Revista Axxón » «Soporta poco la penumbra», Daniel Flores - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

Nos decía mamá: cuídense de andar por el patio de noche que si viene el hombre de la bolsa se los va a llevar a alguno de los dos, y creo que a Fede primero porque es el más miedosito, luego se reía, medio en broma, medio en serio, y yo la tranquilizaba con alguna excusa —algo que en esos tiempos había aprendido a hacer casi como un reflejo—, le recordaba que sabía cuidar de Fede y que entendía que la oscuridad podría vulnerarlo, que era grande ya. Mamá entonces me sonreía cómplice y me daba una palmadita en el hombro para que fuera a jugar con él; una vez más insistía en que no descuidara el crepúsculo y se metía en la casa, subía a su cuarto. Yo corría al patio trasero y mi hermano me seguía. Afuera la luz aún era plena; el día se desparramaba como una cebra entre el plantío. Cerca de los malvones, nos echábamos en el pasto a hablar sobre chicas (sí, generalmente era sobre chicas), a veces sobre autos, nos divertíamos. También, en ocasiones, intentaba enrumbar las charlas hacia otros temas, como la muerte de papá, por ejemplo, lo que recordábamos de él y de nuestra primera infancia, pero Fede era reacio a la intimidad y se ofuscaba enseguida; no lo culpo, era más chico: si le hablaba de Los caballeros del Zodíaco no se iba a quejar demasiado. A mí me engañaba una esperanza.

Habían pasado tan solo dos meses desde que nos habíamos mudado a aquel caserón de pretensiones victorianas. A Fede y a mí nos había generado desconfianza de entrada: el aire era malo, la luz era inestable, los pasillos muy cerrados y las habitaciones olían a palomas. Lo cierto es que no había lugar para quejas, la casa nos la había dado una tía de mamá después de que nos echaran de la nuestra por una morosidad en los pagos que veníamos arrastrando de años. Nos mudamos de día para transportar a mi hermano sin correr riesgos; no podíamos perderlo. Mamá temía que las sombras lo vencieran y acabaran con él; y ella, que era una creyente aguerrida, ponía su alma en la empresa protectora. Desde que había ocurrido el accidente que se había llevado a papá y había enfermado a Fede, tomamos precauciones para con todo. Mamá insistía en que era peligroso andar arrastrándolo como un banderín en el viento y que ni se me ocurriera sacarlo de noche a ningún lado, no vaya a ser cosa que, solía decir.

Recuerdo aquella vez (todavía no nos habíamos mudado) en que fue el oficial Jiménez a la casa; llevaba con él una gran bolsa hermética que contenía algunas de las pertenencias de papá. Aún puedo verlo todo con injusta nitidez; era un día claro y frío. El hombre fue sin rodeos y de inmediato nos contó que Fede estaba en el hospital y que, por fortuna, aún vivía; pero que, en lo que respectaba a mi viejo: lo siento mucho, señora, muchachito, pero deberán reconocer el cadáver.

Salimos en la patrulla minutos después.

Mamá habló poco durante el viaje. Sobre sus piernas llevaba la bolsa que le había dado el oficial y la observaba como si pudiera saltarle al cuello y morderle. Pese a todo, en un momento logró reunir el coraje suficiente, la abrió y entre las pertenencias de papá encontró la birome Sabonis que usaba en el estudio y de la cual nunca se desprendía, el reloj pulsera que solía llevar cuando viajaba, y una medallita roma y azulada que —me contó mamá ahí mismo— se la había regalado su tatarabuelo y, según decía la leyenda familiar, había sido tallada por un druida, siglos atrás. Esas cosas que inventa tu padre, vos viste, agregó en presente. Era una bonita piedra, es cierto, y a mamá también pareció gustarle mucho en aquel entonces. Vi que, así como en la más trivial de las tragedias un objeto se hace puente entre los vivos y los muertos, de pronto comenzó a manosear el amuleto con ahínco al tiempo que alzaba una plegaria tras otra; lo sopesaba, hablaba para sí con él, lo envolvía con ardor. Llevaba ahora la frente pegada contra la ventanilla derecha, los ojos cerrados. Rezaba stofavrnotmuersnofavrdios, un mantra ininteligible que se repetía como un sistema. La oí pedir un deseo.

—Ma… ¿estás bien? —le toqué un hombro.

No parecía haber captado nada. Se incorporó en el asiento y, como una revelación, deseó que Fede no se nos fuera junto con papá. Hasta aquel momento yo me había dejado llevar por el paisaje urbano, pero la escuché y no pude evitar echarle un ojo: parecía como poseída, reía y, a la vez, caían lágrimas de sus ojos; tenía los párpados apretados en una línea negra y el amuleto entre las manos (stofavrnotmuersnofavrdios). ¡Mi hijo, mi hijo tiene que vivir! ¡Debe ser así! Si acaso existiera la magia…, suplicaba. El oficial al volante la miraba por el retrovisor y no decía nada, sólo gesticulaba con pena, y parecía que también rezaba. A veces pienso que aquel amuleto tuvo algo que ver con todo, con que papá se haya ido a su «noche larga», como denominaba mamá a la muerte, y con lo que pasó después.


Ilustración: Pedro Belushi

Transcurrieron cuatro duras semanas y Fede, tras haber superado una brutal recaída en el hospital, volvió con nosotros. Mamá lloraba de la felicidad y pregonaba agradecida se cumplió, se cumplió; pero, por las noches, cuando la penumbra era intensa en la soledad del caserón, mamá hablaba con el amuleto celta y pedía cosas… Nunca supe qué ni quiero saberlo, pero estoy seguro de que eso mismo fue lo que hizo que ella quitara todas las cruces y las imágenes cristianas de la vista y luego las quemara en el patio. Tampoco quiso hablar más acerca de la «noche larga» de papá, y me lo tenía prohibido. Ahora ella creía en otra cosa. Sus hábitos se reducían a vivir encerrada y tararear extrañas liturgias que Dios sabe dónde habrá aprendido. El sufrimiento la había oscurecido. Además, como si eso fuera poco, tomaba sus pastillas para dormir. Siempre era silencio, siempre soledad; empecé a verla con menos frecuencia. En sus despertares solía gritarnos desde la habitación de arriba que no jugásemos en el patio de noche y que prendiéramos todas las luces, no vaya a ser cosa que, y su voz resonaba como un espíritu vago por la casa, que luego se esfumaba lentamente.

Y yo tenía que ir a jugar con Fede.

En diversas ocasiones me había parecido oír, en la profundidad de la casa, como si ésta fuera una honda caverna, voces, siseos, pasos, golpes a modo de sombríos reclamos o como recordatorios casuales, pero vanos, crípticos. Supe deducir entonces dos cosas: que mamá no escuchaba ni veía nada de lo que pasaba en la casa, y que el amuleto había traído todo aquello. No lo lleves a la sombra, hijo, es la única condición, suplicaba, no vaya a ser que… Eso parecía ser lo único que era capaz de emitir.

Pero la casa era vieja y la instalación eléctrica fallaba seguido. Mamá temblaba con cada intermitencia de los focos, con cada chispazo que brotaba de la caja como una garra amarilla. La armónica comunión de los deseos pedidos a la piedra y sus condiciones se quebraron por fin una noche lluviosa de junio: yo estaba con Fede en la cocina cuando, de súbito, oí a mamá bajar las escaleras como un bólido frenético.

—¡Se corta la luz, se corta, se corta! ¡Agarralo, hijo, agarralo, que no lo tape la negrura! —bramó.

Atravesó la casa como una demente y (me pedía que lo atrapara, que no permitiera que cayera, pero…) antes de que cruzara el arco de la cocina la luz se cortó definitivamente y no pude llegar a alcanzar lo que había de Fede delante de mí. Mamá gritaba en la oscuridad: ¡Hijo! ¡Hijito mío, respondeme! En vano, claro: él no hablaba, no decía nada. Nunca dijo nada más desde aquella gran recaída que tuvo en el hospital, antes de que volviera de las sombras por el pedido de mamá.

Pero lógico —le dije a ella unos días después—, si Fede era apenas una imagen trémula que sonreía por los rincones de la casa, o entre los objetos, y que luego se desvanecía como un fruto viejo delante de nuestros ojos. Una cosa que iba y venía por los espejos del pasillo o entre los rayos de claridad que se filtraban por los agujeros del techo al mediodía, como una estela de humo. Fede era su propia sombra. En ocasiones, incluso, no era más que un presentimiento fuerte, era sólo saber que estaba ahí, quizá a nuestra espalda; otras veces era una mitad de su rostro deambulando por las habitaciones, o era su brazo o un mechón de pelo, como cuando estábamos en la cocina.

Yo trataba de pasar la mayor parte del tiempo fuera de casa, ma, porque, no quería decírtelo, me helaba la sangre saber que podía abrir la puerta del baño y ver una pierna junto al lavadero o escuchar esa risa grave e impropia propagándose en ecos, ese sonido que era capaz de atravesarnos la piel. Y vos sabés a qué me refiero. Además —le dije mientras ella se lamentaba y yo intentaba disimular el alivio—, además ya se nos fue por segunda vez, mami, ¿te das cuenta de lo que significa segunda vez? Hay que ser realistas: a la cosa esa la había traído el amuleto…, y si lo tiré por el desagüe fue para evitar que esta locura se repitiera. Nadie tiene derecho a contradecir la muerte. Es hora de aceptarlo y dejar que Fede vuelva a donde pertenece, al otro lado, ma, allí donde papá y otros, en la noche larga.

Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog Verba et Umbra.

Hemos publicado en Axxón sus obras EL PEZ POR LA BOCA, DESTINO KOMALA EN TIEMPO, LUNA DE ARENA, TODOS LOS CAUTIVOS y HIDDEN PARADISE.


Este cuento se vincula temáticamente con LA ESCRITORA, de Víctor Conde; MUJER NO RESIGNADA, de Daniel Avechuco Cabrera; LOS LOCOS, de Daniel Avechuco Cabrera; LA PATA DE MONO, de W.W. Jacobs y LOS FUNES, de Jorge Durán.


Axxón 231 – junio de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Magia : Argentina : Argentino).

2 Respuestas a “«Soporta poco la penumbra», Daniel Flores”
  1. Fleurr dice:

    La conjunción de climas tenebrosos y niños protagonistas es un cóctel que siempre genera grandes expectativas en los cuentos de horror y en «Soporta poco la penumbra» no desilusiona para nada. Estupenda la forma de narrar el apego a la muerte desde lo más comprensible, el amor de madre, pero a su vez dejando claro las consecuencias que esto arrastra. Bien manejados y dibujados los diálogos para que los desencadenantes se den justo cuando es preciso. ¡Muy bueno!

  2. Khadra dice:

    Excelente historia, muy buena narración! Terrible el efecto que causa en el lector! Muy bueno, Daniel!

  3.  
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