Revista Axxón » «Bicharraco», Ignacio Román González - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

En la terraza del edificio se notaba más el frío. No había modo de ponerse al reparo allí, por lo que la túnica no resultaba suficiente abrigo. Flameaba con el viento, se sacudía y hacía ruido a palmas. Tenía que sujetarse las mangas para que no se embolsaran.

«Así no se puede fumar», pensó.

La noche era toda noche, y el reflejo mismo de lo que sucedía en el interior del edificio.

Salió a descansar.

—Qué injusto —dijo en voz baja—, todo se va a acabar pronto y no puedo fumar un cigarrillo por el maldito viento.

Se lamentó. De todas las veces que había imaginado este momento, siempre pensó que sería fumando mientras contemplaba el parpadeo de las estrellas sobre su cabeza. Cosas así, tan trilladas como una parodia de la poesía tradicional. Pero en vez de eso, las nubes a punto de volcarse sobre la ciudad le impedían la vista al cosmos y el viento frío volvía inútil cualquier intento de prender el encendedor.

—Será cuestión de quedarse con las ganas, qué va a ser.

La ciudad estaba quieta. Medianoche de un domingo al que le cabía lo mismo ser domingo que cualquier otro día. Lo importante, o lo que podría llegar a alterar el orden de lo establecido, era lo que sucedía en el interior del edificio.

Se apoyó sobre la baranda de la terraza. Cincuenta pisos lo alejaban del pavimento. Desde arriba parecían más. Las copas de los árboles se dibujaban claramente, definidas, pero se las veía demasiado quietas.

—A lo mejor allí no hay viento. Si bajara seguro que podría fumar tranquilo— pero esa no era una posibilidad.

Desde arriba todo se vía quieto. Hasta la gente que caminaba por la vereda parecían estatuas vistas desde allí. Todo aparentaba dormir. Y bajo las nubes no había nada que presagiara que las cosas se iban a acabar pronto.

Un joven de túnica negra lo interrumpió en sus meditaciones. Informó que pronto estaría todo dispuesto. Con un gesto le ordenó bajar.

—Necesito estar solo —necesitaba fumar, pero ya se sabe—, hacer ese recorrido mental que se hace minutos antes de concluir el trabajo de toda una vida.

Tiempo le sobraba.

De lado a lado contempló el silencio de la ciudad, la quietud de todos los árboles y la lentitud de la gente al cruzar la avenida. Un domingo de mierda por el clima. Si al menos hubiera una puta estrella para ver.

Imagen patética de Buenos Aires. Cuando duerme es otra cosa.

—No hay poesía, me dijeron, que no sea de la contemplación. Cualquier otra cosa queda por fuera de su definición. ¡Qué cosa absurda! ¡Qué equivocados están todos! Pero yo, que siempre noté el miedo mudo que reina en sus definiciones, estoy seguro de que, escondidos detrás de sus lapiceras, no tienen ni la mínima sospecha de lo que está guardado en el edificio.

Suspiró y volvió al cigarrillo.

—Si hago una especie de carpa con la túnica tal vez…

La bocanada triunfal. Solo quien fuma sabe lo que vale prender un cigarrillo en una noche de viento, y lo poco que dura.

Hoy Bicharraco nacerá, no hay retorno. Nacerá y no habrá nada que lo pueda detener. Mientras, él jugaba con el filtro marrón entre sus dedos, al borde del precipicio, consciente de que si se caía el ritual comenzaba de nuevo.

Hacía cada vez más frío ahí afuera. La túnica no era suficiente, apenas una tela de popelina marrón que no servía más que por su corte, para identificar a la secta, y por su color, para indicar la jerarquía. Pero como abrigo, ni un poco.


Ilustración: Tut

Pensó en sus ganas de hablar con alguien. Quizás el muchacho que subió a avisarle que pronto estaría todo dispuesto. Pero lo cierto es que a los iluminados les cuesta trabajo encontrar un confidente. Le contaría, por supuesto, del momento en que tomó la determinación, de la discusión en aquella ronda de lectura de Poemas en la Casa de la Cultura, de lo estrechas que son las mentes de los poetas, o de las dificultades de fundar un movimiento. Podría contarle también sobre la necesidad de radicalizar la escena de la poesía actual, pero ¿para qué?

—Nadie sobrevivirá cuando Bicharraco nazca. Nadie en esta capital del mundo sobrevivirá a Bicharraco. Si mis memorias no las compartí antes, de nada servirán ahora. El edificio colapsará. La muerte de todos es inevitable.

Apoyó los codos sobre la baranda de la terraza. Buscó aflojar las tensiones del cuello con movimientos circulares. Meneó también la cabeza. Sintió las vértebras cervicales crujir.

—La muerte —musitó—, la noche. Buenos Aires no se quedará sin poesía. Se quedará sin personas que la escriban.

Tiró la colilla del pucho sobre la terraza. El impacto salpicó pequeños puntos color naranja que el viento devoró al instante.

Desde allí podía ver a la avenida perderse en un punto lejano, al Río de la Plata absorber cualquier rayo de luz que viniera de las luminarias, y casi todo Puerto Madero. Cuando conozca el brillo, Bicharraco no prestará atención a la oscuridad del Río. Irá directamente a las luces. Aunque las paredes que lo alojan sucumban y caigan en mil pedazos, él seguirá caminando, creciendo a cada paso, volviéndose más y más peligroso con cada movimiento. Dará brazadas que arrancarán de este mundo a tantas, tantísimas almas. Tirará edificios y carteles, pisará monumentos y vehículos para, finalmente, devorarlo todo con su gigantesca boca. Pero la poesía se salvará esta vez, acaso porque se trata precisamente de eso.

Liberarán un poema para que haga de las suyas en el corazón de Puerto Madero. Uno que se deje encandilar con las luces de la ciudad.

—Toda poesía es solo contemplación, me dijeron aquel día, y cualquier cosa que escape a esa definición es una aberración monstruosa de la tradición académica —sonrió al recordar—. Eso dijeron, que mi poema era una especie de Bicharraco.

Levantó la vista hacia las nubes, las contempló un segundo y cerró los ojos. Sus vértebras crujieron nuevamente.

—Mejor estar solo aquí arriba —no podía caer en la contradicción de sentirse incómodo en la soledad, luego de haber salido por sentirse demasiado acompañado—. Se está tan a gusto en este frío. Tan solo si pudiera prenderme otro pucho.

Recurrió nuevamente a la técnica de la carpita. Jamás pensó que el momento final fuera solo eso: fumar.

La Célula Fundamental de Bicharraco acababa de ser implantada en el cerebro de un poeta mediocre, condición fundamental para su desarrollo. Ya estaban llegando a sus oídos los quejidos del infeliz. En este punto, el tipo ya era una masa informe que agonizaba, una bola colorada a punto de reventar.

—Si se escucha hasta acá —reflexionó— evidentemente fue una buena elección alojarlo en el último piso del edificio.

Lo difícil había sido vaciarlo de personas, matar a todos los que, por un motivo u otro, merodeaban en los pasillos a esas horas.

—Todos en sus posiciones —el mismo joven de túnica negra, otra vez interrumpiendo sus cavilaciones—. Cuando usted lo ordene, procederemos.

—Dejame terminar el pucho.

El discípulo bajó.

Volvió a apoyar los codos sobre la baranda. Dejó caer el cigarrillo sin haberlo terminado. Lo vio jugar con el viento en su caída, dando caprichosas volteretas hasta desaparecer.

Los árboles allí abajo seguían inmóviles.

—En esta hora, en este día, con esta lluvia a punto de caer, ¿cuántos estarán en sus casas escribiendo estupideces?

El pulso le temblaba. Solo restaba bajar hasta la habitación, tomar el bisturí y hacer el tajo en la dermis del poeta mediocre por el cual nacería el final de esta Ciudad Capital.

—Primero acabará con todo Puerto Madero —repasó mentalmente—, después irá para donde se le antoje. Pero nada quedará en pie.

Desde la oscuridad de su capucha, sonrió.

—Los que no creían que un poema pudiera destruir el Sistema, esta noche conocerán a Bicharraco.

Ignacio Román González nació en 1985 en la localidad de Punta Alta, Buenos Aires. Es profesor y Licenciado en Psicología. Ha publicado de manera independiente un poemario titulado “El sol nos mirará de lejos” en el 2010, y un libro de cuentos titulado “Perspectiva Modelo” en el 2012, a través de Ediciones de La Cultura.

Éste es su primer cuento publicado en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con SIESTA, de Igor Kutuzov; EL CANELO, de Gonzalo Martré; y PÚLSAR, de Teresa P. Mira de Echeverría.


Axxón 232 – julio de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Literatura : Apocalipsis : Argentina : Argentino).

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