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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de junio 2014

MÉXICO

 

 

 

 

Para Paulette Bayardo Gustin

 

 

 

I

ROTWANG

 

 

Se podía leer en dos tintas y a la entrada:

 

 

Mercado de Libros y Carne de Rotwang

 

 

Atendiendo a un mal poema —escrito por un sabio— cada año se celebraba el mercado. El poema podía leerse debajo del letrero del lugar, y dice:

 

 

Que el libro es pan,

es carne,

Que el libro es vino,

es sangre,

Que los he comido

y bebido,

Que circulan en mi piel[1].

 

 


Ilustración: Tut

Mal interpretado por los comerciantes que sólo aprovecharon las metáforas para crear una insólita unión de compra-venta entre los más preciados tomos impresos e incunables y las más preciosas mujeres de las que se decía habían nacido en noble cuna en sus exóticos países antes de ser esclavizadas, el mercado conoció un éxito extendido por dos siglos y extrapolado a las mentalidades de cien mundos desconocidos desde los cuales llegaban en barcas solares de amplias velas con paneles que atrapaban los vientos del Sol Naranja como alas de murciélago, o en naves orgánicas que se sacudían como perros moviendo la cola cuando sentían que se acercaba su capitán —las naves de marca Philip José Farmer, que se venden en aquel mundo de lunas pálidas gemelas cuyos habitantes son hermafroditas—, o en los cuerpos de alienígenas capaces de soportar los vientos del espacio y la radiación que abrían la boca para que sus tripulantes desembarcaran, o en barcas con forma de moneda que se deslizaban girando. Llegaban. Llegaban y muchos se quedaban. Se quedaban bajo la carpa blanca, alta, a mirar, a comprar, a perderse en la inconsciencia del deseo.

Levantaban la carpa rectangular, gigantesca, de color blanco inmaculado en la zona plana, a unos metros del río, como un pabellón para distintos placeres donde se conjugaba el sentido de vacío espiritual con el vértigo de la piel. Se elevaba a unos diez metros del suelo. En cada uno de los extremos angostos caían a los lados dos cortinas de plástico con ventanas transparentes. Para cubrir las instalaciones del techo donde pendían los cables eléctricos usaban breves cuadros de tela de algodón ligero. El viento que soplaba frío y fuerte hacía ondear los cuadros sobre las cabezas de los compradores. De vez en cuando, la gente se entretenía en mirar al viento flamear sobre las telas creando furiosas olas que las golpeaban y arrancaban susurros.

Desde el río llegaban las barcas con forma de media luna, tiradas por una sirga de búfalos de amplios cuernos parecidos a arietes que caminaban haciendo temblar el suelo que pisaban: las patas se les hundían, protegidas por herraduras de hierro crudo, en el lodo quebrado. Naves cuyas proas curvas terminaban en punta, con una quilla que brillaba en plata, en suave hoz, bajo el agua. Las barcas llevaban faroles rojos pendiendo de los palos y varios cascabeles que repiqueteaban en murmullos tintineantes antes de cortar la arena y las vetas de tierra vuelta lodo y encallar para hacer descender al pasaje a las tablas tendidas como puentes.

Él estaba fascinado con las nuevas adquisiciones que exhibían los mercaderes. Revisaba los lomos de los tomos antiguos. Demoraba horas en pasear entre las mesas con libros. Después de cerciorarse de que tenía localizado los ejemplares más antiguos y raros, se entregó a la tarea de volver a recorrer el lugar y preguntar precios, comparar calidad, sentir la textura de las páginas y percibir el aroma del papel antiguo. Pasaba con delicadeza los dedos por las cubiertas de piel y tocaba con las yemas las marcas que los tipos de imprenta habían dejado al otro lado de las hojas debido a la fuerza empleada en imprimir las letras.

El viento soplaba más fuerte por momentos y el olor a sal penetraba desde el río y picaba en la nariz. Un aroma a mariscos más pronunciado inundó el lugar y la gente murmuró como si pudiera ver el olor flotando entre las cabezas y la mercancía como deshilachados fantasmas.

Los monos sagrados que bajaban desde los árboles trepaban por las vigas de las esquinas y saltaban por entre las mesas. A veces tiraban algunos libros pero nadie osaba contrariarles, aunque fueran molestos, por lo que terminaban por contemplar en calma a los compradores y curiosos que recorrían los pasillos. En ocasiones, arrebataban algunas primeras ediciones de las manos que recién las adquirían y se las llevaban a las vigas, deshojándolas y aullando, como riéndose del hecho, al tiempo que los dueños gritaban de horror bajo una lluvia de páginas antiguas y desgastadas por el uso y los precios exorbitantes.

Varios compradores llevaban mastines de puntiagudos collares sujetos por gruesas cadenas de plata. Parecían elefantes pequeños por lo poderosos y emanaban un olor dulzón a carroña y sangre coagulada. También pasaban, de vez en cuando, los piratas con los loros de un ala colgando de sus hombros, entretenidos en abrir nueces que sostenían en sus garras con los picos ganchudos.

Una vieja vendía orquídeas nocturnas recién cortadas que enrarecían aún más el coro de olores, volviendo la atmósfera irrespirable. Él contempló a la vieja y notó que llevaba los ojos delineados con kohl rojo y que el cabello era negro como el petróleo que burbujeaba en los caminos del Este, donde el ganado se quedaba hundido y olvidado, hasta morir ahogado entre furiosas convulsiones que les abrían la garganta a los toros inundándola de sangre y combustible.

Llenó varias bolsas de cuero con sus exquisitas adquisiciones. Tendría mucho para leer desde ese momento en adelante. También llevaba tres atriles de cedro y ébano para abrir los libros en las páginas con los pasajes más importantes o las ilustraciones más preciosas (coloreadas con pan de oro, a mano, por los copistas). Luego se dirigió al extremo donde las personas más morbosas se entretenían contemplando a los esclavos. Varias muchachas eran exhibidas desnudas y tristes sobre una tarima de madera húmeda. Se hundió en la tristeza de sus ojos y el cofre cerrado de sus corazones. También supo que vendría la lluvia porque las tablas que sostenían a las esclavas absorbían la humedad de la noche y la rezumaban en burbujas que reventaban a cada paso que daban con sus pies descalzos, brotando como si fueran las bocas de enojados cangrejos echando espuma.

Delante de la tarima, una mujer se entretenía en girar una manivela de marfil y producir un sonido de otro mundo —sonaba como los trinos de aves cazando peces bajo las olas con un curioso dejo a gruñidos de osos polares y cuernos soplados en verano o caracolas escuchadas en invierno—. El sonido era emitido por una especie de flor metálica que se abría hacia los transeúntes, a la que se unía la manivela. Por la superficie bruñida de la Flor Trompeta se deslizaban las gotas de la humedad nocturna hasta caer al suelo formando diminutos lagos, como si el rocío se escurriera desde los pétalos.

La mujer con el extraño instrumento musical lo distrajo por unos segundos. Cuando volvió a mirar a las esclavas, ya habían cambiado el lote. Ahí la vio por primera vez. Quedó prendado de ella. Su desnudez deslumbraba. Notó que no era el único que lo experimentaba pues los varones que observaban permanecían en el más absoluto silencio. Las mujeres que acompañaban a sus maridos comenzaron a insultarlos y alguna, incluso, levantó una piedra y la arrojó contra la muchacha en medio de imprecaciones. El mercader se interpuso entre la muchedumbre y la esclava. La sabía valiosa y la protegía.

Una vez más perdió la vista en el cuerpo núbil y salvaje. Lo llevaba orgullosa y desafiante. Altiva, el mentón de ella le levantaba el perfil de manera que se recortaba contra el fondo oscurecido por una tela que servía para mantener el resto de las esclavas ocultas hasta que tocaba el turno de mostrarlas. La muchacha era muy joven. Podía notarse esto en la redondez de los pechos, en la cadera afilada, en la oscuridad del vello que recubría su sexo.

Su sexo formaba un triángulo perfecto. Y el tatuaje encima del ombligo: una media luna invertida. El cabello caía sobre los hombros, castaño como las frutas secas, e imaginó que así debía oler. Por primera vez en su vida lamentó haber gastado tanto en libros. Escuchó el precio. Demasiado elevado. Algunos dedos se alzaron de entre las cabezas y ofrecían sumas que ascendían más y más.

La muchacha perdía los ojos en la lejanía, más allá de todos y todo. Parecía no entender que era la preferida de este y del resto de los lotes. Quizá no hablaba el Idish. Se preguntó por su procedencia.

¿Sería posible que viniera del pueblo de Bantian, cuyo antiquísimo templo de tiempos bíblicos fuera reconstruido con exactitud en ónice y jade, resplandeciente en medio del desierto para deleite de los que aman el pasado? Se decía que su símbolo era la media luna invertida y que respetaban a los sabios, a los hombres del libro, como los musulmanes antiguos catalogaban a los que profesaban las tres grandes religiones. A una orgullosa mujer de Bantian, caída en desgracia, podía no importarle tanto el ser la esclava de un sabio.

En ese momento, el mercader hizo algo impúdico con la esclava que la obligó a reaccionar y a mirarlo aterrorizada. Cogió una zanahoria e intentó introducirla en medio de sus piernas:

—¡Cualquier tamaño puede acoger dentro! —Se reía de su ocurrencia.

Entonces él saltó al frente y levantó la mano. El mercader lo miró sonriendo, zanahoria en mano, a medio camino entre la mano de él y el sexo de la muchacha. Nadie más levantaba los dedos para ofrecer una nueva cifra. Demasiado cara. Demasiado lejana. Demasiado exótica.

Su piel era de un tono cremoso. Sus ojos eran azules como las piedras que dicen que contienen las almas externadas de los vivientes y que se recogen en la playa. El mercader gritó cerrando el trato. Echó encima de los hombros de ella un mantón de lana y la pasó detrás de la cortina, invitándole con el dedo a seguirle. Él subió a la tarima recordando el momento en que había entrado a un prostíbulo por primera vez, en su adolescencia, antes del estudio, del aislamiento social, del ascetismo, del Poder de Sanar, las migraciones corporales en cosas pequeñas y la capacidad de canalizar poemas provenientes de la diosa. Eso mismo sentía. La excitación. La tumescencia en el sexo. La aprensión. Algo en el estómago que parecía despertar e irradiar hasta el bajo vientre. Unas como alas.

El mercader, sonriente, extendió la mano. Él extrajo dos piedras transparentes de la bolsita de cuero que colgaba en su cintura. El esclavista las contempló con una lente, serio, silencioso, tratando de descubrir imperfecciones en su superficie, impurezas, aleaciones o agua atrapada a través de los eones geológicos. Luego sonrió. Desató las manos de la esclava y se la entregó, dándole un golpe en el trasero. Él contempló el resto de las jóvenes que esperaban su turno para subir a la tarima, en fila, descalzas sobre el agua espumosa que ahora, convertida en lodo, les salpicaba los pies hasta los tobillos, las manos atadas, los rostros tristes, hermosas pero no tanto como aquella que recién era suya.

¡Que era suya! ¿Qué había hecho? ¿Cómo había pagado tanto por ella? ¿Cómo comería si no tenía más piedras para pagar? ¿Acaso se la comería a ella para sobrevivir? Cabizbajo, ató una correa al cuello de la muchacha y tiró. Llevaba las bolsas de cuero en una mano, tiraba con la otra. Todo el camino se fue preguntando cómo era posible que hubiera hecho algo tan impulsivo, él, un filósofo.

 

 

 

II

MEYTILE

 

 

Llegó a Meytile al amanecer. La aurora boreal ondeaba como cortina alucinada hecha de luz, fuego y hielo, encima de los pinos y sequoias, encima de las pequeñas montañas cársticas que se elevaban como dedos angustiados, encima de los macizos de flores amarillas genéticamente diseñadas y de semillas esparcidas al viento frío para que cubrieran el monte y las rocas de hielo. Y todo el camino la condujo como a un perro atado de la correa. Y ella no miraba el camino, tan triste estaba, pero cuando su dueño se detuvo, entonces levantó la vista. Se encontraba ante una cabaña hecha de troncos con un tejado curvado que sobresalía varios metros sobre un jardín de piedra cuidadosamente rastrillado. Parecía una casa con sombrero. En medio del jardín de grava y cantos de río, una isla rocosa se levantaba, símbolo del continente único en medio del mar post polar. Cinco faroles verdes la alumbraban, pendiendo de cadenas doradas, desde las vigas bajo el tejado, en el porche, y tres columnas la sostenían, labradas en madera viva que echaba brotes tiernos por encima.

Quedó prendada de la digna pobreza y se dijo que sería feliz ahí, siempre y cuando su dueño no fuera displicente con ella. Él miró unos segundos su casa, suspiró y tiró de ella, delicadamente, antes de entrar sin siquiera voltear a mirarla.

Dentro, las paredes estaban recubiertas de membranas cortadas y recortadas de las alas de los murciélagos gigantes. Lograban verse las venas y arterias que conformaban un paisaje orgánico que sólo los sabios podían leer. Había escuchado de estas proezas pero no había imaginado jamás que pudiera conocer a alguien capaz de hacerlo. ¡De modo que su dueño era un filósofo, un escritor, un científico y un místico que podía leer las pieles de los tigres, las manchas de los leopardos y las arterias de las alas de los murciélagos! Se decían cosas de estos individuos. Cosas asombrosas. Por ejemplo: que vivían en condiciones de austeridad pero eran inmensamente ricos. ¿Qué quería decir eso? Que eran capaces de amar como ningún otro hombre. ¿Y esto cómo era posible? Que combaban la realidad delante de ellos cuando hablaban, que detenían el tiempo-espacio y se trasladaban, con pensarlo solamente, a otros puntos de la Galaxia.

¡Ah, incluso que se les había visto en dos lugares a la vez!

Esto último, con el rumor de ser los mejores amantes del universo, era la cualidad más fascinante. De niña soñaba con conocer a los sabios y que la llevaran con ellos a través del continuum, visitando los mundos bajo la luz mortal de Aldebarán, los planetas de gravedad inconmensurable de Rigel, los aún peores países de los planetas de la extraña estrella muerta de Caronte 44.

Cuando la pubertad le había asaltado con ardorosas alas de deseo y dedos afligidos, que por las noches usaba para recorrer su propia geografía corpórea, soñaba con que la tomara uno de ellos y le enseñara el placer de la carne, el poema de la naturaleza que se desliza, cantando con voces que son fuego y dicha en el sexo de las mujeres. Desde entonces soñaba con que un sabio le enseñaba a quitarse las máscaras y le mostraba el rostro verdadero de la realidad.

Así la encontraron los esclavistas, ahogada en estos deseos, cuando asaltaron las regiones exteriores de Bantian del Desierto, conquistando con armas de luz y hojas de espadas calientes que evaporaban la sangre de las heridas en cuanto cortaban. Así le encontraron, soñando en lo alto de su casa de barro y jardines colgantes que fluían agua y semillas de las plantas trepadoras con forma de gotitas negrísimas. Así, porque ella los vio llegar en la forma de enorme columna de polvo que se acercaba en la noche del desierto, avanzando, aplastando las tiendas de las caravanas, convirtiendo en pulpa de carne y sangre los cuerpos elevados al aire de los camellos transgénicos que también eran perros porque sus diseñadores les otorgaron la cualidad de morder con mandíbulas caninas y ladrar y defender sus posesiones. Y lo demás, preñado de sueño o de horror, el polvo, el humo, el olor de la sangre pulverizada en el aire, la carne quemada, el esperma derramado de los violadores, los gritos rotos y el saqueo, el incendio y ella, en un pozo seco, encontrada por las máquinas térmicas que flotaban encima, enviadas para buscar y localizar cuerpos humanos vivos escondidos en agujeros, en pozos sin agua, en pozos con agua, en búnkeres, en cuevas o debajo de cestos volteados. Después, la separación de las madres a las que mataban en cuanto lloraban, porque ellas no eran valiosas para los esclavistas —demasiado viejas y sudorosas y oliendo a ajo—, y el atar de las manos y el conducirlas en fila, caminando lento, tropezando en las rocas, a través de arena y noche. Lejos ya de todo eso y de esos deseos ingenuos, estaba con él.

Se decían cosas de los sabios…

Cierta vez escuchó que un carguero que hacía escala en un asteroide exterior encontró a un polizonte en la sección de mercancías. Entonces lo detuvieron. Las autoridades de Aldebarán revisaron archivos visuales, sónicos, odoríficos, genéticos, pero el sujeto no existía. En tal caso, así como había aparecido había desaparecido sin dejar rastro, hasta que, una hora después, un informe llegado desde un pársec de distancia, desde un mundo pequeño, insignificante, con mentalidad primitiva —parroquial—, mostró que el tipo estaba, en ese preciso momento, ordeñando su ganado en un establo lodoso. Pero era el mismo polizonte del carguero. Se enteraron que era místico, científico, escritor, filósofo y poeta, e incapaz de darse cuenta del don que le provocaba la ubicuidad cuando estaba más concentrado que nunca en las tareas domésticas.

Salió de su arrobamiento para notar la ausencia de muebles y que las puertas eran paneles corredizos hechos de vigas de bambú unidas por láminas de papel casi traslúcido. El sabio se dirigió a una esterilla de carrizos, cubierta por rústicos cobertores de lana pura, se sentó en la posición de flor de loto y la miró por largo rato. Ella no se atrevió a bajar la vista, conociendo qué clase de ser era. Luego él tiró de la correa, suavemente, y la obligó a sentarse a su lado. No acostumbrada a esa extraña posición sintió que se le desgarraban los tendones de las rodillas, soportó, sin embargo, para no despertar la ira de él.

Ambos se quedaron así, uno al lado del otro, en silencio. Él suspiraba de vez en cuando, embebido en cavilaciones profundas. De reojo, ella podía notar que parecía preocupado. Sintió deseos de decirle: ¡Amo! ¿Qué te preocupa? ¡Será un honor servirte! Pero supuso que este sabio despistado podía ya andar en algún otro lugar de la galaxia sin previo aviso y, a la vez, estar sentado a su lado en una esterilla de bambú.

Por la noche, ambos durmieron bajo la misma cobija. Al principio no sabía qué pasaría. Era común que los dueños tomaran a sus esclavas sin avisar. Las montaban mientras dormían y las penetraban hasta acabar dentro de ellas. Luego volvían a dormir y las dejaban en paz, como si no existieran. De otra manera hubiera sido una vergüenza para los dueños. El no usar a sus esclavas hubiera sido tomado por la sociedad como una aberración. Pero también el hablarles, el dirigirse a ellas como si hubieran importado o el mostrar respeto por su dignidad. Con este filósofo no sabía qué esperar. Deseaba agradarle y sentía que el deseo de su corazón de niña, de púbera, de adolescente, estaba cumpliéndose, pero… ¿También ellos se aprovechaban de las esclavas? Confundida, no sabía si estos sabios tenían las mismas pautas de deber social que el resto de los esclavistas y, por lo tanto, el mismo y furioso deseo que podía ser satisfecho a través de ellas.

Estuvo despierta por horas, pero su cuerpo parecía vacío, ni siquiera se le escuchaba respirar. A la mañana siguiente, bajo los rayos oblicuos del sol naranja, abrió los ojos para encontrarse con que él no estaba. Su correa se encontraba a un lado. Se llevó las manos instintivamente al cuello. Sintió escozor. Permaneció sin moverse. Con dedos temblorosos rozó ligeramente la correa. Se preguntó muchas cosas. Oyó ruidos fuera. Él apareció con un cuenco lleno de zanahorias y pequeñas calabazas que vertió en un cazo que sacara de quién sabía dónde, luego salió una vez más y regresó con un cubo de madera lleno con agua hasta el borde. Ella miró sin perder detalle, fascinada. Llevó el cazo al centro de la estancia. Se arrodilló en el suelo. Levantó cuatro grandes lozas de color blanco que contrastaban con el resto, negro, pulido, y se pudo ver la superficie de tierra debajo. Con los dedos, levantó tres barras metálicas adosadas a la tierra, pequeñas, delgadas, plateadas, que cruzó entre sí, encima puso el cazo, que se sostuvo sobre el tripié. Extrajo un puñado de hierba del bolsillo que frotó entre los dedos y pronto comenzó a humear. Puso la hierba encendida con esperanzadoras brasas bajo el cazo y salió para volver rápido con un puñado de madera. Pronto, el agua estaba hirviendo. El aroma de las verduras se esparció por la casa. Ella seguía maravillada pero no se movió hasta que él le hizo señas de que se acercara. Le sirvió en un plato cuadrado, parecido a una cajita de alabastro y le sonrió por vez primera. En los labios de ella se dibujó una sonrisa a la vez débil, agradecida y tímida. En algún momento, cuando ella saboreaba cada partícula de la sopa en la lengua, después del hambre pasada, él regresó —no lo había visto desaparecer—, con una túnica blanca, raída, que le echó sobre los hombros para que se vistiera.

Los días que siguieron le enseñó a hacer, preparar y vigilar las tareas domésticas. Entendió que no eran pesadas; que la comida era buena pero frugal; que el frío se quitaba con leña que se encendía en el mismo lugar donde se colocaba el cazo, que se tendría que bañar en la misma estancia y dentro del mismo cazo frotándose la piel con hierbas aromáticas en manojo; que su dueño se concentraba de tal manera en sus estudios de viejos pergaminos, libros y mapas que no comía en semanas, sólo permanecía sentado en flor de loto en una esquina, y que no tenía que molestarlo. Se habituó a las visitas de los otros sabios, ancianos de largas barbas de todas las tonalidades de gris en contraste con la juventud imberbe de él, que pasaban horas sentados en flor de loto, uno al frente del otro, sin hablarse, hasta que, súbitamente, el visitante se levantaba e inclinaba hacia el anfitrión y se retiraba en silencio. En tanto permanecían en esa posición les escuchaba zumbar. Sus bocas cerradas emitían sonidos que por momentos provocaban mareos. Ella se afanaba en las tareas domésticas, acostumbrándose a los ruidos y la inmovilidad de ellos hasta que, sin desearlo, pudo ver algo raro de reojo, un día, cuando levantaba tres libros pesados que cayeran al suelo: los contornos de su dueño y del otro filósofo estaban desvanecidos, como si fueran de vidrio o de hielo. Supo que estaban a punto de irse, de bilocarse, de desaparecer.

Pues el zumbido era eso —se dijo—, la manera que tenían de trasladarse a algún otro sitio (cualquiera que fuera y en el tiempo que fuera), para charlar y entender los pensamientos del otro. Tal vez se citaban en la misma mente y no necesitaban las conexiones neuronales externas que usaban los seres cibernéticos de las ciudades decadentes, donde se levantan vertiginosos rascacielos metálicos allende las montañas.

Un día comprendió que la visita de uno de los ancianos no se trataba de un asunto de cortesía o para comunicarse cosas trascendentes sin usar palabras ya que, cuando se encontraba frente a su amo, sin moverse, abría los ojos y la miraba a ella. Podía sentir el poder de sus ojos en su cuerpo. Era como la caricia de una mariposa pero ardía a la vez en la carne. Turbada, se llevó las manos al pecho, cubriéndose los senos como si estuviera desnuda aunque llevaba la ropa puesta. Tal era la magia de esa mirada.

En la noche del tercer día en que el sabio practicara esa devastación corporal sobre ella, decidió decírselo a su dueño, sentados ambos en la esterilla, tanto era el azoramiento que le causara el invitado, pero antes de que abriera la boca él hundió dos dedos en el frasco de tinta y le marcó la frente con una mancha en forma de barras paralelas que le caía hasta la nariz. Supuso que él lo había hecho sin querer, al tratar de acariciarla como se acaricia a una mascota, y que ignoraba que la había manchado. Pasó horas tratando de limpiarse la cara pero la tinta parecía haber sido absorbida por las capas más internas de la piel.

A la semana siguiente el sabio regresó a hablar con su amo sin mediar palabras. Un segundo después se levantaba gritando e insultando, pues la había visto a ella cuando se acercara a ofrecerles un cuenco con agua que puso a su lado. En ese momento iluminado comprendió el por qué de la mancha.

Cumplido el propósito de tal despropósito, con dos dedos limpios, recogió, re absorbió la mancha de la piel de ella y la dejó gotear sobre el frasco de tinta, como si nada hubiera pasado.

 

 

 

III

LA NOCHE DESPIERTA

 

 

Cuando ella enfermó, él no se movió de su lado. La vigilaba durante la fiebre y le ponía un paño doblado y frío sobre la frente. Cuando ella comenzó a hablar, lo hizo para pedir agua. Él salió en seguida y volvió con un cuenco de agua fresca que le ayudó a beber sosteniéndole la cabeza. Cuando ella comenzó a hablar, lo hizo para pedir comida. Él salió en seguida y volvió con un cuenco de sopa caliente que le ayudó a tomar sosteniéndole la cabeza. Así ella aprendió cómo retenerle toda la noche y cómo lograr que él la sirviera. Llegó un momento en el cual a ella no le importó la sabiduría de sus libros o sus meditaciones. Entre sonrisas malignas, se tendía en la esterilla y gritaba. Él acudía solícito y se arrodillaba a su lado. Con la mirada le preguntaba qué deseaba y ella, con una sola palabra, le obligaba a conseguirle lo que quería.

—¡Hongos!—decía.

—¡Manzanas verdes! —exigía.

—¡Hormigas en salsa agridulce! —pedía.

—¡Lirones con miel! —deseaba.

Las contadas palabras del idioma Idish, que podía entender pero no hablar, y que sabía pronunciar de corrido eran trampas de la voluntad para él. Y él, pronto a complacerle, se afanaba por buscar lo que se le ocurriera.

Pero lo que la esclava no sabía era que, al contrario de lo que suponía (que le estaba convirtiendo en su esclavo), él la había transformado en la esclava de sus propios deseos.

 

 

 

IV

EL PAISAJE DESDE EL PARAPETO

 

 

La mañana en la cual la llevó a contemplar el paisaje desde el parapeto de piedra viva, que separaba las profundidades del abismo entre las montañas, la hizo seguirle haciéndole señas con los dedos. Ella no pudo resistirse a este llamado. Preguntándose qué podía ser aquello que él deseaba mostrarle, lo siguió.

El paisaje desde el parapeto era imponente, hermoso, vertiginoso. El parapeto llegaba al pecho apenas, y se miraban desde ahí las nubes en curiosa y furiosa ascensión debido a la altura. En las montañas circundantes se distinguían agujeros cavados en la roca o casas como la del amo, encaramadas peligrosamente en las cimas o en las paredes verticales, en las cuales se veía a los sabios, leyendo sin cesar y escribiendo. El viento aullaba y cortaba.

Un halcón se tiraba en picado de continuo sobre las avecillas que volaban al azar entre las nubes deshilachadas que subían implacables, tercas, lentas. En las rocas levantadas como dedos desde abajo, saltaban las cabras montañesas, buscando brotes tiernos entre las piedras sueltas y congeladas.

Una imagen se repetía en su mente —sabía que él la estaba poniendo ahí, pero no entendía su propósito—, la de los seres encadenados a distintas formas de esclavitud: los sabios a su propia sabiduría, el halcón a su naturaleza de depredador, las cabras a su forma de alimentación.

En una llamarada de intuición comprendió quién era el esclavo y quién el amo: el libro, la letra, la palabra, eran los amos de los sabios que se valían de estos para seguir hablándoles a los hombres desde el pasado encerrado en el papel, para continuar existiendo; las avecillas los de los halcones, que de esta manera se valían de estos para servir de cebo e impedir que los halcones devoraran a sus hembras y crías en los nidos; las hierbas humildes, los de las cabras, que se valían de estas para que, al morder y arrancar, removieran las raíces que facilitaban a los brotes surgir de la tierra endurecida.

Se vio a sí misma, casi arrastrada de la correa, esclava de un sabio. Durante su enfermedad se miró esclavizándolo a él, invirtiendo los papeles. Él puso la imagen de su placer oculto, su prueba, su examen, en su mente: él había deseado que ella lo esclavizara para entender los procesos de la humildad.

La humildad. Tan sólo una breve palabra pero de tan profundo concepto.

Tú me enseñaste a ser humilde y te lo agradezco.

De pronto comenzó a llorar, se arrodilló ante él y le pidió perdón en su propio idioma. El viento cortaba la cara y se le enfriaban las rodillas sobre las afiladas piedras congeladas pero hasta que él le levantó pasándole las manos bajo las axilas y la miró a los ojos, besándole los labios, ella no se calmó.

Asombrada, cerrando los ojos, respondió al beso besándole a la vez con un sello ardiente que la abrasó en una caída de viento que soplaba, aullaba, giraba y regiraba alrededor de su existencia.

 

 

 

V

LA HOJA AFILADA EN EL LECHO

 

 

La amó todas las mañanas y las tardes y las noches. Agotados, se acostaban juntos a dormir. La amaba tiernamente y también salvajemente y le enseñó nuevas formas de placer que sólo los sabios conocen. Comprendió que lo que se rumoreaba sobre estos hombres era cierto pero que lo era porque ellos habían entendido un aspecto del juego de la vida que no se puede comunicar a aquellos que no desean entenderlo. Que era inefable. La dejaba agotada, dormida, soñando placeres aumentados, continuados después del sexo en sueños lúcidos. Él, cansado, también dormía pero la asaltaba en sueños y volvía a amarla en prados extraños, en superficies de otros planetas y otros tiempos, en mares y barcas a la deriva, en cien mil situaciones y en cada una parecía mejor que antes, más experimentado, más tierno y enternecedor, más salvaje, más violento, más enloquecedor.

La amó hasta la muerte. Hasta la muerte siempre, en esos mundos donde no existe la muerte, donde los dioses tienen la piel color violeta porque comieron cenizas radiactivas, donde las pastoras de Krishna amamantan los tallos jóvenes de la Flor de Sapu —la Michelia champaca, como la llamaba él, usando su nombre científico exhumado de viejos libros de botánica celeste—, una flor con labios que bebe leche, y entre los troncos de árboles de mango que forman bosques oscuros sobre cuyo dosel se puede caminar como los monos durante días sin bajar a tierra de tan extensos que son, y entre los capullos de Asoka, la Saraca indica que, según le dijera él, es capaz de caminar hasta tres leguas por la noche. A ella se le arqueaba la espalda al contacto de sus manos mágicas. Cerraba los ojos a ese inaudito, inmenso, incatalogable mar de sensaciones que le producía y caía rodando, después del éxtasis, sobre alfombras de flores verdes en las suaves pendientes de las colinas extraterrestres.

Una mañana la despertó el sollozo de él a su lado. Lo abrazó y le preguntó el motivo de su llanto. Él se limitó a mirarla. Se levantó, desnudo, y fue a por un tomo encuadernado en pergamino rústico que abrió en una página señalada por un separador hecho de tela estampada y roja. El libro estaba escrito en cuatro lenguas y una de estas era la de su pueblo —el hermoso, el devastado pueblo de Bantian del Desierto—, así que pudo leer:

 

 

¿Quién ha puesto una hoja afilada en el lecho,

entre los amantes?

¿Quién lo ha dicho antes que yo,

qué poeta, escritor o sabio

que sabía que los que aman

tienen que separarse un día?

¿Quién ha puesto una barrera de agua y piedra

entre las alas con las cuales cobija el Eros desatado

a sus hijos?

No puede ser otro que yo mismo,

quien se ha percatado de la cruel verdad:

no se puede amar tanto sin empezar

a destruir al otro o a sí mismo…[2].

 

 

Sorprendida, lo miró vestirse con sus ropas raídas. Desnuda, con la sábana cubriéndole los senos, lo vio coger la correa para pasársela por el cuello. Tiró de ella y la obligó a salir de la casa. Él se echó encima un cazo de metal, atado con una cuerda, al hombro. Anduvieron así a través de los caminos y la llevaba desnuda y las personas que les veían pasar se asombraban y muchos se retiraban a lo profundo de sus casas, ominosa, abominablemente perturbados por su belleza cruel y sin ropas y se tocaban el sexo largamente pensando en ella, hasta caer de rodillas, implorando perdón a los cielos y a los Vigilantes Nocturnos que atisban desde las montañas con sus caras de piedra, sollozando por pensar cosas sucias de una deidad caída en desgracia. Entonces, los que la habían visto olvidaban el perdón que clamaban y volvían a tocarse, no importándoles nada, ni el fuego del cielo o el fuego del lago del infierno para los adúlteros, obligados a copular con demonios hembra con vaginas dentadas.

Les sorprendió un atardecer amarillento como pus. Pararon a un lado del lago de los juncos marchitos cuando el crepúsculo caía oliendo a huevo podrido. Los mosquitos sobrevolaban en nubes zumbadoras el aire enrarecido por los gases del pantano, los fuegos fatuos temblaban a la menor ráfaga de aire y las luciérnagas comenzaban a encenderse con fósforo y potasio.

La obligó a sentarse encima de un nido que hizo con juncos suaves a la manera de los gorilas y se dedicó a arrancar manojos de hierbas aromáticas que hirvió en el cazo con el agua más limpia del cenagal y al calor del fuego fatuo. Luego le lavó el cabello con la misma agua y percibió el aroma de todas las estaciones del año, agradeciendo en silencio, pero sin comprender del todo qué sucedía en esa anochecida agónica.

Siguieron a través de escondidos senderos en el pantano. Divisaron a lo lejos una cabaña pobre delante de la cual se alineaban siete fuegos fatuos rutilantes y temblorosos que ardían con pálidas llamas azules y naranjas. Pensó que el habitante de la cabaña tenía a los pobres fuegos fatuos esclavizados para servir de candiles y se identificó con ellos. Él tocó con los nudillos la puerta de madera podrida donde los golpes dejaron huellas profundas y blandas que lentamente desaparecieron. Una vieja abrió. Llevaba en la mano, sostenida por un cable de plástico, una lámpara que aprisionaba otro fuego fatuo alimentado con huesos de pollo.

—¡Ah, es usted, pase, pase! —la vieja abrió y él entró, tirando de la esclava.

El interior no era el de cualquier casa. Se trataba de algo así como un museo de objetos diversos, extraños y asombrosos: piedras negras que brillaban con luz propia y que retenían la energía del corazón de las estrellas; pepitas de oro de formas caprichosas que contaban cuentos de hadas y de gnomos; frascos de inmensidad interior de diversas formas y tamaños, algunos con cosas extrañas dentro, desde fetos en salmuera pasando por hierbas secas o pulverizadas hasta elefantes de triple probóscide o naves espaciales de varios kilómetros de largo; libros de oraciones que lloraban por la noche a su dios perdido, pergaminos que al ser leídos provocaban sueños; pájaros y perros disecados cuyos letreros en la base de madera que les sostenía decían: A la memoria de mi amada mascota, y que al mirarles directamente a los ojos de vidrio inducían a uno a llevarlos a casa.

—¿Quiere que le muestre mis nuevas barakas? —graznó la vieja.

Él señaló a la esclava y la anciana la miró indiscreta, como examinándola. Se acercó y le pasó una mano a lo largo de la espalda. El contacto con su piel gruesa, callosa, áspera por hechizos y conjuros hechos bajo la luminosidad de lunas y soles malsanos, le produjo un escalofrío.

—Ya veo. Quiere que le explique qué es un baraka. Bien, pues un baraka es un objeto cualquiera que representa algo muy profundo para alguien y que ha pasado a través de las generaciones, heredándose a ciertos elegidos de entre muchos candidatos, y que ha sido bendecido por incontable manos. Su superficie puede estar desgastada por el tiempo y los dedos, pero jamás perderá valor. Por extensión, baraka es un algo tan valioso que no existen palabras para cuantificarlo.

Él se dirigió a una mesa repleta de objetos para escribir. Cogió un frasco capsular de tinta negra que resplandecía en tornasol y lo inclinó entre sus dedos. Dentro del frasco la tinta se movió en olas, densa, pesada, como aceite bajo los efectos de la gravedad de otro mundo. Él afirmó con la cabeza y se lo enseñó a la vieja. Tiró la correa de ella y se la entregó. La anciana cogió la correa con dos dedos.

—El trato está hecho —dijo la vieja—. Regrese cuando quiera.

Salió sin mirar atrás, con el frasco en la mano, cerró tras de sí y la esclava sintió el silencio en los hombros como una capa musgosa, la humedad pegajosa y la pestilencia a mierda de gallina en el ambiente. Se quedó inmóvil, mientras la vieja preparaba un lecho, tratando de comprender qué había sucedido. La frialdad en los pies era cruel.

—Buena elección la de tu amo… el trueque de tu cuerpo y alma por esa tinta que es capaz de revelar los deseos del corazón de una doncella…

La esclava abrió los ojos, le asaltó el vértigo, el mareo del recuerdo del asalto a Bantian del Desierto, otra vez la correa le escoció en el cuello, otra vez la sensación de violación en medio de las piernas, de ignominia interminable, extendida a la atmósfera de vejez, de cosas polvorientas, de aves pasando encima de ella, planeando antes de caer sobre los intestinos rosáceos de los abiertos en canal por las espadas que quemaban y evaporaban la sangre…

Cayó de rodillas cuando supo que él le había vendido por un frasco de tinta. Pero la anciana que la había comprado le acarició la cabeza y pasó sus manos sarmentosas por su lustrosa cabellera, perfumada por las hierbas con las cuales le había lavado el escritor y le susurró al oído:

—¡En verdad ese hombre te ama tanto…!

Pero ella no le creía, no encontraba consuelo y lloraba de rodillas sobre el suelo encharcado y el viento penetraba helado desde los juncos que se mecían afuera, muertos. La anciana la ayudó a levantarse y la condujo al lecho que había preparado para ella y volvió a susurrarle:

—En el pueblo de Meytile los que saben dicen que aquello que más preciado es, y cuesta mucho, debe venderse a bajo precio… porque nunca jamás nada podría alcanzar el precio de ese algo convertido en baraka… Tú eres un baraka

 

Y así, ella comprendió cuánto la había amado él y jamás volvió a sentirse una esclava.

 

 


 

NOTAS

 

NOTA 1: Fragmento de El quinto libro azul, proveniente de los «Archivos Hurus», sito en la Galaxia B. Mart» 44. [Nota del autor][VOLVER]

NOTA 2: Fragmento de Los libros azules. [Nota del autor][VOLVER]

 


Pé de J. Pauner es un narrador, ensayista, crítico de cine y biólogo mexicano que ha hecho activismo y performance. Ha publicado novela erótica y ha sido antalogado en latinoamérica, Australia y España. En el género de la Ciencia Ficción ha publicado el ensayo “Las cinco grandes utopías del Siglo XX” en la web española Alfa Eridiani.

En Axxón hemos publicado, además de varias ficciones breves: EL HOMBRE EQUIVOCADO, EL OTRO MESÍAS, NOCHES DE BANTIAN, LA NOCHE DE TEMPOAL, AHÍ FUERA, LA BÚSQUEDA DE AUSENCIA, DESPOJOS, ASÍ PERMANECE HERMOSA LISA MARIE (ANTICUADA CANCIÓN PARA SONÁMBULOS), UNA MUERTE EN CASA, UNA PEQUEÑA MENTIRA, LAS ENSEÑANZAS DE GAN BAO, LA IMPRONTA, EL HOMBRE DEL SIGILO, UN FAQUIR DE ESNAPUR, MEDIODÍA y CÁNTICO DE UN AMANTE QUE GIRA BAJO GIRASOLES UNA MAÑANA DE PRIMAVERA.


Este cuento se vincula temáticamente con NOCHES DE BANTIAN, de Pé de J. Pauner; LA VISIÓN DEL PARAÍSO, de Pablo Dobrinin y TOPACIO, de Graciela Lorenzo Tillard y Fabio Ferreras.


Axxón 255 – junio de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Fantasía : Magia : Romance : México : Mexicano).