Revista Axxón » «La poética de las sirenas» (parte 2), Teresa P. Mira de Echeverría - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

ANTERIOR

 


Ilustración: Derrewyn

—A ver, ¿qué quiere saber?

»Soy cautivante y embelesador como mi padre, por eso soy un hombre sirena.

»Soy bello pero «raro», como mi madre, porque soy una poesía hija de otra poesía.

»Soy cruel y amoroso con mis obras, a partes iguales, porque por mis venas corre la sangre de Sir Vázquez. Lo que, hablando estrictamente en términos genéticos, me convierte en el hijo de dos varones humanos. Y, hablando poéticamente, en el vástago de un varón humano y una poesía fémina. Puede elegir cuál combinación le gusta más.

Connelly, sentado en la fuente que coronaba el estanque, tecleaba con parsimonia. Se hallaba estratégicamente colocado entre las náyades y los tritones de mármol, semejando una estatua más. El agua que caía, cantarina, bañaba constantemente su cuerpo. La extendida aleta caudal, de miles de tonos de azul, parecía cumplir tanto la función de cola de pavo real, como la de trampa.

El periodista, que recibía las notas en su propio pad, intentaba concentrarse en las letras, en las palabras escritas, para no mirar a su interlocutor.

El joven sudaba profusamente. Ver al tritón era como sucumbir a un deseo que ni siquiera sabía que existía.

Carraspeó, se ajustó la chaqueta del traje gris claro. Con un gesto involuntario se arregló la corbata de moño bordeaux, y luego se pasó la mano por los cabellos color café. Entonces, sin alzar la mirada pero sintiendo la fuerte presencia del poeta-poema, repreguntó:

—Ha utilizado usted la palabra: «cruel». ¿Cómo puede un poeta ser cruel con sus obras?

En el silencio del jardín primaveral se escuchaba únicamente el batir de las frescas hojas de los árboles y el gorgoteo del agua de la fuente.

La respuesta llegó al pad del hombre que estaba sentado en el borde de mármol rojo del estanque.

—Del mismo y natural modo en que se suele ser cruel con uno mismo, señor Goode.

El periodista no resistió y alzó la vista. Era como si el hechizo de la sirena se transfiriese a sus palabras escritas. Aunque sabía que eso era imposible.

Miró al tritón en toda su gloria, más bello que las propias estatuas, y dijo en voz queda:

—Puede llamarme Benjamín, si así lo desea, señor Rickman-Blenders.

Connelly sonrió, y sus afilados dientes se perfilaron claros y mortíferos en la semipenumbra de la tarde: blancas y relucientes agujas.

Los dedos volaron raudos por el teclado que el tritón ni quiera miraba, con sus ojos concentrados en los dos pozos color carey del periodista. Cuando la respuesta llegó al dispositivo, el hombre tuvo que obligarse a bajar la vista para leerla:

—No, señor Goode, no deseo llamarlo así.

Benjamín se quedó pasmado, estaba acostumbrado a las respuestas protocolares, políticamente correctas y socialmente establecidas, y aquello lo desconcertó. Pero, antes que pudiera sacar cualquier conclusión al respecto, una nueva transmisión llegó a su pad:

—Lo que en verdad deseo es llamarlo Rupert, ¿no es ése su segundo nombre, acaso?

El hombre sonrió y levantó la mirada. Asintió con un gesto exagerado, y no quiso preguntar cómo era que el poeta sabía que la «R» de Benjamín R. Goode, significaba ése y no cualquier otro nombre más común.

Por cierto —agregó con una nueva andanada de letras en su pad—, mi nombre es Connelly. Y espero que, con el tiempo, Conn esté bien para usted.

Un escalofrío recorrió la espalda del periodista. No sólo era una suerte de orgullo ciego —como el de ser elegido por alguien tan brillante y famoso y excéntrico—, sino que había algo de miedo en esa sensación.

Los ojos del poeta-sirena lo miraban con autosatisfacción, como si el tritón estuviese complacido por ambas reacciones.

Benjamín cerró de golpe la libreta de notas y, mirando los nenúfares que se extendían entre ambos, no pudo menos que recordar aquella poesía que había leído de chico, el Hylas de Teócrito. El decimotercero de los Idilios.

Se puso de pie, guardó la libreta en el bolsillo del saco y se dio media vuelta, nervioso.

El recuerdo de esa poesía había hecho que el escalofrío se tornara más intenso y, mientras comenzaba a dar los primeros pasos en dirección a la casona, sus palabras salieron con un volumen y una orla de desesperación mucho mayor que la que él habría querido imprimirles:

—Se está haciendo de noche, señor… Connelly. Será mejor que vuelva mañana temprano, así podremos trabajar más tranquilos.

Una risa corta se escapó de la garganta de Conn: el periodista sabía muy bien que la noche era su elemento, pero él dejaría pasar el ridículo subterfugio. Era obvio a sus ojos que, con este humano, tendría todo el tiempo que deseara. Todo el tiempo del mundo.

Durante el segundo que esa risa duró, Benjamín sintió como si la presión del aire cambiase, como si los árboles se volviesen delgados y rojos, y el cielo de un tono diamantino. También percibió, con absoluta claridad, como si miles de seres que no pudo precisar pero que se olían hermosos —romero, café y azahar—, se agolpaban a su alrededor. Aquello sólo duró un instante, pero fue lo suficiente como para que el hombre atisbara una ínfima parte de la verdadera envergadura del poder evocador-poético del maestro Connelly Rickman-Blenders.

Y deseó más.

Mucho más.

Ese deseo lo asustó al principio; porque era claro que el tritón había dejado «caer» esa probada de su poder casi como al descuido, pero completamente a propósito. ¿Acaso quería volverlo adicto a su persona tal como lo eran sus poemas, los seres de los que se alimentaba como un vampiro?

Sin embargo aquello había sido demasiado fuerte y demasiado breve. Como ver, por una fracción de segundo, el Elíseo en toda su gloria: suficiente para vivir toda una vida anhelando regresar a él.

El pad se iluminó con nuevas palabras:

—Por supuesto, Rupert; mañana temprano lo espero aquí mismo.

Y entonces oyó un estallido en el agua.

Benjamín giró rápidamente, pero el poeta ya se había sumergido en el estanque que apenas si agitaba a los cansados nenúfares.

Esperó hasta que la superficie se calmó. ¿Estaría viéndolo desde debajo del agua? ¿O ya se habría alejado nadando por los conductos que, según se decía, lo comunicaban con toda la casa y con el Río Quebrado, más allá de la propiedad del maestro Rickman?

De pronto, desde el interior de un seto de rosas blancas, saltó un curioso ser. Una especie de lagartija del tamaño de un gato, con seis patas rematadas en manos humanas, y una cola muy fina y prensil. La piel, lechosa y pulida, brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna. Tenía el inequívoco rostro de una encantadora muchachita, pero sin cabellos ni cejas ni pestañas. Era como una gárgola hermosa y perturbadoramente inquietante.

El ser saltó sobre el estanque con una increíble cabriola propia de un trapecista o un gimnasta. Por un segundo, mientras giraba en el aire, pudo sentir el aroma a café, azahar y romero que la criatura emanaba.

Entonces, con la velocidad de un tiburón, Connelly saltó fuera del agua y atrapó a la criatura en pleno vuelo, sujetándola con sus fauces, y hundiéndose con ella en el agua, muy silenciosamente.

El corazón de Benjamín parecía querer perforar su pecho. El susto lo había paralizado. Sabía que no mataría a ese poema, pero la ferocidad y el salvajismo del ataque, la animalidad y el poder del mismo, habían sido demasiado.

Salió corriendo por el jardín sin siquiera pasar por la casa. Trotó, como un chico asustado de la oscuridad, por la veredita que se extendía entre tilos y pinos hasta desembocar directamente ante el gran portón del hierro de la propiedad.

Cruzó el umbral a la carrera y trepó al primer tranvía que divisó.

Esa noche, en su casa, solo, se fue a la cama temprano y sin cenar. Era la primera vez en semanas que no extrañaba a Vera desde la ruptura.

Más tarde, cuando se hallaba en ese estado intermedio entre el dormir y la vigilia, comenzó a sentir como si flotara en un lecho de agua; de profundas, frías y oscuras aguas. Y soñó entrecortadamente, despertándose empapado en sudor para asegurarse de que aquello no era cierto. Y el sueño era siempre el mismo: desde las fibras de la tela de las sábanas emergía Connelly, saltando como un tiburón sobre él, y arrastrándolo hacia esas aguas profundas y frías.

Lo que más lo perturbaba era que, en el sueño, aquello era algo que lo aterraba y, al mismo tiempo, algo que había estado deseando.

 

 

* * *

 

 

Era muy temprano, pero la bruma ya se estaba disipando.

El fresco del otoño cercano se hacía sentir a pleno en esas latitudes, y Benjamín se cerró el abrigo con fuerza. Debajo llevaba su único traje bueno, el de verano, el gris jaspeado con el que hacía sus notas en el teatro de la ópera, las presentaciones de libros y las entrevistas a artistas célebres… como Connelly Rickman-Blenders.

Lo llevaba porque sabía que, dentro de la propiedad Rickman, siempre era primavera y no sentiría frío. Y porque sentía un regusto a revancha al poder usar algo que le quedaba muy bien, frente a un ser que vivía aparentemente siempre desnudo.

Mientras mordisqueaba un croissant, iba sorbiendo —de su vaso extra gigante de cartón con tapa—, el «moka cappuccino doble chocolate y canela», tal como rezaba el trazo de fibra negra que el empleado de Starboard había escrito, junto a su nombre, al costado del vaso.

Caminaba despacio, por el paseo de la ribera, costeando el Quebrado; el río oscuro y lento que cruzaba la ciudad.

Parecía como si no quisiera llegar al portón de rejas negras que se abría al bosquecillo siempre verde.

—No seas infantil —se dijo a sí mismo, y el vapor de su aliento formó volutas burlonas frente a su rostro—. Estás dejando que otro loco artista egomaníaco te maneje.

Cuando al fin llegó a su destino, su determinación flaqueó y tuvo que empujarse a sí mismo para entrar en la propiedad.

Arrojó lo que quedaba de comida y el vaso vacío a un papelero en la vereda, y encaró directamente hacia el camino adyacente que, sabía, conducía al estanque.

Al llegar, un nervioso elfo de mirada de gato y pelo furiosamente rojo lo estaba esperando bajo un tilo. Su voz era como un arrullo de alondras:

—El amo dice que lo espera en el Ala Oriental del estanque.

Sin siquiera explicarle dónde quedaba ese sitio, el ser se escabulló entre la espesura. Tenía el pecho desnudo y, en lugar de dos tetillas, cuatro —una de las cuales parecía lastimada y de la que manaba un líquido azul-verdoso.

Mientras se orientaba para averiguar dónde podía quedar el Este, Benjamín cayó en la cuenta de que la sangre del elfo posiblemente no proviniera de una herida sino de su función «nutricia» para con su entrevistado.

El escalofrío de la noche anterior volvió a hacerse presente.

Cuando logró orientarse, comprendió que el sitio adonde se dirigía lo alejaba cada vez más de la casona y lo hundía en una espesura de plantas ornamentales mucho más altas que él.

Retamas y cañas y juncos formaban un laberinto vegetal sin caminos aparentes. Se dejó guiar por el sonido del agua y llegó a una especie de torre. Ascendió por una escalera de hierro subrayada con manchas de óxido, la cual rodeaba la construcción de piedra como una especie de enredadera estilizada, y llegó hasta su parte superior.

Cercado por columnas triples de estilo gótico, que sostenían un techo alto y que se hallaban unidas por barandales curvos de hierro oxidado, había un foso.

Era un foso grande y de una forma caprichosa. Su boca estaba conformada por cerámicas esmaltadas, algunas de colores terrosos y otras doradas a la hoja. Alrededor del foso casi no había sitio para caminar, únicamente ese brevísimo zócalo resbaladizo. Las piedras húmedas y mohosas de las columnas sobresalían en basamentos escuetos y altos.

Benjamín se sentó sobre uno de ellos y colocó sus pies entre los intersticios de un barandal metálico. Parte de la extraña geometría del foso pasaba bajo sus piernas.

Sobre su cabeza, gárgolas hermosas y siniestras miraban, al igual que él, el increíble paisaje que se extendía más allá de la copa de los árboles: media ciudad y la desembocadura del Quebrado se divisaban envueltas en la dorada bruma del amanecer.

El sitio era mágico.

Suspiró tranquilo, encendió un cigarrillo, y comenzó a fumar mientras saboreaba el aire puro, el aroma a cítricos de su particular mezcla de tabaco, y el frío de la ciudad que aquí escapaba al control climático del parque.

El sol le daba de frente y él se hallaba sumido en pensamientos sin forma definida, tal como la bruma allá en el límite entre el mar y el río, o el alimonado humo de su cigarrillo. Tenía los pies firmemente apoyados en la base de la baranda curvada, los codos sobre las rodillas y los ojos en el horizonte.

Reinaba un silencio perfecto, sublime, que Benjamín agradecía como una caricia de pura paz.

Exhaló un círculo de humo y sonrió. Miró a la gárgola que tenía más cerca de él, y preguntó, displicentemente:

—¿Naciste así o él también tiene el poder de convertir a los seres vivos en piedra?

El pitido del pad lo sobresaltó tanto que casi pierde el equilibrio.

Extrajo el aparato de un bolsillo de su abrigo, y leyó:

—No soy una gorgona, Rupert; apenas soy un tritón.

El joven se sobresaltó todavía más y giró en redondo hasta que lo vio. A medio emerger de las oscuras y profundísimas aguas que trepaban hasta lo alto de la torre, en un escondrijo al que no llegaba la luz del sol, allí estaba Connelly.

—Lo siento, no pretendí asustarlo.

Benjamín se reubicó mejor en la saliente, volteando un poco su cuerpo para enfrentar al increíble ser que parecía brillar entre las piedras oscuras y mohosas.

—¿Cuánto hace que está ahí?

La voz del hombre resonó en el templete como si lo hiciera entre las paredes de una catedral.

El pad destelló:

—Desde que usted llegó. Pero no quise interrumpirlo; se veía tan en calma consigo mismo que era un placer contemplarlo.

»Quiero decir, que es hermoso ver a alguien que ha alcanzado la serenidad, la paz interior.

Había algo distinto en el poeta. Hoy no parecía ser el egocéntrico de la noche anterior, el soberbio que pavoneaba sus capacidades y poderes frente a un periodista pobretón que se esforzaba infructuosamente por realizar su nota.

Hoy no parecía querer jugar con él.

Había un dejo de tristeza. No, no era eso. Había un aura de profundidad en él, como si la superficie brillante cediese ante el complejo interior.

«Cruel», se dijo Benjamín a sí mismo, «recuerda que así se caracterizó con total orgullo: cruel… y amoroso».

El pad vibró:

—Mi padre fuma en pipa. Y aunque el aroma es totalmente distinto, usted y su cigarrillo me lo han recordado de pronto.

»Mi padre es un hombre que seduce sin proponérselo, ¿sabe? Sin siquiera darse cuenta de lo que está haciendo.

Una de las cosas que Benjamín odiaba de este tipo de comunicación, era la ausencia de inflexiones. Las inflexiones de la voz dicen tanto o más que la palabra misma, y él no podía leer esas inflexiones en las frías letras electrónicas. ¿Aquella última frase había llevado el sello del sarcasmo, de la melancolía o, tal vez, del coqueteo? Sin inflexiones podía suponer lo que quisiera.

Se quedó mirando el pad, sujetándolo con manos tensas. Estaba comenzando a sentirse otra vez en desventaja frente a Connelly, otra vez en inferioridad de condiciones.

Las letras cambiaron:

—Duda de mí, ¿no? Pero créame, Rupert, no hay cinismo en mí. No hoy, al menos.

Benjamín alzó la mirada y lo miró a los ojos. La forma apresurada de escribir, las equivocaciones, lo alertaron.

El tritón tenía los ojos cansados, lejanos, brillantes. Veraces.

El periodista se compadeció y bajó la guardia:

—No crea que estoy en paz. Es sólo que este sitio puede hacerle olvidar a uno los problemas en los que vive inmerso.

Connelly sonrió y asintió con la cabeza. Al parecer compartían ese punto de vista.

El hombre sirena nadó en absoluto y sobrecogedor silencio hasta la reja en la que Benjamín había apoyado los pies. Se asió de los hierros y, con un movimiento que pareció no conllevarle esfuerzo alguno, se elevó por fuera del agua hasta colocarse sobre unas estriaciones que lo contenían perfectamente.

El joven humano lo miró atónito: era enorme. Y era hermoso.

Apenas se le secó el torso, sus aletas se replegaron hasta adherirse a su piel como si fueran un dibujo sobre la misma. La parte inferior, mucho más larga que las piernas de un humano, era fuerte y maciza, y de un azul cobalto maravilloso. La cola extendida se veía, así de cerca, como un encaje fuerte lleno de cicatrices brillantes; pero eso no la hacía menos magnífica. Benjamín se preguntó cómo se las habría hecho. Pronto notó que había muchas más en su cuerpo. Largas y nacaradas cicatrices que apenas si se advertían desde ciertos ángulos.

Las crispadas manos del poeta se aferraron a la reja casi con desesperación, como si ésta fuera una jaula, y lo irguieron hasta ubicarlo a la misma altura del humano.

El periodista notó las membranas azuladas entre los dedos brillando delicadamente bajo la luz dorada de la mañana.

En esa misma luz, el largo cabello sujeto en una trenza suelta, destellaba como lenguas de fuego azulino.

Durante unos minutos se quedaron en silencio. Los dos viendo el horizonte. Los dos compartiendo un momento de paz.

—¿Qué es lo que tanto anhela, Conn? —murmuró Benjamín entre dos pitadas, sin quitar sus ojos de la lejanía.

—¿Es esto parte de la nota?

Ben alzó los ojos nuevamente al horizonte y susurró, mientras refrendaba lo dicho con un gesto de su cabeza:

—No.

El suspiro fue audible. Las columnas del templete se retorcieron y volvieron a su lugar, pero el humano no se asustó esta vez.

—Libertad.

Benjamín rumió aquello por entre el humo del cigarrillo y el dorado del amanecer. Podía sentir la respiración del poeta a su lado.

El viento tejía sonidos extraños en la torre de piedra.

—Se dice —murmuró Goode, al fin— que usted puede nadar por el Quebrado cuando lo desea —hizo una pausa y luego agregó, mirando de lado al poeta—. Supongo que de aquí a la Bahía Roja, y desde allí hasta el mar, sería cuestión de pocos minutos para usted.

La sonrisa del tritón lo sorprendió. Era como la de un niño travieso. Los dedos comenzaron a teclear sobre el tablero, pero Goode no miró su pad, sino que se concentró en esos dedos volando sobre las teclas. Se dijo a sí mismo que lo hacía para conocer más a su interlocutor y lograr una mejor nota, y se rió por dentro de su propia ingenuidad.

Connelly le hizo una indicación de cabeza y Benjamín se apresuró, algo avergonzado, a mirar la pantalla de su pad. Dio una larga pitada a su cigarrillo mientras leía.

—No esa clase de libertad, Rupert.

Benjamín sintió otra de esas oleadas de orgullo al ver su nombre de pila en la línea de diálogo. Siguió leyendo mientras soltaba el humo, y pudo escuchar cómo el tritón trataba de aspirar fuertemente para captar el aroma de su tabaco.

—¿Recuerda cómo me definí ante usted ayer? ¿Recuerda acaso algo que sea esencialmente mío? ¿Algo que no sea una referencia a rasgos heredados de mis padres-creadores?

»No son el océano o piernas lo que anhelo, sino la libertad de ser yo mismo.

Benjamín miró al poeta a los ojos marrones y acuosos. No podía creer que algo así le sucediera a un genio como él. ¿Qué duda podía tener de su identidad quién era capaz de crear lo que él creaba?

La mano de Connelly se le acercó titubeante. La actitud era tan impropia de él, que al humano le pareció irreal. Los dedos palmeados, surcados de finas cicatrices nacaradas, se aferraron de pronto al cigarrillo que Benjamín sostenía entre el índice y el mayor.

El hombre-sirena lo miró e hizo un gesto leve con la cabeza, una suerte de pedido de permiso. Benjamín comprendió y, con una sonrisa, soltó el cigarrillo.

La sonrisa seguía en su boca cuando vio a Conn aspirar con rapidez y toser tan fuertemente, que la colilla cayó al agua. No le importó que el universo se replegara, durante un breve segundo, sobre un centro que los incluía a ambos; ni que, dentro de ese círculo, creyera divisar aves rojas y verdes que volaban, como cardúmenes de ceniza flotante, en un cielo ennegrecido. Con total tranquilidad, extrajo otro cigarrillo del paquete, lo encendió con calma, le dio una profunda pitada, y dijo:

—No creo que haya muchas cosas que yo pueda enseñarle, Conn. Pero ésta es una de ellas. Preste atención si quiere aprender a fumar, ¿sí?

Y soltando el humo expertamente, le tendió el nuevo cigarrillo.

Hubo algo de regocijo infantil en ambos cuando el bellísimo ser anfibio aceptó convertirse en el alumno del humano.

 

 

* * *

 

 

Esa mañana, Benjamín corrió el tranvía que lo llevaba hacia la mansión Rickman. No quería llegar tarde. Era la séptima jornada que había convenido en pasar con Connelly a fin de realizar su nota periodística. Aunque la nota no había avanzado una sola letra desde aquella primera mañana en la torre donde siempre se reunían.

Se bajó a la carrera en la esquina de Cuadrados y Amapolas, y caminó rápido la media cuadra que restaba. El portón inteligente se abrió al reconocer su firma dactilar, y Benjamín trotó por la vereda de tilos y pinos hasta dar con el sendero que discurría hacia la torre.

El maestro Rickman-Blenders había hecho bordear el camino con fragantes macizos de violetas, para que el periodista no volviera a perderse. El aroma era exquisito, sin embargo Goode sonreía por otra cosa. A esta altura de las circunstancias, las violetas eran hermosas pero innecesarias. Él podría haber transitado perfectamente aquel camino con los ojos cerrados, sin extraviarse.

Los últimos veinte pasos los hizo a la carrera. Y a la carrera subió los escalones de hierro que crujían bajo su ímpetu. Resoplando, trepó por entre las columnas, miró agradecido a su alrededor comprobando que había llegado primero, y se sentó en el lugar de siempre, junto a la reja que hacía las veces de mirador.

Se había puesto el saco de cuadros marrones y el pantalón beige de lana, porque el frío ya arreciaba; no obstante, ahora transpiraba por el esfuerzo. Mientras trataba de componerse la corbata mirándose en el reflejo de las aguas oscuras de la torre, divisó un par de ojos, y soltó una carcajada a medio camino entre el regocijo y la derrota. Claro que no había llegado primero, Conn simplemente no quería que se sintiera mal.

Los ojos abiertos del hombre-sirena lo miraban, risueños, desde debajo del agua. Un halo azul de cabello se extendía a su alrededor. Poco a poco, casi sin perturbar el agua, y en un silencio sobrenatural, el tritón emergió del foso. Su sonrisa de dientes de aguja, blancos como nácar, brillaba sin malicia alguna.

Se miraron y empezaron a reír, en silencio uno y estridentemente el otro.

El poeta se elevó hasta colocarse en su sitio preferido, y se recostó en la fría y húmeda piedra. Goode supuso que, de poder pararse, mediría sus buenos dos metros de altura. También se imaginó, brevemente, cómo sería nadar a su lado.

Por un instante eso fue todo. Un estar sentados cerca, mirando la Bahía Roja y el Quebrado, el sol naciente, y el horizonte tras el puerto desdibujado por la bruma.

Había jornadas en las que casi no hablaban, en las que sus miradas parecían ser suficiente para entenderse. Connelly agradecía esos días porque lo hacían sentirse como un igual respecto del humano. Días en los que Ben pensaba de sí mismo como «Rupert».

Hylas, divagó Benjamín Rupert, eso es en lo que se había convertido. Y Conn era Heracles y las ninfas en un solo ser.

El maestro Rickman-Blenders estaba mirándolo con insistencia a los ojos, tratando de adivinar sus pensamientos en sus expresiones; pero Benjamín no estaba listo para decir todo lo que pensaba ni lo que sentía.

Cuando el poeta advirtió esto, procedió a peinarse mientras canturreaba. Pero no semejaba ninguno de esos seres de leyenda con sus peines de oro y plata, estilizadamente sentados a orillas del mar; más bien parecía un tipo cualquiera, frente al espejo, preparándose para afeitarse antes de salir hacia el trabajo.

El azul ardiente de sus cabellos se adaptaba a sus dedos, quedándose dócilmente tras su nuca.

Goode tragó saliva cuando el pabellón que coronaba la torre pareció cobrar vida y retorcerse sobre sí mismo al conjuro del arrullar de Connelly. Un par de gárgolas de piedra salieron volando, dieron unas vueltas y regresaron a posarse en el techo. Cuando el canto cesó, cuatro de ellas habían intercambiado lugares.

¿El poeta lo estaba acostumbrado de a poco a su poder? ¿Lo estaba probando? ¿O tal vez castigándolo por su hermetismo?

El tritón extendió una mano húmeda y el humano le tendió un cigarrillo; luego encendió los de ambos. Fumaron en silencio por un largo rato, con la vista clavada en el lejano y brumoso puerto.

Benjamín comenzó a silbar. Era una canción antigua y rítmica, algo que había aprendido de su abuela.

Cuando habían pasado unos minutos se dio cuenta del efecto casi hipnótico que aquello causaba en el hombre sirena.

—¿Nunca habías escuchado silbar?

El tritón negó con la cabeza y su cabello se derramó, luminoso y celeste, sobre sus hombros. Los ojos del anfibio estaban muy abiertos, como los de un niño.

Entonces Rupert comenzó a cantar para él aquella canción que hablaba de antiguas batallas, de hombres que fumaban, bebían, soñaban y morían, y de islas que estaban perdidas más allá del Quebrado, del Océano Procelario y del mismísimo Mar Definitivo.

Cuando terminó de cantar, Connelly tenía una mirada nueva. Algo que era tierno y terrible a la vez.

Sin dar ninguna señal que lo anticipase, el poeta se sumergió en el agua negra del pozo.

El humano se puso de pie de un salto, alarmado. ¿Había hecho algo mal? ¿Estaba sucediendo algo en el predio?

Entonces, el maestro Rickman-Blenders saltó fuera del agua con un movimiento grácil y poderoso, se aferró a las solapas de Goode, y lo arrastró con él bajo el agua.

El terror se apoderó de Benjamín, quien soltó todo el aire de sus pulmones en un grito mudo. Las manos palmeadas se aferraron a sus brazos, inmovilizándolo en su frenético pataleo. Luego, la boca de Conn se abrió enorme y dentada como la de una lamprea; sus mandíbulas desencajadas. En la oscuridad, el humano sólo veía retazos de imágenes pavorosas. La boca del tritón se cernió sobre la cara del hombre cubriendo su boca y su nariz. Conn tuvo que golpearlo en el esófago para obligarlo a inhalar, y cuando lo hizo, Benjamín comprendió que el poeta estaba pasándole parte del oxígeno que sus agallas extraían del agua.

Goode no pudo ver por dónde iban, sólo sentía que se movían muy de prisa. Las contorsiones natatorias del cuerpo del hombre sirena eran bruscas y elegantes.

Entonces, demasiado precipitadamente como para preverlo, Connelly dio un giro de noventa grados, y se sumergió con el humano aferrado a sus manos y su boca; volvió a dar una serie de giros, y emprendió una carrera hacia la superficie hasta emerger con un salto colosal.

Rupert sintió cómo ambos caían sobre una superficie firme pero suave. Aún así el golpe en la espalda cimbreó todo su cuerpo.

De pronto estaba tendido boca arriba entre unos pastizales muy altos. El sol de la mañana le daba en la cara, el cuerpo le dolía y sentía algo agitarse a su lado.

Giró y vio a Conn tratando de volver al agua, arrastrándose con sus poderosos brazos. Benjamín saltó sobre él y lo obligó a enfrentarlo.

El tritón estaba fuera de su elemento, y si bien era mucho más fuerte que el humano, no podía hacer gran cosa para defenderse en la posición en que había quedado.

—¿Por qué hiciste eso? —gritó Rupert con desesperación.

Connelly negaba con su cabeza en forma impotente. Sus ojos imploraban algo que el humano no comprendía. Miró el pecho del poeta y vio que había perdido la tabla de comunicaciones.

—¡Mierda! —volvió a gritar el humano.

Se tendió al lado del hombre sirena, en el denso y alto pastizal que crecía a orillas del Quebrado. Conn también dejó de agitarse y comenzó a utilizar sus pulmones.

Benjamín sacó el paquete empapado de cigarrillos, lo miró como si fuera un objeto caído desde otro planeta, y lo arrojó lejos. Luego probó el pad, pero no funcionaba. Suspiró frustrado.

La ropa le pesaba y se le pegaba al cuerpo; además lo estaba enfriando, haciéndolo tiritar.

Se quedó mirando hacia arriba. La bruma del río se extendía como un techo sobre sus cabezas. Algo intangible pero real que se arrastraba sobre ellos, recortando las puntas más altas de los juncos y las espadañas.

El tritón también tenía la vista clavada en ese río gaseoso.

—¿Por qué hiciste eso? —gimió Benjamín.

Con gran esfuerzo, Connelly dio la vuelta sobre sí mismo; luego, como un demente, comenzó a arrancar el pasto que tenía a su alrededor, cortándose y rasguñándose en el proceso. Cada vez que Goode intentaba detenerlo, él lo alejaba de un manotazo. Por fin, escribió con la punta de sus dedos sobre el barrizal que había limpiado: PORQUE TE NECESITO.

Benjamín se arrodilló y se quedó viendo la declaración, temblando de frío.

¿Cómo lo necesitaba?: ¿Como un amigo? ¿O, acaso, como él lo necesitaba?

Se mesó los cabellos con desesperación e impotencia. Se sentía exhausto, incapaz de desentrañar aquello.

La niebla sobre sus cabezas se convulsionaba a medida que los rayos del sol la calentaban y deshacían.

Benjamín Rupert Goode se puso de pronto de pie, resuelto como nunca antes en su vida.

Aquí no había crueldad sólo dolor, pensó.

Tomó a Conn por los brazos y lo arrastró hasta la orilla. Era fácil ver cómo se había hecho las innumerables cicatrices que poseía, mientras las nuevas se formaban. Pero el hombre-sirena se dejó arrastrar dócilmente.

El anfibio pesaba más que él, y Benjamín luchó con todas sus fuerzas por regresarlo al agua. Cuando por fin lo logró, y el joven poeta nadó con una gratitud y una habilidad que dejaron pasmado al humano, éste comenzó a desvestirse.

Conn se quedó muy quieto cerca de la orilla, entre las cañas, viendo aquel proceso como si fuese algún tipo de espectáculo sagrado.

Una vez que se hubo desnudado, Rupert saltó al agua y nadó hasta donde estaba el tritón.

—Tú me enseñas tu mundo y yo el mío —dijo el hombre cuando estuvo a su lado.

Connelly asintió exageradamente y se dispuso a tomar a Benjamín en sus brazos para sumergirse con él otra vez, cuando el humano lo detuvo:

—¡No! —aclaró con tono firme— Tú me muestras tu mundo —dijo apoyando uno de sus dedos en la cabeza del poeta— y yo te muestro el mío —agregó colocando la mano palmeada del hombre-sirena sobre el sitio de su corazón.

Conn se sacudió, asombrado. Sus ojos brillaron con una luz salvaje y dulce al mismo tiempo. Su sonrisa de agujas se amplió más y más. Se llevó una muñeca hasta la boca y mordió su propia carne. Un líquido azulado brotó, moroso y frío. Luego, acercó la cara interna de su muñeca a la boca de Ben, quien retrocedió un poco antes de comprender. Entonces dejó que el tritón le tomara la muñeca izquierda. Cuando los finos dientes de Connelly se clavaron en ella, fue más ardor que dolor. Pero, cuando sintió la succión, fue algo definitivamente erótico.

En un arranque de coraje, Ben tomó la mano que el poeta le tendía y comenzó a sorber el líquido azul, frío y salado. Era como un elixir. Y, cuanto más bebía la sangre del anfibio, más sorbía éste su sangre roja y caliente.

El tiempo pareció distenderse, escaparse, estirarse y llevárselo con él; hasta que sintió la sacudida, la mano que le era devuelta cicatrizándose rápidamente. Conn tuvo que luchar para que el humano soltase su muñeca, así de adicto se había vuelto a su plasma, y luego lamió su propia herida para cerrarla. Entonces se acercó a Benjamín y esperó.

Ambos se miraban en silencio, flotando en el medio del Quebrado, quietos, aguardando que el otro diera el primer paso.

Recién en ese momento, Connelly pareció percatarse de que Rupert había aceptado aquel extraño ritual sin comprenderlo. Lo justo era que fuese él quien continuara con esa prueba de confianza mutua. Y así lo hizo.

Anhelaba tanto saber qué escondía el corazón de ese humano cuya esencia aún paladeaba, que dejó que Ben entrase en su mente como nadie antes lo había hecho. Ni siquiera él mismo.

Tomó el rostro del hombre entre sus enormes manos palmeadas, lo miró a los ojos, y en un susurro de papel de lija y ansiedad, exclamó:

—Ven conmigo, Rupert.

 

 

* * *

 

 

De pronto, el mundo se curvó a su alrededor. El agua del Quebrado, el cielo rayado de sol, el pastizal de la orilla, la boca de la Bahía Roja y los jirones deshilachados de la neblina; todo se proyectaba en el interior de una esfera traslúcida. Y, detrás del cristal de esa esfera que era la realidad, Benjamín podía ver el gigantesco rostro de Connelly mirándolo fijamente; su enorme mano izquierda sosteniéndolo a él y al mundo contenidos en ese globo.

Pronto, la esfera se opacó hasta convertirse en un entretejido de paneles de concreto agrietado y vigas de madera vieja. Una enorme pero claustrofóbica jaula, tan grande como un templo antiguo.

Goode se hallaba sólo en medio de aquel recinto clausurado. Dio unos pasos intentando entender aquel sitio, medirlo, interpretarlo.

Gigantescos cuadrados de concreto en bajorrelieve componían la esfera, como un panal aberrante. Las vigas, cuarteadas y blancas, se astillaban al contacto con sus manos. Era como si un esfuerzo, arcaico e inconsciente, tratara de mantener una estructura destinada a disolverse.

Luego de dar vueltas por el recinto, Benjamín eligió un panel al azar y empujó. Pero el concreto, avejentado y todo, era impenetrable e inamovible.

«No así la madera», pensó el humano, y arremetió contra ella.

Una de las vigas que formaban los barrotes cuadriculados de esa jaula, comenzó a ceder bajo la mano del hombre. Los trozos se deshacían tan fácilmente, que pronto toda una sección perdió su integridad, causando que varios bloques de cemento se precipitaran.

Benjamín logró alejarse del derrumbe y, cuando el polvo se asentó, divisó una brillante luminosidad que procedía del exterior.

Avanzó por entre los escombros y emergió a un sitio familiar —aunque nunca hubiese estado allí antes—. Un océano manso de aguas celestes se extendía hasta el horizonte en todas direcciones. Las olas apenas si chapoteaban contra una vieja estructura de cemento, una vereda semicircular al ras del agua. Inclinándose poco a poco, a medida que se alejaba, había un camino que salía de ella hasta hundirse gentilmente en el agua.

Alguna vez la vereda había tenido altas barandas de hierro, pero ahora sólo quedaban unas pocas varas oxidadas pintadas de amarillo y negro, nada más.

El sol era intenso; la paz, inquietante. El agua brillaba de tal modo con la luz del mediodía, que hería la vista. Sólo el chapoteo de esas olas pequeñas turbaba el silencio.

Benjamín se descolgó del boquete que había abierto en la esfera y saltó hasta la estrecha vereda. Entonces se formó una figura en el sitio donde nacía el camino. Era una niña, una chiquilla de no más de diez años de edad. Estaba descalza. Vestía una remera blanca, shorts con flores rosadas y tenía el pelo, largo y suelto, de un color que le recordó al humano el de sus propios ojos: carey claro. Bajo su brazo derecho sostenía una perla del tamaño de una pelota de vóley. Miraba fijamente el camino. O quizás el horizonte.

Ben se acercó a ella hablándole suavemente, para no asustarla:

—¡Hola! ¡Niña! ¿Qué tal? Me llamo Benjamín. ¿Dónde estamos, quieres decirme?

Ella giró la cabeza, lo miró unos instantes en silencio y volvió a fijar su vista en la distancia.

El muchacho se aproximó un poco más a la chiquilla, observó el vacío horizonte y la terrible soledad de aquel lugar sin límites, y se sentó en el suelo. Se dio cuenta de que estaba vestido para la ocasión, como si encajara en ese sitio: chomba blanca y bermudas celestes. Mientras sentía cómo la sucesión de olas y su sonido lo adormilaban, tuvo una idea, y habló de nuevo:

—¡Hola! Me llamo Rupert, ¿y tú?

Después de todo, se suponía que estaba en un sitio nacido de la mente de Connelly.

La niña se dio la vuelta, se sentó en el suelo frente a él, mirándolo con interés. Una sonrisa cálida y aniñada se formó en ese rostro que, hasta hacía unos segundos, había sido una máscara inexpresiva. Luego, haciendo rodar la perla-pelota hacia él, respondió:

—¡Yo también! Qué casualidad, ¿no?

Benjamín recogió la perla perfecta y la contempló asombrado. Su propio rostro se reflejaba en ella como en un espejo deformante y esmerilado. Volvió a ponerla en el piso, la hizo rodar hacia la niña, y prosiguió con la extraña conversación:

—Entonces, ¿te llamas «Rupert»?

Ella asintió con la cabeza con mucho énfasis. El cabello carey bailaba alrededor de su simpática carita.

Por un momento, Ben quedó fascinado por ese cabello del mismo exacto color que sus propios iris, y entonces comprendió. Una carcajada explotó desde su garganta. La risa no paraba. ¡Aquello era demasiado literal!

—¿»La niña de mis ojos»? —preguntó a nadie en particular. Pero la chiquilla sonrió y volvió a asentir, muda. Entonces, Benjamín calló de pronto, asustado.

La pelota rodó hasta él de nuevo.

—»Guárdame como a la niña de tus ojos» —recitó él, con reverencia.

La niña ya no hablaba, sólo gesticulaba.

El muchacho volvió a mirar el mar que lo rodeaba… Tanta libertad abrumaba.

—Esperas que yo te nombre, ¿no es así? —agregó él en un susurro—. Porque, en realidad no tienes nombre, no hasta que yo te lo dé —la miró a los ojos azules y, más allá de éstos, al ser que se escondía tras ellos—. Quieres saber qué atesora mi corazón.

La rubiecita volvió a asentir en silencio.

Benjamín se puso de pie, con la pelota-perla bajo un brazo y le tendió la otra mano a la niña. Ella se levantó y, sin soltarle la mano, lo guió por el pasillo que se internaba en el océano infinito.

A medida que caminaban, el agua los cubría más. Primero sus pies, luego sus tobillos, sus rodillas, su cintura… entonces Ben la levantó en brazos para que el agua no la tapara. Con el movimiento, la perla cayó al mar y se hundió.

La niña había ladeado la cabeza, como esperando algo.

Con la chiquilla en sus brazos, Benjamín tomó aire y, temblando en el agua helada, dijo en voz fuerte y con un cierto alivio:

—»Connelly», así te llamas.

La niña sonrió con dientes de aguja de coral, y saltó de sus brazos mientras desplegaba detrás de sí una enorme aleta caudal, roja como la sangre humana, para hundirse en el océano, tras la perla.

Rupert permaneció un tiempo así, conmocionado y atónito. Aquello no era un sueño, pero tampoco podía ser la realidad. ¿Qué poder tenía en realidad el poeta?

Comenzó a desandar el camino y regresó a la vereda semicircular. Se sentó nuevamente en ella, mirando el mismo punto indefinido que la niña había estado mirando, y se quedó así, en silencio y sin pensar, por lo que le parecieron varias horas.

El sol del mediodía jamás avanzaba allí. O si lo hacía era terriblemente lento. El tiempo parecía no tener sentido, las olas lo evaporaban en una monotonía carente de medición posible.

¿Así se sentía Conn? ¿O así se sentía él mismo? ¿Era ésta la libertad sin identidad?

Conocía cuál era el mecanismo para volver de un «Mundo Rickman-Blenders», tal como lo llamaban los científicos que lo habían estudiado. Únicamente debía llamarlo, pedírselo, y el poeta lo sacaría de allí. Pero aún no estaba listo para eso.

Dejó pasar un tiempo más, un tiempo de tranquilidad infinita, y luego emprendió el retorno a la esfera. Una vez en el interior de la jaula de madera vieja y concreto, se dirigió al otro extremo y volvió a debilitar un cruce de vigas. Esta vez fue más cuidadoso y el derrumbe menos espectacular. Apenas cruzó en umbral, lo recibió otro paisaje de ensueño o de pesadilla.

Ahora estaba sobre las copas planas y tupidas de un grupo de árboles. Eran unas plantas delgadas y altas, posiblemente de más de treinta metros de altura. Todas sus finas y nerviosas ramas terminaban en el mismo nivel, muy juntas entre sí, y uniendo un ejemplar con otro hasta formar una sola copa delgada y horizontal, un techo continuo y sin huecos, o mejor dicho, un camino sobre el que él se hallaba.

A pocos metros de distancia, el último árbol fijaba el final del exiguo sendero. Abajo, a medida que se asomaba por los bordes, Benjamín sólo alcanzaba a ver una bruma espesa y movediza, gris y opaca, que no permitía adivinar qué cosa había en el suelo o si es que había uno.

El cielo atardecido era de una tonalidad que iba desde el malva al morado, y estaba cruzado por nubes como cintas color caramelo.

Miles de pájaros negros pasaban volando bajo él, por entre las ramas, en un constante chillido y canturreo y batir de alas que armaban gran alboroto.

Al revés que en el otro paisaje, éste poseía un límite. Pero, al igual que en el anterior, el infinito seguía presente. Si allá, en el mar, se había sentido preso por tal infinitud, aquí se sentía libre en mitad de la finitud.

Una mujer joven, envuelta en una túnica azafranada y con el rubio pelo recogido, se hallaba de pie en el borde del camino hecho por las copas de los árboles. Tenía una niña en brazos, tal vez de tres años de edad. Otra nena estaba arrodillada a sus pies, con las manos en el piso; tendría unos ocho, calculó Benjamín. Las tres miraban el horizonte, un horizonte tan inalcanzable como el oceánico.

Goode se acercó a la madre y repitió su presentación:

—Buenas tardes, señora, me llamo… Rupert. ¿Podría decirme dónde nos encontramos, por favor?

Se miró a sí mismo mientras avanzaba, una túnica morada lo cubría hasta los pies. Se retiró la capucha cuando llegó junto a la dama.

Ella le sonrió, había algo familiar en la mujer:

—¿Cómo? ¿Ya no te acuerdas de mí? —le dijo ella— ¡Si tú me pusiste un nombre, allá en el mar, hace tantos años!

¡La niña!

La mujer le tendió la chiquilla que llevaba en los brazos y Benjamín la tomó en los suyos. Era… extraña, algo parecida a Ada Blenders, si debía reconocerlo, pero con una mirada diferente, más dura, más sufrida.

La otra nena se aferró a su túnica y él le acarició su cabeza con su mano libre. Tenía algo de los rasgos de Eleazar Rickman en ella, pero los ojos eran tan plateados como los de Serenidad, la célebre poesía del autor.

—¿Has visto? —dijo la madre orgullosa— Por fin recuperé la perla. ¡Y más de una!

Entonces se dirigió resuelta hacia el borde del camino.

—¡Espera! ¿Qué haces? —gritó Benjamín. Y tras dudar, agregó— ¿Qué hago?

Ella se dio la vuelta y lo miró sonriente. Los dientes de coral brillaban rojos en el sol de la tarde.

—Ya tengo un nombre, y ellas no lo necesitan. Sólo debes… No lo sé… ¿Encontrarme?

Y se arrojó al precipicio.

Benjamín, conmocionado, corrió con las niñas hasta el borde.

La mujer no se veía entre las ramas inferiores, y la bruma espesa ocultaba su cuerpo si es que se había estrellado.

El muchacho pensó en las chiquillas y se alejó del borde. No quería que se asustaran o sufrieran, pero ellas estaban demasiado tranquilas.

La más pequeña gritó entonces:

—¡Mamá! —y su manito señaló un gran pájaro negro que se había elevado desde las ramas inferiores.

Enseguida las dos intentaron correr hasta el borde del camino de árboles.

—¡No, no, no! —gritaba Ben con desesperación, tratando de retenerlas. Pero la fuerza de las criaturas era inhumana y lo estaban arrastrando a él.

Asustado, las soltó, y las dos chicas se pararon en el borde del precipicio tal como lo había hecho su madre antes. Para su asombro, la pequeña salió volando, flotando como si no hubiera gravedad. La mayor se dio la vuelta y le dijo a Benjamín:

—¡Papi!, ¿qué no te das cuenta de que es mamá? Ahora nos toca a nosotras buscarla a ella. Tú todavía debes hacer más camino.

Y entonces se elevó igual que su hermana.

—¡Vamos! —le gritó desde el aire— No tengas miedo, síguenos. No te quedes atrás.

Rupert se acercó al borde y, tentativamente, dio un paso. Un temblor sacudió el suelo de hojas y, por entre la bruma, surgió un nuevo árbol que se elevó despacio hasta que su copa se engarzó con las otras, continuando el camino unos metros más.

El hombre empezó a avanzar entonces más resueltamente, siguiendo al pájaro negro y las dos niñas en su vuelo.

Cada vez que llegaba a un límite, daba un paso hacia el vacío sin dudarlo, y un nuevo árbol surgía, extendiendo el camino para él.

Hasta que llegó a un barranco.

Entonces el pájaro cobró más altura y luego se arrojó en picada, con las niñas detrás. Tal era la velocidad de los tres seres, que se convirtieron en bolas de fuego, en estrellas fugaces que se hundían en el abismo del barranco.

Benjamín se arrodilló en el borde y miró. Y lo que vio lo dejó sin aliento. Allí abajo se abría el universo.

Una estrella rojiza teñía el espacio con su luz cobrizo-terracota, y un cúmulo de asteroides danzaban justo frente a la línea de visión de Ben: desde guijarros hasta montañas, flotando en una danza lenta y majestuosa.

De pronto las tres mujeres, como pequeñas estrellas fulgurantes, se apagaron y se fundieron con esa cohorte de rocas, perdiéndose en el laberinto de su órbita.

Goode se sintió pesado, torpe, y volvió la vista sobre sí mismo. Un traje espacial lo envolvía como un guante presurizado. El casco, enorme y con un visor ahumado, le permitía ver la gigante roja sin quedarse ciego.

Sin pensarlo dos veces, se arrojó al vacío.

Sin embargo, no salió flotando tal como esperaba, sino que cayó sobre la cubierta de una plataforma, como atraído por una fuerza magnética.

La nave era enorme y estaba acompañada por otras más pequeñas, que iban y venían portando material entre las rocas y la plataforma.

«Mineros», pensó él, «aquí descender es ascender, y ascender es descender… Mineros, tesoros…»

La katábasis, se dijo, el descenso. Y recordó a Hylas, y su caída en el estanque: medio arrastrado por las ninfas, medio arrojándose por propia voluntad.

Y rememoró su viaje por el foso de la torre, su rapto en manos de Connelly, el beso de su oxígeno que lo mantuvo vivo bajo el agua, el regalo de su sangre…

—El descenso es el ascenso —murmuró. Y su voz sonó distorsionada y muy cercana, en el interior del casco.

El universo se extendía maravilloso, a su alcance. Aquí no había límites pero tampoco imposibilidades. Para esto había venido, en realidad. No para conocer a Connelly, ni siquiera para entender qué sentía por él, sino para encontrar la forma de liberarlo. Y era obvio, viendo este infinito interior, que la única forma que Conn tendría jamás de ser libre era entrando en sí mismo.

Él era el universo y el cinturón de asteroides y cada piedra que flotaba en él. Y era más que la suma de todo eso.

De pronto se dio cuenta, por primera vez, que el sitio en donde estaba era una externación del poeta: él mismo afuera de sí.

Sonrió y sintió su propio aliento cálido rebotar contra el cristal del casco y volver a su cara. Estaba lleno de esperanzas.

—¡Conn, amigo, ya es hora! —y el grito resonó opaco en sus oídos, mientras el traje presurizado lo dotaba de coloraturas íntimas.

Estaba en el medio de la más absoluta extensión interminable, dentro de un traje tibio como un útero. Y, cuando las manos palmeadas y húmedas surgieron desde el agujero en medio de la nada y tomaron las suyas, Benjamín sintió que estaba naciendo de nuevo.

 

 

* * *

 

 

—¡Es la idea más descabellada que he escuchado jamás!

A pesar de gritar, la voz aterciopelada de Eleazar seguía siendo tan seductora como siempre.

—Al menos, déjelo que se la explique.

Rickman miró al periodista notándolo por primera vez. Su expresión decía: «¿Qué hace usted aquí?».

Y «usted» era poco menos que un insecto.

—Señor Goode, esto es entre mi hijo, su madre y yo. No creo que usted tenga nada que ver en este asunto; salvo que busque algún tipo de retorcida primicia.

Benjamín enrojeció de vergüenza y de ira al mismo tiempo; pero no tuvo necesidad de explicarse cuando la libreta de Connelly destelló en letras rojas:

—Él tiene TODO que ver, padre.

Ada miró al humano con curiosidad. Hacía tiempo que lo había reconocido. Era el muchacho de las escaleras del teatro de la ópera.

¿Aquello había sido una coincidencia o un juicio intuitivo? No lo sabía. Pero lo que a Ada le resultaba obvio era aquello a lo que Eleazar estaba ciego: que su hijo tenía una poderosa amistad con el hombre y que era correspondido en ese amor.

—Y, ¿quién te sacará de allí? —insistió el maestro Rickman, mientras ignoraba la respuesta de su hijo y al hombre que tenía parado a su lado—. Cuando alguien cae en tu hechizo eres tú quien lo extrae de él. No hay indicios de que nadie pueda salir por su propia cuenta, sin tu ayuda —de pronto la voz se había vuelto pausada, persuasiva, dulcemente lógica—. Si tú eres quien está dentro, ¿cómo saldrás?

El rumor de los pinos mecidos por el viento tapaba los agitados cuchicheos de las creaciones de Connelly, escondidas entre la vegetación. Sus decenas de ojos estaban fijos en su creador, el cachorro de su sangre, el Baco de sus orgías de vino de poesía. ¿A dónde se iría? ¿Los dejaría solos? ¿Cómo sobreviviría sin ellos? El humano, el favorito de su creador, ¿acaso él lo mantendría con vida al igual que lo hacían ellos?

La respuesta del joven hombre-sirena destelló en la pantalla, bajo la luz de la luna:

—Esa cuestión sólo puedo resolverla yo, padre. Pero aún si no consiguiera salir, eso sería preferible a no vivir.

—¿»No vivir»?

Era la primera vez que Ada hablaba en toda la noche y su voz sonó dolida. No era que se sintiera despreciada o herida por las palabras de su hijo. Al contrario. Era más bien un reconocimiento doloroso de lo que ella había sentido alguna vez. Hubiera deseado que él no tuviese que pasar por aquello pero, al parecer, todos lo hacían. Incluso, viendo el rostro del joven periodista, comprendió que tal vez los humanos también.

Conn no la entendió.

Su tecleo dejó de ser sereno:

Ustedes se cono cen a travésdesus obras. Papá lo hace con Serenidad u u Oscuridad, inclusocon Sombra. Tú has hecho a Espectros de vientos oa Cantar de una langosta, y ellos temuestran quién eres. YO les muestro quiéneson, hasta cierto punto —se detuvo, respiró hondo, y prosiguió con más calma—. Pero mis obras no son mis espejos, son mi alimento… ¿Cómo conocerme si estoy separado de mi propio mundo interior por mi ego? —la mano palmeada del tritón se extendió hacia la del humano, y Benjamín la tomó. Había algo allí muy profundo, notó Ada, algo que iba más allá del hecho de ser amigos y del de ser amantes— Rupert irá conmigo —prosiguió el lento y esmerado tecleo con su mano libre—.tanto si salgo como si no lo hago, él estará a mi lado. Pero necesito que ustedes nos preparen, que nos ayuden a lograrlo.

Antes de que Eleazar pudiera comenzar a exponer sus argumentos, la voz de Ada cortó el aire:

—Tú dinos cómo quieres que lo hagamos, hijo, y así lo haremos.

Luego de aquellas palabras lo único que se oyó fue el murmullo de las agujas de los pinos y el borboteo del agua en la fuente.

 

* * *

 

La esfera de gestación era enorme, capaz de contener a una persona adulta. Estaba llena de agua y descansaba sobre un trípode que se había ensamblado en el sitio donde antes estaba una de las camillas de acero del laboratorio.

Benjamín Rupert Goode, vestido con su traje de lana de cuadros marrones, estaba muy quieto, reclinado contra una de las paredes azulejadas. Tenía tanta tensión y nerviosismo contenidos, que parecía hallarse en total calma. Sus ojos estaban fijos en el huevo transparente dentro del cual se enrollaba sobre sí mismo su amigo y compañero.

La aleta caudal estaba contraída, sus hermosos colores apagados bajo la brillante luz. Se había cortado el cabello a la altura de los hombros, y ahora los azulados mechones desparejos flotaban como un halo alrededor de su cabeza. Distancia estaba pasando su mano por la superficie del huevo mientras Conn le respondía el gesto desde dentro. El elfo parecía muerto en su palidez, bajo la impiadosa luz del laboratorio. Él también había nacido alguna vez en ese sitio y a partir del ser que estaba dentro de la esfera.

Al principio, Benjamín había sentido un cariño débil por las creaciones de Connelly. Cariño que a veces se convertía en celos salvajes y otras en admiración o piedad. Pero, con el tiempo, había logrado comprender que eran un aspecto del propio hombre-sirena, una parte encarnada de él mismo, y eso había logrado que los amase casi tanto como lo hacía a su creador.

Distancia había sido el último en alimentarlo. Aún había rastros de sangre en las cuatro válvulas de su pecho. Con agilidad felina saltó por encima de los aparatos que rodeaban el huevo y aterrizó en los brazos de Goode, escondiendo su cabeza bajo un brazo de éste.

El hombre acarició la cabellera escarlata y trató de calmar el llanto silencioso de la criatura. Entonces el elfo se pasó la mano por el pecho, recogió parte de su sangre verde azulada, y pintó con ella los labios del humano. Luego, con sólo tres grandes saltos, salió del laboratorio.

Rupert entendía ese gesto. Desde hacía un tiempo él era capaz de alimentar a Conn gracias a la mezcla de sangres que habían efectuado, y al arte de Eleazar. Ahora, de ser necesario, él podría mantener con vida a su compañero cuando estuviesen donde fuera que iban a dirigirse.

Eleazar terminó de ajustar los controles y afinar los cálculos. También dispuso las máquinas para que trabajasen solas, puesto que ni él ni su esposa podían estar presentes en el laboratorio, o se verían arrastrados al otro mundo.

Ada le dio un beso largo al cristal que contenía a su bebé sirena adulto, a su hijito amado, y Connelly le sonrió con una amplitud y un gozo casi inocentes. Casi carentes de miedo o pena.

El maestro Rickman pasó su brazo por el hombro de Ada y ambos se quedaron viendo a su hijo. Ya había pasado el momento de las objeciones o de las dudas, ahora no había más nada que decir.

Los tres sabían que se amaban mutuamente, de modo que, en silencio, los padres se despidieron de ese hijo que iba a nacer, a crecer, por segunda vez.

Cuando el laboratorio se quedó vacío, se oyó el profundo y fuerte suspiro de Benjamín. Lentamente éste se acercó a la esfera y apoyó ambos brazos y manos en ella, como conteniéndola.

Temblaba.

—Y bien, ¿qué palabras has elegido para transportarnos a tu mundo? —dijo con una media sonrisa tensa— Tú y yo sabemos bien lo que sentimos el uno por el otro. No me vengas con cursilerías, ¿sí?

La risa de Connelly, aún bajo el agua, provocó una resonancia en el tejido espaciotemporal del laboratorio. Una de la que, por primera vez, y gracias a la modificada esfera de gestación, el propio Connelly fue consciente.

El tritón tembló ante esta sensación. No creía que pudiese ser tan fuerte. Sus ojos asustados se aferraron a la mirada de Rupert, y ésta volvió a él cargada de confianza, seguridad y amor.

Connelly abrió la boca tentativamente varias veces… A veces ensayaba un «te amo» que hacía sonreír de orgullo a Benjamín. Otras, era «Rupert» lo que esbozaban sus labios, y el joven hombre sentía vibrar todo su cuerpo de emoción. Por fin, cerró los ojos, inspiró por sus agallas con fuerza, y cuando miró de nuevo a su amigo, dijo suavemente entre burbujas de aire:

—Gracias.

Y ambos desaparecieron en el interior de una esfera autocontenida.

 

 


Teresa Pilar Mira de Echeverría nació en 1971 en la provincia de Buenos Aires, Argentina.

Es Doctora en filosofía. Dicta cursos en distintas Universidades (Gnoseología, Filosofía de la Naturaleza y Filosofía contemporánea) y en Fundaciones, vinculando sus cátedras con su investigación en ciencia ficción. Directora del CENTRO DE CIENCIA FICCIÓN Y FILOSOFÍA del Departamento de Investigación perteneciente a la Fundación Vocación Humana, estudia e investiga sobre la interrelación entre filosofía, mitología y ciencia ficción (siendo éste el tema de su tesis doctoral). Ha dictado conferencias sobre este tópico en simposios Internacionales de Filosofía, y ha realizado distintas charlas y exposiciones al respecto desde hace varios años. También ha publicado artículos sobre el tema en las revistas El hilo de Ariadna, NM, Signos Universitarios Virtual y Cuásar, entre otras. El artículo: «La trama del vacío —O una única visión triple según Spinrad, Delany, Malzberg—» obtuvo el 2do accésit en la categoría “Ensayo” en el III Premio Internacional de las Editoriales Electrónicas (2010); y su ensayo «Los símbolos de lo Sagrado en la mitología contemporánea: Cuatro visiones de una divinidad exógena, según Dick, Zelazny, Farmer y Herbert» fue finalista en el Fourth Annual Jamie Bishop Award (International Association of the Fantastic in the Arts – IAFA) del 2009.

También ha publicado cuentos de Ciencia Ficción en las revistas especializadas: Axxón, NM, Próxima y Opera Galáctica. Su cuento Memoria apareció en la antología internacional Terra Nova junto a lo más renombrados autores de la actualidad.

Se declara apasionada de la New Wave, especialmente de los autores: Frank Herbert, Philip K. Dick, Philip José Farmer, Samuel Delany, Roger Zelazny y Octavia Butler. Y admiradora de China Miéville.

Hemos publicado en Axxón sus cuentos: INTERCAMBIO JUSTO, DEXTRÓGIRO, PÚLSAR y OTOÑO; y el artículo HOGAR, EXTRAÑO HOGAR —LOS MODELOS DE FAMILIA DENTRO DE LA CIENCIA FICCIÓN—.


Este cuento se vincula temáticamente con CADENAS, de Ricardo Giorno; ALGUNAS COSAS QUE VI EN EL DESIERTO, de Pablo Dobrinin; LAS SIRENAS CANTÁNDOSE ENTRE SÍ, de Cat Rambo; y BICHARRACO, de Ignacio Román González.


Axxón 257 – agosto de 2014

Cuento de autor latinoamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Manipulación Genética : Arte, literatura : Seres fantásticos : Universos paralelos : Argentina : Argentino).

2 Respuestas a “«La poética de las sirenas» (parte 2), Teresa P. Mira de Echeverría”
  1. laura paggi dice:

    Hermoso cuento Teresa,realemente pocas personas escriben asi.Te felicito.Me han emocionado el cuento y el editorial,lo dice la madre del primogenito sireno.

    • Teresa dice:

      Laura, para mí es un privilegio el poder haberle puesto una historia a algo que representa tanto y es tan importante para ustedes.
      Gracias por tu generosidad conmigo. Estoy muy feliz con esta historia.

  2.  
Deja una Respuesta