Revista Axxón » «Problemas de oficina», E. Verónica Figueirido - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

Por suerte su propuesta había sido rechazada. La había presentado porque… realmente ¿por qué había sido? Porque Lulú la había convencido. Por eso. Aunque ganas, lo que se dice ganas de dedicarle ese tiempo, no tenía. Ya tenía bastante con sus propios problemas para tener que lidiar con listas de asistentes, horarios, menús especiales, y etc. Etc.

Lulú se había sentido decepcionada, pero ella simplemente había respirado con alivio.

—Todavía podemos apelar.

—¿Apelar a qué? —en un primer momento no supo a qué se refería Lulú. Pero fue cosa de unos segundos. En lo que tardó en cortarle la cabeza al espanto que trató de morderla.

—¿Apelar a qué? —repitió, aunque sabía la respuesta.

—Para que reconsideren. Lo tuyo es mucho mejor que lo de….

—¡Cuidado! ¡Detrás tuyo! —Lulú se dio vuelta y ensartó al espanto. Luego le cortó la cabeza y la puso en la bolsa, con los otros.

—Creo que estarías mejor que esa bruja —era en sentido tanto literal como figurado. Roberta no le caía bien— y los de la Comisión tienen que saberlo.

No sabía cómo decirle que no le importaba. Es más, estaba más que feliz de que no la hubieran aceptado. Y que Roberta era mucho mejor que ella para ese trabajo (eso no era del todo cierto). Y que quería un poco de tranquilidad a esta altura de su vida.

Pero no. Simplemente no lo entendería.

Ya no quedaban espantos a la vista. Había sido una buena cacería. Cerca de una docena. Repartieron las cabezas en las bolsas y fueron a la casa.

Por suerte tenía el freezer grande. Pensar que cuando lo compró todos le decían que era demasiado para una mujer sola.

—¿No querés quedarte a comer? —le preguntó a Lulú. La veía demasiado flaca.

Ella dijo que no. Había quedado en encontrarse con su novio.

Era hora de que se decidieran. Ya le había ofrecido una habitación en su propia casa, si es que no tenían dónde vivir, pero no, seguía con lo de siempre. Él con sus padres, y ella con los suyos. Lo había visto un par de veces y no le había causado una gran impresión. Más bien parecía ser un vago. Cada vez empezaba un nuevo trabajo, y en ninguno duraba. No tenía la más remota idea de de la manera en que su novia se ganaba el pan.

«Bueno, no tiene remedio», pensó Brunilda, encogiéndose de hombros.

A solas, se preparó la cena. Hubiera estado bien tener alguna compañía, alguien con quien conversar sobre los hechos del día, a quien cocinarle y con quien bromear y discutir. Mas eso no se había dado. De todas las elecciones de su vida, esa quizás había sido la más errada. Ahora era demasiado tarde como para remediarlo.

Tenía huevos, queso, hierbas. Batió un par de huevos (se sentía dispuesta a burlarse del colesterol), una pizca de sal, una sospecha de pimienta, y a la sartén con el trocito de manteca ya humeante. En cuanto estuvo casi cuajada le espolvoreó queso rallado y unas hebras de hierbas, y la dobló. Eso era todo. Acompañada de un trozo de pan, era toda una cena. Y fruta de postre. No era cuestión de abusar.

Antes de acostarse llamó a la oficina, para decirles que por la mañana pasaran a buscar las cabezas. No tenía auto y una no iba por la calle con bolsas con cabezas. Aunque fueran de espantos. Podría ser problemático si alguna persona las viera.

—¿Qué tal la noche? —le preguntó a Lulú, al día siguiente, en la oficina. La pobre chica tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado.

Por toda respuesta, la otra se echó a llorar.

—¿Tan mal? —fue todo lo que pudo decir. Miró a su alrededor, incómoda. Una no se larga a llorar en medio de la oficina. Pero era temprano y los demás aún no habían llegado.

—Bueno, ¿qué pasó?

—Dijo que… que está… cansado… de…mí —Lulú contó entre sollozos.

«Al fin», fue lo que pensó Brunilda. Quiso decirle que ahora iba a estar mejor, sin esa sanguijuela, pero lo que dijo en realidad fue:

—¡Oh! ¡Lo siento tanto! —tratando de sonar sincera.

Lulú continuaba:

—Todo porque le dije que si no le parecería bien que tratara de durar en el empleo. Así podemos ahorrar y casarnos. Pero…

Otra vez a llorar.

—Bueno, mirá, así no podés seguir. Y estoy segura de que ahora vas a estar bien. Más que bien. El tipo era un parásito.

Era algo brutal, pero alguien tenía que decírselo. La joven dejó de llorar y la miró asombrada.

—Pero, Bru —comenzó, pero se interrumpió. Ya no estaban solas, la oficina comenzaba a poblarse.

—Vamos, hagamos el informe.

Por el resto del día Lulú casi ni miró a Brunilda. Aunque eso era también debido a que estaban ocupadas con las planillas de gastos y eliminación. Era increíble la cantidad de papeleo que se tenía que hacer después de una cacería. Bueno, no papeleo, ahora se hacía todo por computadora, pero cuando ella era joven (Brunilda), las cosas eran distintas.

Fue a hacerse un té y al volver se encontró con un papelito sobre el escritorio.

—¿Qué es esto? —le preguntó a Lulú.

La joven todavía estaba mortificada y apenas musitó que no tenía idea. Pero le había picado la curiosidad. Y más cuando Brunilda lanzó un bufido, arrugó el papel y lo tiró al cesto. Todo eso en menos de un segundo.

—¿Qué era?

—Esa Roberta. Nada importante.

Pero como quien no quiere la cosa, Lulú, aprovechando un momento de descuido de la otra, sacó el papel del cesto. Ahí, con letras brillantes, se invitaba a todos y todas a la reunión informativa con vistas a… Hasta ahí llegó. También ella lanzó un bufido y tiró el papel al cesto.

—Hubieras estado mejor —repitió en voz baja.

El Evento, así, con mayúscula, se acercaba con rapidez. En la oficina era lo único de lo que se hablaba. Se esperaba la presencia de grandes personalidades, de esas que solo aparecen una o dos veces en cada generación.

Las criaturas estaban más o menos calmadas. Tan solo los espantos podían dar algún dolor de cabeza. Pero eso no era asunto suyo, se recordó Brunilda con más que gratitud.

Bastante tenía con Lulú. La pobre chica estaba destrozada, desde que el novio decidiera que quería alguien que lo mantuviera y no que lo hiciera trabajar. Bueno, vivía con la madre, y que le aprovechara. Claro que también Lulú vivía con sus padres, pero ELLA sí que trabajaba. Y bastante. Además, sus padres eran de una antigua estirpe de cazadores, así que sabían a lo que su hija se enfrentaba todos los días, y lo apreciaban.

Alguien tiene que hacerlo.

—Bueno, nena, tenés que superarlo —le dijo mientras clavaba un espanto a la pared. Lulú le cortó la cabeza y se la alcanzó para que la pusiera en la bolsa.

—Eso es lo que me dice mamá, pero ya sabés, estábamos juntos desde hacía añares. ¿Y ahora me viene a decir que no soy lo que él quiere?

Ya no estaba enojada con Brunilda, sino con el ex. Era una mejora.

En estos días la oficina era un caos. Roberta se había tomado en serio su función de anfitriona, y estaba sacando canas verdes (y eso que era pelirroja, tirando a naranja). No la ayudaba el que Brunilda se presentara cada mañana con una sonrisa de oreja a oreja y preguntara qué tal los preparativos. La enfurecía, y eso alegraba aún más a la otra.

Habían impreso unos primorosos folletos explicativos con los nombres de los delegados y sus respectivos orígenes y hábitats. Brunilda ni los miró. El que le dieron lo puso en su amplia cartera y se olvidó de su existencia. Hacía lo posible como para no tomar en cuenta el Evento.

Recordaba algunos que hubiera preferido olvidar.

Estos delegados habían comenzado a llegar. Lo acostumbrado en estas ocasiones. Era algo problemático irlos a buscar al muelle a esas horas de la madrugada, o estar en la terraza del edificio esperando bajo el frío, pero los y las encargadas de recibirlos ya estaban resignados.

—¿Ves por qué te dije que no quería? —Brunilda no pudo evitar decirle a Lulú. Ni siquiera se había molestado en ver la lista.

La joven suspiró, pero concedió que había tenido razón. Estaba mejor. Apenas si pensaba en el ex una docena de veces al día. Y eso porque estaban demasiado ocupadas como para pensar en cosa alguna.

Los alojamientos estaban asegurados y el servicio, a cargo de los aprendices. Unos pocos años antes, y Lulú se hubiera encontrado entre ellos, con la obligación de atender a los caprichos de los diversos delegados. Había que tener estómago para algunos peculiares requerimientos alimenticios. Y ni hablar de otras cosas. Hubo casos, en épocas pasadas, en que algún aprendiz parecía haberse desvanecido en el aire luego de un Evento. Se tenían sospechas, pero ninguna prueba. Había sido bochornoso y caro. Se necesitó mucho para aquietar a las familias. Desde entonces, se trataba de evitar la presencia de ciertos «visitantes» problemáticos. Era todo un arte diferenciarlos.

Otro punto más por el qué Brunilda estaba más que satisfecha de que la responsabilidad hubiera recaído sobre Roberta.

El día anterior a la inauguración del Evento, Brunilda no fue a la oficina. Debió de haberse agarrado alguna cosa en las cacerías nocturnas. ¿Contagiada por un espanto? Difícil. Posiblemente un simple resfrío. Un simple y fuerte resfrío. Llamó a su jefa y a Lulú, y ambas le dijeron que no se preocupara y que tomara mucho líquido, etc. Etc. Con cierta intranquilidad por dejar a Lulú a cargo, se abrigó y se instaló frente al televisor. Luego de un par de películas viejas, litros de té y dos aspirinas, ya estaba aburrida.

—Todo está bien —le respondió Lulú cuando llamó.

—Sigue bien —era media hora más tarde.

La tele ya era insoportable. Con un suspiro, rebuscó en su biblioteca, pero lo que tenía ya lo había leído más de diez veces. Se acordó del folleto del Evento, y ya que al menos era una lectura nueva, lo buscó en el fondo de su cartera.

Echó una ojeada con desganado interés a la lista de delegados.

Y pegó un grito.

—¡No lo creo! —exclamó. Volvió a mirar. Seguramente se había equivocado.

Pero no. No se había equivocado. Ahí, bien claro, estaba ese nombre.

Ferrante.

No. No podía ser él. Era imposible. Si lo había visto…. ¿O sería?

Tenía que averiguarlo.

Olvidándose del resfrío, se puso los zapatos y, tomando la cartera, salió a la calle. Apenas sí dio unos pasos cuando regresó y buscó una pañoleta. Ahora estaba bien.

Sin pensarlo mucho, se dirigía al sitio del Evento. Allí podrían informarle donde habían alojado a Ferrante, si es que de él se trataba.

Ya era de noche. Una noche fría y húmeda, de aquellas en las que alguien más o menos resfriado y sensato ni sueña con salir de casa. Solo se queda en un sitio abrigado tomando té. Pero en esos momentos Brunilda se había olvidado de la sensatez.

No quedaba lejos. Unas diez cuadras, más o menos. En el camino vislumbró una pareja de espantos, pero fingió no verlos. Las criaturas sí la vieron a ella, y se le acercaron, pensando que sería presa fácil. Mas al ver el brazalete se dieron cuenta de lo que era y se acobardaron, dándose a la fuga.

Entre estornudos, finalmente llegó a su destino. Era un edificio grande y anónimo, que tanto podría ser el salón de actos de algún Club como una fábrica u oficinas. La gente normalmente no lo miraba dos veces.

—¡Brunilda! ¿Qué te trae por aquí? ¿No estabas enferma? —la que así hablaba era Roberta.

Brunilda la miró y sin saludar siquiera, dijo:

—Ferrante. El folleto decía que venía. ¿Es cierto?

La otra, una mujer de edad mediana y cierta robustez de formas, la miró intrigada.

—¿Ferrante? —fue todo lo que pudo decir.

Los aprendices que se ocupaban de los preparativos las miraron e intentaron escuchar todo lo que decían. Siempre se disfrutaba el choque entre dos «monstruos» del Oficio.

—Sí. Ahora que lo pienso lo pusimos en el folleto. Pero no sé si ya vino. O si confirmó que venía. ¿Por?

Brunilda sentía que comenzaba a enfurecerse. ¿Por? ¿Qué pregunta era esa? Estuvo a punto de contestarle que averiguara de una vez, pero al ver a los aprendices que las miraban esperando que se sacaran chispas, cambió de idea.

No tendría que haber venido. En realidad, mejor regresaba a su casa. A su cálida casa. Ignorando a la otra, dio media vuelta, dejando a Roberta (y a los aprendices), literalmente con la boca abierta.

Caminó en la oscuridad, sin prestar atención a la posible presencia de espantos. Las calles se encontraban desiertas, pero seguramente en los rincones las criaturas estarían al acecho, esperando a los desprevenidos. De alguna forma se había corrido la voz de que ella andaba rondando por ahí, pues nadie la interrumpió mientras volvía a su hogar.

Pero ahí, en la puerta, se encontraba una figura. La escasa iluminación proporcionada por el pequeño farol no le permitía distinguirla con detalle, pero había algo familiar. Sí. Muy familiar. Era…

—¡Ferrante! —exclamó.

El hombre se dirigió hacia ella.

—Ferrante —ahora en voz baja.

—Hola, Bru —dijo el otro, con esa voz sedosa que siempre le erizaba los pelos de la nuca.

Estaban a pocos pasos de la casa.

—Es mejor que entremos —Brunilda buscó la llave en la cartera. Sentía los dedos torpes, como siempre que trataba con él. Volvía a ser joven, una cría, nerviosa por quedar bien con el amor de su vida.

Y su peor enemigo.

—Estás más flaco —fue todo lo que a ella se le ocurrió decir, una vez dentro de la casa y ante una taza de té. Ferrante compartía su preferencia por el té.

—También me alegro de verte —fue la respuesta.

Siguió un silencio bastante incómodo.

—Viniste para el Evento —dijo ella, y se arrepintió apenas las palabras salieron de su boca. ¿Para qué si no?

No había sido una pregunta, sino una afirmación.

—Pensé que sería interesante —dijo Ferrante, mientras se servía una galletita.

—Creí que estabas muerto.

—Ya ves que no.

«Pero deberías estarlo», pensó Brunilda. Ella lo había visto caer. Y ni siquiera alguien como Ferrante podría haber sobrevivido.

La cicatriz le latía. Era el recuerdo que él le había dejado. Estornudó.

—¡Salud! —dijo Ferrante.

Ella no respondió. No debería haber salido esa noche. No había sido bueno para su resfrío.

—Bueno, ¿a qué viniste? —preguntó al rato.

El otro la miró sorprendido.

—Al Evento, claro.

—No. Quiero decir aquí, a mi casa. ¿Para qué?

—Para verte. Supuse que te habrías dado cuenta.

«¡Pero si trataste de matarme!», casi exclamó. Claro que no tuvo en cuenta que ella a su vez también había intentado matarlo.

Obviamente habían fracasado.

—Bueno, eso fue hace mucho tiempo —dijo Ferrante—. ¿No estarás todavía enojada conmigo?

Brunilda no supo qué contestar. Abrió la boca, pero todo lo que salió fue otro estornudo.

—¡Salud! —repitió el otro—. Tendrías que cuidarte un poco —agregó.

Ella lo miró fríamente.

—Creo que no sos la persona más adecuada para decírmelo.

—Cierto —coincidió Ferrante, sirviéndose otra galletita.

Quería preguntarle cómo había logrado sobrevivir. Tenía la pregunta en la punta de la lengua, pero supuso que no le iba a gustar la respuesta. No había cambiado mucho. Algo mayor, pero no se le notaba apreciablemente. Al llegar a cierta edad, los cambios eran más sutiles.

Se dio cuenta de que no le desagradaba su presencia. Habían compartido mucho, a veces del mismo lado, a veces en lados opuestos. Se conocían bien.

—¿Todavía estás enojada conmigo? —volvió a preguntar.

—No. Ya no —respondió Brunilda. Y era verdad.

—Entonces… disfrutemos del Evento. Quién sabe cuánto faltará para el próximo.

Los espantos habían estado tranquilos ese día. Eso solo debió haberla hecho sospechar. Quizás debido a su resfrío se le pasó. Así como tampoco notó el aroma que provenía de esa mujer dos butacas más adelante. Era un olor peculiar que muy pocos conocían, ni siquiera entre los más experimentados cazadores. Pero Brunilda apenas si podía oler en el estado en que se encontraba. Lulú se hubiera dado cuenta, pero Lulú estaba en la otra punta, con el resto de los oficinistas. Había sido una tontería tener en cuenta esas diferencias, y si ella hubiera estado a cargo eso no hubiera sucedido. Pero no era ella, sino Roberta la que se había encargado de la preparación del Evento. ¡Y en muy buena hora!

Los Delegados se encontraban en las butacas de preferencia y Brunilda buscó con la mirada a Ferrante. Pronto lo vio, y se sonrojó como una chiquilla y miró hacia otra parte, como quien no quiere la cosa, cuando él la miró a su vez y sonrió.

La ceremonia dio comienzo con cierta puntualidad. Se dieron los discursos acostumbrados, a los que Brunilda no prestó atención. No era necesario. Podría haber recitado alguno de esos discursos de memoria. Desde hacía mucho, pero mucho tiempo, que siempre se decían prácticamente las mismas cosas (y las decían los mismos).

Al estrado subió un anciano cazador. Brunilda intentó recordar su nombre, pero se le había escapado de la memoria. No tenía importancia. Una no podía recordar a cada uno que conociera en todas esas centurias.

—Si lo empujan, se viene abajo —escuchó que alguien decía detrás de ella. Estuvo tentada de volverse, pero no, no hubiera quedado bien. Era cierto. El hombrecillo era prácticamente una sombra. Debía de andar por los mil años. Una figura encorvada, calva y casi esquelética. Se apoyaba en un bastón y en los fuertes brazos de un aprendiz.

Mas poseía una voz asombrosamente poderosa.

—¡Cazadores! —comenzó—. En este nuevo Evento nos hemos reunido para honrar a aquellos que ya no están entre nosotros, y….

Brunilda ya no le prestó atención. Buena voz y todo, pero el viejo no tenía idea de lo que estaba diciendo. Probablemente lo debían desempolvar en cada ocasión y lo ponían para que le hablara a las masas. Se divirtió imaginando al pobre anciano en situaciones para nada decorosas. Bueno, había que ingeniárselas para pasar el tiempo.

Entre los presentes, veteranos cazadores, husmeadores, y demás, los instintos parecían haberse tomado un descanso. En el caso de Brunilda, se podía explicar por el resfrío, y en cuanto al resto… quizás habían bajado la guardia al encontrarse entre sus pares, en un sitio que sentían protegido. Pues de otra manera no se podía explicar el que nadie se percatara de los ruidos inusuales que provenían de fuera del salón, Sonidos ahogados, de cosas arrastrándose, gorgoteando. Y el olor.

Cuando se dieron cuenta ya era tarde.

—¡Espantos! —fue el grito.

Siguió un griterío. Aquellos que primero recuperaron la sangre fría buscaron instintivamente sus armas. Pero no las habían traído al Evento. Una de las reglas principales era el que uno iba desarmado (por experiencias pasadas). Brunilda no fue la excepción.

—¡Aquí! —era la voz de Lulú. Le alcanzó un estilete.

—Pero ¿cómo…? —no terminó la frase.

—Es para sujetar el pelo —respondió la joven, mientras le quitaba de encima un espanto a una jovencísima aprendiz.

Alguien se puso a su lado. Ferrante. Había extendido las uñas y las usaba sin vacilar.

—¡Cuidado! —exclamó.

Brunilda le clavó en el cuello el estilete al espanto. La cabeza. Había que cortársela. Pero eso podía esperar. De momento, era más importante despachar a los que venían.

Cuando todo terminó, hicieron el recuento. Dos delegados muertos, y seis de los de la Oficina. Afortunadamente ningún aprendiz, sino hubiera sido terrible tener que explicárselo a los padres.

Roberta se encontraba entre los muertos. Y el ancianísimo cazador.

Alguien había ido en busca de elementos para poder cortarles la cabeza a las criaturas. Pusieron a los cazadores más jóvenes en tal tarea.

De alguna forma, el resto de la comunidad ni se dio cuenta de lo que había ocurrido dentro del recinto. Es que, en realidad, la gente solo ve lo que quiere ver. Por eso la Oficina podía funcionar.

—¿Cómo pudo ocurrir esto?

—Algo debe haberlos atraído —dijo Lulú.

—Evidentemente. ¿Pero qué?

Ferrante olisqueaba el aire.

—Cala negra —dijo luego de unos momentos.

—¿Qué?

—Extracto de cala negra —repitió—, eso los atrajo.

Brunilda repitió para sí misma lo que el otro acababa de decir. Verdaderamente este resfrío era bastante molesto. No la dejaba pensar con claridad. «¿Cala negra?» ¡Y eso que pensaba que ya hacía años que había desaparecido!

Lulú debió de comprender lo que ella pensaba, porque dijo:

—Debió de ser alguien de edad. Desde hace mucho tiempo que no se consigue.

Ferrante asintió.

—De todas formas ya no importa —dijo Brunilda. Le dolía la cabeza—, el asunto es que los espantos lograron entrar y causar muertes.

No deberían haber podido siquiera pasar de la puerta. ¿Dónde estaba la seguridad? Por lo visto no había sido muy buena. Pero no se la podía culpar a Roberta. Al menos, no en voz demasiado alta. Ella había pagado con su vida la mala organización del Evento.

Los aprendices habían traído cajas herméticas para poner los restos de los espantos. Eso llevaría un rato. De los otros, los delegados y miembros de la Oficina que cayeran, se ocuparían sus compañeros y se les daría el trato adecuado.

El Evento, el suceso más trascendente en años, se había visto interrumpido. Los delegados sobrevivientes se reunían en grupitos, los aliados juntos, mirando a sus rivales con desconfianza. Esta era la ocasión en que dejaban sus diferencias a un lado, siquiera por unas pocas horas o días, y esa tregua había quedado trunca.


Ilustración: Hernán Costa

—Es una pena —dijo Ferrante.

Brunilda lo miró preguntándose qué quería decir.

—Venir de tan lejos para nada —deslizó el otro.

—Bueno, no se puede negar que algo pasó —dijo Brunilda.

Lulú no intervenía. Solo miraba a Ferrante. Nunca había estado tan cerca de un… En ese momento se olvidó del ex novio.

—Digo, ¿para qué hacerlos perder el tiempo?

—El Evento ya está estropeado —dijo Brunilda. No estaba segura a lo que iba Ferrante.

—¡Mujer! —exclamó éste. A veces Brunilda era difícil.

Finalmente Lulú se metió.

—Quiere decir que sigamos.

—¿Con el Evento?

—Claro.

—Pero Roberta murió. Todavía ni se enfrió el cuerpo y…

—A ella le hubiera gustado —dijo Lulú. Ni ella misma se lo creía.

—¿Y quién se va a hacer cargo?

Ferrante la miró.

—¿Yo?

—¿Quién más?

—Pero… —comenzó. Mas lo pensó mejor. Verdaderamente ¿por qué no?

Así fue que a las pocas horas, ya limpio el recinto y sin huellas de la reciente catástrofe, el Evento se reanudó.

—¿Viste? Yo tenía razón —le dijo Lulú en un intervalo —. Vos lo ibas a hacer mucho mejor que esa mujer.

No era muy caritativa.

Y, cada tanto, le lanzaba ardientes miradas a Ferrante. Con disimulo, a este tampoco le era indiferente.

E. Verónica Figueirido fue una de las fundadoras del CACyF en 1982, y ha colaborado con sus ficciones en NUEVOMUNDO, SINERGIA, CUÁSAR, VÓRTICE, CYGNUS, PARSIFAL, FOBOS y SOLARIS. Vive en Necochea, provincia de Buenos Aires.

Hemos publicado en Axxón: DEMOGRAFÍA, HOTEL IMPERIAL, LA DAMA DE LA LUNA, DULCES CUENTOS y LA CAZA DE LA BALLENA.


Este cuento se vincula temáticamente con LOS PESCADORES DE OJOS, de Carlos Gardini; FANTASMAS INOCENTES, de Alberto Mesa Comendeiro; y NADA MÁS, de Patricia Nasello.


Axxón 232 – julio de 2012

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Criaturas fantásticas : Argentina : Argentina).

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