Revista Axxón » «El bosque que crece por las noches» (parte 2) , Pablo Dobrinin - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

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Esa noche tuve dificultades para dormir. Un montón de preguntas, que ni siquiera me animaba a formular abiertamente, daban vueltas en mi cabeza. Me resistía a abrir ciertas puertas. Se supone que yo era el mayor, el que debía mostrar el debido aplomo y seguridad, pero no. Había logrado algo que juzgaba importante, y sentía que si daba un paso en falso podría quedarme sin nada o, peor aún, con un gusto amargo que no podría sacarme jamás.

Recién pude conciliar el sueño a las tres de la mañana.

Me desperté a las ocho, bastante más tarde de lo habitual.

¿A qué hora vendrá? Primero dijo a las nueve, después a primera hora de la mañana…

Me bañé, me afeité y me vestí con ropa cómoda y prolija. Unos zapatos leñadores, un vaquero bueno, y estrené una remera azul.

 

 

Sabrina llegó a las tres de la tarde, vestida como siempre, en su bicicleta y con su mochila. Por fortuna, olvidó las galletas.

—No te preocupes, compraré algo en el supermercado de la ruta —señalé con alivio.

—Bien, algo se me ocurrirá.

 

 

Guardamos la bicicleta dentro de la casa y subimos a la camioneta. Cuando íbamos saliendo de la entrada de sauces, Sabrina advirtió por el espejo retrovisor que el General estaba siguiéndonos.

—Alguien quiere que lo llevemos.

Miré por mi espejo. Costaba creer que aquella mole vieja y cansada estaba intentando alcanzar la camioneta. Debía tener muchas ganas de acompañarnos.

—Sería mejor que se quedara a cuidar la casa.

—Pero nadie vendrá. Y es más probable que se duerma.

—Sí, eso es cierto.

Había algo gracioso y al mismo tiempo enternecedor en sus movimientos de viejo gigante.

—Además, si nos sigue podría perderse.

—Ya. —Frené.

El animal llegó con la lengua afuera. Le palmeé el lomo y lo ayudé a subir a la caja.

—Está bien, nos vamos todos a pasear.

 

 

Después de salir a la ruta, nos detuvimos en el supermercado.

Me quedé en la camioneta con el motor encendido y le di dinero a Sabrina para comprar algo de comer.

Encendí un cigarrillo. Prendí la radio pero las pocas emisoras que pude sintonizar eran espantosas.

En el preciso instante en que Sabrina entraba al vehículo, una mujer, amiga de mi difunta esposa, salía del supermercado. Miró hacia la camioneta y pensé que iba a saludarme, pero no. Hizo un gesto de desaprobación, volteó el rostro y siguió su camino.

Puse marcha atrás y salí del estacionamiento.

Sabrina se abrió la campera y sacó una botella de whisky.

La miré sorprendido, y me dijo:

—Nadie me vio.

—Pudiste haber ida presa.

—¿No va a asustarse, verdad?

—No, yo también robé alguna cosa de los supermercados cuando era joven, pero sería una pena que por una tontería así se arruinara nuestra salida. Y además, vos les vendés avisos a ellos, ¿no?

—Sí. Pero como me conocen no me vigilan —respondió con naturalidad.

—Está bien, sólo robás a los que te conocen.

—No se preocupe, a usted nunca…

—Ah, bueno, te lo agradezco —dije sin intentar ocultar mi mal humor.

Me dio el vuelto y me mostró lo que había comprado: unos sándwiches de jamón y queso y un refresco.

—¿Usted ya almorzó? —preguntó.

—Sí, pero vos comé si tenés hambre.

Sacó un sándwich de la bolsa y empezó a devorarlo.

—Según el mapa que tengo en mi mente —ruido de molares—, la fortuna nos espera a tres kilómetros de aquí.

Seis kilómetros después —porque le había errado a los cálculos— llegamos a un campo abandonado.

Había cinco esqueletos de autos entre los pastos y los yuyos.

—No está mal —reconocí.

Al mostrar tantos vehículos deteriorados, era más contundente el triunfo de la naturaleza sobre la civilización.

—Mientras veníamos para acá pensé en un epígrafe para la foto —afirmó ella.

—Ah, bien, me interesa —dije mientras intentaba lograr un buen encuadre.

—Después de dramáticos enfrentamientos, el campo de batalla luce sus despojos —dijo con una gravedad que me resultó muy graciosa.

—Sí, ¿por qué no?

Saqué varias fotos desde distintos ángulos. Cuando ya pensaba irme, Sabrina tuvo una idea.

—¿Por qué no se tira debajo de ese? —señaló una camioneta Volkswagen de los 70—. Así podría tomar mejor los yuyos que crecen adentro.

—Mmm, ¿te parece?

—A menos que no quiera tirarse al piso —dijo con sorna—. Podría ser perjudicial para su espalda.

Me reí.

—No soy tan viejo, eh.

Me acerqué y miré. No parecía haber vidrios rotos, pero los pastos eran demasiado altos como para tirarme al suelo, me habrían tapado.

Sin embargo, sí pude meter medio cuerpo adentro del vehículo y fotografiar el interior. Estaba herrumbrado, y lleno de yuyos, de pastos, de plantas.

Aunque faltaba el chasis, todavía tenía los asientos y había estopa desparramada en el asiento del conductor y en el de al lado. Cuando miré la parte trasera quedé paralizado: en el asiento, puesta como para exposición, formando una «s», había una enorme víbora de color rojo y negro.

Estaba tan cerca que me dio miedo. Pero no podía dejar pasar esa oportunidad. Enfoqué, prendí el flash y saqué la foto.

El ofidio se movió, pero disparé de nuevo. Me pareció que iba a atacarme. Retiré la cabeza para atrás e intenté una tercera toma, pero se deslizó del asiento y se escabulló entre los pastizales.

El General estaba olfateando cerca del vehículo, y como temí que recibiera una mordedura, decidí que ya era hora de irnos.

 

 

La segunda foto salió poco clara, pero la primera era muy buena. En ella se veía parte de una ventanilla y del asiento, y en primer plano la víbora. El color blancuzco del tapizado contrastaba con los colores fuertes del animal.

—El epígrafe —señaló Sabrina— debería ser algo como: «las antiguas máquinas tienen nuevos propietarios».

 

Cuando ya habíamos retomado la ruta, Sabrina dijo:

—Esto merece una celebración.

Y dicho esto, abrió la mochila, sacó una botella de whisky y se la empinó.

Y pensar que yo la invitaba a tomar el té.

Después me tendió la botella y yo también tomé.

—Nuestra próxima meta —explicó alzando un dedo— está a diez kilómetros de aquí.

—Nooo —protesté.

—Nada. Todo tiene su precio.

—Oh, callo y obedezco. Pero si no vale la pena te voy a odiar.

 

 

El sitio elegido por Sabrina estaba a doce o trece kilómetros, y a tres cuadras de la ruta.

Cuando bajamos ella me señaló una maceta de lata que había sido abandonada a un costado de la calle de pedregullo. No había ninguna flor, el recipiente estaba oxidado y roto, y la tierra se salía por los costados.

—¡Aquí la tiene! —dijo como si presentara la octava maravilla del mundo.

—Sabrina… —empecé a encolerizarme.

—¿Es perfecta, no cree?

—Sabrina…

—Una genuina maceta descascarada, con llamativas variaciones de color y de textura.

—Sabrina…

—El tiempo, la lluvia y el óxido han creado esta maravilla irrepetible…

—Sabrina…

—… ¡que hoy se ofrece a nuestros asombrados ojos!

—Sabrina…

—¿No es genial? —Sus ojos brillaron y mostró la sonrisa más estúpida que había visto en toda mi vida.

—Sabrina… ¿me hiciste manejar todos estos kilómetros para ver esta maceta de mierda?

Ella sostuvo unos segundos más esa expresión en su rostro, y luego dijo:

—Es broma. Lo que quería mostrarle está a mitad de cuadra, venga.

Suspiré.

¿Por qué me hace estas cosas?

Caminé tras ella. A mitad de cuadra se detuvo frente a un predio cercado por un alambrado. Tras éste, se levantaba —o se caía, dado el caso— una soberbia casona de principios del siglo XX. Una de esas típicas construcciones que hicieron los inmigrantes italianos, que parecían hechas para albergar a gigantes. No había puertas, y las ventanas tenían los vidrios rotos. Los pastos de la entrada eran tan altos como un niño de cinco años, y en toda la vivienda, que amenazaba con desmoronarse de un momento a otro, se extendía una enredadera que seguramente había crecido libre durante años.

Sabrina me señaló una rotura en el tejido.

—Deberíamos haber traído botas —consideré—. Sobre todo después de lo que hemos visto.

—No vamos a volver.

—No, supongo que no.

Nos agachamos un poco, pasamos a través de la rotura, y comenzamos a abrirnos camino entre los pastizales. Era como caminar dentro del agua.

Saqué fotos mientras avanzaba. Pensé que sería interesante hacer una secuencia de acercamiento, para que el observador se sintiera protagonista de aquella intrusión.

Demasiadas ideas pasaban por mi cabeza en ese momento. La casa podía significar muchas cosas: la Casa del Tiempo, la Casa del Olvido, la Casa de la Naturaleza, la Casa del Silencio… Pero yo no estaba en condiciones de saberlo, así que me limitaba a fotografiarlo todo, confiando en que las imágenes serían suficientes para encontrar respuestas.

Entramos. La casa había sido abandonada, casi con seguridad saqueada por incontables intrusos, y lo que ahora tenía frente a mí, era un cuerpo frágil y anciano que no terminaba de morir. En los claros que dejaba la enredadera, se veía la superficie porosa, agrietada, con manchas, pero no había olor a nada, salvo a ese verde que piadosamente se extendía sobre el piso, las paredes y el techo.

—Esto puede caerse en cualquier momento —dije, y escuché mi propio eco.

—¿Qué sería esto, el comedor? —preguntó Sabrina. Y la casa le devolvió la pregunta.

Había flores en una habitación; rojas, parecidas a tréboles, pero más grandes. Cubrían casi la mitad del piso.

Yo no dejaba de sacar fotos. Aquel era un sitio maravilloso para mis intereses, y al mismo tiempo sentía que tenía que alejarme rápidamente de allí.

Un haz de luz me hizo mirar hacia arriba. La rotura en el vidrio de la claraboya era grande, tanto que uno podría llegar a pensar que había sido producida por la caída de un ser humano. Pero aquella era una posibilidad demasiado horrenda para ser considerada.

Escuché un ruido entre los pastos; una rata quizá.

—Me siento atrapada —dijo Sabrina. Y la casa repitió sus mismas palabras.

Un trozo de madera podrida cayó del cielorraso, a un metro de mí.

Tomé a mi compañera del brazo, y salimos.

 

 

Regresamos al vehículo.

—¿Y ahora? —pregunté.

—Cinco kilómetros.

—Bueno, supongo que deben ser siete u ocho, o diez. ¿Qué sigue? ¿Otra maceta o una casa?

—…

—Está bien, confiaré en vos.

Cuando ya habíamos retomado la ruta y avanzado varios kilómetros, Sabrina abrió su mochila, sacó unas hojas y me dijo:

—Necesito mostrarle algo.

Tenía el rostro serio y eso me llamó la atención. Además me inquietó la forma en que lo dijo. No era algo que deseara compartir, sino que necesitaba compartir.

—¿Qué tenés?

Eran esos dibujos hechos a lápiz que había visto por primera vez en el jardín de mi casa. Parecían simples manchas. En su momento ella no me había permitido apreciarlos en detalle.

—Mírelos.

—Me hacen acordar a las láminas del test de Rorschach.

—No, no es eso. Es un bosque, la silueta de un bosque.

—Ah, sí, podría ser.

—Pero no son iguales. Mire, los dibujos están numerados. ¿Qué es lo que nota?

—Son parecidos, pero…

—¿Pero qué?

—No sé a qué te referís.

Molesta, me arrebató las hojas y dijo al tiempo que las pasaba una a una:

—¿No se da cuenta? Es el mismo bosque, pero cada vez es más grande. ¿Lo ve? —señaló al tiempo que comparaba la hoja 1 y la 2—. Esta parte es igual a esta otra, pero aquí aparece algo que no estaba antes.

—Dibujaste el crecimiento del bosque.

—Sí. ¿Y no se imagina por qué?

—…

—¿Le parece normal?

—… Todos los bosques crecen, supongo.

—Sí, pero no de la forma en que lo hace éste —puso en orden las hojas sobre la mesa, y preguntó—: ¿Sabe cuánto tiempo transcurrió entre un dibujo y otro?

—No.

—Un día.

—Ah, es raro.

—No es raro, es diabólico. Y el crecimiento es cada vez más rápido. Entre el dibujo 5 y el 6 aumentó casi un veinte por ciento.

—¿Estás segura?

—¡Claro! No se imagina la angustia que sentía. Todos los días miraba el bosque desde la ventana de mi cuarto y lo comparaba con la ilustración anterior. A veces tenía pesadillas y me despertaba empapada en sudor. Había llegado a la conclusión de que el bosque crecía por las noches.

—¿Cuándo hiciste esos dibujos?

—Hace diez años.

—Hace diez años tenías…

—Diez.

—¿Y tus padres te creían?

Negó con la cabeza.

—Pero usted sí me cree, ¿verdad?

—…

Su rostro se ensombreció, y agregué:

—No digo que mientas, probablemente se deba a un error de apreciación.

Sabrina recogió los dibujos en silencio y los guardó en la carpeta.

 

 

Nos detuvimos junto a un bosque.

Sabrina fue la primera en bajar. Metió la bolsa con los víveres en la mochila, se la acomodó a la espalda y empezó a caminar. La seguí.

—¿Me vas a decir ahora lo que vinimos a fotografiar?

—Ya estamos cerca.

—¿Te gusta el misterio, eh?

—Falta poco.

Al cabo de unos minutos, llegamos a un claro del bosque, y lo que vi me tomó de sorpresa.

—No lo esperaba, ¿verdad? —dijo Sabrina, triunfante.

—Es…

—Sí, es igual.

—Apenas puedo creerlo.

En pleno bosque, semicubierta por la vegetación, y en un triste estado de abandono, había una camioneta igual a la mía; idéntica hasta en el color bordó.

Tenía la chapa picada; la herrumbre era más notoria en el radiador, los guardabarros y los listones horizontales de aluminio, pero no parecía haber sido víctima del pillaje. Nadie se había molestado en quitarle los neumáticos —previsiblemente desinflados—, ni los faroles, ni los asientos, ni los espejos. Simplemente había sufrido el implacable paso del tiempo. Sobre la criatura de metal habían caído la lluvia, el granizo, las horas, los días y los años. Había sentido los vientos de la primavera, los calores furiosos del verano, la melancolía húmeda del otoño, y el frío y el olvido del invierno, una y otra vez. Y ahora, esa máquina vencida, me hablaba desde su lecho de pastos, yuyos, flores y soledad.

Aquel hallazgo parecía muy apropiado para cerrar una serie de fotografías destinadas a mostrar el paso del tiempo y el inexorable triunfo de la naturaleza. Podía confrontar una foto de mi vehículo y de aquel otro que era una copia exacta pero envejecida. Sin embargo, no pude evitar sentir un escalofrío.

—Es una extraordinaria casualidad —dije—. Si es que existen las casualidades.

—Los surrealistas no creían en casualidades, ¿verdad? —apuntó Sabrina.

—No, tenés razón. Ellos hablaban del «azar objetivo».

Saqué unas cuantas fotos, hasta que una tristeza irracional comenzó a apoderarse de mí. Intenté ignorarla, pero fue inútil, porque en lugar de desaparecer, fue ganando en consistencia hasta sujetarme como una mano helada. Creí que podría zafarme, pero no lo conseguí. Sentí un mareo, me apoyé sobre el techo del vehículo, y una serie de imágenes, asociadas a mi propia camioneta, comenzó a invadir mi mente. En el momento en que comenzaron, me di cuenta de que aquello no podía ser, pero fue como si me ataran a una silla y me obligaran a presenciar un espectáculo. Recordé el día que la había comprado en un pueblo del interior a un almacenero de acento francés; mi primer televisor color, un 24 pulgadas, que transporté en la caja; también recordé a mi esposa viajando a mi lado, vi su mano sobre la mía, respondí a su mirada con una sonrisa, y luego me encontré manejando la camioneta de noche, por la ruta, viendo a lo lejos las luces de otros vehículos. Y cuando me di cuenta de lo absurdo de todo aquello, noté que tenía la frente sudorosa.

El General parecía nervioso y daba vueltas en torno a nosotros. Iba a sugerir que nos marcháramos, pero Sabrina insistió en que era un buen lugar para improvisar un picnic. Tomó la bolsa del supermercado y se sentó en el pasto. Aspiré una bocanada de aire y me senté a su lado.

Saqué un pañuelo y me lo pasé distraídamente por la cara. Comí unos sándwiches y tomé una coca cola. No podía dejar de ver la camioneta.

—¿Qué me dice ahora? —preguntó Sabrina—. Era la foto que le estaba faltando, ¿verdad?

—Sí, creo que sí.

—¿Sólo cree?

—No, no, está muy bien.

—El final de la serie podría ser así: primero una foto de su camioneta, y luego la que encontramos en el bosque.

—Sí, se vería bien.

—La verdad es que yo recordaba una camioneta pero no estaba segura de que fuera igual a la suya. Pero es la misma.

—Sí, lo es.

—Lo noto un poco distraído. ¿Se siente bien?

—Sí, bien —mentí mientras una gota se deslizaba por mi sien.

—Tengo el epígrafe de las últimas fotos.

—Decime.

—Y al final, la naturaleza triunfará sobre todas las cosas y reinará en el mundo.

—Está bien, me gusta. —Intenté, con esfuerzo, enfocarme en la conversación—. Sí, definitivamente es el cierre perfecto. Será un gran reportaje.

—Sin duda —apuntó Sabrina—. Todo ha salido a pedir de boca. Las fotos de los autos, de las casa, la víbora…

—Además es algo original —reconocí—, porque hoy en día todo el mundo habla de los problemas del medio ambiente, de la destrucción de las selvas, de los bosques, y nosotros salimos a decir que al final será la naturaleza la más poderosa.

—Sí, pero en el fondo —preguntó mirándome a los ojos—, ¿no le da un poco de miedo?

Iba a decirle que no, justo cuando un sonido irritante me puso los pelos de punta.

El General estaba ladrándole a la espesura. Ladraba de un modo desesperado, como si en ello se le fuera la vida.

Miré hacia el bosque; no vi nada.

Me puse de pie y fui con él.

Nunca lo había visto así.

—Tranquilo —le acaricié el lomo.

No se calló, y clavó aún más los ojos en el follaje.

—¿Qué sucede? —preguntó Sabrina.

—No lo sé. Debe haber un animal.

El perro avanzó. Intenté sujetarlo del cuello, pero estaba decidido a meterse en problemas, y se me escapó.

Lo llamé a los gritos, pero no me hizo caso, y en un segundo el bosque se lo tragó.

—¿Dónde…? —preguntó Sabrina.

—Por allá —señalé.

En ese momento lamenté no haber tenido un arma.

 

 

Corrí tras el ladrido del General, hasta que sentí una puntada. Sabrina me alcanzó cuando estaba con las manos en la cintura y me esforzaba por morder un poco de aire.

—¿Qué…? —Se había colgado de nuevo la mochila a la espalda y parecía asustada.

—No sé.

—Por la forma en que ladraba, parecía dispuesto a matar.

—Sí —admití—, y es muy raro, porque no es un perro malo, vos sabés.

—Tal vez perseguía a un fauno —dijo sin mucha gracia.

—Poco probable.

—¿Un gato?

—No creo, nunca le prestó atención a los gatos. Había uno en casa y dormía recostado contra él.

—¿Y entonces?

—No tengo idea, pero me preocupa que lastime a alguien.

El ladrido del General sonó lejano.

Seguimos adelante, gritando su nombre una y otra vez. Los ladridos eran cada vez más espaciados y me costaba darme cuenta de dónde provenían.

—¿Y si lo esperamos? —dijo Sabrina no muy convencida.

—Sigamos.

 

 

—Si perseguía a un ser humano ya debería haberlo alcanzado, ¿no?

—No puede estar lejos —afirmé. Pero la verdad es que era una simple expresión de deseo, porque ya no escuchaba el ladrido.

Caminamos con rapidez, largo rato, sin dejar nunca de llamarlo.

Solo había senderos de hojas mustias, y árboles y más árboles. El aroma de los eucaliptos era arrastrado por ráfagas de un viento frío. Cuando alcé la vista, advertí que el cielo había comenzado a teñirse de manchas oscuras.

—¿No debería haberse cansado ya?

—Sí —dije—, eso mismo estaba pensando.

De pronto, volvimos a escuchar al General, pero ahora, ese ladrido que me era tan conocido, sonaba de un modo extraño, como si se originara en el interior de una lata.

Aquel sonido filtrado ya no provenía de un punto lejano del bosque, sino que parecía habitar en el aire que estaba sobre nuestras cabezas. Lo escuchamos tres veces, y después se hizo el silencio.

En los ojos de Sabrina podía leer el mismo sentimiento que comenzaba a apoderarse de mí.

 

 

—No entiendo —me detuve para tomar aire.

Respiré el perfume de los eucaliptos, que entonces me pareció más intenso que de costumbre.

Sabrina estaba tan cansada como yo.

—¿Habrá caído en un pozo, en una trampa? —había fatiga en su voz.

—Ni idea —dije. En el momento en que las palabras salían de mi boca, advertí que la tensión había comenzado a ganar mi ánimo.

—¿Una gruta?

—Por el sonido.

—Sí, aunque no creo que exista tal cosa por estos lados.

—Ya no sé qué pensar —reconocí con fastidio.

—Algo vio.

Los mudos eucaliptos se extendían hasta más allá de nuestra vista.

 

 

Aunque nuestra voluntad había mermado, seguimos caminando.

—Podríamos volver y esperar que el General regrese —dijo ella con un hilo de voz.

—Sí, aunque no sé si nos convendría regresar. La salida no puede estar muy lejos, ¿verdad?

Me giré para ver su rostro.

No contestó, estaba angustiada.

Por un segundo pensé que iba a buscar refugio en mis brazos, pero cuando me acerqué, ella se alejó de forma discreta.

 

 

Estábamos exhaustos.

Sabía que un bosque de esas dimensiones no podía existir, se hablaría de él en todas partes, sería muy conocido.

Decidí treparme a un árbol, para ver hacia dónde nos convenía caminar.

Hacía años que no me subía a uno, desde la niñez.

Por fortuna las ramas no estaban muy separadas unas de otras, lo que me permitió ir ascendiendo sin mayores peligros.

Mientras subía, Sabrina me confesó que ella nunca se hubiese animado, porque le daba vértigo. Así que todo dependía de mí. No había decidido ir a ese lugar, pero ahora sentía que era el único capaz de encontrar una salida.

Me daba miedo subir a las ramas más altas, pero después de ascender metros y metros, comprendí que no iba a tener más remedio que hacerlo.

Las ramas se doblaban bajo mi peso y empecé a temer por mi integridad, sin embargo, ya estaba muy lejos del suelo y no quería bajar sin haber logrado mi objetivo.

Cuando llegué hasta lo más alto que me era posible, sentí un escalofrío.

Mientras un viento frío me azotaba la cara y despeinaba mis cabellos, observé el insólito panorama. En todo el espacio circundante, en absolutamente todo el territorio que mis ojos alcanzaban a ver, no había otra cosa que árboles de eucaliptos. Uno al lado del otro, extendiéndose hasta más allá del horizonte.

Aquello era absurdo, debería verse la camioneta, la carretera, algunas calles, casas, pero solo había eucaliptos. Miles y miles de eucaliptos, aunque sería más justo decir millones y millones. El mundo no era otra cosa que un bosque.

Las sombras estaban extendiéndose y comprendí que la noche no tardaría en llegar. ¿Sería acaso la falta de luz que me jugaba una mala pasada? Sí, tenía que ser eso, y el cansancio, y mi cabeza, que seguramente no estaba funcionando bien.

Sabrina gritaba. Aunque no alcanzaba a escuchar cada palabra, parecía obvio que me estaba preguntando qué había visto.

 

 

—Sabrina… —pregunté al bajar—. ¿Es este, verdad?

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza; estaba llorando.

—… Pero está más grande.

—Por eso querías venir. No te interesaba ninguna cacería fotográfica. Querías enfrentarte a tus propios miedos. Pero no podías hacerlo sola. Y necesitabas un testigo.

Se alejó unos metros; yo no pensaba hacerle nada, lo único que quería era encontrar a mi perro y escapar de allí.

Caminé hacia ella. Reculó y su espalda chocó contra un tronco.

Coloqué una mano sobre su hombro.

—Encontraremos al General y nos iremos de aquí.

Como no pareció muy convencida, le repetí la afirmación, aunque tal vez lo hice porque yo mismo necesitaba creerlo.

Intentó sonreír.

Mi mano sujetó su barbilla y la obligué a mirarme a la cara.

—Le mostré los dibujos, pero usted no me creyó.

—Sí, lo hiciste —admití—. Pero no creo que exista eso que vos decís: el bosque que crece por las noches.

—Pero…

—Probablemente es un sitio laberíntico, algo así. No tenemos que ponernos nerviosos, es todo.

Intentó apartar sus ojos de los míos; acaricié su mejilla y su cabeza se recostó en mi mano.

 

 

Cuando oscureció y se hizo evidente que deberíamos pasar la noche en el bosque, resolvimos encender una fogata.

Limpié el suelo, hice un círculo con algunas piedras y junté leña.

Las hojas de eucaliptos, muy combustibles, facilitaron la tarea.

Sabrina fue a buscar más ramas y yo me quedé cuidando el fuego.

Estuve un rato mirando las llamas, hasta que escuché gritar a mi compañera.

Me paré y corrí hacia ella.

Cuando la encontré estaba sentada contra un árbol, y temblaba.

Me puse en cuclillas y la abracé.

—Los escuché —dijo llorando.

—¿Los escuchaste?

—Sí.

—¿A quiénes?

Se enjugó las lágrimas y respondió entre sollozos:

—Mis padres.

—¿Tus padres? Pero están en España, ¿verdad? Es lo que me dijiste.

—Sí… pero los escuché.

—Solo estás asustada. A veces cuando la gente está sola, cree escuchar voces o fragmentos de canciones en el viento. Es normal, no te preocupes.

La ayudé a pararse.

—Pero este no es un bosque normal —refutó.

Pasé mi mano por su hombro y la guié en dirección al campamento.

Después de avanzar unos pasos, sentí el impulso de preguntarle a Sabrina: ¿qué sucedió en este bosque? Sentí que ahí podía estar la clave del misterio. Pero antes de formular la pregunta, escuché un sonido que me provocó un escalofrío. Era la voz de mi esposa:

—¿Qué hacés acá? ¿Quién es ella?

Miré a Sabrina, pero ella no pareció escuchar nada.

 

 

Tras terminar con los sándwiches y el refresco, Sabrina tomó la botella de whisky y bebió sin miramientos. Bebí unos tragos y se la devolví.

Me sentía feliz. En la noche del bosque las preocupaciones habían hecho una pausa. El calor del fuego me daba una sensación muy grata, y el crepitar de los leños era como una música de fondo para las palabras de Sabrina. Hablaba de poesía, de la revista y, casi de modo inevitable, la hoguera le recordó al palíndromo que días atrás había ocupado nuestra atención.

—In girum imus nocte et consumimur igni —dijo, demostrando que se lo había aprendido de memoria.

Me hizo gracia que pronunciara esa frase tan rimbombante en el estado etílico en que se encontraba, pero intenté concentrarme en lo que decía.

—Imagino seres primitivos danzando alrededor de una fogata —señalé—. Algo ritual, religioso, un intento de comunicación con otros planos.

—¿Dioses?

—Sí, dioses, o simplemente «lo sagrado». Quizá el fuego tenga el sentido bastante obvio del conocimiento, y en ese caso la noche sería la ignorancia. Y podríamos interpretar que morimos mientras damos vueltas intentando saber.

—O tal vez el fuego sea algo más —sugirió con voz gangosa.

—El conocimiento, la vida.

—O algo más.

Ahora yo veía su perfil y parecía serena, como si armara un rompecabezas que solo ella podía ver. Juntó un par de ramas y las arrojó a la hoguera. Luego tomó una rama larga y separó algunos troncos para que el fuego se expresara.

Las llamas eran cuerpos en danza. Figuras blandas que ondulaban y con los brazos en alto parecían llamar a los espíritus de la noche.

Sabrina, de espaldas a mí, se agachó para acomodar unas ramas. Le veía algo más que la espalda, y no pude evitar que mi mente fantaseara con la posibilidad de bajarle el pantalón para después acariciar aquel cuerpo que debería estar tibio por la proximidad del fuego.

—»Hoy tocaré la flauta de mi propio espinazo», me encanta ese verso —dijo de pronto.

—Muy bueno.

Ella, inmóvil, me dejaría hacer. Mis manos recorrerían primero sus piernas, palpando la consistencia de los músculos y la suavidad de la piel.

—»Amaré, cuidaré de tu cuerpo como el soldado recortado por la guerra, inútil, solitario, cuida su única pierna.»

—Una interesante perspectiva.

Luego, una mano se deslizaría bajo el tejido de la bombacha y subiría sin prisa los perfectos glúteos, de una palidez y suavidad casi infantil.

—»Prueben como yo, a darse vuelta como un guante y ser todo labios» —añadió.

—Excelente.

Después rodearía su cintura y mi mano empezaría a descender por sus senos perfectos, su vientre plano, sus vellos sedosos.

Sabrina se giró y me miró. No sé si se dio cuenta de que la había estado observando, pero yo sentí que no podía ser de otro modo.

—Ya sé lo que voy a hacer —dijo alzando la botella con una mano.

—¿Sí?

—Ya resolví el nombre de la revista —explicó arrastrando las palabras—. Se llamará «La revista de Sabrina», y abajo dirá en letras pequeñas: «¡Esto no es una pipa!»

—¡Me encanta!

Soltó otra risotada. Sus piernas se aflojaban. Pensé que iba a sentarse, pero comenzó a bailar alrededor de la fogata, con la espalda arqueada y la vista al piso. Los largos cabellos le cubrían buena parte del rostro, pero parecía estar en un sitio muy lejano. Una música que yo solo podía adivinar debía sonar claramente en su cabeza, y bailaba y bailaba, como si no pudiese dejar de hacerlo. Apenas bajaba el ritmo para beber otro trago de whisky y seguía bailando. Estaba tan ensimismada en aquellos pasos casi tribales que parecía no percatarse de la proximidad del fuego, ni de que un par de botones de su camisa se habían desprendido.

Tropezó y vi que iba a caerse, pero no me dio tiempo a pararme, así que lo único que pude hacer fue recibirla entre mis brazos cuando se desplomó. Su rostro quedó muy cerca del mío, tan cerca que sentí su respiración agitada y su piel, que olía a alcohol y a eucaliptos quemados.

En ese instante sus ojos dejaron de parecerme los ojos de Sabrina y fue como si una luna los iluminara desde adentro. Sus labios se abrieron.

Saboreé la delicia de su boca y deslicé una mano dentro de su camisa. Nuestras vidas —el dibujo de nuestros pasos sobre el mundo— habían sido como raíces destinadas a encontrarse. Y de pronto todo tenía un sentido, sin necesidad de formular ni contestar ninguna pregunta, porque existía un lenguaje que estaba más allá de todo lo conocido, y se podía sentir en aquella oscuridad que pasaba su lengua sobre nosotros.

Nos pusimos de pie y comenzamos a desnudamos frente a frente, sin dejar de mirarnos. Jamás un cuerpo me había parecido tan hermoso. Nada comparable a esa delicada belleza tijereteada por los resplandores de la hoguera. Se tendió sobre las ropas, y se abandonó a mí. Tenía una piel increíblemente suave, y temblaba al mínimo contacto de mis manos. La besé en el rostro, en los senos, en el vientre, y entre las piernas, mientras ella acariciaba mis cabellos. Cuando ya no pudo seguir soportando la dulce tortura, entré en su tierno cuerpo y empezamos a movernos.

Casi podía sentir el bosque que crecía en nuestro interior y ver los troncos, las ramas, las hojas y los aromas que avanzaban como una melodía que buscara las estrellas.

Mis pensamientos se redujeron a puras sensaciones, y dejé que mi mente viajara y se perdiera en aquella circulación de altas maderas.

Sabrina se quejaba de placer y me incitaba a ir más lejos.

Y así las ramas, que al principio se extendían gráciles, comenzaron a transformarse en armas puntiagudas que buscaban desgarrar los músculos, perforar la carne y esparcir las vísceras, hasta pintar un bosque rojo que abarcara el universo.

Mi mano sujetó su cuello y de pronto sentí el irrefrenable deseo de llevar aquella experiencia hasta un punto sin retorno. Empecé a apretar y a apretar cada vez más fuerte. Sabrina estiró un brazo, alcanzó una piedra y me golpeó con ella en la cabeza. Eso sólo aumentó mi excitación. Quería destruir, devorar, fundirme con los elementos, y ser uno con el bosque. Ella me asestó de nuevo y la sangre se deslizó por mi rostro. Y aquello era sólo el principio.

 

 

Nos despertamos cuando el sol comenzaba a abrir los colores del bosque.

Las hojas del suelo, la corteza de los troncos, las copas de los árboles que mecía el viento, todo lucía con esplendor. El canto de los pájaros era una fiesta; y el perfume del aire, ¿cómo no asociarlo con los caramelos de eucaliptos?

Una mariposa azul se posó sobre el hombro de Sabrina. A pocos metros, no menos de cinco o seis ejemplares iguales volaban entre los árboles de un modo coordinado, dibujando una curva sinuosa.

Movida por un impulso, Sabrina corrió tras ellas, y yo la seguí. Pero antes de alcanzar a las mariposas, un ladrido familiar sonó con fuerza.

El General se abalanzó sobre nosotros y saltó y ladró y jugueteó. Lo abrazamos y nos reímos. Era el mismo perro de siempre, torpe y feo, sólo que ahora parecía rejuvenecido. Con ladridos y movimientos de su cuerpo nos hizo saber que deseaba que lo siguiéramos, y eso hicimos.

Los tres juntos nos fuimos caminando por el bosque, que no dejaba de tornarse más y más luminoso. Caminamos, caminamos y caminamos, y así, de tanto andar, llegamos a un claro donde crecían unos hongos del tamaño de casas. Eran de copas redondas, perfectos, tan hermosos que parecían dibujados, y los había violetas, azules, verdes con rayas amarillas, y rojos con lunares blancos. También vimos un árbol con un tronco formado por fibras verdes y gruesas que se trenzaban como poderosos músculos. Un árbol extraordinario que se hundía en el cielo. Un árbol que llegaba hasta un sitio donde uno sólo esperaría encontrar nubes, aves enormes, o el castillo de un gigante.

 

 


Pablo Dobrinin (Montevideo, Uruguay, 21-05-1970) estudió Literatura y Periodismo. Publicó relatos en antologías de Argentina, España, Francia e Italia, así como en numerosas revistas —la mayoría especializadas en ciencia ficción y literatura fantástica— entre las que se destacan: Diaspar, Días Extraños (Uruguay); Axxón, Cuásar, Sensación!, Próxima, Sinergia, Otro Cielo, Kundra (Argentina); Asimov Ciencia Ficción, Catarsi (España); IF (Italia); Lunatique, Fiction (Francia). Ha sido traducido al italiano, francés, catalán y esloveno. En el 2011 la editorial argentina Reina Negra publicó Colores Peligrosos, un libro de 250 páginas con algunos de sus mejores cuentos. En mayo del 2012, en el número 230, Axxón, la revista en línea más leída de habla hispana, le dedicó un especial que incluye cuentos, artículos, datos biográficos y una extensa entrevista que le realizara Ricardo Germán Giorno. Ha publicado ensayos en la propia Axxón y en Espéculo, la revista de estudios filológicos de la Universidad Complutense de Madrid. Colabora con reseñas para el periódico La Diaria y con artículos para la revista de arte La Pupila. En el 2012 salió una edición uruguaya del libro Colores Peligrosos, editada por El Gato de Ulthar. También en el 2012 publicó una plaqueta de poesía titulada Artaud, en la editorial argentina Melón. Está en Facebook y mantiene un blog personal en: http://pablodobrinin.blogspot.com/.

En Axxón hemos publicado: EL CARÁCTER POLÍTICO DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA (artículo), EL REGRESO DEL CAPITÁN RAYO, LOS FESTEJOS DEL FIN DEL MUNDO, HISTORIA DE LA CIENCIA FICCIÓN URUGUAYA (artículo), BLUE, LOS ÁRBOLES DE ISAAC LEVITAN, LA VISIÓN DEL PARAÍSO, ESCRITORES Y ARTISTAS (artículo), LA VENGANZA DE LOS NIÑOS, EL REGRESO DE LOS PÁJAROS, LOS HIJOS DEL VIENTO, LUCES DEL SUR, SEXO BIZARRO (artículo), COLORES PELIGROSOS, TRES EXPERIENCIAS EN LA NOCHE ABIERTA (artículo) y ALGUNAS COSAS QUE VI EN EL DESIERTO,


Este cuento se vincula temáticamente con ALGUNAS COSAS QUE VI EN EL DESIERTO, de Pablo Dobrinin; DESPOJOS; de Pé de J. Pauner y LOS JARDINES DE HEIAN, de Daniel Flores.


Axxón 255 – junio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Destino : Espíritus : Uruguay : Uruguayo).

2 Respuestas a “«El bosque que crece por las noches» (parte 2) , Pablo Dobrinin”
  1. Angel dice:

    Por favor, nunca preparen y cocinen los hongos como en este cuento, Lavarlos en agua? hervirlos? este los hongos los viò unicamente el los frasquitos del super.

  2.  
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