Revista Axxón » «Los Inmortales», Guillermo Gustavo Doi - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

«Eine neue wissenschaftliche Wahrheit pflegt sich nicht in der Weise durchzusetzen, daß ihre Gegner überzeugt werden und sich als belehrt erklären, sondern vielmehr dadurch, daß ihre Gegner allmählich aussterben und daß die heranwachsende Generation von vornherein mit der Wahrheit vertraut geworden ist.»

 

«Una nueva verdad científica no suele imponerse convenciendo a sus oponentes, sino más bien porque sus oponentes desaparecen paulatinamente y son sustituidos por una nueva generación familiarizada desde el principio con la nueva verdad.»

Max Planck

 

 

I

 


Ilustración: Guillermo Vidal

La «Eagle», blanca como la espuma y vagamente parecida a un erizo de mar, se deslizaba majestuosamente en la imponente nada que separa estrellas de estrellas y galaxias de galaxias.

Estructuras de grosor ínfimo y longitud descabellada erizaban toda la epidermis de la descomunal criatura de metal, un minúsculo copo de nieve impulsado por un viento intangible en la noche infinita del espacio.

A dos mil metros de la superficie, en el centro mismo de la colosal esfera, dos hombres de la Tierra, de uniforme el más alto, de civil el más corpulento, intercambiaban impresiones y pareceres sobre la extraña misión que los había llevado hasta esa apartada región de la galaxia.

—Hace cuatrocientos años que ninguna nave de la Confederación desciende en Cri-Ión, capitán Friedriqs —dijo el hombre de civil, intentando arrellanarse en su acogedora nube rosada—. ¡Cuatro largos siglos! El planeta ha de haber cambiado muchísimo en todo este tiempo. Ya en aquel entonces los crionitas eran la civilización más adelantada de la galaxia. Si continuaron haciendo honor a su reputación, el planeta ha de estar irreconocible. Tengo entendido que estaban llevando a cabo experimentos revolucionarios en el terreno de la biología, especialmente en el campo de la genética. Hasta se corrió el rumor de un descubrimiento sensacional…

Chandigarh DerWinnus III, jefe de la delegación que la Confederación Galáctica había enviado al planeta Cri-Ión, esperó la respuesta de LeRoi Friedriqs, el barbirrojo comandante de la Eagle.

—Así es, doctor DerWinnus —respondió el capitán, haciendo ascender y descender hábilmente su acogedora nube amarilla—. Todos lo sabemos. Y también lo del sensacional descubrimiento. Si fuera cierto… Suena a cosa de brujos o alquimistas, lo sé. Pero es lo que se decía. Fue entonces cuando los crionitas se encerraron en sí mismos e interrumpieron todo contacto con la Confederación.

—Hace cuatrocientos años… —observó Chandigarh DerWinnus pensativo—. Y todo empezó con La Guerra.

 

 

* * *

 

 

La Guerra, el comienzo del misterioso aislamiento de los crionitas.

Cuando se decía simplemente «La Guerra», cualquier habitante de la galaxia sabía a cuál guerra se hacía referencia.

No la guerra entre Numal-ka y Att Zoor —una simple guerra interplanetaria…

No la que había encabezado el planeta Birnah contra los planetas nucleados en torno a Rattshar —al cabo, una guerra regional… Había habido muchas guerras, y tal vez seguiría habiéndolas. Todas durarían lo que hubieren de durar y, tal como había ocurrido con las anteriores, el tiempo finalmente cicatrizaría esa región de la galaxia.

Pero La Guerra… La Guerra había ocurrido sólo una vez.

Una guerra que había azotado la galaxia entera durante trescientos años. Una guerra descomunal, insensata, desmesurada, cuyas heridas no habrían terminado aún de cicatrizar cuando, en algún futuro incierto, se desatara alguna otra guerra. Que sería cruel, sangrienta y dolorosa; pero sin duda insignificante cuando se la comparara con La Guerra.

 

 

* * *

 

 

Chandigarh DerWinnus III fracasó en su centésimo intento de acomodar su voluminoso cuerpo en la indócil nube rosada, mientras recordaba de un pantallazo aquella pesadilla.

 

 

* * *

 

 

Aún no habían transcurrido doscientos años desde el ingreso de la Tierra en la Confederación Galáctica, cuando comenzaron a surgir disputas entre los planetas que la integraban. Las causas fueron muchas y variadas, pero todas ellas apuntaban inexorablemente a la disgregación de la Confederación. La ruptura era sólo cuestión de tiempo. Y el tiempo llegó. La mitad de los miembros se separaron del resto y formaron una «Comunidad Galáctica».

Confederación y Comunidad quedaron prontamente enfrentadas. La tensión fue rápidamente en aumento. Se produjo una primera escaramuza, luego otra, y otra más. Todos los resortes diplomáticos fallaron. Antes de que nadie pudiera advertirlo, lo impensable había ocurrido: la galaxia estaba en guerra.

De qué lado había quedado la Tierra, DerWinnus no podía recordarlo. De qué lado había quedado cualquier planeta, era algo que ya nadie podía recordar. Finalmente, el desarrollo de la contienda, y lo que ella había dejado como saldo final, había vuelto irrelevante quiénes habían sido aliados y quiénes enemigos, quiénes habían sido vencedores y quiénes los vencidos.

Pero nadie podía olvidar de qué lado se había colocado el planeta que hubiera podido volcar la victoria hacia un bando o hacia el otro.

 

 

* * *

 

 

—Todos los planetas participaron —recordó el capitán Friedriqs—. Todos menos Cri-Ión.

—Así es, capitán. Todos menos Cri-Ión…

Los recuerdos volvieron a agolparse en la mente de DerWinnus.

 

 

* * *

 

 

Los crionitas se habían negado, desde un principio y de modo terminante, a tomar parte en la contienda, adoptando una política de absoluta neutralidad durante todo el conflicto.

La Confederación primero, y la Comunidad después, intentaron en vano colocar a los crionitas de su lado. Éstos se mantuvieron inconmovibles en su actitud, amenazando incluso con responder con violencia, con todo el poderío de su ciencia y su tecnología, a cualquier injerencia en su sistema planetario. El respeto que la capacidad tecnológica de Cri-Ión inspiraba en toda la galaxia fue más que suficiente para que sus advertencias fueran respetadas durante los casi tres siglos que la guerra había durado.

Trescientos años durante los cuales la Confederación y la Comunidad alternaron breves períodos de paz armada, de suma inestabilidad política, con prolongados períodos de sangrientos enfrentamientos en toda la extensión de la galaxia.

Resultaba triste recordar —pero necesario no olvidar— que ni las llamadas «culturas primitivas» se habían salvado de la destrucción. Olvidando por completo el principio de aislamiento de las civilizaciones pre-hiperespaciales, tres planetas primitivos —ignorantes aún del resto de la galaxia— resultaron completamente arrasados.

Pero La Guerra, con la misma sinrazón con que se había desatado, lentamente comenzó a diluirse, y en algún impreciso momento acabó, dejando como único saldo tres siglos de muerte y destrucción. Y un ejército de analistas, políticos e historiadores, intentando comprender por qué había ocurrido.

Conforme la galaxia se encauzaba rápidamente por la senda de la paz y el entendimiento, se daba por hecho que Cri-Ión rompería finalmente su aislamiento.

Y que de un momento a otro haría contacto con la Confederación Galáctica.

Y que retomaría el liderazgo de la misma, que siempre le había correspondido.

Pero eso nunca ocurrió.

 

 

* * *

 

 

—Fue ésa la primera señal de que algo extraño estaba ocurriendo con Cri-Ión —observó el capitán Friedriqs.

—Así es, capitán. Hace de ello casi doscientos años.

La mente del enviado de la Confederación repasó brevemente ese último período.

 

 

* * *

 

 

Auspiciosamente, el último siglo y medio había transcurrido en un clima de paz y armonía casi paradisíacas.

Sin embargo, en todo ese tiempo poco y nada se había sabido de los crionitas, pese a los denodados esfuerzos de la Confederación por reconstituir las relaciones.

Inevitablemente, el misterio dio paso a los rumores, los rumores alimentaron la fantasía, y la fantasía se desbordó en infinidad de leyendas.

Las mentes más mesuradas ya habían expedido certificado de muerte indudable para los crionitas. Paradójicamente, en el extremo opuesto, las mentes más fantasiosas les atribuían la notable peculiaridad de no morir nunca…

Y entonces, sorpresivamente, en aquel momento de la galaxia que el calendario de la Tierra computaba como el año 2753, los crionitas rompieron su aislamiento y solicitaron una audiencia privada con un representante de la Confederación.

 

 

* * *

 

 

—De modo que ésa es la situación —observó el doctor DerWinnus—. Lo único que sabemos de los crionitas es que no sabemos nada. No habían dado señales de vida hasta ahora.

—Al menos sabemos que están con vida. Aunque lo del mensaje… —le hizo notar el capitán LeRoy Friedriqs.

—El mensaje —observó DerWinnus—, el medio tan extravagante de que se valieron para hacer llegar su invitación. Suponiendo que no haya sido la idea de algún bromista, que es la opinión generalizada entre los miembros del Consejo Central de la Confederación. ¡Vaya forma de comunicarse! Todo esto es muy extraño…

—Pues sea cual fuere la explicación al misterio, pronto podrá averiguarla. Hemos llegado. Buena suerte, delegado.

 

 

 

II

 

 

Se hallaba en la terraza del edificio más alto de la ciudad capital de Cri-Ión, contemplando por vez primera con sus propios ojos lo que tanta veces había observado, imaginado y admirado a la distancia.

Chandigarh DerWinnus, el enviado de la Confederación Galáctica, jamás olvidaría aquel momento. Jamás podría. Jamás querría. Por el resto de su vida atesoraría en su memoria aquel instante precioso, indescriptible, incomparable.

El universo entero se detuvo, se disgregó átomo por átomo, y finalmente desapareció, mientras su mirada hacía un esfuerzo sobrehumano por abarcar —y su mente un esfuerzo imposible por concebir— el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.

U-Bab Sher, la capital de Cri-Ión, la legendaria ciudad azul. La ciudad infinita, la ciudad perfecta. La de las formas dibujadas por la mano de Dios. La ciudad en la que todos los puntos eran el centro y todos, la periferia. La de las avenidas que conducían mágicamente al lugar elegido. La de los laberintos en los que era imposible perderse. La ciudad que era todas las ciudades y a la vez ninguna. La que no podía ser mejorada, porque solamente a Dios es dado mejorar lo que ya es perfecto.

Todas las ciudades que los arquitectos del pasado, del presente y del futuro pudiesen imaginar, soñar o concebir, en cualquier lugar del universo en el que existiese el precioso don de crear belleza; las elusivas ciudades que las mentes extraviadas y soñadoras pudiesen haber edificado en sus más exacerbadas fantasías; aquéllas casi imperceptibles que los artistas vislumbraban en fugaces ensoñaciones, y se esfumaban sin dejar más rastro que el vago recuerdo de un breve instante de contacto con lo divino; todas las ciudades construidas, las que habrían de construirse, y aun las que jamás habrían de ser construidas, todas ellas sin excepción, estaban contenidas en U-Bab Sher.

Chandigarh DerWinnus III, el omitible hombre de la Tierra, la infinitesimal criatura de polvo y ceniza, había enmudecido. Permanecía allí, abrumado, aniquilado, arrollado, por una fuerza que por vez primera, y acaso única, le era dado conocer en toda su magnitud: la inconmensurable fuerza de la belleza.

Soberbia y silenciosa, majestuosa e infinita, trascendiendo el mito y superando la leyenda, U-Bab Sher, la ciudad impensable, la ciudad imposible, estaba ante sus ojos.

 

* * *

 

—Bienvenido a Cri-Ión, delegado…

Una voz a sus espaldas lo arrancó brutalmente de su ensoñación.

Chandigarh DerWinnus giró de inmediato sobre sus talones y pudo observar, por vez primera con sus propios ojos, algo que siempre había deseado tener frente a sí.

Un crionita.

Hasta ese día, DerWinnus sólo había podido verlos, como todo el resto de la Galaxia, en viejos estereofilmes y antiguas videoimágenes tridimensionales de cuatrocientos años de antigüedad. Ahora, finalmente, los tenía ante sí. Y en verdad, ninguno de aquellos videodocumentos había conseguido reflejar fielmente la singular apariencia física de los crionitas.

Seres de apostura extraordinaria, de piel blanco grisácea, constitución general antropomorfa —muy semejante a la de los terrestres— y estatura sensiblemente mayor a la media en la Tierra.

Todo lo cual, sumado a sus inveteradas y características vestimentas talares marrón oscuro, les confería un aire de majestuosidad y magnificencia difíciles de definir con palabras, pero muy acordes con la civilización líder de la galaxia.

—Chandigarh DerWinnus III, de la Tierra —contestó el delegado de la Confederación, en perfecto crionita, intentando controlar su emoción—. Ante todo, quisiera agradecerles, en nombre de la Confederación Galáctica, el que nos hayan dado acceso a su planeta.

—Aún nos consideramos miembros de la Confederación —dijo el crionita—. Permítame presentarme: soy Xak-Xi Ar, del Consejo Supremo de la Hermandad de Naciones de Cri-Ión. Bienvenido a U-Bab Sher, delegado DerWinnus.

Unas pocas personalidades de carácter diplomático acompañaban al crionita. El solitario delegado de la Confederación pasó de inmediato a saludarlas con gran deferencia.

Desde muy pequeño, su padre le había enseñado el clásico saludo crionita: el brazo derecho apoyado en el hombro izquierdo de la otra persona. Con algunas variantes y adaptaciones, dada la diversidad morfológica que podía observarse entre los seres que poblaban la galaxia, había terminado por convertirse en el saludo de rigor en todo el ámbito de la Confederación. Como miembro del Consejo Central de la Confederación Galáctica, DerWinnus se había acostumbrado a utilizarla cotidianamente, en infinidad de circunstancias.

«Pero nunca tan apropiadamente como hoy», pensó.

Algunos metros más atrás, un pequeño contingente de crionitas uniformados, que DerWinnus reconoció como personal de seguridad, permanecía expectante y en silencio. El hombre de la Tierra no pudo evitar sorprenderse ante la singular apariencia de estos guardias crionitas.

Con sus uniformes, armamentos y equipo, estos soldados de Cri-Ión parecían fantasmales supervivientes de los tiempos anteriores a La Guerra.

«Vestimenta tradicional, de carácter ceremonial, seguramente por razones protocolares», fue todo cuanto se le ocurrió pensar.

El hombre de la Tierra aún continuaba observándolos, cuando Xak-Xi Ar lo invitó cortésmente a abandonar la terraza del edificio.

Entonces, la perplejidad de DerWinnus alcanzó su punto culminante.

El crionita acababa de señalar, con la mayor naturalidad, un artefacto que el delegado de la Confederación tardó en reconocer.

¡Un ascensor magnético-gravitatorio…!

Chandigarh DerWinnus, que jamás había visto uno en funcionamiento, apenas podía dar crédito a lo que estaba observando. Su padre —creía recordar— había alcanzado a utilizar uno de los últimos que habían existido, durante unas vacaciones, siendo aún muy pequeño, en algún apartado planeta de la Confederación.

El confundido enviado de la Tierra y la comitiva de Cri-Ión ingresaron solemnemente en el obsoleto artefacto, que de inmediato inició su trayecto descendente.

Conforme el aparato se ponía en marcha y comenzaba el largo descenso, el nerviosismo de DerWinnus iba en aumento.

«Ya está bien de tradicionalismo protocolar», pensó con creciente preocupación. Bajar todos aquellos pisos por una antigua e irregular escalera de piedra, no le hubiera provocado una aprensión mayor.

—Disculpe la demora en recibirlo —dijo Xak-Xi Ar mientras DerWinnus intentaba recuperar la compostura y apartar de su mente los malos presagios—. Nuestra red de vigilancia no captó nave alguna ingresando en nuestro sistema. Menos aún la presencia de un visitante en U-Bab Sher. De hecho, el personal de seguridad se sorprendió al detectar la presencia de un extraño en una de las terrazas del Palacio Central de Gobierno…

—Resultó ser el sitio más adecuado para cruzar el umbral —observó Chandigarh DerWinnus con la mayor naturalidad.

—¿El qué…?

—El «umbral», doctor Xak-Xi Ar… De todos modos, también a nosotros nos hubiera gustado poder concertar más adecuadamente las circunstancias de este encuentro, dada la importancia del acontecimiento. Pero créame, he tenido que sortear inconvenientes y objeciones de todo tipo para poder estar hoy acá, incluso en forma tan modesta como ésta.

—¿Objeciones?

—Pues, a decir verdad, casi nadie en la Confederación ha tomado seriamente esta invitación. Muy pocos creían que se tratase de un verdadero mensaje de Cri-Ión. Debí utilizar todo el peso de mi influencia para que el Consejo Central accediera a enviar esta modesta misión de inspección. Usted comprende: el medio un tanto… exótico del que se valieron para enviar su mensaje. ¡Ondas épsilon-mu! No se han utilizado en los últimos doscientos años…

—¿No…? ¿Qué se utiliza ahora?

Chandigarh DerWinnus III se quedó de una pieza, preguntándose si el crionita no estaría burlándose de él. Habría sonreído de no ser porque era evidente que la pregunta había sido formulada con absoluta seriedad. El delegado de Cri-Ión aún aguardaba la respuesta a su pregunta.

—Las ondas épsilon-mu son cosa del pasado, doctor Xak-Xi Ar, como las ondas hertzianas lo fueron mucho antes. ¿No han continuado en Cri-Ión estudiando la «radiación fantasma», como ustedes mismos la llamaron? Tengo entendido que fueron ustedes quienes propusieron la posibilidad de su existencia, poco antes del comienzo de La Guerra. Hace poco más de doscientos años conseguimos detectarla, luego reproducirla en el laboratorio, y finalmente modularla. Todo tal cual ustedes lo habían predicho —el hombre de la Tierra no pudo disimular una mirada de admiración hacia el crionita—. Nos ha conducido a un nuevo tipo de comunicación, que aún hoy sigue pareciéndonos cosa de magia. Los más entusiastas aseguran que el mensaje llega antes de ser emitido… —concluyó DerWinnus con una sonrisa.

—Eso es muy interesante —observó Xak-Xi Ar—. Pero pudieron captar nuestro mensaje…

—Fueron los «radioaficionados» quienes lo captaron, los nostálgicos de las ondas épsilon-mu y las ondas hertzianas. Hay miles de ellos dispersos por toda la galaxia. Usted sabe, la fascinación por las cosas antiguas. Uno de ellos viajaba en la «Arrk», una suntuosa nave de turismo del planeta Att Zoor, la cual pasó por las cercanías de Cri-Ión hace algunos meses. De no haber estado esta persona allí, con su pintoresco equipo de radio, el mensaje que ustedes emitieron se habría perdido en el espacio. Al principio no se le dio ninguna importancia al episodio. Se pensó en la ocurrencia de algún radioaficionado bromista, o algo así. Pero cuando, en las semanas sucesivas, otros radioaficionados dijeron haber captado el mismo mensaje, en los mismos términos, y siempre señalando a Cri-Ión como punto de origen, el asunto empezó a ser discutido, incluso en los ámbitos oficiales. De todos modos, el que se valieran de una tecnología tan obsoleta para comunicarse no dejaba de inspirar mucho escepticismo.

—Comprendo —dijo el crionita, dubitativo—. Bien, delegado DerWinnus, permítame conducirlo a sus habitaciones. Si le parece bien, me atribuiré el honor de ser su anfitrión en su primera visita a nuestro planeta. Como le he dicho, su presencia nos ha tomado un poco por sorpresa. Deberemos esperar un tiempo a que el Consejo Supremo de Cri-Ión pueda reunir una pequeña comisión y celebrar una sesión de carácter extraordinario. Lo que habremos de discutir afectará no sólo a Cri-Ión, sino a la galaxia en su totalidad.

El trayecto hasta su alojamiento, atravesando dependencias y galerías del Edificio Central de Gobierno de la Hermandad de Naciones de Cri-Ión, resultó sobrecogedor para DerWinnus. También el recorrido por los bulevares y avenidas de U-Bab Sher. Un creciente sentimiento de aprensión fue apoderándose de él, conforme iba reparando en cada detalle del espectáculo que se ofrecía a sus ojos.

Desde un primer momento había observado con extrañeza el tipo de armamento que portaban el personal de seguridad y los oficiales de guardia. Armamento del siglo XXIII, que DerWinnus sólo había podido observar, hasta ese día, en museos en los que se evocaba La Guerra.

Ahora observaba, con creciente aprensión, algo que no alcanzaba a comprender ni interpretar. Todo el sistema de iluminación que utilizaban los crionitas parecía estar basado en principios científicos de trescientos años de antigüedad. Antorchas y candelabros no le hubiesen producido una sorpresa mayor…

Los medios de transporte, los sistemas de comunicación, todo lo que veía a cada paso, parecía retrotraerlo cuatrocientos años, a los tiempos anteriores a La Guerra. Un estremecimiento le recorrió el espinazo.

«¿Qué ha ocurrido?», fue todo cuanto pudo pensar el delegado de la Confederación.

 

 

III

 

 

Se hallaba en el Gran Salón del Consejo Supremo de la Hermandad de Naciones de Cri-Ión.

Aunque era ésta la primera vez que Chandigarh DerWinnus III ponía un pie en él, el recinto no le era en absoluto desconocido. Toda la iconografía existente sobre los últimos mil años de la galaxia eran pródigos en estereofilmes y videodocumentos sobre aquel legendario salón semicircular. DerWinnus observaba emocionado, absorto en cada detalle, todo lo que alcanzaba a detectar. La historia misma de la galaxia se desplegaba ante sus ojos.

Sobre el estrado, sentados a lo largo de una imponente mesa en forma de herradura, veintisiete representantes de Cri-Ión, con sus características túnicas marrón oscuro, observaban impertérritos al único representante de la Confederación Galáctica. Éste, sentado a cierta distancia, en el punto central del semicírculo, los observaba disimuladamente de uno en uno. La suspicacia era evidente en todas las miradas, de uno y otro lado. Las previsibles frases protocolares de bienvenida oficial, y los buenos deseos y augurios prodigados mutuamente, no habían alcanzado a diluir una indefinible atmósfera de incomodidad y mutua desconfianza.

El crionita sentado al centro del estrado, evidentemente el presidente del Consejo Supremo, acababa de tomar la palabra, exponiendo una serie de consideraciones generales sobre los motivos y fundamentos de la presente asamblea extraordinaria.

Pero no eran las palabras lo que mantenía al hombre de la Tierra con la mirada clavada en el crionita.

Chandigarh DerWinnus III sintió que se le erizaba la piel, conforme iba deletreando el nombre del crionita, inscripto con caracteres dorados en su túnica marrón.

«No puede ser», pensó casi aterrado. «No puede ser el mismo, tiene que tratarse de un homónimo, de algún descendiente, como en mi caso».

El crionita había comenzado a puntualizar, prolija y detalladamente, los casi cuatrocientos años transcurridos desde el último contacto del planeta Cri-Ión con la Confederación Galáctica.

Detalló de qué manera la galaxia entera se había abismado en una guerra insensata, desproporcionada, irracional.

Cómo Cri-Ión había debido interrumpir todo contacto con el resto de la galaxia, sin opción posible.

Cómo había podido observar, si bien de manera fragmentaria, el desarrollo y el fin de la conflagración.

Cómo los crionitas habían podido asistir, azorados, a la degradación y la decadencia, ya no material, sino espiritual y moral, de la galaxia entera.

Cómo habían arribado a la conclusión de que el grado de salvajismo y bestialización que había sucedido al fin de la contienda, dejaba muy pocas esperanzas de una futura recuperación.

Cómo, concluida La Guerra, habían esperado en vano, en los últimos doscientos años, algún indicio de recomposición moral que les permitiera retomar contacto con la Confederación Galáctica, sin que ello significara verse arrastrados ellos mismos hacia la perdición.

Cómo la espera había resultado en vano, hallándose la galaxia entera, en el tiempo presente, en el más profundo abismo de corrupción moral y abyecta inmoralidad, totalmente olvidada de los más elementales principios de progreso y civilización.

Y cómo, en un último y desesperado intento de poner fin a tanto oscurantismo y barbarie, los crionitas habían decidido intervenir, bien que a riesgo de su propia integridad, a fin de reencauzar la galaxia por la segura senda de la luz y la verdad.

El presidente del Consejo Supremo de Cri-Ión continuó hablando en tales términos, sin la menor consideración hacia la presencia del delegado de la Confederación Galáctica. Todas las veces que DerWinnus había intentado poner alguna objeción, había sido arrollado por la vehemencia de la alocución del crionita.

Su voz atronaba de tal modo en el Gran Salón del Consejo, que el mismísimo Zeus, de haber estado presente en la sala, se hubiera llamado a silencio —pensó DerWinnus.

Terminaba de hacer su décimo e infructuoso intento de intercalar alguna palabra, cuando el doctor Xak-Xi Ar intercedió por él.

—Señor Presidente, creo que el delegado DerWinnus tiene derecho a manifestar su punto de vista cuando lo considere necesario.

DerWinnus comprendió, por la reacción de los demás crionitas, y en especial del propio presidente, que Xak-Xi Ar había incurrido en un inusual atrevimiento para otorgarle a él, un extraño, el derecho de hablar.

Pero éste era su momento.

—Señores Comisionados del Consejo Supremo de Cri-Ión, no puedo aceptar los términos en que se ha estado describiendo el estado actual de la Confederación Galáctica, y la realidad espiritual y moral de la galaxia en general —observó vehementemente Chandigarh DerWinnus III—. Si algo realmente valioso hemos podido rescatar del desastroso episodio de La Guerra, es lo mucho que hemos aprendido en el terreno de los valores éticos, sin contar…

—Comprendemos su punto de vista —dijo el presidente del Consejo, cortándolo en seco sin la menor consideración—. Pero no creemos que usted, un miembro de la Confederación, sea la persona más adecuada para comprender cabalmente el estado en que se halla la galaxia. Consideramos que la Confederación Galáctica no se halla en condiciones de juzgarse a sí misma. Más aún, consideramos que en estos momentos…

El crionita retomó el hilo de su alocución en los mismos términos en que lo había dejado antes ser interrumpido. DerWinnus se armó de paciencia, y se resignó a continuar escuchando…

Escuchó cómo la Confederación Galáctica había perdido la capacidad necesaria para ponderar adecuadamente su propia situación. Cómo carecía de la estatura moral y espiritual para tal fin. Y como, en consecuencia, se hallaba irremediablemente perdida a menos que algún acontecimiento providencial la rescatara de su actual estado.

Escuchó cómo, por contrapartida, Cri-Ión había sabido preservar sus valores morales, espirituales e intelectuales, para continuar su senda de progreso y desarrollo hacia las más altas cumbres de conocimiento y sabiduría.

DerWinnus escuchó estos mismos conceptos vertidos una y otra vez, de una y mil maneras distintas.

Y finalmente, escuchó atónito cómo Cri-Ión debía tomar cuanto antes la dirección absoluta de la Confederación Galáctica, hasta tanto ésta consiguiese recuperar el conjunto de los valores éticos, morales y espirituales hacía tanto tiempo perdidos.

Si algún resto de buena disposición aún quedaba en el ánimo de DerWinnus, desapareció por completo. El delegado de la Confederación Galáctica decidió que ya había escuchado suficiente.

—Señores representantes de Cri-Ión —dijo el hombre de la Tierra, poniéndose de pie con una determinación en sus gestos y en su voz que hizo enmudecer al mismísimo presidente del Consejo Supremo—. No creo que por este camino podamos arribar a entendimiento alguno. Puedo asegurarles que nada sería tan auspicioso para la Confederación Galáctica como tener nuevamente a la representación crionita ocupando sus escaños en el Consejo Central. Es un momento que hemos estado esperando durante cientos de años. Pero puedo asegurarles, con mayor seguridad aún, que cualquier curso de acción que Cri-Ión considere adecuado para la galaxia, deberá ser indeclinablemente sometido a estudio y aprobación por parte del Consejo Central, como siempre lo hemos hecho.

«Como ustedes mismos lo hubieran exigido», pensó DerWinnus.

Al tiempo que terminaba su declaración y volvía a tomar asiento, DerWinnus pudo ver cómo una clara expresión de cólera e indignación se dibujaba en el rostro del presidente del Consejo Supremo de Cri-Ión, al tiempo que su rostro pasaba de blanco grisáceo a azul violáceo.

—Delegado DerWinnus, créame, nuestras intenciones son las mejores. Olvidaremos sus injuriosas palabras de hace instantes…

—También yo las vertidas por usted, señor Presidente —respondió impertérritamente DerWinnus—. Pero ello no cambiará la situación planteada. Tomaré debida nota de la propuesta de Cri-Ión aquí expresada, y seré fidedigno al exponerla ante el Consejo Central de la Confederación Galáctica. Pero créame, señor Presidente, no existe la menor posibilidad de que la misma pueda ser tomada siquiera en consideración. Ni en esos términos, ni en cualesquiera otros.

El crionita permaneció un instante en silencio. Finalmente se inclinó hacia el frente, y clavó en DerWinnus una mirada tan intensa, que el delegado de la Confederación Galáctica se echó instintivamente hacia atrás.

El presidente del Consejo Supremo de Cri-Ión comenzó a hablar muy lentamente, casi en un susurro, dando peso propio a cada palabra.

—¿Ni siquiera si, como prenda de buena voluntad, hiciéramos partícipe a la galaxia toda de nuestro más preciado e invalorable secreto?

—¿Secreto? ¿Cuál secreto…? —pudo balbucear DerWinnus, sintiendo que algo lindante con el terror le erizaba los cabellos.

El crionita aguardó un instante, y dejó caer lentamente una frase.

—El secreto de la inmortalidad.

 

 

 

IV

 

 

Las palabras del crionita aún retumbaban en los oídos incrédulos de Chandigarh DerWinnus III, cuando, media hora después, abandonaba el Palacio del Consejo Supremo de la Hermandad de Naciones de Cri-Ión.

«Entonces es verdad», pensó estremecido, mientras descendía la imponente escalinata del frente del edificio.

La leyenda que había recorrido la galaxia en los últimos doscientos años, la más descabellada de todas las fantasías populares respecto de los crionitas, había resultado ser más que una simple leyenda.

Más aún, sus más inquietantes sospechas sobre la identidad exacta del crionita con el que había protagonizado tan encarnizado duelo verbal, se habían visto confirmadas. DerWinnus apenas podía alojar en su mente semejante revelación.

El presidente del Consejo Supremo de Cri-Ión había resultado no ser otro que el mismísimo Rhad-Tsu Ar.

¡Rhad-Tsu Ar!

Era inaudito, inimaginable. Se trataba de una figura histórica, legendaria, a la que los niños de todas las escuelas de la galaxia llegaban a conocer y venerar por los textos de Historia. Había encabezado la decisión de Cri-Ión de mantenerse al margen de La Guerra. Y había sido quien, con mayor empeño y tenacidad, había conminado a las partes en pugna a respetar el principio de aislamiento de los planetas primitivos. Con el Estatuto Universal de la Confederación Galáctica en la mano, había recordado a todos y a cada uno de los planetas intervinientes en el conflicto, que los planetas pre-hiperespaciales, aun ignorantes de la existencia del resto de la galaxia, eran miembros de la Confederación Galáctica, con los mismos derechos y prerrogativas.

¡Y él, Chandigarh DerWinnus III, un simple miembro ordinario del Consejo Central, había estado allí, hablando con él, discutiendo con él, enfurecido con él…! ¡Con Rhad-Tsu Ar!

DerWinnus agradecía ahora no haber sabido con quién se las estaba viendo. De haberlo sabido, difícilmente hubiera podido mantener tan férreamente su postura, ni demostrar tanta seguridad en sí mismo.

Se había mantenido inamovible en cuanto a su postura inicial. Los principios que regían la Confederación Galáctica no eran negociables.

Y eso había sido todo.

 

 

* * *

 

 

Ya en su alojamiento del pabellón para huéspedes ilustres, un apabullado y desvelado representante de la Confederación barajaba y sopesaba un sinnúmero de posibles cursos de acción. La situación lo desbordaba por completo. Todas las resoluciones que cruzaban por su mente convergían en un mismo punto. Simplemente, marcharse ya mismo de allí. Dada la importancia y lo inusual de la situación planteada, cualesquiera fuesen los pasos a seguir, era el Consejo Central quien debía decidirlo.

«Presentaré mi informe ante el Consejo Central, y que se arreglen ellos», pensó DerWinnus.

Una vez tuvo su decisión tomada, DerWinnus se puso de pie, reunió sus pocas pertenencias, y eligió un lugar espacioso de la habitación. Y con dos ligeros golpecitos en su muñeca izquierda, activó el «umbral».

Rápidamente empezó a formarse el rectángulo luminoso. A través de él, ya podía observar de forma borrosa el puente de mando de la «Eagle». La imagen fue ganando nitidez y se estabilizó en un instante.

Estaba a punto de trasponerlo, cuando un rostro ya familiar para él apareció en la gran pantalla de una de las paredes del cuarto.

—Delegado DerWinnus, lamento importunarlo. ¿Podría bajar un momento? Quisiera mostrarle algo que puede interesarle.

Era Xak-Xi Ar. Había cierto apremio en el tono de su voz.

DerWinnus dudó un instante.

«¿Para qué?», se preguntó. Ya había visto y oído todo cuanto necesitaba.

Sin embargo, algo en su interior lo compelió a aceptar la invitación. Aunque Cri-Ión había empezado a inspirarle un manifiesto sentimiento de rechazo, su sentido del deber le dictaba completar cabalmente su misión, sin dejar cabos sueltos.

Además, Xak-Xi Ar había sido el único que había intercedido por él, durante la pesadillesca sesión ante el Consejo Supremo de Cri-Ión. DerWinnus sabía que le debía, cuanto menos, una frase de agradecimiento y una amable despedida.

El ascensor magnético-gravitatorio lo llevó penosamente hasta la planta baja. Salió a una amplia explanada exterior, y divisó rápidamente a su anfitrión crionita. Envuelto en su clásica túnica marrón de magistrado de Cri-Ión, lo esperaba en un vehículo oficial del Consejo Supremo, sin compañía alguna.

Xak-Xi Ar invitó a DerWinnus a subir al vehículo, y enseguida lo puso en marcha. El vehículo se desplazaba a un metro del suelo, sostenido por la obsoleta repulsión magnético-gravitatoria. Viajar en un vehículo de esas características resultó un suplicio para DerWinnus, acostumbrado a la suavidad de las burbujas elipsoidales de desplazamiento por flujo alternativo. Se sentía un antiguo colono americano, viajando penosamente en un vetusto carromato hacia el «Lejano Oeste», en el siglo XIX de su planeta natal…

Intentando pensar en otra cosa, inquirió a Xak-Xi Ar.

—Doctor Xak-Xi Ar, ¿qué significa exactamente que han conseguido la fórmula de la inmortalidad? He observado, en las pocas horas que llevo en su planeta, que han conseguido prolongar la duración de la vida en forma espectacular. ¿Pero exactamente cuánto?

Xak-Xi Ar se tomó algunos segundos para contestar. No había el menor rastro de emoción en su voz.

—Significa que hemos hallado el modo de desacelerar el proceso natural de deterioro del tejido celular, amigo DerWinnus. Se reduce al uno por ciento de su deterioro normal alrededor de los cuarenta años, y al uno por diez mil promediando los cincuenta años de edad. En mi caso particular, puedo decir que se ha detenido por completo.

El crionita miró a DerWinnus.

—Amigo DerWinnus, nadie ha muerto por causas naturales en Cri-Ión en los últimos trescientos años. Y hasta donde sabemos, nadie más lo hará. Según nuestros cálculos…

DerWinnus estaba estupefacto, conmocionado, incapaz de articular palabra alguna. Cuando finalmente pudo hacerlo, decenas de miles de emociones y pensamientos se agolparon caóticamente en su apabullado cerebro.

—¡Pero… pero… eso es maravilloso, doctor Xak-Ki Ar! ¡Es lo que la humanidad ha estado buscando desde el principio de los tiempos! ¡Es el sueño de nuestros alquimistas de la Edad Media, el Elixir de Larga Vida! ¡Es la Fuente de Juvencia! ¡El paraíso de Shangri-la! ¡El final de la búsqueda de Ponce de León! ¡Es… es…!

De pronto, DerWinnus se detuvo en seco, completamente avergonzado de su propia reacción. El crionita terminaría formándose una idea muy poco favorable del delegado de la Confederación Galáctica, pensó, si no lo había hecho ya.

Se acomodó en su asiento, se rascó displicentemente una oreja, y se alisó algunos cabellos con la mayor naturalidad posible.

—Está bien, doctor Xak-Xi Ar, ya me he calmado. Disculpe usted. No es éste mi estilo, créame. Comencemos de vuelta. Me decía usted…

El crionita sonrió ligeramente, y se concentró en conducir el vehículo por las fabulosas avenidas de U-Bab-Sher. Finalmente fue el propio DerWinnus quien rompió el silencio.

—Doctor Xak-Xi Ar, usted no parece muy entusiasmado con este tema de la inmortalidad.

El crionita se tomó un instante para responder.

—Ha observado bien, amigo DerWinnus —contestó, sin mirar al hombre de la Tierra—. Haber burlado a la muerte es algo sin duda maravilloso. Pero no estoy seguro de querer ver este mal extendido a toda la galaxia…

El delegado de la Confederación estaba confundido.

—¿Este… este mal, ha dicho usted…?

—Exacto —contestó el crionita—. A pesar de lo que usted ha visto, Cri-Ión continúa sintiéndose parte de la galaxia, y preocupándose por el destino que pueda correr. Aunque tal vez Rhad-Tsu Ar y yo no tengamos la misma idea sobre cuál debería ser nuestra contribución.

—Pero, doctor Xak-Xi Ar, ¿qué podría ocurrirle a la galaxia, peor que la muerte?

—Lo que ha ocurrido en Cri-Ión —respondió secamente el crionita.

—¿Pero qué ha ocurrido en Cri-Ión…?

Chandigarh DerWinnus III era plenamente consciente de lo improcedente de sus palabras. Conocía la respuesta a su pregunta desde mucho antes de haberla formulado. Había estado siempre allí, desfilando ante sus ojos desde el momento mismo de su llegada a Cri-Ión, desde mucho antes de poner un pie en U-Bab Sher.

En el mensaje enviado, utilizando una tecnología obsoleta, casi medieval, en una galaxia que desde hacía mucho tiempo venía utilizando una forma de comunicación infinitamente superior. En los miles de ingenios espaciales que poblaban densamente todo el sistema planetario de Cri-Ión, diseminados como trastos viejos, testimonios de una época de mayor esplendor que había quedado muy atrás en el tiempo.

—Sí, delegado DerWinnus —dijo el crionita, adivinando el pensamiento del enviado de la Confederación Galáctica—. Lo que ha ocurrido con Cri-Ión es que ha perdido su capacidad creadora. Aquella creatividad que alguna vez la hiciera única en toda la galaxia, si me permite la inmodestia, se ha extinguido por completo. Enorgullecernos del pasado es todo lo que nos queda. Cri-Ión es una civilización detenida en el tiempo, un fósil viviente.

El crionita hizo una pausa, como si quisiera dar tiempo a DerWinnus de asimilar cada palabra.

El vehículo continuaba deslizándose a moderada velocidad. DerWinnus juzgó, por la ruta que llevaban, que Xak-Xi Ar tenía intenciones de salir de la ciudad. El hecho no le produjo inquietud alguna. Algo indefinible en el anfitrión crionita inspiraba al hombre de la Tierra absoluta confianza. Por el contrario, eran las palabras del crionita las que lo tenían inquieto.

—Doctor Xak-Xi Ar —dijo DerWinnus—. No estoy seguro de estar entendiendo. Lo que sea que haya ocurrido en Cri-Ión, usted parece relacionarlo directamente con la inmortalidad de los crionitas.

—Oh, ahora es tan obvio —contestó el crionita.

Xak-Xi Ar aminoró un poco la velocidad tomándose un tiempo para elegir sus siguientes palabras. Tal como DerWinnus lo presintiera, estaban abandonando el imponente casco céntrico de U-Bab Sher. El crionita observó un instante al enviado de la Confederación Galáctica, e inquirió:

—Delegado DerWinnus, ¿alguna vez se preguntó por que usted, y yo, y todas las criaturas del universo deben morir? ¿Por qué la naturaleza exige que todos los individuos mueran?

—No soy biólogo —contestó DerWinnus, dubitativo—. Pero tengo entendido que tiene algo que ver… con la evolución…

—Exactamente. Dicho de otro modo, por el recambio, delegado DerWinnus —afirmó Xak-Xi Ar, enfatizando la palabra «recambio» —. Es necesario, imprescindible, que haya un constante recambio de individuos. El entorno cambia: es necesario, imperativo, que la especie cambie. Y para que ello sea posible, es necesario, llegado el momento, que los individuos viejos, remanentes de un entorno que ya no existe, dejen espacio libre a los individuos jóvenes, mejor adaptados al nuevo entorno. De no ser así, la especie moriría. Es necesario que los individuos mueran para que la especie continúe.

—¿Pero qué tiene que ver eso con lo que ocurre en Cri-Ión? No puede tratarse de una cuestión genética. No ha habido tiempo…

—No, es verdad. Pero ocurre que el recambio del que hablamos es tan necesario para la evolución de la vida como para la evolución de las ideas. De las ideas, amigo DerWinnus. Porque lo que ha ocurrido en Cri-Ión es que las ideas han dejado de evolucionar. No hay recambio de ideas, porque no hay recambio de individuos.

—¿No sigue naciendo gente en Cri-Ión? He visto las calles repletas de niños.

—Sí, claro, sigue naciendo gente…

—Pero doctor Xak-Xi Ar, incluso si las personas fueran siempre las mismas, ¿qué importa? Ustedes pueden seguir teniendo ideas, someterlas a comprobación experimental, discutirlas y continuar progresando. Un científico, un pensador, lo sigue siendo hasta el último día de su vida. Puede hacerlo tan bien, incluso mejor, que cuando era más joven…

—Me temo que no, no es tan sencillo como parece. No basta saber mucho y tener buenas ideas para abrir caminos nuevos. Se necesita, además, ser joven, ser nuevo. Y se lo es una sola vez en la vida.

El crionita pareció sumirse en sus pensamientos.

—Mire, se lo ilustraré rápidamente con un ejemplo tomado de la historia de su propio planeta. A principios del siglo XX, la física teórica estaba atascada. Lo estaba desde 1881, cuando el experimento de Michelson y Morley había colocado a la ciencia de la época en un callejón sin salida. Fue el joven Albert Einstein quien la sacó del atolladero. Para hacerlo, debió introducir postulados fundamentales totalmente ajenos a la física de su tiempo. El resultado fue una nueva formulación del tiempo, el espacio y el movimiento. El trabajo de Einstein, entonces de veinticinco años, encontró no poca resistencia y escepticismo. Y sin embargo, era de una lógica impecable. Una teoría científica de una arquitectura perfecta, como una bella sinfonía. Su único pecado consistía en contradecir nociones que los científicos de su época habían incorporado de determinada manera desde su infancia.

—Sí, pero quince años más tarde —objetó DerWinnus—, cuando el eclipse de sol permitió comprobar la realidad de la atracción gravitatoria sobre un rayo de luz, toda resistencia desapareció. La teoría fue aceptada.

—Aceptada, no incorporada —el crionita apoyó expresivamente un puño en el centro de su pecho—. Precisamente por ello, no fueron los científicos viejos, sino los científicos jóvenes, quienes desarrollaron todas las implicancias de la nueva teoría, haciéndola fecunda, fructífera. Es comprensible, los viejos debían luchar contra sus propios preconceptos, los jóvenes no. Para ellos las nuevas ideas eran fácilmente aprehensibles. Tan reales como el Sol y la Luna sobre sus cabezas. Habían nacido en un universo relativista. Pero allí no termina todo, amigo DerWinnus.

DerWinnus estaba comprendiendo que Xak-Xi Ar era un profundo conocedor de la historia de la Tierra.

—Muchos años después, al propio Einstein le llegó su hora. Un grupo de científicos jóvenes desarrollaron lo que ustedes llaman mecánica cuántica. ¿Y qué ocurrió? Nuevamente los científicos se dividieron. Y fue el propio Einstein quien encabezó la oposición a los postulados fundamentales de la nueva teoría. Jamás pudo aceptar la naturaleza probabilística del universo, ni las situaciones paradojales a las que conducía la mecánica cuántica. La física siguió evolucionando sin él, que se convirtió en una reliquia de otra época. Como usted sabe, sus intentos de unificar las fuerzas fundamentales de la naturaleza fracasaron, entre otras cosas, porque intentaba hacerlo presuponiendo un universo determinístico. Simplemente, no podía evitarlo, ya era viejo. «Dios no juega a los dados» fue su sentencia de muerte como científico.

 

 

* * *

 

 

Habían alcanzado los últimos núcleos urbanos, diseminados en los bordes de la gigantesca telaraña que conformaba el diseño radial de U-Bab Sher.

—Doctor Xak-Xi Ar, de todos modos, las nuevas ideas no son siempre las mejores —dijo DerWinnus mientras observaba por la ventanilla.

—Es verdad —dijo Xak-Xi Ar—. Pero créame, llega un momento en la vida en que las nuevas ideas parecen siempre las peores. Suele ocurrir cuando se ha vivido cien años, imagine cuando se ha vivido cuatrocientos…

Y agregó:

—No tiene idea de las propuestas que hemos tenido que leer, escuchar y atender en los últimos trescientos años. Una sucesión de sugerencias y afirmaciones absurdas, demenciales, totalmente descabelladas, absolutamente reñidas con el más mínimo sentido común, cuando no con los más elementales principios de razón, moral o buen gusto. En todos los órdenes: científico, filosófico, moral, artístico… Y no existiendo en Cri-Ión la muerte, ese factor obligado de recambio, no podemos hacer más que lo que hemos estado haciendo en los últimos tres siglos: desalentar toda posibilidad de cambio.

A DerWinnus no dejaba de llamarle la atención la extraña manera en que Xak-Xi Ar conseguía desdoblar su pensamiento. La convicción profunda de la insensatez de las propuestas jóvenes y nuevas, y la convicción no menos profunda de ser un viejo tercamente aferrado a sus propios prejuicios.

—Es una pesadilla, ¿comprende? —concluyó el crionita—. Saber que estamos conduciendo a nuestro planeta a la ruina, y no poder hacer nada para evitarlo.

La autopista había iniciado una pronunciada curva ascendente. Desde la altura, DerWinnus pudo observar un espectacular panorama de la capital de Cri-Ión en toda su extensión.

Semejaba una gigantesca carpeta tejida con finísimas hebras en todas las tonalidades azules, verdes y violáceas que alguien pudiera imaginar. Una exquisita labor de ganchillo de una belleza y perfección tales, pensó DerWinnus, que la mismísima Penélope no hubiera podido igualarla, así su espera hubiera durado toda la eternidad.

—U-Bab Sher es una ciudad bellísima, celestial, perfecta – observó el hombre de la Tierra, con sinceras palabras.

Tan sinceras, como que debió hacer un esfuerzo titánico para no volver a caer presa del arrobamiento casi místico que había experimentado al contemplarla por primera vez.

—Así es, amigo DerWinnus —contestó el crionita sin poder evitar que un dejo de orgullo se trasluciera en su rostro y en su voz. Pero su tono y su expresión mudaron de inmediato—. Es bellísima y celestial. Pero no es perfecta. Ya no, amigo DerWinnus.

DerWinnus miró a Xak-Xi-Ar con aire inquisitivo.

—Todos los que amamos el arte hemos contemplado maravillados las hermosísimas arquitecturas de su planeta —dijo el crionita—. Aquellas bellísimas catedrales góticas de la Edad Media en la Tierra, extraordinarias. Un estilo, el ojival, que jamás se ha perdido. Jamás podría perderse. Permanece allí, en todo su esplendor.

—Afortunadamente, muchas de las catedrales de la Edad Media, han sido preservadas hasta nuestros días.

—No me refería a eso —afirmó el crionita—. Donde muchos sólo ven un moderno edificio de metal y cristal sintético, el ojo del conocedor puede percibir, con meridiana claridad, la herencia que el arte medieval ha dejado en toda la arquitectura de la Tierra. Algo inevitable, después de todo. Un arquitecto de los tiempos posteriores al siglo XV, ya no podrá concebir nada como si no se hubiera construido lo que se construyó, como si no conociera lo que ya conoce. Las conquistas artísticas anteriores a él siempre estarán presentes en su arte, lo quiera o no.

Xak-Xi Ar miró a DerWinnus con infinita tristeza.

—En cambio, U-Bab Sher, amigo DerWinnus, U-Bab Sher es bellísima y celestial, como usted ha dicho, y era perfecta. Pero ya no lo es, ya no podrá serlo. Tiene el peor defecto que una obra de arte puede tener: no tendrá descendencia.

 

 

* * *

 

 

El vehículo continuaba avanzando raudamente por las avenidas exteriores de la ciudad.

—Doctor Xak-Xi Ar, ¿a dónde vamos? ¿En dónde estamos?

—Hemos dejado atrás el núcleo de la ciudad —contestó el crionita—. Ya estamos en la periferia de U-Bab Sher. Y estamos yendo hacia un lugar al que no deberíamos ir, para que pueda mostrarle algo que no debería mostrarle. Me estoy jugando mucho más que mi posición en el Consejo Supremo de Cri-Ión, créame. Pero es algo que debo hacer. No se preocupe, nadie nos detendrá, es un vehículo gubernamental. Mi investidura nos garantizará acceso libre al lugar al que nos dirigimos.

En efecto, estaban llegando al último anillo exterior de la ciudad. Algunos niños crionitas jugaban despreocupadamente en los parques y plazas, bajo el tibio sol del mediodía. Se detenían un instante, curiosos y aprensivos, al ver pasar el vehículo de un miembro del Consejo Supremo de Cri-Ión.

DerWinnus los observó una y otra vez, sintiendo una creciente oleada de ternura. Tan pequeños e inquietos, aún blanco azulados, como todos los niños crionitas. Tan parecidos, en muchos aspectos, a los niños de la Tierra.

«Evolución convergente», según recordaba DerWinnus de sus días de estudiante. La evolución desemboca en diseños semejantes, como respuesta a entornos parecidos.

—Doctor Xak-Xi Ar —dijo DerWinnus—. Todo lo que usted me ha confiado deja un importante detalle de lado. He podido observar niños y jóvenes en las calles de U-Bab Sher, como en cualquier otra ciudad de la galaxia. ¿Qué ha sucedido? ¿Han aceptado el orden establecido? Cri-Íón se ve en paz y armonía. No parece haber conflicto entre jóvenes y viejos. Allí, en las mentes de los jóvenes, hay un permanente caldo de cultivo de nuevas ideas, osadas propuestas, pensamientos acaso de extraordinaria creatividad. ¿O la creatividad ha desaparecido también de las mentes jóvenes de Cri-Ión?

La pregunta pareció incomodar a Xak-Xi Ar. Se demoró un par de minutos antes de comenzar a hilvanar una respuesta.

—Educamos a nuestros niños para que sean buenos ciudadanos, buenos crionitas. Hemos aprendido mucho en ese aspecto, en los últimos doscientos años. Son estudiados y monitoreados desde el momento mismo de su concepción, y podemos decir que ello ha hecho posible la paz y armoniosa convivencia que usted ha podido observar.

Y Xak-Xi Ar no volvió a tocar el tema el resto del viaje.

 

 

* * *

 

 

Ya estaban en las afueras de U-Bab Sher, avanzando por una autopista secundaria, estrecha y solitaria. Por la creciente profusión de vallados, señales de advertencia y diversos mecanismos de seguridad, era evidente que estaban ingresando a un área restringida. Atravesaron una media docena de puestos de vigilancia, sin encontrar obstáculo alguno. Los guardias crionitas se limitaban a hacer una venia en dirección al vehículo del Consejo Supremo que pasaba.

—Las disposiciones de seguridad se han ido descuidando paulatinamente, conforme la paz y el orden han prosperado en Cri-Ión —observó Xak-Xi Ar—. Nadie esperaría una presencia no autorizada, como no fuera algún crionita extraviado por algún involuntario error.

Xak-Xi Ar detuvo finalmente el vehículo frente a un pabellón solitario, desoladamente aislado en medio del descampado. No se veían señales de presencia crionita en varios kilómetros a la redonda.

El crionita invitó a su acompañante a ingresar a la pequeña edificación. DerWinnus contempló asombrado las colosales dimensiones del recinto en el que se encontraban. El techo no era muy alto. Pero hacia el frente y hacia ambos lados, la vista parecía perderse en el infinito sin que se observara pared alguna. Nadie parecía haber estado allí en muchísimo tiempo. Recorrieron pasillos y dependencias largamente deshabitadas.

Finalmente, al final de un estrecho y mal iluminado corredor se encontraron, para gran desencanto de DerWinnus, frente a un viejo ascensor magnético-gravitatorio. El hombre de la Tierra entró dubitativamente detrás del crionita y el artefacto inició el descenso de inmediato.

Un desagradable sentimiento de angustia fue creciendo en el ánimo de DerWinnus conforme el aparato se abismaba más y más.

«O este ascensor es condenadamente lento —pensó—, o estamos descendiendo a profundidades extraordinarias.»

Mientras el obsoleto artefacto continuaba abriéndose paso hacia las entrañas de Cri-Ión, acudió a su mente la expresión conque los antiguos griegos describían la ubicación del reino de Hades, dios de los Infiernos.

«Si de la Tierra se dejase caer un yunque de bronce, descendería durante nueve días y nueve noches, y aún al décimo no habría llegado al Tártaro».

 

 

 

V

 

 

Se hallaban a cinco mil metros bajo tierra, avanzando silenciosamente por un húmedo y angosto corredor precariamente iluminado. Hasta donde DerWinnus podía divisar, el lóbrego túnel parecía perderse en el infinito en ambas direcciones. Una brisa helada, que hizo estremecer ligeramente a DerWinnus, agitaba acompasadamente la túnica marrón de Xak-Xi Ar. Caminaron durante un trecho que al hombre de la Tierra le pareció interminable. Sus pasos retumbaban contra las paredes desnudas multiplicando el sonido como si del paso de un ejército se tratase. En ese desolado complejo subterráneo, todo parecía tener proporciones desmesuradas.

Por el modo en que el crionita había empezado a apretar el paso, fue claro para DerWinnus que se estaban acercando al final del recorrido.

—Como le he dicho —dijo Xak-Xi Ar rompiendo el silencio—, los crionitas aún nos sentimos parte de la Confederación, y obligados hacia el resto de la galaxia, amigo DerWinnus. Aunque Rhad-Tsu Ar y yo no estemos de acuerdo sobre cuál debería ser nuestra contribución.

—Doctor Xak-Xi Ar —dijo DerWinnus, recordando de un pantallazo la pesadillesca sesión ante el Consejo Supremo—, si fuésemos la clase de personas que Rhad-Tsu Ar describió, ustedes ni siquiera hubiesen podido presentar el secreto de la inmortalidad como prenda de buena voluntad, ni como prenda de negociación, ni como prenda de nada. Ni siquiera como secreto. Podríamos ahora mismo, simplemente, arrebatárselo. Por lo que he podido ver y conocer en estas pocas horas, la nave que me ha traído hasta aquí, la «Eagle», fácilmente podría arrasar todo el planeta en un par de horas. Y ni siquiera es una nave de combate.

—Pero no lo harán…

—Pero no lo haremos —ratificó DerWinnus—. Si no podemos obtener el secreto por expresa voluntad de ustedes, no recurriremos a forma alguna de coerción, amenaza o violencia. Tal vez la obtengamos algún día como resultado de nuestras propias investigaciones, o tal vez no la obtengamos nunca.

El crionita detuvo la marcha y miró a DerWinnus.

—Usted es un buen hombre, amigo DerWinnus—. Y estoy seguro que la Confederación Galáctica cuenta con muchos como usted.

Se quedó pensativo un instante, observando fijamente a DerWinnus.

—Por ello, voy a hacer algo que no debería hacer.

El crionita se llevó una mano a la nuca y, ante un desconcertado e intrigado DerWinnus, se arrancó un pequeño mechón de cabellos, los que puso en la mano del delegado de la Confederación.

DerWinnus quedó confundido un breve instante, observando las finísimas hebras que se enroscaban en sus dedos.

—¿Qué significa esto, doctor Xak-Xi Ar?

—¿No deseaba usted la fórmula de la inmortalidad? —dijo el crionita—. Allí la tiene. Entregue esa muestra a sus científicos. Ellos sabrán hacer el resto.

—¿Así, tan fácil…? —inquirió DerWinnus, sin saber qué decir—. La información médica, los desarrollos, las ecuaciones…

—Amigo DerWinnus, la fórmula de la inmortalidad es increíblemente simple una vez descubierta —lo interrumpió Xak-Xi Ar—. Sólo se requería un poco de imaginación, cosa que nunca nos había faltado. Confíe en mí. Esa muestra bastará.

Xak-Xi Ar reinició la marcha. DerWinnus, aún aturdido, lo siguió de inmediato, aferrando fuertemente aquel invalorable manojo de cabello crionita.

—Pero hay algo más que tiene derecho usted a conocer. Es algo que no debería mostrarle, pero lo haré.

El crionita no había terminado de decir las palabras, cuando el interminable corredor desembocó en una gigantesca antesala. En la pared del fondo, podía observarse lo que a DerWinnus le parecieron dos gigantescos portalones bloqueando la entrada a otro sector del colosal complejo subterráneo.

El crionita se acercó y pronunció una frase. Su voz fue reconocida y aprobada por un mecanismo de seguridad, el cual activó la apertura de los pesados portalones. Demoraron un par de minutos en quedar totalmente desplazados hacia los lados.

Algo amedrentado detrás del crionita, Chandigarh DerWinnus ingresó a lo que parecía ser otro espacio de dimensiones infinitas. Lo que vio lo dejó estupefacto.

La inconmensurable vastedad del recinto, hasta donde la vista podía abarcar, se hallaba ocupado por miles y miles de enormes contenedores de paredes transparentes, que parecían alojar en su interior criaturas antropomorfas de alguna clase. Las figuras permanecían inmóviles, suspendidas en el seno de una tenue solución cristalina azul violáceo.

El hombre de la Tierra quedó estupefacto al acercarse a uno de los recipientes, y caer en la cuenta de que las cinco criaturas alojadas en él eran crionitas. Crionitas jóvenes, adolescentes, casi niños. Sus cuerpos desnudos, de tonalidades opalescentes, se hallaban en toda suerte de posturas y actitudes, al parecer dictadas por el simple azar. Algunos permanecían con los ojos cerrados o semicerrados, en tanto otros parecían mirar fijamente a DerWinnus, o más allá de él.

—Como le había dicho anteriormente —dijo el crionita—, vigilamos y monitoreamos a nuestros niños desde el instante mismo de su concepción. En general no hemos tenido mayores problemas para educarlos adecuadamente, como ciudadanos civilizados, útiles a Cri-Ión. Pero ello no siempre ha sido posible. Hemos aprendido a detectar las señales inequívocas de una personalidad demasiado inquieta, demasiado fantasiosa, demasiado inquisitiva. Es decir, precisamente lo que Cri-Ión no necesita. Hacemos lo posible por redimir estos casos, liberarlos de semejantes características. Y a veces lo logramos. O a veces sólo por un tiempo. En algún momento, sin embargo, en algunas ocasiones, todos los intentos resultan infructuosos. En ciertos casos, como ve, hemos tenido que desahuciar niños de temprana edad, peligrosos para el resto, en los que claramente podíamos reconocer los signos inequívocos de un caso irrecuperable. En otros casos, podemos insistir hasta entrada la adolescencia, albergando la esperanza de poder reencauzarlos definitivamente. Pero ello no siempre es posible.

DerWinnus permanecía estupefacto, absorto en la contemplación de los gigantescos receptáculos de cristal y sus fantasmales ocupantes. Parecían flotar plácidamente en la acogedora calidez del útero materno.

—¿Están… muertos? —preguntó con un hilo de voz.

—No, no están muertos —respondió el crionita—. Tampoco están vivos, en realidad. Como usted sabe, nuestras leyes y nuestra tradición cultural nos impiden matar, cualesquiera puedan ser los motivos. Pero nuestros conocimientos de biología nos han permitido una solución intermedia. Para describirlo de algún modo, están biológicamente desconectados. No puedo explicarlo de otra manera. Si en este momento los extrajésemos del coloide en el que están inmersos, cosa que nunca haremos, completarían el pensamiento que había en sus mentes cuando fueron inducidos en este estado. No hubo dolor, ni violencia. Simplemente, el hálito de la vida no está fluyendo por sus cuerpos en este momento… y nunca más lo hará.

DerWinnus continuaba clavado en su sitio, completamente enmudecido.

Las espectrales figuras permanecían allí, silenciosas e inmóviles, en esa zona difusa que separa sutilmente la vida de la muerte.

La morbidez de la carne, fresca y lozana, casi tangible, contrastaba brutalmente con la dureza y la frialdad del vidrio y el metal en el que estaban confinados.

La tersura de la piel, suave y delicada, de tonalidades opalescentes, casi traslúcida, los asemejaba a delicadas estatuillas renacentistas, de finísimo alabastro o exquisita porcelana.

Sus bellos cuerpos, gráciles y esbeltos, se mantenían ingrávidamente suspendidos en el seno del tenue líquido gelatinoso que los albergaba, como los querubines y serafines de un fresco de Tiépolo o Miguel Ángel.

Permanecían allí, mágicamente suspendidos en mitad de la nada, una nada silenciosa, vacía y atemporal, tan turbadoramente parecida a alguna forma de eternidad.

El hombre de la Tierra continuaba observándolos, con una especie de hipnótica fascinación, sin comprender si estaba abrumado ante tanta crueldad o ante tanta belleza…

—Así es como hemos preservado la paz y el orden en Cri-Ión —decía Xak-Xi Ar.

Chandigarh DerWinnus, absorto y conmocionado, apenas podía escucharlo.

—¿Usted preguntaba dónde estaban los espíritus nuevos, las mentes jóvenes, la creatividad y originalidad de Cri-Ión? —preguntó el crionita, extendiendo un dedo en dirección a los contendores—. Ahí los tiene.

Xak-Xi Ar hizo una pausa. Y más para sí que para el hombre de la Tierra, agregó:

—Es el precio de la inmortalidad.

DerWinnus observaba y escuchaba completamente aturdido. Su mano derecha aún aferraba el mechón de cabello, mientras sus ojos permanecían clavados en las figuras de los contenedores.

Se los veía lozanos, frescos y saludables. Como si en cualquier momento fuesen a abandonar su cruel confinamiento y a continuar su vida de todos los días. Cosa que jamás harían.

—En esto ha derivado nuestro triunfo sobre la muerte —agregó el crionita—. Ya no habrá conquistas en Cri-Ión, ni caminos para abrir, ni ideas que sopesar, ni propuestas que considerar. Hemos burlado a la muerte, amigo DerWinnus, pero ella nos ha vencido.

El crionita miró un instante al delegado de la Confederación, y agregó:

—Porque nosotros, los inmortales, como ustedes nos han llamado, somos una civilización muerta.

—Doctor Xak-Xi Ar —preguntó DerWinnus, volviendo lentamente a la realidad—. ¿Por qué me ha traído hasta aquí? ¿Por qué me ha mostrado todo esto? ¿Por que ha puesto en mis manos la fórmula de la inmortalidad?

El crionita permaneció un instante en silencio y luego, soltado lentamente cada palabra, respondió:

—Para que pueda hacer algo que nosotros no pudimos, amigo DerWinnus. Para que pueda elegir.

El enviado de la Confederación Galáctica lo escuchaba sin encontrar palabras que agregar. Su cerebro bullía de actividad. Los ojos del crionita lo miraban con inusitada intensidad.

—Bien, delegado DerWinnus. Ya conoce la tragedia de Cri-Ión. Recuerde lo que ha visto. Una civilización absurda, condenada a andar en círculos una y otra vez. No podemos hacer otra cosa, y así hemos de seguir hasta el final de los tiempos. Y nada podremos hacer para evitarlo.

El crionita caminó lentamente hacia DerWinnus, y cálidamente apoyó su mano derecha en el hombro izquierdo del enviado de la Confederación Galáctica.

—Buena suerte, amigo Chandigarh DerWinnus III —Xak-Xi Ar esbozó una sonrisa—. Ambos sabemos que no habrá un nuevo contacto, ni visita oficial de la Confederación Galáctica al planeta Cri-Ión, ni nada parecido.

DerWinnus devolvió afectuosamente el saludo y luego, con dos precisos golpecitos a un mecanismo en su muñeca izquierda, activó el umbral hacia el puente de mando de la Eagle. Lentamente una superficie oblonga comenzó a percibirse frente a él. La luz amarillenta empezó a latir con fuerza y con cada pulsación fue creciendo en intensidad.

El rectángulo luminoso había terminado de formarse. Del otro lado de la rutilante superficie ambarina, ligeramente translúcida, ya podía divisarse claramente el puente de mando de la Eagle.

El crionita permanecía absorto en la contemplación de aquel prodigio.

—Lo llamamos el «umbral» —comentó afablemente DerWinnus—. La Eagle se encuentra a cientos de millones de kilómetros de aquí. Casi en los confines de este sistema. Una vez el rectángulo se ha estabilizado, es como pasar por la abertura de una puerta.

El crionita apoyó su mano en la espalda de DerWinnus a modo de despedida.

Otra idea asaltó la mente del delegado de la Confederación Galáctica. Desactivó el umbral.

—Doctor Xak-Xi Ar —dijo el hombre de la Tierra, desactivando el umbral—. Cri-Ión no ha dejado de pertenecer a la Confederación, pese a todo. Sería importante para el Consejo Central tener la rúbrica de Cri-Ión en su nueva Carta Magna, redactada y aprobada como consecuencia del fin de La Guerra. La firma de un representante de Cri-Ión al pie de nuestra actual Constitución, tendrá un efecto altamente beneficioso en el ánimo y el sentir de todos los miembros de la Confederación Galáctica. Ello por sí solo habrá justificado largamente mi expedición hasta aquí.

Xak-Xi Ar tomó la placa oblonga de apariencia metálica que Chandigarh DerWinnus le extendía.

Escrito en caracteres crionitas, desde siempre la lengua oficial de la Confederación Galáctica, el texto de la nueva Carta Magna comenzó a sucederse mágicamente ante sus ojos.

De pronto, un estruendo, que resonó como un trueno en todo el recinto, hizo dar un salto a DerWinnus.

Xak-Xi Ar dirigió su vista sin inmutarse hacia los enormes portalones de la entrada.

—Se han cerrado —dijo con toda naturalidad—. Ya saben que estamos acá. Era lo esperable. Será mejor que se vaya, amigo. Llegarán en pocos minutos.

—¿Qué ocurrirá con usted? —preguntó DerWinnus sinceramente preocupado.

—Oh, nada importante. En Cri-Ión ya nadie muere, pero por sobre todo, nadie mata, como le he dicho —contestó Xak-Xi Ar—. Aun si morir fuera mi destino, tal vez no sería tan malo. Pero posiblemente mi destino sea otro.

Xak-Xi Ar terminó su frase mirando sostenidamente los innumerables contenedores alineados en la inabarcable extensión del recinto.

—No será mucho mejor ni mucho peor que como me encuentro ahora —concluyó el crionita con una calma que hizo estremecer a DerWinnus.

Como si nada hubiera ocurrido, Xak-Xi Ar continuó paseando su mirada por la nueva Carta Magna de la Confederación Galáctica.

Súbitamente, su rostro mudó por completo.

El cambio fue tan repentino y violento, que el enviado de la Confederación Galáctica quedó un instante paralizado ante semejante transfiguración.

Los ojos del crionita, completamente salidos de sus órbitas, recorrían atónitos el texto que se iba sucediendo en el rectángulo plateado.

—Doctor Xak-Xi Ar, ¿sucede algo? —inquirió DerWinnus—. Sería natural que algunas partes del texto pudieran sorprenderlo…

—¿Sorprenderme? ¿Sorprenderme? —lo interrumpió secamente el crionita, señalando el texto con un dedo grisáceo y huesudo—. Ustedes han aceptado… ustedes, ahora… se admite, se acepta…

—Doctor Xak-Xi Ar —intervino DerWinnus intentando mostrarse conciliador—. Han pasado cuatrocientos años desde la redacción de la anterior Carta Magna. Desde entonces, en todo este tiempo, ha habido cambios, ha habido un desarrollo, un progreso…

—¿Progreso? ¿Desarrollo? ¿A esto lo llaman progreso? A admitir, a aceptar, como si fuese lo más natural…

—Doctor Xak-Xi Ar, seguimos siendo fieles a los principios éticos y morales básicos y fundamentales. Y condenando las aberraciones y atentados a las normas más elementales de una sociedad civilizada, que es lo que intentamos ser —empezó a decir DerWinnus. Se detuvo al comprobar que el crionita casi no lo escuchaba.

Entonces lo vio todo con absoluta claridad. No importaba quién pudiera tener razón, si alguno la tenía. Era una discusión inútil, absurda. Las palabras del crionita le llegaban desde el fondo de un largo corredor de cuatrocientos años de longitud.

—Pero esto… y esto que dice acá… —el crionita no paraba de hablar—. ¡Son ustedes quienes han caído en la degeneración, no nosotros! ¡En la absoluta depravación…! Ustedes… ustedes… ust…

De pronto se detuvo. Permaneció un largo instante con la mirada clavada en el rectángulo metálico, y lentamente devolvió la oblonga placa al delegado de la Confederación. Finalmente levantó la vista. El hombre de la Tierra y el crionita, el mortal y el inmortal, se miraron fijamente durante una eternidad de diez segundos. La tenue luz del gigantesco salón reposaba sobre el gris ceniciento de la cabeza y manos de aquella criatura de otra época.

Lentamente, sin decir una palabra, el crionita giró sobre sus talones y comenzó a alejarse, perdiéndose para siempre en el laberinto de aquel estremecedor complejo subterráneo. El marrón oscuro de su larga túnica se agitaba suavemente al compás de sus cortos pasos. Sólo quedaban los contenedores y sus fantasmales ocupantes, y el sordo y creciente retumbar de los pasos de los guardias que se aproximaban, cuando el hombre de la Tierra lo vio por última vez.

DerWinnus activó rápidamente el umbral. Echó una última, estremecida mirada a aquella pesadillesca ciudadela subterránea y a sus espectrales habitantes y, sin pérdida de tiempo, cruzó el umbral.

 

 

 

VI

 

 

—Así es, Capitán Friedriqs —dijo DerWinnus al barbirrojo comandante de la Eagle—. Debo redactar una recomendación para que nadie vuelva a descender en Cri-Ión sin el consentimiento expreso y unánime de las más altas autoridades del Consejo Central.

—Comprendo su punto de vista —dijo un dubitativo LeRoi Friedriqs, mientras se arrellanaba indolentemente en su acogedora nube amarilla—. Es, sin duda, lo mejor. Si se llegara a saber que la leyenda de la inmortalidad de los crionitas resultó ser cierta, todos querrían ser inmortales. Supongo que no sería bueno. Terminaríamos como ellos. Es imperioso proteger al resto de la galaxia….

—No, capitán Friedriqs —lo interrumpió sonriente Der Winnus, comprendiendo los sentimientos contrapuestos del comandante de la Eagle—. Tal vez usted, y muchos más, estarían dispuestos a correr ese riesgo, a cambio de la inmortalidad. Lo comprendo, créame.

DerWinnus intentó en vano hacer descender su indócil nube rosada.

—Pero acabo de tener una breve pero detallada conversación con la doctora Gvartz, la agregada científica de esta misión, una experta en biología. Lamento tener que desilusionarlo, pero tal parece que, por el momento, tendremos que seguir muriendo, como siempre lo hemos hecho.

El desencanto fue evidente en el rostro del comandante de la Eagle.

—No pude decírselo al doctor Xak-Xi Ar —acotó DerWinnus— porque tampoco destaco por mis conocimientos en esa materia. Pero los crionitas, capitán, desconocen algunos principios de biología básica. Por ejemplo, carecen de todo conocimiento sobre las divergencias de segundo y tercer grado para las moléculas orgánicas. Toda su química biológica es pre-estructural.

El capitán Friedriqs apenas pudo ocultar su asombro.

—No es extraño —continuó DerWinnus—. Nos parece natural ahora, pero fue un descubrimiento de los últimos doscientos años. También para nosotros fue difícil de asimilar en su momento, por lo que he leído.

DerWinnus recordó de un pantallazo las cuidadosas explicaciones en la escuela secundaria, en cuanto a que las divergencias de segundo y tercer grado no violaban los principios fundamentales de la ontología. Había sido motivo de encendidas controversias en la época en que se realizó el descubrimiento. No era para menos. Era como decir que algo no era igual a sí mismo.

—Al parecer —continuó DerWinnus—, las diferencias son pocas, pero profundas. De modo que, en definitiva, tendremos que recorrer por nosotros mismos la mayor parte del camino, como ellos lo hicieron. Aunque el trabajo de los crionitas nos ha dado pistas valiosísimas en la cuestión.

—O sea —inquirió el capitán Friedriqs sin poder ocultar su desencanto—, que lo que ellos han descubierto no necesariamente es aplicable al resto de la galaxia.

—Por lo que he podido extraer en limpio hasta el momento —respondió DerWinnus, observando con envidia la destreza con que el capitán manejaba su acogedora nube—, sólo los habitantes de dos de los llamados «planetas primitivos» tienen el mismo patrón subestructural que los crionitas. Y, curiosamente, también esos graciosos animalillos de silicio, los «silicontes» del planeta Birnah. Tendremos que deliberar con mucho cuidado qué actitud adoptar con los dos planetas primitivos. Y supongo que los exobiólogos de toda la galaxia se interesarán más de cerca por los silicontes. Pensar que yo mismo tengo uno en casa. Mortal, claro.

—En cuanto a los crionitas….

—Tal vez sea mejor que no lo sepan. Sigue siendo verdad que no sabemos exactamente cómo demonios lo consiguieron, hace cuatrocientos años. Y aun si tuviéramos algún tipo de solución que ofrecerles, ¿qué les diríamos? ¿Que hemos hallado un remedio para que se mueran? Están atrapados en un dilema sin solución.

—Pero usted hizo mención a una recomendación para que nadie descienda en Cri-Ión —le recordó el capitán Friedriqs.

—Oh, sí —DerWinnus hizo una pausa, mirando fijamente al barbirrojo comandante de la Eagle.

Cuando se decidió a hablar, apenas pudo dar crédito a sus propias palabras.

—Capitán Friedriqs, voy a elevar una recomendación para que se respete en el planeta Cri-Ión el principio de aislamiento de los planetas primitivos.

 

 

* * *

 

 

Chandigarh DerWinnus III, perdida ya toda esperanza de domeñar su imposible nube rosada, permanecía en el puente de mandos de la «Eagle», observando en una de las pantallas gigantes de la sala un pequeño punto luminoso, casi en el centro mismo de la negra superficie rectangular.

Era Ghal-App-Agor, la estrella en torno a la cual orbitaba Cri-Ión. En unos pocos segundos, la Eagle ingresaría en el corredor hiperespacial y desaparecería del espacio.

¿Cuál sería el destino final de los crionitas?

Aún se estremecía al pensar en U-Bab Sher, la fantástica ciudad capital de Cri-Ión. La ciudad que no podía existir, y sin embargo existía.

¿Por cuánto tiempo?

U-Bab Sher había sido el resultado, según había podido leer más de una vez, del descubrimiento por parte de los crionitas del intensificador de cohesión molecular. Sin ello, y sin el dominio del campo sigma-gravitacional, un descubrimiento anterior, U-Bab Sher jamás hubiera podido ser edificada. Se hubiera derrumbado como un castillo de naipes, además de saltar en pedazos.

Lo cual significaba, DerWinnus lo sabía, que algo severamente grave había comenzado a ocurrir en Cri-Ión.

Porque lo cierto, lo dolorosamente cierto, es que U-Bab Sher, ya, ahora, en este mismo instante, se iba deshaciendo, incapaz de sostener y soportar su propio peso, y las intrincada relación de tensiones, presiones y torsiones que sus fantásticas formas le imponían.

Durante su recorrida inicial por las calles de U-Bab-Sher, DerWinnus había notado algo que le había llamado poderosamente la atención, algo extraño, incongruente, cuyo significado sólo ahora comenzaba a comprender.

Imperceptible, apenas un delgado filamento del grosor de un cabello, DerWinnus había podido advertir una finísima grieta recorriendo todo el alto de una de las paredes de la ciudad perfecta.

¿Eso era ya, en definitiva, U-Bab Sher? ¿Una imponente montaña de ruinas y escombros en pie?

 

 

* * *

 

 

La galaxia seguiría su curso, los siglos también. En algún lejano futuro, tal vez los habitantes de toda la galaxia tendrían algunas preguntas que hacerse.

Por qué el atuendo de rigor en las sesiones del Consejo Central de la Confederación Galáctica era una túnica marrón oscura, larga hasta los pies.

Dónde se había originado la lengua protocolar que aprendían todos los habitantes de la galaxia para poder comunicarse entre sí.

Y en especial, por qué entre los llamados «planetas primitivos», uno en particular parecía inspirar un respeto profundo y reverencial. Unos pocos conocerían la respuesta.

Los crionitas, la inmortalidad. El mayor de sus logros, y también el último.

 

 

Guillermo Gustavo Doi nació en Buenos Aires en 1954. Estudió física en la UBA, aunque trabaja como redactor y traductor free-lance.

Ha publicado cuentos en la web, principalmente en Sitio de Ciencia Ficción (Elección, Nonstop, entre otros). Adicionalmente, ha publicado arte digital de ciencia-ficción en la web, en el sitio Deviantart.

En Axxón hemos publicado su ensayo UN EXPERIMENTO DE UN MILLÓN DE AÑOS, sobre el film de Stanley Kubrik «2001, una odisea del espacio».


Este cuento se vincula temáticamente con LOS OTROS, de Antonio Mora Vélez; PARA VERLOS VOLAR, de Juan Manuel Valitutti; DE ALQUIMIA, de Juan Manuel Sánchez y EL ELIXIR DE LA LARGA VIDA, de Honoré de Balzac.


Axxón 247 – octubre de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Inmortalidad : Argentina : Argentino).

Deja una Respuesta