad desmesurada de páginas. No es que hubiera nada malo con Torres García, pero insistir tanto con él y con su pléyade de imitadores, y darle cero importancia a un artista como el que yo tenía junto a mí, me parecía una infamia. Seguramente pensando en estas cosas, le dije:

—Usted es el mejor pintor que hemos tenido.

—¡El mejor del mundo!

—¡Bueno, Miguel! —me reí—. Que yo lo diga está bien, pero usted… ¿dónde quedó esa modestia?

—Bah, la modestia no sirve para nada —apuntó, agitando una mano en el aire—. Para nada. Con la modestia no se llega a ningún lado.

—No, ¿verdad?

—La creatividad es poner el ego a trabajar —señaló con una risita socarrona—. ¡Y yo siempre fui muy trabajador!

Escuchando a Miguel, uno intuía que ese humor era el antídoto para una enfermedad crónica, una tristeza que está en la raíz de nuestra forma de ser. La mayoría de sus pinturas eran decididamente tristes, pero, en aquellas que parecían dotadas de una aureola surreal, ese sentimiento se tornaba extrañamente hospitalario. Hacía unos días que lo conocía y ya se me hacía evidente que cuando tuviese que dejarlo no me iba a ser sencillo. A veces uno convive durante años con alguien y nunca termina de acercarse, y a otra gente parece que la conociera de toda la vida.

Después de visitar su atelier fui hasta una verdulería que estaba cerca y compré unas cosas para preparar el almuerzo. Le pedí al viejo que me dejara cocinar a mí. Con cinco tomates, una cebolla, un morrón, unas hojas frescas de albahaca, sal y una cucharadita de azúcar, hice una rica salsa. Serví los spaghetti, rallé un trozo de queso y empezamos a comer. Aunque sencilla, la comida me había quedado deliciosa, y el vino tinto no le iba en zaga.

La cara del viejo era un poema. Me dijo que «hacía años, demasiados años, que no tenía un almuerzo tan lindo», y por un instante temí que se pusiera a llorar.

Cuando decía cosas así de simples podía pasar por un sujeto normal, pero no lo era. Al observar sus cuadros más audaces, uno comprendía que él tenía la facultad de traspasar fronteras que rara vez resultan vislumbrables para el resto de los hombres.

Luego de comer, metí la mano en el bolsillo de la campera y saqué el pegaso.

—Lo hizo mi difunto padre.

Miguel lo tomó con delicadeza entre sus manos y lo observó detenidamente.

—Él era artesano —le expliqué.

—No, no —dijo con seriedad.

—Sí, vendía en la feria.

—No digo que no vendiera en la feria. Lo que digo es que era un artista. Una cosa es un artesano y otra un artista. Él era un artista.

Me sorprendieron las palabras de Miguel. De alguna manera yo sabía que el trabajo de mi padre era bueno, pero no hubiese esperado una afirmación tan contundente.

Acarició los contornos de la pequeña escultura de madera y explicó con voz pausada:

—Una obra de arte, ¿ve? Es muy fácil darse cuenta, por las líneas. No es exactamente el pegaso que uno espera encontrar en el grabado de un diccionario, y sin embargo es un pegaso. Es el pegaso que vive en la cabeza, o mejor aún, en el corazón de su padre.

El viejo hablaba de él como si estuviese vivo. Al ver la escultura pensé que en cierto modo era así y me alegré por haberla conservado. Después la tomé entre mis manos y la observé con renovados ojos. Pero no dije ni una palabra, como si en ese momento hubiese podido mantener un diálogo secreto con mi padre.

Más tarde, cuando me disponía a dejar la casa, y caminaba por el corredor donde estaba la pequeña urna funeraria, sentí una tibieza interior que me protegía del mundo. Le prometí a mi amigo que lo volvería a ver antes de regresar a Buenos Aires.

Al llegar al hotel el encargado me miró para decirme algo, supe de inmediato que se refería a Ordóñez. Me comentó que había estado llamando con insistencia. Luego, levantando una ceja, me preguntó:

—¿Quiere que le diga que ya no para más aquí?

—Sí —respondí con alivio—. Se lo agradezco.

Subí hasta mi pieza, me saqué la campera, los zapatos, y así nomás me acosté a dormir la siesta.

Pasó algo muy extraño. Descansaba apaciblemente, hasta que escuché en sueños las pisadas de Ordóñez. Eso me hizo despertar. Guiado por un sexto sentido, me paré, abrí la ventana y me asomé al balcón. Ordóñez venía caminado hacia el hotel. Aquello era increíble y quedé paralizado. Yo aún no terminaba de desperezarme, y tal vez por eso no pude reaccionar y esconderme a tiempo. El gordo levantó la cabeza y me vio. No sé si tenía la vista tan aguda como para leer el espanto grabado en mi rostro, pero en ese instante yo sentí que él podía hasta oler mi miedo.

Alzó los brazos a ambos lados del cuerpo y los bajó golpeándose las piernas con las manos. Con ese único gesto parecía preguntarme dónde me había metido, por qué no lo había querido atender, por qué lo había llamado por teléfono y no había dicho ni una palabra, qué pasaba conmigo, por qué no le había devuelto la llave, si quería o no quería vender la casa. Sin esperar respuesta siguió caminando hacia la puerta del hotel.

Me metí en la pieza. Sentía que el corazón me iba a estallar en el pecho. Mi cabeza era un hervidero de sensaciones, y no distinguía ni una sola imagen. Me quedé sentado en la cama, sosteniéndome la cara con las manos, temblando estúpidamente. Sus pisadas se acercaban más y más. Llegué a sentirlas a menos de un metro de mi cuerpo, pero el tipo todavía estaba abajo. Yo escuchaba su voz creciendo en la paz del hotel. Iba armando las frases en mi cabeza en base a las palabras sueltas que alcanzaba a distinguir. Vi mis zapatos a los pies de la cama; aunque los nervios me hacían actuar con indecible torpeza, conseguí calzármelos. Ordóñez le gritaba al recepcionista que era un mentiroso, que no podía afirmar que yo no estaba cuando él acababa de verme en el balcón. La voz del encargado era fuerte, pero contenida, intentando evitar un escándalo que a esta altura era inevitable. El gordo estaba decidido, y ni siquiera la amenaza de llamar a la policía consiguió disuadirlo. Subían. Cerré la puerta y dejé la llave puesta, para obstaculizar cualquier intento de introducir otra llave. Busqué desesperadamente la campera y me la puse. Me los imaginé discutiendo, pechándose en las escaleras. No lo soporté más. Salí al balcón. Apoyé las manos en la pared y me paré encima de la barandilla de hierro. Quería tirarme, saltar, terminar de una vez por todas con aquella pesadilla. Pero me asusté al pensar que podía quedar vivo, con los huesos rotos, empeorando aún más mi situación. Ordóñez sabía el número de mi pieza y no iba a demorar en encontrarme. Escuché que llamaban a la puerta. Superman. Pensé que si yo hubiese sido el hombre de acero podría haberme alejado, volando con mi capa roja. Genial. Con la mirada limpia, las manos hacia adelante, los músculos resaltados en el traje azul. Y una extraordinaria sensación de libertad. Los transeúntes, fascinados. Escuché gritos. Provenían de la calle. Miré hacia abajo. Algunas personas me señalaban y gritaban cosas incomprensibles. Me di cuenta de que tenía los brazos abiertos y podía caerme. Coloqué nuevamente las manos en la pared. La puerta de mi cuarto sonaba con estrépito, a punto de ser derribada. Cada patada era como una explosión. Pensé rápido. Estiré los brazos, me aferré a un poste de la luz y empecé a bajar. La columna se inclinó unos centímetros; después se mantuvo fija, en un dudoso equilibrio. Sabía que estaban observándome. No sé contra qué me raspé, pero se me abrió una herida en la mano derecha. La visión de la sangre me puso más nervioso y me apuré. Cuando la distancia no era mayor que mi propia altura, me solté. Caí flexionando las rodillas, sin sentir mucho el impacto. Empecé a correr. Antes de llegar a la esquina me tropecé con un hombre. Miró mi rostro con una expresión extraña. Era un policía. Quiso detenerme. Debió pensar que yo era un delincuente, pero no tenía tiempo de explicarle. Lo empujé con todas mis fuerzas. No sé si cayó o quedó tambaleándose, no me detuve para verlo. Bordeé la plaza Cagancha, crucé 18 de Julio con luz roja, doblé en Cuareim y seguí corriendo como si me persiguieran por haber cometido un crimen atroz. Me perdí en las calles. Un perro negro y sarnoso me siguió casi una cuadra, ladrándome. Bajé la velocidad y traté de parecer natural, entonces se fue y me dejó en paz.

Transpirado y exhausto, distinguí en el horizonte la franja azul de la playa.

En un almacén compré una cerveza de a litro. Bajé a la rambla. Me senté sobre la baranda de cemento y bebí hasta calmar mi sed.

Observé la palma de mi mano derecha. Antes me había parecido una herida importante, pero ahora veía que no era más que un raspón.

Había llegado justo a tiempo para presenciar los últimos momentos del atardecer.

El cielo rojo y anaranjado hacía olvidar cualquier otra cosa. Los colores dibujaban caminos en el cielo y se derramaban sobre el lienzo de mi mente. Saqué el pegaso de la campera. Lo sostuve frente a mí con una mano y me imaginé que se desplazaba sobre los fuegos del ocaso. El sol se aflojaba, se dejaba hundir. Escribía un último y confuso mensaje con sus dedos llameantes y desaparecía. Luego venían las sombras, azules y frescas, avanzando por los rincones y multiplicándose.

El mar respiraba, prisionero de su inmensidad, parecía contener todas las preguntas y ninguna respuesta. Más allá del agua estaba Buenos Aires, pero ahora la distancia era infinita.

Dejé la botella vacía a un lado y encendí un cigarrillo. Saqué un pañuelo blanco que llevaba en el bolsillo del pantalón y me sequé las lágrimas. Me arrebujé en mi campera.

Tenía la secreta esperanza de que una cuerda mágica se desplazara por los laberintos de mi mente, indicándome una salida que debía estar más allá de las soluciones de mi conciencia.

Empezó a hacer frío, pero cerré los ojos y dejé que el tiempo se deslizara como un viento suave entre los árboles de la infancia.

Cuando todo se puso oscuro, me paré y caminé por la rambla. Las luces de los autos pasaban esporádicamente. Crucé, elegí una calle cualquiera y empecé a subir. Las casas viejas y pobres eran centinelas en el largo camino de la noche. A una cuadra de distancia un grupo de hombres encendía un fuego contra el cordón de la vereda. Las voces llegaban lejanas e incomprensibles. Había calles que se desviaban extrañamente y me obligaban a tomar decisiones.

Salí a 18 de Julio. Crucé, caminé hacia Avenida del Libertador y seguí bajando hasta que llegué a una estación de servicio. Allí compré un bidón grande de queroseno. Me pesaba un poco, pero podía cargarlo. Caminé en silencio, procurando que mi mente no se distrajera del propósito que me había fijado. Vine a dar frente a la entrada de la vieja estación de ferrocarriles, sumida en el abandono. Hice un breve alto frente a ella y después seguí caminando. Pronto llegué hasta una calle que se había estampado como un tatuaje en mi memoria. Miré en todas direcciones. Cuando me cercioré de que nadie me veía, saqué la llave de la campera y me dispuse a entrar en mi casa paterna. La puerta verde se abrió sin ruido, aceptando ser mi cómplice. Entré. No había luz eléctrica, así que tuve que iluminarme con el encendedor. Fue difícil, pero al fin conseguí rociar toda la casa con el queroseno. Me aseguré de marcar un trayecto que nunca se interrumpiera. Ya en la puerta, saqué el pañuelo blanco, lo mojé con los restos del combustible, lo prendí fuego y lo arrojé dentro junto con el bidón vacío. La casa comenzó a arder. La visión del fuego me paralizó, pero cuando algo encendido cayó muy cerca de mis pies resolví alejarme a toda prisa. Cerré la puerta y me marché.

Nadie me vio salir.

En la esquina me senté en el cordón de la vereda y encendí un cigarrillo. Desde allí podía observar. Al principio no ocurrió nada. Temí que el fuego se hubiese apagado, pero después un humo cada vez más espeso comenzó a brotar por los intersticios y las aberturas de la vivienda. Como estaba flanqueada por una ferretería y una panadería que a esa hora se encontraban cerradas, los vecinos demoraron en darse cuenta. Tuve tiempo de ver las llamas alzarse victoriosas en la oscuridad.

Comenzó a llegar gente. Negras sombras que pasaban a mi lado. No me prestaban la más mínima atención. Conté más de diez. Pensé en pequeños animales fascinados por una serpiente. Escuché una sirena aullando a lo lejos, pero no me incomodó, porque ya era muy tarde para actuar. Un hombre bajó de un auto, y empezó a gesticular y a hablar en voz alta. Era el dueño de la panadería. Cuando vio llegar a los bomberos se tranquilizó un poco. El siguiente en aparecer fue Ordóñez. Iba tan ensimismado que pasó a un metro de donde yo estaba y no se percató de mi presencia. Daba vueltas como un elefante asustado. Mientras los bomberos trabajaban febrilmente, él se agarraba la cabeza, miraba el inesperado espectáculo, acompañaba alguna exclamación con un movimiento de sus brazos, y volvía a agarrarse la cabeza. Una electricidad me recorría el cuerpo. Yo había sido el creador de aquella obra que tenía en vilo a todo el mundo. Y sólo yo comprendía el verdadero significado. El incendio de ellos no era mío. Me paré y suspiré aliviado. Mientras me alejaba pensé en todo lo que había en el interior de la casa y me sentí dichoso. Todos mis recuerdos se iban a un sitio donde nunca podrían ser comprados o vendidos; a salvo de cualquier eventualidad se alejaban para siempre, escapaban hacia la eternidad en las alas del fuego.

Cuando llegué a la Plaza Cagancha, elegí un banco apartado y me senté. El aire de la noche era fresco y limpio. Estrujé la caja de cigarrillos y la arrojé en un recipiente de basura. Sentía una flojedad agradable en el cuerpo. Me abandoné a esa sensación y me sumergí en la inconsciencia.

Dormí unas cuantas horas. Consulté el reloj, eran las tres de la madrugada. Podía ver el vapor que salía por mi boca y las fosas nasales. No recordaba ningún sueño, pero sí unas palabras atrapadas en el momento de despertar. Estiré los brazos, me paré y caminé hasta la escalera de mármol. Bajé de la plaza y seguí caminando rumbo a la casa de Miguel.

Debía tener la cara hinchada de sueño, pero interiormente nunca me había sentido más despierto. Caminaba rápido, con las manos en los bolsillos de la campera. Una brisa fría me empujaba suavemente.

Iba pensando en esos cuadros extraños que según Miguel mostraban a la verdadera Montevideo, y recordé que en ellos nunca aparecían carteles de publicidad. Particularmente venía a mi memoria uno en el que un hombre volaba sobre una calle solitaria. De pronto, todo se iluminaba.

Al llegar a la puerta azul golpeé un par de veces. Insistí. Guiado por un presentimiento, tomé el pestillo y lo giré. Estaba abierto. Entré.

Atravesé el pasillo y llamé al viejo. No apareció. En su atelier, sobre un caballete, se destacaba su último cuadro. Era el paisaje que ya he referido; las colinas suavemente onduladas con unos edificios antiguos al fondo, sólo que ahora se agregaba un elemento nuevo: sobre la roca situada a la derecha estaba sentada la esposa de Miguel. No tuve dudas al respecto, el rostro era idéntico al del dibujo.

Revisé la casa, el pintor se había ido.

Un resplandor extraño se derramaba sobre el piso y las paredes de la cocina.

En ese momento recordé las palabras de Miguel aquella noche de borrachera: «Desde esta ventana se puede ver a la verdadera Montevideo».

Los postigos estaban cerrados, pero a través de las rendijas brotaba una luz verde claro, que flotaba frente a mis ojos como un mar aéreo. Me acerqué, dejando que tocara mi cuerpo.

Abrí la ventana. Cuando la luz me abrazó sentí una paz infinita en mi piel y en mi mente. Trepé hasta el marco y pasé al otro lado. Saqué el pegaso de madera, lo miré, lo sostuve fuertemente y empecé a andar.

Tenía la sensación de que mis pies no tocaban el suelo.

Y sin embargo, caminaba hacia una ciudad que se alzaba hermosa entre los rizos de la niebla.

Este cuento se vincula temáticamente con LOS ÁRBOLES DE ISAAC LEVITAN, de Pablo Dobrinin; SOBRE DESAYUNOS Y ENTROPÍA, de Ramiro Sanchiz y MEMORIAS, de Eduardo J. Carletti.


Axxón 230 – Mayo de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Arte : Ciudades : Nostalgia : Uruguay : Uruguayo).

Una Respuesta a “«El regreso de los pájaros», Pablo Dobrinin”
  1. Nedda dice:

    Para mí, realmente conmovedor. Puedo seguir y reconocer cada paso y visión del autor. Excelente!

  2.  
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