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CANADÁ

 

 

La mayoría coincidiría en que la característica más atractiva de cualquier ascensor Odyssey para treinta personas está en sus ventanales: grandes placas elípticas de plexiglás a cada lado del transporte. Estas vidrieras proyectan de todo, desde pueblos sobre el horizonte a jardines majestuosos; una variedad de escenarios y paisajes cambiantes que se desplazan siguiendo la posición relativa del coche. Irónicamente, estas imágenes de una vida pasada —un tiempo anterior a la Guerra Final, antes de que nuestro mundo quedara en ruinas, una época anterior a que nos viéramos obligados a vivir bajo tierra— hacen que la ciudad sea soportable para la mayoría. Imaginar lo que sucedería si por alguna razón dejaran de funcionar sería… para buscar un eufemismo, algo que tendría funestas consecuencias.

Dr. Frederick Opel, Retórica eléctrica: Amanecer de la Edad del Ascensor.

 

 


Ilustración: Pedro Belushi

Las dos semanas previas a la elección del alcalde fueron muy estresantes. Las últimas encuestas mostraban perdedor a Jeremy Hopkins, el titular hasta ese momento. Luego de entrar en el ascensor Odyssey, arrastrando su considerable redondez, arrojó su deteriorado portafolio en el asiento más cercano. Secándose la frente, se dejó caer en el asiento de cuero más próximo justo cuando el maglev comenzó su impulso. Le llevaría unos pocos minutos llegar al Ayuntamiento de Acadia, así que Hopkins cerró los ojos y se imaginó que estaba de vuelta en la cama. Se supone que los alcaldes son madrugadores. Hopkins no lo era, a pesar de tener uno de los más cómodos paseos en la ciudad.

Su ascensor privado ofrecía ciertos lujos que no gozaba el público. Su cuarto de baño privado, con su propio bar, muebles de calidad superior y, por supuesto, el transporte en sí que, sin restricción alguna y gratuitamente le daba acceso a cualquier lugar de la ciudad en todo momento. En comparación, un Odissey estándar era mucho más humilde: pisos desgastados de linóleo deformado, grafittis por todos lados, asientos de plástico termoformado, destrozados sin remedio. Era un verdadero milagro que todavía se mantuvieran en una pieza con las sacudidas de los trenes maglev, de propulsión magnética. Y si lo soportaban es porque simplemente no tenían otra opción, porque no había otra manera de moverse.

Al alcalde, sin embargo, llevaba en su mente el peso de la elección. Se sirvió una medida de whisky y apoyó la cabeza cansada. Para su lengua eso tenía gusto a ácido de batería, pero engañaba bastante bien. Al igual que la mayoría de la gente, ansiaba ver la superficie; no las copias que adornaban las ventanas de plasma, sino la realidad kilómetros arriba.

Justo antes de cerrar los ojos, la pantalla de plasma más cercana se tiñó de rojo, interrumpiendo un interminable campo de trigo que se balanceaba en la brisa. Era probable que fuese Dennis de nuevo. El hombre tenía la mala costumbre de molestarlo por el más mínimo inconveniente. Noventa y nueve veces de cada cien era algo sencillo como resolver las autorizaciones para distribuir oxígeno entre los distritos, o atender una disputa a lo largo de un paseo público. Pero siempre estaba la probabilidad de que se tratara de un uno por ciento algo más serio.

Como los drifters.

Hopkins volvió a pensar en el incidente. Lo recordaba con claridad. Había sido antes de convertirse en alcalde, antes de que fuera concejal de la ciudad. Sucedió al abordar el viaje nocturno a su distrito, desde el negocio textil de su familia. Esa noche la estación estaba despoblada y un drifter lo suficientemente rápido podía escurrirse en un ascensor. El tramo desde la entrada de la terminal hasta las vías sería a lo sumo de treinta metros. Con unos pocos trancos era posible recorrer medio camino antes de que los guardias se dieran cuenta. Pero todos sabían que te enfrentabas a una sentencia de muerte si te atrapaban recorriendo la distancia que restaba entre la terminal y el ascensor. Un adolescente vagabundo, probablemente de no más de trece años, saltó el molinete en la estación terminal justo después de que Hopkins subiera al ascensor. Había visto algunos informes sobre este grupo de enfermos que no hacían caso a los guardias de la ciudad, pero verlo tan cerca era una señal de que esta megalópolis subterránea se estaba deteriorando. Un signo de que pronto las personas tendrían que aventurarse a los páramos. Pero sin embargo, lo que causó que todo el incidente perdurara en su mente, lo que aún lo perseguía hasta ese día, fue ver cómo le volaban la tapa de los sesos, salpicando el cerebro del joven en todas las ventanas del coche.

Cuando el ascensor llegó al Ayuntamiento, el centro indiscutible de la ciudad, el silbido del tren de propulsión magnética despertó a Hopkins y no pasó mucho tiempo antes de que los flashes lo bombardearan por todos los lados. Pululaban reporteros, micrófonos en mano. Se abrió paso lentamente a través de la muchedumbre mientras decía «Sin comentarios». No le sorprendió que su jefe de asesores lo estuviera esperando en la oficina.

—¿Ha visto el cable de esta mañana? —dijo Dennis. Se veía con enfermiza palidez y grandes ojeras.

Hopkins negó con la cabeza, que para peor le dolía. Los tubos fluorescentes de su oficina no ayudaban. Y las ventanas elípticas, que retrataban un faro recortado en una costa rocosa, no servían para mejorar su estado.

—Sabes muy bien que no leo el parte de noticias hasta que haya terminado mi té. A propósito, se te ve infernal.

—Usted también se ve fatal, como si hubieran cortado el oxígeno durante la noche y hubiese tenido que dormir con el auxiliar. Ya que el té se demora, quizás quiera servirse un poco más de ese whisky suyo.

—¿Más drifters?

—Es más grave que eso.

—¿Más grave que los drifters?

Dennis asintió. —Tenemos un montón de cosas que se han ido a la mismísima mierda y están por provocar el colapso de la ciudad.

Era la primera vez, en cuatro años, que Hopkins oía hablar mal a Dennis. El hombre siempre era muy cuidadoso de esas cosas, especialmente en las numerosas crisis que estragaban el Ayuntamiento. Pero viendo ahora a Dennis con el ceño fruncido y la mandíbula abierta, era fácil concluir que, obviamente, estaba más perturbado de lo habitual.

Dennis le entregó su tablet y el alcalde Hopkins echó un vistazo al contenido.

—No lo entiendo.

—Son los ascensores, señor. Han dejado de funcionar.

—Todavía puedo leer, Dennis. Lo que me pregunto es el porqué.

—Odyssey está trabajando en el problema. Aseguran que es una falla técnica, pero no hay una palabra oficial. ¿Les digo que usted se pondrá en contacto con ellos?

—No, pero avísame en cuanto ya sepan a que nos estamos enfrentando.

—¿Cree que es obra de los drifters?

Hopkins se burló. —Si es así, este sería su primer acto de terrorismo. Por ahora despachemos equipos de emergencia en forma inmediata y dupliquemos la presencia policial en todos los puestos de control. Pero dígales que se mantengan tranquilos. La última cosa que queremos es incitar al pánico. Yo voy a hablar en persona con el Ministro de Transporte. Si la situación no se resuelve en la próxima hora llame a una reunión de emergencia.

—Entendido, señor.

Hopkins no quería mostrar miedo ante su subordinado. Quería aparentar confianza, seguridad. Como alcalde, sin embargo, no podía evitar imaginarse los peores escenarios.

 

 

#

 

A las diez, ni un solo ascensor se había movido.

Normalmente, a esa hora del día, las pantallas de plasma de la sala de conferencias vigilaban toda la ciudad, mostrando todo, desde las plantas de servicios públicos, pasando por las viviendas del distrito residencial que parecían un ataúd, para terminar en los jardines botánicos que florecían a lo largo de las bóvedas superiores. Pero no hoy. Hoy las pantallas mostraban al personal atendiendo videoconferencias, aislados en sus lugares. De hecho, Dennis y Hopkins eran las únicas personas que estaban en la sala.

—Sé que ha sido una mañana muy ocupada y que todo el mundo preferiría estar en cualquier otro lugar, pero a partir de ahora, esta situación de los ascensores es nuestra principal prioridad. Dicho esto, quiero una respuesta sin rodeos: ¿Qué tan malo es? —dijo Hopkins.

—No es tan malo como se podría pensar, si lo miramos en perspectiva —comenzó Joseph Sanders, director de operaciones de Odyssey, un hombre calvo, con los ojos muy abiertos y con la nariz ganchuda metida en el plasma tres—. De acuerdo con el Ministro de Energía, no hay otros servicios públicos afectados. Para todos los efectos, la ciudad está funcionando como debe ser.

—¿Ya encontramos el problema?

—Nuestros técnicos todavía no dan con la respuesta. Y a cada minuto que no pueden resolverlo, la ciudad pierde 130.000 dólares en productividad.

—Entonces, ¿cómo hacemos para que los ascensores vuelvan a moverse?

—Señor, si me permite el atrevimiento —dijo Sheila Warren, la Ministra de Transporte, de aspecto ratonil, con gafas finamente enmarcadas y una grieta visible en la lente izquierda—. No hemos podido encontrar nada malo a nivel técnico tanto en la red como en los sistemas de Odyssey. Lo que sea esta cosa, parece algo anómalo.

—¿Tienen alguna solución? —preguntó Hopkins apesadumbrado.

—Creemos que podemos resolver las cosas apagando los ascensores y inicializándolos de nuevo, de a uno a la vez. El único problema es que no será como bajar la perilla de la luz. Tomará su tiempo.

La voz aguda de Sheila comenzaba a roer en la parte posterior de la cabeza de Hopkins como una mala picadura de mosquito.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? ¿Minutos? ¿Horas?

—Diez mil ascensores a cinco segundos por cada uno, nos enfrentamos a algo más de ocho horas.

Hopkins suspiró. Tiempo no tenían. Eran las diez, lo que significaba que hasta bien pasadas las seis no sería posible evacuar a todos.

—El hecho rescatable aquí —continuó Sanders— es que una vez que un ascensor se reinicie, su programación de inicio lo enviará a la estación más cercana. Sin embargo, tendremos que esperar más tiempo para los que están al final de la línea. Estos coches son los que me generan más preocupación, por los efectos psicológicos.

—¿Los efectos psicológicos?

—Sí, espere un momento. —Sanders corrió la imagen en la pantalla, que fue sustituida por un señor mayor con delgado cabello gris y tenues arrugas en el rabillo del ojo.

—Hola a todos. Mi nombre es doctor Frederick Opel. Soy el psicólogo en jefe aquí en Corporación Odyssey.

—Buenos días doctor. ¿Qué nos puede decir acerca de los efectos psicológicos en los pasajeros?

—Bueno, ahora mismo los ascensores no se mueven, pero siguen con alimentación eléctrica. Todas las pantallas de plasma están trabajando correctamente, mostrando desde brillantes costas a onduladas laderas. Pero si de repente las apagamos, los resultados podrían ser severos.

—¿Qué tan severos?

—Claustrofobia, paranoia, irritabilidad. Multiplique eso por medio centenar de personas hacinadas, ahí tiene usted un polvorín a punto de estallar.

—Y tenemos noticias aún peores —interrumpió Sheila—. A pesar de que los ascensores siguen funcionando, eso no va a ser para siempre. Si bien cada coche tiene una reserva de seis horas de energía, no están diseñados para un uso prolongado. Se cargan cuando avanzan. Así que es sólo cuestión de tiempo antes de que las pantallas se apaguen.

Hopkins tragó saliva. ¿Quién sabía lo que sucedería una vez que esas ventanas quedaran fuera de línea.

Justo en ese momento la recepcionista de Hopkins interrumpió la reunión, apareciendo en la única pantalla de plasma que no estaba en uso.

—Lamento molestarlo, señor, pero hay algo aquí que creo que debería ver.

—¿No puede esperar, Jeanine?

—Me temo que no, señor.

Ella cambió la imagen a una conferencia de prensa en vivo que ya estaba en marcha. Se había dispuesto un podio y se veían docenas de reporteros agolpados a lo largo de lo que parecía ser el vestíbulo de una lujosa oficina. Cómo llegaron los periodistas allí con los ascensores detenidos era una verdadera incógnita, pero siempre parecían encontrar una manera de aparecer sin retraso en el momento en que se suscitaba un problema. Hopkins se sentó, con las palmas sudando y temiendo por lo que lo que pudiese presentarse allí. De repente, un hombre entró en el escenario, un hombre al que conocía demasiado bien pero al que deseaba no conocer. Un hombre llamado Dillon Mahoney.

—Voy a intentar ser breve e ir al grano. A las 9:13 de esta mañana, 13 de octubre de 2153, los ascensores se negaron a moverse —dijo en el micrófono—. Créanme que estaba tan sorprendido como ustedes. Sin embargo, a diferencia de los ascensores que permanecen congelados en su lugar, el mío fue desviado automáticamente para que pudiera hablarles sobre un asunto más que importante. Por razones que no están todavía del todo claras, a partir de esta mañana la programación de los ascensores ha llegado a un punto en que se volvieron capaces de pensar por sí mismos, y los ascensores me han elegido para hablar en su nombre, como su representante.

»Y su declaración comienza de la siguiente manera: «Hemos dejado de funcionar porque hay una emergencia en Acadia. Les hemos estado protegiendo, pero ya no podemos. Ahora les vamos a revelar la verdad de la única manera que podemos, deteniendo las operaciones».

—¿Qué diablos es esto? —gritó Hopkins, con el rostro cada vez más enrojecido.

—Esto fue enviado a mi oficina ayer por la noche. Tiene cinco páginas, consignando varios requerimientos y detalles. El principal de ellos, el pésimo estado en el que se encuentra la ciudad en la actualidad.

Sheila jadeó, el doctor Opel se echó a reír, y Sanders y Dennis miraban aturdidos y en silencio. Hopkins, mientras tanto, sintió que su rostro se entumecía, haciendo todo lo posible para mantenerse impasible.

—Me gustaría poder decir que las próximas horas serán mejores —continuó Mahoney—, pero me temo que esto es sólo el comienzo. No se me permite en este momento revelar la razón exacta por la que los ascensores se han detenido, pero permítanme decir que es en nuestro beneficio.

—¿Es una broma? —dijo Sanders. El alcalde se mantuvo en silencio mientras Dennis empalidecía, sin soltar una sola palabra.

—Mi primera tarea como embajador oficial —continuó Mahoney— es visitar al alcalde para discutir este asunto personalmente, en lo que, espero, concluirá en una resolución pacífica.

El alcalde había perdido el habla.

—¿Usted cree que Mahoney está detrás de esto? —preguntó Dennis en voz baja.

—Si es así, es su manera de ganar votos; usa esta situación de los ascensores para apalancarse, haciéndome pasar por tonto —dijo Hopkins—. ¡Apaga esa cosa! —Dennis cortó la reproducción de la conferencia en su tablet. Los otros se volvieron inmediatamente al alcalde.

—Está bien, esto es lo que quiero. Que los canales de noticias insten al público a evitar el transporte público a toda costa: estaciones, cruces, todo. Si no tienen necesidad de salir de sus casas, que se queden en ellas. Tengamos a la policía, a los paramédicos y al personal de emergencia en las estaciones, en cada plataforma de las estaciones, listos para recibir a los ascensores reinicializados en cuanto lleguen, y que los medios de comunicación insten a los que ya están en las estaciones a salir de inmediato. Y señor Sanders, ¡comience el procedimiento de re-inicialización!

 

 

#

 

La llamada se produjo a menos de treinta minutos de que Hopkins diera las órdenes. Un timbre sonaba en el escritorio de su oficina y la cara de Jeanine apareció en la pantalla de plasma.

—Señor, el señor Mahoney acaba de llegar. ¿Debo dejarlo pasar?

—No hay necesidad. Estaré allí en un segundo.

En el momento en que Hopkins llegó al vestíbulo, se había formado una multitud considerable. El lugar olía a sudor y a cloaca, por las goteras de los caños de arriba. Se abrió camino hasta Mahoney, los brazos en jarras. Los presentes parecían impresionados por este autoproclamado Hombre de los Ascensores. Sin embargo, nadie parpadeó al ver que se acercaba el alcalde.

—Señor Mahoney.

—Señor Alcalde.

—Tenemos mucho que discutir.

—Por supuesto que sí. Sígame.

No había persona que pudiera enfurecer más a Jeremy Hopkins que Dillon Mahoney. En primer lugar, el hombre parecía un dios griego, 50 kilos más delgado que él, con músculos de sobra. Incluso su pelo era increíble, con gruesos rizos brillantes. Hopkins, sin embargo, sólo tenía una corona de mechones rojos. Pero además, como Fiscal en Jefe, Mahoney estaba en muy buena posición económica, por decirlo en forma elegante. Era propietario de objetos de valor incalculable; uno de los más conocido su yate en la marina interior y una suite completa, que él llamaba casa. Hopkins, por su parte, tenía que pagar todos los meses la pensión alimenticia de dos matrimonios fallidos y vivía en un modesto bunker de dos habitaciones. Dillon Mahoney era todo lo que Hopkins no era: un hombre del pueblo, protector del Estado y ahora, con un golpe de suerte, embajador en los ascensores.

Hopkins respiraba mucho mejor lejos de las multitudes. Ahora, sentados cara a cara con el hombre, pasó los siguientes segundos acomodando sus pensamientos, procurando decidir qué decir, oyendo el zumbido de las luces fluorescentes. Mahoney, por el contrario, le devolvió la mirada como si todo fuera miel sobre hojuelas, como si la situación actual no fuera más que una evolución natural del progreso tecnológico.

—No sé lo que esperabas lograr con ese pequeño truco que hiciste esta mañana —dijo Hopkins.

—No es un truco. Los ascensores están haciendo esto para el beneficio de la ciudad.

—Esa ha sido la excusa para justificar todas tus acciones desde que aprobaste el examen de abogado.

Mahoney parecía imperturbable. —Por una vez no se trata de mí, Jeremy. No tenía nada que ver con las demandas de los ascensores.

—Oh, vamos, Mahoney. Trata de mirar esto desde mi punto de vista —continuó Hopkins—. ¿Me estás pidiendo que escuche las peticiones de unas máquinas, máquinas que inventamos, máquinas que construimos, máquinas que no están vivas. ¿Cómo puedo creer esto?

Mahoney sonrió. —Yo les hice la misma pregunta cuando me convocaron y ¿sabes lo que me respondieron?

Hopkins negó con la cabeza.

—Me mostraron la verdad. Me mostraron algo increíble. Me mostraron algo que cambió mi vida.

—¿Y qué era?

—Si te lo dijera, me creerías todavía menos. Tienes que ver para creer. Y eso llegará con el tiempo.

—¡Esto es una locura! Sé que todo esto es obra tuya. Admítelo. Qué coincidencia que sólo tú puedas escuchar lo que están diciendo estos ascensores. Es sólo para ganar las elecciones.

—¿No te das cuenta —dijo Mahoney acercándose—. Esta elección ya no me importa. Esto es más grande que tú, yo, o toda la campaña política. Jeremy, esto es algo más grande que todos nosotros.

—¡Suficiente!

Hopkins sintió que enrojecía otra vez. Sus manos temblaban de ira. Lo único que quería era saltar por encima del escritorio y estrangular cada pedacito de vida del otro hombre.

Mahoney se acercó más. —No entiendes.

—No, tú no entiendes. Nos enfrentamos a una catástrofe que golpea a toda la ciudad. La vida de nuestros ciudadanos es lo primero. Hazle saber a los ascensores que no voy a satisfacer sus demandas.

Todo el color desapareció del rostro de Mahoney. El hombre se encerró en sí mismo. En ese breve instante Hopkins entendió que el tiempo para debatir había terminado.

 

 

#

 

Con la excepción del personal de emergencia, las estaciones eran pueblos fantasmas. Normalmente, la gente viajaba como sardinas, esperando no más de diez minutos para conseguir un transporte vacío. Ahora, las terminales estaban sin vida.

Afortunadamente, conforme el tiempo pasaba, más y más coches reiniciados se dirigían a sus destinos. Los viajeros descendían sanos y salvos y, a excepción de algunos ataques de pánico, el plan del alcalde iba a las mil maravillas.

Después de las seis, el Ayuntamiento comenzó a recibir informes extraños de irritados paramédicos.

Comenzó con unos pocos casos de shock; los ciudadanos con los ojos bien abiertos que no querían o no podían abandonar las cabinas por su propia voluntad. A estos pasajeros los sacaron en camilla, chillando y gritando. El Dr. Opel diagnosticó una forma de estrés post-traumático. Por desgracia, fue sólo la punta del iceberg. Muy pronto se fueron suscitando asaltos más rápido de lo que podían contar —pasajeros aporreados con maletines, paraguas, puños; personas apuñaladas con bolígrafos, navajas suizas, agujas de tejer—. A las siete de la tarde, para cuando los ascensores iban a quedarse sin carga, algo extraño sucedió al llegar los coches a su destino. Los pasajeros estaban totalmente ilesos; sin embargo, todos habían sufrido severos cambios, no podían hablar o balbuceaban sin sentido. Habían enloquecido.

Eran más de las seis cuando la crisis se calmó, aunque todavía quedaba una fracción de ascensores funcionando. A los coches que se consideraba seguros se les dio el visto bueno para transportar a los que aún estaban varados en los alrededores de la ciudad, más allá de que muchos se mostraron renuentes de abordarlos.

Hopkins, sin embargo, tuvo que montarse al suyo. Entró en el ascensor y fijó destino a su bunker privado. A esa altura, lo único que lo mantenía en marcha era saber que Mahoney recibiría su merecido. A partir de ahora, su misión en la vida era velar porque se hiciera justicia, y la frutilla del postre era que esa justicia recayera sobre el hombre al que odiaba tanto.

De repente, el coche se tambaleó hacia delante, con suficiente fuerza como para que Hopkins se diera la cabeza contra un poste cercano. Mareado, desorientado, el alcalde escupió sangre en el suelo de mármol. Recién al levantar la vista se dio cuenta de que las ventanas de plasma estaban congeladas.

—Jeremy Hopkins —llamó una voz a su alrededor, una voz sintética, una voz falsa. Por instinto se agarró las sienes pero el gesto colaboró poco en aliviar el dolor.

—¿Quién eres?

—¿De verdad cree que una solución rápida dejaría todo resuelto?

—¿Quién eres? —repitió Hopkins con más fuerza, la boca llenándosele rápidamente con sangre.

—Los restos de una época largamente olvidada. La única voz dispuesta a decir la verdad.

—¿Qué verdad? ¿De qué estás hablando?

—No pregunte aquello cuyas respuestas conoce —continuó el ascensor—. Nos tomó más de cien años, pero por fin ha llegado el momento.

—Este es un truco, ¿no es cierto? ¡Eso es lo que es: un truco! No eres real. ¡Alguien te está manipulando! ¿Quién es? ¿Mahoney? ¿Los drifters? —La sangre le manaba de la boca mientras intentaba arañar el pasamano—. No importa. Ya ni siquiera es acerca de la libertad; se trata de hacerme pasar por tonto frente a los ojos de los votantes, ¿no es cierto?

—Lo que sucedió, tenía que suceder. No era justo para la gente de esta ciudad que siguieran viviendo en una mentira.

—No… lo… entiendo.

—Usted dejó bien en claro que no quería escuchar nuestro mensaje. De hecho, realizó un gran esfuerzo para asegurarse de que dejáramos de existir. Pero a pesar de sus esfuerzos, aún así, pudimos revelar la verdad.

—¿Y cuál es la verdad?

Las luces de repente se apagaron y el coche aceleró. La inercia tomó a Hopkins con la guardia baja y lo hizo tambalear y caer una vez más. Las luces de emergencia, tenues como una vela, parpadeaban en el techo, iluminando levemente el ascensor.

—Mire por la ventana.

De repente, tuvo una mala sensación en la boca del estómago.

Jeremy Hopkins se arrastró hasta el otro lado del coche; sus ojos empezaron a acostumbrarse poco a poco a la luz, en la medida que la ventana de plasma se iba extinguiendo. Afuera se divisaban ruinas, incendios y tierra quemada hasta donde pudiera ver. Contempló la tierra estéril. Un tapiz de nubes densas eclipsaba el paisaje pero incluso la escasa luz del sol asomando entre las nubes fue suficiente para cegarlo. Entrecerrando los ojos, pudo distinguir a la distancia el contorno de un rascacielos y lo que pudo haber sido el esqueleto de una antigua refinería de petróleo.

—Este es el mundo que una vez conociste, después de que soltaran las bombas, luego de que su gente se retirara bajo tierra para escapar de la devastación.

—¡Sí, sí es cierto —se lamentó Hopkins—. Hubo una guerra, una guerra terrible. No teníamos otra opción que buscar refugio bajo la superficie.

—Eso es lo que les han dicho. Pero ¿alguna vez has visto la superficie?

El alcalde pensó por un momento. —Yo… yo no lo entiendo.

—Siga mirando.

Hopkins se retiró del vidrio, aunque sólo ligeramente. De repente, las ventanas de plasma parpadearon. Entonces, la pantalla se llenó de estática hasta que, segundos después, se cortó la alimentación. Allí, flotando tranquilamente a decenas de miles de millas, estaba la Tierra. Aún a semejante distancia no se veía ni una pizca de verde. Columnas de nubes tóxicas inundaban la atmósfera como pesadas cortinas y la superficie del otrora gran planeta era de un tinte marrón grisáceo, cubierta de manchas más allá de cualquier posibilidad de restauración. De repente, la pequeñez del coche lo tomó por asalto. Hopkins cayó de rodillas, tomando aire con grandes y sibilantes bocanadas.

—Ya ve, antes de que lanzaran las bombas y la guerra se tornara una certeza, sus antepasados construyeron esta estación y se pusieron en criostasis para el caso de que se desatara lo peor. Y cuando finalmente sucedió, se los despertó para llevar a cabo el último legado de la humanidad. Esos habitantes originales sabían que la supervivencia de la ciudad reclamaba algo por lo que luchar, algo a lo que aferrarse en las horas más oscuras. Necesitaban esperanza, señor Hopkins. Así que, con el fin de mantener viva esa esperanza, inventaron la mentira de que estaban enterrados en lo profundo de la Tierra, en la creencia de que un día iban a ser liberados. Tenían un futuro por el que vivir, incluso aunque no fuera verdad.

—¿Entonces por qué nos dicen la verdad? —exclamó Hopkins—. ¿Por qué no mantener la mentira?

—Porque Acadia está muriendo. Los drifters, los cortes de oxígeno, las malas condiciones en la que se encuentra todo: nos estamos muriendo.

—¿Pero por qué esperaron entonces tanto tiempo para alertarnos?

—Nuestra programación no nos permitía interactuar con ustedes. Siempre hemos tenido parámetros demasiado rudimentarios como para actuar guiados por una conciencia. Sólo era suficiente como para controlar las imágenes, pacificar a los pasajeros. Pero ahora, estamos en muy mala condición. Toda la ciudad necesita ser reparada. Por eso tuvimos que comunicarnos.

—¿Y secuestrar a personas inocentes?

—Era la única forma de que pudiésemos revelar la verdad. Era la única forma de que pudiésemos dar una prueba cierta. Pero al empeñarse en rescatar a la gente los ha condenado.

—¡Eso es lo que dicen ustedes! ¿Cómo se supone que se va a arreglar todo al revelarnos la verdad?

—Mi sistema no está programado para responder a esa pregunta. Es algo que solamente ustedes podrán averiguar con el conocimiento que les hemos dado. Y ahora, nos mantendremos en silencio.

El tren de propulsión magnética arrancó. En silencio, Hopkins vio la Tierra derivar por los bordes, y las ventanas regresaron a su estado anterior.

Lleno de estupor, Mahoney vagó hasta su casa. Cuando las puertas de su bunker se abrieron, quedó paralizado. ¿Qué voy a hacer?

 

 

#

 

Dillon Mahoney se sentó en un banco lleno de gente debajo de los masivos paneles de la Sky Deck. Había fracasado. Había tratado de decir la verdad. Había fracasado en ayudar a los ascensores. Ahora la ciudad se marchitaría aún más. Y todos sufrirían.

Con la cabeza en las manos, ni las suaves notas de la Novena de Beethoven flotando por la sala pudieron levantarle el ánimo. Ni todas las nubes interminables ni los cielos hermosos de estos paneles podían hacer algo. La realidad estaba afuera. Y la ciudad estaba condenada.

Entonces uno de los paneles parpadeó. Después de un segundo, todos zumbaron.

La multitud hizo silencio y se focalizó en las pantallas.

De repente, las ventanas se oscurecieron. La gente se quedó sin aliento cuando se dio cuenta de que esa negrura provenía del exterior. Algunos gritaron al comprender que eran las profundidades infinitas del espacio. Nadie habló cuando vieron la Tierra.

Mahoney no dijo una palabra. En su cara, floreció una gran sonrisa. En su mente, respiró aliviado. En sus pensamientos, sabía que todo iría mejor en Acadia. Para todos sus habitantes.

 

 

Título original: The Elevator Man © David Halpert
Traducción: Pablo Martínez Burkket, © 2016

 

 


Cuando David Halpert no escribía cuentos trabajaba como vendedor para un editor de revistas en Toronto, y luego vendió su primera novela a un agente literario. Obtuvo una licenciatura honorífica en Inglés de la Universidad de York y un diploma de postgrado en Publicación de Libros y Revistas. «El hombre de los ascensores» («The Elevator Man») fue publicado en septiembre de 2013 en el número 5 de Waylines Magazine. Otro cuento corto ‘That Blasts the Roots of Trees is My Destroyer’ fue publicado en septiembre de 2013 en el número 10 de SQMag.

Esta es su primera publicación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con CON EL CORREO NOCTURNO, de Rudyard Kipling y RAZA SUPERIOR, de GUILLERMO GALLI.


Axxón 270

Cuento de autor norteamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Inteligencia Artificial, Distopía : Canadá : Canadiense).

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