Revista Axxón » «Perras in de nai», Pablo Forcinito - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 


Ilustración: Pedro Belushi

A lo lejos, desde la ruta, se veía el caserón. Abandonado, rodeado de eucaliptos, parecía hundirse en la noche: una mancha más oscura que la sombra.

—Ya nada le queda del cabaré que fue —Leyton sacó los Marlboro de la guantera, encendió uno. Se guardó el atado en el bolsillo del buzo—. Hoy mete miedo ese antro. Y encima de todo, los cuerpos de las trolas nunca aparecieron. Dicen que las boletearon después de que ellas lincharan al cafishio. Parece que el capanga tenía el circo armado con el comisario, un tal Molinari o Molinero o algo así. Con el asesinato de su socio, la cosa se le complicó al milico. Lo único que hizo la yuta fue ajustar cuentas: ni rastros dejaron de las minas, ni un pu…

—¡Beboootas! —lo interrumpió Marcos: mirando al final de la ruta, retorcía la cuerina del volante—. ¡Qué ganas de ponerla me vinieron!

Adelante, sobre la banquina, dos yiros pintaban cada vez más fuertes a medida que las alcanzaban.

El Chicle se levantó en un salto del asiento de atrás y, entre Marcos y Leyton, se mandó de cabeza hasta el parabrisas.

—Altas cachorras in de nai —dijo con tono acaramelado, agitándose como un perro en celo.

Marcos y Leyton lo miraron de costado.

—¿In de… qué? —dijo Marcos.

In de nai, papá —repitió el Chicle y se clavó un trago de Bols—. En la noche.

De atrás llegaron gemidos. El Chicle se dio vuelta: medio recostado entre la puerta y el respaldo, su hermano se frotaba la pija por arriba del yoguin. Bajando de la nariz, una tanza de mocos y baba le unía la pera con el hombro del pulóver.

—¡Che, retrasado, pará! —le dijo el Chicle y le dio un chicotazo en los dedos—. ¡Pará, que te vas a ir en seco de vuelta! —Y volviendo la vista al frente, agregó—: La versión jeropa de Corqui, es este.

—Aguantate, Bróder —le dijo Marcos, que ya bajaba la velocidad—. Te nos vas a morir virgen, che guachín.

Estaban ahí nomás de las trolas. Cuando las tuvieron a mano, Marcos se corrió a la banquina. Frenó. Le pegó un sorbo a la ginebra. Se la pasó a Leyton y bajó la ventanilla.

Una era colorada. La otra, medio bolita o peruana. Bien hembras se las veía a las hijas de puta. La colorada sacó culo, se acercó contoneándose sobre sus tacos altos. Apretó las tetas. Miró adentro del Taunus.

—Amores… —dijo, y clavó la vista en el Bróder, que despatarrado en el asiento trasero se pellizcaba la poronga como si se contuviese el afrecho—. Veo que hay ganas. Espero que haya efectivo.

—Efectivo es lo que sobra, mamaza —dijo el Chicle—: venimos de zarpar a unos giles. ¿Da para una orgía in de nai?

La colorada sonrió, se mordió el labio.

—¿Les va —dijo— con un veinticinco para cada una? —y le mandó a Marcos una mano directa a la chota—. ¿Les va o no les va la onda?

—¡Pero totalmente! —le dijo el Chicle concentrado en cómo se la frotaba a su amigo—. Dale, ricura, me hacés poner celoso. ¿No hay amor para mí?

—Tranquilo, bebé —le dijo la bolita o peruana desde la ventanilla de atrás—. Para todos, hay. ¿Me dejás pasar?

El Chicle abrió.

—Venga adentro, reina hermosa. Mujer de mis sueños.

La mina se le sentó al lado. El Chicle se le prendió de la gamba. Arrastró la mano por debajo del mini short y, apretándole el ojete, le dijo:

—¡Cuánto veneno hay acá, vida mía!

La colorada subió adelante. Lo abrazó a Leyton por el cogote, y él le empinó la botella en la boca. Ella tragó hasta que el ahogo la hizo toser. La ginebra chorreó, y Marcos se la encajó de trompa en medio de las tetas.

—¡Bueno, bueno, bueno! —dijo la colorada y le tironeó del pelo sacándoselo de encima. Señaló con la mirada campo adentro: al costado de la ruta, una carrocería de Falcon se incrustaba en el zanjón seco—. Yáquelin y yo atendemos allá, en el viejo baruque. Hay colchones de sobra y unas cuantas piezas. Flor de festichola podemos armarles.

—¡Sssiiiií, cachooorrras! —festejó el Chicle, y acercó su boca al oído de Yáquelin—. Decí que pinta el lesbic show, princesa.

—¡Bajen un cambio, loco! —dijo Leyton. Se la quedó mirando a la colorada. Le pegó una última pitada al pucho, lo tiró por la ventanilla—. Creo que nos estamos dejando manijear. ¿Vamos a ir allá? ¿Mirá si nos están haciendo la cama? ¿Mirá si entramos al caserón y terminamos choreados o amasijados por los machos de estas?

—¡Éstas tienen nombre! —dijo Yáquelin. Desde atrás, le pegó un manotazo al apoyacabeza de Leyton.

—Recatate con la señorita, che gil —dijo Marcos. Le pungueó los cigarrillos a Leyton. Les convidó a las dos. También les ofreció fuego—. Las bardeás de puro cagón que sos. —Y encendiéndose uno él, agregó—: Lo que te asusta es la casa.

—¿Qué decís, salame?

—Más bien que es la casa —insistió el Chicle abrazado a Yáquelin por la cintura. Estiró los labios para que ella le acercara el cigarrillo. Después de fumarlo, agregó—: O los fantasmas, por ahí.

—Ustedes piensen lo suyo —contestó Leyton palmeándose el .38 que siempre llevaba a la cintura—. Pero si nos mandamos para el quilombo, yo de este no me separo.

La colorada le puso cara de hacé lo que quieras. Fumando con aires de diva, frotó su culo sobre las piernas de Leyton como si se lo limpiara.

—Mejor le meto pata, che —dijo Marcos mirando por el retrovisor: el Bróder se apretaba la pija como si estuviese a punto de estallarle—. Si no nos apuramos, al mogo la guasca le va a saltar por las orejas.

Puso las luces bajas. Desviándose de la banquina, enganchó el camino de tierra que conducía a la entrada del caserón. Con cada pozo, los amortiguadores gruñían a hierro viejo y oxidado.

La colorada sostenía el cigarrillo a la altura de la boca. Había algo en su mano. Algo que salía de lo común y que a Leyton no le cerraba. La uña. La uña del pulgar. Eso era. Más bien parecía una púa. Un gancho de acero ovalado y pulido.

—¿Y eso? —le dijo Leyton a la colorada.

—¿Esto? —la colorada se dejó el cigarrillo en la boca, alejó la mano y les enseñó el dedo a todos—. Es una uña postiza.

También el Chicle estiró el pescuezo. Y también Marcos, que prestó más atención a la uña que al camino. Leyton se vio reflejado en esa especie de punta de garfio.

—Cosas de mujeres —comentó la colorada quitándole importancia.

Alcanzaron la entrada. No les hizo falta detenerse frente al portón, le pasaron por encima a lo que quedaba de él: una hilera de barrotes torcidos, aplastados contra el barro. El pulso de Leyton se aceleraba, el corazón le golpeaba fuerte.

Atrás, el Chicle se entretenía con Yáquelin. El Bróder seguía al palo, chorreando mocos, jadeando como jadean los retrasados en celo. Sentada en las piernas de Leyton… ¿la colorada se reía? ¿Lo miraba de reojo? Ma sí, que mirase nomás: a él no lo iban a bardear unas putas. Ni ellas ni sus machos ni nadie lo iba a bardear. ¿Nadie? ¿A quién se refería con nadie? Mejor no enroscarse en eso. Leyton le pegó un trago largo a la ginebra.

Los faros del Taunus iluminaron el caserón. Del lado izquierdo, parte del tejado se había venido abajo. Algunos tirantes, aunque podridos, asomaban firmes. Una vaca muerta, seca de tan consumida: eso le recordaba a Leyton la construcción.

Marcos apagó el motor. Yáquelin y el Chicle bajaron. Bajó la colorada y bajó Leyton. El Bróder, en lugar de abrir su puerta, cruzó gateando a lo largo del asiento de atrás.

—Coger, coger, coger —gemía.

El aire olía fuerte, a eucalipto. Por debajo de la enramada, aleteando, los murciélagos iban y venían; las alas de cuero chasqueaban entre las hojas, un chapoteo sucio rozándoles las cabezas. Leyton apretó el .38. Eso lo tranquilizó. Marcos pidió la botella.

—Coger, coger —repetía el Bróder.

Leyton dejó que los cinco se adelantasen. Los siguió.

De la puerta del desolado puterío lo único que quedaba era el marco. Adentro, la colorada encendió un sol de noche que alumbraba a medias. Cruzaron un pasillo de azulejos amarillentos y agrietados. De mano en mano iba el alcohol.

—Coger, coger, coger —no paraba de delirar el Bróder.

Dieron con una sala. Apestaba a meo. Hacía pensar en un bar o algo parecido. Había una barra cubierta de espejos que, ya opacos y rotos, apenas reflejaban. Más espejos revestían las paredes. Había armazones de banquetas y pedazos de vidrio por el piso. Varias habitaciones, una pegada a la otra, daban a ese salón principal.

El Chicle, agitando la botella como si fuese una coctelera, se metió atrás de la barra. Yáquelin puso a sonar El bombón asesino en su celular. Marcos chistaba el ritmo cumbiero, aplaudía.

—¿A drin? —decía el Chicle—. ¿Guyulaik a drin, morocha?

Cuando la colorada bajó el farol, las sombras se alargaron en las paredes.

—Coger, coger, coger…

Los contornos se repetían, se deslizaban difusos. Leyton se vio desfigurado en las resquebrajaduras del vidrio. La voz de la colorada lo sobresaltó:

—Pensando en fantasmas… —le dijo al oído.

Dando pasitos de cumbia, Yáquelin se le pegó al Bróder. Le frotó las tetas, se le arrodilló adelante. De una le bajó juntos el yoguin y el calzoncillo.

—Ufffff —lanzó, con la pija dura rozándole los labios. Tres o cuatro lengüetazos nomás le sacudió. Y se escapó divertida, corrió a uno de los sucuchos.

El Chicle y su hermano con el pantalón por el piso salieron tras ella. Marcos los siguió, pero antes de entrar a la pieza se detuvo.

—¡Prendansén a la partuza! —les dijo desde la puerta a la colorada y a Leyton, y Marcos se mandó desabrochándose el cinturón.

Leyton, colgado en la suya, se quedó solo con la colorada. Ella se inclinó para levantar el sol de noche de entre unos escombros de mampostería.

—¿En dónde las escondieron? —fueron las palabras de Leyton que la dejaron en esa posición durante segundos. Ni mu largaba la tipa, que parecía masticar la respuesta. Desde la pieza llegaba un bisbiseo de cumbia.

—¿Hablás de las cabareteras, vos? —contestó al fin y lo miró. Levantó el farol. El brillo de la mecha le destellaba en la postiza—. ¿Andás con ganas de enterarte?

 

 

Con sus tacos altos, alzando el farol en medio de los eucaliptos, la colorada se movía como una tarántula entre las raíces y el pasto salvaje. Leyton le iba atrás. Alerta, apoyaba la palma en la culata del revólver. La arboleda se cerraba.

Chirriaban los murciélagos, cruzaban la noche. Leyton se dio vuelta: ya no veía el caserón.

—¡Por acá! —oyó de pronto y volvió la vista. La colorada le hacía señas.

Ella colgó el farol de una rama, que se arqueó sin llegar a quebrarse. Dándole la espalda a Leyton, se apoyó de culo en un tronco caído. Ahora él se le acercaba, tensionado además por el ir y venir de los murciélagos. No se desprendía del .38. Avanzaba y descubría aquello que la colorada miraba de frente. ¿Una especie de pequeño cobertizo en medio de un chiquero? Un chiquero, sí, por lo removido del barro. Y aunque no se oía ningún cerdo o animal parecido, esa pocilga no hacía pensar en otra cosa. Leyton se detuvo junto a la colorada.

—Y qué querés… —dijo ella—, eran putas. No podemos pretender un cacho de tierra más digno, ¿no?

Al pie del cobertizo —que era de chapa y no medía más de un metro y medio—, en el barro se entremezclaban granos de maíz y frutas podridas. Más adentro no alcanzaba a verse, hasta ahí alumbraba el farol.

—Rapidito —siguió la colorada y se acomodó en el tronco—, rapidito hicieron desaparecer los cuerpos.

Rapidito hicieron desaparecer los cuerpos. Leyton intentó comprender esas palabras.

—¿Me andás jodiendo? —dijo—. ¿Me vas a decir que se las morfaron los cerdos?

—Cerdos —repitió ella y se levantó—. Otra que cerdos —descolgó el farol—. Los únicos cerdos que pasaron por acá fueron los poli que las amasijaron. Fijate bien, no es un chiquero esto…

Leyton se adelantó. La colorada le pasó el sol de noche. Él tanteaba con sus pasos lo flojo del barrizal. Pisó sobre unas ramas para no hundirse. Se acercó lo más que pudo a eso que creía un cobertizo, se apoyó en el marco podrido y alumbró adentro.

Había restos de velas —negras, rojas— fundidas entre sí, en culos de botellas clavadas en la tierra. Se amontonaban forros usados, cigarrillos a medio fumar y más granos de maíz y más fruta. Fruta, alcohol, tabaco, velas… Y fotos, además: en la pared interior, pegadas unas contra otras; varias recortadas a pulso, varias tipo carné. Caras ya descoloridas, corroídas por la humedad que trepaba del barrizal. Caras siempre de mujeres.

—Caminarán bajo la noche.

Esto oyó Leyton, detrás de él, recitar a la colorada. Caminarán bajo la noche. Y un destello cruzó frente a sus ojos, un filo directo al cogote. Ni a manotear el .38 alcanzó: el tajo salpicó de lleno las ofrendas. Pesadillas de aleteos y chillidos se agitaron en el ramaje. El farol se le zafó de los dedos a Leyton, se enterró de canto en el barro. Las rodillas se le doblaban. Alcanzó a entender que la puta lo sostenía de la nuca, lo sangraba como a un animal de matadero.

—¿Y vos querías encontrarlas, pelotudo? —le dijo la colorada al oído—. Mirá lo que te encontraste —y se limpió la uña de acero en el pantalón de su víctima—. Te encontraste conmigo. Con la Colo.

La sangre chorreaba, brillaba en el barro, se acumulaba en las cuencas del suelo removido.

Más que esperar, se dijo la Colo, otra cosa no queda por hacer. Dio un paso atrás al ver que la tierra se agitaba.

Escarbaban desde lo profundo hacia la noche. Un hedor acre y caliente se desprendía del suelo, apestaba el aire. Como perras se ponían las muy trolas. Perras, en fin. Muertas y todo, nunca habían dejado de serlo.

La Colo pensó en los otros pajeros que Yáquelin entretenía. La Colo ya había hecho su parte: nada mejor que un macho joven para cebar a las chicas, tan solas y con hambre ahí abajo.

 

 

 

Pablo Forcinito nació en Buenos Aires en 1978. Ha ejercido el periodismo cultural en distintos medios gráficos y digitales. Comenzó escribiendo poesía. Textos suyos aparecieron editados por primera vez en los ensayos de Marcelo di Marco Hacer el verso y Atreverse a escribir, editorial Sudamericana, 1999 y 2002, respectivamente. También como poeta, integra la antología Diversos, editorial Tinta negra.

Con este cuento aparece por primera vez en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LA RUTA FANTASMA, de Pablo Vigliano; HUESOS, de Federico Buccino; CHARLAS EN EL PURGATORIO, de Enrique Á. González Cuevas y LA FLOR CARNÍVORA, de Carlos A. Almirón.


Axxón 247 – octubre de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Terror : Seres infernales : Argentina : Argentino).

9 Respuestas a “«Perras in de nai», Pablo Forcinito”
  1. Ricardo Giorno dice:

    Un cuentazo bien de acá. Felicitaciones, Forcinito.

  2. pablo forcinito dice:

    ¡Gracias Axxón, gracias Ricardo, gracias Belushi!

  3. sandra buenaventura dice:

    «Perras in de nai» entra de lleno en la poética de las grietas: la rajadura del lenguaje despedaza la realidad «real» para romperla y rompernos, devolverla otra y convertirnos en otros. Eso me encanta, cuando la literatura te rompe, por el medio que sea.
    ¡Ah!, y «Perras in de nai», de Pablo Forcinito se une a mis dos cuentos preferidos de la cuentística latinoamericana, «Las dos ciudades», de Edmundo Paz Soldán, y «La liebre dorada», de Silvina Ocampo.

  4. Gloria Oscares dice:

    Tremendo cuento, Pablo, te felicito.

  5. Noelia dice:

    Cuentazo, Pablo. ¡Felicitaciones!

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