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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

Archivo de enero 2015

EE.UU.

 

 


Ilustración: Grendel Bellarousse

—No te vayas.

La primera vez que lo dijo sonó como una orden. Ese tono no era habitual en George. Millie estuvo a punto de dejar caer el cepillo.

Estaban en el dormitorio de su casa de sesenta y seis años. Del otro lado de las puertas de cristal, la nieve reciente se asentaba sobre la nieve vieja. Iluminada, la desgarbada casa del árbol de George resaltaba contra el blanco ininterrumpido. George estaba sentado en una silla frente al escritorio del teléfono, cambiándose los calcetines con una pierna cruzada sobre la otra, cuando un calcetín limpio se le cayó al suelo. Tosió una vez. Millie miró el espejo del tocador y vio que George tenía la vista clavada en ella.

—No te vayas —le dijo otra vez.

Ella se volvió para quedar de frente a él.

La tercera vez sonó como una pregunta. Una nota de confusión acechaba en el espacio que separaba sus palabras.

—¿No te vayas, por favor?

George pareció esforzarse mucho para pronunciar la siguiente frase.

—Perdóname.

—¿De qué hablas, anciano? —preguntó ella, pero él ya estaba en otro sitio. Abrió la boca para decir algo más, pero no le salió ninguna palabra.

Millie siempre había mantenido la calma durante las crisis médicas de menor importancia de la familia, pero esta vez las palabras «Se acabó» ardían en su cerebro y superaban todo lo demás. Respiró profundamente varias veces y trató de recordar qué debía hacer. Se acercó a la silla de George, apoyó una mano en su pecho y sintió que subía y bajaba. Eso era bueno. Creía que no podría acostarlo en el suelo y mucho menos efectuarle un masaje cardíaco. Se inclinó para ponerle el calcetín limpio en el pie descalzo y luego estiró la mano para tomar el teléfono y marcar el número de la ambulancia. ¿Tendría que haber hecho todo eso en el orden inverso? Posiblemente. Se acabó.

—Vuelvo enseguida —le dijo, antes de salir de la habitación para quitarle el cerrojo a la puerta principal. Cuando regresó, él seguía en el mismo lugar, ligeramente inclinado hacia el lado derecho de la silla. Su ojo izquierdo parecía expresar pánico; su ojo derecho, una extraña calma. Acercó la silla del tocador y se sentó frente a George. Detrás de él, la nieve seguía cayendo.

—Me pregunto si esta tormenta será demasiado fuerte para el viejo sicomoro —dijo ella, tomando la mano de su esposo entre las suyas y mirando la casa del árbol—. Creo que será muy intensa.

 

***

 

El día en que se conocieron había nevado. Chicago, Marshall Field’s, diciembre de 1944. Él le abrió la puerta cuando ambos estaban saliendo a la calle State.

—Primero las damas —dijo el joven con abrigo del Ejército, haciendo gestos con el grueso cuaderno que tenía en la mano libre. Era unos centímetros más bajo que ella y ella no era tremendamente alta. Si no hubiera llevado ese uniforme, Millie lo habría confundido con un niño.

—Gracias —dijo ella, sonriéndole por encima del hombro. No vio el parche de hielo a la salida del vestíbulo. Resbaló con el pie izquierdo y luego con el derecho. Él la sujetó antes de que cayera y, al hacerlo, perdió pie. Las páginas de su cuaderno aletearon hasta el suelo que los rodeaba y el cuerpo de él amortiguó la caída de ella. Ambos se pusieron de pie torpemente, sonrojados y sin aliento.

—Gracias otra vez —dijo ella.

Él se sacudió la nieve del trasero y se inclinó para recoger de la acera varias hojas de papel sueltas. Ella tomó una que se le había adherido a la pierna. Él la señaló.

—Usted le gusta. Probablemente debería quedársela.

Millie despegó la hoja de su media de nailon y la examinó. Aunque la tinta estaba borrosa y corrida, se dio cuenta de que era un excelente bosquejo de la gran escalinata y el domo de la biblioteca de Tiffany. El papel mojado se rompió en dos entre sus manos.

—¡Está arruinado!

—No hay problema. Tengo más —dijo él, y le entregó los demás. Ella vio el Museo Field, la Fuente de Buckingham, el edificio del que acababan de salir, todos destiñéndose.

Se tapó la boca con la mano. —Sus dibujos están arruinados y además se rompió el abrigo.

Él se encogió de hombros, tocando los bordes desgarrados a la altura del codo.

—No se preocupe. Eran sólo para divertirme. Para practicar. Soy arquitecto. George Gordon. No tiene que memorizarlo. Todos sabrán mi nombre algún día.

—Millicent Berg. Gusto en conocerlo. Y lamento lo de sus dibujos, aunque fueran sólo para divertirse. ¿Puedo compensarlo con algo?

Él se rascó la cabeza, haciendo una pantomima del estado contemplativo.

—Le pediría que almuerce conmigo, pero ya comí. Tal vez pueda dibujar otro mientras tomamos un café, supongo.

Millie miró hacia arriba, al reloj que sobresalía del edificio. Meneó la cabeza.

—Voy a encontrarme con una amiga y temo que ya se me hizo tarde.

—¿En otro momento? —persistió él, frotándose el codo de un modo muy evidente. Si hubiese sido otro hombre, a ella le habría parecido grosero, pero había algo en él que le gustaba. Qué pena.

—Lo siento. Estoy de visita en Chicago hasta el martes. Voy a la universidad en Baltimore —dijo ella.

Una sonrisa borró todos los rasgos ordinarios de la cara de George.

—Entonces puede que no se escape de esto tan fácilmente. Yo estoy apostado en Maryland. Fort Meade.

De tales coincidencias estaban hechas muchas vidas.

 

***

 

Los trabajadores de emergencias arrancaron dos botones de la chaqueta del pijama de George. Millie, que se había vestido mientras los esperaba, metió los botones en el bolsillo de su cárdigan. Los enfermeros revisaron el pulso y los signos vitales de George. Hablaban entre ellos, pero no con Millie. Ella permaneció detrás de ellos mientras trabajaban.

—¿Se pondrá bien? —les preguntó. Nadie le respondió y un momento después dudó de que lo hubiera preguntado en voz alta. Se miró en el espejo. La anciana que se había robado su reflejo hacía varios años le devolvió la mirada. Se saludaron con un movimiento de cabeza.

Cuando uno de los paramédicos finalmente le habló a Millie fue para decirle que no querían llevarla en la ambulancia con George.

—No hay sitio —le dijo la más joven, la chica.

Lo que quería decir, pensó Millie, era que no querían tener que ocuparse también de ella. La llegada de Raymond y su novio, Mark, la salvó de ponerse a discutir.

—No te preocupes, abuela —dijo Ray—. Podemos seguirlos en el auto.

Mark la ayudó a acomodarse en el asiento del pasajero del Toyota. Eran buenos chicos. La llevaban al salón de belleza; los llevaban, a ella y a George, a cenar y a obras de teatro o conciertos. De todos los hijos y nietos que tenía, se alegraba de que Ray fuera el que vivía más cerca. Era en el que más confiaba y el que realmente la escuchaba cuando ella decía algo.

Mark dejó a Millie y Ray en la zona de emergencias. Después de completar los documentos del seguro, se sentaron en una sala de espera hasta que apareció una mujer de ojos cansados con uniforme de hospital. Un ataque isquémico, dijo la médica, en el lado izquierdo del cerebro de George. Lo habían estabilizado. Si quería, Millie podía verlo. A Millie le llamó la atención la forma de decirlo. ¿Alguien alguna vez respondía «No, muchas gracias; esperé todo el día, pero pensándolo bien no quiero verlo»? Después de estar tantas horas en la misma posición le costó ponerse de pie. Raymond le ofreció el brazo y ella se apoyó en él. Recorrieron todo el pasillo hasta llegar a Terapia Intensiva.

El lado derecho del rostro de George estaba laxo; tenía el ojo caído hacia la esquina externa. Su mano derecha estaba inmóvil sobre su cadera. Su mano izquierda se mantenía activa, recorriendo las sábanas blancas con movimientos de barrido.

—Está despierto, pero no responde a nadie —le dijo la médica. ¿Cómo se llamaba? DeSoto, como el ratón dentista del libro que les había leído a sus nietos. Eso lo recordaba—. El derrame afectó el lado izquierdo, así que estamos frente a una hemiparesia derecha, posiblemente una hemiplejia. Probablemente necesitará hacer terapia para recuperar el habla y puede que le lleve mucho tiempo. Por ahora, nos gustaría ver si a usted la reconoce de alguna manera.

Millie se acercó con pasos delicados. El hombre de la cama parecía un George al que le habían quitado toda su «Georgedad».

—Hola, anciano —susurró ella sólo para él. Un poco más alto, dijo—: Hola, George. Soy Millie. —Sonó extrañamente formal, como una presentación. No quería tocar la mano muerta; en cambio, buscó la mano movediza, la izquierda.

Él la apartó con una fuerza que ella no había esperado y luego reinició sus movimientos interrumpidos. Millie reprimió las lágrimas. No había sido intencional, no podía serlo, pero el insulto igual la lastimaba.

—Créase o no, es una señal positiva, Sra. Gordon. Es la primera vez que responde a un estímulo.

Ray le apoyó una mano en el hombro. —Probablemente no sabe que eres tú, abuela. No te estaba rechazando.

Millie miró a la médica. —Dra. Gordon —dijo.

—No, soy la Dra. DeSoto. —La médica miró a Ray.

—Yo soy la Dra. Gordon —dijo Millie—. Quería que lo supiera.

Se sentó en la silla junto a la cama y luego levantó la vista para mirar a la médica y a su nieto. Ambos sabían todo, pero no sabían nada.

—Está dibujando —dijo Millie—. Esos movimientos… Está tratando de dibujar. Es zurdo.

 

***

 

En los primeros meses de noviazgo, una vez Millie le pidió que le mostrara sus diseños.

—Sólo son edificios. Nada especial.

Ella no podía creer que algo que hiciera él pudiera ser menos que especial. Para ella, todo lo que él hacía era inteligente, divertido, atento y romántico. Había llamado al padre de Millie para pedirle permiso para salir con ella y había reemplazado el dibujo arruinado del domo de Tiffany con otro del majestuoso vestíbulo principal de su universidad. Le traía ramos de rosas de papel hechas a mano porque aún era invierno. Las amigas de Millie comentaban que ella estaba saliendo con un hombre mayor, un arquitecto calificado de veinticuatro años, mientras ella tenía veinte. Todas salían con chicos de Hopkins, adinerados e insípidos.

—Tráeme algunos de tus dibujos —le rogó ella una noche en la muy vigilada sala de estar del dormitorio universitario—. Sé que no pueden ser los que haces para el Ejército, pero quizás sí alguno de cuando estabas estudiando. Quiero ver lo que haces.

—En serio, te aburrirán —dijo él, pero parecía complacido. La siguiente vez que la visitó trajo una carpeta debajo del brazo. Extendió los diagramas sobre la mesa de la sala de visitas.

—¿Esto es un rascacielos? —Millie recorrió el contorno con los dedos.

George sonrió con su sonrisa encantadora que incluía una pizca de timidez.

—Sí. Pero no lo construirán ni nada de eso. En todo caso, todavía no.

—Me doy cuenta de que será hermoso. Los dinteles, los toques decorativos. Es más adorable que el Edificio Chrysler.

Él se inclinó para besarla, aunque una fuerte tos de la supervisora del dormitorio interrumpió su intención.

—El Edificio Chrysler me inspiró para hacer esto, ¿sabes? —dijo George, apartando sus dibujos ligeramente a un lado para sentarse en la esquina de la mesa, de frente a Millie. El entusiasmo de su mirada iluminaba todo su rostro—. Y también el Edificio Empire State. En ese entonces vivíamos en Nueva York y yo me escapaba de la escuela para observar cómo los construían. Tenía nueve o diez años y para entonces ya sabía que iba a construir cosas que la gente querría ver.

Señaló los otros dibujos de la carpeta: torres, mansiones, un estadio. Su visión dejó perpleja a Millie.

—¿Cuándo comenzarás a hacerlos?

—En cuanto el Ejército termine conmigo.

—Apuesto a que no te hacen diseñar nada tan hermoso como esto. Sólo barracas y bases militares.

—Hay algunos proyectos interesantes. Cosas hipotéticas, con los ingenieros.

—¿Hipotéticas?

—Inventadas. Como salidas de los pulps. Barracas para soldados de tres metros de estatura, prisiones construidas dentro de la ladera de una montaña, casetas de vigilancia submarinas. Sé que todo es ridículo, cosa de niños, pero imaginar es divertido. Los ingenieros me dicen qué es posible y qué no. Yo dibujo y luego ellos se llevan mis bocetos o me dicen lo que tengo que cambiar. Mill, yo creía que los rascacielos eran el futuro, pero ellos me están mostrando toda clase de futuros que casi no sé cómo imaginar.

Cuando le propuso matrimonio un mes después, ella dijo que sí. Amaba al hombre de los detalles dulces, pero también al arquitecto soñador. Quería ser parte del futuro que él vislumbraba.

 

***

 

Una enfermera trajo una hoja de papel madera a la habitación de hospital de George y la Dra. DeSoto le puso un rotulador en la mano. Millie se sentó en la silla junto a su cama. Su hijo Charlie, ahora Charles, trajo otra silla para sentarse junto a ella. El vuelo de Jane llegaba esa noche. La habitación se estaba llenando de gente, pero Millie no sabía a quién pedirle que se marchara. Contempló la posibilidad de salir con la excusa de ir al baño o a la máquina expendedora y no regresar. No, nunca podría salirse con la suya. Charlie se había transformado en un hombre atento, pendiente de necesidades que ella no tenía, que le traía té, un cojín para la silla o desinfectantes antibacteriales que convertían la piel de Millie en papel.

El olor del rotulador superó a los olores del hospital. ¿Por qué los olores acres eran tan fuertes? Charlie había traído dos ramos enormes, pero Millie no percibía en absoluto el perfume de las flores. Pero era invierno y esas flores debían provenir de un supermercado o de la tienda de regalos del hospital, así que probablemente no tenían perfume. Millie pensó por un momento en las flores de papel que le hacía George durante los meses en que no florecía nada.

George abrió su ojo sano. No parecía enfocado en nada en particular, pero comenzó a dibujar otra vez. Trazos rápidos, seguros.

—¡La tinta del rotulador traspasará el papel! —dijo Charlie, levantándose a medias de la silla.

—Déjalo —dijo Millie—. Las sábanas blancas son aburridas.

—Espera a que el hospital te las haga pagar —dijo su hijo en un susurro. Había perfeccionado ese susurro a la edad de cinco años. Ella lo ignoró, como siempre lo había hecho.

A lo largo de los años, Millie había visto suficientes planos de George como para saber que este era poco común. Comenzó con el centro, no con el perímetro. Los movimientos amplios que había hecho sin el rotulador en la mano ahora se transformaron en paredes curvas. Paredes gruesas, a juzgar por la manera en que volvía sobre ellas una y otra vez. Eran formas que ella nunca lo había visto dibujar en ninguno de sus trabajos profesionales.

Dibujó durante una hora. La Dra. DeSoto se excusó, diciendo que regresaría luego.

—¿Debemos detenerlo? —preguntó Charlie en un momento—. Esto lo agota.

—Creo que ya casi termina —dijo Millie. La mano de George estaba moviéndose más lentamente, ahora dedicada a los detalles finos. El grosor del rotulador oscurecía la delicadeza del boceto. ¿Qué estaba sucediendo en su cabeza?

Alguien se hizo eco de ese pensamiento; ella levantó la vista y vio que la médica había vuelto. Con suavidad, la Dra. DeSoto tomó el rotulador de la mano de George, ahora temblorosa. Levantó el dibujo.

—¿Qué dibujó?

Millie hizo un esfuerzo, pero no logró verlo bien a la distancia. La médica se lo acercó.

Charlie fue el que lo dijo en voz alta.

—Creo que es una especie de prisión.

Al examinar el boceto de cerca, Millie supo que él tenía razón. Paredes gruesas y concéntricas, rampas que sugerían que era un sitio en las profundidades del subsuelo. Sin ventanas, sin puertas, salvo la que servía para entrar y salir de la torre de vigilancia. Era un lugar de donde nadie podía salir.

 

***

 

En los primeros años, cuando él y otros arquitectos jóvenes apostaban a formar sociedades, George a menudo se quedaba a beber algo después del trabajo o bien permanecía en la oficina hasta muy tarde. Ambos asistían a cenas y ceremonias de inauguración. A Millie le encantaban las reuniones con los nuevos clientes y sus esposas. Le gustaba observar a George mientras les vendía su visión de los edificios como si esas ideas fueran de ellos.

«Cuando sea socio construiré nuestra casa de los sueños», decía. Mientras tanto, se mudaron a otro condado. Él hacía lo mejor posible por equilibrar el trabajo y su reciente paternidad, aunque estaba claro que la paternidad pesaba más. Comenzó a construir la casa del árbol cuando Charlie aún era pequeño, haciendo los planos preliminares con el bebé dormido en el hueco de su brazo derecho. Millie se despertaba y los encontraba en la oficina de George. «No podíamos dormir, así que se nos ocurrió trabajar un poco», decía él. Los primeros años estuvieron llenos de bocetos y de papeles abollados, de falsos comienzos y nuevos comienzos.

—Son demasiado pequeños para pedir una casa del árbol —dijo Millie una vez, después del nacimiento de Jane—. ¿Cómo sabes que quieren una?

—Mira ese árbol —contestó George, señalando el enorme sicomoro del jardín. Sus hojas refulgían de dorado y anaranjado bajo el suave sol de octubre—. ¿Cómo podrían no quererla?

Comenzó a construirla cuando Jane tenía un año y Charlie tres, trabajando los fines de semana y las noches de verano. Millie no lo ayudaba con la casa del árbol. En cambio, se quedaba en el jardín, plantando, limpiando la maleza y alimentando a sus flores.

Había descubierto los placeres de la jardinería recientemente, pero ya se estaba convirtiendo en una pasión. Más aún, era una oportunidad para estar todos juntos, aunque estuvieran dedicados a proyectos diferentes. Ella cavaba la tierra al ritmo del martillo y el serrucho. Un ligero olor a aserrín flotaba en el aire, por debajo del intenso aroma de sus rosas y peonías. A Millie le gustaba escuchar a George cuando le explicaba a Charlie qué estaba haciendo y le encantaba su modo de incluir al niño: comenzaba a clavar un clavo y luego lo invitaba a concluir la tarea. «Eres un gran constructor, hijo. Mira la calidad de tu trabajo». Si Millie hubiera podido embotellar momentos, este habría sido uno.

Conforme los niños crecían, George les permitía reflejar sus propias personalidades en el diseño.

—Quiero una jirafa —dijo Charlie, de cuatro años, y George quitó la escalera convencional y construyó una jirafa de madera con escalones en el cuello. Cuando Jane quiso una torre de Rapunzel, George construyó una plataforma a la que se accedía únicamente por una gruesa trenza de lino. Mucho después de haber terminado la estructura, si uno de los niños pedía un nuevo elemento él encontraba la manera de incorporarlo.

—Algún día te dejarán mudo —le dijo Millie.

—Aún no lo han hecho —respondió su esposo.

Tenía razón. Eso nunca sucedió. El proyecto que ella había imaginado como un fuerte del estilo del que aparecía en la película «La pandilla» comenzó a reafirmarse, en contraste con sus acicalados canteros de flores. Con los años, George construyó la cubierta de un barco pirata, un ala de Pippi Calzaslargas, un anexo suizo de la familia Robinson, pasadizos bizantinos, compartimientos secretos y un puesto de vigía en las ramas más altas. La equipó con miles de luces que se encendían por la noche con un temporizador y que bailaban como luciérnagas en todas las estaciones.

No permitía que el sicomoro limitara su visión. Desviaba metros del árbol en algunas direcciones, como si fuera una enredadera invasiva. El árbol era simplemente una guía. Millie sospechaba que, si lo partía un rayo, los soportes estructurales de George permanecerían en su sitio. Algunos agregados eran más estéticamente agradables que otros y algunos se veían mejor en tal o cual estación del año, pero a George no le importaba la estética del proyecto; parecía más feliz cuando la estructura estaba invadida de niños propios y ajenos, lo que sucedía la mayor parte del tiempo. Lo único que se negó a hacerles fue un cohete.

—Las naves espaciales no están hechas de madera —dijo, con más seriedad de la que Millie pensó que merecía el tema—. No tendría sentido.

 

***

 

Jane llegó de Seattle e irrumpió en la habitación con el agotamiento y la sobreexcitación que provocan los viajes aéreos. Abrazos para todos. Millie se maravilló, como siempre, ante el hecho de que dos personas tan calladas hubieran engendrado a dos personas tan ruidosas. Cinco de sus seis nietos también eran ruidosos; todos, menos Raymond. Quizás el silencio era un rasgo recesivo.

Charlie y Jane pasaron diez minutos discutiendo sobre quién se quedaría esa noche y quién llevaría a Millie a casa. Millie no sabía si ella era el premio o el castigo. Al final, Jane dijo que quería pasar más tiempo a solas con su padre, ya que acababa de llegar, y Charlie dijo que Millie y él podían aprovechar para dormir en una cama de verdad y así quedó decidido. Millie pensó en argumentar que también quería quedarse en el hospital con la justificación de que ella tenía voz y voto en la materia. A decir verdad, quería irse. Pasar demasiado tiempo en un hospital no era bueno para nadie, ni siquiera para una visita.

Se llevó el dibujo de George, plegándolo sobre su regazo para el viaje a casa. Charlie era buen conductor, pero todo parecía hacerlo muy rápido. El auto alquilado era extraño, tan lleno de botones y medidores luminosos como la cabina de un avión.

—Tendremos que hacer algunos planes —dijo George… no, Charlie. Era raro que ahora su hijo fuera mayor de lo que era su esposo cuando ella lo visualizaba mentalmente. Sabía que era Charlie. George nunca apartaba la vista de la carretera, pero Charlie ahora estaba mirándola, esperando una respuesta a su frase. ¿Qué clase de respuesta esperaba? Millie luchó contra el impulso de contestarle «Vaya novedad», como decían sus nietos.

—Mira por dónde vas, Charles. —Millie señaló el parabrisas. Charlie volvió a mirar el camino, pero siguió echando vistazos a su madre.

—Se han arreglado muy bien siendo independientes, pero si papá necesita rehabilitación tú no podrás cuidar de él.

—Lo sé —dijo Millie.

—Y no estoy seguro de que sea sensato que vivan solos en esa casa enorme.

—Raymond siempre nos visita.

—Es un buen chico. Me alegra que viva tan cerca de ustedes. Pero no podemos esperar que asuma tanta responsabilidad.

—Estaré bien —dijo Millie.

—Tienes que considerar…

—Voy a considerarlo —dijo Millie.

—Tienes ochenta y ocho años. Es un pequeño milagro que ambos hayan podido vivir solos tanto tiempo.

—Voy a considerarlo —dijo ella rotundamente.

El resto del viaje transcurrió en silencio. La nieve que había caído el día anterior se había compactado. Charlie la dejó en el auto con el motor encendido mientras quitaba la nieve y el hielo del sendero de entrada con una pala. Incluso desde esa distancia, ella notó que le costaba hacerlo. ¡Qué extraño era ver envejecer a su hijo! ¿Él se consideraba viejo? Y si él era viejo, ¿ella qué era? Enrojecido y sudoroso, Charles la ayudó a subir los escalones cubiertos de sal.

Más tarde, sola en su habitación, Millie metió la mano en el bolsillo de su cárdigan y sacó los dos botones del pijama de George. Se preguntó que le había pasado al pijama ahora que tenía puesta una bata de hospital. Sería fácil volver a coser los botones si le devolvieran la chaqueta del pijama. George siempre perdía botones porque se salían de los pantalones que le quedaban ajustados o porque su camisa se enganchaba con el borde del tablero de dibujo. Esta vez no había sido culpa suya, por supuesto.

Millie llevó a cabo la rutina: se cepilló los dientes, se puso el camisón, se cepilló el cabello. No le hizo falta mirarse en el espejo; sabía que se veía horrible. En cambio, miró la casa del árbol iluminada. ¿Qué pasaría si George no estuviera para cambiar las luces? Ella no podía soportar la idea de que quedara a oscuras ni una sola noche.

Quizás Charlie tenía razón y debían pensar en mudarse a un lugar más fácil de mantener. Si George fallecía, quizás sería mejor estar en cualquier otro lugar que vivir con los recuerdos que invadían cada rincón de esa casa. No se le ocurría ningún momento en que hubiera tenido que pasar la noche sola en la cama. No, no era cierto. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Fue durante todo un mes en 1951, el año en que todo cambió.

 

***

 

George había hecho un solo viaje sin Millie, en el otoño de 1951. Había llegado una carta del Ejército pidiéndole que volara a Nuevo México.

—No tienes que ir —le dijo Millie—. Ya no eres soldado. En la carta ni siquiera te explican para qué quieren que vayas. Sólo dice «mantenimiento de un proyecto».

—Supongo que me enteraré. Quizás construyeron alguno de los diseños teóricos. Quizás mi avión llegará al Aeropuerto George Gordon. —Tomó a Jane en sus brazos y la lanzó hacia arriba—. Quizás quieren darle una medalla a papá. Valor frente a la burocracia. —Jane rió.

Se fue por dos semanas que se hicieron tres y luego cuatro. Fueron a recogerlo a Friendship la tarde del tercer cumpleaños de Jane. Hasta el momento en que cargó a los niños en el Packard, Millie siguió esperando que sonara el teléfono para oír la voz cansada de George diciendo que habían pospuesto su viaje otra vez y si podría arreglarse sola una semana más. Atacó los ingredientes del pastel de cumpleaños de Jane y la mezcla voló por encima de los bordes del recipiente. «No suenes», le ordenó al teléfono.

Pero no; cuando ella llegó, él ya estaba allí, con el traje arrugado y los hombros hundidos. Se veía exactamente igual de exhausto que como se oía en su voz. Millie se había preparado para contarle del estrés que le había provocado su ausencia, pero en cambio lo besó en la mejilla de barba incipiente. Los niños, en el asiento trasero, se inclinaron hacia delante para abrazarlo y posiblemente estrangularlo.

—Siéntense los dos —dijo George, quitándose del cuello las manos de los niños.

—¿Trajiste regalos para nosotros? —Charlie estiró la mano hacia delante para tomar el tubo portaplanos que George tenía entre las rodillas.

—¡No toques eso! Lo siento, hijo. No hay regalos.

Millie vio que Jane comenzaba a llorar y trató de cambiar de tema.

—He planeado una hermosa cena para esta noche. Todas las comidas preferidas de Jane y un bistec para ti.

—¿Las favoritas de Jane?

—Sí, como es la cena de su cumpleaños puede elegir lo que quiera, por supuesto. Como las niñas grandes.

George se rascó la barba de dos días.

—La cena de cumpleaños de Jane, claro —repitió—. Jane, ¿te gustaría elegir tu regalo mañana? Las niñas grandes hacen eso.

El berrinche desapareció. En el asiento trasero, Charlie comenzó a elaborar una lista de los juguetes que podrían gustarle a Jane, que en realidad eran juguetes que le gustaban más a él. Millie miró a George, que se estaba pellizcando el puente de la nariz. Esperaba tener la oportunidad de preguntarle qué le pasaba, pero cuando llegaron a casa él desapareció en su oficina. Millie se ocupó de preparar la cena. George regañó dos veces a los niños por jugar con la comida. Después de perder la paciencia por tercera vez, se excusó y se fue, antes de cantarle el «Feliz cumpleaños» a Jane.

Esa noche, Millie rodó en la cama y descubrió que George no estaba. Lo buscó en la oficina, la cocina, las habitaciones de los niños, la sala de estar y finalmente advirtió que la puerta del patio tenía el pestillo abierto. El aire y el césped ya estaban bordados de escarcha. Millie tenía puesta una bata de franela, pero deseó haber llevado zapatos. Los sollozos de George salían de la casa del árbol y atravesaban el césped.

Millie subió por la escalera del cuello de la jirafa y cruzó la cubierta del barco pirata. Algunos escalones estaban resbaladizos por las primeras hojas caídas. George lloraba como un niño en el puesto del vigía, por encima de ella. No estaba segura de qué la asustaba más, si su mal humor de más temprano o sus lágrimas de ahora. Quizás él prefería que ella se fuera, se metiera otra vez en la cama y fingiera que no había escuchado nada.

Aplastó una hoja con el pie cuando retrocedió y pisó el primer escalón.

—No te vayas —dijo él.

Ella se detuvo. —¿George, qué te sucede?

—No te vayas, por favor —contestó él—. No tenía idea. No tuve elección.

Millie quería que él continuara. No se necesitaba mucho para que dejara de hablar. Una palabra equivocada, un paso en falso. Se quedó quieta, tratando de deducir qué tan cerca estaba George del sonido de su respiración exhausta.

—Dijeron que los escenarios eran hipotéticos.

Millie esperó.

—Eran reales, Mill. Cosas indefensas, inofensivas. Su nave quedó destruida. Ellos están allí desde hace cuatro años y el Ejército quiere que diseñe un lugar nuevo y mejor para dejarlos encerrados «hasta un futuro indefinido». Debí negarme y subirme a un avión de inmediato. «Por la seguridad del país», dijo el teniente. Me dijo que pensara en ti, en Charlie y en Jane. Tuve que hacerlo, ¿comprendes?

Ella no comprendía. Esperó a que él le dijera más. Se hizo preguntas mentales: ¿quiénes eran «ellos», por qué estaban encerrados, por qué no podían regresar y adónde no podían regresar? ¿Por qué los llamaba «cosas»? ¿Era mejor saberlo o no saberlo? Decidió que él le contaría lo que quisiera contarle. Pasaron los minutos. Temblando, Millie subió cuatro peldaños atornillados al tronco. Con un meneo poco elegante, entró en el puesto del vigía. George, vestido con su pijama a rayas, estaba sentado en un rincón con las rodillas contra el pecho, como un niño.

Millie quería acercarse, abrazarlo como él siempre la había abrazado a ella, decirle que dejara todo en el pasado. Pero lo besó en la parte superior de la cabeza y se asomó por el borde. Nunca había estado tan arriba en la casa del árbol. Desde este sólido puesto, veía las delicadas curvas de sus jardines dormidos. Más allá, pasando los tejados, pasando el vecindario iluminado con lámparas, los oscuros campos de cultivo. No sabía qué hora era, pero en el sitio donde la tierra se encontraba con el cielo se veía un mínimo resplandor de color que anunciaba la aurora. Incluso a esta altura, ella confiaba en la construcción de su esposo. La plataforma era firme y la barandilla era segura.

Se sentó junto a él. —Eres un buen hombre, un buen esposo y un buen padre —le dijo—. Sin importar qué hayas hecho, estoy segura de que tuviste que hacerlo.

Pasado un momento, él la rodeó con un brazo. Ella sabía que todo lo que él había sacado a la superficie ahora estaba sepultado. ¿Quién hubiera imaginado que un momento tan íntimo sería la línea divisoria entre el antes y el después? Quizás debió haberle hecho más preguntas, presionarlo más, consolarlo más. ¿Por qué había tardado sesenta años en volver a lo que él le había dicho esa noche? Esa noche, ella no sabía de qué estaba hablando George. Tuvo que olvidarlo, dejar que él lo sobrellevara solo.

 

***

 

Lo primero que hizo Millie cuando despertó fue marcar el número de Raymond. Mark contestó el teléfono y ella advirtió que no sabía qué día de la semana era. Si era un fin de semana, había llamado demasiado temprano. Mark le pasó el teléfono a Raymond.

—Creo que en el hospital se me perdió un día —dijo, a modo de disculpa.

—Está bien, abuela. ¿Qué pasa?

Ella respiró profundamente. —Me preguntaba si me harías un favor en caso de que pienses venir. No, en realidad esa parte no importa. Ya sea que hoy vayas al hospital o no, quiero saber si podrías venir a casa para ayudarme a buscar algo.

—No hay problema. ¿Qué y dónde?

—No estoy segura de qué es exactamente y el dónde sólo puedo adivinarlo. Puede que no haya nada. Tengo curiosidad y no puedo subir sola.

—¿Subir dónde?

—A la cima de la casa del árbol.

Cuando Charlie despertó, Millie insistió en que se fuera al hospital sin ella.

—Raymond está en camino —dijo—. Él me llevará.

—¿Por qué lo obligas a ir allí? —Charlie le sirvió café en un jarro y luego hurgó en el armario hasta que encontró una taza de viaje para él. Sacó la leche del refrigerador, la olió y luego vertió un poco en el café de Millie y otro poco en el suyo.

—Me ayudará a encontrar unos papeles que no sé dónde puse. —Antes de que Charlie le ofreciera su ayuda, agregó—: Le pedí que me los guardara en un lugar seguro, así que es lógico que sea él quien recuerde dónde los puso.

Charlie le colocó la tapa a la taza y le sonrió con compasión.

—Es como su tío, ¿no? ¿Recuerdas cuántas cosas que yo había guardado en lugares seguros no volví a ver más? Todavía espero que algún día me llames y me digas que encontraste mi tarjeta de novato de Brooks Robinson.

Millie le dio un beso de despedida y logró hacerlo salir. El pobre Raymond no merecía que lo compararan con Charlie en este tema. Nadie perdía más cosas que Charlie.

Cuando llegó Raymond, le explicó lo que quería que buscara o, mejor dicho, que no tenía idea de lo que debía buscar, pero que cuando lo viera se daría cuenta. Lo obligó a ponerse un sombrero y un par de guantes de George antes de enviarlo a la casa del árbol.

Después de que Ray salió, Millie se dedicó a hacer su propia búsqueda. Caminó por el pasillo y abrió la puerta de la oficina con un leve empujón. El aire de la habitación estaba frío y rancio; aunque Millie pronto se sentaría frente al tablero de dibujo para diseñar sus jardines de primavera, ni ella ni George usaban mucho la oficina durante el invierno. Igual que en el dormitorio contiguo, las ventanas daban al jardín trasero. Observó la caminata de Raymond a través de la nieve y se puso a trabajar. No sabía si George había guardado aquí algo que pudiera explicar sus actos, pero valía la pena buscar.

Comenzó con los archiveros, no el suyo, que contenía las cuentas domésticas, los contratos, las garantías y los recibos, sino el de puertas de madera que George había construido para él. El cajón se abrió fácilmente. En el interior, los planos estaban prolijamente etiquetados y ordenados alfabéticamente. ¿Qué podría encontrar aquí? ¿La S de «secreto», la P de «prisión»? Muy improbable.

Sonó el teléfono. Una vez, dos veces. ¿Por qué nunca habían instalado un teléfono en la oficina? Tres veces, cuatro. El dormitorio estaba más cerca que la cocina, pero ella no estaba lista para sentarse frente al escritorio donde había estado George. Cinco veces, seis, siete. Dejó de sonar y luego comenzó otra vez. No estaba segura de querer hablar con nadie que tuviera tantas ganas de comunicarse con ella.

Levantó el teléfono de su base.

—Tuvo otro derrame, mamá. No saben si va a despertar. —Jane estaba llorando. Millie trató de consolarla, sintiéndose absurda mientras lo hacía. ¿Cómo podía explicarle que ella ya había comenzado el luto por George al recoger del suelo los botones de su pijama?

—Resiste, Jane —dijo Millie—. Iremos lo más pronto posible. Tengo que esperar a que Raymond vuelva a entrar.

Colgó y se apoyó contra el marco de la puerta. Desde el umbral de la cocina veía la sala de estar. El escritorio de la infancia de George estaba en un rincón oscuro, junto a la escalera. Lo había traído a la casa después de la muerte de su madre en 1969. ¡Qué extrañas son las cosas que se transforman en telón de fondo y pasan inadvertidas! Millie no había pensado en ese escritorio desde hacía años.

La superficie de escritura se levantó con sus quejosas bisagras, revelando capas y capas de tesoros infantiles escondidos: una muñeca princesa de alguna película de Disney, un auto de metal, un libro de historietas, unas monedas extranjeras, los chistes de varias gomas de mascar Bazooka. Debajo de tres generaciones de juguetes perdidos, descubrió algo más: un trozo de madera contrachapada. Le costó un poco retirar la tapa del doble fondo haciendo palanca.

Dentro encontró un pequeño cuaderno forrado en cuero del tipo que George tenía el día en que se conocieron. George había firmado y fechado la parte interior de la cubierta: 1931. Todas las páginas estaban repletas de diagramas. Castillos, rascacielos, mapas de ciudades a escala, todo hecho por la mano diestra de la versión más imaginativa de George. Todas las creaciones propias que había guardado estaban dentro de ese único cuaderno de bocetos.

 

***

 

En retrospectiva, Millie recordó aquel viaje y la confesión en las ramas más altas del sicomoro como un punto de inflexión. Bajaron a la salida del sol, vistieron a los niños, fueron al centro en el auto para hacer recados, fueron a Hutzler’s para almorzar temprano y compraron con atraso el regalo de cumpleaños de Jane. La vida parecía haber vuelto a la normalidad. Millie borró de su mente el malestar de George comiendo ensalada de langostinos sobre una tostada con queso. Más tarde hubo otras conversaciones, batallas más grandes. Era bastante fácil advertir, en retrospectiva, que George se había vuelto diferente de la noche a la mañana, pero cuando ella se dio cuenta, los cambios ya estaban arraigados. Cuando ella se dio cuenta, el arquitecto había desaparecido.

El hombre que lo reemplazó era similar en la mayoría de las cosas, pero carecía del menor rasgo de niño. Lo único que quedaba del niño que había dibujado rascacielos era su trabajo en la casa del árbol; aún se llenaba de entusiasmo cuando planeaba algo con Charlie y Jane. Dejó por completo de traer a casa lo que diseñaba en el trabajo.

«Que el trabajo se quede en el trabajo», decía.

Ella estaba atónita al ver que alguien que aún invertía tanto de sí en un proyecto para sus hijos había dejado de hacer lo mismo en el trabajo. Lo observaba cuando lo ignoraban, promoción tras promoción. Nunca llegaba más que a puestos de segunda línea en todas las empresas donde trabajaba.

«Querían que trabajara tiempo extra», decía cuando abandonaba un empleo. O decía «Querían que viajara».

«¡Entonces viaja!», decía ella. «Los niños ya están mayores y puedo arreglármelas sola unos días».

Él sólo meneaba la cabeza. Era como si conociera todos los trucos para lograr un ascenso y luego se empeñara en sabotearse. Millie no se quejaba. Cuando escaseaba el dinero, cuando Jane necesitó frenos en los dientes o cuando una tormenta voló el tejado del garaje, Millie buscó un empleo. Trató de no resentirse con el cambio. Lo que tuvieran los demás arquitectos que los impulsaba a dejar de crear ahora parecía ser parte de George. Diseñaba insulsas casas suburbanas, plazas comerciales y parques para oficinas. Los edificios altos, las mansiones y los museos los hacían otros diseñadores más ambiciosos.

—Muéstrame tus diseños —le rogó ella una vez—. Los proyectos en los que quieres trabajar.

—Sólo son edificios —le dijo él, encogiéndose de hombros. Esta vez era verdad.

—¿Una nueva subdivisión? —Trato de preguntárselo de un modo que sonara entusiasmado.

—Sí, todo un vecindario, pero con sólo tres diseños de casas diferentes.

—¿Estás diseñando todos?

—No, yo estoy a cargo de la casa de cuatro dormitorios, pero tengo que trabajar con otro sujeto y debe parecer que todo salió del mismo cerebro.

—Eres muy talentoso, lo sabes. —Se lo decía lo más a menudo que podía sin que sonara trillado—. Ojalá tuvieras la oportunidad de construir todas las cosas de las que acostumbrabas hablar.

Él rió y le dio la espalda al tablero de dibujo. —Es muy dulce de tu parte decírmelo, pero esto no es arte. Es sólo mi trabajo. Hago lo que ellos quieren que haga.

Cuando las esposas de los socios de la empresa mencionaban los últimos emprendimientos de sus maridos, Millie sonreía y no contaba nada. Si no quería ser un artista no estaba obligado a serlo, pero ella no entendía cómo se enorgullecía de sus diseños y al mismo tiempo los desechaba. Por más que lo intentara, Millie era incapaz de identificar con exactitud qué había perdido George. ¿Cómo podía quejarse de un hombre que la ayudaba a lavar la vajilla todas las noches, que les leía cuentos a sus hijos, que les enseñaba a medir dos veces y a cortar una? Trataba de animarlo, pero él trastocaba todo.

—¿Por qué no estudias otra carrera? —le preguntó él un día, después de que sus dos hijos habían comenzado la secundaria—. Siempre quisiste aprender más sobre las plantas.

Ella lo hizo, esperando a medias que él también volviera a motivarse. Obtuvo una maestría y un doctorado en botánica y para entonces se dio cuenta de que nunca podría incitar a su marido a competir con ella. Él la dejaba apoderarse de la oficina y del tablero de dibujo cuando los necesitaba para diseñar jardines. Corregía a otras personas cuando suponían que él era el doctor de la familia y hablaba de los logros de Millie, pero nunca decía una palabra de los suyos. Cuando ella intentaba alardear del trabajo de él frente a terceros, él respondía con autodesprecio. Millie se odiaba por desear que George fuera cualquier cosa menos el hombre en que se había convertido y se esforzaba por amarlo tal como era. George era una cerilla que se negaba a encenderse y ella se sentía culpable por querer que ardiera en todo su esplendor.

Con el tiempo, dejó de importarle tanto. Su carrera floreció y aprendió a no presionarlo en este tema. Los niños crecieron, se fueron, volvieron, se fueron y tuvieron hijos propios. Cuando George se retiró, Millie descubrió que era más fácil convivir con él. A ella le gustaba observar lo cómodo que se sentía con sus nietos y bisnietos y le encantaba verlo diseñar nuevos anexos para la casa del árbol para las nuevas generaciones.

No sabía si era justo juzgar a una persona comparándola con la que había sido a los veinte años. La persona con la que nos casamos no es la misma que envejece con nosotros. Millie estaba segura de que se podía afirmar lo mismo sobre ella. Lamentaba haber tardado tanto en entenderlo, en dejar de presionarlo, pero probablemente así eran las cosas.

 

***

 

Raymond la llevó al hospital y regresó a la casa.

—Estoy detrás de algo —le dijo, besándole la frente y marchándose rápidamente.

Millie vio repeticiones de series sentada en la silla de respaldo recto junto a la cama de George. Jane y Charlie se turnaban para sentarse junto a ella, saliendo ocasionalmente al pasillo para hablar. Millie creyó oír que Charlie decía «residencia de ancianos» al menos dos veces.

Se dejó distraer por la TV. Todos los hombres que aparecían en la televisión parecían ser arquitectos. Todas las comedias y todas las películas desde «The Brady bunch» en adelante parecían incluir un joven con planos que soñaba con rascacielos. ¿Por qué era así? Era artístico pero masculino, supuso ella. Sensible sin ser blando. Una ocupación perfecta para un hombre con una faceta creativa que también quería mantener a su familia, al menos hasta el día en que decidiera que no quería hacerlo más. Pero, al parecer, eso nunca sucedía en la televisión.

Raymond regresó tarde en la noche, con el resplandor del éxito pintado en la cara. Sólo le llevó un momento convencer a su madre y a su tío de que fueran a comer algo antes de que cerrara la cafetería.

—Creo que encontré lo que buscabas, abuela. —Cuando sonreía, su parecido con George de joven era asombroso. Raymond más alto, por suerte para él, y tenía un extraño corte de cabello asimétrico, pero demostraba la misma confianza desprejuiciada que ella había admirado tanto. Le devolvió la sonrisa. En realidad, había pensado que no encontraría nada, pero que valía la pena intentarlo—. En la casa del árbol hay un puñado de compartimientos, pero la mayoría aún están llenos de juguetes, tarjetas de béisbol y esas cosas. Recordé que una vez mi primo Joseph estaba persiguiéndome porque quería mi muñeco de Steve Austin. Yo no sabía dónde guardarlo para que no lo encontrara. Casi había llegado a la cima de la casa cuando advertí que los puntales que sostenían el puesto del vigía eran huecos. Necesitaba algo para hacer palanca y abrirlos. Tenía mi navaja de bolsillo. El primero que abrí contenía algo, así que escondí a Steve Austin en el segundo hasta que Joseph se fue a su casa. Nunca se me ocurrió ver qué habían guardado en el primero.

Con un gesto ostentoso, sacó un tubo portaplanos de detrás de su espalda.

—Lo abrí para asegurarme de que hubiera algo dentro y así es, pero no miré lo que contiene.

Millie trató de que no le temblara la voz. Esperaba que los otros no volvieran a la habitación hasta dentro de un rato.

—¿Lo abrimos?

Ray sacó el rollo de papel y extendió el dibujo sobre las piernas de George.

—George, estamos mirando los planos que escondiste. —A Millie le pareció justo explicarle lo que estaba ocurriendo.

Era la misma prisión que había dibujado en el papel madera. Ejecutada en papel de dibujo adecuado y con más detalles, pero con la misma calidad de inconclusa. No le habrían permitido traer los verdaderos planos a casa. Seguramente, había esbozado este más tarde. Los ojos de Millie recorrieron el papel, tratando de entender los matices de ese horrible lugar. Había visto tantos planos hechos por George que, en su mente, el boceto que estaba en ese papel se transformaba en edificios completamente terminados.

—Es el mismo —dijo, pero al decirlo detectó la falla que no había notado en el dibujo más rudimentario. Lo observó más de cerca, pero no había posibilidad de una mala interpretación. En esa prisión que todo lo veía, había un pequeño punto ciego. Por lo que ella sabía, George nunca había cometido un error en un plano. ¿Había hecho lo mismo en el original? ¿Alguien lo había notado, los de ingeniería o los constructores? No tenía manera de saber si este boceto era fiel a lo que se había construido o si él había cambiado el diseño al reconstruirlo. Sólo podía adivinar qué podría decirle a George para darle paz mental.

Millie se inclinó hacia delante y le besó la mejilla con barba incipiente. Le susurró al oído.

—Quizás lo hiciste, anciano. Quizás les diste una oportunidad.

Jane pasó todo el viaje a casa contándole a su madre las novedades de su propio trabajo y las travesuras de varios hijos y nietos. Millie perdió el hilo, pero agradecía la diversión. Cuando llegaron a la casa, su hija se fue directamente a la cocina.

—¿Té? —Jane ya estaba levantando la tetera.

—Un té me caería de maravilla —asintió Millie antes de excusarse e ir al dormitorio.

Cruzó la habitación en la oscuridad y abrió las puertas de cristal, dejando entrar el aire invernal. Nunca se cansaba de este paisaje, en ninguna estación del año. Esta noche, la luz de la luna llena se reflejaba en la nieve y desaparecía en las huellas de Raymond. Las ramas desnudas del sicomoro eran largos dedos blancos delineados de luz. Arrojaban bendiciones sobre las plataformas vacías de la casa del árbol.

Millie atravesó las puertas y salió al patio. Las pilas de nieve le llegaban casi a las rodillas. Avanzó dos pasos más hacia el árbol. El frío le hacía llorar los ojos.

Deseó poder regresar a aquella noche de 1951, preguntarle a George qué había hecho y cómo podía compartir esa carga con él. Era demasiado tarde para muchas cosas. Se permitió apenarse por todo eso durante un momento: su esposo, su vida juntos, lo que habían compartido y lo que habían reprimido. El dolor la rodeó igual que el frío, llenando el espacio que abría su respiración, hasta que volvió a fijar su mirada en la casa del árbol. Todo lo que le faltaba al cuerpo que estaba en el hospital seguía aquí. La «Georgedad».

—Oh —susurró Millie cuando los efectos del día la invadieron—. No me iré —le dijo al árbol. Raymond la ayudaría, tal vez, o podía contratar a alguien que lo hiciera. Las luces siguieron bailando después de que ella entró. Bailaban detrás de sus párpados cuando cerraba los ojos.

Millie recordó la casa de los sueños que George acostumbraba prometerle cuando esta casa era una vivienda de paso, no su hogar. De pronto, se alegró de que George nunca hubiera podido construir la otra; de que, en cambio, se hubiera dedicado a construir incontables iteraciones de un único proyecto loco. Hasta los mejores planes necesitan revisión.

Por la mañana, había unos folletos de una comunidad para ancianos sobre la mesa.

Jane parecía apesadumbrada. —Charlie dice que debemos conversar sobre tus opciones.

—Conozco mis opciones —dijo Millie, apoyando un jarro sobre uno de los rostros sonrientes de cabello plateado.

Se negó a permitir que Jane la ayudara con la maleta que llevaba al hospital. Cuando llegaron a la habitación de George, envió a Charlie y a Jane a desayunar.

—Me gustaría pasar un rato a solas con mi esposo —dijo.

Estaban otra vez solos; solos, con excepción de las ruidosas máquinas que estaban junto a la cama, el tic-tac del reloj, la televisión y el escritorio de las enfermeras del otro lado de la puerta. Nada de eso era difícil de ignorar.

—Vamos a dibujar otra vez, anciano.

Abrió el portafolio y sacó un pequeño tablero de dibujo, una hoja de papel y un puñado de lápices. Se las ingenió para acomodar la silla para poder inclinarse a medias sobre la cama. La mano de George se cerró alrededor del lápiz cuando ella lo puso contra su palma. Toda la energía fantasmal que había desplegado dos días antes había desaparecido. Ahora, con las dos manos cerradas sobre la mano izquierda de George, los movimientos de Millie guiaban los de él.

Él era diseñador, pero ella sabía de plantas. Comenzaron con las raíces. Millie lo guió para que dibujara la forma del árbol, la forma de su penitencia, la forma de cada rama que ambos conocían de memoria y de cada plataforma que ella había visto desde la perspectiva privilegiada del jardín. El tubo de bajada de los bomberos, el teatro de títeres, la torre de Rapunzel. El puesto del vigía que había guardado su secreto. Finalmente, comenzaron a dibujar los jardines de primavera de Millie que rodearían la casa. Lo único que importaba era la mano de George apretada entre las suyas el tiempo suficiente para sentirse como siempre, el tiempo suficiente para sentir que todo lo que había estado encerrado ahora era libre.

 

 

Título original: In joy, knowing the abyss behind © 2013, Sarah Pinsker.
Traducción: Claudia De Bella © 2014

 

 


Sarah Pinsker vive en Baltimore (USA). Además de escribir, es cantante y compositora, con varios discos editados y oros por venir. Sus cuentos fueron publicados en Daily Science Fiction, Nine y Stupefying Stories, entre otros. Más datos (y hasta música) en su sitio web.

«In Joy, Knowing the Abyss Behind» fue publicado en dos partes por Strange Horizons en julio de 2013, ganando luego el Theodore Sturgeon Memorial Award como mejor historia corta de 2013.

Con este hermoso cuento hace su debut en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LINAJE, Bruce McAllister y CRÍPTICO, de Jack McDevitt.


Axxón 262 – enero de 2015

Cuento de autor norteamericano (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Estados Unidos : Estadounidense).