Revista Axxón » «Las oportunidades perdidas», Enrique José Decarli - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

«…y recuerda a los perros viejos,

que pelearon tan bien:

Hemingway, Celine, Dostoievski, Hamsun.

Si crees que no se volvieron locos en habitaciones minúsculas

como te está pasando a ti ahora,

sin mujeres

sin comida

sin esperanza…

entonces no estás listo…».

Bukowski.

 

Supuse que Paula había pensado en voz alta porque a mí me pasa seguido eso de hablar y no darme cuenta. Otros me lo hacen notar. Había ido a buscar el café y desde la cocina me pareció escucharla. Hablaba en voz baja, como al oído de alguien. Cuando volví al living, le pregunté. Juró no haber dicho nada. Esto se repitió un par de veces, siempre con un ambiente de distancia entre los dos. Paula no me soportó mucho tiempo. Se fue. Pero no se llevó las voces.

 

 

***

 

 


Ilustración: Duende

—¿Mamá…?

—No es mamita —contestó una voz.

En el vacío manotee el cable del velador.

—Para qué —dijo otra voz, una voz de mando—. Mejor no ver.

Que las voces fueran de mujer me tranquilizó un poco. Indefectiblemente pensé en Paula. Paula, que esa noche y desde hacía meses, no dormía conmigo. Al aire —a nadie, en realidad—, pregunté qué querían.

—Concederte un favor —dijeron.

Entonces se prendió una luz. Ni el velador ni el plafón del techo. Simplemente la habitación se iluminó. A los pies de la cama había tres mujeres. Más o menos jóvenes, más o menos lindas. Vestidas muy livianas. Una especie de malla entera negra. La pintura, también negra, exagerada en los labios y en los ojos. Las caras blancas. Se presentaron como Las Oportunidades Perdidas.

—»Tus» oportunidades perdidas.

Lo primero que pensé fue que mis oportunidades perdidas debería ser más de tres. Ellas serían una suerte de delegadas. Las oportunidades más importantes, digamos, las más representativas. Les pregunté por esto.

—Todas, corazón —dijeron al unísono—. Todas las que perdiste.

—Ocurre que, en general —dijo la del medio—, las oportunidades que se pierden, se van, se esfuman. No existen. Chau.

—Para vos puede ser distinto —dijo la de la izquierda—. Podrías corregir el pasado.

No pude sino pensar en Tadeo Isidoro Cruz.

—Así estoy bien —dije.

—Podrías estar mucho mejor.

—En un futuro no muy lejano.

En adelante seguirían fragmentando el discurso. Repartido entre las tres, me imponían un cambio constante del foco de atención. Y apostaría a que lo pensé: De este sueño podría escribir un cuento. Pero evidentemente no. Lo dije en voz alta, sin darme cuenta.

—¿Sueño…? —preguntó la de la derecha.

Se dieron vuelta y abrieron la ventana. El jardín se iluminó. Sobre el agua de la pileta se insinuó un movimiento de imágenes difusas.

—Para comenzar por donde corresponde —dijo la del medio—. El principio. Eras chico y…

—Soñaba que esta ventana abría a América —dije—. A cualquier lugar de América.

—Jugabas —dijeron las tres—, muy bien al fútbol.

—Esa magia…

—Esa magia envidia de todos…

—A qué se debía.

—¿A quién se debía?

—Yo corría a tu lado —dijo la del medio. Y no sé qué gesto habré hecho—. ¡No me cree! —dijo ella—. ¡No nos cree! —Empezó a rondar la habitación planchándose el pelo con las manos—. Bien bien —decía—. A ver a ver… Cuándo fue.

—Club Social La Perla —dijo la de la izquierda. La más linda. La única linda, en realidad, ahora que las veía un poco mejor a las tres.

—Hiciste un gol.

—Un gol que definió el campeonato.

—Un gol… —dijeron las tres, cerrándose sobre mí—, que nunca pudiste explicarte.

Es verdad… (¿lo dije o lo pensé?). Recordarlo así, de golpe, me sorprendió. La imagen volvió tan de repente y vívida que por la ventana entró el frío de esa tarde, un martes me acuerdo. Mi sombra corría en la cancha de cemento iluminada. La imagen del partido se reflejó en la pileta y algo de cierto habría en las palabras de las Oportunidades. Mi sombra no era una sombra común de cuatro hombrecitos. Entre hombrecito y hombrecito, corría otra sombra. Una silueta de mujer.

—Después del partido, los abrazos.

—Las felicitaciones del entrenador en medio de la cancha.

—Tus compañeros te alzaron en andas.

—Los del otro equipo fueron al vestuario a darte la mano. —En las imágenes sobre el agua, mis compañeros me alzaron en andas y, en el vestuario, los del otro equipo me daban la mano.

—En casa, qué alegría, el orgullo de papá.

—La gloria inmerecida retorcía tus sueños.

—Porque nunca…

—Pero nunca:

—Contaste nada a nadie.

—La verdad.

—Que no tocaste la pelota.

—Tendría diez años —dije.

—Ahí empezamos a ser amigos.

—Es nuestro trabajo…

—Hacer amigos.

—Las cosas cambiaron. Qué hay de malo en eso.

—¿Malo…? —preguntó la del pelo planchado a las otras dos—. ¿Qué hay de malo…? Esto hay de malo —dijo, señalando otra vez la pileta.

En la vida que se reflejó en el agua, la verdad, había cosas que cualquiera quisiera tener. Aun así:

—No me interesa —les dije—. Disculpenmé. Ya no me interesa el fútbol.

—Señoras —dijo la del pelo—: la cuenta por favor.

—¡Gloria! —gritó la más linda. Con los dedos estiraba un chicle apretado entre los dientes hasta que el chicle se cortaba y volvía a ponérselo en la boca.

—Algún día, sí, algún amigo, leerá lo que escribís —dijo la de la derecha.

—Y las loas.

—Hay que reconocerlo:

—Serán puro compromiso.

—¡Dinero! —siguió la del chicle.

La del pelo hizo la mímica de palparse unos bolsillos de pantalón y darlos vuelta vacíos.

—¡Mujeres…! —fue la factura siguiente.

La de la derecha se adelantó. Revelaba, ahora, un perfil grotesco y peludo símil Chewbacca. Un cuerpo, en realidad, grotesco y peludo. Me agarró la cara. Me miró fijo. Me soltó con desprecio.

—Bellas facciones… —dijo antes de volver al semicírculo—. Bellas palabras. Pero…

—Hoy día hay que cultivar otros valores.

Las tres a la vez (una coreografía perfecta) dibujaron el signo $ en el aire.

—Estás fuera del mercado —fue la conclusión.

Volvieron a mirar por la ventana. En la pileta apareció la cara de Paula. Las ondulaciones del agua empezaron a darle vida. Me miró. Me guiñó un ojo. Levantó las cejas.

—Te extrañé —dijo la imagen de Paula con la voz de Paula—. Pero… A la larga. Como todo. Una se acostumbra y progresa.

La imagen se abrió. Paula seguía en escena, ahora de cuerpo entero, sentada en una cama. Se levantó y abrió una puerta. Entró un hombre que la abrazó, la besó, el ambiente se llenó de chicos, de pan dulce, de sidras, de risas. De petardos y olor a pólvora.

—Año Nuevo —dije.

—Año Nuevo en familia —recalcó, a mi espalda, la voz del símil Chewbacca.

—Y no la soledad de esta habitación.

—Oscura.

—Húmeda y enmohecida.

—La habitación del sur… —dijeron las tres. Otra vez rieron a carcajadas.

 

 

El desfile de Oportunidades Perdidas siguió durante horas. A la mayoría las había olvidado. Pero ahora estaban ahí. Otra vez. Igual, lo que más me impresionó de cualquiera de esas vidas posibles y frustradas reflejadas en la pileta, fue ver, por primera vez, a un hombre que sabía lo que quería. Convencido de qué hacía y adónde ir. Hasta esa noche (hasta que las voces me despertaron esa noche) también yo, el yo éste de este lado del espejo de agua estaba igual de convencido. Entonces dudé. O me di cuenta de que, en realidad, todo este tiempo había dudado.

—Lo del banco fue una tontería —dijo la del chicle. La voz fue tierna, casi comprensiva. Me agarró del brazo y me llevó a la cama. Las tres se acomodaron en el piso frente a mí—. Tenías una carrera, zonzo. Posibilidades de progreso. El gerente te quería y lo sabés. Simplemente era cuestión de esperar. Nada más.

La del pelo planchado se paró. Miró por la ventana y se dio vuelta. Creo que no hubo desprecio en el gesto. Creo que hubo lástima.

—Esto… —dijo señalándome—, es tu vida hoy.

Pensé en mamá y papá. Aunque nunca me habían dicho nada, en secreto siempre supe que hubieran preferido mi carrera en el banco, ellos son así. No sé si les gusta o no que escriba. Sé que les preocupa. Que ya están grandes y tienen, de sobra, bastantes preocupaciones y problemas propios. Me pregunté si así, tal cual las Oportunidades Perdidas veían mi vida, la verían ellos. Entonces les pregunté qué podrían hacer por mí. Se miraron y no pudieron disimular la sonrisa.

—Qué te gustaría que hiciéramos —dijo la del pelo, levantando una ceja negociadora.

—No sé —le dije—. Pero parece que mi vida no va más.

El silencio que siguió coincidió con un apagón en el jardín.

—De todas las oportunidades perdidas —dijo—, podrías elegir una. Cualquiera. La que más te guste.

—Y el tiempo volverá atrás.

—Al instante anterior en que la desechaste.

Traté de rearmar en la memoria las vidas proyectadas en la pileta. Esto es traición, pensé. Pero no. Otra vez, sin darme cuenta, lo había dicho en voz alta.

—Traición, traición, traición —dijo la del chicle—. La traición es cuestión de fechas.

La frase es Richelieu. Alejandro Dumas la recoge en El Conde de Montecristo. La segunda cita literaria que hacían. Me asustó intuir las armas que tenían. Comprobar cómo las usaban en los momentos justos.

—Además… —dijo Chewbacca—, todos los hombres traicionan.

—¡Y el que avisa no traiciona! —dijo la del pelo.

—¡Pero yo, no! —les grité—. ¡Yo quiero creer! —Y me puse a llorar. Balbuceando que quería creer. Que solamente quería creer en algo.

Las tres me abrazaron. Terminé apoyando la cabeza sobre las piernas de Chewbacca. Seis manos suaves me acariciaban el pelo.

—Ya habrá tiempo para creer —dijo una voz.

—Ahora… —dijo otra.

—Es tiempo de que elijas.

Me levanté de golpe y fui a la ventana (juro que del otro lado vi América). Dije lo primero que se me ocurrió. Al fin y al cabo —me justificaría más tarde—, si mi destino no es escribir, me da lo mismo cualquier cosa. Me acuerdo que lo dije sin mirarlas. Mirarlas me dio vergüenza.

—Escucho y obedezco —contestaron.

 

***

 

Corti entra a la oficina a los gritos. Le pregunta a la secretaria por mí. Dónde mierda está pregunta Corti. Las once y cuarto dice. Las once y cuarto y el señor no llegó. Cinco años trabajando acá y todavía no sabe que el horario de entrada del personal ¡es-a-las-nue-ve! La secretaria dice que me debo haber entretenido en una de esas tertulias de escritores. ¿Nunca leyó lo que escribe? Pídale, señor. Se va a divertir. Corti señala el escritorio. Si le gusta escribir, que venga a escribir esos informes que tiene atrasadísimos, que por eso el banco le paga. Entonces entro en escena, vestido igual que el día que renuncié. Buen día digo. Buenas noches dice la secretaria. Estoy harto dice Corti. Harto de su impuntualidad. Mira un reloj de arena que saca de un bolsillo del saco. Harto, ¿me oyó? Además…, dice la secretaria, y me señala de arriba abajo. Además…, dice Corti, y me señala de arriba abajo. Mírese. Mírese cómo vino. Claro…, si me imagino. Debe venir de una de esas… Chasquea los dedos mirando a la secretaria. La secretaria, sin emitir sonido, separa en sílabas la palabra tertulias. La cara se le va transformando hasta convertirse en una boca enorme que vocaliza Ter-Tu-Lias. Corti dice tertulias de escritores. La secretaria asiente, aprueba, festeja la buena lectura de labios de Corti. Lo miro en silencio. Tranquilo. Señor: le estoy hablando dice Corti. ¿No me oye? No contesto. Sólo se escuchan los esfuerzos de la secretaría para volver la boca a su tamaño normal. Con las dos manos trata de achicarla. Los dientes y una lengua de víbora resisten, atacan. Señor, qué le pasa, qué tiene hoy. Renuncio digo. Caramba dice Corti. Sí, sí… Si yo lo entiendo, no vaya a creer que no. Los jóvenes, claro. Pasa un brazo por encima de mis hombros. Hijo: los jóvenes quieren cambiar el mundo. Son idealistas, escriben, pintan, se van en carpa… Lo que no entienden los jóvenes… Señala mi escritorio. Es que el mundo se cambia desde ahí. Cumpliendo lo que cada uno debe cumplir. Así que siéntese m´hijo. Siéntese por favor. Ayer no habrá sido una buena noche, de acuerdo, tampoco hay que exagerar. Aunque no lo parezca, soy un hombre amplio. De un bolsillo del pantalón saca prendido un habano. Fuma y camina en círculo, una mano atrás y una panza enorme que jamás le vi. Mire lo que le digo: vamos a olvidarnos de todo, ¿sí? Usted llegó a las nueve. Vamos, redacte esos informes, y le habré probado cómo se puede cambiar el mundo. Renuncio repito, y encaro la puerta a través de la cortina de humo del habano. Cuidadosamente Corti me agarra de un codo. Sabe, dice: en una época yo también fui escritor. Algún día le voy a traer mis poemas en procura de su opinión de hombre de letras. Ríe. La panza empieza a salírsele por encima del pantalón. A mí me interesaría muchísimo leerlos, señor, dice la boca de la secretaria. Usted cierre el pico, dice Corti. Otra vez intenta llevarme al escritorio mientras sigue hablando de sus poemas. Pero en fin. A la larga, como todo. Uno se acostumbra y progresa. Siéntese querido. Renuncio le digo, y me desprendo de golpe. Camino hasta la puerta. Dejo la oficina, la escena en realidad, que sigue proyectándose sin mí. Usted podría hacer carrera grita Corti. Acá hay futuro, señor. Qué le pasa. ¿No me escucha? Qué tiene hoy… Señor… Diga algo, señor. Después se da vuelta. No entiendo, le dice a la secretaria: una boca llena de dientes. De baba. De palabras insidiosas.

 

 

***

 

 

Me senté en la cama con la sensación de haber vivido antes ese momento. Cuando me pasa esto es automático. Se me viene a la cabeza una canción de Iron Maiden. Esa vez, no. Esa vez pensé en la visita de la noche. Pero como un sueño lo pensé.

Que fueran las 9:00 no me preocupó. No sé si porque ya no trabajaba en el banco o porque ese mismo día iba a renunciar. En el picaporte había una percha colgada y me llamó la atención. Un jean. Una campera de corderoy que meses atrás le había dado a mamá para que regalara. A los pies de la cama, un calzoncillo. Una remera y un par de medias que yo no había preparado (no, al menos, la noche anterior). La mañana parecía aquella mañana. Un 2 de agosto raro, por lo cálido. Me asomé por la ventana. Era, la misma mañana. Volví a sentirme confusamente aliviado. Entonces aparecieron las voces. Entonces terminé de caer y abrí el placard.

—Mm mm —dijo una de ellas—. El mismo día, la misma ropa.

Pero ya que volvería a trabajar. Que encima tendría que disculparme por llegar tarde, me pareció prudente ir de traje.

—El mismo día… la misma ropa —repitió la voz.

—A un escritor, además, qué excusa no se le puede ocurrir.

—Al rato todo será normal.

—Otra vez y para siempre.

—Así te habremos probado cómo se puede cambiar el mundo.

Alguien lo dijo mejor. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Yo lo explico así. Todo lo que pasó esa mañana me pasó por segunda vez. El diario en la mesa del comedor. La demora del colectivo en la esquina. El tren lleno de gente. El subte, el pensamiento constante, mi vida no va más. La puerta giratoria del banco, la misma puerta, los mismos giros. El custodio y los mismos chistes. El aire acondicionado, frío. Los empleados me saludaron con naturalidad. Yo no los veía, exactamente, desde hacía un año. La oficina y la puerta cerrada. Entré por segunda vez. Del otro lado, en una escena congelada, Corti y la secretaria. Unas voces (no sé de dónde salían) reproducían el episodio de mi renuncia y el sueño.

—Es hora —dijo una voz a mi espalda. Me di vuelta. Las tres Oportunidades Perdidas estaban mirándome.

Me acerqué a Corti. Le pasé las manos por delante de los ojos y no reaccionó. Le apreté la nariz y tampoco. Le revolví los pelos y nada. Le estiré la corbata hasta ahorcarle el nudo.

—Qué va a pasar con mis cuentos. —Yo miraba a Corti pero respondían ellas.

—Lo hecho, hecho está.

—Los que escribí este año, digo. Son muchos.

—Quién sabe…

—Yo sé —dije.

Ni bien me reinsertara en el banco. En cuanto nunca hubiera renunciado. Los cuentos que había escrito lejos de esa ratonera dejarían de existir. Nunca los habría escrito. Siquiera, tal vez, imaginado. El resto del año sería, según ellas, no muy distinto del anterior. Hablaban, en realidad, del mismo año.

—Algunas variaciones, claro.

—Complicado precisar cuáles.

—Un año, digamos, un poco más encarrilado.

—Te sentirás mejor.

—Primero, de cumplir el deber.

—Mamá y papá tranquilos…

—Y la billetera llena.

—¿O no?

—No sé —dije.

La del pelo chasqueó los dedos y la escena empezó a moverse.

—Señor: le estoy hablando —dice Corti—. ¿No me oye?

Le contesto que sí. Que lo escucho. Que se me hizo tarde.

—Pero no me entretuve en ninguna tertulia de escritores.

La Oportunidad del chicle me hace Ok con una mano. Los pelos parados de Corti me causan risa y trato de disimular. Entonces pienso que esta mañana no puede ser aquella porque Corti, esta mañana, tiene los pelos parados. A menos que ésa sea una de las variaciones. En adelante no sé qué pienso y qué digo. Es lógico, por ejemplo, pienso o digo. Qué le pasa, señor dice Corti. Si no las ven, no existen. Si habremos escuchado lo mismo dice la del chicle. ¿Existen? Chewbacca me empuja y trastabillo. ¿O sólo en mi imaginación? Pasé una noche de perros y quería decirle… Qué, señor. ¿Usted las ve? Entre medio de las Oportunidades Perdidas veo, parados, a mamá y a papá. Cierro los ojos. Me tapo la cara. ¿Me está cargando, señor? Niego con la cabeza. No me animo a abrir los ojos ni a descubrirme la cara. Nada de lo que pasó pasó. Bajo las manos y abro los ojos. La oficina desborda de Oportunidades Perdidas. Todas las que vi en la pileta gotean en el parquet y tal vez haya más que no vi o no recuerdo. Corti y la secretaria seguro no las ven o quizá sí, y no dicen nada porque también ellos son Oportunidades Perdidas. Buscar entre la multitud es difícil. Perdonemé, Corti. Camino la oficina abriéndome paso a los empujones entre caras blancas y ropas negras livianas. ¿Está borracho, señor? ¡Tertulias de escritores! dice la secretaria y golpea el escritorio. Frente a mí aparece Paula. Te extrañé dice. La corro a un costado porque ahí están. Contra un fichero, agarrados del brazo. Los veo tan viejos. Tan asustados y chiquitos, que dudo que sean ellos y dudo en decirles lo que tengo que decirles, de una vez por todas, la verdad. Les agarro la cara y los miro bien a los ojos. Tienen que perdonarme, pienso o digo. Pero nunca toqué esa pelota. Meto las manos en los bolsillos del pantalón y las saco ensangrentadas. Mamá y papá se disuelven. Me doy vuelta esperando encontrar la multitud y la multitud se redujo, otra vez, a las tres Oportunidades Perdidas delegadas más representativas. Son tres contra uno. Corti y la secretaria al parecer no cuentan. Se limitan a mirarme con ojos desorbitados. Hablo despacio. Ahora sí, sé que hablo:

—Soy un fracasado —le digo a Corti—. Ahí están las pruebas.

Las Oportunidades Perdidas, como si Corti y la secretaria pudieran verlas, se esconden atrás de una cortina.

—Ahí… —digo, señalando la cortina. —Cambian de escondite.

—¡Ahí, Corti, ahora…! ¡Atrás suyo, señor, al costado…!

Las cortinas se sacuden. Corti no sabe adónde mirar. Las Oportunidades chocan un estante y se desploma un florero. La secretaria grita que tiene miedo y yo le digo que no. Que no se asuste. Que son mis oportunidades perdidas.

—Nada más. Todas las que perdí.

Antes de cruzar la puerta me aseguro de pisar las flores, el agua del florero y los vidrios. La secretaria se acomoda el pelo. Corti me mira.

—Disculpemé —le digo—. Renuncio.

No sé qué pasó con Las Oportunidades. Alguien lo dijo mejor. En una cañería, la mugre se junta en los codos. Esa mañana no doblaron conmigo. Cerré la puerta y algo se estrelló del otro lado.

 

A las 12:00 estaba sentado en un banco de Plaza Lavalle, sacando vidrios de las zapatillas. Sabía lo que venía. Todo terminaría bien. Todo desembocaría, algún día, en el día de ayer. Pero tenía que vivir otra vez el último año. Me levanté, bajé las escaleras del subte. Hay tiempo, pensé. Y si no hay, está bien igual. Aunque quizá lo dije en voz alta. Sin darme cuenta.

 

 

Enrique José Decarli nació en Buenos Aires en 1973. Es abogado y músico. Publicó Desde la habitación del sur (Libresa 2009), finalista del Concurso de Literatura Juvenil Libresa 2008. En 2010 el Ministerio de Educación, en el marco del Plan Nacional de Lectura, lo recomendó para la Escuela Media. Desde 2008 dicta talleres de lectura y narrativa en la Municipalidad de Almirante Brown y en instituciones privadas.

Hemos publicado en Axxón: LOS DESPOJADOS y PALOMAR.


Este cuento se vincula temáticamente con LA MÁQUINA DEL TIEMPO, de Miguel Ángel Dorelo; CORRECCIONES EN LA TRAMA DEL TIEMPO, de Sergio Gaut Vel Hartman; y MÚSICA EN LAS VENAS, de Carlos Gardini.


Axxón 243 – junio de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Viajes en el tiempo : Argentina : Argentino).

4 Respuestas a “«Las oportunidades perdidas», Enrique José Decarli”
  1. Ricardo Giorno dice:

    Decarli, ¿usted generalmente desayuna pintura? Je, je, je. Le mando un abrazo grande.

  2. Enrique Decarli dice:

    Jajaja. Lo tomo como un elogio. Y lo agradezco. Junto con la publicación. Y la ilustración: se pasó Duende.
    Un abrazo grande y gracias otra vez.

  3. duende anisotrópico dice:

    Te agradezco, pero muy en el fondo siento que te he hecho mala paga , estoy seguro que Fraga le hubiera sacado mucho más a la teatralidad de esas «Parcas de la Oportunidad».
    Hace tiempo que quiero comentar los cuentos de Axxón (en especial lo que ilustro) en la lista de correo, y no lo hago, para no darme más tregua me comprometo a que el lunes empiezo con tu cuento.

  4. Enrique Decarli dice:

    Duede: me imprimí tu ilustración.
    La enmarqué y la colgué.
    Desde entonces, las Oportunidades me acompañan todas las noches desde la cabecera de la cama.
    Peligrosa compañía.
    Abrazo grande.

  5.  
Deja una Respuesta