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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Ficción Breve (sesenta y siete)

En esta época de agotamiento de la palabra, en la que incluso una fecha de cierta importancia se menciona con un número y una letra para que tenga un significado más tajante, ¿no es maravilloso que exista gente que quiera canalizar su capacidad creadora a través de la literatura? El camino del escritor es árido y esforzado, sembrado de baches, sin mapas, y de recompensa lejana, cuando no dudosa. A veces la soledad es absoluta, los obstáculos, inmensos, y cuando el autor busca aliento y apoyo solo alcanza a percibir el vacío. Otras veces, es el mismo escritor o aprendiz de escritor el que se niega a escuchar a los demás: pensando que lo sabe todo, emprende un viaje de ida sin vuelta guiado por un descomunal narcisismo.

Hoy en Axxón nuestros autores de ficciones breves siguen con su invariable entrega de ingenio, tiempo y esfuerzo, esperando seguramente las críticas bienintencionadas y el aliento de lectores y colegas. Aliento, no adulación, porque la adulación es una práctica deshonesta que a la larga se vuelve adictiva y perjudica más que el silencio.

Silvia Angiola.

TROYANO EN EL CABALLO DE TROYA – Daniel Frini
ARGENTINA

Dos horas, siete minutos, veintitrés segundos, cincuenta centésimas después de haber empezado mi viaje al pasado, salí del sueño cuántico sostenido solo por un brazo y una pierna de la compuerta de madera del dichoso caballo, en la oscuridad —sólo unos tenues reflejos de algunas fogatas colándose entre las tablas— y dentro de los muros de la feliz ciudadela troyana.

—¡Carajo! —dije.

—¡Prototipoepitafiopseudonimoxenofobiaatomotopologia! —gritó un guerrero enorme, con yelmo, escudo y espada, sudado, con un terrible olor a bolas, y vestido con una minifaldita ridícula.

—¡Por favor, que me caigo! —dije.

Era evidente: él quería bajar para empezar la matanza, y yo aparecí en la escotilla, justo antes de que sacaran la escalerita de sogas.

—Usted debe ser Odiseo… —alcancé a mencionar, con un hilo de voz.

—¡Geografiapandemiaarchipielagoclorofilapanegirico! —dijo, mientras descargaba un terrible golpe de espada, que alcancé a esquivar apenas.

Con tanto ruido, los escasos guardias troyanos, hasta ese momento adormecidos tras los festejos de las horas anteriores, se despabilaron y dieron la voz de alarma.

Cuarenta minutos después, cuando logré apretar el pequeño botón para regresar al presente, quedaban apenas dos griegos tratando de escalar las murallas de Troya y ganar la playa para escapar a la furia de Paris y los suyos.

Odiseo yacía muerto a los pies del caballo, que consumían las llamas.

De regreso en mi laboratorio, miré en la biblioteca. No encuentro la Ilíada. Pero apareció un nuevo libro de Homero, la Troyánida. Allí se relata cómo el héroe Paris rescató a la bella Helena de manos del bestial Menelao; y cómo los griegos quisieron engañar a los troyanos con un estúpido caballo de madera.

En la introducción se dice que Homero, el autor, era sordo. Hubiera jurado que era ciego.

Ilustró: Laura Paggi

TEORÍA DE LA EXTINCIÓN DE LAS ESPECIES – Daniel Frini
ARGENTINA

Era la hora en que el sol está en lo más alto de su camino, cuando Jafet entró a la tienda.

—Padre.

—¿Sí, Jafet?

—Tenemos un problema.

—¿Cuál, mi primogénito?

—Resulta que…

—¡Viejo! —interrumpió Cam, que había entrado cinco pasos después que su hermano.

—¿Qué querés, Cam? ¿No ves que estoy hablando con Jafet?

—¿Quién carajo hizo estos planos?

—¡Más respeto, que me fueron entregados por Yahveh Elohim!

—Entonces, el boludo sos vos, viejo…

—¡Blasfemo! —El padre se abalanzó, chancleta en mano, para surtir a su hijo. Lo interrumpió Jafet:

—Espera, padre. Aunque intempestuoso, Cam tiene razón. Creo que hay un problema.

—¿Cuál?

—¿Qué te dijo, precisamente, Yahveh Elohim respecto a las medidas?

—»Y de esta manera la harás: de trescientos codos la longitud, de cincuenta codos su anchura, y de treinta codos su altura».

—¿Y los codos tomados en qué sistema? ¿Babilonio o asirio?

—¡Codos son codos acá y en Egipto!

Cam terció, diciendo:

—Y me querés decir, viejo pavo, ¿cómo metemos a todos los bichos ahí dentro?

—Pero…

—Así es, padre. No entran todos —acotó Jafet.

—No puede ser…

—Sí, padre, ya lo comprobamos.

—Pero… ¿y qué hacemos?

—Preguntale a Yahveh Elohim.

—¡No me contesta! ¡Me dijo que no lo llamara más y que me arregle como pueda!

—Y… vos lo molestaste bastante…

En ese momento, entró Naama a la tienda:

—¿Qué pasa acá?

—Madre… —comenzó a decir Jafet, pero Cam lo interrumpió:

—Vieja, están mal las medidas.

—¿Cómo? ¿Seguro?

—Sí, madre —insistió Jafet—. Justamente, estábamos diciéndole a nuestro padre…

Pero entonces, Naama estalló:

—¿Ves que sos un tarado? Te dije, te dije «¿Estás seguro?». «Sí», me contestaste. ¿Ves que no se te puede confiar nada? Le pido una onza de pan, y el señor va y me trae dos mignones. Le digo que me compre una pieza de tela de lino y el quetejedi me trae algodón, que se le van los colores a la segunda lavada. ¿Qué vas a hacer ahora?

—Y no sé. Yo…

—No te preocupes, padre… —ensayó Jafet, intentando poner optimismo, pero Naama estaba fuera de sí:

—¡Y quiere construir tamaño artefacto, cuando lo más cerca que estuvo del agua fue la vez que se bañó!

Cam insistió:

—No, si es lo que yo digo. A nado los vamos a tener que llevar a todos…

—¿De qué están hablando? —preguntó Sem, el menor de los hermanos, mientras entraba a la tienda.

Naama continuó, furiosa:

—¡Tu padre! ¡El elegido! ¡El justo! ¡Dos años poniendo todos nuestros ahorros en este cascajo de madera! Ni salidas a visitar parientes, y mucho menos vacaciones en las montañas Urartu. ¿Y para qué? ¡Para que el buen hombre le yerre en las medidas! ¡Y le echa la culpa a Yahveh Elohim!

—¡Yo no le echo la culpa…! —se defendió el padre. Pero Naama siguió:

—¿No pensaste en los vecinos? Cansada estoy de oírlos: «Ahí va el loco del barquito». «¿Así que va a llover mucho, don?». «¿Y por qué, mejor, no se inventa el paraguas?». Y vos vas, y le das de comer a esa manga de chismosos que se nos ríen en la cara. Ya los escucho: «¿No le queda algún cuartito para alquilar?». «¿Y un gomón? ¿Por qué mejor no sube al hipopótamo a un gomón?».

—¿Y cuál es el problema? —dijo Sem, tan pragmático como siempre.

—¿Cómo? —dijo Naama.

—¿Cómo? —dijo Cam.

—¿Cómo? —dijo Jafet.

—¿Cómo? —dijo el padre.

—Desháganse de algunos bichos…

Si bien a Naama no se le pasó por alto que el «Desháganse» era una clara referencia al «Háganlo ustedes, que yo miro» tan clásico en Sem, inmediatamente vio la ventaja de la propuesta. Y decidió defenderla, como una manera de salvar algo del inminente escarnio al que la someterían las chusmas del barrio.

—¡Jamás! —dijo el padre.

—Callate, viejo —dijo Cam.

—Podría ser… —dijo Jafet.

Esa misma noche, a la luz de una débil vela de sebo, mientras Sem bailaba afuera al compás de una música machacona que hacía con sus crótalos; la familia confeccionaba la lista ante la temible mirada de Naama.

—¿Triceratops? —preguntó el padre.

—No. Dijimos que ningún bicho de más de doscientos cincuenta talentos de peso —dijo Jafet.

—¿Y el elefante, entonces?

—Ese zafa justito…

—¿Sirenas? —preguntó nuevamente.

—Claro —dijo Naama—. El señor quiere mirarle las tetas…

—Es un bicho de agua —dijo Cam—, que se arreglen solas.

—¿Unicornios? ¿Centauros? ¿Pegasos?

—Ya pusimos caballos, y son parecidos.

—¿Yetis?

—Se van a morir de calor.

—¿Ñandúes?

—¿Y esos?

—Más o menos como el avestruz.

—¿Y cuál es cuál?

—No sé…

—Dejalos a los dos.

—¿Dragones?

—Nos van a quemar el barco.

—¿Esfinges?

—¿Para qué queremos leones con alas?

—¿Mamuts?

—No entran los cuernos. Y además, ya lo tenemos al elefante.

—¿Megaterio?

—Ya está el otro perezoso que es más chico…

Y así continuaron toda la noche.

Un mes después, empezó a subir el agua y el arca se alejó. En cubierta, sin mirar atrás, Noé sonreía. Yahveh Elohim se regocijó con él.

Los animales que quedaron en el islote que fueron las tierras de la familia, miraban sin entender. Algunos lloraron.

Daniel Frini nació en Berrotarán (Córdoba, Argentina) en 1963. Es Ingeniero Mecánico Electricista. Fue redactor y columnista en revistas humorísticas del interior del país. En 2000 publicó el libro «Poemas de Adriana». Colabora en varios blogs («Químicamente Impuro»; «Ráfagas, Parpadeos»; «Breves no tan Breves»; «La Sonriente Cocina de Peloncha»; «Cuentos y Más»; «Educared-TamTam»; «La Oveja Negra»; «Antología Literaria», «Poemia», «La nave de los locos»; «BEM On Line», «Cuentos inverosímiles», «El Diario de Transilvania», «Ficcionario»), en publicaciones digitales («Axxón», «Terrorzine» de Sâo Paulo, Brasil, y «miNatura» de La Habana, Cuba); y diversas revistas y periódicos en papel.

En 2009 ganó el 1er Premio de la Segunda Convocatoria de Microcuentos «El Dinosaurio» (Colombia) —en el que obtuvo, también, el 3er puesto—, el 1er Premio en el género «Cuento» del IV certamen de Cuento Breve y Poesía Cosme Sebastián Reniero (Avellaneda, Santa Fe, Argentina), el Premio Internacional de Monólogo Teatral Hiperbreve para Niñas y Niños «Garzón Céspedes 2009? (Madrid / México D. F.) y el Premio «La Oveja Negra» de microrrelatos 2009 (Buenos Aires, Argentina; habiendo sido Finalista del mes de Marzo para este concurso anual). Fue finalista, además, de la Convocatoria Axxón de Ficciones Breves 2009. Su cuento «Éramos un millón de animalitos ciegos» fue seleccionado por la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror para integrar la antología «Visiones 2009?. En 2010, su cuento «La última operación de cerebro» fue publicado en «Borumballa 2010», antología realizada por los organizadores de ENCONTES, Festival de Narració Oral d’Altea (Alicante, España).

DON QUIJOTE Y EL NOMBRE DE UNA ESTRELLA – Beda
CHILE

Personajes

Los astronautas:

Quijote, el capitán.

Sancho, el segundo a bordo.

Los cuales surcan el espacio en un destartalado y viejo transbordador llamado Delamancha III, en misión de rastreo.

—Señor Quijote, ¿me puede explicar el por qué aún seguimos dando vueltas en el espacio y no volvemos a nuestros hogares?

—Sancho, buscamos mantener el orden en el espacio, que los villanos rondan para atacar.

—Pero, señor, si la guerra ha terminado hace sus buenos lustros y hoy reina la paz en toda la Galaxia.

—No seas bobo, Sancho, que siempre hay enemigos a punto de agredir a los más débiles. Mejor será que veas como andamos con respecto a la estabilidad y a la trayectoria de la nave.

—Señor Quijote, el panel direccional está en orden —informó Sancho.

—Gracias, Sancho, es buena noticia saber que llevamos el rumbo correcto y que no vamos a caer en ningún agujero negro —contestó el capitán Quijote.

—Claro, señor, es excelente noticia considerando que en la noche todos los gatos son negros.

—Así es, Sancho, y más cuando nos rodea el oscuro vacío del espacio exterior. ¡Oh, fiel compañero de ruta! ¿Qué es aquello que ven mis ojos? —exclamó de repente, asombrado.

—¿Qué cosa? —preguntó Sancho tratando de mirar detenidamente hacia el exterior por la ventanilla de la cabina de mando.

—Ese objeto que tenemos antes nosotros es la estrella más hermosa que he visto, ¿no te parece?

—¿Cuál estrella? —preguntó Sancho, sin acertar a divisar ninguna especial entre las miles de millones de estrellas que titilaban en el oscuro espacio.

—Aquella —apuntó con su dedo índice el capitán Quijote.

—¿Aquello, señor? Usted debe estar equivocado, señor, lo que tenemos enfrente es un simple asteroide: seco, agrietado y frío. Aquello no es una estrella.

—La falta de gravedad te ha ablandado los sesos y con ello se te ha nublado el entendimiento, querido Sancho, no ves que es la estrella más reluciente que jamás se ha visto, que jamás hombre alguno ha descubierto.

—Yo sólo sigo viendo lo que tengo delante de mis ojos, un asteroide.

—Como quieras, Sancho. Averigua, de inmediato, si aquel portento sideral está considerado en el mapa estelar y cuál es su nombre.

—Señor, es precisamente lo estoy tratando de identificar, pero no logro dar con él en el mapa estelar, ni menos con su nombre, si es que lo tiene.

—¡Sancho, qué inconcebible descuido! ¿O, tal vez, ha sido puesta en nuestro camino providencialmente para que nosotros seamos los que la bauticemos? Pues aquella reluciente estrella no puede estar existiendo en el espacio sin tener un nombre igual de gallardo.

—¿Y qué nombre se le ocurre a usted, señor?

—El único nombre que aflora a mis labios y que tengo grabado en mi pensamiento: Dulcinea. Que es el nombre de tan noble, gallarda, pura, luminosa, límpida, cristalina, incomparablemente bella, delicada, emperatriz del Universo.

—¿A quién se refiere?

—No te hagas, Sancho, que la recuerdas muy bien.

—¿No se estará refiriendo a aquella flaca desgreñada, y perdóneme la expresión, señor, que nos repartía el café en el casino de la Base Espacial gritándonos —y poniendo los brazos en jarra la imitó con voz chillona—: «¡Eh, ustedes, sacadores de vuelta, se toman todo el café, y cuidadito con derramar algo al suelo o lo fregarán ustedes mismos con su lengua! ¡Y ni se les ocurra arrojar los vasos de plástico al tarro de la basura, que los lavo y los vuelvo a usar!»? Vasos a los cuales no se les podía reconocer el color que tuvieron en su origen.

—Cuidado con lo que dices, Sancho, y en cómo te refieres a ella, o abro la escotilla y te lanzo al vacío.

—Disculpe, señor, no es que yo esté poniendo en duda su virtud, sólo quiero estar seguro de si me equivoco o no, y la verdad es que parece que es usted el que se está equivocando en su apreciación, capitán.

—No me encuentro equivocado. Por favor, abre los ojos a la realidad que te rodea, ¿crees que yo, que me aventuro al cosmos con tantos dones y conocimientos que poseo de la ciencia del espacio, me equivocaría en la identificación de la belleza y la noble alteza de los que más quiero?

—Señor, ¿está bien seguro de lo que me está diciendo?

—Claro que lo estoy.

—Entonces, será como usted dice, y la estrella se ha de llamar Dulcinea, según es su deseo.

—¡Dulcinea, qué maravilloso nombre! —repitió el capitán Quijote tras un suspiro.

—Quizás tenga razón, capitán, y yo no he visto con buenos ojos a los que me rodean, quién sabe si de verdad ella es tan bella como usted la describe y yo he sido un ciego todo el tiempo, pues, ojos que no ven, corazón que no siente. ¡Qué cabeza tan necia y despistada la mía! ¿O habrá sido algún encantamiento producto de alguna medicina inyectada en una de las pruebas a la que continuamente fuimos sometidos? En fin, quede, pues, el nombre de Dulcinea y así sea eternamente recordada.

Ilustró: Laura Paggi

Beda (Johny Alberto Estrada Escares) nació en Tomé, VIII Región de Chile, el 20 de febrero de 1979. En dicha ciudad costera cursó sus estudios de primaria y segundaria. Estudió Dibujo y Proyecto en la Universidad Federico Santa María, Sede Talcahuano, Chile. A los 22 años ingresó en el Monasterio Benedictino de Las Condes, en donde reside actualmente con el nombre de Beda. Tradujo del latín al español el «Sermón de San Hilario sobre la vida de San Honorato», del año 430, para Cuadernos Monásticos, número 170 (2009), 379-414. En 2010 publicó una novela histórica cuyo título es «Galerio» en la Editorial Nueva Patris. En el año 2011 publicó «¡Ay, perdí mi casa!», y los cuentos que incluyen ilustraciones del autor «Una lágrima, un durazno» y «¡Ya sé!», en la Editorial Edebé. En el año 2012 publicó «La pluma encantada», una novela para niños, en Editorial Palabra, España; además de publicar en el mismo año «Beda por Beda», un cómic histórico escrito e ilustrado por el autor, en Editorial Nueva Patris.

VIAJES VIRTUALES – Marcos Polero
ARGENTINA

Hoy se puede hacer casi todo con una computadora personal y Axel tiene uno de los modelos más avanzados. Se la regaló su tío Juan Manuel, ingeniero en jefe de la planta BF-Sur, una de las más importantes multinacionales de la cibernética.

Es un modelo MYZZ-1003, cabe en la palma de una mano como la de Axel, entra en el bolsillo del niño y capta las órdenes verbales de su poseedor.

Hasta el doceavo cumpleaños, cuando recibió su nuevo regalo, en las tardes invernales después de la siesta, Axel escuchaba atentamente las viejas historias de su abuelo Rafa sobre enormes computadoras que ocupaban toda una mesa, cruzadas totalmente de cableados y ostentando complicadas consolas con teclados de abundante botonería. Los comandos de estos mastodontes electrónicos requerían de largas cursadas de entrenamiento para su manejo.

El abuelo también contaba de vehículos que rodaban por kilométricas cintas asfálticas llamadas autopistas, con sus ruedas de caucho sintético rellenas de aire. Cosas raras, cosas antiguas, de principios de siglo o de fines del siglo XX, cuando todavía no existían las colonias en Marte, la Luna y los satélites de Júpiter. El abuelo hablaba de un mundo difícil de comprender, anacrónico, ajeno e irreconocible.

Sin embargo, desde ese 29 de agosto de 2097, Axel no pregunta nada a su abuelo, ya no le interesan esas historias estrambóticas. No pide a su padre que lo lleve a ver los atardeceres a miles de kilómetros de altura en los ascensores propulsados, que era su diversión preferida, ni mira animaciones en su televisor tridimensional. Su MP43, con personajes interactivos (pequeños amigos electrónicos en forma de hologramas que jugaban con él y le ayudaban en las tareas), quedó olvidado en una gaveta en la habitación. El niño se encuentra enfrascado en su nuevo pasatiempo, ensimismado en una realidad paralela. Su nueva computadora, cargada con el programa «viajes virtuales», ocupa toda su humanidad.

Es un software experimental donde el usuario accede a distintas posibilidades de aventuras en forma virtual. Una vez ingresado, la realidad circundante cambia y el «viajero» entra en un nuevo ambiente. Si ha elegido una aventura interplanetaria de exploración, inmediatamente se encuentra sentado en la cabina principal de un trasbordador esperando el despegue.

Cada día el niño inicia algún mágico viaje y tarda horas en volver. Durante ese tiempo se lo ve sentado en un sillón, apático, ausente, o recostado en la cama, soñando despierto un sueño cibernético, y tomando entre sus dos manos el fantástico artefacto.

El programa tiene su costado pedagógico, las aventuras respetan un rigor histórico (si se trataba de una secuencia conocida históricamente), y no altera la física ni la química.

Axel accedió en sus viajes a las tierras prehistóricas, a la era cuando dominaban los grandes animales y a mundos de fantasía exuberante; fue un comandante al mando de una flota de naves espaciales en una guerra contra un planeta de otra galaxia, donde los enemigos eran gigantescos moluscos que envenenaban con su aliento.

Primero eran los ratos libres, los momentos entre la merienda y la cena, luego, desaparecía en medio de las sobremesas y corría a su cuarto para embarcarse en alguna nueva travesía, y poco a poco dejó de hacer casi todo lo que hacía antes.

Sus padres comenzaron a preocuparse, los maestros llamaron para poner sobre aviso a la familia de las grandes distracciones del niño, que no prestaba atención y más vale parecía estar en cualquier lado menos en el aula.

Su padre decidió hablarle. O mejoraba su atención en el colegio, o se quedaba sin computadora, y estaba dispuesto a cumplir su amenaza.

Una mañana sonó el despertador y a los quince minutos todos los miembros de la familia fueron sentándose a la mesa de la cocina para tomar su desayuno. Todos menos Axel, que no bajaba de su habitación.

El padre fue, severo, a ver por qué se demoraba su hijo, abrió la puerta y lo encontró en estado cataléptico, con apariencia de cadáver y pocos signos vitales. Lo internaron de inmediato en la mejor y más lujosa clínica y los más afamados médicos no pudieron averiguar nada sobre el extraño mal que aquejaba al niño.

Cuando se enteró su tío Juan Manuel, trató de hablar con el jefe de los médicos del sanatorio:

—Creo que en parte soy el culpable de lo que tiene mi sobrino. El posee una computadora con un programa de viajes por el ciberespacio, es un software experimental y creo que no ha podido volver de uno de sus viajes, no ha tenido tiempo, lo han despertado antes, es imprescindible que el niño vuelva a tomar contacto con el ordenador para que su viaje termine y vuelva en si.

—Usted está loco, eso no es posible.

—Le digo que es la única solución, se lo garantizo.

Como los médicos no le hicieron caso, Juan Manuel quiso convencer a su hermana, la madre del niño:

—Pero yo tiré ese aparato, lo tiré por ser el causante de los cambios de Axel, no pensé, no me di cuenta, ¿y ahora?

—Tenemos que conseguir ese ordenador, urgente, el niño no podrá volver, podría morir.

Salieron a toda velocidad para la casa, buscaron en los rincones, en la basura, fueron al depósito de recolección y reciclado:

—Ustedes saben que aquí la basura se separa, se clasifica y queda un registro, pero ningún aparato como el que describen fue visto, de todas formas vamos a revisar los archivos, los depósitos de residuos electrónicos y todos los lugares posibles, si encontramos algo les avisaremos rápidamente.

—Les pido por favor, es un caso de vida o muerte.

Juan Manuel, en una carrera contra el tiempo, trató de reconstruir el programa en su laboratorio, pero no había forma de saber cuál había sido el viaje elegido.

Mientras volvían desalentados, su vehículo volador propulsado por veinte turbinas movibles de trecientos sesenta grados (el más lujoso trasportador de alta gama puesto en el mercado recientemente) casi choca con un vehículo de alquiler que sobrevolaba la zona con apuro.

El taxi aéreo esquivó la lujosa nave y se encaminó al hospital público, aterrizó en la zona de urgencias y un niño fue cargado en una camilla. Su estado era de aparente catalepsia. En el apuro, la camilla tuvo un sobresalto y un aparatito cayó al suelo.

—¿Qué es?— preguntó un enfermero, levantándolo.

—No sé —contestó la madre del niño—, lo encontró mi hijo Lalo entre la basura y a partir de allí fue su juguete preferido.

Marcos Polero es un escritor apasionado por la ciencia ficción. Ha colaborado con la revista Papirando durante los últimos tres años y hace dos que colabora con la revista Literarte.

EL LAGO, SIN LAGO. SOBRE UN TEXTO DE RAY BRADBURY – Nedda González Núñez
URUGUAY

«Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna razón.»

Pero marzo terminaba y yo, adolescente, era feliz sentada en el borde de la rambla montevideana. Detrás, el viejo Parque Hotel, y más allá, el parque lleno de encanto.

«¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!»

Las olas apenas orladas por la espuma avivaban el marrón verdoso del Río de la Plata que no se decidía a presumir de mar. Era tan breve el ocaso que quería bebérmelo de un trago.

«Yo sólo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos los días.»

En cambio, a mis doce años y a trescientos kilómetros de allí, sólo estaba enamorada del amor.

Uno de mis más vívidos recuerdos de mi primera infancia, es el de un amiguito particularmente malo. Un chico malcriado hijo de una familia importante, que cada vez que podía nos pellizcaba o embadurnaba el pelo con excremento de gallina, a mis amigas y a mí. Y podía… bastante seguido. Me vengaba tibiamente tirándole higos maduros desde el techo de mi casa, que estaba frente a la suya. Hasta que un día decidí que no era suficiente y, aprovechando la distracción de los mayores, le pegué con ganas. Hasta su niñera aplaudió enfervorizada semejante acto de justicia. Y los problemas se terminaron como por arte de magia.

«Se fue riéndose y el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía quieta, en el salvavidas saltando en el agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally nunca salió.»

Por ese entonces pensaba que el tiempo pasaba demasiado lento y nada sabía de tragedias. Espiaba por puertas entreabiertas que me parecían altísimas, tratando de saber cosas del mundo de los adultos

—Dos de oros —decían apenas se percataban de mi presencia. Y todos se callaban.

Después tuve la suerte de encontrar algunos libros de Bradbury, Hesse y Graham Greene junto a varios cuentos de aventuras, en la biblioteca de uno de mis buenos tíos.

«El agua avanzó en círculos sucesivos, y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la uniformidad original.»

Algo en mí se niega, aún hoy, a reconstruir los tristes castillos imaginarios derribados por el agua. Todavía creo que las ramas de un árbol pueden ser un refugio, y que pidiendo un deseo con suficiente fervor, termina por hacerse realidad.

Aún recuerdo cómo el agua golpeaba el malecón mezclando su olor peculiar con el graznido de las gaviotas, envolviéndome en una emoción intensa y callada.

«Subí silenciosamente por la playa. Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era sólo el viento.»

Entonces presté atención a la música de los juegos del parque, aminorada por el rumor del río, del tráfico, del viento que corría hacia Punta Carretas.

«Salí en el tren al día siguiente. Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo deja todo atrás.»

Solía tomar el tren a menudo. Desde la ciudad a mi pueblo natal, muchas veces. Después, a los veinte y tantos, el tren nocturno que me llevó (o me trajo) a otra patria y a otra vida, bufando sobre los rieles de hierro, como si quisiera penetrar en los secretos de la noche. Mientras me adormecía, podía sentir cómo mis pensamientos se desparramaban y caían al pasar por algún pueblo dormido de esos que nunca más he vuelto a ver.

Al despertar, el mundo me pareció más bullicioso y excitante. Pero sin saberlo, pagué la entrada a él con parte de mi alma.

Como salidas de las cajas chinas o de las coloridas mamushkas, esas vidas desplegadas ante mí al releer El lago me llevan una vez más a la aceptación de la vida que me tocó en suerte, y al gozo de aprehender cada momento esquivo de felicidad.

La niña despreocupada, la muchacha pensativa de la rambla, la que se fue y ahora está cerca en la distancia, pero lejos en el tiempo y en los sentimientos, la que escribe sobre un pasado que casi parece ajeno, todas ellas soy yo, y todas comprendemos la melancólica queja sobre el amor perdido.

«—¿Dónde la encontró? —pregunté.

—Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

—Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es.»

Me es imposible olvidarla cada vez que paso por algún espejo de agua. Después tengo que exorcizarme, y dejar que el lamento se pierda en la distancia…

«¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!»

Ilustró: Laura Paggi

Nedda González Núñez nació el 2 de octubre de 1947 en Uruguay, y reside en Argentina desde 1973. Escritora aficionada, particularmente en el género de la fantasía. Ha publicado textos en sitios de Internet tales como Breves no tan breves, Al borde de la palabra, Golwen y Químicamente impuro, así como en la revista rumana Orizon Literar Contemporan.

LA INUTILIDAD DE LA PROSPECTIVA – Néstor Darío Figueiras
ARGENTINA

La seráfica voz describía las imágenes de la pantalla que resplandecía entre las nubes:

—El primer yuxtamorfo que logrará sobrevivir durante la Gran Contracción será conocido como Rocoresby —en este punto sonaron fanfarrias celestiales—, y surgirá de la amalgama inicial de Roco, un afeminado repartidor de pizzas de diecisiete años; Orestes, un viejo pedófilo; y Bobby, el gran danés de Orestes. Rocoresby se convertirá en la máxima deidad de su era. A esta constitución originaria se sumarán sucesivas adiciones: un gladiolo, algunos políticos corruptos, una vieja actriz adicta a las anfetaminas, el campeón mundial de welter junior… La lista es interminable. Así, la largura del nombre de Rocoresby aumentará hasta extensiones impronunciables: el inefable Nombre del Yuxtadiós. Hay que destacar que ninguna de las amalgamas posteriores habrá de tener el místico sello que sólo puede otorgar una orgía, como la que estará celebrando el trío primigenio cuando el incremento de la Gran Contrac…

El que estaba sentado en el trono resopló y la pantalla se oscureció. Mientras se masajeaba la frente, habló con un tono que revelaba cansancio:

—Esto no sirve, Gabriel. ¡Si hasta persistirá el hermético misterio de un nuevo Nombre! Buscamos una purga. ¡Y si no podemos evitar la aparición de seres residuales, por lo menos que éstos no repitan los esquemas de siempre!

El arcángel asintió. Luego ordenó:

—¡Siguiente!

Al oír la resonante voz, los cuatro seres vivientes sintieron que sus numerosas alas —seis por cada uno de esos monstruos celestiales— se estremecían. Descartaron el escenario ‘Big Crunch’ y proyectaron las imágenes de ‘Big Rip’.

El largo bostezo de la figura entronizada los puso aún más nerviosos.

—¡Siguiente!

Entonces comenzaron con el ‘Big Freeze’. Pero el que estaba sentado ya se había hartado.

—¡Basta! ¡Que conste que lo intenté! Pero será a mi modo…

Transformó a los seres alados en cuatro jinetes feroces y los lanzó al mundo.

REPORTE – Néstor Darío Figueiras
ARGENTINA

Ellos pintan. ‘Pintar’ es como lo llaman. Para nosotros, escultores de luz, asesinar a los colores de este modo es repudiable. No saben que reducir las frecuencias a simples pigmentos equivale a darles una muerte cruel, obligándolas a permanecer suspendidas en una única variante hasta la decoloración. Entonces los tonos terminan sucumbiendo ante la luz, que en este mundo no sólo les da la vida, sino que también se las arrebata.

Se verificó que en ocasiones evitan el desteñido, manteniendo así a los matices en una agonía indefinida. Más espeluznantes son los datos que sugieren que han conseguido restaurar tintes empalidecidos… Silencio por favor. Desde luego que aborrecemos todo tipo de resucitación, pero sabemos que para cumplir nuestra labor con objetividad tenemos que desligarnos de los patrones éticos y morales.

La prisión de los colores se llama ‘cuadro’ o ‘pintura’: un rectángulo de ‘tela’ o ‘papel’ sobre el cual se dispersan los pigmentos. (Una relectura del reporte de la circunvalación anterior, «Libros», les recordará las cualidades de ambos materiales.)

Los cuadros son objetos de arte expuestos en espacios llamados ‘museos’, donde estas abominables cárceles son admiradas. Un cuadro puede costar grandes sumas de ‘dinero’. (Revean el concepto ‘dinero’ en el reporte «Comercio».) Sin embargo, en las viviendas de los clanes familiares también suele haber cuadros que, la mayoría de las veces, sólo poseen valor afectivo.

El reporte aún está inconcluso, pues hay varias cuestiones que no hemos dilucidado. Pero podemos afirmar que ellos gozan de una habilidad innata para torturar de esta forma a los Sacros Tornasoles. Y, según pudimos ver, se entregan a su obsesiva práctica con sumo placer.

Ilustró: Laura Paggi

Néstor Darío Figueiras nació en 1973 y es músico, aunque sueña con conectar el universo de la ciencia ficción con el de las melodías y sonidos, hasta el punto que ha afirmado que algunas de las creaciones del Hacedor de Estrellas de Stapledon son universos musicales. Publicó en AXXÓN, NECRONOMICÓN, NGC 3660, NM, AURORA BITZINE, ALFA ERIDIANI, MINATURA, ÓPERA GALÁCTICA, SENSACIÓN!, en PRÉSENCES D’ESPRITS, etc. Ganó una mención en el certamen «Más Allá» edición 1991, por su cuento Organicasa, una mención en el Premio Andrómeda 2005, por su relato Reunión de consorcio, y una mención en el Certamen de Poesía Fantástica miNatura 2009, por su poema La sirena y los pájaros muertos.

Axxón 236 – noviembre de 2012
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).

5 Respuestas a “Ficción Breve (sesenta y nueve), varios autores”
  1. Néstor Darío Figueiras dice:

    Qué buenos cuentos los de mis colegas!! Me encantaron especialmente los de Frini. Y las ilustraciones, maravillosas. Slds!!!

  2. nñ rrante dice:

    Usted la tiene, Figueiras. Usted lo sabe.

    Cordialmente,
    Yo.

  3. Néstor Darío Figueiras dice:

    Me gustó mucho también el relato de Nedda: mucha poesía, triste pero luminosa a la vez. NÑ: ¿qué tengo, qué sé? Abrazo ;-)

  4. Tremendo el don Quijote galáctico!

  5. A mí me pareció hilarante que el Señor quiera verle las tetas a las sirenas, en el cuento de Extinción de las especies de Frini. Lo que no acabó de gustarme es el final, hubiera preferido otro. (Atendiendo el llamado de Silvia de no adular, por cierto, qué buena introducción).

  6.  
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