Revista Axxón » «El huésped de Antares», Carlos Morales - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

Dedicado a Larry Niven
y a otros cuatro.

 

1. La visita

 

—Ya la veo, allí…

Una luz ha aparecido en el cielo, cerca de Antares. Una nueva estrella en el firmamento.

—Comandante, tiene que calmarse. Su tensión sanguínea y ritmo cardíaco están muy altos —chilló Europa por la radio del casco.

—Ya la veo.

Era una breve mota azul claro, sin titilación aparente. Su luz era tenue cual copo de nieve, no dura y afilada como la de las otras estrellas a la vista.

—Ahí está.

—Comandante, ¿me escucha, comandante?

—¿Eh? Sí, sí…

Allí viene, se dijo Jenner. Ya tiene el doble de tamaño que un minuto atrás. Su velocidad debe ser terrorífica.

—Contacto visual continúa —dijo Wilcox—. El detector de masa no indica nada, comandante. No me extraña que no hayamos podido identificar la fuente de los…

—Wilcox, confirme velocidad del huésped, por favor.

—¿Velocidad? ¿Y cómo hacemos? Esa cosa no deja huella en ninguno de nuestros detectores…

—¿Cómo que no deja huella?

—¿Me escucha, comandante? ¿Me comprendes, Rack? —Europa había decidido soslayar la rigidez del tono, destinada a la grabación. El súbito cambio despertó a Jenner.

—¿Qué? Sí, sí, caramba. Es que es… Es…

—Sí —reconoció Europa—. Es… increíble.

Era una buena palabra, sí. Increíble.

La mota ya ocupaba un arco de diez grados y seguía creciendo. Rack Jenner se sintió mareado por un momento, pero no dejó de mirar hacia el huésped. Júpiter era una masiva presencia ubicada treinta grados a su derecha; el satélite Europa una pequeña bola de billar, casi directamente debajo de sus pies.

No la veía a sus espaldas, pero allí estaría la Estación Radical Mu, el sitio que había sido su hogar durante los dos días pasados. Muy lejos, atrás. Casi trescientos kilómetros atrás, recordó con un espasmo de temor.

Flotando en el éter como un residuo, el comandante de Operaciones Especiales Rack Jenner contemplaba —no podía dejar de mirar hacia allí— la… ¿esfera?

El «huésped», como se les había ocurrido llamarlo, vino a tiempo desde donde avisó que vendría. Para tranquilidad del visitante —ridículo, pensó Jenner ahora— se había enviado a un solo hombre, quitando de toda la zona los escuadrones de batalla y enfriando cualquier litigio fronterizo entre las facciones actualmente en guerra en el cuadrante J-02. La estación Mu debía estar brillando como un árbol de Navidad en todo el espectro de ondas, para anunciar al huésped la posición de Jenner.

La esfera seguía creciendo.

—El gradiente de crecimiento óptico indica que está desacelerando, comandante —radió Europa, la mujer—. Will sugirió un barrido del monitor en luminosidad y un algoritmo que…

—¿Frena, entonces?

—Sí. Estamos verificando la ley que lleva, pero es…

—Mina, no me molestes con detalles. Tengo algo que hacer, ¿te enteras?

—Sí, comandante… Rack. No molesto más. Pero maldita sea, háblame si no quieres que me preocupe, ¿me oyes?

—Oh,está bien. Está bien. Ehm…

¿Hablar? ¿Cómo se hacía para hablar frente a esto? No sólo porque era el primer contacto con una inteligencia ajena a la Tierra, sino porque era tan… tan extraña.

—Lo que más me inquieta es que no sé qué le voy a decir, Mina. ¿Qué se dice en estos casos?

—¿Te refieres al huésped? Pues dile… Buenos días, por ejemplo.

—¿Qué? Pero ni siquiera sé si es de día, maldita sea…

—Rack, no te alteres; tu corazón está en 130 y no es bueno que te inyecte un calmante, has de estar lúcido. Escucha, te aseguro que el huésped no tendrá problemas de comunicación contigo…

Oh. Por supuesto que no, se dijo Jenner.

 

Una semana atrás —sólo una semana atrás— el bombardeo de radiación proveniente del cuadrante de Antares había comenzado a teñir de raros colores todos los detectores de la Tierra. Luego de muchos disparates de parte de los astrofísicos, intentando explicar lo inexplicable, y de que toda la parafernalia científica comenzase a dirigir sus antenas hacia allí, apareció la frase:

¿Quién eres?

…en todos los monitores del planeta. En todas las lenguas del planeta. En todos los planetas habitados.

Nadie supo cómo el inquisidor había captado a la humanidad, ni dónde estaba. Sólo que en la supergigante M1 Antares, la estrella principal de la constelación de Escorpio, parecía haber llegado el fin del mundo. ¿Cómo había hecho el de Antares para detectar —y en forma instantánea— que la humanidad lo estaba mirando a seiscientos años luz de distancia?

Llegó el turno de los prácticos: se envió por radiotelescopio hacia Antares toda la información de la humanidad, por todos los medios posibles. Los gobiernos planetarios, por supuesto, omitieron toda noción a la Séptima Guerra Solar, y probablemente a cualquier otra de las anteriores —solar o no—, y también a cualquier otra cosa que fuera poco presentable en el momento actual de la humanidad, como los permisos para violaciones a los derechos humanos y las alteraciones genéticas. De todas formas, las emisiones piratas de los rebeldes de Marte, el mar Caspio y los asteroides han de haber cubierto varios de los huecos en la información, sólo por seguir siendo rebeldes.

Tres días atrás, de pronto, la respuesta:

Eres nuevo. Voy a verte.

Y un vector y unas coordenadas, las mismas en las que ahora flotaba inerme Rack Jenner.

 


Ilustración: Guillermo Vidal

El huésped ocupaba ya un cuarto de cielo. Se acercaba lentamente ahora. ¿Lentamente? Al contrario, no había nave espacial que se moviera tan rápido… Claro, por comparación con la velocidad a que habría hecho su viaje, pues…

Y no era una esfera. No exactamente. Su cuerpo celeste e inmenso estaba punteado de ondas, luces breves y motas oscuras, y lo cruzaban en forma errática unos móviles trazos negros. No parecía natural, pero tampoco artificial. ¿Una mezcla de ambos? ¿Era alguien, o sólo una máquina intermediaria?

—Háblame, Rack… Por favor…

—¿Qué quieres que te diga? Bien, disculpa, es sólo que… pues… Tengo miedo, creo.

Le latían las sienes. Sentía la vibración del generador de clima del traje, que pugnaba por equilibrar el exceso de humedad provocado por su transpiración. Echó una ojeada a los controles: estaba bien, dentro de todo.

—¿Qué le diré, Mina? Ah, si hubieras leído las tonterías que me han escrito para que estudie como parlamento… Palabras estúpidas, pomposas, llenas de una hueca solemnidad. ¡Ni siquiera sabemos cómo piensa esta cosa!

—Tranquilo, Rack. Estás siendo radiado, recuerda.

—Sí, tranquilo, tranquilo. Es fácil decirlo, mierda…

El huésped alcanzó a llenar medio cielo antes de que su movimiento revelara un sesgo lateral. Terminó aparcado entre Júpiter y Jenner, quietecito y manso como el Everest.

Jenner no pudo imaginarse nada más descabellado: la superficie de la mole rielaba en matices indefinibles, las motas oscuras eran pozos llenos de estrellas y las anteriores trazas negras ahora parecían el Gran Cañón del Colorado, con ríos en su interior. El huésped tenía tal belleza que dolían los ojos al mirarlo.

Y le dolían los dedos de tanto apretar los puños en los guantes de su traje.

—Europa.

—Dime, Rack.

—¿Hace algo el huésped?

—No.

—¿Espera algo, entonces?

—Espera que le hables, supongo.

No hay caso, se dijo Jenner; las mujeres tienen una inteligencia de otro tipo. Se aclaró la garganta y habló al fin:

—Bienvenido, extranjero de Antares. Soy un representante de la humanidad, el… conjunto de almas que… que habitan este sitio, que hemos dado en llamar el Sistema Solar. Nos sentimos orgullosos de que aceptes ser nuestro huésped.

Silencio.

—Eh… Las autoridades de nuestros principales gobiernos desean compartir con vosotros… Bueno, en caso de que seáis más de uno, a eso me refiero… Las autoridades me piden que os informe de nuestra pacífica voluntad de cooperación para que el Universo sea más… mejor que… Quiero decir, para que sea mejor. O bien, igual, si ya es bueno para vosotros… Pues, nosotros…

—Estás delirando, Rack —apuntó Europa por el radio.

—Oh, no me molestes ahora, maldita sea. ¿Hace algo el huésped?

—Nada. Y sigue sin aparecer en ninguno de nuestros detectores —dijo Wilcox, con voz sin brillo.

Jenner volvió el rostro hacia la masiva visita.

—Te aseguro que está aquí, sin embargo… ¿Por qué no me responde?

—Bueno, no le has preguntado nada, ¿verdad?

Definitivamente, las mujeres piensan distinto.

—Visitante de Antares, eres bienvenido. Estamos a tu servicio. ¿Nos considerarías dignos de colaborar contigo en beneficio del Cosmos y de la Vida, en todas sus formas?

Un nudo azul ocupó la mente de Jenner en un instante, cerrándole los sentidos como si le sumergieran la cabeza en cemento fresco. Un nudo enorme como el universo. El nudo dijo:

Ni loco.

Y se retiró. Sin dolor.

Jenner tardó en recuperarse, empero, y para entonces el huésped ya tenía un cuarto de cielo de tamaño.

—Mina, ¿qué…? ¿Lo… lo has…?

—No te preocupes, Rack. Todos lo hemos oído.

El huésped ya estaba lejos, una mota de un tenue azul.

 

 

2. El platelminto

 

Randolph «Rack» Jenner, comandante de Operaciones Especiales del Grupo de Tareas 712, era un hombre de altura normal para un espaciano —dos metros con dos centímetros—, una educación normal como militar —ingeniero de propulsores—, una rutina normal como ciudadano de la Liga Americana —un mes de vacaciones por año en Acapulco Flotante— y un futuro normal como persona: encontrar una chica al final del servicio, casarse, armar una familia más o menos decente y dedicarse a la carpintería como hobby.

Como todo ser humano, sin embargo, Jenner era algo particular en algunas cosas: de talante jovial y sincero en sus buenos momentos, se sumía a menudo en reflexiones que lo volvían adusto y descolocado con el mundo; sus colaboradores evitaban cruzarse con él en tales días. Por lo tanto, en su espíritu se combinaban extrañamente una despierta inteligencia y gran firmeza de voluntad con una notable torpeza para relacionarse. De tez blanca, ojos y pelo negro, cuello de toro, amplias espaldas, brazos de piedra y manos grandes y nervudas, hubiera sido un exitoso y buscado amante de no ser por una nariz demasiado grande y algo torcida, una mirada huidiza, una boca demasiado sensual y unas piernas largas, delgadas y algo torpes, cosas todas que le otorgaban un andar poco elegante y un aspecto general de persona desprolija.

Poseedor de unos músculos privilegiados y de una resistencia física poco común, había descollado en los entrenamientos, lo que le había servido de espaldarazo tanto en su rápida carrera de oficial, como para que recayera en él la elección de quién recibiría al visitante de Antares. Demasiado rebelde y pensante para que sus jefes lo apreciaran, pero a la vez demasiado buen elemento como para dejarlo de lado, había sido una opción razonable dentro del poco tiempo disponible.

Ahora colgaba como racimo de maduras uvas entre Júpiter y Europa; pero el huésped, como la taimada zorra de la fábula, había pasado de él, abandonándolo para hazmerreír de las cuatro Confederaciones, los dieciséis grupos de rebeldes, los once planetas habitados y —lo que era mucho peor— ¡sus subordinados del GT712!

Luego de que la Generalidad cortara su descanso semanal mediante la convocatoria, le hiciera viajar treinta y dos horas a tres gravedades para llegar al sitio indicado y lo soltara sin un arma entre dos jovianos, lo visitara luego un tercero y lo despreciara, el ánimo de Rack Jenner se sublevó.

Furioso pero aún embotado, sacudió la cabeza dentro del casco para liberar su cerebro de la lentitud; pero calculó mal las distancias y dio de lleno con los dientes contra los controles de comunicación internos del casco.

El alarido de enojo y frustración de Jenner hizo saltar de su asiento a Mina Henderson, oficial de comunicaciones de la Estación Radical Mu —nombre código «Europa», elegido por su lugar de nacimiento—, una rubia regordeta y bastante sensual a pesar de que su voz algo chillona le jugaba malas pasadas.

—¡Eh, Rack! ¿qué pasa? ¡Tranquilízate, te digo!

Pero las cargas psíquicas de Jenner eran demasiado difíciles de dominar y se dirigieron inopinadamente a quien lo había dejado tan mal parado:

—¡Oye tú, burbuja estúpida! ¿Quién demonio te crees que eres? ¡Vuelve aquí de inmediato, maldita sea…!

Un rapto de luz azul, y la enorme, ingente masa del huésped se materializó en el mismo lugar en que había estado, eclipsando a Júpiter.

Habla, humano.

Jenner boqueó bajo el peso y la densidad azul de la comunicación del alienígena. Sintió el cerebro como si fuera de jalea por un momento, pero el nudo se disipó rápidamente, empujado por el rojo de su furia.

—¿No puedes bajar el volumen o algo, maldito gordo? ¡Haces que me estalle la cabeza!

Ah, ya comprendo —dijo la esfera, ahora a través de la radio de su traje—. No tienes contacto con los demás de tu especie, ¿verdad?

Poco a poco, Jenner comenzó a ser consciente de dos cosas. La primera, y bastante difícil de aceptar, era que el masivo y todopoderoso ente de otro mundo había acudido a su… invitación. Eso tuvo la virtud de acallar su furia tan rápido como se apagaron aquellos rescoldos bajo una lluvia de verano en Yucatán, durante su período de vacaciones el año anterior. La segunda, y harto difícil de discernir, era un fuerte zumbido como de estática que estaba taladrando sus oídos. Creyó al principio que se trataba de energías desatadas por la cosa, el retornado huésped; pero a poco entendió que era Europa chillando como una posesa.

No es para menos, se dijo, apagando de un lengüetazo el canal de comunicación. Sus oídos respiraron de nuevo.

Sois entidades atomizadas, desprovistas de foco y suelo —decía el huésped—. No me extrañan entonces vuestras guerras.

—Oye, un momento. Yo no te critico a ti, ¿no es cierto? ¿Por qué te metes con nosotros ahora?

¿Que no me criticas? —La cosa pareció estar riendo a mandíbula batiente. Ha de ser mi imaginación, se dijo Jenner—. ¿Y qué ha sido eso de «burbuja estúpida»? Vamos, que no tengo todo el tiempo del universo. Dime qué quieres y te regresaré a tu pequeño sistema.

Jenner no entendió muy bien de qué iba, pero intuyó que la esfera hablaba en serio al ofrecerle respuestas.

—Bien, dime: ¿por qué has venido de tan lejos para nada? Se supone que íbamos a encontrarnos para alguna…

—Oh, vamos, pequeño… ¿Realmente piensas que me aliaría contigo para «beneficiar», como has dicho, al Cosmos en algún aspecto? Lo único que me parece que pudiera desperdigar una especie como la tuya sería el odio al diferente. Y no me parece, por lo que he entendido, que tus gobernantes estén muy inclinados a «cooperar», como has ofrecido en su nombre.

»Si me he movido hasta tu sistema ha sido, simplemente, porque me dio curiosidad descubrir una pauta de pensamiento que no encajaba en mis registros y quise, por así decirlo, verte la cara. Pero ahora que reconozco en vosotros la adversa genealogía y los impedimentos que aún subyacen en vuestros caminos pautales, pues… veo que no hay mucho que me podáis ofrecer, de modo que me marcho a mis asuntos.

—Espera un momento… —el cerebro de Jenner marchaba ahora a toda velocidad—. ¿Estás diciéndome que no hay nada que te sirva en dos mil quinientos años de historia de la humanidad, ni en dieciocho mil millones de maneras distintas de encarar la vida, una por cada habitante actual?

—Mira, pequeño, tú no sabes quién o qué soy. Te aseguro que la diferencia en evolución entre tú y yo es casi tan amplia como la tuya respecto de esos platelmintos que viven en vuestros charcos de agua estancada.

—Ah, entiendo —dijo Jenner, esperando que, de alguna forma, la conversación estuviera siendo grabada. Eso ayudaría a que no se le acusara tan duro luego—. Sin embargo, nosotros los humanos aprendemos mucho investigando a los platelmintos. Nuestra ciencia jamás considera que una pregunta nunca es demasiado banal como para no merecer una respuesta. ¿Tienes acaso todas las respuestas?

La enorme esfera pareció tomarse unos segundos para meditar. Eso sorprendió a Jenner, quien sólo pretendía ganar algo de tiempo para que la Estación Mu se acercara y pusiera en juego todos sus elementos de rastreo y detección, y aprehendiera lo más posible del huésped antes de que volviera a fugarse. Capturarlo sería imposible. No es que le gustara la posibilidad, pero… órdenes son órdenes.

—Veo que tienes algo ahí, pequeño humano. Sí, sospecho que sería interesante estudiaros.

—De acuerdo, entonces. —Jenner no cabía en sí de gozo. Si la esfera se quedaba habría cumplido exitosamente su misión, y de ahí en adelante sería asunto de las autoridades—. Puedes quedarte aquí por un tiempo; no te faltará nada que esté a nuestro alcance proporcionarte.

Oh… —El lamento del visitante casi pareció humano—. Creo que no has comprendido bien tu situación, mi pequeño amigo. No he sido yo quien volvió a ti. Te he traído a mí, en cambio, como verás si te giras un poco. Siempre es más eficiente y sencillo desplazar masas pequeñas, tú lo entiendes…

Con un repentino espasmo de horror, Jenner cayó en la cuenta de lo que la esfera buscaba hacerle comprender. Torpemente intentó apoyarse en el suelo para girar, olvidando que estaba en caída libre. Al instante, avergonzado de su propia estupidez, cerró sus manos sobre los comandos de la mochila de empuje.

Un lento giro a la derecha le confirmó lo que había temido: ya no estaba Júpiter, no se veía Europa. A través de su placa facial sólo aparecía un campo estrellado en movimiento de fuga. Ni siquiera pudo identificar al sol, perdido como estaba en la creciente distancia.

—Pero… pero… ¡Moriré aquí, maldita sea! ¿Cómo haré para volver?

—Tardarías un poco, me temo. Yo podría desplazarte, pero no lo haré. Me has persuadido de estudiarte, ¿sabes? Has sido muy convincente.

—¿Qué? —El terror cubrió la cara de Jenner con polvo de tiza.

—Vendrás conmigo; te estudiaré mientras vuelvo a mis quehaceres. Supongo que te servirá conocer algo de mundo; tal vez hasta mejore tus concepciones mentales.

—¡Moriré aquí afuera, burbuja de pedos! ¡Este traje no tiene más de dos horas de oxígeno!

Oh, ya lo sé. Una hora y cincuenta y dos minutos, para ser exactos. —El huésped parecía divertido—. Pero mucho antes vendrá tu cobijo. Mira, aquí llega ya.

La Estación Radical Mu, con su ridícula forma de corteza de cacahuate giratoria, acudía a su encuentro a una velocidad para la cual no había sido diseñada.

Le costaría trabajo luego a Jenner encontrar en su memoria un alivio semejante al que sintió entonces.

Mover esa lata me llevó algo de concentración, por lo que no pude conversar contigo por un momento —comentó la esfera azul—. Tendrás que entrar y detallar a tus congéneres lo que hemos estado discutiendo.

De modo que eso es lo que había estado haciendo, cayó en la cuenta Jenner. Y yo que creí que lo había hecho meditar, se dijo.

La Estación Radical Mu emparejó velocidades, quedando a unos cincuenta metros. Jenner activó los cohetes de su mochila y se aproximó lentamente a la esclusa.

—¿Seguiremos en contacto si entro ahí? —preguntó.

—Pequeño, siempre seguiremos en contacto. Es… inevitable. Pronto llegaremos a la frontera, y cambiaré entonces mi movimiento. Será mejor que estés dentro o no quedará más que papilla de ti para estudiar, y sospecho que serás muy parecido a tus platelmintos.

Hum.

Al alcanzar la nave, y activando los retros con la derecha, Jenner manoteó con el brazo izquierdo uno de los pasamanos que enmarcaban la poterna. Probó de conectar con Europa, pero los chillidos de la mujer lo hicieron recular en su intento.

Cumplió el ciclo de la esclusa meditando en su suerte. Tú y tu maldita bocaza, se dijo.

Bien, algo se haría.

 

 

3. El cacahuate

 

La Estación Radical Mu era una de las últimas adquisiciones de la Flota de la Generalidad, y actualmente el diseño más avanzado en ERACs (Estaciones Radicales de Apoyo en Combate). A su pila atómica de diez años, inviolable e indestructible (o eso decían), sumaba el robot cirujano más avanzado, unas instalaciones de comunicaciones de primera línea, la posibilidad de tomar tierra en planetoides cuya gravedad no superara los 0,6 g y una mediana capacidad defensiva, basada en proyectiles de amplio radio de acción y un par de láseres de alta potencia (70 kW/cm2 a doce kilómetros).

Su espigada estructura de 93 metros de longitud presentaba, citando de proa a popa, la cabina de mando (sobre la esclusa por la que acababa de ingresar Jenner), las zonas de gravedad (que incluían los alojamientos, el quirófano-cocina y el área de reposo y adiestramiento), luego la electrónica, criogenia y unidades de combate y apoyo (en el segundo tercio de la nave) y al final la planta atómica y los propulsores, más las antenas de comunicación para situación de reposo. La cabina del puente era un sitio bastante amplio, con una anchura de unos seis metros —aunque cuando estaba desplegado el equipamiento de control no quedaban libres más de cuatro— y una longitud similar, aunque su altura apenas alcanzaba los dos metros y medio en el centro.

El mote de «cacahuate giratorio» que se había ganado la nave se debía al aspecto que presentaba al acercamiento desde la parte de proa, que era por donde normalmente se accedía a la Estación: los abultamientos en línea de las zonas de alojamientos, quirófano y recreación eran tres burbujas ovales unidas entre sí, rotando en derredor de la del medio, que estaba colocada siguiendo el eje longitudinal de la nave.

A ojos de Jenner, el cacahuate era ahora la única cosa que lo unía a todo aquello que, si bien no había llegado a amar, estaba acostumbrado a padecer. Mientras se cumplía el ciclo de la esclusa, pensaba en lo increíble que resultan a veces las cosas: ayer estaba maldiciendo un pésimo viaje a 3 g y un recorte de su período de descanso, y hoy se hallaba embarcado en… ¿en qué? En un delirio, en una abducción provocada por una… una bola de grasa extraterrestre.

Me gusta ese nombre —brotó por su radio, antes de que se liberara de la escafandra.

—¿Qué? ¿Cuál nombre?

—Bola de Grasa. Suena bien.

—Lo… ¿lo dices en serio?

¿Acaso te mentiría? —Y el eco de esa extraña risa volvió a oírse.

De modo que también leía las mentes. La cosa estaba bien complicada…

Jenner esperó que la presión subiera y se quitó el casco y luego el traje, colgándolo en el armario que se había abierto. Activó el cierre; el armario limpiaría el atuendo espacial de toda huella de radiación y polvo cósmico y lo dejaría listo para una futura salida.

Apenas lo había hecho cuando sonó el aviso de igualación de presiones; fue a activar la poterna que daba a la nave, pero ésta se deslizó sin su intervención.

—¡Rack, maldita sea! ¿Dónde demonios estamos? ¿Qué nos pasó? —Hercule «Will» Wilcox, segundo de a bordo, ingeniero de sistemas y paramédico, tenía tal mirada de asombro y terror que le ocupaba toda la cara—. ¡Habla ya, hijo de puta…! ¿Qué quiere de nosotros esa… esa cosa?

Jenner lo apartó suave pero firmemente del vano de acceso, para llegarse a la escalinata de la cabina. Los alaridos de Europa atravesaban el aire como el silbido de una olla a presión.

—¿Qué le sucede a la mujer? —atinó a preguntar, haciendo una mueca y cubriéndose los oídos.

—¿A ella? ¡Qué mierda me importa lo que le ocurre a esa gorda loca! ¡Quiero saber qué nos pasará a nosotros de ahora en más! ¿Me oyes?

—Bah, no nos pasará nada…

Ya vendrá el tiempo de las explicaciones, se dijo Jenner; ahora hay que tranquilizar a esa alarma de incendios…

Trepó por el pasamanos sin hacer uso de los escalones. Le gustaba la ausencia de gravedad en el puente, pues se sentía más seguro moviéndose con sus fuertes brazos que sobre sus inseguras piernas. Asomó la cabeza por el vano de la cabina y paseó una rápida mirada por el ancho del lugar, que estaba sumido en tenues luces de abigarrados colores.

Los ventanales del frente parecían un mosaico de tonos pastel: el huésped llenaba el horizonte visible con las extrañas particularidades de su superficie. El vacío puesto de A&A (Análisis y Acciones), a la derecha, mostraba las pantallas encendidas, pero mudas. La burbuja del detector de masas latía, buscando qué medir. Las líneas trazadoras del analizador de campos barrían la pantalla sin interrupción y sin mostrar nada.

Entonces era cierto, se dijo. La maldita cosa no deja huella en los detectores.

A tres metros a la izquierda estaba el puesto de comunicaciones. Sentada frente a los paneles yacía Europa, la boca llena de aire y las mejillas de lágrimas, los puños aferrados a los pomos de control para maniobras de alta aceleración; las pantallas frente a ella fluctuaban de manera incomprensible, probablemente debido a los mandos que apretaba la mujer con sus dedos engarfiados por el terror. Jenner se impulsó hacia arriba, y un oportuno rebote de su mano derecha contra el techo de la cabina lo depositó al lado del puesto de Com.

—¡Will! —gritó—. ¡Trae algo para calmarla!

Comenzó a desprenderla de su butaca, liberando las conexiones y chupetes de sus dedos, oídos, ojos y senos, y esquivando los repentinos manotazos que ella comenzó a propinarle. La muchacha estaba realmente fuera de sí, y cuando Jenner descubrió sus ojos vio en ellos una mirada perdida y enloquecida.

—Mierda… ¿Qué haces, Will? ¡Trae de una vez esa maldita jeringa!

—Ya voy, ya voy…

Jenner intentó liberarla de la butaca y alzarla en vilo para llevarla al quirófano, pero esa fue una mala idea: ahora no eran sólo los brazos de Europa los que revoloteaban, sino también sus piernas. Y en gravedad cero eso era mucho más peligroso.

Vio como se quebraban los dedos del pie izquierdo de la mujer contra la base del panel de comunicaciones, y recibió al mismo tiempo un codazo en pleno rostro. El impulso combinado de ambos golpes desprendió su tenue apoyo contra el suelo de la cabina y lo hizo rodar en el aire, sujeto al flanco de Europa.

—¡Wilcox!

—Aquí estoy, ya… pero… ¿para qué la quitaste de ahí? ¡Eres un torpe!

—¡Ayúdame, maldita sea!

—De acuerdo, de acuerdo, tranquilo. Suéltala, déjala sola.

Los alaridos de la mujer habían cambiado de entonación. Su voz estaba enronqueciendo; la garganta cedía ante el esfuerzo continuado. Jenner la soltó entonces y se apartó de ella con un leve empellón; la fuerza centrífuga le hizo golpear la espalda contra el suelo, y sus talones dieron dolorosamente contra el respaldo de la butaca en la que había estado sentada Mina. Se revolvió con un quejido, cerrándose en postura fetal, y a poco se estabilizó. Apoyó los pies en el suelo y se alzó despacio, sintiendo trallazos de dolor en ambos tendones de Aquiles.

Europa flotaba girando y pataleando de frente a Jenner en el centro físico de la cabina, aún poseída por un pánico ciego. Detrás de ella Wilcox disponía ya la jeringa de aire comprimido, cargada con un calmante. Le aplicó el aparato en la base de la columna, moviendo el brazo para acoplarse al giro de la muchacha, y disparó.

Ella no pareció enterarse, ocupada como estaba en su agonía; pero a poco cedieron sus evoluciones y sus gritos cambiaron a un quejido largo y ronco.

A Jenner le dio pena verla en ese estado. La había tratado sólo por unas horas, antes de su encuentro con el huésped; le había parecido una chica simpática y eficiente, muy dada a congeniar rápido. Ahora rodaba como una estrella de mar, la mirada vidriosa, la boca salivada, los brazos y las piernas relajados y extendidos. Los grandes y bonitos senos, aún enrojecidos sus pezones por los chupetes de conexión, se extendían flotantes, turbadores, inflados por la inexistente gravedad. Había sufrido cortaduras en una mano y en un pie; las gotas de sangre corrían por sus extremidades y, merced a la fuerza centrífuga, salían despedidas hacia el techo, muros y suelo de la cabina, trazando un oscuro círculo a su alrededor. Lo mismo hacían sus lágrimas y saliva, deslizándose por las sienes y formando como un brillante halo alrededor de su cabeza.

Las palabras de Wilcox lo volvieron a la realidad:

—Bien, vamos a detenerla; ayúdame —dijo el paramédico.

—Okey.

—¿Listo? Ahora.

Ambos clavaron los dedos en el ceñido mono azul antideslizante que cubría a Europa desde el cuello a los tobillos, y cuyo pectoral estaba abierto para permitir el conexionado de los chupetes de alarma en los senos. No parecía un diseño estándar, pero Jenner no era un conocedor de las vestimentas del personal de apoyo. Anclándose en los paneles, detuvieron a Europa en su giro y la arrastraron hacia el transitor, bajando la escala de acceso al puente.

El transitor era el elemento mecánico que hacía sencillo el paso de la estaticidad del puente al giro de la parte rotativa. Había dos entradas, a sendos costados del fondo de la zona de acceso a la espacionave: una de ingreso y otra de salida, aunque esa no era más que una convención para evitar tropiezos entre los tripulantes; las cabinas tras ellas eran idénticas en todo, desde su pared totalmente acolchada hasta la falta de ventanas. Se acomodaron con cierto esfuerzo en el estrecho vano, apoyándose contra la pared más lejana al centro de la nave y apretando a Europa contra ellos, y Wilcox activó el mando.

El transitor cerró la puerta, aceleró su giro para acoplarse a la parte rotatoria y una vez completa la transición liberó el acceso al sector que le había otorgado su apodo a la ER Mu: el cacahuate.

Wilcox rodó fuera del cubículo: la pared exterior era ahora el piso de la nave. Se puso en pie y tomó de los brazos a Europa, retirándola del transporte y arrastrándola con facilidad; la gravedad en esa zona era de apenas 0,3 g. Jenner lo siguió a gatas, activando el cierre del transitor con el pie.

La zona del quirófano-cocina era un grueso toroide, con un diámetro mayor de siete metros, que era lo que servía de piso; tenía seis metros de longitud, y en la pared final, a 180 grados entre sí, se abrían otras dos puertas al segundo transitor, el que permitía el acceso al resto de la nave.

La circunferencia extendida del quirófano, a lo largo del piso curvo, era de casi dieciséis metros, lo que permitía acomodar al mismo tiempo a diez soldados heridos en combate, cada uno en su camilla y con pasillos de ochenta centímetros entre ellas. Como centro del toroide, ocupando casi todo el espacio disponible sobre ellos y siguiendo el eje de la nave, estaba el gran cilindro que era el quirófano-cocina, con sus diez unidades centralizadas.

El suelo del cuarto giratorio estaba cubierto de manchas cuadrangulares. Las rojas y grandes eran las camillas, que se alzaban a un metro de altura sobre sus fuertes paralelogramos extensibles solo con apoyarles una mano o un pie encima. En los vanos entre ellas, unos rectángulos más pequeños y de color azul, ubicados de a tres, eran las banquetas, que no se alzaban de la misma forma, sino mediante la introducción de un dedo en un hueco y presionando una tecla. Esto era para prevenir su apertura cuando los paramédicos caminaban nerviosos por los pasillos entre lechos. Gracias a las banquetas, el quirófano también servía de comedor para treinta personas, con las camillas a guisa de mesas. Y anulando el alzado automático de las camillas mediante una tecla en la pared, hasta podía convertirse en espacio de carga o en un extraño salón de baile.

Wilcox arrastró a Europa hasta dejarla sobre una de las camillas; a medida que la mujer fue pesando sobre ella, la mesa se fue alzando del suelo hasta detenerse con un clac a un metro de altura.

En el teclado rehundido en el espesor de la mesa, el paramédico activó la llave de reconocimiento. En breves instantes, unos paneles deslizantes se descorrieron encima de sus cabezas: el Cirujano número siete entraba en acción. Dos brazos servoasistidos, con sensores en sus extremos, se acercaron a la paciente, que aún suspiraba roncamente; de la camilla, en tanto, partieron unos cinturones sensitivos que tanteando la zona se amoldaron suavemente a sus extremidades y cuello. La goma de la parte superior de la camilla se deformó entonces para adaptarse al cuerpo e impedirle todo movimiento bajo supuesta aceleración.

—Bien, ya está en manos de quien sabe. No creo que sea nada —dijo Wilcox—. Ahora dime: ¿Cómo mierda volveremos a casa?

Jenner no contestó.

El ceño fruncido, la mirada torva, impidieron que Wilcox pensara que un poco más de presión lograría las respuestas que su torturada mente requería. Por ello sólo lo miró, mientras el comandante de la malograda misión giraba en redondo hacia el transitor, se echaba de espaldas a su lado, lo activaba y volvía a la parte frontal de la nave.

Wilcox pensó en seguirlo, pero luego se dijo que más valía esperar. No le gustó la cara de Jenner. Giró su rostro y atención hacia Europa, y se puso a observar cómo las mangueras y brazos del C-7 le restañaban la sangre y suturaban las heridas y las escoriaciones con tela médica.

 

Una vez de regreso en el puente, Jenner se apoyó sobre el respaldo del piloto, con la vista fija en la esfera azul que los arrastraba fuera del universo. Su mente era un caos de pensamientos, del que no podía extraer ninguno útil.

—¿Sigues ahí, Bola de Grasa? —preguntó.

Claro. ¿Dónde quieres que me vaya? —respondió el ente, usando el transmisor principal de la nave.

Jenner pensó en decirle dónde, pero luego de chasquear la lengua prefirió no hacerlo. Se sentó en el puesto de pilotaje y comenzó a masajearse sus doloridos tendones de Aquiles.

 

 

4. El especialista en nada

 

Hercule «Will» Wilcox se sentía frustrado de muchas y diversas maneras. Hijo de un acaudalado magnate de la prospección minera, se había retirado de la sobreprotección de un padre imbécil —que creía que su éxito comercial le servía para obtener todas las respuestas de la vida— quemando sus naves, sólo para darse cuenta que no lograría descollar en nada. Talentoso para la investigación en medicina, había nacido en una era en la que los conocimientos médicos estaban concentrados en los cirujanos robots y los humanos sólo oficiaban como adláteres de una máquina. Eso era muy cómodo, por supuesto: nada de juicios por mala praxis… pero nada que sirviera a Wilcox tampoco.

También resultó muy bueno en la composición, la escritura y el arte de la palabra, en un tiempo en que lo más complejo era el discurso de los jefes político-militares y la ficción estaba restringida a la epopeya heroica. Incluso su habilidad para comprender los sistemas de inteligencia artificial le pareció que sería una posibilidad a explorar, sólo para darse cuenta a poco que ya eran los cerebros electrónicos quienes diseñaban las nuevas series de cerebros electrónicos. Intentó muchos otros campos, pero no quiso convertirse en especialista Pro: quería profundamente ser alguien, no un recurso a explotar guardado en un frío sarcófago electrónico. Y la época no le favorecía.

No tenía forma de escapar moralmente, entonces, a la comparación con su exitoso padre. De modo que se hizo paramédico por decantación y esperó que el futuro cercano le fuera más benigno. En lo suyo resultó muy bueno, como era de esperar; pero su frío espíritu de investigador le volvía algo difícil el compenetrarse con el paciente. Por ello inevitablemente había derivado hacia la milicia: los soldados no eran más que números, y ninguno de ellos esperaba de él que fuera más que una extensión móvil del cirujano robot.

Allí esperó a que llegara su tiempo. Y cuando la Armada dio a luz las Estaciones Radicales de Apoyo, con esos robots cirujanos tan complejos y avanzados, a Wilcox no se le hizo nada difícil conseguir el puesto en la Mu. De hecho, era el único tripulante de la dotación normal de la nave; en Ceres le habían impuesto a esos dos indeseables de Jenner y Henderson, e incluso le habían cambiado a varios de los Pros de apoyo, los especialistas hibernados.

Nunca se le ocurrió pensar que la Generalidad lo consideraba a él tan indeseable como a ellos. Demasiado pensante, demasiado frío, demasiado hábil. Demasiado propenso a discutir órdenes. Demasiado inteligente. Demasiado inmanejable.

 

Se encontraba al presente en medio de un extraño acontecimiento, que no terminaba de comprender en forma cabal. Tenía que hablar con el torpe de Jenner para saber qué estaba sucediendo realmente. Pero ahora había algo más que captaba su atención.

Dormida artificialmente en la mesa de operaciones, Europa ya no expresaba las pesadas características que a Wilcox tanto le disgustaban de ella: esa charla insidiosa, esa vitalidad desbordante, esa humanidad evidente. Ahora no era más que un espécimen interesante. Como espaciana especialista en comunicaciones, había accedido al beneficio de la adecuación de sus pies al medio ingrávido de las naves. El fortuito hecho de que se hubiera fracturado uno de ellos permitía ahora al paramédico el contacto directo con una modificación seudogenética de primera calidad, que sólo había visto antes en estereofotos.

Los pies de Europa eran prensiles: poseían largos y fuertes dedos y un pulgar casi totalmente oponible, aunque el amplio giro de su articulación le permitía a ella caminar perfectamente sobre las plantas cuando estaba bajo gravedad. Mientras el robot cirujano desmembraba el pie para reubicar tendones y reparar el tejido óseo dañado, Wilcox se extasió admirando la suave y perfectamente adecuada curva de los huesos artificiales implantados.

Sabía, en su calidad de paramédico, que ésta no era la única modificación que había sido hecha en el cuerpo de Mina Henderson; también estaba el depósito de oxígeno comprimido en la base de su pulmón derecho, la mejora de las articulaciones en sus rodillas, columna y cadera (que permitían a la mujer maniobras sólo accesibles a las antiguas gimnastas), y la posibilidad de colapsar sus costillas y clavículas para atravesar zonas de mínimo espacio, comunes en las naves de guerra. Una oficial de comunicaciones, en una nave sin energía en el apogeo de un combate, tendría que poder arrastrase por entre paneles combados, contorsionando su cuerpo de manera increíble y manteniéndose viva gracias a su pulmón artificial entre el aire irrespirable por los venenos, para que las distintas secciones en que se combatía no perdieran contacto con el puente en medio de un ataque por medios electromagnéticos.

El hecho de que Mina hubiera terminado sirviendo en la ER Mu se debía, como bien sabía Wilcox, a su «excesiva empatía y sensibilidad, no idóneas para el puesto», como rezaba su expediente. Demasiado amigable la gorda para una nave de guerra, supuso. Confraternizaría con los infantes y luego le costaría mucho sentir lo mismo por los trozos restantes de sus cuerpos tras el combate. A él, se dijo Wilcox, jamás le sucedería tal cosa.

Pero como ya el cirujano sellaba el pie, Wilcox se descubrió volviendo a pensar en su situación actual. Comprobó por última vez el estado de Europa echando un vistazo a los monitores, y luego se dirigió al puente.

 

Halló a Jenner en el puesto de Comunicaciones. La pantalla estaba en modo archivo y el comandante escribía rápido en un teclado manual, probablemente retirado de la terminal de A&A y enchufado en el conector de servicio del panel de Com. Evidentemente, no cabía en el asiento de Europa y tampoco entendería los códigos, señales y colores expresados por las pantallas.

—Si es que intentas comunicarte con la Base, olvídalo —dijo Wilcox. Jenner giró la cabeza en forma brusca hacia él, como si no hubiera esperado verle llegar—. Estamos sin contacto desde que esa cosa nos movió del sistema.

—Sí, ya lo verifiqué, y no lo comprendo.

—No es muy difícil de comprender: nos hemos quedado sin antenas. Cuando nos desplazó, la nave tembló bruscamente y eso hizo que colapsaran. Son muy frágiles; se extienden sólo en estado de no aceleración, ya sabes.

—Oh. Sí, ya entiendo. Bien, ahora intento hacer una búsqueda en el archivo, pero no conozco los sistemas de este puesto. Demasiado avanzado para mí.

—Sería inútil que los conocieras. Sólo Europa, en tanto mujer y operadora, puede comunicarse de forma eficiente. Sabes que ha sido modificada.

—Sí, lo suponía, pero… ¿por qué dices lo de «mujer»?

Wilcox pareció enfurruñarse.

—¿No te ha llamado la atención de que todo operario de Com es mujer? Ellas pueden atender a muchas cosas al mismo tiempo con mayor facilidad que los hombres, tendrías que saberlo. Su cerebro es distinto, y hay una selección muy dura en ese sentido para admitirlas al entrenamiento primero y a la modificación luego.

—Entiendo. Verás, intento acceder al archivo de criogenia.

—¿Para qué quieres hacer tal cosa? —Esa mirada de lobo otra vez—. Muy bien, déjame intentarlo.

Jenner le pasó el teclado. Wilcox se acurrucó en el suelo contra el asiento de Com y comenzó a escribir. Al rato dijo:

—Criogenia. —Y un momento después—: Numerario, recursos, potencia disponible… ¿Qué buscas?

—Dame eso.

Wilcox le devolvió el teclado con cara de pocos amigos. Jenner intentó obviar el enojo del paramédico amparándose en su rango de comandante de la misión, pero luego recordó que estaba muy lejos de su base y sería mejor contar con la lealtad de todo elemento disponible.

—Hum. Verás, intento… Bien, el asunto es que tenemos aquí un problema grave. El huésped nos arrastra fuera del sistema y no tenemos comunicación con ningún tipo de rescate. Ni tú ni Europa me servirán como apoyo si he de suponer la posibilidad de un enfrentamiento… con algo que ni siquiera conocemos, de modo que necesito a alguien más.

—¿Quieres despertar a todos?

—No, sólo a uno o dos. No sabemos cuánto tiempo tendremos que vivir exclusivamente de nuestros recursos, de modo que habrá que pensar en racionarlos desde ahora.

—No hay apuro, me parece —dijo Wilcox, y se alzó del suelo, apoyándose en la consola lateral del puesto Com—. Hemos sido cargados al tope en todos los tanques de almacenamiento antes de salir de Ceres, por lo que tenemos una autonomía de al menos dos años en aire y alimentos. Y sólo somos tres, de modo que…

—Bien, yo prefiero que seamos cuatro o cinco.

—Es igual —dijo con displicencia Wilcox—. ¿Crees que el monstruo nos perdonará la vida por tanto tiempo?

Bola de Grasa, si no te molesta —salió por el comunicador.

El paramédico se separó tan bruscamente de la consola que salió volando por el impulso, perdió por milímetros su manotazo buscando el marco y se estrelló en forma poco elegante contra el techo de la cabina, tres metros más allá.

—¿Qué…? ¿Quién…?

Prefiero que me llames Bola de Grasa, Hercule Wilcox —repitió la bocina del comunicador del puente.

El rostro de Wilcox se puso blanco, pero Jenner ya había meditado en el asunto.

—Oye, Bola de Grasa, hay algo que deberemos tratar —dijo, mirando a la superficie azul variopinta que brillaba más allá de los ventanales de proa.

—¿De veras? ¿Qué cosa es?

—Sí. Verás, tú nos conoces por la información que has capturado en tu viaje de aproximación, pero ya sabes ahora que hay muchas cosas que te falta entender acerca de la humanidad. Una de ellas, y muy importante, tiene que ver con la privacidad.

»No es correcto que te metas con nuestros pensamientos. No por una cuestión de respeto, pues ya me has dicho que somos apenas nada para ti, sino por una simple razón de estudio. Tienes que saber que, para evaluar el comportamiento de unos especímenes, no puedes modificar su entorno hasta que se les vuelva irreconocible, pues entonces desarrollarán pautas atípicas y jamás sabrás cómo hubiera sido todo en condiciones normales. ¿Soy suficientemente claro?

—Eres claro, pero no estoy muy convencido. ¿Cómo haré para evaluar algo si no me meto con él?

¿De quién era el famoso gato?, se preguntó Jenner.

—Bien, ya pensaremos en ello, ¿de acuerdo? Pero este sistema de comunicación que ahora usas será mucho menos invasivo y pernicioso para nosotros que la lectura de mentes. Y además, tus especímenes pueden comunicarse, ¿te has dado cuenta? Eso les faculta para responder tus preguntas de una manera bastante eficiente.

—De acuerdo, veo tu punto. ¿De modo que no debo entrometerme en vuestras cabezas?

La anhelante mirada de Wilcox pasaba de la bocina de la nave hacia Jenner, sin solución de continuidad… ni calma alguna.

—Sería muy preferible. Podrás analizar nuestra forma de vida cuanto quieras, pero comenzaremos mañana. Es decir, a las… cero ochocientas de mañana, ¿de acuerdo? Tenemos que arreglar ciertas cosas por aquí. Tenemos un herido y… y otras cosas que hacer antes de dedicarte nuestro tiempo.

El gesto de sorpresa de Wilcox era notable.

Eso sería… Bien, trato hecho. Nos veremos entonces —dijo el huésped, y el comunicador enmudeció.

El suspiro de Jenner podría haberse escuchado en toda la nave. Se giró y preguntó al paramédico:

—¿De quién era el famoso gato que estaba en la caja…?

Wilcox era la personificación del terror. Había descendido al piso, pero estaba agazapado y con el rostro tenso y los ojos desmesuradamente abiertos.

—Acaso… ¿acaso te has vuelto loco? ¿De qué maldito gato hablas? Esa cosa va a matarnos a todos…, ¡y tú piensas en un estúpido gato!

—Tranquilízate, Will…

—¿Qué infame trato has hecho con ese monstruo? ¡No dejaré que me abra en canal, maldita sea!

—¡Basta, Wilcox! Te digo que todo está bien. ¿Preferirías estar muerto? Tendremos oportunidad de salir del atolladero, aunque sea imposible de ver por ahora…

Wilcox sacudió la cabeza, los ojos fijos en el rostro de Jenner.

—Tú has de estar loco. Esa cosa… ese ser nos tiene a su merced, ¿no lo ves?

Jenner no pudo más que sonreír.

—Vaya si lo sé. Pero mi intención es convertirnos en un hueso duro de roer, y para eso necesito de tu ayuda. ¿Estás conmigo, o no?

Tengo que leer el expediente de este tipo, se dijo Jenner. No puedo estar discutiendo con él a cada paso que doy. Se está tomando su tiempo; no confía en mí. Pero… ¿cómo confiaría? Apenas me conoce. Apenas lo conozco.

—Está bien —concluyó Wilcox—. Supongo que estamos todos metidos en esto, y hemos de bailar juntos.

—Bien dicho, amigo… —Hasta al propio Jenner le malsonó ese «amigo», pero no pidió disculpas—. Ven, ayúdame con esto. —Le tendió el teclado.

—¿Qué debo hacer? —La voz de Wilcox aún se oía medrosa.

—Búscame el listado de los que hibernan. Historial, capacidades, todo lo que halles.

—Bien. Me… me tomará un rato, creo.

 

—Siete. Tenemos siete.

El listado resumido estaba frente a sus ojos en la pantalla de comunicaciones, en modo texto. Wilcox se lo interpretó.

—Un minero. Un ingeniero… dos ingenieros; uno de armas, el otro de estructuras. Un asesino… mujer, es mujer. Qué raro. Un biólogo, Morrison. Lo conozco, trabajé con él una vez. Es muy bueno. Dos expertos en astrogación, no sé por qué dos. Suele bastar con uno… Ah, son marido y mujer. Un capitán de combate. Eso es todo.

—Hum…

La lista era bastante convencional. En esta época de guerra interminable y robots especializados, un profesional humano realmente bueno era algo difícil de hallar. Por ello se los conservaba en los bancos criogénicos para tenerlos a mano sólo en casos de emergencia. Eso le permitía a un especialista Pro servir por generaciones.

—Despierta a ésta —dijo Jenner.

—¿La asesina? ¿Para qué quieres a una asesina a bordo?

—Para quitarnos de encima a Bola de Grasa.

—Bola de… ¿De veras se llama así?

¿Cómo le explico?, se dijo Jenner. Ni yo sé porqué se ha puesto semejante nombre. Pero… ¿para qué explicarle?, concluyó.

—Ve y retira de hibernación a esa tal Sussex.

—Muy bien, muy bien, lo haré. Espero que no nos asesine a nosotros… ¿Y tú qué harás, en tanto?

—Yo… Ven, dime cómo llegar al archivo de expedientes.

—Pues no tengo idea. A ver, dame eso…

Le llevó algo más de tiempo, pero al fin dijo:

—Helo aquí. Que te diviertas.

Wilcox le arrojó el teclado. Ya se descolgaba por la escala cuando Jenner lo llamó:

—Will.

—¿Qué sucede?

A los ojos de Wilcox, el tosco rostro del comandante se veía lívido y enfermizo bajo la tenue iluminación azul que manaba del huésped, al otro lado de los visores frontales.

—Gracias. Todo lo que te he pedido lo has hecho, y bien.

Wilcox sonrió de forma extraña.

—Descuida. Ya te pediré yo alguna cosa.

—Lo que quieras, amigo.

Esta vez sonó más sincero, pero la torcida sonrisa en la cara del paramédico no se extinguió.

—Seguro. Hasta luego. —Y se marchó por el transitor.

Pensativo, Jenner se reclinó de nuevo en el incómodo asiento de comunicaciones y se enfrentó a la pantalla de expedientes, dispuesto a informarse de sus recursos en personal. Sin embargo, la voz de Wilcox lo interrumpió por el comunicador antes de que decidiera qué archivo consultar primero.

—Europa ha despertado. Quiere verte.

 

 

5. El rapto de Europa

 

Mina Henderson era una esclava de su propia condición de mujer, como tantas otras mujeres en la historia. De innegable capacidad mental, poseedora de un sentido del equilibrio y reflejos poco común y de una generosa dotación de amor propio, complicaba todo ese enorme talento —a juicio de sus superiores en la Generalidad— por causa de una excesiva empatía con las personas. No era sólo que su sensualidad corriera pareja con su libertinaje, sino que se sentía responsable por cada infante que pasara por su lecho para calmar la típica soledad del soldado espaciano reposando entre sus generosos pechos.

Europa era una madraza, y como tal se emparentaba en forma automática con todo ser viviente que se agitara alrededor. Por eso mismo era la preferida de las tropas donde fuera —¿quién no quería que mami estuviera al otro lado de la línea— y la más detestada por los jefes, debido a que su osada vestimenta complicaba las relaciones a bordo, y su exceso de empatía desequilibraba los cálculos de pérdidas.

Mina Henderson, en su rol de oficial de comunicaciones en una nave de guerra, había sido capaz de convencer a dos batallones completos de auxiliar a un único alférez medio muerto flotando en campo enemigo. El hecho de que volvieran sólo dos infantes malheridos arrastrando el cadáver tampoco ayudó a que Europa se sintiera mejor, pero sostenía que se debía hacer todo por todos, hasta lo imposible. Hasta lo inadecuado, decretó la Generalidad. Eso motivó que la desplazaran de la Jef Com del Cástor (uno de los dos enormes acorazados de asalto que eran las naves de bandera de la Generalidad de la Liga Americana, junto con el Pólux) y la tuvieran dando vueltas por varios sitios desde entonces.

Europa había elegido su alias por nacer en el satélite de Júpiter, pero esa era la historia oficial. En realidad lo decidió en su adolescencia, cuando en un trabajo sobre historia antigua halló que la ninfa de ese nombre había sido raptada por Zeus en forma de toro y había nacido de ella el Minotauro. Soñó por semanas con tan furiosa cabalgata, y desde entonces buscaba el toro que la montara a ella.

Un día surgió la necesidad de cubrir el puesto en la ER Mu, para contactar al huésped. Con tino, la Generalidad consideró que la posición era para Mina. ¿Quién mejor que Europa, la más certera comunicadora de la Generalidad, para cubrir la necesidad de enfrentar lo desconocido? Y si acaso no volviera, arrebatada por enemigos más allá de toda comprensión, ¡qué grandísima pena!

Y qué grandísimo alivio.

 

Al salir del transitor y enderezarse, Jenner vio que Europa lo miraba con una inesperada expresión de rencor. Su corto cabello rubio ceniza estaba despeinado y su rostro algo hinchado por la crisis de unas horas atrás, pero a pesar de cierto brillo lacrimoso en los ojos se la veía calma y sensata. Su pie derecho era una burbuja translúcida, al igual que el codo del mismo lado, y tenía unos pocos parches más distribuidos por el cuerpo semidesnudo. Los trozos del mono, que había sido abierto en varios sitios por el cirujano robot, colgaban a los lados de la mesa malcubriendo su piel.

La mujer había modificado la forma de la camilla para que se convirtiera en sillón de reposo, y desde allí lo miraba con ese extraño rencor y un mohín pintado en sus carnosos labios. Europa emanaba una sensualidad explosiva. En esa posición, y bajo una gravedad tan leve, sus opulentos senos de grandes pezones resultaban un imán muy fuerte para los ojos de Jenner, quien los soslayó no sin esfuerzo.

Cuadrando los anchos hombros, y lamentando la gravedad que haría flamear sus largas piernas, se acercó unos pasos hacia ella, mientras buscaba con la mirada algo a que aferrarse para no verla.

—¿Dónde está Wilcox? —preguntó él, por romper el hielo.

—Fue hacia atrás. Dijo que iba hacia la heladora. ¿Van a sacar a alguien?

Luego de un momento de duda, Jenner se inclinó y alzó una de las banquetas, la que daba a los pies y a la izquierda de Europa. Se sentó con suavidad y se tomó ambas rodillas con las manos.

—Dime, ¿qué fue lo que sucedió allí, en el puente? ¿Tuviste una descarga eléctrica o algo así?

Mina lo miró como si nunca lo hubiera visto antes.

—¿Qué crees tú que sucedió, Rack? ¿Qué te parece, soldado?

—Pues… ¿cómo voy a saberlo? Estaba algo ocupado mientras…

Europa, inmune a la ironía de Jenner, se alzó en la camilla; ésta se sacudió un poco bajo su impulso y sus senos entraron a danzar bajo la tenue gravedad.

Quita la mente de ahí, se dijo Jenner.

—¿Te parece poca cosa verte desaparecer como por brujería, maldita sea? Un instante antes te estaba diciendo que te calmaras, que ya había pasado todo peligro… ¡y tú comienzas a insultar a ese monstruo, como si estuvieras en una calleja de los suburbios! Y luego… ¡te desapareces, y no me contestas más! Y luego… No sé, no recuerdo bien… Todo comienza a moverse en mi cabeza. ¿Dónde demonios te habías metido?

De pronto, Jenner cayó en la cuenta: ¡No lo sabe! Ella no lo sabe, se dijo. No sabe que hemos sido capturados, y estamos siendo arrastrados a miles de kilómetros… ¿Miles? ¡Cientos de miles, millones de kilómetros!

De pronto, el peso de la completa realidad cayó como un mazazo en la cabeza de Jenner.

—Espera… ¿No hay un periférico aquí, un contacto con el puente?

—Sí, en la pared, al lado del transitor. Oye, ¿qué sucede?

Jenner se lanzó hacia el muro de un salto, halló el panel, lo descorrió y tecleó en la botonera. Encima de ella se formó una imagen proveniente de la proa de la nave.

—¿Qué? ¿Ha vuelto el monstruo? —dijo Mina, detrás de él.

Jenner no le prestó atención. Entró en A&A, solicitó el mapa y las coordenadas siderales actuales, el vector de velocidad y la posición de la nave.

—Oye, Rack… Qué…

La computadora de a bordo proceso la información y entregó un diagrama, más una serie de datos numerales.

Iban camino al cuadrante de Antares.

A seis mil trescientos kilómetros por segundo de velocidad, y aumentando. Pero sin sentir aceleración, lo que era imposible… ¿Estaban dentro de un campo gravitatorio generado por el huésped?

Y ya habían superado la nube de Oort.

—¡Rack Jenner!

El alarido le hizo girar la cabeza azorado, y vio a Mina bajando de la camilla, apoyando con sumo cuidado el pie izquierdo, protegido por la burbuja de tela médica. Europa, a su vez, vio el pánico en el rostro del comandante de la misión.

—¿Me dirás qué demonios está sucediendo? ¡Exijo saberlo, maldita sea!

—Yo… Eh…

—Hazte a un lado, qué demonios… No, ven aquí, te necesito. Ayúdame.

Europa se apoyó en su brazo para acercarse a la terminal, reclinó su espalda en el pecho de Jenner para así descansar el pie y comenzó a teclear a toda velocidad.

—No puede ser… ¡No hay contacto!

—No… no tenemos antenas, porque…

—¿Qué estamos haciendo aquí, por Dios?

—Hemos sido capturados por…

—¿Cómo que no hay aceleración?

—No… no lo sé…

—¿Nos capturó esa cosa? ¡Ni siquiera aparece en…! Oh, claro que no aparece.

Jenner la sujetó entonces, rodeando su pecho por debajo de los brazos. Estaba seguro que rodaría desmayada… o peor, que volvería a descontrolarse, y tendría un rapto de locura como el anterior. Incluso tomó aire para llamar a Wilcox.

Pero Europa interpretó muy distintamente el gesto y tomándole las manos, las dirigió a sus grandes pechos, diciendo:

—No es momento ahora, querido. Pero aquí tienes un caramelo para ti.

Y siguió tecleando por información.

El gesto de sorpresa de Jenner debió ser notable, pues Europa, viéndolo por el reflejo en la pantalla, le guiñó un ojo.

—Son grandes, ¿eh? Y todo para ti si te portas…

Entonces se escuchó rodar el transitor. De repente molesto, Jenner giró, desprendiéndose de Mina, y caminó hacia el acceso de popa.

Wilcox, ese patán sabelotodo, debía venir con la profesional extraída de la criogenia. Pero quienes salían del sueño helado lo hacían en muy bajo nivel muscular, por lo que debía ayudárseles a movilizarse. No se podían tener en pie por horas. Era sencillo para una persona sola ayudarles en la popa de la nave, sin gravedad; pero aquí, aun bajo la poca tracción que había, era una complicación desplazar a un recién despertado. ¿Qué sucedería si por un mal movimiento el Pro se golpeaba la cabeza? El paramédico debió avisarle que llegaba…

—Ese idiota de Wilcox… ¿Por qué no me llamó para ayudarle con…?

Pero se frenó en seco unos metros antes de llegar. La puerta se había deslizado, y de él salió la visión más delirante de esa jornada.

Era ella.

Salió en primer término del transitor, rodando, y en un solo movimiento de látigo acabó de pie, a dos metros de Jenner, quien pudo ver detrás de ella a Wilcox, asustado y remiso a dejar el transporte.

Sussex, la asesina, medía dos metros quince de altura y era una mujer pavorosamente musculada, con una piel de color bronce metálico… pero tan delgada y amenazante como la hoja de un cuchillo dentado.

—Será mejor que haya valido la pena despertarme —dijo.

Jenner no pudo siquiera tragar saliva.

 

 

6. La asesina

 

Ana María Alonso Castiñeras había nacido en un sitio privilegiado: la Reserva de Vida del Orinoco superior. Era una de las pocos miles de personas del planeta que pudo tener contacto con formas de vida no humanas, y de las cuales salían exclusivamente los guardafaunas de las diversas reservas, ciento veintiocho en todo el mundo. Igual que sucedió con sus padres, Anamarí se volvería receptora de una esmerada educación en biología, ciencias del comportamiento, clonación y climatología, para poder desempeñarse en el cuidado y duplicación de las formas de vida inferiores.

Lamentablemente, no iba a poder aprovecharlo. Doscientos años antes de hoy, su caso sirvió para anular toda una serie de cómodas leyes, las relativas a la condición hereditaria de los puestos en las Reservas de Vida. También sirvió para demostrar, una vez más, que la educación superior no hace mejores personas a quienes la reciben…, pero esa es otra historia.

El padre de Anamarí comenzó a violarla a la tierna edad de ocho años. Como muchas veces pasa, Héctor Alonso del Carril, entonces jefe de la Reserva, resultó una persona demasiado importante, útil y costosa no sólo para acabar en prisión, sino incluso para que se sospechara de cualquier malformación mental y de comportamiento. El problema para la niña fue que no tenía manera de evitar a su padre. Pero su mente ideó a poco un escape cruel: comenzó a agredir a los animales de la Reserva.

Sus primeros intentos, demasiado evidentes, fueron descubiertos con facilidad; pero poco a poco mejoró en su destreza, y a la edad de doce años no sólo conocía cientos de formas de detener una vida, sino que también había pasado al más riesgoso de los procedimientos: la lucha cuerpo a cuerpo.

Fue descubierta nuevamente a la edad de catorce, cuando ya estaba por cobrar su séptimo tapir; poco antes había liquidado uno a uno a todos los jaguares, incluso a los tres clonados. Antes de que la capturaran consiguió matar a tres de sus perseguidores, pero con las manos desnudas le resultó duro enfrentarse a los sistemas de gases que al fin la detuvieron. Iba camino a un juicio, y a ser condenada a la dispersión atómica; pero su padre, temeroso de que ella lo denunciara en la Corte, convenció a la Generalidad de entonces de enrolarla.

De modo que Anamarí combatió como infante durante un tiempo. Sin embargo, sus jefes directos encontraron poco natural que, en todas sus salidas de combate, fuera ella la única que regresara. Ya entonces había tomado el apodo de Sussex, por el famoso atentado nuclear terrorista en el condado inglés que había costado la vida de dos millones y medio de personas; en broma ella había declarado a sus compañeros de batallón —y posteriores víctimas— que intentaría romper el récord.

Por supuesto, la Generalidad descubrió un mejor uso para Anamarí: el de agente libre para magnicidios. Se la separó del mundo y se la preparó largamente, soltándola cerca del objetivo… pero si bien Sussex cumplió la misión, falló en el escape, y fue traída de regreso en un saco, aunque aún viva. Por cuestiones de contrato no podían rechazarla, por lo que resolvieron jubilarla con una paga notable por servicios distinguidos.

Sussex usó el dinero de la paga y la herencia que recibió de su padre —fallecido en curiosas circunstancias— para recomponer y mejorar su organismo. Lo logró con tanto éxito que pocos años más tarde pudo eludir todos los mecanismos de seguridad y quedar frente a frente del propio generalísimo Winston Corps, y lo convenció —nunca se supo con qué argumentos, pero se los imagina uno fácilmente— de volver al servicio activo.

Desde entonces sirvió a la Flota en cuarenta y dos misiones exitosas, a lo largo de casi ciento noventa años; y merced a la reserva en criogenia de los Pro, se podrá disfrutar de su especialidad durante mucho tiempo más. Y a nadie podría extrañar, por lógica, que una tan exitosa asesina fuera agregada a la tripulación en suspenso de la ER Mu.

O tal vez sí, si se comprobara que el nieto del propio generalísimo Winston Corps, también generalísimo él, fue quien solicitó y firmó el traslado.

 

Instintivamente, Jenner retrocedió un paso. Sussex se relajó, distendiendo y estirando los músculos, e interrogó al banco de datos de la nave mediante su implante cerebral de comunicación. A la apertura proporcionada por su código, la nave recitó su tipo, capacidad de ataque, dotación, posición y velocidad. Por supuesto, la asesina se sorprendió mucho de los dos últimos apartados, pero no lo demostró. Demasiadas veces había despertado luego de varios años de sueño helado para encontrarse con adelantos que desconocía.

Sonrió ante la idea de que pronto estaría frente a algo que matar. Esa sonrisa provocó escalofríos en los dos que pudieron verla, Jenner y Europa.

—Bien, ¿cuál es mi misión? —preguntó, con voz profunda.

Jenner se sorprendió buscando algo que decir.

—Pues… Verá usted, Sussex… En realidad, no tengo una misión programada aún.

—Entonces… ¿me habéis despertado antes de tiempo?

—No, no… Es que… la necesito como… Bueno, quería consultarle unos procedimientos para…

—Yo no soy quien puede darte procedimientos, muchacho —dijo la asesina, acercándose—. Deberías haber despertado a algún… Eh, ¿qué demonios es eso?

Su mirada estaba fija ahora en la imagen del huésped, cuya superficie rielaba en la pantalla del periférico del puente, en la pared opuesta por la que había entrado.

Jenner iba a responderle, cuando un violento sacudón los lanzó hacia el piso curvo del quirófano, por el cual comenzaron a rodar. Los reflejos del comandante actuaron, y se revolvió extendiendo los brazos, sujetándose de uno de los alvéolos de las banquetas. Accionada por su peso, la camilla sobre la que había quedado cruzado comenzó a elevarse. Sujetándose ahora de ella, miró alrededor, confuso.

Europa seguía rodando lastimeramente a lo largo de la superficie exterior, lanzando los gritos a que Jenner ya se estaba acostumbrando. Sussex, en cambio, había dado un salto apenas se produjo el movimiento. Sus dedos habían perforado el liso panel del cirujano y pendía ahora del robot quirúrgico; desde allí miraba con rostro sorprendido la imagen en la pared.

Jenner, retrepándose gracias a la camilla, se dio cuenta de que algo había frenado bruscamente al cacahuate, y que eso era lo que les había hecho rodar; había que agradecer a la baja gravedad el que sólo sufrieran unos pocos golpes y nada más. Perdido ya el impulso inicial, Europa también estaba siendo alzada del piso por otra camilla; Jenner podía distinguirla apenas desde de su posición, obstruida su línea de visión por el cilindro del robot quirúrgico. Debía estar a unos treinta grados hacia arriba siguiendo la curva de la nave.

Miró entonces hacia la asesina, que pendía en ángulo con la vertical… y luego siguió la asustada mirada de la mujer hacia el panel del puente.

Una gran ranura oval se había formado en la superficie del huésped, una ranura que se ampliaba a ojos vistas… y que era demasiado parecida a una enorme boca. Incluso sus bordes parecían dentados, o tal vez mellados; pero lo que no se podía dudar era que esa boca estaba destinada a tragarles.

—¿Qué demonios…? —escuchó decir a Sussex.

En ese momento, Jenner sintió que la inercia acumulada por su cuerpo desaparecía. Estaban en caída libre.

La asesina se alzó entonces girando en el aire, apoyó sus pies en el robot, y desde allí se impulsó hacia la cabina que llevaba al puente. Al llegar extendió un brazo y apoyó su mano extendida en el contacto, revolviéndose; para cuando su cuerpo llegó al alvéolo la puerta ya se había abierto y terminó el movimiento perfectamente sincronizado dando suavemente de espaldas contra las almohadillas del transporte. Cerró y partió hacia el puente.

Jenner lanzó una maldición ante eso. Era preciso detenerla; la mujer no tenía idea de a qué cosa se estaba enfrentando —pero… ¿acaso lo sabía él?— y podría ponerlos en peligro.

¿En peligro? ¡El huésped estaba por comérselos crudos!

Ahora se veía obligado a esperar el ciclo del transitor, de modo que se acercó a gatas hacia Mina para comprobar su estado. Andar a gatas por la curva del suelo era sencillo, porque al ser cóncava la inercia le ayudaba a apoyarse en él. Si hubiera querido hacer lo mismo en el convexo techo, se hubiera visto separado de la superficie.

Europa se quejaba, pero parecía estar bien. No obstante, el sacudón y los giros habían destruido lo poco que le quedaba de ropas, y florecía en su turbadora desnudez…, al menos a los ojos de Jenner.

—¿Qué… qué ha pasado? ¿Por qué estamos…?

—Tranquila, Mina, todo está bien. Deja que te acomode en la camilla… —La enderezó sobre la plataforma y conectó las abrazaderas—. Será mejor que te quedes aquí por un rato; ya vendré luego a verte.

Captó cierto movimiento en la periferia de su visión, y giró la cabeza: era Wilcox, que gateaba hacia ellos con el rostro demudado.

—¿Has visto a tu querido Bola de Grasa? —dijo el paramédico, al tiempo de alcanzarlos—. ¡El hijo de puta está a punto de…!

—¡Calla, maldita sea! Vendrás conmigo al puente. ¡Es una orden! ¿Me has oído?

Wilcox lo miró con sorpresa, pero luego pareció comprender.

—Sí… Desde luego, comandante.

Entonces cesó el murmullo del transitor, por lo que Jenner se arrastró hacia él y activó la apertura. Aprovechó para ver si Wilcox lo había seguido —así era—, echó un último vistazo al quirófano y se metió en el transporte.

Wilcox entró tras de él, lo cerró y activándolo se volvió hacia Jenner.

—¿Europa no lo ha visto? —preguntó.

—No. Estaba de espaldas entonces, y luego salió rodando. ¿Vale acaso la pena decírselo? ¿Quieres que entre en pánico de nuevo, acaso?

—Dime, ¿qué haremos si esa cosa…?

—¿Y cómo quieres que lo sepa? Ni siquiera sé lo que está haciendo el… Oh, claro.

Jenner miró a su alrededor, pero era un gesto inútil, comprendió.

—¿Bola de Grasa? —llamó.

Nada.

—¿Me oyes, Bola de Grasa?

El transitor terminó su giro y la puerta se abrió. Salieron del alvéolo y tomaron la escala hacia el puente, aunque usando sólo sus manos. La escala estaba allí porque la ER Mu podía aterrizar en algunos planetoides; sólo entonces se revelaba útil.

Por segunda vez en esa larguísima jornada, Jenner se asomó con cuidado al puente.

El paisaje había cambiado. Por los ventanales del frente no se veía casi nada del azul de la superficie del huésped, sino que una enorme y dentada boca, de un ominoso color rojizo en su profundidad, ocupaba prácticamente todo el panorama visible. Bajo esa nueva iluminación, el puente semejaba estar tinto en sangre.

Un ser se desplazaba en tan tenebrosa atmósfera: Sussex, dorado bronce contra el rojo sangre, flotaba entre los puestos de Com y A&A, lanzando imprecaciones.

Jenner tomó aire y se alzó hacia delante, lentamente.

—Sussex.

La asesina volvió el rostro hacia él, clavándole la mirada.

—¿Por qué nada funciona? —exclamó furiosa—. ¿Qué puedo hacer si…?

Jenner alzó su mano.

—Espera, tranquilízate. Hay cosas que no comprendes. Déjame intentar algo.

Ella, inmóvil como una estatua de Diana Cazadora, se tomó un largo par de segundos para meditar en ello. Entonces se apoyó en el panel de A&A, cruzándose de brazos.

—Bien.

Jenner se lanzó hacia el puesto de comunicaciones. Una mirada por los ventanales le informó que ya estaban casi dentro de la enorme boca.

—¿Estás ahí, Bola de Grasa?

Silencio.

Jenner conectó el radio, bajo la incrédula mirada de Sussex.

—¿Quién es Bola de grasa?

Ah, has resuelto cesar tu privacidad —cacareó la bocina.

—¿Me quieres explicar qué demonios estás haciendo?

Del otro lado se oyó —Jenner hubiera podido jurarlo— una leve risilla.

—Oh, es muy sencillo. Hemos salido ya de la singularidad de tu sistema; ahora podemos seguir viaje de otra forma. El problema es que la endeble estructura de vuestra nave no sirve para el método que hemos de emplear, por lo que la estoy incorporando a mi masa. Me hubiera gustado comentártelo antes, pero el… respeto a vuestra privacidad me impidió hacerlo.

—Oh. ¿Por eso has frenado el giro de la nave? —dijo Jenner, muy divertido al notar los cambios en el rostro de Sussex.

—Por supuesto, humano. Encontré que algunos de vosotros os insertáis en ciertas oquedades del organismo algunos aparatos en movimiento, pero en cuanto a mí, no me pareció apropiado.

Eso fue demasiado para Jenner. Rompió a reír en forma grotesca, y se acentuó más su risa cuando vio que Sussex caía en cuenta, con un respingo, de la concreta alusión de Bola de Grasa a los vibradores.

 

 

7. La conversación

 

Jenner hizo un esfuerzo por calmarse cuando vio que el gesto de sorpresa de Sussex pasaba a otro de muy pocos amigos.

—Escucha, Bola de Grasa, debo hablarte…

—¿De qué se trata? Estoy algo ocupado ahora.

Jenner miró hacia los ventanales. El fondo de la caverna estaba ya a la vista y parecía tapizado de algo parecido a gruesas cilias rojizas. ¿Lenguas?

—Escucha… ¿Puedes detenerte? Me refiero a que quizá debiéramos hablar de ello, ¿no crees? ¿Adónde quieres llevarnos?

—Debo retornar al sistema de Antares. Vendréis conmigo. Conversaremos por el camino.

—¿Antares? —dijo Sussex—. ¿De qué diantres se trata todo esto, por Cristo?

No te preocupes, Ana María Alonso Castiñeras. Nos divertiremos —aseguró Bola de Grasa, rematando el comentario con una de sus risitas.

Sussex miró a Jenner con odio muy poco disimulado.

—Oye tú, será mejor que esto no sea una mala broma.

—Pues… —dijo Jenner, y luego señaló a los ventanales y a la inmensa boca que los tragaba—. ¿Te parece eso una broma?

Anamarí giró el rostro, observando pasmada la cavidad que los estaba rodeando.

Jenner aprovechó para echarle una ojeada a la mujer. No podía explicarse el color bronce metálico de su piel y tampoco su fantástica recuperación luego del sueño helado. Si había leído bien los datos, su último período de trabajo había sido casi doce años atrás.

Dejó correr la mirada a lo largo de sus increíblemente marcados músculos. No tenía un gramo de grasa, o eso parecía. ¿Cómo hacía para mantenerse en tal forma?

Con el rabillo del ojo, vio asomar la cabeza de Wilcox, aún en la escala de acceso. El paramédico tenía la vista fija en la caverna de más allá. Giró nuevamente la mirada y dio un respingo al encontrarse con el dorado frío de los ojos de la mujer clavado en los suyos.

—¿Para qué me despertasteis?

Jenner suspiró, y tomó la precaución de apagar el contacto de la radio antes de hablar.

—Hablaremos de ello en un rato, si no te molesta. Ha sido un largo día; necesito una ducha y aún no hemos comido. Sin embargo, puedes tranquilizarte: estamos en un verdadero aprieto, pero no hay real peligro por ahora.

Ella lo miró a los ojos, buscando certezas, supuso Jenner. Hizo todo lo posible por sostener su mirada.

—De acuerdo —dijo al fin.

Sussex se apartó del panel de A&A y se encogió en posición fetal en el aire. Hizo un movimiento con ambas manos en su nuca y el color bronce de su piel se esfumó con un leve soplido.

Cuando se extendió y flotó hacia popa, completamente desnuda, no se parecía en absoluto a la de antes. Era muy delgada, muy blanca, y nada musculada. Sus cabellos, negros, lacios y largos hasta los hombros, flotaban tras de ella como una corona.

Wilcox se apartó para dejarla pasar, pero ella no le concedió la menor importancia. Se tomó de una de las barandillas y con un leve impulso salvó la distancia y penetró en el transitor.

Quedaron solos, viéndola irse. Jenner rompió el silencio.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—Una armadura molecular variable, de inercia negativa. Se inventaron hace mucho, pero es imposible que lleve una. No hay fuente de poder portable que pueda mantenerlas en funcionamiento. Y sin embargo…

 

Luego de reunirse todos en el quirófano-cocina, Jenner sugirió que comieran algo. Fue complicado hacerlo sin gravedad alguna de giro, pues la leve atracción que generaba la gran masa de Bola de Grasa hacía que todo tendiera a escaparse por el extremo de la mesa que daba a proa.

Las mujeres vestían ahora sendos monos elásticos de color naranja, provisión habitual de las naves. La comida transcurrió en un incómodo silencio, roto de vez en cuando por comentarios intrascendentes. Wilcox se veía molesto, Europa algo cansada, Sussex distante. Jenner preocupado.

—Es extraño que si posee masa para atraernos, no se refleje en los medidores. Ha de haberlos anulado de alguna manera, ¿no os parece? —sugirió.

Nadie respondió a su propuesta de conversación.

El reloj de la nave señalaba las 23:06 del 12 de agosto de 2533. Jenner apuró el último trago de la copa de succión y la sujetó por su ventosa contra la mesa.

—Bien, hagamos un resumen de nuestra situación —comenzó—. Estamos fuera del sistema, y no podremos volver por nuestros medios. Bola de Grasa…

—¿Porqué insistes en llamarle así? —saltó Wilcox.

—Porque así ha elegido llamarse, eso es todo. Pero es sólo una anécdota; mejor vayamos a lo importante.

Se retrepó en la butaca. Era muy incómodo ser atraído por la pared de proa, pero todos habían preferido sentarse a la mesa —en lugar de flotar libremente—, para conservar cierta sensación psicológica de normalidad. Ya había bastantes cosas raras de qué preocuparse.

—No nos podemos comunicar. Las antenas de reposo están rotas, y las del casco no tienen suficiente alcance. Tampoco podemos esperar ayuda de la Generalidad; no tenemos nave que pueda rivalizar con la velocidad de… del huésped.

—Bola de grasa. —Era la primera vez que Sussex hablaba desde que lo hiciera en el puente. Su voz era profunda y algo ronca—. ¿Por qué eligió ese nombre? ¿De dónde sacó tal cosa?

Europa le lanzó a Jenner una mirada venenosa.

—¿No le has llamado así cuando le insultaste?

—Pues… no exactamente, pero tienes razón en lo que sugieres. Tomó su nombre de algo que dije luego.

—¿No tiene nombre propio? —siguió Europa.

—No lo sé. Podremos preguntárselo mañana.

—¿Por qué motivo nos quiere en Antares?

Ah, la dichosa pregunta, se dijo Jenner. Bueno, un día iba a llegar; y cuanto antes apurara el mal trago, mejor.

—Veréis, yo… tenía unas órdenes. Si el huésped sospechara algo e intentara retirarse, se supone que debía entretenerlo para que el Comando, a la escucha por lasercom desde el Centro Williams de Europa, os ordenara acercaros a él. Sospecho que la Generalidad quería intentar atraparlo.

—¿Atraparlo? —dijo Sussex—. ¿Cómo iban a sujetar tamaña cosa?

—No sabíamos cómo era, ¿entiendes? Se suponía que llegaría una nave, o algo así. No un pequeño satélite, o lo que sea esta cosa.

—Una soberana tontería —declaró Wilcox.

Jenner se volvió hacia él.

—Yo sólo obedecía órdenes, lo mismo que tú haces —le endilgó al paramédico—. Y tenía menos libertad que tú, incluso. Y no creas que estaba muy cómodo con todas esas estupideces.

Europa sonrió, divertida.

—Uh, si te oyera el Comando de la Flota…

—Olvídalo, estamos solos en esto. Tenéis mi permiso para insultarlos todo lo que queráis.

—Vaya, vaya —ahora era Sussex quien sonreía, aunque en forma irónica—. ¿Tenemos un rebelde por comandante?

El rostro de Jenner tomó de pronto esa cualidad de ogro tan propia de él.

—No es gracioso —replicó—. El asunto estriba en que la bola comprendió mal lo que le dije y, como consecuencia, decidió llevarnos de paseo.

—¿Qué? —Europa se alzó en su butaca con demasiada sorpresa, y de no tomarse de la mesa hubiera salido flotando—. ¿Es por tu culpa que estamos en este lío?

—Así es.

—Maldito idiota —escupió Wilcox—. ¿Nos entregaste a esa cosa?

—¡No lo hice a propósito! —clamó Jenner—. Bola de grasa entendió mal lo que le dije…

Jenner les relató entonces la conversación con el alienígena.

—¿Platelmintos? ¿Qué es eso? —preguntó Europa.

—Unos gusanos —informó Wilcox.

—¿Qué? —La mirada de Europa se giró hacia el comandante—. Aquí el único gusano eres tú, ¿te enteras? —señalándolo con un furioso dedo.

—Ya caigo —dijo Wilcox, que había estado en suspenso por un momento—. Schröedinger.

—¿Qué? —dijeron al unísono Europa y Sussex.

—El gato de Schröedinger. A eso te referías tú hace un rato.

—Exacto, eso es —dijo Jenner, aliviado por un momento.

—¿De qué habláis ahora? —Europa se veía confundida.

—Es una demostración del principio de incertidumbre de Heisenberg —complicó Wilcox.

—¿Qué? —dijeron al unísono Europa y Sussex.

Wilcox miró a las mujeres, encajó la mandíbula y se dirigió directamente a Jenner, ignorándolas.

—Le has convencido de que nos estudie, pero que no se meta con nuestras mentes. Ahora caigo… —volvió a cerrar los ojos un momento y luego dijo—: Esto no tiene el menor sentido. ¿Qué le interesa de nosotros?

—No lo sé —reconoció Jenner—. Al principio, incluso se mostró reacio a considerarnos siquiera. No sé qué fue lo que le ha hecho cambiar de opinión. No creo que fuera algo que yo dijera.

—Cuéntame de nuevo lo que conversaste con él.

—No, no lo hagas —cortó Europa, aún molesta por el desprecio antes expresado por Wilcox—. Estoy cansada, quiero dormir. Sobre todo si mañana tenemos cita con el monstruo Bola de Grasa…

—¿Para qué me despertasteis? —reclamó Sussex.

Se hizo un breve silencio. Los ojos de la asesina eran negros, húmedos, demasiado dulces para creerla tan mortífera. No parecía tener más de veinticinco años, aunque había nacido casi doscientos veinte años atrás. Sentada en un extremo de la mesa y algo apartada del resto, les sacaba una cabeza de altura a Wilcox y Europa, y miraba desde arriba aun a Jenner.

—Verás, la decisión fue mía —explicó el comandante—, y por dos motivos. Primero, quiero tenerte a mano por si algo se sale de madre, ¿me comprendes?

Sussex no respondió. Esperaba.

—En cuanto al segundo motivo, pues… me temo que sea algo de orden práctico —carraspeó—. El manual de la Flota recomienda, para los períodos de largo abandono o estacionamiento aislado… Se podría decir que éste es perfectamente el caso; no sé quiénes han estado más aislados que nosotros antes… Bien, un detalle que el manual recomienda es que los sexos estén, en lo posible, igualmente repartidos en la tripulación.

Sussex soltó un bufido. Jenner prosiguió:

—Podría haber despertado a otra mujer, una astrogadora, pero su esposo sirve en esta misma nave y no me pareció… correcto. Y no quise arriesgarme a despertarlos a ambos y tener que explicarlo todo… y obtener su permiso, luego dormir de nuevo al marido…

Algo andaba mal. Wilcox se veía ofendido, Sussex era el rostro mismo de la sorpresa y Europa parecía estar conteniendo la risa.

Jenner resolvió seguir con el discurso planeado.

—Además, necesito tus conocimientos profesionales, Sussex, mucho más que los de una astrogadora. Para lo que me hace falta podría haber despertado a un capitán de combate, pero eso desequilibraría aún más la ecuación, ¿lo ves? Contigo y tu… A propósito, ¿de dónde toma energía tu armadura?

—Eso es sencillo. Mis muslos contienen dos pilas atómicas de baja emisión.

El silencio podía cortarse con un cuchillo. La asesina prosiguió:

—Luego de un pequeño percance con los guardias de cierto potentado político, perdí las dos piernas y el brazo izquierdo. Gasté una fortuna considerable para conseguirme unos nuevos, y bastante mejores. No me arrepiento.

Luego de otro embarazoso silencio —cargado de miradas al brazo izquierdo de la asesina, indistinguible del otro bajo el mono naranja—, Jenner carraspeó otra vez.

—Bien, me… me alegro que lo consiguieras. Eh… Bueno, como estaba diciendo, es lo que recomienda el manual de la Flota, e incluso nos convendrá con vistas al… digamos, al experimento que habremos de llevar a cabo con Bola de Grasa.

No había caso. Wilcox continuaba molesto por algo y Europa se estaba poniendo violácea de tanto aguantar la carcajada.

—Os pido comprendáis la situación y hagáis un sincero esfuerzo porque nos llevemos todos bien. No hay razón por la que enfadarse —eso iba para Wilcox— o incomodarse —eso otro, menos seguro, para Europa—, y además somos todos adultos y tenemos ya bastantes problemas como para aumentarlos debido a melindres personales.

Se puso de pie con cuidado, sujetándose de la mesa y endureciendo sus gruesos bíceps. Sabía que eso le conferiría autoridad, por si la necesitaba.

—De modo que os pido seáis contemplativos. Esto comenzó de forma algo irritante, pero no hay razón para que no terminemos siendo realmente buenos amigos, ¿verdad?

Wilcox seguía molesto. Tendría que aliviarle, se dijo Jenner. Le echó una mirada a Europa, la encontró bastante recuperada y se decidió. Cambiando el tono a uno campechano, palmeó el hombro de Wilcox y le dijo:

—¿Qué dices, Will? ¿Con qué chica quisieras pasar la noche hoy?

—Yo soy homosexual, Jenner.

La sorpresa de Jenner corrió pareja con la carcajada final de Europa.

Maldita sea, se dijo el comandante. Debí haber revisado el archivo.

 

 

8. La decisión

 

Las literas en las zonas de reposo de la ER Mu podían girar en ángulo recto, para los casos en que la nave hubiera tomado tierra en un asteroide. Lo que no pudieron tener en cuenta los diseñadores fue que la gravedad los atrajera desde el frente de la nave. Eso hubiera sido como considerar que se pudiera aterrizar de cabeza. Por supuesto, las literas tenían sus cinturones de sujeción, que eran de traba manual; pero luego de haber tenido que colgar de ellos durante el corto período de reposo nocturno, y además con lo agitado de sus pensamientos, toda la tripulación se levantó algo exhausta a las 0700 del 13 de agosto.

Sussex, longilínea, pálida y suspicaz, observó a la luz de vigilia cómo Europa dejaba torpemente su litera y derivaba hacia la entrada del cubículo de aseo. Resolvió seguirla. Se desperezó y probó los contactos de su armadura; era lo primero que hacía por las mañanas, aún antes de higienizarse.

Había dormido como mucho dos horas. Se sentía en peligro, y no era una sensación a la que estuviera acostumbrada. Ya no.

 

Europa tramitó el desayuno para cuatro en el panel de cocina del robot y luego se sometió a la revisión de sus heridas. La única que requería aún algo de cuidado era la del pie; debería llevar la protección —más delgada ahora, al menos— por unas cuantas horas más.

No le gustaba nada de lo que estaba pasando. Y menos compartir habitación con esa mujer tan fría. Mientras el cirujano modificaba el vendaje activo de su pie, se preguntó si podría volver a su vida de antes, a sus cariños de antes.

Vio llegar a los dos hombres a la vez, desde su lado del mundo. Algo ha pasado, pensó. Rack parecía más huraño que de costumbre, y Will lucía una tenue y desusada sonrisa.

Quizá el marica ganó alguna apuesta y cobró su premio, se dijo a sí misma mientras bajaba los ojos y sonreía. Pero la sonrisa no le duró mucho, cuando se planteó que tener sexo en el futuro dependería de la disponibilidad del comandante. Eso le hizo lanzar un bufido.

 

El desayuno fue incluso más incómodo que la cena de la víspera. Todos parecían haber caído en la cuenta de que sus existencias pendían de un hilo, y conseguían difícilmente mantener la calma.

Se refugiaron en el silencio.

 

El reloj de la misión mostraba las 0758 del cuarto día, y los cuatro se hallaban ya en el puente. Jenner ocupaba el puesto de comando, un cómodo sillón colapsable que emergía del piso en el centro del espacio útil. Europa se había conectado a medias a su panel de comunicaciones; Wilcox trasteaba con los controles de Análisis & Acciones, que seguían siendo inútiles para detectar nada. Los cristales de proa mostraban una oscuridad levemente teñida de rojo; pero cuando Jenner activó los fanales exteriores el paisaje resultó tan extraño y desasosegador que resolvió apagarlos.

Wilcox había extraído del suelo un asiento secundario para Sussex, pero ésta prefirió quedarse de pie, apoyada en el respaldo del sillón de comando. Sus cabellos negros, al flotar hacia proa, le hacían cosquillas a Jenner en la oreja.

A las 0759 el comandante abrió el contacto de radio, pero nada ocurrió. El silencio era opresivo. Se obligó a esperar veinte segundos antes de indagar.

—Bola de Grasa, ¿estás ahí?

No hubo respuesta. Sólo un par de resoplidos desde el puesto de Com. Jenner resolvió no girar la cabeza.

—Oye, Bola de Grasa…

—No responderá hasta las cero ochocientas, me temo —aseguró Wilcox.

—¿Y tú que sabes, idiota? —escupió Europa.

—Basta, Mina —contemporizó Jenner—. Todos estamos nerviosos y…

—Yo no estoy nerviosa, ¡estoy harta!

—Todos estamos hartos, eh… es decir…

—¿Por qué no hacemos silencio? —dijo la grave y filosa voz de Sussex.

Todos callaron.

Cayó el último segundo, con una lentitud exasperante.

Uno, dos, tres, probando… —se oyó distintamente la voz del alienígena por la bocina del puente.

—Bien, has venido… —dijo estúpidamente Jenner.

No podía faltar, ¿verdad? —y de nuevo esa extraña risa.

—Bien, eh… pues…

Antes que nada —interrumpió Bola de Grasa—, ¿no sería conveniente que os comente lo que haremos?

Unos temblorosos suspiros respondieron.

—De acuerdo —dijo Jenner.

—Bien, veréis, estamos a punto de partir a nuestro destino, el sistema de Antares. El viaje durará un poco más de dos semanas, me temo; la masa con la que he de moverme es distinta, y además debo ocuparme de que vuestros débiles organismos se encuentren en condiciones de resistirlo. Eso implica que parte de mi energía habré de destinarla a vosotros.

»Durante el viaje nos conoceremos un poco, y quizá sea de mutuo beneficio. Al menos, así lo espero. Armaremos un…

—¿Cuándo volveremos? —la voz de Europa se quebró un poco. Todos la miraron.

—No antes de tres años, por lo menos, Europa. Es el plazo que necesito para concluir mi tarea con Antares.

—¿Qué tarea es esa? —preguntó Wilcox.

—Convertir esa estrella en un agujero negro reglado.

—¿Un qué? —ahora fue Jenner.

—Se trata del método más sencillo para comunicar galaxias.

—¿Galaxias? —Wilcox tenía los ojos grandes como platos.

—No entenderíais las matemáticas implicadas en el asunto.

—¡Maldita sea! ¡Lo que no entiendo es porqué tenemos que ir contigo! —El rapto de Europa los dejó a todos sorprendidos—. ¿Para qué nos has traído, maldita… bola de grasa?

Bien, veréis… —pareció que el alienígena intentaba aclararse la garganta.

—Dilo de una vez —susurró Sussex.

La tensión se hizo insostenible.

Vuestro comandante —continuó Bola de Grasa— me convenció de estudiaros. Al principio me pareció una buena idea, porque podría solazarme en ello mientras durara el viaje de regreso…, pero luego descubrí que era más importante de lo que supuse.

»Como sabéis, puedo leer vuestras mentes. —Una serie de susurros siguió al comentario—. No temáis, no lo haré. Ya no quiero hacerlo. Respetaré el acuerdo a que llegué con Rack.

Jenner se sintió penetrado por las miradas de toda la tripulación. Bola de Grasa continuó:

—Descubrí toda una serie de novedades leyendo a Europa, y profundicé más… Lo siento, Mina, sé que mi intromisión no te hizo bien.

—Maldito cerdo…

Ése no es tan mal nombre tampoco —dijo el huésped, y dejó oír otra de sus risas.

—¿Por qué me elegiste a mí?

—Porque eras quien se estaba comunicando con mayor potencia, gracias al equipo. Era más sencillo conectar contigo. Pero… Por favor, debo comentaros algo. El haberme interiorizado con Europa me hizo conocer una realidad que no consta entre mis datos. Vosotros tenéis una mentalidad dividida; no podéis relacionaros mentalmente en forma directa, sino a través de elementos de segunda especie, como la palabra, el gesto, la intuición, y los así llamados sentimientos. Y aquí hemos llegado: intuyo o comprendo los demás, pero no sé qué son esos «sentimientos». No alcanzo a entenderlos.

»Primero sospeché que se debía, precisamente, a que la mentalidad de mi especie no está dividida; no harían falta, entonces, tales erráticas manifestaciones. Pero una mirada más profunda a la psiquis de Europa, que fue lo que motivó su crisis, según sospecho…, me reveló cosas más coherentes de lo que esperaba. Me retiré de ella, entonces, di un paseo por vuestra cabeza, Rack, Will…

—Sí, recuerdo eso —dijo Wilcox—. Pero no sentí nada.

Es que había aprendido ya cómo hacerlo —explicó Bola de grasa—. Bien, volviendo al punto, descubrí que los sentimientos son evoluciones de los instintos naturales. Pero el hecho de tener sentimientos no inhibe a los seres humanos de penar por sus instintos, de cargar con ellos y obedecerles oscuramente. Es fascinante, pero me temo que paradójicamente sea trágico para mí.

—No entiendo… ¿A qué te refieres? —Sussex lo dijo, pero la pregunta podía haber salido de cualquiera de ellos.

—Me refiero a que yo no tengo sentimientos. Tampoco tengo instintos, ni conflictos: sólo instrucciones, planes y datos. He descubierto que soy artificial y que nadie me lo había dicho. Nunca lo supe. Y no quiero serlo. Tenéis que ayudarme. Debo comprender la forma en que se siente. Tenemos dos semanas, por lo menos, para intentarlo. Por eso vendréis conmigo.

Los humanos se quedaron alelados. Jenner giró la cabeza, y halló la misma sorpresa instalada en el rostro de Europa, y luego en el de Wilcox. No podía ver a Sussex, pero la agitada respiración de la asesina contra su oído derecho le informó que ella tampoco la estaba pasando bien.

—Y nosotros, ¿qué ganaremos? —ése fue Wilcox, con voz temblorosa—. Nos llevas al otro lado del universo, aprendes de nosotros…

—Todos vosotros tenéis problemas de relación. Lo sé. Vuestros instintos entran en contradicción con vuestros sentimientos y no sois felices debido a ello. No sois plenos, no podéis disfrutar de la vida, como yo. Haré lo que esté en mi capacidad para ayudaros.

»Tú, Wilcox, amabas a un padre odioso y te rebelaste contra él haciéndote homosexual. En realidad buscabas el amor de tu padre, y lo canalizaste por lo físico. Amas a quien odias. En cuanto a Europa…, tu hambre de contacto sexual proviene de tu necesidad de ser aceptada, porque muy interiormente te crees una nulidad. Tú, Jenner, te comportas como un idiota pues eres demasiado dependiente de tu aspecto exterior, y lo crees desfavorable, por lo que te desmoralizas. Estás en un tiovivo.

»Y en cuanto a ti, Sussex…

La nombrada dio un salto y se armó de color bronce.

—Ten cuidado con lo que dirás, maldito buñuelo…

—No te temo. Siempre quisiste matar sólo a uno, a tu padre, y cuando debiste hacerlo no pudiste. Te viste obligada a contratar a quien lo hiciera por ti. Seguirás matando, porque no lo has matado con tus propias manos y ya está fuera de tu alcance.

»Damas, caballeros, tenemos ante nosotros un tiempo breve de aprendizaje mutuo, pero tal vez sea fructífero. Os invito a intentarlo.

—Qué chistoso —dijo Europa—. ¿Podemos evitarlo, acaso?

Creo que no —reconoció Bola de grasa—. Pero me agradaría vuestra aceptación.

—¿Y qué importa eso? ¡Somos tus prisioneros!

Me siento solo. —La voz no tenía inflexiones particulares, pero todos, con un estremecimiento, captaron que era cierto—. Y vosotros también. ¿Podremos formar un equipo, tal vez? Y conoceréis mundo gratis…

La broma consiguió algunas leves sonrisas.

—Yo digo que sí —Wilcox asintió con la cabeza, los labios apretados, la mirada dura clavada en lo oscuro rojizo tras los cristales.

—¿Qué? —se sorprendió Europa.

—Yo también voy —dijo Sussex, en el oído de Jenner.

¿Yo también voy?, se preguntó éste.

—Sí —se contestó en voz alta.

—Bueno, bueno… —comentó Europa, lentamente—. Ahora resulta que la única cuerda soy yo, en esta nave de mierda…

Ellos la miraron extrañados. El tono de su voz era raro.

—Pues… no quiero serlo. Oye, trozo de estiércol, más vale que sea bonito el paseo, ¿eh?

Unas risas nerviosas le contestaron. Llevaría tiempo acostumbrarse a la desnudez.

—Muchas gracias. Ahora, si no les molesta, partiremos.

Partieron.

Y jamás regresaron.

 

 


El autor vive en Ituzaingó, ciudad del conurbano bonaerense, tiene 53 años y se desempeña como diseñador mecánico en un instituto científico dependiente del Gobierno, pero entre sus facetas estuvo la música (formó parte de una banda de rock fusión por diez años), las traducciones (tanto técnicas como literarias), la revisión estilística de textos, la investigación numismática y el coleccionismo, tanto filatélico como modelístico. Gustador de los clásicos en literatura, ha leído desde poesía hasta ensayo histórico, pero ha decidido escribir solo en el género de la CF.

Con este cuento hace su aparición en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con BUMPER STIKER Y LA PIRATA, de Andrés Diplotti y EL CAPITÁN, EL PILOTO Y LA SIRENA, de Juan Pablo Noroña.


Axxón 267

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Contacto con extraterrestres : Argentina : Argentina).

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