Revista Axxón » «El bosque que crece por las noches» (parte 1) , Pablo Dobrinin - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

URUGUAY

 

 

 


Ilustración: Tut

Sabrina apareció una tarde de julio. Y digo apareció y no cualquier otra cosa, porque no la vi ni la escuché llegar; ni siquiera el perro la advirtió. Cuando me di cuenta, ella ya estaba ahí, como si no hubiese tenido necesidad de recorrer los cien metros de la entrada bajo la sombra de los sauces, como si no fuese más que uno de esos sueños que se deslizan al primer parpadeo.

Ahora que lo pienso, no sé por qué había decidido salir al frente. No iba a darle de comer al General, ni a regar los hibiscos del jardín. Tampoco tenía que ir a ningún lado. Sería fácil creer que estaba aburrido del encierro y necesitaba tomar un poco de sol, pero esta explicación tampoco me convence.

La vi al abrir la puerta; ella se bajó de una bicicleta de mujer, de color rojo, que dejó tirada en el pasto, y caminó hacia mí. Era flaca, bien blanca, de pelo largo, lacio y negro. Veinte años; un metro setenta, apenas más baja que yo. No tuvo necesidad de golpear las manos porque nuestras miradas se encontraron antes.

Su rostro reflejaba indecisión, pero en un segundo se fabricó una sonrisa de vendedora.

—Buenos días —dijo con una voz aguda y agradable.

—Buenos días —repetí.

Se acomodó el cabello, con ese gesto tan encantador que tienen las mujeres, y descubrió una oreja pequeña.

Me tendió una mano delgada y se presentó con gran pompa:

—Soy Sabrina, directora y redactora responsable de la revista Los Eucaliptos.

—¿Los Eucaliptos?

—Publica información sobre los comercios de la zona y clasificados.

—Ah, sí, me la dieron la semana pasada en el supermercado.

—Estupendo. —Se quitó la mochila de jean que llevaba a la espalda y la dejó caer sobre la mesa de hierro del juego de jardín—. ¿Y qué le ha parecido?

Aquella pregunta me tomó por sorpresa. Estábamos hablando de una vulgar revista comercial hecha en papel de diario, y no se me ocurrió nada bueno para decirle. Pero pensé que al fin de cuentas todo el mundo está dispuesto a creer cualquier mentira que satisfaga su ego, y respondí:

—Muy profesional.

—Me alegro.

—…

Sacó una cámara digital de su mochila y afirmó:

—No saldrá defraudado, soy buena en esto.

—¿…?

—No se preocupe. No es caro. Una mención en la página de clasificados le saldrá apenas… pero seguramente usted quiere algo especial.

Abrí las manos, como si las palabras estuviesen en el aire y yo necesitara atraparlas.

—…

Antes de que pudiese agregar algo más, me miró con suficiencia y dijo:

—No le cobraré las fotos —y sin más palabras cruzó el jardín, abrió la puerta y se metió en mi casa.

Quedé boquiabierto por lo absurdo de la situación, y luego, bastante molesto, fui tras ella. Si se hubiese topado con el General —que seguramente estaba en el fondo— dudo mucho que se hubiera atrevido a tanto.

Cuando entré le estaba sacando fotos a las sillas y a la mesa del comedor.

Me quedé junto a la puerta y la observé sin decir palabra.

—Es buena madera —dijo golpeando la mesa con los nudillos. Tomó una silla por el respaldo y la sacudió—. Un poco floja.

Luego fue hasta la heladera y le sacó una foto.

—Una James —comentó—. ¿Hace cuánto que la compró?

—No recuerdo, pero…

—Hay que mostrar la capacidad que tiene—. Abrió la puerta y sacó otra foto.

—Disculpame, pero hay algo que…

—Sí, sí, me doy cuenta, esto está mal. ¡No podemos mostrar estas ollas horrendas con sobras de comida! ¿No tiene frutas o botellas de refrescos?

—No.

—¿Y huevos? ¿No tiene huevos?

—No.

—Hay que sacar esta mugre —añadió, y comenzó a retirar una asadera que tenía un pequeño trozo de pastel de carne.

—No, esperá…

Pero mi advertencia llegó tarde, porque en la maniobra volcó un bol lleno de sopa. El líquido chorreó sobre la parilla, empapó una vianda con gelatina y unas fetas de jamón que había debajo, y se desparramó en el piso de la cocina.

—Ahhh, disculpe —se lamentó llevándose una mano al mentón—. Menos mal que era sopa.

—No te preocupes, yo me encargo —dije tratando de controlar la ira, y fui por un trapo de piso.

En ese momento descubrió el televisor que estaba en el modular.

—¡Es un Hitachi! —exclamó—. ¡Creí que estaban extinguidos!

—No toques el televisor.

Estaba tan entusiasmada que no prestó atención a mi advertencia. Lo encendió.

—¡Oh, funciona!

—Sí, perfectamente —afirmé en cuclillas mientras intentaba limpiar el enchastre.

—¡Tiene un sintonizador de rueda! ¡Qué viejo!

—Dejá eso, por favor.

Pero no obedeció. No sé si lo giró al revés o qué carajo hizo, pero escuché un ruido que me puso los nervios de punta. Un trak, trak, trak que recordaba a una ametralladora.

—¡No —protesté—, lo vas a partir!

—Está suelto —señaló.

—¿Qué?

—Está suelto.

—No, no, está perfecto —dije con temor.

—Está roto —dijo mostrándome la perilla en la palma de su mano.

—¡No lo puedo creer, me rompiste el televisor!

Me paré. A juzgar por la expresión de su rostro, yo debía parecer una fiera salvaje.

—¡Se arregla! —Antes de esperar mi respuesta, la soltó y corrió hacia la puerta.

Me llevé una mano a la frente y fui por la pieza. La recogí del piso e intenté colocarla. Al principio me costó y llegué a creer que le faltaba algo o que se había partido, pero después la encajé en su sitio y quedó firme.

—Sólo estaba suelta —pensé en voz alta.

—Qué bueno —respondió ella asomándose por la puerta.

—¿Todavía estás ahí? Me pareció verte correr.

—Hay un perro gigante ahí afuera —dijo, y se mordió el labio inferior.

Me asomé.

El animal estaba acostado entre los pastos, justo al lado de la bicicleta. Parecía una montaña negra.

—No va a hacerte nada, es demasiado viejo y además es muy bueno.

—Es suyo, ¿verdad?

—Sí. Es el General.

—Es… gigante —repitió.

—No te preocupes, no va a comerte, lo tengo bien alimentado.

—Está bien, no quise causar tantos problemas.

—Sabrina —pregunté con calma—, ¿para qué querías sacarle fotos a mis cosas?

Dejó de mirar al perro y me respondió:

—¿Pero no las quiere vender?

—No.

—¿No? Me dijeron que usted se iba del país y que vendía todo.

—Jamás pensé en irme.

—¿Pero usted no es el doctor Rossi?

—No. Y tampoco soy doctor. Era librero. El doctor Rossi vivía en la paralela a esta, pero ya se mudó, hace días.

—Ahhhh.

—Se fue para Italia. Tiene parientes allá.

—Sólo a mí me pasan estas cosas —afirmó, y cuando pensé que se iba a reír, empezó a sollozar.

Lo único que faltaba.

Suspiré.

—No es tan terrible. No se murió nadie.

—Pero hice diez kilómetros para venir hasta acá, y todo por nada —agregó compungida, con la voz quebrada. Se cubrió la cara con una mano.

Le miré las rodillas flacas, las medias caídas y las zapatillas gastadas en los costados.

—Bueno, a lo mejor hay algo que…

Mis palabras provocaron en Sabrina una recuperación milagrosa. Cuando se descubrió el rostro no tenía ni una sola lágrima.

—Algo que no use.

—Sí, pero no se me ocurre —balbuceé al tiempo que comenzaba a lamentarme de lo que había dicho.

Se dirigió hacia el modular nuevamente. En diferentes anaqueles había libros, una pecera sin peces, y cuatro figuras de cerámica: un ángel, un pastor acompañado por una oveja, una bailarina, y un fauno tocando la flauta. El más pintoresco y mejor logrado era este último. Tenía un rostro perverso y un cuerpo muy expresivo; escondía la cabeza entre los hombros y, con una pierna levantada, parecía bailar.

—Y esas cosas, ¿las vende?

—¿Las figuras de cerámica? No, no las vendería ni aunque me mataran.

—Están muy sucias —advirtió.

—No insistas.

—No quiero comprarlas —se rió—. No tienen interés para mí. Las antigüedades son para nostálgicos. No puedo sentir nostalgia por cosas que se fabricaron antes de que yo naciera.

—Tal vez, pero sos curiosa, y te interesan.

—No compraría ese tipo de cosas.

—No, porque yo no te las vendería.

—Está bien, ¿cuánto quiere por el fauno?

Era demasiado joven y fresca como para hacerme enojar.

—¿Pero las querés para vos o para poner un aviso?

—¿Eso cambia algo?

—No.

—¿Y entonces?

—No voy a vender las figuras, y mucho menos al fauno.

—Ah, ¿y qué otras cosas tiene?

—Eh, no sé. Tengo que ver, en unos días capaz que encuentro algo, pero por ahora no.

—No va a comprarme un aviso.

—No, pero puedo ofrecerte una taza de té de durazno.

—¿Es rico?

—Sí, y además es gratis.

Sonrió. No era muy bonita, pero tenía una mirada limpia y una sonrisa natural.

—Tiene libros interesantes —reconoció mientras leía los lomos.

—Tampoco los vendo.

 

 

La tetera estaba bien, pero sólo me quedaban dos tazas; una tenía el borde astillado y a la otra le faltaba el asa. Puse té en un colador y calenté agua en la caldera. Después que hirvió, pregunté:

—¿Preferís tomar aquí o en el jardín?

—En el jardín, me gustan esos juegos de hierro.

Llevamos las tazas y la tetera para afuera, junto con un azucarero, unas galletitas y medio limón que había en la heladera, y nos sentamos.

El General se levantó y avanzó hacia nosotros. Sabrina abrió la boca como si fuera a decir algo, pero no dijo nada. Era enorme, cuadrado, y parecía una mesa caminando.

—Viene a saludarte —señalé—. Es muy inteligente y sabe cuando alguien es amigo o enemigo.

El General la olfateó. Durante unos segundos Sabrina contuvo la respiración, hasta que el animal se desentendió de ella y se me acercó. Le palmeé los pelos del lomo, duros como un cepillo.

—Acaricialo, vas a ver que no es malo —le dije a Sabrina.

Ella extendió una mano tímida, pero lo acarició y se tranquilizó.

—¿Es un gran danés? —preguntó.

—No, no es nada. Ni siquiera estoy seguro de que sea un perro. En todo caso es el perro más feo del mundo, tal vez por eso le tengo cariño.

El General se tiró cuan enorme era atrás de mí, cerró los ojos y allí se quedó, como si quisiera retomar un sueño interrumpido.

Serví té en la taza menos rota y pregunté:

—¿Cuántas cucharadas de azúcar?

—Seis. —Esperaba que dijera un disparate así.

Lo probó y afirmó:

—No está mal.

Iba a decirle que dudaba mucho que pudiera apreciarlo con tanta azúcar, pero me callé. Luego ella preguntó:

—¿Por qué son tan importantes esos objetos de cerámica?

—… Eran de mi difunta esposa.

—¿Hace mucho que falleció?

—Diez años.

—¿Y desde entonces ha vivido solo?

—Sí.

Sabrina esbozó una sonrisa comprensiva, comió una galletita y bebió un sorbo de té.

—¿Ella coleccionaba? ¿O tenía una tienda de antigüedades?

—Mi suegra tenía una tienda que le dejó de herencia a mi esposa. Ella después la vendió, pero se quedó con algo. —No tenía ganas de recordar a mi esposa, así que cambié de tema: —¿Y vos a qué te dedicas, vivís cerca de aquí?

—Sí, en Fray Luis, con una tía.

—¿Y tus padres?

—Se fueron para España hace un par de años, van a mandarme el pasaje cuando logren cierta estabilidad y me consigan un trabajo. Pero yo no sé si me quiero ir.

—Sí, no es una decisión fácil… ¿y acá qué hacés, aparte de la revista? ¿Estudiás?

—Voy al Liceo 24, está como a diez kilómetros de aquí.

—Sí, lo conozco.

—Ya me queda poco, en veinte días se terminan mis vacaciones. Ahora estoy reuniendo material para hacer una revista cultural.

—Ah, eso suena muy interesante.

—Usted es la primera persona que lo dice. A la gente que le comentaba el proyecto, me decía: «¿Qué es eso?». Y cuando les explicaba que era una revista de poesía, relatos y pensamiento, me preguntaban: «¿Para qué?».

—Lo que pasa es que la gente está en otra.

—Sí.

—Pero no te preocupes, en el Liceo vas a encontrar muchos compañeros que se interesen.

—Eso espero.

—¿Y cómo se va a llamar?

—La revista de Magritte.

—Lindo nombre.

—Y abajo dirá en letras pequeñas: Esto no es una revista.

—Lógico, je.

—Es previsible, ¿verdad?

—¿Qué?

—Que abajo diga «Esto no es una revista» —expresó con desánimo.

—No quise decir que fuera previsible.

—Pero dijo «lógico», que para el caso es lo mismo. Yo también lo pensé. Al principio me gustaba el nombre, pero ahora ya no estoy tan segura.

—A mí me gusta, está bien.

—Bien no es genial. Si se le ocurre algo me lo dice —ordenó, y comió otra galleta.

—Lo haré. ¿Y qué tenés pensado para el primer número?

—Breton, Dalí, Desnos…

—Uh, veo por dónde va la cosa. Alguien dijo una vez: mientras haya jóvenes existirá el surrealismo. No recuerdo quién fue, pero tenía razón. Probablemente fue el propio Breton… ¿Y qué me decís de Lautréamont?

—¡Lo amo! —dijo de un modo tan espontáneo que me causó gracia.

—Es imposible no hacerlo, ¿verdad?

—¿A usted también le gusta?

—Sí. Siempre recordaré al tiburón, a los pulpos voladores…

—La oda al océano.

—Buenísima. También me gusta mucho esa parte en la que hay un barco que se está hundiendo, y entonces aparece Maldoror exaltando el sacrificio de los náufragos que luchan por sobrevivir…

—Y luego cuando están por alcanzar la orilla les dispara con una escopeta.

—Jajaja. Sí… pero lo mejor es cuando se refiere a uno de los náufragos, perdido entre las aguas, y dice: «en ese momento comprendió que iba a morir, ya que, por más que se esforzaba, no podía recordar a ningún pez entre sus antepasados».

—Ah, sí, ¡eso es genial!

—… ¿Más té?

—No, gracias.

—¿Segura?

—Bueno, un poco. Está delicioso.

—Lo sé. Tengo el mejor té en cien metros a la redonda.

Sabrina movió la cabeza, como si certificara que mi casa era la única de la manzana, e hizo un gesto de aprobación. Después que le serví, bebió un sorbo y dijo:

—Mi parte favorita es cuando habla de dejarse crecer las uñas para arañar la piel de un recién nacido. —Sabrina acompañó estas palabras con un gesto de su mano derecha, como si estuviese arañando a una criatura.

—Y después, fingiendo que uno no ha tenido nada que ver, consolarlo y beberle la sangre de las heridas —dije, a modo de conclusión.

Sabrina rompió una galletita y se la arrojó a un par de pájaros que buscaban alimento en el jardín.

—Usted es la primera persona que encuentro por aquí a la que le gusta hablar de literatura —dijo con una sonrisa.

—Bueno, no puedo hacerlo muy seguido. Rara vez viene alguien.

—Me gustaría mostrarle lo que tengo separado para el primer número, para que me dé su opinión.

—Eso sería un honor.

—Bueno, se lo traeré el lunes.

—Cuando vos puedas, yo siempre estoy acá.

Sabrina mojó una galleta en el té y masticó. Miró un picaflor que volaba sobre los hibiscos y dijo:

—Qué lindo… ¿Hace mucho que vive en esta casa?

—Me mudé hace cinco años, cuando me retiré.

—Pero usted es muy joven para estar jubilado. ¿Qué edad tiene?

—Cincuenta y tres. Pero no estoy jubilado, sino retirado. Me di cuenta de que con lo que tenía ahorrado podía vivir los años que me quedan sin trabajar. No es tanta plata, pero para mis necesidades está bien. Además no tengo hijos.

—Claro, a sus ahorros pudo sumar los de su esposa, y lo que ella heredó de su madre.

—… Sí.

—¿Y por qué eligió este lugar?

—Quería un sitio tranquilo, sin ruidos, con poca gente. Estuve viendo varios lugares, pero al final me decidí por éste.

—Déjeme adivinar… vio varias casas que le gustaron, pero al final se quedó con ésta por los hibiscos y los sauces llorones.

—Los hibiscos no estaban, los planté yo. Pero lo que decís respecto a los sauces, sí, es muy probable —admití—. La casa es como cualquier otra, pero esa entrada de sauces es única. Son cien metros. Y la primera vez, cuando vine a conocerla y caminé entre los árboles, supe que me iba a quedar con ella. ¿Te gustan, verdad?

—Sí, me encanta. Todo. ¿Me podría sacar unas fotos con los hibiscos y los sauces?

—Seguro.

Sabrina me entregó su cámara y se paró junto a las flores.

Le saqué un par de fotos, rodeada de hibiscos rojos y grandes. Nunca me gustaron las cámaras digitales.

Luego fue hacia la entrada de sauces, y me gritó:

—Quiero que se vean los de la derecha y los de la izquierda.

Retrocedí unos pasos, hasta casi tocar la puerta de la casa, y me concentré en enfocarla.

Me agaché y conseguí que se viera a un tamaño razonable, con los árboles en perspectiva.

Saqué tres fotos, por si acaso. Luego me acerqué y le tomé un par más, recostada contra uno de los árboles. El rostro no se distinguía mucho, pero por las sombras de las mejillas uno se daba cuenta de que estaba sonriendo. Nunca dejó de hacerlo. En las últimas fotos ella se enroscó unas ramas de sauce llorón a modo de bufanda y puso una expresión que parecía arrancada de un afiche de los años veinte. Logré tomar bien el cuerpo. Senos redondos, caderas estrechas, piernas largas. Durante unos segundos, mientras disparaba el flash, volví a sentir aquella vieja sensación de que había atrapado algo. Pero la cámara no era mía, y se la entregué.

—Ya debo irme —dijo mirando su reloj pulsera—, pero vengo el lunes y le traigo lo que tengo separado para la revista.

—Está bien, hasta el lunes.

Sabrina se colgó la cámara al cuello, me dio un beso en la mejilla y se fue pedaleando entre los sauces.

Cuando dejé de verla me puse a recoger el juego de té. Ahora que ya no estaba su voz ni la mía, volvía a escuchar pequeños sonidos: el azucarero y la tetera que se colocan sobre la bandeja, una cucharita que choca contra el borde de una taza. También tomaba conciencia de mis pasos y del ritmo de mi respiración. Y mientras entraba en la casa sentía que había un silencio sin alma, como el que sigue a las fiestas después de que todos se han ido.

 

 

Giré la llave de encendido. La vieja camioneta —una Ford de color bordó de 1980— carraspeó y tosió en el aire claro de la mañana. Después de varios intentos en los que temí que se me ahogara, lanzó un rugido más cercano a la rebeldía que a la victoria y se estabilizó en un sonido tranquilizador. Esperé unos segundos, puse primera y arranqué.

Cuando iba por la mitad del camino de sauces, vi venir a Sabrina en su bicicleta roja. Detuve el vehículo. Ella se acercó a la ventanilla.

—… Hola.

—Hola, pensé que no…

—Sí, pero estuve…

—Quiero decir que te esperaba el lunes, estamos a jueves.

—… ocupada —su voz mostraba fatiga—. Pero ¿ya se va?

—En realidad iba a recolectar unos hongos, pero…

—No, no se interrumpa por mí.

—No es tan importante, puedo ir en otro momento. A menos que me quieras acompañar.

—¿Es lejos? —El sudor le había pegado los cabellos a la cara.

—Menos de un kilómetro, y podés dejar la bicicleta en la caja de la camioneta.

—Hecho.

Me bajé, le di un beso en la mejilla, dejamos la bicicleta atrás, junto a una canasta de mimbre, y entramos en la cabina.

Se quitó una mochila de jean gastado que llevaba en la espalda y se sentó a mi derecha.

—Y supongo que venís cargada de arte y poesía.

—Así es. Si la mochila explotara ahora la gente moriría al instante, pero feliz.

—Ese sería un gran final.

Arranqué, recorrí el sendero de árboles, doblé a la derecha, manejé una cuadra por la calle de pedregullo, y al girar a la izquierda entré en la ruta.

Un viento fresco despeinaba los campos y se metía por las ventanillas.

—¿Y qué va a hacer con los hongos? ¿Conservas?

—Una parte. ¿Te gustan?

—Sí, pero no sé prepararlos.

—No es difícil. Remediaremos eso, no te preocupes.

 

Doblé a la derecha, recorrí dos cuadras y detuve el vehículo.

Bajamos. Tomé la canasta de mimbre y entramos en el bosque de eucaliptos, que ocupaba toda la manzana.

El suelo estaba tapizado de hojas. El olor a tierra húmeda se mezclaba con el aroma de los árboles. Una orquesta aérea improvisaba con sonidos vibrantes y agudos.

—Un hermoso lugar, ¿no te parece? —dije.

Sabrina asintió. Poco después se agachó junto a un árbol, con dos dedos tomó un bichito de la humedad y lo colocó en la palma de su mano. El insecto comenzó a caminar y ella lo miró en silencio, como si disfrutara del roce de las patitas sobre su piel. Lo tocó y el insecto se hizo un ovillo.

—¿Nunca ha deseado poder esconderse así? —me preguntó.

—Tengo más del doble de tu edad, seguramente lo deseé más veces de las que puedo recordar —sonreí.

Dejó el bichito en el suelo, se puso de pie y nos adentramos en el bosque.

Caminar despacio era un placer que había descubierto hacía poco tiempo. De ese modo podía apreciar mejor el entorno en que me movía, y en ese momento era nada menos que la sombra perfumada de los eucaliptos, el aire hechizado de pájaros, y las ramas que crujían bajo mis pies. Sí, caminar despacio me hacía sentir en paz con mi propio cuerpo. A pesar de su llamativa vitalidad, Sabrina tuvo la delicadeza de seguirme el paso.

Pronto llegamos hasta una charca con arbustos, nenúfares, renacuajos, mosquitos, abejas y libélulas. Un pequeño sitio que hervía de vida.

—Un bello ejemplar —dijo Sabrina señalando una rana.

—Sí, yo no soy aficionado a las ranas, pero esta seguramente serviría para hacer un platillo exquisito.

—Tengo un primo que las hacía fumar —comentó.

—Pobres bichos.

—Una vez que uno les coloca el cigarrillo en la boca no pueden dejar de fumar. Fuman, fuman, y revientan.

—¿Y vos cómo sabés tanto? ¿También las hacías fumar?

—No, no, yo sólo encendía los cigarrillos.

—Oh.

—A usted le gusta mucho la naturaleza, ¿verdad?

—En una época me dedicaba a sacarle fotos.

—Qué bueno. No sabía que era fotógrafo. ¿Y qué hizo con ellas?

—Nada. Iba a hacer una exposición, pero nunca terminé la serie que me había propuesto.

—¿Por qué?

—No sé, tal vez me aburrí. Fue hace muchos años.

—¿Y aún tiene esas fotos?

—No estoy seguro. Tendría que buscarlas.

—Yo puedo ayudarlo.

Estaba pensando en lo incómodo que eso podría resultar eso cuando vi lo que nos había traído a aquel lugar.

—Allá, desde acá los veo. —Bordeé la charca y avancé.

Sabrina me siguió.

 

 

—Aquí —señalé.

Junto a un árbol había cinco hongos.

Sabrina los observó con una sonrisa y dijo:

—Cada vez que veo hongos me acuerdo de un libro que me leía mi madre, sólo que aquellos eran hongos gigantes. Y de colores, tenían muchos colores; y la gente vivía en ellos.

—Estos nunca llegan a ser muy grandes, pero servirán a nuestros propósitos. —Me agaché, con un cuchillo corté uno por la base y lo dejé en la canasta—. Siempre te conviene cortarlos, y no arrancarlos, para que sigan creciendo en ese lugar.

—Ajá.

—La canasta de mimbre no es casual. Si los juntás en una bolsa de nylon se pudren.

—Tiene todo previsto. ¿Y cómo sabe que no son venenosos?

—Son buenos. —Lo sostuve en la palma de la mano—. Te das cuenta por el color parejo amarronado. Por las dudas nunca comas hongos blancos o con pintitas.

—Pueden provocar intoxicación, ¿no?

—Sí, incluso hay algunos que pueden ser mortales.

—Puedo vivir sin hongos, de veras.

—Ja, ja, ja; no te preocupes.

—¿Y cómo los prepara?

 

 

—Primero hay que lavarlos bien para sacarles la tierra —señalé al tiempo que colocaba un balde bajo el grifo de la canilla de la cocina de mi casa.

Llené el balde y vertí los hongos.

—Soy toda oídos.

—Los dejo un día en remojo, los lavo bien, refregando con los dedos, y luego los hiervo para sacarles el gusto amargo. El agua queda oscura y hay que cambiarla las veces que sea necesario. Y cuando están cocidos los preparo en escabeche, con zanahorias, cebolla, vinagre de vino blanco, aceite de maíz, pimienta, perejil, ajo.

—Ahora quiero probarlos.

—Te voy a dar un frasco cuando los tenga prontos.

—Genial.

—Preparo el té y vemos esa revista en el jardín.

 

 

La revista tenía poemas de autores franceses vinculados al surrealismo; todos muy buenos, aunque algunos demasiado obvios como «Unión libre» de André Breton. Sin embargo, tampoco me pareció mal su inclusión, al fin de cuentas los lectores siempre se renuevan.

Más interesantes me resultaron algunas obras de Maiakovsky tomadas de ese libro que se llama «La nube en pantalones», cuando el poeta ruso todavía no había politizado en exceso su arte y podía escribir versos extraordinarios como: «hoy tocaré la flauta / de mi propio espinazo…». O aquel otro que decía: «Prueben, como yo, / a darse vuelta como un guante / y ser todo labios». Tampoco faltaba el testimonio de un amor desesperado en: «Amaré, cuidaré / de tu cuerpo / como el soldado / recortado por la guerra, / inútil, / solitario, / cuida su única pierna». Y después de esos alardes de genialidad se complacía en provocar al lector con una pregunta: «¿Y usted / podría / tocar un nocturno / en una flauta de cañerías?».

Había leído muchos de esos poemas cuando tenía la edad de Sabrina, de modo que podía comprender la impresión que debieron haber provocado en ella. Al observar su entusiasmo, me di cuenta de que yo ya no era aquel joven que había sido, pero todo eso había dejado en mí algo maravilloso que ahora liberaba su perfume.

La última página, dedicada a citas, me resultó muy estimulante. La que más me gustó era una de Tristan Tzara, que rezaba: «Considero que la poesía es el único estado de verdad inmediata».

—Me gustaría agregar alguna otra —dijo Sabrina—, si se le ocurre…

—Tengo grabada en mi mente la mejor frase del mundo.

—¿Sí? ¿De veras es la mejor?

—Así es.

—¿No exagera?

—En absoluto. Cuándo la conozcas estarás de acuerdo conmigo.

—No será para tanto.

—Creeme que sí.

—Está bien, no juegue más con mi impaciencia, dígala de una vez.

Carraspeé, elevé el mentón y, con gesto teatral, señalé:

Ingirum imus nocte et consumimur igni.

—Ajá, y traducido es…

—Giramos en círculo en la noche y somos consumidos por el fuego.

—No me parece tan espectacular.

—Porque no te has dado cuenta de que es un palíndromo. Puedes leerla de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, letra por letra, y dice exactamente lo mismo. Tiene una estructura circular, y de ese modo fondo y forma se corresponden.

—Ahh, qué bueno. ¿De quién es?

—Lo ignoro, sé que es el título de una película, pero nunca la vi.

—Giramos en círculo en la noche y…

—… y somos consumidos por el fuego.

—Creo saber a qué se refiere. Gran parte de la fuerza proviene del hecho de que admite muchos significados.

—Nunca lo había pensado, pero tenés razón. Sos muy inteligente.

—Me gusta; la apuntaré.

Le di una lapicera y la ayudé a escribirla en un cuaderno.

Luego sacó otra carpeta y dijo:

—Y aquí tengo algunas ilustraciones. La calidad no es gran cosa, las hice con una impresora común, pero es para que se haga una idea.

Lo primero que vi eran unas manchas hechas con lápiz de color negro, sobre viejas hojas de cuaderno.

—¿Y eso?

—Ah, no. —Pareció perturbada y dijo muy rápidamente—: Eso no, tal vez lo utilice más adelante, pero ahora no.

Antes de que me detuviera en ellas, las apartó de mi vista y comenzó a mostrarme lo que tenía preparado para el número uno de la revista.

En las ilustraciones no había grandes sorpresas: un cuadro de De Chirico de su etapa metafísica, otro de Dalí con sus clásicos relojes derretidos (estuve a punto de decirle que no debería poner una pintura tan conocida), «El ilustre herrero de los sueños» de Max Ernst, y un par de fotos de Man Ray.

—Está muy bien —dije—. Con todo este material ya tenés suficiente para hacer una preciosa revista. Aún te falta la tapa.

—Sí, pero eso lo voy a dejar para lo último. Quiero agregar algo más nuevo.

—Eso sería interesante.

—Me he propuesto cerrar el número de aquí a un mes.

—¿Y seguramente vos escribís, no?

—¿Usted que cree?

—Creo que sí.

—No, se equivoca.

—Oh.

—Bueno, voy a escribir un editorial, y poesías, y tengo previsto un ensayo, pero necesito seguir investigando.

—¿Y sobre qué tema?

—Se lo diré cuando lo tenga más resuelto.

—Como quieras.

—Me gustaría ver sus fotografías.

—Ah, eso. Tengo que buscarlas.

—Búsquelas. ¿Me las mostrará la próxima vez que venga?

—…

—No se mortifique: me comprometo a darle una opinión favorable. No tengo intención de afectar su autoestima.

—Está bien. ¿Cuándo vas a venir?

—¿Qué día es hoy?

—Jueves.

—Vengo el lunes.

 

 

El domingo, a primera hora, bajé al sótano. Había como cinco o seis cajas apiladas que no había abierto desde la mudanza.

Retiré la de más arriba. Pesaba demasiado, pero por curiosidad la abrí.

Me encontré con un juego de té fabricado en porcelana inglesa. Cada pieza estaba a salvo en su propia celdilla de cartón. Nunca había sido usado. Una de esas maravillas que mi suegra tenía en su tienda de antigüedades. No sabría tasarlo, pero seguro valía un buen dinero.

Saqué una taza y la observé. Pequeña y delicada. El borde ondulado recordaba a la corola de una flor, y el asa se asemejaba a una hoja. La decoración era una deliciosa miniatura: sobre una base de blanco opaco se extendían siete mariposas azules que volaban formando una línea sinuosa.

En el momento en que me disponía a colocarla en su sitio, me detuve.

—¿Qué sentido tiene esconder esta belleza? Sabrina vendrá mañana.

Guardé la taza en su lugar, pero ya con la idea de subir la caja una vez que encontrara lo que había ido a buscar.

Abrí las restantes cajas, pero fue infructuoso; sólo contenían papeles, recibos, libros —muchos libros—, ropa y algunos electrodomésticos pequeños que nunca iba a usar.

Subí la caja con el juego de té, la coloqué sobre la mesa del comedor y comencé a sacar las piezas. El azucarero estaba ilustrado con el mismo motivo que las tazas, y la tetera incluía además la presencia de un trío de hadas diminutas, de cabellos largos y vestidos vaporosos, que volaban tras las mariposas. Las cucharitas eran de plata, tan delicadas como el resto.

No había nada roto. De un cajón del aparador saqué una franela, un producto para lustrar, y puse manos a la obra.

Limpié el juego de té con esmero, y después lo contemplé: brillaba. En una bandeja dejé lo necesario para dos personas y guardé el resto en la caja.

 

 

A la hora de la siesta estaba en mi cama, acostado boca arriba, y vi que en el techo del ropero había algunas cosas. Podía ver el mango de un paraguas, el extremo de una linterna y unas cajas chicas. Entre tantas cosas, supuse que a lo mejor podían estar las fotos.

No me equivoqué. Estaban dentro de un sobre de manila. Medían 17 x 25 cm., y no habían perdido su color, pero, por si acaso, en un sobre estaban también los negativos.

Era una selección de seis fotos (en principio habían sido muchas más), que había conservado con la idea de realizar una serie. Habían sido tomadas con una cámara profesional, una Canon. Empecé a analizarlas con cierto temor: a veces, con el paso del tiempo, uno cambia sus apreciaciones.

Las miré todas, una por una, y pensé:

Están bien; sí, pero…

Y estaba casi seguro de que había pensado eso mismo diez años atrás.

 

 

Fui hasta la ventana y corrí la cortina con una mano. El jardín parecía una imagen congelada. Más allá del portón, el camino se veía difuso pero estático.

A los pocos minutos volví a mirar.

Recién cuando observé por tercera o cuarta vez, me di cuenta de lo que estaba haciendo y sentí vergüenza. Sabía que solo la presencia de Sabrina podía crear una sensación de movimiento, de realidad. Era obvio que me caía muy simpática y que me daba placer charlar con ella, pero no me gustó comprobar que me había acostumbrado tanto a su presencia que ahora me costaba volver a mis rutinas. Me resistía a admitir que el mundo no podía funcionar si le faltaba aquella pieza pequeñita.

Al regresar al comedor, contemplé con desencanto una instalación que yo mismo había hecho en el aparador; se componía de parte de un juego de té, un sobre de manila con fotos y un frasco con hongos en escabeche.

 

 

Sabrina no vino el lunes, ni el martes, ni el miércoles, ni el jueves, y supuse que había reconsiderado la idea de visitarme. Después de todo, no tenía ningún compromiso conmigo, y aunque a mí me gustara la poesía igual que a ella, la verdad es que no me necesitaba para hacer su revista.

El viernes de tarde fui hasta el fondo de casa y lavé la camioneta. Después arranqué unos limones. Cuando junté un par, giré y me topé con ella.

—¡Oh! Hola.

—Hola —dijo, y me dio un beso en la mejilla—. ¿Son para el té?

—Eh, sí.

—¿Cómo sabía que vendría justo ahora?

 

 

Coloqué el juego de té en la mesa del jardín.

Lo observó con atención.

—Es hermoso. Era de la casa de antigüedades de su suegra, supongo.

—Sí.

—Debe valer una fortuna.

—Vos lo dijiste, una fortuna.

Hizo el amague de sujetar la tetera, pero yo me adelanté.

—Oh, no… yo serviré.

—Tiene miedo de que lo rompa.

—No, es que vos sos mi invitada.

—Ah.

—¿Eran seis de azúcar, verdad?

—¿De veras me cree tan torpe?

—No, es que vos…

—Mejor siete.

—… sos mi invitada, y entonces corresponde…

—¿Qué clase de té se supone que sirve usted? No hay galletitas.

—¡Uh, es cierto! No me había dado cuenta de ese detalle.

Con celeridad, Sabrina metió la mano en su mochila y sacó una bolsa de nylon.

—¡Ta-lán! —exclamó con una sonrisa que mostraba todos los dientes.

Había traído unas galletas grandes y gruesas, de indudable aspecto casero.

—Oh, no deberías haberte molestado.

—Eso es lo que todos dicen, pero después se las devoran como termitas. —Me tendió la bolsa y tomé una.

—Ah, apuesto a que sí. ¿Las hiciste vos?

—Sí, soy una artista integral; puedo escribir, dibujar, cocinar.

—Está muy bien. Da Vinci, se sabe, era un gran cocinero. Hay que disfrutar el arte en todas sus manifestaciones.

—Eso es lo que pienso.

Me llevé una galletita a la boca y la mordí; bueno, al menos eso fue lo que intenté. Era dura como una piedra. De sabor no parecía tan mal, demasiado dulce tal vez, aunque eso no sería mayor inconveniente; el problema era que no había forma de entrarle. Hice un segundo intento, pero tuve miedo de partirme un diente; resolví que lo mejor era probar con los molares, que tienen una mayor resistencia. Apliqué la totalidad de mis fuerzas en el borde de la galleta, y con un gran esfuerzo conseguí cortar un pedacito. Dejé que se ablandara en la boca y lo tragué, con la sensación de que estaba intentando digerir una bala. Miré a Sabrina: ella estaba sumergiendo una galleta en su taza de té.

Qué idiota, ¿cómo no se me ocurrió antes?

Cuando vio que la estaba observando, me preguntó:

—¿Cree que desde el punto de vista protocolar o ceremonial es incorrecto mojar la galletita en el té?

—¡Oh, no, no, en absoluto!

—¿De veras?

—¡Es correctísimo! ¡Te lo aseguro!

—¿Sí?

—¡Seguro! ¡A la mismísima Reina Victoria le encantaba mojar sus biscuits en el té de la cinco!

—¡Oh!

Sumergí mi propia galleta en el té y me la llevé a la boca. Fue más sencillo esta vez, aunque no me animaría a describirlo como una experiencia placentera. No dejaba de ser un zancocho duro y mojado.

Ella colocó la bolsa en el centro de la mesa y dijo simplemente:

—Sírvase a gusto.

—Eres muy amable.

Con el borde de mi zapato, advertí que el General seguía acostado a mi lado. Este es el momento, me dije para mis adentros y, con la mayor discreción, sostuve aquella maravilla culinaria bajo la mesa. El perro la olfateó, la sostuvo entre sus poderosas mandíbulas y comenzó a masticarla.

Gracias, viejo, en verdad eres el mejor amigo del hombre.

—¿Y qué ha hecho estos días? —Sabrina bebió de un trago el té que le quedaba.

—No mucho. Leí, vi un poco de televisión, escuché la radio…

—¿No extraña su trabajo?

—No. Nunca me gustó trabajar.

—A mí tampoco —afirmó.

—¿Y vos en qué trabajabas?

—Trabajé una vez. En una tienda de ropa, el año pasado, durante las vacaciones —su rostro adquirió cierta rigidez.

—Y no te gustó nada.

—No —reconoció malhumorada—. El encargado era un imbécil.

—A mí tampoco me gustaba trabajar para otros.

—Claro, pero además él era insoportable. ¡Uggg, cómo lo odio!

—¿Qué te hacía?

—No me dejaba en paz. ¡Quería que todo el tiempo estuviera haciendo algo! ¿Qué se supone que una deba hacer minuto tras minuto en una estúpida tienda?

—Te comprendo.

—No me pagaba para que hiciera un trabajo, ¡sino para sentirse dueño de mí! —sintetizó al tiempo que se ponía colorada y apretaba los dientes.

—Suele suceder.

—¡Quería que fuera su esclava! —bramó con los ojos como platos, y apretó los dientes.

—Bueno, tranquilizate.

—¡El muy imbécil quería aplastar mi autoestima! —dijo golpeando la mesa con la mano cerrada.

—Bueno, ya.

—¡Quería aplastar mi personalidad! —insistió dando un golpe más fuerte que el anterior.

—¡Basta!

—¡Quería aplastar mi creatividad! —gritó. Y esta vez el golpe fue tan fuerte que la hermosa taza de té voló por los aires. La vi dar vueltas y me sentí el hombre más infeliz del mundo.

Me estiré e hice un esfuerzo sobrehumano por alcanzarla antes de que se estrellara contra el piso. Peché la mesa y estuve a punto de tirar el resto del juego de té, pero, no sé cómo, no se rompió nada, y la dichosa taza cayó con suavidad sobre la palma de mi mano.

—Por supuesto, no aguanté mucho —prosiguió Sabrina, indiferente al desastre que había estado a punto de provocar—: renuncié a los tres días.

—Uff, sabia decisión —expresé apretando la taza contra mi pecho.

—Ah, y hablando de otra cosa —dijo con renovada jovialidad—, ¿encontró las fotografías, verdad?

—Oh, sí —suspiré—, ya las traigo.

 

 

—La serie se llama «El triunfo de la naturaleza» —expliqué.

—Interesante.

En la primera foto había una máquina excavadora, no muy grande, semicubierta por una enredadera. Me gustaba mucho la combinación entre el color ocre del metal oxidado y el verde de las hojas. A la derecha de la imagen, cerca de la parte trasera del vehículo, se apreciaba en el pasto una hilera de campanillas rojas, unas flores muy bonitas y grandes que tienen la virtud de crecer de un modo silvestre en los sitios más humildes.

Sabrina se inclinó sobre la foto, la observó y dijo:

—Me gusta porque se nota que no es algo preparado. Cualquier otro hubiese tomado las flores y las habría enroscado entre los fierros. Pero usted las dejó así, y queda bien.

—Además —señalé—, podríamos agregar que la línea roja se corresponde con el color de la máquina, y proporciona cierto balance cromático.

—Sí —dijo ella—, todo mérito de la naturaleza.

—Ehhh… ¿Vos sos de esas que cree que el fotógrafo lo único que hace es apretar un botón?

—Oh, no, yo no soy «de esas», ja, ja.

—No es tan sencillo como parece. Y no se trata solo de saber elegir el mejor lente, la mejor cámara, también está el tema de la luz, el ángulo, la composición. La fotografía debe ser capaz de expresar nuestra propia voz, ¿entendés?

—Pero usted no demoró mucho; llegó y disparó, ¿verdad?

—…

La miré serio y dijo:

—Era broma: es un gran trabajo. Valoro lo que hizo, no olvide que yo también soy fotógrafa.

—Si vos decís.

—¿Y qué más tiene?

La segunda fotografía mostraba la carcasa de un ómnibus vista de frente. Hasta la base del inexistente parabrisas estaba cubierta por una espesa enredadera repleta de campanillas violetas. Había ubicado el vehículo bien a la izquierda para dar la idea de que la vegetación de extendía hacia el otro extremo.

Ella la observó un rato y luego dijo:

—Se me ocurre un buen epígrafe para esta foto.

—Ah, ¿sí? Decime.

—El ómnibus se ha convertido en un personaje fantástico. Un ser solitario, con el cráneo hueco, perdido en la maleza, que ahora, libre del motor y los controles que lo han conducido por el mundo de los hombres, se abandona al sueño de las flores.

—¡Bravo, me encanta! Está decidido, vos vas a escribir los epígrafes.

—Será un honor. Resulta fácil con este material. Es una gran fotografía.

—Gracias.

—Todas son grandes fotografías.

—No está mal para alguien que solo aprieta un botón.

—De verdad, me gustan mucho. Es una serie genial.

—… No —señalé con desaliento—, no lo es.

—Pero acaba de decir que…

—Sí, se lo que dije, pero no es una serie genial. ¿Y sabés por qué?

—No.

—Porque no está completa.

—¿Perdió una foto?

—No, no la perdí. Falta una foto. Hace mucho que comprendí esto. Falta una que exprese mejor que ninguna otra lo que quiero decir. Necesitaría sacar una foto, genial como vos decís, que fuera la carátula de la serie.

—Y por qué no la saca.

—Es que no sé qué estoy buscando, aunque siempre pensé que si me topase con un sitio así lo reconocería de inmediato. Pero es una historia vieja, esta serie la comencé antes del fallecimiento de mi esposa, y después ni siquiera volví a intentarlo.

—¿Qué tal mañana?

—¿Qué?

—Usted tiene una camioneta, y yo conozco una zona que tiene exactamente lo que necesita.

—No, es una locura. Además hace mucho de esto, ya no tengo esa cámara, la vendí.

—La mía es buena.

—La tuya es digital, y yo estoy acostumbrado a otro tipo de artefactos, teleobjetivo, gran angular, fotómetro…

—Bueno, ¿por qué no se deja de complicar? La idea es publicar las fotos en la revista. Mi cámara servirá.

—Sí, pero he perdido interés en ese tema.

—Porque le faltaba motivación. Pero yo estoy necesitando algunas fotos para la revista. ¡Esa es una buena motivación! Podríamos publicar la serie completa, y añadir una pequeña biografía del fotógrafo. Y contar la historia de las fotos, y el viaje que hicimos para buscar la última foto. ¡Eso sería genial!

—Bueno, no sé…

—¿Le parece bien que venga mañana a las nueve? ¿A qué hora se levanta usted?

—Yo me levanto a las seis.

—¡Bien! Mañana por la mañana estaré aquí —dijo.

—¡Pero aún no he dicho que sí!

—Un detalle sin importancia, en los próximos minutos y horas su mente comenzará a asimilar la idea y terminará por encantarle.

—Sabrina, ¿de qué universo te escapaste?

No me contestó. Miró la bolsa de galletas y se dio cuenta de que estaba vacía.

—Oh, se ha comido todas las galletas, parece que le han gustado.

—Sí, muy ricas —mentí.

Sabrina montó en la bicicleta y al tiempo que colocaba los pies en los pedales, me amenazó:

—Le traeré más la próxima vez que venga.

—¡Oh, no te molestes, por favor!

—¡No es molestia, de veras!

—Ah… —suspiré.

—¿Y los hongos? ¿Preparó los hongos?

—¡Oh, sí, claro! Esperame. —Fui hasta la casa, tomé el frasco que había apartado y se lo di.

—¡Gracias!

Cuando iba por la mitad del camino de sauces, se detuvo, giró la cabeza y me gritó:

—¡Será la mejor cacería fotográfica de la historia! ¡Hasta mañana!

 

 


 

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