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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 

1- Octavio reanimado

 


Ilustración: Marina Arien

Despertó.

Poco a poco fue asomándose hasta quedar sentado en su ataúd.

La luna iluminó el lomo del libro, el cuerpo a medio comer por los gusanos, la ropa hecha pedazos, los ojos muertos, el vapor. Un vapor ácido que a Manuel y a Jacinto les hizo entrecerrar los ojos y taparse las narices.

Miraban al resucitado desde los pies de la tumba. El cansancio por tanto cavar y por el esfuerzo de abrir el ataúd había desaparecido. Se miraron uno al otro: ahora sólo quedaban las expresiones de quien parece haber descubierto la pólvora.

—La puta madre… —susurró Jacinto.

—Sí —contestó Manuel, enfático—. ¡La puta madre!

Como para no sorprenderse. Eran dos adolescentes a los que nada les venía saliendo bien. Su vida social se caía a pedazos, y no había día en que no sufrieran las cargadas de los de la escuela, los del barrio, los del club.

Jacinto había sugerido que estaba bien ser góticos, pero que si no se delineaban los ojos por ahí sus compañeros aflojaban con las jodas. Manuel contestó que no podían ceder al sistema, que era mejor revivir a un cadáver y mandárselo a los hostigadores.

Y ahí estaban: el muerto ya no era un muerto. Y ellos, congelados de miedo.

Los ojos del zombi, fijos en Manuel.

Manuel se estremeció y estuvo a punto de salir corriendo, pero justo escuchó a Jacinto:

—Calmate, chabón.

—Sí, sí. —Manuel movió sus manos como queriendo sacudirse el miedo—. No pasa nada, che. No pasa nada…

—Nooo —afirmó Jacinto—. Miralo nomás. ¿Qué te va a hacer?

Manuel volvió a observar al zombi. Jacinto tenía razón. La resurrección del difunto había sido espantosa, sí, pero el muerto no era taaan terrible como habían imaginado.

Manuel había crecido mirando las películas de Romero, por lo que esperaba más un zombi hecho y derecho: desagradable, peligroso, aterrador.

Volvió a escuchar la voz de Jacinto:

—Che, todo bien, ¿no? Pero no me lo imaginaba así.

—No. —Manuel negó con la cabeza—. Yo tampoco.

—En las películas eran distintos. —La voz de Jacinto sonó triste—. Qué sé yo. Es el poder de la imaginación.

Manuel lo miró.

—¿Vos sabés que estaba pensando lo mismo?

Y claro, se dijo Manuel. Es una decepción.

Y justo se dio cuenta de que había olvidado un detalle. Pispeó por detrás del cadáver y sintió como que un baldazo de agra fría le caía encima.

—¡Ah, bueno! ¡Somos repelotudos!

—¿Qué? —dijo Jacinto, mirándolo—. ¿Qué pasa?

Manuel extendió una mano hacia la lápida detrás del zombi, y señaló.

—¡Mirá! ¡Mirá! ¡Hace tres meses que está muerto!

Jacinto hizo caso. Leyó la fecha y silbó.

—Faaa… —dijo apantallándose la nariz con las manos—. Con razón tiene tanta baranda.

—Igual —dijo Manuel—, me extraña que hayamos sido tan boludos. ¡Cómo no nos vamos a fijar la fecha! Este ya está hecho mierda.

Jacinto le hizo señas con la mano.

—Bueno, chabón, calmate.

Manuel no le dio bola. Siguió negando con la cabeza, cada vez con más fuerza.

—¡Pero si esto no le da miedo ni a los pendejos de jardín! —Señaló otra vez al muerto—. ¡Esto no es un zombi! ¡Esto es una falta de respeto!

Jacinto se le fue acercando de a poco hasta quedar muy cerca.

—Che, Manu, eh…

—¿Qué?

—Primero que nada, calmate un poco —dijo con voz bien baja—. No me mirés así, boludo, que te digo en serio. Estamos en un cementerio y es de madrugada. Si alguien nos ve, cagamos. Además, Octavio no tiene la culpa…

—Pará, pará —interrumpió Manuel—. ¿Le pusiste nombre?

Jacinto lo miró con cara de ¿pero cómo no te diste cuenta?, y extendió una mano hacia la lápida.

 

Octavio Díaz

Amado esposo y gran amigo

 

—¿Ves? —dijo—. Se llama Octavio.

A Manuel no le cayó bien el comentario.

—Dejate de joder, Jacinto. Se llamaba Octavio. Lla-ma-ba. Cuando vivía.

—Y decime una cosa… —Una sonrisa apareció en los labios de Jacinto—. ¿Ahora cómo está? ¿En «modo avión»?

Qué ganas de romper las bolas, pensó Manuel. Miró hacia arriba, fastidiado. Y señaló al muerto con los dos brazos extendidos, como esperando que sus dedos se acercaran y tocaran esa piel de cartón quebrajeado.

—¡Esto, Jacinto, no está vivo! ¡Está reanimado!

—Tenés razón, tenés razón —dijo Jacinto, irónico, y rió por lo bajo.

Manuel prefirió no seguir con la discusión. El zombi no le sacaba los ojos de encima.

—Che… —susurró.

—¿Qué? —dijo Jacinto.

—¿Por qué me mira así?

Jacinto le siguió la vista.

—Será que te tiene ganas…

Con ese pelotudo podía resucitar a un muerto, pero no hablar en serio. Lo iba a cagar a pedos, pero aparentemente el gracioso se avivó y le dijo:

—Chabón, pensá que técnicamente el que lo revivió fuiste vos. O sea que el quía va a hacer lo que le pidas. ¿El libro no decía algo así?

El libro. No lo tenía más en las manos. Miró al suelo y lo ubicó enseguida.

Lo levantó pensando que probablemente se le hubiera caído luego de recitar el conjuro: cuando vio que el muerto despertaba.

Jacinto también miró al libro.

—¿Cómo se llamaba el broli? —preguntó—. ¿Necro qué?

Necronomicón —contestó Manuel sin desclavar la vista del antiguo ejemplar.

—¿Y de dónde te lo chafaste?

—Boludo —Manuel miró a Jacinto—. No me lo chorié. Lo agarré prestado de una biblio de Capital.

—Ahhh… ¿Y el autor quién era?

—Abdul no sé qué. «El Árabe Loco», le decían.

—Bueno —dijo—. Convengamos que si El Árabe piró no fue por revivir a alguien como Octavio. ¿Estas cosas daban miedo antes?

A Manuel volvieron a darle ganas de romperle la cara al boludo este.

—¡Loco! —le dijo a Jacinto—. ¡Revivimos a un muero! ¡Queríamos eso! ¡No seas tan negativo!

—Bueno, bueno. Está bien, revivimos a un muerto. ¿Y ahora?

—Y ahora… —empezó a decir Manuel, pero no siguió.

—¿Y ahora? —lo apuró Jacinto.

—Dejame pensar.

Manuel espió al zombi: el resucitado tenía cara indiferente. Aunque no le sacaba la no-mirada de encima, estaba lejos de querer expresar algo; se limitaba a seguirlo con la vista. Era… era como un cuerpo sin voluntad, sin actitud.

Manuel recordó un documental sobre un tipo de medusa incapaz de nadar. El aguaviva iba donde la corriente la llevaba. Algo así le pasaría a Octavio.

Las palabras del libro eran claras, decían algo como que no se puede revivir a nadie así nomás. Y que todo aquel que regrese quedará atado a la voluntad de quien lo devolvió a la tierra.

—Che, Manuel —dijo Jacinto—. Todo bien, pero si no vamos a hacer nada con Octavio, yo me voy a dormir.

Qué pesado, y ahora se quiere ir a dormir.

—Bueno, bueno —dijo Manuel, fastidiado.

Se acercó tanto a Octavio, que casi termina él mismo en el fondo del pozo.

Le devolvió la mirada fija y, con voz firme, le dirigió la palabra por primera vez.

—Octavio —ordenó—. Levantate.

El zombi hizo un gesto que pareció a un asentimiento. Después apoyó las manos en el piso del ataúd y puso cara de estar haciendo un esfuerzo enorme.

Manuel estuvo a punto de ordenarle que se detuviese. Sufría al ver a Octavio haciendo tanta fuerza.

Un susurro se elevó a un costado.

—Uhhh…

Miró a la derecha y notó que a Jacinto le pasaba lo mismo. Parecía estar mirando un partido de su amado Cañuelas Fútbol Club.

Manuel volvió la vista al muerto. Con el cuerpo tambaleante, Octavio intentaba ponerse de pie. Era como si convulsionara. Encima, la contracción de los músculos provocaba el desprendimiento de pedazos de carne putrefacta.

Manuel, nuevamente, estuvo por ordenarle que se detuviera, pero ya era tarde. Octavio estaba de pie, temblando como un chihuahua, pero estable.

—¡Vamos, Octavio viejo, nomás! —dijo Jacinto y aplaudió.

Manuel no podía evitar sonreír.

Parado, Octavio asustaba. ¡El cagazo que se pegarían los boludos del barrio!

Ahora Octavio lo miraba como pidiendo órdenes.

—Muy bien, Octavio —le dijo Manuel—. Ahora salí de ahí.

El zombi asintió nuevamente y se dispuso a ejecutar la orden. Apoyó el peso de su cuerpo en la pierna derecha para pasar por encima del borde del pozo y…

…no pudo.

De golpe los músculos de su pierna cedieron y, ante la mirada atónita de sus resucitadores, Octavio se vino abajo. En segundos quedó reducido a una masa amorfa de carne putrefacta y huesos partidos.

Manuel y Jacinto se quedaron mirándolo.

Era una reverenda cagada. ¿Y ahora?

 

La luz del sol comenzaba a alumbrar, cuando los dos amigos recorrían el camino hacia la salida del cementerio.

El cansancio por cavar la tumba, resucitar al tipo y volver a enterrarlo apenas los dejaba avanzar.

Jacinto, agitado, alzó la voz. —La puta madre.

—Sí —acordó Manuel—. ¡La puta madre!

 

 

2- La puerta.

 

 

Otra vez el ruido. La habitación, a oscuras. Pero Manuel no tenía ningún problema para clavar la vista en la puerta. Hacía varios días que no salía de ahí adentro; ya se había acostumbrado a la oscuridad. Las persianas bajas y la luz apagada lo aislaban de los pormenores del mundo. A veces, desde la cama, veía el destello del acero. De ese acero limpio, que aún no olía a pólvora. Todavía no podía creerlo: su padre no había notado la falta.

¿Sería de día o de noche? ¿Importaba, acaso? Afuera, la vida se hacía insoportable. Cuando salía, todo el tiempo miraba para los cuatro costados esperando lo inevitable.

No dormía desde hacía una semana. Prefería no hacerlo: en los sueños, la amenaza tenía vía libre de aparecer a su antojo. En la vigilia, no. Pero andaba por ahí, atrás de la puerta.

La mente de Manuel se expandía y sus sentidos incrementaban el potencial. Pero ahora, los oídos captaron sonidos mínimos: el batir de las alas de una mariposa, el lejano ladrido de un perro, el motor de un coche que se alejaba a un par de cuadras.

Sintió cómo el cuerpo transpiraba a pesar de la baja temperatura. La nariz captó el olor del encierro, de la mugre que lo rodeaba. Mugre que cargaba el aire, entraba en sus pulmones, llevándole el aroma de aquello que no dejaba de aparecérsele en todo momento: la fetidez de eso.

Su cerebro fue hacia atrás, a los días previos. Volvió a ese momento, cuando tomó la decisión y abrió la brecha que ahora lo condenaba. La brecha que lo mantenía en un camino entre mundos. Un camino que desembocaba directamente en él mismo, y lo transformaba en el blanco perfecto para eso.

Recordó el cansancio, el juego con lo desconocido, y cómo el juego se convirtió en algo real que Manuel podía ver y tocar. Y oler.

El olor había sido lo primero en volver. Lo perseguía. Pronto su casa, la escuela, los compañeros, los boludos del barrio, sus padres, el mundo entero parecía estar pudriéndose.

Ojalá hubiera terminado ahí. Pero no. La amenaza se volvió tangible. Manuel se despertaba a la madrugada acechado por las pesadillas, y vislumbraba una figura a los pies de la cama, que lo observaba en silencio y se difuminaba en menos de un segundo.

Y ahora al olor se sumaban los ruidos. Primero eran mínimos, insignificantes; hoy, concretos, fuertes. Casi podía ver los pies que se arrastraban del otro lado de la puerta, las manos que tanteaban las paredes, la boca que dejaba escapar quejidos guturales.

La pesadilla ya no se limitaba a sus sueños. Ahora se desplazaba libremente en el mundo de lo real. Estaba ahí, tras la puerta, volviéndolo loco. Estaba ahí, lista para entrar y arrastrarlo.

 

Cuando el picaporte giró, Manuel lo contempló sonriendo. No iba a dejar que eso ganara. No pensaba entregarse a esas manos putrefactas, carcomidas por los gusanos, a esa masa viscosa y degradada. Cualquier cosa era preferible a dejarse arrastrar por aquello. Agarró el .38 y se lo metió en la boca.

 

 

3- Idas y vueltas de la vida (y de la muerte).

 

 

Y despertó.

Poco a poco fue asomándose hasta quedar sentado.

No era como se lo había imaginado: apenas podía ver unos metros adelante. Una densa niebla lo envolvía todo. Pero, alrededor, él alcanzaba a distinguir caminantes. Eran cientos y se desplazaban azarosamente. Había de todo tipo y edades, y a ninguno parecía importarle su situación.

¿Y a mí quién me reanimó?, se dijo.

¿Sería Jacinto?

Lo buscó con la mirada. Nada de Jacinto.

 

Conforme los días fueron pasando, a él tampoco le importó la situación. Ya no había preocupaciones ni responsabilidades. «Pagar la factura» había sido como entregarse a la vagancia. Ni siquiera intentó asomarse a la tierra de los vivos. ¿Para qué? No le interesaba. Se dedicaba a ir y venir sin ningún propósito.

En eso estaba el día que se lo cruzó. De este lado parecía ser uno más, pero lo reconoció enseguida.

—¿Qué hacés, péndex? —dijo Octavio, y se acercó y le dio un abrazo.

Manuel, demasiado sorprendido como para negarse o tener miedo, se dejó abrazar y esperó a que el otro espectro lo soltara.

—¡Qué caripela! —dijo Octavio al hacerse hacia atrás y mirarlo de arriba a abajo.

No estaba errado: lógico, Manuel mismo se había sorprendido. Pero ahora hervía de la calentura.

—Decime una cosa —dijo Manuel—. ¿Por qué? Explicame. ¿Por qué hiciste lo que hiciste y ahora me venís a saludar como si fuéramos amigos de toda la vida?

Octavio pareció no entender bien las palabras:

—¿Qué?

—¿Qué? ¡¿Cómo «qué»?! —Manuel, sacado, se agarraba la cabeza tratando de razonar con un orangután—. ¡Octavio y la reputa madre que te parió!

Octavio retrocedió dos pasos más, seguramente para apartarse de una inminente paliza.

—¡Pará, pibe! —dijo—. ¿Qué te pasa, che?

—¿Que qué me pasa? ¿Que qué me pasa? —Manuel señaló a Octavio con ambas manos—. Me pasa que me cagaste la vida. ¡Eso me pasa! ¡Me pasa que vos, pelotudo, volviste para recontrajoderme la puta existencia, y yo terminé con una bala de mierda en el bocho y vine a parar acá! ¡Y esto es una cagada! ¡Estoy al pedo todo el día y no tengo un carajo qué hacer! ¿Cómo querés que me lo tome, eh? ¿Cómo? ¡Decime!

Mientras Octavio recibía los gritos y las puteadas, su cara se fue transformando hasta evidenciar una calentura igual o peor que la de Manuel. Cuando habló, Manuel se quedó callado.

—¡Pero qué pendejo pelotudo que sos! Y encima maleducado. ¿Adónde decís que volví? Yo no volví en ningún momento, pedazo de boludo. ¡Me cagué muriendo definitivamente cuando mi cuerpo se hizo mierda, por tu reputa culpa!

¡¿Que?! Manuel sintió como que un baldazo de agua fría le caía encima. ¡No, no, lo que decía este tipo no podía ser cierto! ¿Cómo que no volvió? A menos que…

Recordó los días previos a su… ni sabía cómo llamarlo: los olores, las sombras, los ruidos, la puerta. Esa puerta que nunca vio abrirse, porque antes de que se abriera, él se voló la cabeza.

¿Pero cómo? ¿Podía ser posible que él, en su desesperación…?

Y lo supo: había actuado como un imbécil. Tal cual las palabras de Jacinto: «Qué sé yo. Es el poder de la imaginación».

Ante la mirada atónita de Octavio, Manuel se agarró la cabeza y cayó de rodillas al piso. Y se descubrió llorando.

¡Encima, lloraba!

—¡Pero qué pedazo de boludo! —gritó—. ¡Soy un pelotudo!

Y, sí. Era una reverenda cagada.

 

 


Fernando nació en Capital Federal (Argentina) en 1992, pero toda la vida vivió en Cañuelas (zona sur de la provincia de Buenos Aires). Estudia música en el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla. Publicó cuentos en el diario «La Información», de Cañuelas. Es fanático (o enfermo) de H P Lovecraft, Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce, José María y Carlos Marcos, Claudia Cortalezzi, Albero Laiseca, Philip K Dick, Ray Bradbury, Roberto Fontanarrosa, Alejando Dolina, Jorge Luis Borges, entre otros.

Esta es su primera publicación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con EL LADO OSCURO DE LA LUNA, de Federico Schaffler y STATUS QUO, de Marcelo Dos Santos.


Axxón 269

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Fantasía : Terror : Reanimación, Muertos vivos : Argentina : Argentina).

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