Revista Axxón » «Olimpia o los autómatas», Jorge Jaramillo Villarruel - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

MÉXICO

 

 

Llegué a Penumbria a las 3:00 a.m. Eso decía mi reloj (un sofisticado pedazo de bronce y oro que funcionaba gracias a la magia de nuestros más brillantes científicos y geólogos especializados en el cuarzo y otras piedras), pues en Polt, la ciudad de donde he salido, las horas caminan con normalidad, pero en Penumbria siempre eran las cinco de la tarde. La leyenda dice que el Hada Oscura, cuyo nombre ha sido olvidado tal vez intencionalmente, arrojó esa maldición sobre la ciudad, aunque no contaré la historia pues ésta ha sido ampliamente narrada en Los sueños de la bella durmiente. A lo que vine es a mirar el interior de la Torre de Rudisbroeck en busca de Olimpia. Era el año 4,667. Pero tengan en cuenta que el calendario de mi gente no es el mismo que el de ustedes.


Ilustración: Guillermo Vidal

Mi recorrido fue difícil y largo. Polt es una ciudad de muros basálticos al otro lado del Aqueronte, detrás del empalme de los gnomos, un melancólico páramo que desde hace un siglo está habitado por esas criaturas malhabladas, los goblins, que hicieron huir a la alegre raza de ilusionistas y bardos de su hogar. En mi aventura me acompañaban mi fiel Kraut Slut, mi montura, un vehículo de varias aleaciones de metal útil para una persona, alimentado por una máquina de vapor, de ésas que sólo requieren agua y un poco de carbón para hacer su trabajo; y un fenrir explorador.

Fue el fenrir quien me advirtió de la presencia de los goblins, con quienes fue inevitable el altercado, mismo que acabó en un baño de sangre. Ni sus lanzaderas ni la ciudadela de piedra-rozagante-que-se-desmorona-con-el-resplandor-invertido-de-la-Luna-de-las-Tinieblas, que en su ridículo y sucinto lenguaje se dice en una sola palabra que se parece a «Pqsshtmindela», iban a detenerme. Yo no quería luchar con ellos, pero fue inevitable, ya saben cómo son de taimados.

A causa del enfrentamiento, perdí la mayor parte de mi equipo: cuerdas, brújula, cuchillo de obsidiana, mantas, yesca y pedernal. El mecanismo del fenrir quedó inservible. Lo que más lamento es la pérdida de mi fiel Kraut Slut… Yo mismo la diseñé, concentrado más en la velocidad que en la seguridad, y cuando acelero… cuando aceleraba, la gente creía que había llegado el fin del mundo. Por suerte, mi sombrero estaba intacto y aún conservaba la pistola, aunque esperaba no tener que usarla, y también logré salvar lo más importante: la carta de Olimpia. Y gané un nuevo trofeo que ahora llevo colgado sobre mi pecho: la prótesis de lengua, hecha de plata y joyas, que pertenecía a Solrac Siavisnom, capitán del ejército de la ciudadela, de quien se contaban rumores sobre su efebofilia y se decía que era un pésimo orador.

Aunque es mal visto por otros aventureros y por cualquier guerrero orgulloso de su espada, aproveché la soledad para revisar entre los cadáveres en busca de… ¡Sí! Lo encontré. Tabaco y madera labrada. Me apresuré a quemar un poco y después de dos bocanadas, me atreví a contemplar el paisaje.

Ante mí se abría un mundo de dimensiones infinitas. Montañas, acantilados, ríos, valles, desiertos, bosques. Éste es un mundo rico. Decidí trazar una ruta para mi viaje que comenzaba con el delta del Saknussemm, que era el punto más cercano pasando el empalme, y hacía un medio círculo hasta llegar al siguiente punto más cercano, las minas de Falun. En este país la geometría euclidiana no tiene razón de ser. Si tuviera a mi Kraut Slut

En el Saknussemm capturé una trucha. A los costados crecían fresas salvajes. Una cena muy modesta, pero no moriría de inanición.

Me tomó la mayor parte de la noche ir del primer punto marcado al siguiente. Desde aquí podía ver la línea plateada del mar, como una diadema en el horizonte, hacia el oriente. La vista del mar debería hacerlos sentir mejor, considerando qué más se podía ver desde ahí: la vieja ciudad de Falun, la mitad de cuyos edificios estaban incompletos y sólo se veían sus esqueletos y los cables que usaban los constructores para desplazarse entre ellos; a la luz caliginosa estas estructuras brotaban como naufragios petrificados que habían salido a flote. Había pocos habitantes en Falun, que más que una ciudad parecía un enorme burdel. Como no podía permitirme más retrasos me pareció más sensato pasar la noche en los terrenos de la mina. Desde que se agotó el oro y otros metales y piedras preciosas, ya nadie iba por ahí pero, si acaso tenía visitas inesperadas, había muchos lugares donde ocultarse.

Cacé un pequeño conejo para la cena. Me sentía un poco mal por la criatura de aspecto inocente, pero tenía hambre y el placer de saciarla apagó los sentimientos de culpa.

Acampé usando un viejo coche de mineros como refugio. No quería dormir, pero estaba muy cansado y no pude evitarlo. Era un riesgo irremediable.

Un golpeteo me despertó. Había alguien ahí. Sin hacer ruido, busqué la pistola, y moviéndome lo menos posible, vi la silueta de una persona contra la luz del día. Le apunté y le dije:

—Amigo, no sé qué buscas pero te aconsejo que tengas cuidado.

Aquel extraño se acercó sin mostrar miedo de mi arma.

—Hola, extranjero —dijo atropelladamente mientras señalaba hacia el poniente—. Soy el doctor Knocker y lamento mucho interrumpir su descanso pero me parece que es importante que sepa usted que se aproxima una estampida de bestias de vapor.

El doctor Knocker era un personaje bastante singular. Era obvio que no representaba amenaza, así que guardé mi arma y lo miré con atención. Su cabello era rojo y estaba encrespado, mirándolo bien, semejaba la llama de una antorcha. Su piel era blanca y parecía de madera pintada a la manera de un mimo. Llevaba unos extraños anteojos con muchas lentes que giraban y se reacomodaban gracias a un sistema de engranes similares a los de un reloj común, pero visibles en el caso de nuestro ingeniero. Me di cuenta de que el mecanismo era de cuerda. Su ropa era elegante, como la de un lord, pero de colores extravagantes, como las de un payaso. Movía constantemente sus dedos afilados como patas de araña, y al hablar enseñaba un montón de dientes de pez, pequeños y agudos.

Mantenía el brazo estirado: llevé la mirada hacia donde me indicaba y pude ver a lo que se refería. Una nube de polvo se acercaba, incluso pude escuchar el ruido de los cascos al golpear el suelo.

Había incontables leyendas sobre las gentes de Falun. La más notable se refería a los ingenieros salvajes, un grupo formado por salvajes y científicos que se dedicaban a construir animales de tiro que servían para el transporte y la agricultura, pero todos ellos estaban totalmente locos y a cada máquina le habían instalado un reloj de cuenta a cero de pérdida de control, que convertía a las bestias en verdaderos animales salvajes de metal, imposibles de domar una vez que perdían el control. Lo que son las cosas: esa leyenda ridícula resultó ser verdadera.

De prisa guardé mis cosas y corrí en la dirección aparente que llevaba la estampida, esperando a que me alcanzara. El doctor Knocker corrió a mi lado, como si conociera mi plan de escape.

Cuando las bestias nos alcanzaron, me armé de valor y salté sin dejar de correr. Lo hice bien pues aterricé sobre el lomo de un tauro dorado. El doctor también había saltado y ahora estaba sentado sobre un caballo, haciendo suertes como si lo intentara domar. El caballo se alejó y el doctor en él, gritando enloquecido.

Como no podría mantener el equilibro mucho tiempo a causa del intento de la bestia de quitarme de encima, salté hacia la siguiente, y luego hacia otra, y otra, y así, sucesivamente, hasta que al final volví al suelo y vi a las bestias alejarse hacia el horizonte. Sin duda había sido una de las mañanas más agitadas de mi vida.

Ya no podía perder más tiempo. Emprendí el viaje de nuevo, desayunando el resto del conejo mientras caminaba, y fumando un poco de tabaco cada vez que lo necesitaba; por supuesto, no duró demasiado.

Al fin llegué a Penumbria. Desde la muralla occidental era posible ver la gran clepsidra de goteo perpetuo que adornaba el palacio municipal, que en efecto era un palacio, de mármol blanco y torres góticas y rosetones y arabescos. Los arcos que servían de entrada a la ciudad se hallaban cerrados, la única forma de penetrar era saltando por alguna de las murallas. Elegí la de menor altura y al pasar al otro lado, me hallaba en el cementerio.

Era igual a como lo recordaba de mi última visita, que hice con Olimpia para ver el gran guiñol de Papá Fritz, excepto que esta vez había unas cuantas tumbas más y unos cuantos árboles menos. La muerte es imbatible a donde quiera que uno vaya. Me senté sobre una lápida a recuperar el aliento. Desde ese punto podía ver la línea del mar hacia el oriente. Hacia el norte se veía la mancha gris que era la ciudad de Fogg. Varios puntitos de colores flotaban por encima de ella, los dirigibles y globos que representan la industria más fuerte de Fogg, la del transporte por vía aérea. Saqué la carta de Olimpia y la leí, aunque casi la había memorizado ya, fascinado por la escritura exacta y segura de mi amada:

 

Locke, te debo una explicación, lo sé. Y es ésta:

Hace tiempo que la vida se ha vuelto demasiado larga, monótona y aburrida. He tratado de decírtelo pero tú nunca escuchas. Así que, después de meditarlo bien, de darle vueltas y vueltas en mi cabeza, de pasar noches hipnagógicas persiguiendo fantasmas de respuestas, llegué a la conclusión de que tenía que marcharme en busca de no sé bien qué, mi rosa del desierto, mi flor azul, ese algo que le diera sentido a todo el desorden y agotamiento que llevo por dentro. Tú sabes cuáles son los lugares que siempre me han interesado, así que ya sabes dónde encontrarme si así lo quieres. Yo estaré allá, esperándote.

Sería triste que nuestra relación se termine de este modo, yo no quiero que suceda así, pero no depende de mí. G.

 

Ya la había buscado en los Montes Azules, en el Océano de las Tempestades, en el Lago del Ensueño, en la Planicie de Durgar, en el Desierto de las Rosas, en el Jardín de Fiona, en la Ciudad de las Torres Blancas, en todos los lugares que le interesaban, siempre sin éxito; el único lugar que me faltaba visitar era la Torre de Rudisbroeck. Guardé la carta en el sobre gris y la oculté bajo mi abrigo. Ella me lo obsequió; es por eso que nunca me lo quito… De acuerdo, es sólo un decir.

Noté el barro que llenaba la cubierta exterior de mis botas y sentí una punzada de dolor. ¿Y si Olimpia no estaba tampoco ahí?

No tenía ninguna garantía de que encontraría a Olimpia en la vieja Torre. Me sentía perdido, como si no valiera la pena ningún esfuerzo. El cielo pardo y la tarde castaña con su viento frío y sus árboles de llanto triste me deprimían aún más. Siempre he sido un sentimental, qué puedo hacer.

¡No! No puedo quedarme así, me dije, tengo que encontrar una respuesta. Una respuesta mala es mejor que la incertidumbre. Me abotoné el abrigo y me coloqué el sombrero con garbo. Tenía un objetivo y no podía renunciar a él.

La Torre de Rudisbroeck era alta, y estaba cubierta del musgo de las edades. Podía verla incluso desde el cementerio, a través del follaje espeso de los olmos y los sauces. El viento era frío y las hojas de los árboles dorados susurraban en olvidadas lenguas vegetales, como si quisieran decirme algo. Todo en ese lugar era muerte, y la muerte había estado muerta por tanto tiempo que parecía no recordarlo.

No había nadie en toda Penumbria, sólo el viento y la extraña luz de las cinco de la tarde que nunca cambia. Esta soledad me hacía sentir más amenazado que la muchedumbre armada con la que había combatido no hacía mucho. Con apostura, corrí a la Torre de Rudisbroeck, lo que me tomó unas dos horas. La verja estaba caída y oxidada, el pasto había crecido un par de metros y tenía una nauseabunda tonalidad amarilla que casi me hace vomitar. Guardé un poco del musgo que recubría los muros; podría fumarlo a placer cuando todo esto terminara. ¡Ay! Qué no daría por un nârgil de musgo azul, del que crece en los túneles de tren abandonados de Arne.

La puerta de la Torre estaba delante de mí, abierta y espléndida como cuentan las leyendas que siempre fue. Entré y me puse a buscar a tientas en las paredes, hasta encontrar una tea que con dificultades pude encender. A unos pasos se elevaba el oxidado barandal de la escalera. Alcanzaba a percibir un tenue olor a hierro. Cubrí mi rostro con la bufanda para evitar las arcadas. Con cuidado, subí por la escalera de ónice, evitando caer a cada momento por los desgastados escalones. No parecía que nadie hubiera pisado ese lugar en siglos, y toda esperanza de hallar a Olimpia se borraba de mi mente segundo a segundo. Pero tenía que continuar, encontrar una respuesta, una pista, algo que me diera una certeza, la que fuera.

No sé cuánto tiempo me tomó llegar al piso más alto de la Torre, mi reloj se había detenido a las cinco de la mañana, aunque como era de manecillas daba lo mismo en qué meridiano estuviera. Había un anticuado laboratorio y varios cuartos. Una bandada de zorros voladores se lanzó contra mí. Preparé la pistola para defenderme, pero los bichos cambiaron de dirección y escaparon por una ventana sin vitral. Me pregunto cómo se alimentarán cuando toda Penumbria es una enorme tumba. Seguro volarían a los bosques donde encontrarían abundante comida.

Continué avanzando por los corredores llenos de puertas, sólo algunas de ellas estaban abiertas, pero no tenía el coraje para abrir ninguna de la que se hallaban cerradas, quién sabe que podría encontrar al otro lado.

Me detuve en seco pues me pareció escuchar algo. Era una especie de rasgueo, pero no conseguía identificar ni su origen ni su naturaleza. Cerré los ojos para mejorar mi concentración. Había un olor familiar que se confundía con el hierro, como a fruta seca, el aroma de Olimpia. Ella estaba allí, o había estado allí poco antes. Quizá el sonido lo hacía ella.

Abrí una puerta, me parecía que el sonido venía de ella, y encontré a Olimpia en un rincón, llorando y arañando las paredes. No pareció reconocerme. Me miraba con miedo. Sus ojos violáceos brillaban con luz extraña, como cuando lloraba después de una pelea. Sollozaba triste, imperceptiblemente; sólo fui capaz de notarlo después de unos minutos.

Su ropa estaba maltrecha y su cabellera era un desastre. La tomé en mis brazos, y fue cuando noté la mancha de sangre en su pecho. La recosté sobre un sillón y busqué la herida, usted disculpe, milady. Ninguna, ninguna herida. Olimpia se quedó dormida y no la abandoné un solo momento. Parecía tener sueños inquietos, pero se tranquilizaba cuando le hablaba al oído o cuando pasaba mi mano por la maraña de su cabello.

Despertó al cabo de unas horas pero seguía sin reconocerme. Me abrazó agradecida y me dijo con voz nerviosa:

—No fue mi culpa.

Se levantó y corrió hacia una de las puertas cerradas que yo temía abrir.

—¡Olimpia!

Alentrar a la habitación vi el terrible espectáculo que le producía pesadillas a Olimpia: las autómatas de Rudisbroeck llenaban el recinto. ¡Era fieles reproducciones de Olimpia!, aunque algunas de ellas no tenían rostro, o les hacía falta uno o ambos brazos, y caminaban a paso lento, dando vueltas en círculos por la habitación como animales atontados. Sobre el suelo había muchas de ellas: muertas o moribundas, pensé. Ahora sabía de dónde había salido la sangre que vi en Olimpia.

Pero Olimpia no había terminado aún. Se arrojó en contra de una de las autómatas que corrían, y usando los dientes y las uñas la hizo sangrar. Los gritos de aquel ser eran espantosos, demasiado humanos. La sangre salpicaba y las otras no hacían nada por protegerse ni proteger a su compañera victimada. El espectáculo que representaban estas marionetas autónomas al morir me incomodó demasiado.

No pude soportarlo más y me marché. Caí escaleras abajo algunos pisos, por fortuna no me sucedió nada grave, sólo algunos raspones, aunque mi sombrero no volvería a ser el mismo. Me asombró encontrarme preocupado por mi sombrero cuando había sido testigo de esta… esta aberración. Corrí con todas mis fuerzas, y noté que había movimiento en la ciudad.

En las calles había paseantes, ajenos a lo que sucedía en la horrible Torre de Rudisbroeck, no entiendo cómo no los vi cuando llegué. Me acerqué a un par de mujeres que paseaban, buscando un poco de consuelo, y me aterró ver el rostro de Olimpia, los gestos de Olimpia en otras mujeres. Corrí, pero en mi carrera comprendí algo sobre Penumbria: Penumbria era la ciudad del otoño perpetuo, allí nada cambiaba, las autómatas, pues sólo había mujeres, nunca envejecían.

Estaba de nuevo sentado sobre una lápida en el cementerio, abrumado, y ése parecía ser el único lugar en la ciudad donde podía encontrarse un poco de paz. Qué triste ironía. Antes de venir no estaba seguro de si aún amaba a Olimpia o no; sentado ahí, bajo esa luz plateada, bajo esos árboles de llanto dorado, sólo deseaba regresar a Polt y encerrarme en mi cuarto, y a la luz del farol, poner en orden mis pensamientos.

No entendía nada, ¿por qué las autómatas tenían el rostro de Olimpia? Fue cuando recordé… Busqué la lápida de mi anterior visita. No me fue difícil encontrarla. Leí con detenimiento: Johan Rudisbroeck; 3214-4109. Entonces ella… Olimpia era… ¡Todo encajaba! Aunque no sé ni por qué me emocioné al descubrirlo lo cierto es que me sentía aliviado. Lo lamento por la pobre de Olimpia, en verdad la había amado alguna vez, sólo que la idea de vivir con una muñeca que nunca envejecería me resultaba insoportable.

La ciudad de Fogg se encuentra a dos días de viaje desde Penumbria. En Fogg podría conseguir transporte barato a Polt. Sin otra cosa que hacer, y con cachimbo en boca, abandoné Penumbria. Seguían siendo las cinco y el otoño seguía cayendo con su aire de nostalgia sobre las calles de esta hermosa y terrible ciudad.

 

 

Inspirado en un relato de Emiliano González.

Y en otro de Eduardo Ladislao Holmberg.

 

 


Jorge Jaramillo Villarruel nació en Ciudad de México en 1980 y piensa que escribir sobre sí mismo en tercera persona, es una forma de perversión (es freudiano). Fue editor de la revista digital TRANSEÚNTES del Instituto de la Juventud del Distrito Federal (México), hasta que el fascismo de Miguel Ángel Mancera lo despojó de su trabajo y proyecto; actualmente es corrector de estilo y colaborador para I LOVE MAGAZINE. Ha publicado cuentos, crónicas y ensayos en las revistas EL BÚHO y EMBOGAZINE, en el periódico EXPRESO de Sonora (finalista del Rodeo de Palabras 2007), en las revistas electrónicas NARRATIVAS, SINFÍN y ROJO SIENA, y en el portal de literatura fantástica AXXÓN. Colaboró en la ANTOLOGÍA MEXICANA DEL ZOMBIE y en el HOMENAJE A LOVECRAFT, editados por El Under, y forma parte de la antología ALEBRIJE DE PALABRAS: ESCRITORES MEXICANOS EN BREVE, dedicada a la minificción, editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (México). Fue segundo lugar en el XIV Concurso Internacional de Cuento Navideño, Súbito, Breve y Electrónico (2011) de editorial Ficticia. Vive irremediablemente enamorado de Elena Garro y su obra. Y de una mujer casada, con quien tuvo un pasado trágico y un presente caótico, pero por suerte, ningún futuro.

Ha publicado en Axxón: ULALUME, OPHELIA XXI, RUINAS y TRAMPA CON CEREZA.


Este cuento se vincula temáticamente con EL HOMBRE DE ARENA, (Clásico) de Ernest T. A. Hoffmann; ESPÍRITUS Y MARIONETAS, de Carlos Pérez Jara y LA BÚSQUEDA DE AUSENCIA, de Pé de J. Pauner.


Axxón 249 – diciembre de 2013

Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico: Fantasía: Steampunk: Romanticismo: Autómatas: México: Mexicano).

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