Revista Axxón » «¿Ha oído llorar a los lobos?», Daniel Flores - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Tut

A la niña se la llevaron los hermanos Benavídez. Fue el último catorce de abril, en el día de San Justino Madrigal, a la hora de la siesta. Lo sé porque fui testigo de ello. Sí señor, y no solo yo, porque aquí Venancio no me dejará mentirle: justo esa misma tarde estábamos a todo sudor haciendo unos arreglos en el techo del corral; parte de la estructura se había caído con el último temblor y nos había matado una vaca y algunas gallinas. No queríamos volver a pasar por eso. Imagínese, señor, una desgracia… Sucede que la noche anterior a la llegada de los hermanos, es decir, el trece de abril, los perros habían chillado como nunca antes, y usted sabe que cuando los perros chillan de noche es porque alguna desgracia anda cerca. Así fue que, ante la posibilidad de otro temblor, decidimos con mi hijo ponernos manos a la obra de una vez y asegurar bien los listones del techado. Como le digo, esa tarde hacía un sol que daba coraje, la mayoría de la gente descansaba, no se oía ni un respiro en el pueblo. Fue Venancio el que advirtió a los caballos acercándose en la distancia. Me dijo «mire a esos, pá». Entonces me paré sobre el techo y tapé el sol para ver más claro. Por allá venían tres hombres apretando el galope; uno traía encima un fusil. Enseguida supe que se trataba de los Benavídez, por el sarape, ¿sabe?, siempre llevaban el mismo sarape los tres: uno rojizo con texturas blancas. «¿Qué chingados andarán buscando estos?», preguntó mi hijo, y le dije que no sabía. Y, a decir verdad, señor, era ya muy sospechoso que se vinieran de Plaza Grande hasta Las Cruces; raras veces tenían algo que hacer por aquí. No podía ser nada bueno, eso estaba cantado.

Pongamos que eran las cuatro y tanto de la tarde. Anote eso, cuatro y media, calculado. Vimos que, en lugar de acercarse al dispensario (porque ¿qué más podían robar aquí que unos pocos antibióticos y vendas?), los tres hermanos encararon hacia la casucha de doña Lupe. Y ahí yo me pregunté lo mismo que Venancio: ¿qué chingados querrán? Y más, ¿qué querrían de la pobre vieja, si ya estaba bien jodida? Me juego a que apenas si tendría medio costal de harina y unos pollos en el fondito de la casa. Pero Venancio me espabiló: no, pá, me parece que la buscan a la niña, a la Rosita. Y le confieso, señor, que esa muchacha es quizá la joven más hermosa que se haya visto por estas tierras, una morenita de buenas carnes, así de alta, los cachetes rojos y salientes, y unos ojitos azules que dan sueño. Como se puede imaginar, mientras los bandidos entraban a la casa, nosotros seguimos trabajando sin darles señas; no queríamos tener problemas con los caciques de Plaza Grande, a ver si todavía nos ligábamos un tiro de arriba por andar metiendo el hocico en saco ajeno, ¿me entiende? Nada, pos, ni las buenas tardes.

Resulta que a esa hora Lupe no estaba en la casa. Solía ir a vender o a trocar sus bollitos por los pueblos de más arriba y por allá, por las casitas del llano, y a veces también por el pie del Cerro Chico. En ocasiones conseguía algo y en otras no, como todo. Igual, imagínese que la pobre no hubiera sido un impedimento para estos corridos; en cierto modo fue una suerte que no estuviera ahí porque la hubieran dejado bien aplomadita. Aunque, con lo que pasó después, no estoy tan seguro…

La cuestión es que para eso de las cinco, los bandidos ya estaban partiendo de nuevo hacia Plaza Grande. A la chica la habían sacado de las greñas, a chingadazos, y si bien la joven luchó como una fiera, se enfrentaba a tres hombres fuertes y era nomás cuestión de tiempo. Al final, la vi irse con la cabeza toda cubierta con una tela y el cuerpecito bien amarrado al lomo del criollo que montaba Rosendo Benavídez. Los otros dos iban más atrás, gritando como coyotes, festejando como bárbaros sin madre.

Lo que le voy a contar de ahora en adelante es más una impresión mía que una verdad. Usted después decide si esto también va al diario o si no, a mí tanto me da.

Cuando la Lupe volvió a la casa, nosotros ya habíamos terminado la mayor parte del trabajo. El cielo todavía estaba claro, serían las siete y cuarenta, minutos más, minutos menos. Al pasar junto al corral, la mujer nos saludó con una mano cansada; la pobre venía casi arrastrándose, un sombrero de ala ancha mal puesto sobre los pelos, la canastita todavía con algunos panes. Imagínese todo el calor de un día acumulado en ese cuerpo flaco y entrado en años… Ni usted ni yo sobreviviríamos a cosa similar. Si la viejita todavía estaba en pie era por lo devota que fue siempre. Yo creo que eso explica muchas cosas.

Al pasar la mujer, Venancio estuvo a punto de advertirle lo que había ocurrido, pero yo lo detuve. No quería ser responsable de una muerte súbita, a ver si todavía nos maldecía o algo. La vieja Lupe tenía medio fama de bruja, pero usted ya sabe cómo es esto en los poblados chicos, habladurías. No obstante, por si las moscas… Lo cierto es que cuando la mujer entró a la casa, pegó tal grito que, señor, le juro que hasta hoy se me pone la carne de pollo al recordarlo. Era, no como un grito, sino más bien como el lamento de un animal peligroso, ni hablar, cómo decirlo… ¿alguna vez ha oído la pena de la loba, ese aullido que es capaz de dividir el alma de un hombre, capaz de dejarlo vacío como un finado? Pos eso, señor corresponsal, eso fue lo que oímos.

…y algunos salieron a consolarla. Una mujer, Jacinta, esa que vive allí, en la casita con dos ventanas, le contó a Lupe lo que había pasado. Después vaya y pregunte. Me consta que también fue testigo de lo ocurrido.

En fin, luego de todo esto viene la parte que hizo que usted viniera hasta acá.

Lupe se encerró en su casa a poco más de las nueve, ya cuando la noche era completa. Con Venancio estuvimos atentos a cualquier movimiento. Teníamos miedo de que la viejita se quitara la vida, ¿sabe? Es que tan débil se la veía que… Bah, por la Virgen que todos pensábamos lo mismo. Algunas señoras hicieron vela en la puerta de su casa, por si ocurría alguna tragedia. Pero al final ni salió. No señor, ni la nariz dejó ver. Y permaneció así hasta el diecinueve del corriente, es decir, cinco días encerrada sin comer ni beber. Ya se la daba por muerta. Incluso más de uno dejó flores en la puerta de su casucha, a modo de corona. Pero ese diecinueve, señor, con la luna llena como un ojo muerto, la viejita salió.

Nosotros, es decir, Venancio y yo, nos asomamos a la calle alertados por los gritos de las señoras que seguían haciendo guardia en el hogar-sepulcro de doña Lupe y la niña Rosita. «Arriba, Venancio, que hay bronca afuera», le dije, levantándolo de la cama. El muchacho, sin vacilar, se calzó un pantalón, tomó la escopeta de debajo de su catre y salimos.

¡Ay, mi Dios! Contarlo no es tan fácil, señor, qué decirle…, viéndola de lejos, con la luna desparramada en su rostro, la Lupe parecía una Catrina furibunda. Fíjese que iba todita desnuda, como una loca, puro huesitos bajo la piel y los pelos como plumas largas. Así es, señor, desnuda cual recién nacida, de pies a cabeza. Ese detalle no puede quedar afuera, anote. ¿Que qué hora era? Pst, ni idea, pongamos que entre la una y las tres.

Doña Lupe, le grito, Doña Lupe, no haga pendejadas… Pero la pinche vieja no me escuchaba o se hacía la sorda. Caminé unos metros, luego troté un poco más. Me di cuenta enseguida de que la mujer estaba encarando por el camino que lleva a Plaza Grande y, con más fuerza, le grité: «¡Vuelva para la casa ahora mismo, mujer, ¿o acaso quiere que la maten a usted también?!».

Y entonces se dio la vuelta.

Quizá porque se hallaba a la sombra del dispensario, no había notado que los huesos de la espalda de Lupe ahora estaban más grandes, como así tampoco había prestado atención al tamaño de sus piernas ni al grosor de los brazos. Cuando giró la cabeza era algo así como un demonio alargado y babeante; en las cuencas brillaban dos puntos blancos como estrellas y la dentadura, señor, por mi Virgencita que la dentadura era tan grande como el largo de mi brazo. Pero no se crea, en algo seguía pareciéndose a la Lupe, solo que ahora la carne se le había crecido por todo el cuerpo. Anote, sí, anote. Y también las orejas, ahora que pienso, se le caían un poco a los lados… No, no nos atacó. No creo que lo hubiera hecho a menos que nosotros intentáramos algo, o esa fue la impresión que me dio. Igual, por si acaso, Venancio y yo no dejábamos de apuntarle (¡cómo nos temblequeaba el pulso, mamita!). Los demás no tardaron en encerrarse en sus casas, y aun desde dentro seguían meta pegar gritos. La vieja dio un gruñido largo con el que, según Venancio, dio a entender que no la siguiéramos. Y no lo hicimos, por supuesto. Al instante desapareció por el camino. La seguimos con la vista un poco más, alumbrada por la luna, hasta que ya no vimos nada.

El resto de la historia es lo que ya se sabe. La mujer volvió a aparecer pocas horas después, casi cuando empezaba a clarear. Venía toda ensangrentada y traía a la Rosita en brazos. Ya no era la bestia que habíamos visto salir de la casa, no señor, ahora simplemente era Lupe, la viejita, que medio venía derrumbándose por el camino con el peso de su hija. Algunos habíamos decidido no dormir esa noche. Apeamos unas sillas cerca del corral y nos quedamos allí conversando sobre el hecho; éramos cuatro, porque se nos habían sumado doña Eulalia y el viejo Perico González, que se habían enterado del asunto por los gritos y no habían llegado a ver nada. En el momento en que Lupe apareció, y vimos que era Lupe nomás, corrimos hasta ella y la socorrimos. Tan chiquita parecía la vieja ahora, tan chiquita y arrugada. Perico, que no sé de dónde sacó fuerzas, la cargó en andas y la llevó hasta la casa. Venancio y Eulalia atendieron a Rosita, que estaba mal herida de bala en el pecho. Les dije que sacaran todo lo que había en el dispensario y que despertaran a Carmela Reina para que la auxiliara; aquí la Carmela es la que más maña se da para la curación. Yo, entretanto, tomé un caballo del establo y cabalgué por el camino a Plaza Grande. Tenía una corazonada terrible.

Tardé cerca de cuarenta minutos en llegar. Y ahí fue cuando vi la carnicería, señor, cientos de cuerpos destrozados como si fueran pedacitos de papel desparramados por el piso. Enormes lagunas de sangre por aquí, algunos cráneos acumulados por allá, gente que intentó defender lo suyo, presumo. El sol del amanecer comenzaba a dar brillo a la intensidad roja del pueblo y, segundo a segundo, avivaba los olores de la carne. En poco más, ese lugar sería insostenible…»¿Quién vive?», grité al llegar a la zona de casas, y pronto un puñado de supervivientes salió a mi encuentro. Le juro, y por mi Venancio se lo juro, que dos de ellos se habían quedado sin habla y balbuceaban como recién nacidos. Fue un viejo el que comenzó a explicarme el desarrollo de la matanza. Pero, bueno, eso usted ya lo sabrá porque ya se lo han contado con pelos y señas. En lo personal, lo que más me impresionó fue ver a los hermanos Benavídez…, eso me lo llevaré a la tumba en cada sueño que me quede. La cruz que se yergue en el centro de Plaza Grande era un monumento al horror: en el medio, como un Cristo infernal, estaba Rosendo Benavídez atado por el cuello con un alambre de púas; del cogote para abajo ya no había carne, nomás huesos y una pierna menos, la cara intacta pero como en un alarido de dolor, los ojos hacia atrás. En cada brazo de la cruz había un hermano. El procedimiento había sido el mismo, como ya sabe, la cara enterita y el cuerpo descarnado, apenas coloreado por la tinta de la sangre. De los cuerpos bajaba un riacho rojo que se amontonaba en una hondura de tierra, a pocos metros. Los supervivientes no quisieron hablar de esa parte de la noche y yo no iba a insistir. Sabía que ellos tenían un telégrafo, así que lo que hice fue obligar al viejo a que llamara a El País para que mandaran a los reporteros y a la policía cuanto antes. Había trabajo para rato en ese pueblo, y supongo que aún queda mucho por hacer ahí. Supe que algunos ya se largaron hacia el norte, para la zona del río. No los culpo, señor.

Y como bien sabe, gracias a Carmela Reina, la niña Rosita se fue recuperando. Sigue con la venda cruzada en el pecho y el andar medio trunco, pero con el reposo correspondiente se va a poner buena. Y Lupe, pos, Lupe anda igual que siempre, ya ve usted, cansada, trajinando de sol a sol con sus bollitos. ¿Qué otra cosa iba a hacer, la pobre? Eso sí, ahora todos nos turnamos para cuidar a la Rosita por las tardes. Imagínese, si no.

 

 

Daniel Flores nació en Buenos Aires en julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside, y en donde dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog Verba et Umbra.

Hemos publicado en Axxón: EL PEZ POR LA BOCA, DESTINO KOMALA EN TIEMPO, LUNA DE ARENA, TODOS LOS CAUTIVOS, EL ENIGMA HUMANO 1921514915, LOS JARDINES DE HEIAN, HIDDEN PARADISE, SOPORTA POCO LA PENUMBRA y PAREIDOLIAS.


Este cuento se vincula temáticamente con LOBO, de Carlos Almira Picazo; LOBOS ERRANTES, de Jenny Kangasvuo y 1807, de Alejandro Alonso.


Axxón 243 – junio de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Licantropía : Argentina : Argentino).

4 Respuestas a “«¿Ha oído llorar a los lobos?», Daniel Flores”
  1. Juan dice:

    Una historia impactante, pero lo mejor es el que la cuenta, debil y temeroso al principio, pero tremendo final.

  2. Ale dice:

    impactante la declaración… casi se siente el estar en esos páramos…

  3. Cristian J. Caravello dice:

    ¡Muy bueno, Daniel! El estilo del narrador ambienta el cuento.

  4. Muchas gracias por la lectura y la devolución, gente!

    Saludos, nos leemos.

  5.  
Deja una Respuesta