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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Guillermo Vidal

A Mechita le encantaba mirar el lago sentada en la piedra grande con los pies descalzos acariciando el agua. Jugaba a salpicar a los patos que se deslizaban como por arte de magia, remando con sus patitas invisibles hundidas en el agua. De pronto alguno sumergía la cabeza, luego otro, más allá. Y la niña sonreía. Siempre sonreía.

A su lado, Canica había traído un hueso y rascaba la tierra con sus uñas embarradas. Más atrás, Capota lo miraba con ganas de jugar. Los perros siempre estaban jugando. Se trenzaban en una lucha falsa de morderse trompa contra trompa. Mechita sabía que era falsa porque jugaban sonriendo; y muchas veces se sumaba a revolcarse con ellos.

Mamá Samanta miraba la escena con una sonrisa triste desde la ventana de la cocina.

Amarrados a un pequeño muelle, un par de botecitos despintados bailoteaban con el oleaje de la orilla. Hacia la derecha, el lago se afinaba hasta llegar a su afluente que se perdía entre un bosque de olivos silvestres; hacia la izquierda, desaguaba por un cauce empinado que el agua había excavado en la ladera, para seguir su curso hasta el valle. Sobre el desagüe empinado cruzaba un puentecito de madera y unos metros más abajo funcionaba una vieja turbina hidráulica que generaba algo de electricidad para el consumo doméstico.

 

 

Mechita había dejado de jugar y avanzaba hacia la casa con un perro bajo el brazo.

 

 

—Mamá, se apagó Capota.

La madre se secó las manos en el delantal.

—Ay, Mechi, no puedes tener a los animales encendidos todo el día.

—Los patos nunca se apagan —dijo la niña.

—Los patos se recargan solos, hija. Se estacionan en la correntada y se recargan con una ruedita que tienen en la panza.

La niña se dio vuelta y se quedó perpleja, mirando los patos a lo lejos, con la boca entreabierta.

Samanta abrió un puertita disimulada en el peludo lomo de Capota y extrajo un cable fino y largo que enchufó al tomacorriente de la pared.

—Vamos a darle una recarga y con un poco de suerte, quizá nos aparezca también una actualización.

—¿Puedo llevarme a Pimpi? —preguntó la niña.

—Sí. Llámalo fuerte para que se encienda y venga.

—¡Pimpi! ¡Pimpi! ¡Vamos a jugar!

El gato gordo y gris salió de la habitación de la niña con un andar pesado y somnoliento. Canica movió la cola y los tres salieron al parque.

—No te acerques al puentecito —le gritó la madre desde la puerta.

Mechita hizo un gesto con la mano, sin darse vuelta, y salió al trote con su perro, su gato y su vestidito rosa de jugar.

 

 

La casa del lago era simple y bella. Tenía un grueso techo de paja vinílica sobre el que afloraban las antenas. Dos dormitorios con amplios ventanales que daban al frente, y una gran sala de estar que se prolongaba en la cocina. Un alero ancho cobijaba la salida al parque, bajo cuya sombra se habían dispuesto unos silloncitos de madera rústica y una mesa baja en el mismo estilo.

 

 

Caía la tarde mansamente cuando Pedro emergió entre los olivos, zigzagueando a gran velocidad con su deslizador vertical, parado sobre la tabla flotante, firmemente sujetado al manubrio, y con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante como un esquiador.

Cortó camino levitando a ras del lago, esquivando a los patos y marcando una suave estela sobre la superficie del agua. Dejó el vehículo bajo el alero, apoyado contra la pared, y saludó a la niña con un beso.

 

 

—¿Qué llevas allí? —preguntó Mechita al ver la enorme caja que Pedro estaba desatando del portaobjetos.

—Es para ti, pero debes abrirla después.

—¿Por qué?

—Porque primero debemos enchufarla un rato.

—¿Pero qué es?

—No te lo diré.

Pedro entró a la casa con la niña revoloteando alrededor.

—Dime con qué letra empieza.

—Solo te daré una pista: «deja de revolotearme como… un montón de mariposas».

La pista no sirvió y costó un poco de trabajo conseguir que Mechita volviera al parque.

 

 

Mamá Samanta saludó a Pedro con una sonrisa y un reproche.

—¿De nuevo por aquí?

—Es lo único que se me ocurre hacer cada vez que comienzo a extrañarte —dijo él.

Ella lo ignoró con alguna incomodidad.

—Vamos, enchufa ya esas mariposas —dijo.

Pedro colocó la caja sobre la mesa, extrajo un cable del costado sin romper más que una porción del envoltorio y lo enchufó al tomacorriente de la pared. Luego se sentó y cruzó las piernas. Samanta se hundió en la mesada de la cocina previendo el interrogatorio.

—¿Cómo estás? —dijo él después de un silencio largo.

—Bien. ¿Quieres un café?

—Sí, por favor; si con eso logro que podamos estar un rato sentados conversando.

—No quiero hablar de eso. Ya lo sabes.

—Yo no he hablado de nada, solo te pregunté. —Pedro enfatizó la pregunta para volver a instalarla—: ¿Cómo estás?

Ella hizo un silencio y aceleró sus quehaceres en la cocina. Hizo ruido con las tazas, abrió puertitas, sacó la azucarera, dispuso las cucharitas. Luego se detuvo un instante, se secó las lágrimas con los nudillos, resopló una espiración rápida, tomó la bandeja y, ya recompuesta, llevó todo a la mesa.

—Bien —dijo—. Estoy bien.

 

 

Hablaron un rato laxamente, fingiendo un entusiasmo por los temas que ninguno de los dos sentía. Él, mordiéndose la lengua. Ella, deseando que no la soltara.

Un aleteo creciente dentro de la caja interrumpió la farsa. Pedro desenvolvió el paquete y pudo verse un recipiente cúbico de vidrio repleto de mariposas de todos los colores que se agitaban y entrechocaban a causa de la estrechez.

—Con este botón se abre la puertita y salen —explicó Pedro—. Con este otro botón, vuelven a la caja. Si se descargan, vuelven solas. Una vez en la caja, la enchufas y se cargan todas. Y con esta red, la niña jugará a cazarlas.

 

 

—¡Qué bonitas! —dijo Samanta— ¿Cuántas hay?

—Noventa y siete.

Samanta lo miró incrédula. Pedro giró la caja y leyó mientras subrayaba con el dedo:

—»Contiene noventa y siete mariposas». Supongo que así parecen más naturales.

 

 

En las últimas tres décadas, un furor llamado Tecnorenacentismo pugnaba por reproducir la naturaleza tal como era, en todos sus detalles. Cien o cincuenta eran números andrógenos, y debían aparecer con la misma frecuencia que cualquier otro en los sistemas naturales reproducidos. Así, noventa y siete mariposas estaba bien.

 

 

—Ya estoy viendo a Mechita corriendo por el parque, todo el día cazando mariposas —dijo Samanta, que se había acercado a la ventana y observaba cómo la niña, arrodillada a la orilla del lago y sosteniendo una larga rama que apenas controlaba, hostigaba a un pato atrapado entre los postes del muelle para ponerlo patas para arriba.

 

 

Pedro se acercó a Samanta y ambos observaron en silencio las peripecias de Mechita.

 

 

—¿Cómo estás con la niña?

 

 

Ella hizo un largo silencio y los ojos se le volvieron a cargar de lágrimas.

—Es maravillosa —balbuceó con una voz quebrada. Y rompió en un llanto franco que ya no pudo contener.

Pedro la abrazó. Ella se tapó el rostro con ambas manos y se apoyó sobre el pecho del muchacho.

El joven la acarició un largo rato. Luego rompió el silencio.

 

 

—No sigas con esto, mi amor. No te hace bien.

Ella no respondió.

—Quiero volver —continuó él—. Esto ya no puedo soportarlo. Te extraño todo el tiempo ¿Crees que ha sido fácil para mí? Quiero volver.

 

 

Samanta negó con la cabeza sin saber cómo justificar la negativa.

 

 

—No estoy preparada.

—Ya pasaron seis meses, mi amor.

—Al mundo le han pasado seis meses. Yo estoy detenida en el minuto cero. He sobrevivido gracias a la niña.

—Déjame ayudarte. Yo también quiero ayudarte. Déjame volver.

 

 

Samanta se desprendió suavemente de Pedro, caminó unos pasos y volvió a hundirse en la mesada de la cocina.

 

 

—Tengo que preparar la cena.

—¿Me invitarás a cenar?

—Había pensado que no.

 

 

Él se acercó, la sujetó de los hombros y la giró suavemente.

—Te amo —le dijo, con una mirada intensa y húmeda.

Samanta no respondió.

El hombre le acarició la mejilla y, sin decir palabra, dio la vuelta y partió hacia la puerta. Una vez allí, hizo un gesto de payaso recordando algo, con los dos índices señalando al techo.

—Casi me olvido.

Volvió hacia la mesa, presionó el botón de la caja de vidrio y liberó a las mariposas.

Súbitamente, la cocina se llenó de vida y color.

—¡Mariposas! ¡Mariposas! —Gritó él saltando como un niño— ¡A cazar mariposas!

La mujer destrabó el nudo en su garganta con una risita entrecortada.

Uno a uno, los diminutos ingenios fueron encontrando la salida hacia el parque y detrás salió Pedro con su red.

—¡A cazar mariposas! ¡A cazar mariposas!

Poco tardó en pasarle la posta a Mechita, que salió correteando detrás de los bichitos. Luego se subió al deslizador y partió.

—¡Pedrito! —Gritó Samanta desde la puerta—. Mañana prepararé unos buñuelos…

El hombre levantó un pulgar a la distancia y se perdió detrás del olivar.

 

 

Las últimas luces del día ya plateaban el paisaje. Con la noche incipiente, la casa del lago comenzaba a exudar una melancolía vestida de lilas y violáceos. Los faroles del parque ya se habían encendido convocando hordas diminutas de insectos voladores. Ajena a la tristeza de fondo y a los hechos del pasado reciente, Mechita seguía corriendo tras las mariposas. De tanto en tanto entraba a la casa para guardar su captura en la caja de vidrio. Pero hacía largo rato que Mechita no entraba, y mamá Samanta salió al parque para ver en qué andaba la niña.

Con espanto, Samanta la vio subida al puentecito, apoyada sobre la baranda, con el torso colgando en el vacío, tratando de atrapar su mariposa.

 

 

—¡Mechi! ¡No! —gritó la madre.

La niña se quedó petrificada con el grito, parada en medio del puente con la red en su mano. Samanta salió corriendo a su encuentro.

—Quédate quietita que ya va mamá.

Llegó a su encuentro y la abrazó fuertemente.

—Mechita, nunca vuelvas a este puente. Nunca.

 

 

Y allí, con la brisa batiendo su cabello, y con el embate hostil de la noche oscura, Samanta cerró lo ojos y volvió a revivir toda la tragedia. Su amada hija desapareciendo detrás de la baranda, cayendo de cabeza al arroyo torrentoso. La desesperada carrera en su auxilio, y el horror de hallarla en ese estado, enredada entre las aspas de la turbina con su cuerpecito casi partido a la mitad y esa savia bermellón manando de sus vísceras, desbaratándose en el torbellino de los rápidos. Y sus ojos, gélidos y abiertos, mirando el cielo para siempre desde el fondo del agua.

Mamá Samanta lloró amargamente aquella noche, en medio del puente, abrazada al cuerpo de Mechita, recordando la absurda muerte de su hijita en las fauces del generador. La niña contaba entonces con seis años de edad y su vida no pudo seguir más allá. Y detenida en ese mismo punto, había quedado también la vida de Samanta.

 

 

Mamá Samanta apagó la luz del comedor. En su habitación, Mechita jugaba con muñecos.

—¿Te has lavado las manos? —preguntó la madre.

—¿Las manos y la cara y los dientes? —precisó la niña.

—Sí.

—No.

—Pues ve. Ya es tarde, hijita.

Por unos minutos, mamá Samanta sintió el agua correr en el baño. Luego salió la niña con una mancha de pasta dental en la mejilla.

—Listo —dijo.

Mamá Samanta sonrió y le limpió la cara. La llevó a su habitación, le quitó la ropa y los zapatos, le puso un camisón blanco con florcitas rojas que costó pasar por su cabeza. La metió en la cama y la tapó. Encendió el velador, apagó la luz grande y corrió la cortina para que entrara la luz de la luna.

 

 

—¿Ahora voy a dormir?

—Sí, mi amor.

—¿Y voy a soñar?

— Sí, mi amor.

—¿Y con qué quieres que sueñe?

Mamá Samanta se arrodilló junto a la cama y le acarició los bucles.

—Quiero que sueñes con los angelitos.

Mechita sonrió, giró la cabeza y miró por la ventana.

—Buenas noches, mamá.

—Buenas noches, mi amor.

Mechita cerró los ojos y se quedó dormida. Mamá Samanta la miró con ternura durante unos segundos. Luego, como volviendo de un ensueño, hundió su mano debajo de las mantas, hurgó en el cuerpo de la niña y desde algún lugar de su espalda extrajo un cable fino color carmín que enchufó rápidamente.

Samanta imaginaba que algún día, algo mágico traerían esos cables, y la niña podría también soñar. Entonces ya no habría diferencias, y todo sería como antes. Y juntos los tres volverían a ser una familia, y jugarían con los perros, y pasearían en bote por el lago, y hablarían de la simple vida, y jugarían a imaginar el futuro. Y los aciagos sucesos del pasado reciente ya no serían recordados. Si tan solo pudiera soñar…

 

 

Mamá Samanta apagó el velador, apoyó su mejilla contra el rostro inerte de la muñeca y se quedó allí, como todas las noches, acariciando su pelito amarillo, mirando los dibujos de la luna contra la pared de los muñecos, y repitiendo en voz baja su inútil letanía.

 

 

—Sí, mi amor… sueña. Por favor… sueña.

 

 


Cristian J. Caravello nació en Morón, Buenos Aires, el 21 de febrero de 1965. Estudió matemática y le interesan las ciencias en general. Administra los foros de “Astroseti“, un sitio español sobre Astronomía y Astrobiología.

Su actividad literaria es reciente. Mantiene su blog, Letras de Cristian, con cuentos fantásticos y de ciencia ficción. Ha publicado recientemente, en Cuásar 52, el cuento “Buenos Aires Service”.

De sus obras, en Axxón ya hemos publicado LA SOCIEDAD DE LOS OVOS, EL ENIGMA DEL BAR DE LOS VIEJOS Y LOS GATOS, EL INFINITADOR, BUENOS AIRES BAJO EL RÍO y LA CUCARACHADA.


Este cuento se vincula temáticamente con PIEL Y TINIEBLAS, de Carlos Pérez Jara; EL QUE GUARDA SIEMPRE TIENE O LOS BENEFICIOS DE LA REENCARNACIÓN, de Ian Watson; y A.I. INTELIGENCIA ARTIFICIAL (artículo), de Silvia Angiola.


Axxón 254 – mayo de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Inteligencia Artificial : Argentina : Argentino).

4 Respuestas a “«La niña sin sueños», Cristian J. Caravello”
  1. Hugo A Rqmos Gambier dice:

    Una maravilla!

  2. Alejandro dice:

    Hermoso Cristian, simple y hermoso.
    Saludos de un papá de una nena de casi 16 años.

  3. Cristian Caravello dice:

    ¡Gracias, Hugo y Alejandro!
    Me alegra que les haya gustado.

  4. Augusto dice:

    Excelente!

  5.  
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