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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Ferrán Clavero

Confirmado: el secreto no se hallaba en la sangre del monstruo. Descartada esa alternativa, Albert se encontraba otra vez en cero: si la respuesta no se relacionaba con la sangre de Yuri, entonces… ¿dónde debía buscar?

Miró el reloj: el tiempo era su enemigo y se escurría, veloz. Albert se abalanzó sobre el escritorio y hurgó en el primer cajón: en el legajo hallaría alguna pista que hubiera pasado por alto. Pero en el cajón no lo encontró. Intentó con los otros dos cajones: nada. ¿Dasha habría guardado el legajo en el armario? En tres zancadas, Albert llegó hasta las puertas de metal y registró los estantes. ¿Dónde, dónde? El informe no aparecía por ningún lado.

Se dio vuelta. Inspeccionó cómo había quedado su despacho luego de arrasarlo con el tsunami de su impaciencia: papeles desparramados por todas partes, muestras volcadas, carpetas abiertas y desordenadas sobre la alfombra. Ni siquiera el potus se había salvado: la maceta dormitaba contra un rincón, destrozada.

Y la carpeta no aparecía. ¿Qué se suponía que debía hacer? No quería asumir el único camino que le quedaba. No se veía capaz de volver a soportar a Yuri, no después de lo que la sangre le había revelado.

Se quedó parado mirando el potus, concentrado en sus tonalidades verdes, en las sombras que sus hojas proyectaban contra la pared de madera. La cabeza de Albert daba vueltas. Si no se ponía en marcha en ese momento, perdería la poca resolución que tenía.

Volvió al escritorio y apartó papeles a diestra y siniestra intentando rescatar el teléfono. Le temblaba el pulso.

—¿Sí, doctor Tabott?

—Dasha… ¿usted se llevó el informe?

—¿Cuál de ellos, doctor Tabott?

Albert se concentró en no gritar como una bestia furiosa. No era culpa de su secretaria que la humanidad estuviera condenada.

—El informe de Tournville.

—El doctor Romanoff se lo llevó esta mañana.

¡Romanoff! ¡Ese viejo ladrón! Albert se mordió la mano para evitar soltar la lista de insultos irreproducibles que le había enseñado su abuelo hacía ya tanto tiempo.

—Es el director del Instituto, doctor Tabott —se justificó Dasha, su voz sumisa—. No pensé que a usted pudiera traerle problemas.

Albert soltó el mordisco y respondió:

—No se preocupe, Dasha. No me pase llamados.

—Sí, señor.

Albert cortó la comunicación y arrojó al suelo lo poco que había sobrevivido de su escritorio. Agarró el saco, el paraguas, su sombrero, y salió disparado de su oficina.

 

 

Ya no llovía pero, por pura cuestión de hábitos, Albert igual se calzó el sombrero: así disimulaba su calvicie y hasta parecía más alto. Se subió al coche sin molestarse en sacarse el abrigo, y arrancó. Ni siquiera se abrochó el cinturón de seguridad; su cabeza estaba muy lejos de las leyes de tránsito: no había encontrado la respuesta. El mundo entero dependía de eso, pero… ¿qué había hecho él? ¡Nada menos que perder el informe a manos de ese viejo decrépito de Romanoff!

—¡Soy un estúpido, un imbécil! —Albert se puso a dar golpes contra el volante. Ya no había tiempo para investigar otra alternativa. Había derrochado en un callejón sin salida el plazo que Yuri le había otorgado. Si la sangre no era la clave, entonces no le quedaba más opción que apelar a la lógica del monstruo.

Aceleró: planeaba tardar menos de cuatro horas en llegar al Instituto para enfrentar a aquel engendro.

 

Presentó su documentación en la entrada principal y en los tres siguientes puestos de control. Validó sus huellas dactilares, pasó por un escáner de retina y por un módulo de reconocimiento de voz. En total, tardó unos veinte minutos en acceder al Sector Beta Siete. Se tomó un ansiolítico, la única manera de resistir.

Frente a la puerta de Yuri, lo recibió Oleg con su invariable expresión neutra.

—¿En qué puedo ayudarlo, doctor Tabott? —preguntó sin interés el joven guardia.

—Necesito ver a Yuri.

—Negativo, doctor Tabott. Usted ya no cuenta con la autorización de seguridad.

—Oleg, voy a pasar a ver a Yuri, con o sin su colaboración.

Oleg se encogió de hombros.

—No lo creo, doctor Tabott. Tengo órdenes de no dejar pasar a nadie. Es peligroso.

—Oleg… —Albert se apretó el puente de la nariz con dos dedos—. La respuesta no está en la sangre de Yuri.

Oleg se quedó petrificado. O tal vez esa era su reacción normal, Albert ya no estaba seguro. De modo que siguió:

—Entiende lo que eso significa, ¿no es así, Oleg?

—La respuesta tiene que estar en la sangre.

—No está allí, lo confirmé yo mismo.

—Yuri tomará el control y nos destruirá —profetizó Oleg, sin cambiar su expresión.

—Sí, gracias por compartir su sabiduría conmigo. Lo que necesito es entrar en su cámara y descubrir cómo exterminarlo.

Oleg negó con la cabeza.

—No puedo dejarlo pasar, doctor Tabott.

Albert asintió. No le gustaba lo que sucedería, pero aquel estorbo no le había dejado opción. Apoyó su paraguas sobre el escritorio del imbécil y sacó del bolsillo la cigarrera, que brilló de plata bajo los tubos de luz. La abrió, presionó dos botones, y sin ninguna ceremonia le entregó a Oleg una lámina metálica. El ansiolítico trabajaba en sus nervios destrozados: las manos ni siquiera le temblaban.

—¿Sabe lo que es eso, Oleg?

Oleg lo sopesó unos segundos.

—Es un… una…

—Es una lámina —lo ayudó Albert—. Una lámina de persuasión.

Oleg palideció.

—No puede ser, fueron destruidas. Todas fueron destruidas.

—No todas —puntualizó Albert—. Me imagino que está enterado de que a partir de ahora no puede negarme nada. A menos que quiera sufrir una muerte desagradable, claro. Desagradable, dolorosa y sangrienta.

—Está mintiendo, doctor Tabott. Esto no puede ser una lámina de persuasión. No, no puede ser.

—Si quiere, Oleg, puede desobedecerme. Son sus miembros los que serán cercenados, no los míos.

Oleg no respondió. La lámina metálica aún centelleaba sobre su palma.

—Y ahora pasaré a ver a Yuri. Con su permiso.

Albert le dedicó al imbécil un saludo con el sombrero y avanzó hacia las puertas que contenían al monstruo.

 

 

—¡Albert! Qué considerado en venir a visitarme.

Albert contuvo un estremecimiento.

—Hola, Yuri.

Se quitó el saco y el sombrero y los dejó sobre una silla. No se acercó a Yuri, aunque eso no habría representado ninguna diferencia si el monstruo decidía matarlo. ¿El cristal reforzado lo protegería? Era de suponer.

Los ojos violeta de Yuri lo inspeccionaban a través del vidrio, como si el engendro a estudiar fuera Albert, no él.

?No luce muy bien que digamos, Albert. ¿Qué le sucedió?

Los modales de Yuri: siempre perfectos. Siempre irritantes. Albert sólo lo había visto en ocasiones, y nunca había durado más de cinco minutos sin querer abofetearlo.

—He analizado su sangre, Yuri —dijo, con intención.

—¿Y ha llegado a alguna conclusión certera?

Albert fue directo al grano. ¿Para qué dar vueltas?

—Efectivamente —dijo, y el ansiolítico no lo ayudó a disimular su preocupación—. Su adn no deja ni un resquicio para destruirlo.

Yuri lo miró con expresión de disculpa:

—Es lo que yo le dije, Albert: soy invulnerable. Mi piel es resistente a cualquier tipo de lesión, y mi sangre es perfecta. ¡No pueden deshacerse de mí!

Albert negó con la cabeza.

—Existe una manera, Yuri. Sólo que no la encontré todavía.

—Claro que existe. Pero ya no le queda tiempo para averiguarla, ¿no es cierto? El plazo que le di tiene fecha de vencimiento…

—Podemos convivir en paz —dijo Albert, su voz alta y sonora, tratando de sonar convincente.

—No creo que eso sea posible, Albert. —Yuri se encogió de hombros—. Puedo prometer no destruirlos, y cumpliría esa palabra hasta mi muerte. Pero no puedo afirmar el mismo comportamiento en mi descendencia.

Albert debió sostenerse de la pared. ¿Ese monstruo se reproduciría? ¿Lo habría hecho ya?

—¿Descendencia? —preguntó, firme; y se asombró de que su voz sonara así.

—No sea tan timorato, Albert —dijo Yuri entre carcajadas—. Claro que tendré descendencia. ¿Cómo, si no, garantizaría la continuidad de mi especie?

Albert dio un paso hacia adelante. Volvió a intentar razonar con el monstruo:

—Podemos enviarlo lejos, Yuri. A otro planeta, incluso. Lo mandamos donde pueda… procrear. Sin necesidad de involucrar a la humanidad.

—De destruirla, querrá decir.

Albert tragó saliva. La garganta le raspaba.

—Me gusta este planeta, Albert. ¿Por qué irme a otro?

—¡Para no exterminarnos a nosotros!

Yuri soltó otra carcajada. Sus colmillos superiores quedaron completamente expuestos. Albert deseó haber tomado otro ansiolítico: realmente lo necesitaba.

—Ustedes mismos, Albert, hablan de evolución, de la supervivencia de la raza más fuerte. Ahora la raza más fuerte soy yo.

—Dígame, Yuri. Dígame qué quiere a cambio de nuestras vidas, y se lo conseguiré.

—Es usted muy amable, Albert. Pero puedo conseguir por mí mismo cualquier cosa que desee. Este alojamiento es temporal: ya sabe que con sólo parpadear puedo salir de aquí. Y, respecto a la llamada «humanidad», es cuestión de unas horas… y todo habrá acabado. No dolerá mucho, se lo prometo. ¡No se preocupe tanto, hombre!

Albert se abalanzó sobre el cristal que los separaba y lo golpeó con los puños.

—Esto es una aberración, no puede hacerlo. ¡No puede hacerlo!

Yuri se apoyó contra el vidrio. Las palmas de sus manos estaban a la altura de las de Albert. Sus cabezas quedaron frente contra frente. Las escamas de la espalda de Yuri se erizaron.

Albert no podía quitar su vista de los ojos del monstruo: hermoso y letal en su perfección de ente superior. De ente indomable.

Yuri le sonreía, inquietante. Albert le devolvió una mueca y se apretó más contra el cristal. En el fondo de su cerebro había querido sonreír abiertamente, pero acababa de recordar que las feromonas del monstruo podían seducirlo, atraerlo, hechizarlo. Aquellos ojos violetas le contaban secretos y le prometían un perpetuo goce: una eternidad sin sufrimiento, sin preocupaciones, sin dolor.

Relampagueó en la mente de Albert una obligación, algo que debía rogarle a Yuri. Pero aquella ocurrencia duró un segundo.

El cristal que los separaba se vino abajo, silencioso, en cámara lenta. Ya nada se interponía entre ellos. Yuri acarició la mejilla de Albert y lo acercó hacia él, envolviéndolo lentamente con sus brazos. Las escamas de sus manos se soltaron y en su vida de apéndice independiente alcanzaron el cuerpo de Albert y se arrastraron hacia su espalda, y lo cubrieron de un resplandor púrpura. Se extendieron por las piernas, la cintura, los brazos, el pecho, hasta que sólo quedó a la vista la cara y parte del cuello de un Albert embelesado.

—¿Quiere ser el primero en continuar mi linaje, Albert? —preguntó Yuri, ceremonioso.

—Seré el primero —susurró Albert sin dudarlo. Por un segundo, en otro relampagueo, descubrió una contundente verdad—. No es la sangre su talón de Aquiles, Yuri. Son sus ojos.

Yuri asintió, sonriente: el plazo que él le había dado a Albert para descubrir alguna vulnerabilidad en su ser ya había acabado. La raza humana perecería. «Evolucionaría» por mejor decirlo: él, Yuri, sería el líder de una nueva estirpe.

Acercó su boca hacia Albert y cerró las mandíbulas en torno a aquel cuello descubierto. Sin encontrar resistencia, los colmillos de Yuri se hundieron en esa carne. Un torrente de sangre humana le llenó la boca, y Yuri soltó un gemido de puro placer. El corazón del humano bombeaba cada vez más rápido, su sangre corriendo por venas desgarradas.

Yuri se obligó a dejar de beber y se alejó jadeando, extasiado. Las escamas cubrieron el resto del cuerpo incapacitado de Albert: la incubación del primer descendiente demoraría apenas unos minutos. Y la extinción de la humanidad, sólo un par de horas.

Yuri pestañeó, sonriente: el mundo ya tenía un nuevo dueño.

Levantó del piso el sombrero de Albert y jugueteó con él: nunca había considerado vestir prendas humanas, pero tal vez con el sombrero podría hacer una excepción. Lo consideró mientras se volvía para ver el capullo en donde se estaba generando su primer sucesor: la cápsula ya palpitaba. El nuevo Albert adoptaría una forma diferente a la suya: no sería igual que Yuri, pero tampoco se vería completamente humano. Una nueva raza nacía. Heredaba su conocimiento y también —en esto Yuri tenía esperanzas— parte de su resistencia.

Aquel alterado doctor le había resultado agradable desde el primer momento. Tal vez por eso se arriesgó a darle la oportunidad de estudiar su sangre, de descubrir su secreto. Sólo a Albert había querido caerle bien. Sólo a Albert: la única persona que lo había tratado de igual a igual. Sí, había sido un riesgo innecesario, pero había valido la pena: ahora ya contaba con un heredero.

Yuri dejó el sombrero sobre la silla —no, no se sentía listo para vestir prendas humanas— y se dispuso a trabajar: la raza humana no se destruiría sola, esa era su tarea. Pero antes de ocuparse del género humano, del primero al último de esos especímenes, primero se encargaría personalmente de quienes se encontraran en el Instituto. Con ellos tenía una deuda. El primero de su lista era el doctor Romanoff: disfrutaría desangrando a ese viejo decrépito.

Yuri abrió la puerta de su celda y salió al pasillo. Las alarmas aún no habían sonado: una pequeña ventaja. Olfateó aquel aire reciclado, rastreando.

Había avanzado sólo un par de pasos cuando sucedió. ¡Fue todo tan rápido! Alguien saltó de abajo de un escritorio y el mundo entero se volvió rojo y agudo y doloroso y daba vueltas muy rápido.

El último pensamiento de Yuri fue hacia el joven guardia de seguridad, ese que nunca mostraba expresiones: en el instante en que Yuri lo vio irrumpir delante de él, el guardia había parecido enajenado, desquiciado.

Oleg, se acordó Yuri.

Y todo fue oscuridad.

 

Las manos de Oleg temblaban.

Yuri. El paraguas. El ojo. La sangre. ¿De dónde había sacado el valor para incrustarle el paraguas de Albert en el ojo a Yuri?

La escena se volvía borrosa.

¿Cuándo había decidido matar al monstruo? Oleg no recordaba siquiera haber agarrado el paraguas de arriba del escritorio. Sólo se acordaba de lo que había escuchado a través del sistema de seguridad de la celda de Yuri. A partir de que el doctor Tabott mencionó la vulnerabilidad del monstruo, y el monstruo huyó de la celda, todo pasó tan rápido que él ni pudo accionar la alarma.

Y ahora lo veía despatarrado en el suelo: el paraguas clavado como una pica en una de las múltiples cuencas oculares y la sangre espesa cubriendo el suelo. No podía quitarle la vista de encima a aquella escena púrpura y surreal.

Había matado al monstruo. Docenas de científicos y doctores habían fracasado. Pero él, Oleg… ¡había matado al monstruo!

Se obligó a dejar de mirar el cadáver de Yuri. Debía dar la alarma. ¡El monstruo estaba muerto!

—¿Yuri? —preguntó detrás de Oleg una inédita y fluctuante voz, entre ronca y suave y de nuevo áspera.

Oleg se dio vuelta y quedó paralizado. Quería retroceder, estirar la mano y dar la alarma; gritar y salir corriendo. Pero su cuerpo no lo obedecía.

Y sus ojos se rehusaban a dejar de mirar… al doctor Tabott.

Al nuevo doctor Tabott.

Nuevo, sí. Porque había pasado de ser un hombrecito regordete y sonrosado, calvo y de estatura media a convertirse en una figura alta, musculosa, de piel roja y con escamas parecidas a las de Yuri.

—¿En qué estaba pensando, Oleg? ¿Cómo se atrevió a destruirlo?

A Oleg le llevó un momento darse cuenta de que no eran preguntas retóricas: el nuevo doctor Tabott realmente exigía una respuesta.

—Él… él nos iba a matar a todos.

—Por supuesto que sí —respondió aquella nueva versión del doctor Tabott—. Pero eso no le da derecho a quitarle la vida. Debe sentirse agradecido de que yo estoy vivo y puedo continuar con el legado de Yuri.

—Agradecido… —repitió Oleg, que aún no podía dejar de estudiar al nuevo doctor Tabott.

Los ojos, no obstante, eran del mismo violeta que había refulgido en los de Yuri.

Los mismos ojos.

—… solucionar esto ?—decía el nuevo doctor Tabott—. Espero que lo entienda, Oleg.

Oleg no sabía de qué hablaba aquel monstruo rojo. Ni siquiera había escuchado todo lo que le estaba diciendo. Su mirada finalmente se había desprendido de aquella piel de escamas y se concentraba encima del escritorio: necesitaba un arma para matar a Albert Tabott. Algo punzante que pudiera enterrarle en el ojo. Cualquier cosa.

—¿Qué hizo con su lámina de persuasión, Oleg?

Ante la mención de aquel objeto infernal, Oleg retrocedió un paso. Y retrocedió otro, hasta chocarse contra el escritorio.

—Ya le expliqué cómo funciona —siguió el monstruo—. ¿Lo recuerda, Oleg? ¿Recuerda qué pasaría si usted no cumple alguna orden mía?

Oleg se desajustó la corbata: no podía respirar. Sudaba, se sofocaba en pálpitos de sangre. Disimuladamente, tanteó el escritorio: el abrecartas debía de estar cerca.

El abrecartas. El ojo. La alarma.

Oleg se lo repetía una y otra vez: ¿por qué no había hecho sonar la alarma antes?

—Acérquese, Oleg.

En el bolsillo, la lámina de persuasión le pesaba cien kilos. Había intentado romperla, quemarla, tirarla. Ni caso: la maldita cosa no se separaba de él.

Oleg avanzó. Oculto detrás de su espalda, el abrecartas le temblaba en la mano. El sudor le molestaba en las pestañas: se las restregó. Era ahora o nunca. Dio un salto hacia adelante, con el brazo levantado y el abrecartas de plástico negro brillando como espada celestial.

—No intente matarme —le ordenó el doctor Tabott, mientras se escurría hacia un costado.

De haberse quedado quieto en el lugar, el abrecartas se le hubiera clavado en el ojo: Oleg no le había hecho caso, no modificó la trayectoria de su estocada al escuchar la orden. Oyó un ligero clic proveniente de su bolsillo y solo atinó a clavar la vista en el monstruo de escamas de sangre. Albert Tabott le guiñó un ojo, dio media vuelta y se alejó.

La lámina de persuasión no toleraba la desobediencia: se puso en acción. Lo último que Oleg vio antes de caer fueron sus propios brazos cercenados. Después, todo se volvió rojo.

Rojo. Como el nuevo dueño del mundo.

 

 


Noelia Emmi nació en Buenos Aires hace 30 años. Su pasión por los libros le ha generado una sobredosis literaria y hace un tiempo, casi sin proponérselo, comenzó a escribir. Su primer intento creativo dio como resultado una novela: Ciudad Oscura. Y a partir de allí ya no pudo parar de escribir. Cursó el Taller de Escritura Fantástica de la Universidad del Salvador y actualmente forma parte del Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco.

Está preparando una segunda novela y escribiendo cuentos, siempre con algún toque fantástico o de ciencia ficción para realzar un poco sus colores.

Ya hemos publicado su cuento OFRENDA A LAS BESTIAS.


Este cuento se vincula temáticamente con EL MORIBUNDO Y LENCIA, de Sergio Gaut vel Hartman, EL ENCARGADO DEL ARCHIVO, de Jorge del Río, y HACIENDA, de Cristian Lintz de Bonín.


Axxón 270

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Invasión : Argentina : Argentina).

Una Respuesta a “«Rojo», Noelia Emmi”
  1. Eduardo Poggi dice:

    Conciso y atrapante, Noelia. ¡Felicitaciones!

  2.  
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