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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

ARGENTINA

 

 


Ilustración: Ezequiel Del Bianco

Jorge abrió los ojos despacio, y la imagen tardó en ponerse nítida. Estaba acostado en una cama desconocida. La habitación era blanca, totalmente lisa, y cuando miró a los costados vio otras dos camas, donde estaban su madre y su hermana, las compañeras del viaje. Habían estado viajando. Iban en auto por una ruta alternativa a la autopista. «Queremos ir paseando», insistió la madre. Y bueno, mejor ir paseando que con ella quéjandose todo el camino. Estaban dormidas todavía, pero ¿todavía respecto a qué? Se le ocurrió que tal vez habían tenido un accidente y alguien los habría rescatado. Pero no estaban heridos Y además de girar la cabeza, no se podía mover, se sentía paralizado.

El diseño moderno era uniforme en todo el dormitorio. Minimalismo al punto de tener una única lámpara negra que colgaba del centro del techo, y emanaba luz de una placa de acrílico esfumado blanco. En las paredes no se veía ningún interruptor, ni siquiera una imperfección. Las camas eran de acero pulido espejado, y las sábanas de un rojo sangre con flores hawaianas amarillas y celestes. Esto era lo único que hacía pensar que no estaban en alguna especie de laboratorio futurista.

La puerta negra y lisa se deslizó despacio con un leve sonido neumático, y una abuela perfecta entró. Tenía un pulóver de lana gris, ruleros y una cara que parecía conocida. No era su abuela, ni la de sus amigos, pero parecía una cara común. Una abuela común.

—Veo que ya se despertó, joven —dijo la señora.

Jorge recuperó la movilidad con un espasmo y se incorporó en la cama.

—¿Qué pasó?

—¡Mi nieto los salvó del río! Su auto se cayó del puente y él los pudo sacar. Como estaban inconscientes y todos mojados, nos tomamos el atrevimiento de cambiarles la ropa —explicó la señora.

—¿Por qué no nos despertaron?

—Lo intentamos, pero no reaccionaban —dijo con un suspiro y continuó—: Siga descansando un rato y cuando ellas se despierten, vengan a tomar unos mates.

Jorge se sentía perdido. Estaba perdido. Y lo habían desnudado. Esa no parecía la casa de una señora mayor. Las sábanas perdieron nitidez y tomaron el color de las paredes. Luego todo pasó de blanco a negro.

Se despertó de una cachetada. Cuando la imagen volvió, su hermana lo sacudía y lloraba.

—¿¡Qué pasó!? ¿¡Dónde estamos!?

—Nos caímos a un río y esta gente nos rescató —respondió Jorge.

—¿Qué gente? ¿Qué es este lugar?

—No sé, Eugenia, me desperté hace un rato, vino una vieja y me dijo eso. Pero no tengo idea.

Marcela se despertó segundos después y se sentó en la cama con las mismas preguntas. Jorge se acercó a la puerta sin picaporte y ésta se deslizó dentro de la pared. Del otro lado había un pasillo estilo colonial de baldosas antiguas recién instaladas y ventanales que daban a un extenso parque con arbustos y césped perfecto. Al final del tramo había un arco enorme de madera oscura. Empezaron a avanzar descalzos como estaban, y no sabían si sorprenderse más por el accidente, la pulcritud de lugar, o el cambio de estilos arquitectónicos. Al pasar la arcada estaba la abuela sentada en un gran sillón tejiendo.

—Hola señora… —murmuró Eugenia.

—¡Ya se despertaron! ¿Pudieron descansar? Las camas son medio duras, ah, y disculpen el desorden por favor.

Jorge miró alrededor. Había un estante gigante lleno de libros perfectamente ordenados, una mesita de vidrio, y dos sillones más. Debía ser la biblioteca de alguna mansión escondida en un pueblo a la vera de la ruta. Y no había ningún desorden, todo estaba en su lugar. Era una de esas frases genéricas que dice la gente para romper el hielo.

—¡Qué suerte que están bien! Mi nieto fue a preparar unos mates y algo para comer; deben tener hambre después de un día entero de sueño.

No hubo tiempo a responder. El nieto, un hombre de casi treinta años, bronceado y con el cuerpo esculpido, llegó a la biblioteca con lo que la señora prometía. Su cara simétrica y proporcionada recordaba a la de algún modelo, pero ninguno que pudiera reconocer. Jorge lo miró, luego vio la mirada perdida de su hermana y resopló.

—¿Vos nos rescataste? —preguntó Eugenia—. ¿Qué pasó?

El nieto dejó la bandeja en la mesita con movimientos sutiles y se sentó en el sillón de un cuerpo opuesto al de su abuela.

—Siéntense por favor, y que alguno cebe el mate —dijo señalando al sillón grande y luego a las cosas de la mesa—. Pasó todo en unos segundos. Yo estaba en mi camioneta recorriendo el campo cerca de la ruta y el río, cuando vi su auto desviarse antes de llegar al puente y caer directo al agua. Aceleré, me bajé y me tiré a buscarlos. El río no es profundo pero si se quedaban ahí, se ahogaban.

—Es raro que no nos hayan podido despertar —dijo Jorge—. ¿Y el auto?

—Quedó en el agua, no lo pude sacar. A estas alturas se lo debe haber llevado la corriente. Pero no se preocupen, mi padre les va a comprar otro.

—No, no, ¿por qué va a hacer una cosa así? Tenemos seguro, sólo hay que denunciarlo.

—Bueno, ése es el problema. Acá estamos en un barrio cerrado. Es un predio privado donde no entran las autoridades. El lugar empieza al borde de la ruta y el auto cayó justo para este lado.

—¿Cómo que no entran las autoridades?

—Bueno, es difícil de explicar, los dueños son gente de mucho poder y hay un arreglo para que la seguridad privada se encargue de todo lo que sucede aquí dentro. Pero vengan, vamos afuera, les voy a mostrar.

El ambiente era extraño. No sólo se veía caro sino también perfecto. Las puertas eran todas neumáticas, como la del dormitorio. Salieron al exterior en comitiva. El cielo celeste no tenía ni una nube, y parecía hacer juego con el césped cortado con precisión milimétrica. Había senderos pequeños, calles de pavimento suave y liso, y autos de alta gama estacionados en algunas entradas, sin suciedad. Las casas eran simples y agradables. Bloques de hormigón y vidrio con construcciones antiguas incrustadas.

—Esto es Barrio Turing, un pequeño pueblo privado que no está en los mapas. Me alegro de que hayan llegado, a pesar de su accidente. No tenemos muchos invitados. Hoy pueden quedarse a cenar y dormir; mañana van a tener el auto nuevo. Mientras tanto, pueden ir a pasear. Ah, y por cierto, no me presenté, soy Mariano.

—Un gusto, Jorge. Y ellas son mi hermana Eugenia y mi madre Marcela —respondió, extendiendo la mano.

Marcela no había dicho ni una palabra desde que salió del cuarto blanco. Eugenia y Jorge algunas, pero los tres estaban sorprendidos y entendían poco. Salieron a caminar, y cada cosa que veían era nueva y sorprendente. Pasaban algunos vecinos trotando y en la propiedad de enfrente había uno cortando el césped con una máquina extraña y silenciosa. Salvo la señora mayor, todos se veían jóvenes y con cuerpos en buena forma. Los corredores llevaban ropas nuevas fosforescentes con líneas negras, y sin las típicas marcas de atuendos deportivos. Parece que entre los ricos no estaba de moda hacer publicidad gratis a las grandes multinacionales del deporte.

—¿Vieron ese auto? —dijo Eugenia, señalando a un Porsche que habían visto estacionado antes.

—Sí, son autos caros —respondió Marcela.

—Ya sé, pero miren los vidrios.

Jorge seguía caminando mientras observaba el resto de las maravillas arquitectónicas e ingenieriles.

—¿Es blindado? Son normales entre los ricos.

—No, no tiene vidrios.

Eso sí mereció que Jorge se diera vuelta. El Porsche no tenía vidrios, ninguno. Ni en las ventanas, ni parabrisas. Y cuando se acercaron vieron que tampoco en los espejitos retrovisores. Pero no estaba chocado, ni en reparación, ni lo estaban modificando. Estaba ahí como si nada.

—Bueno, no son gente común. Quizás les gusta sentir el viento en la cara. —La explicación de Jorge no tenía sentido pero fue lo único que se le ocurrió. Extendió la mano para tocar el hueco que dejó el cristal del asiento del acompañante, la vista se le puso negra y se desplomó. Eugenia y Marcela se agacharon para socorrerlo y sintieron también cómo se les apagaban las luces.

 

 


Ilustración: Ezequiel Del Bianco

—El golpe debe haber sido duro —escuchó Jorge en medio de la oscuridad—. Pero ya se van a recomponer.

Jorge abrió los ojos y estaba de nuevo en la habitación blanca. Esta vez, además de Mariano y su abuela, estaba también un adolescente. No llevaba ropa estrambótica como los demás, sólo una remera blanca, bermudas de jean y zapatillas de lona negra. Las mujeres se despertaron momentos después que Jorge y se sentaron en la cama.

—Hola, yo vi cómo se desmayaron junto al Porsche —dijo el muchacho.

—Sí, lo escuché gritando que tres personas se habían desmayado, así que los fui a rescatar de nuevo —dijo Mariano con media sonrisa—. Durmieron como dos horas. ¿Están bien como para ir a tomar los mates que tenemos pendientes?

—¿No sería mejor ir a un hospital a que nos hagan estudios? —respondió Marcela.

—Estamos muy lejos —dijo el nieto—.Además no creo que sea nada importante, pero si se vuelven a desmayar los llevo sí o sí.

El concepto no sonaba muy convincente para la familia, pero realmente no se sentían mal y tenían que cumplir la promesa.

Volvieron a la biblioteca y se sentaron alrededor de la mesita. El adolescente no paraba de observarlos. Cuando los dueños de casa se fueron a la cocina, finalmente les preguntó:

—¿Cómo llegaron ustedes acá?

—No sé. Parece que nuestro auto se cayó al río, nos desmayamos y nos rescataron —dijo Eugenia.

—Bueno, son los primeros invitados que veo.

—¿Cómo los primeros? ¿Tienen todo este lugar y no invitan a nadie?

—La verdad no sé. Yo siempre viví acá.

—¿Nunca saliste?

—No.

—¿Cómo nunca? ¿Colegio, hospital, viajes?

—No, tenemos una escuela acá. Nunca me enfermé, acá nadie se enferma. Mis padres dicen que este lugar es un santuario, que acá no llegan las enfermedades. Por eso no salimos ni viajamos. Tenemos todo lo que necesitamos.

—Pero… —murmuró Jorge. Estaba confundido. Nunca había escuchado de algo así, y las demás tampoco.

—Me alegro de que hayan llegado. ¿También están pasando cosas raras estos días afuera?

—¿Raras cómo? «Afuera» hay robos, asesinatos, políticos corruptos, pero nada fuera de lo común.

—No, ya sé, pero cosas raras digo, como el Porsche sin vidrios.

—¿Para qué se los sacaron? —preguntó Eugenia.

—No sé, ése es de los Schneider. Lo tuvieron ahí siempre, nunca vi que lo usen. Y esta mañana no tenía vidrios. Les pregunté y ellos no se los sacaron. Y acá robos no hay. Se desvanecieron.

—Tal vez los mandaron a polarizar y te mintieron.

—Puede ser, pero yo vivo enfrente y no vi que lo movieran ni nada. Además pasan otras cosas raras. Estuve leyendo mucho en Internet sobre plantas y parece que no es normal que haya árboles iguales.

—¿Cómo árboles iguales?

Mariano volvió a la habitación cargando una bandeja con el termo y el mate, y su abuela venía detrás con galletitas. El adolescente se llevó el dedo índice a la boca para frenar la conversación, y Marcela frunció el ceño, sorprendida.

—Gabriel es un personaje —dijo el nieto—. Seguro les está contando sus teorías de que encuentra cosas raras.

Jorge notó algo que antes no había visto. El equipo de mate era el mismo que tenía su madre. Un termo de acero inoxidable genérico y un mate de madera oscura torneada con bombilla también de acero, sin adornos. Le dirigió la mirada a Marcela, quien también se sorprendió.

—¡Tengo el mismo en casa!

—Ah, ¡mirá! Todos nos dicen lo mismo. Debe ser uno muy común, viste que ahora es todo producción en serie. No se si los fabricarán acá o los traen directamente de China —dijo el nieto mientras cebaba y le alcanzaba el primero—. Fijate si te gusta, está amargo, dejé de comer azúcar y me acostumbré así.

—¿No sabés qué pasó con el Porsche? —preguntó Jorge—.Porque estábamos mirando eso antes de desmayarnos. Parece que se robaron los vidrios, o algo.

—Ahh, los Schneider. Son gente rara. Tienen el auto ahí desde hace un montón. Son capaces de haber vendido los cristales para pagar la cuota de Barrio Turing. Creo que es un modelo de colección, ése —dijo Mariano.

—¿Y los árboles?

Gabriel fulminó a Jorge con la mirada.

—¿Qué tienen los árboles? —preguntó Mariano.

—Gabriel nos decía algo de los árboles.

—Bueno, esta semana los estaba mirando, y vi que había dos exactamente iguales. Las mismas ramas en los mismos lugares. Incluso conté las hojas de algunas partes, y había la misma cantidad.

—Uh, vos y tus observaciones. Ya te dije, deben ser transgénicos, o algo así —dijo Mariano.

—Es que pensé eso, pero no puede ser. Traté de hablar por teléfono con la Universidad Nacional de Rosario pero las líneas que van afuera no funcionan, y nadie me responde los correos. Y digo que no puede ser porque según leí, algunas plantas son clones naturales, y aun así, crecen y van cambiando de acuerdo al viento o el sol. No puede haber dos árboles iguales, y estos lo son. Y seguí buscando, y encontré varios más. Conté veinte árboles distintos, y todos son como repetidos.

—Es que tenés que pedir autorización para que te habiliten las líneas para llamar afuera del Barrio, es por seguridad —dijo Mariano.

—¿Me los mostrás? —preguntó Jorge.

—Estamos tomando mate… —protestó Eugenia.

—Vayan ustedes dos, nosotros nos quedamos —dijo Mariano.

Gabriel se levantó del sillón y fue hacia la puerta, seguido por Jorge con paso acelerado.

—¿Nadie te da pelota cuando les decís estas cosas? —preguntó.

—No, me dicen que «las cosas son así» y siguen con lo suyo. Salen a correr, miran televisión y no hacen nada más. Siento que soy el único que piensa, que se pregunta cosas, son todos como ganado. Ni siquiera les preocupa el cielo.

—¿Qué tiene el cielo?

—Está nublado.

—Pero cuando nos desmayamos estaba totalmente descubierto.

—¿Viste? Parece que se nubló en este ratito. Y es la primera vez en dos semanas.

—Nosotros vivimos no muy lejos de acá, y la semana pasada llovió.

—Bueno, acá no.

—Es muy raro este lugar. Vas a pensar que estoy loco, pero siento que hubiéramos muerto en ese accidente, y esto es algo así como el paraíso. O sea, todo es raro. El mate era igual igual. Tenía las mismas rayaduras y todo.

—Y soy yo el de las teorías raras. Quedáte tranquilo, estamos vivos. Los árboles están por allá.

Eran pocos metros y los caminaron en silencio. Las conversaciones genéricas entre desconocidos se habían agotado. Ni siquiera podían decir «qué loco que está el tiempo» como cuando uno comenta con el vecino en el ascensor, porque en este caso realmente estaba loco.

Jorge se puso a mirar los árboles y el muchacho tenía razón, había algunos que eran exactamente iguales. Incluso la corteza. Parecía que los ricos y poderosos tenían acceso a una biotecnología que ni siquiera existía en los laboratorios más modernos.

 

 

Mariano seguía contando anécdotas de la alta sociedad en Barrio Turing que le resultaban cada vez más aburridas a Marcela y Eugenia, cuando sonó su celular. No dijo ni una palabra pero se puso serio y cortó.

—Chicas, tenemos que salir un momento.

 

 


Ilustración: Ezequiel Del Bianco

Jorge y Gabriel seguían mirando los árboles y contando hojas, cuando escucharon el rechinar de cubiertas y dos motores a toda potencia. Eran dos utilitarios negros con vidrios polarizados. Uno se desvió del camino en dirección a la casa de Mariano y el otro se dirigió a ellos. Derrapó arrancando una buena cantidad de césped. Los dos curiosos estaban paralizados. La puerta corrediza se abrió y bajaron tres tipos con capuchas negras y armas largas que los rodearon en un segundo.

—Súbanse por favor —dijo calmadamente el que debía ser de más alto rango.

—¡Pero no soy un ladrón! Me caí al río y me rescataron ¡Pregunte, fue el chico de la casa de allá! —gritó Jorge.

La seguridad privada del barrio cerrado parecía seria.

—Ya lo sé. Adentro. Los dos.

—Es un invitado, y yo vivo acá ¿Qué tengo que ver? —preguntó Gabriel.

—Adentro vos también.

Jorge vio que Marcela y Eugenia habían salido de la casa y estaban siendo secuestradas también por el otro vehículo.

—¡¿Ellas también?! ¡¿Qué mierda quieren?!

—Tranquilo, no les vamos a hacer nada.

Tuvieron que meterse en el camión. Mientras lo hacían, Jorge pudo ver por el rabillo del ojo algo que no había notado antes. Exactamente la mitad del cielo se había despejado, y la otra estaba mucho más oscura que antes, parecía a punto de llover.

—¡¿Adónde nos llevan?! —gritó Gabriel—.¡Esto no es seguridad, es un secuestro! ¡Los voy a denunciar en la administración!

—Nosotros somos los arquitectos y administradores de Barrio Turing.

—¿Adónde vamos? —insistió Jorge.

—A la oficina, señor. Estamos cerca.

No se podía ver qué había afuera, pero se empezaron a escuchar relámpagos. El vehículo siguió un poco más hasta que aminoró la velocidad y se detuvo. Las puertas se abrieron, revelando un enorme galpón blanco. Podría haber sido un hangar de aviones, pero no se veían las típicas vigas y el techo de chapa; parecía cubierto con un cielorraso. El suelo era brillante, como plastificado. Los únicos muebles eran un juego de sillones iguales a los de la casa de la abuela, pero eran cuatro de dos cuerpos dispuestos alrededor de una mesita negra.

El otro camión había estacionado atrás, y del espacio de carga salieron Marcela y Eugenia llorando. Corrieron y abrazaron a Jorge.

—¿¡Estás bien!? ¿¡Qué es todo esto!?

—No pasa nada, tranquilas, son de seguridad —dijo Jorge aparentando tranquilidad.

—Tomen asiento, por favor —dijo uno de los hombres de negro.

Los cuatro se sentaron en distintos lugares y los administradores se quitaron las capuchas e hicieron lo mismo.

—Me gustaría presentarnos. Soy el Doctor Hugo Goldberg, neurocientífico, y ellos son el Licenciado en Informática Arnaldo Ceresa, y el matemático Roberto Costello, todos investigadores de un proyecto secreto del Conicet.

—¿Y para qué usan armas los científicos? —preguntó Jorge.

—Para que entren en la camioneta —respondió con tono amenazante. Luego dejó escapar una risa y agregó—: Tranquilos, no son armas de verdad.

—¿Secuestran a los invitados y residentes de un barrio privado para un experimento?

—Bueno, es un poco más complejo. ¿Ustedes creen que están vivos, en un barrio privado?

Jorge agrandó los ojos.

—¿Qué querés decir, que morimos en el accidente y esto es el purgatorio? —preguntó.

—¡Te dije que existía, Jorge! —susurró Eugenia clavándole las uñas en el brazo.

—No, no ¿Por qué pensaron eso? Es cierto que ustedes tuvieron un accidente y estaban inconscientes, así que los «tomamos prestados» para un experimento. Trabajamos en el desarrollo de Inteligencia Artificial, creamos un barrio virtual y necesitábamos sujetos que prueben si podían darse cuenta de la situación. Barrio Turing no existe. Este mismo lugar no existe —explicó el informático.

Gabriel esbozó una sonrisa. Hasta esta mañana creía estar primero en el ránking de locura. En la última media hora había bajado varios puestos.

—Estamos dentro de un programa informático, una simulación de la realidad. Y está empezando a tener problemas, por lo que tenemos que finalizarla. Habrán notado que tuvimos algunas fallas con la textura del cielo y los cristales —siguió diciendo.

—Lo más interesante es que dentro del programa surgió una anomalía. Usted, Gabriel —dijo el neurocientífico señalando al residente—. Usted mismo mencionó que se sentía rodeado de animales aburridos que hacían siempre lo mismo. Tenía razón. Usted es una anomalía. Parece que el sistema se desarrolló más de lo previsto, y de algún modo cobró conciencia.

—Me está diciendo que no existo —dijo el joven.

—Sí existe, pero es el resultado de infinitas líneas de código. Usted de algún modo empezó a hacerse preguntas y descubrir cosas. Y anotarlas en su cuaderno. Usted tiene vida y conciencia propia. No es un mero autómata como todos sus vecinos.

—¿Cómo pretende que me crea eso? —respondió, arqueando una ceja.

—Nosotros somos los arquitectos del experimento. Los diseñadores de Barrio Turing. Usted contó veinte árboles iguales, y estuvo muy bien. Diseñamos veinticuatro árboles distintos y los multiplicamos.

—¿Y cómo sé que lo de las plantas no es algún experimento de Monsanto? —preguntó Gabriel.

—Bien pensado. Pero ninguna empresa puede hacer esto.

Las paredes y el suelo blanco desaparecieron. De repente los sillones estaban dispuestos en medio de un parque. El suelo bajo sus pies se transformó en un césped verde y abundante que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Eugenia abrazó a su madre y Jorge se incorporó. Se arrodilló para tocar el suelo. El césped tenía la misma textura, color y aroma que el real. El cielo seguía partido en dos mitades perfectas, celeste y tormentoso. Los vehículos ya no estaban.

—¿Qué clima prefieren? ¿Nubes, sol, noche, estrellas fugaces? —dijo el informático, y una mitad del cielo cambiaba a medida que lo mencionaba como si fuera una pantalla—. Realmente somos los dioses de este mundo virtual y podemos hacer casi lo que queramos. Esto es lo más genial, miren: —y aparecieron cuatro postres sobre la mesita. Enormes helados con frutas, chocolate y crema de avellanas.

—Pueden comerlos ahora sin miedo a engordar. El sabor, textura y aroma están perfectamente programados. Pero el sistema está fallando y no podemos continuar mucho más con la simulación. Lo que importa es que el experimento es un éxito. Ustedes lograron interactuar con la simulación sin apenas notarlo, especialmente con el muchacho consciente. Así que la Inteligencia Artificial está perfectamente desarrollada.

—Pero —empezó a decir Jorge—, él es parte de la simulación.

—Sí —respondió el neurocientífico.

—Y si la apagan se va a morir.

—Bueno, técnicamente él no está vivo.

—Eh… sí lo estoy, puedo pensar y sentir. No quiero dejar de hacerlo —replicó Gabriel.

—El sistema nos está costando mucho, y no podemos invertir en reparar los errores.

—¡Pero estoy vivo! ¡No pueden eliminarme por una cuestión monetaria! ¡Pueden salir, explicar la situación y pedir más dinero! ¡Ustedes me vieron! —le dijo a la familia—. ¡Salgan y ayúdenme!

Jorge se levantó del suelo y levantó al matemático del chaleco.

—Está vivo. No será de carne y hueso pero tiene vida. Yo voy a hablar de todo esto. Si no lo ayudan, voy a denunciarlos por asesinato.

—Bueno, bueno, está bien —dijo el informático intentando calmar la situación—. Esto podría interpretarse mal por alguna comisión de bioética. Podemos poner el sistema en hibernación hasta aclarar las cosas.

—¿Y yo qué voy a sentir?

El cielo se puso blanco, y el césped empezó a desaparecer de a bloques desde lejos. El mundo se estaba apagando.

—No vas a sentir nada, simplemente vas a dejar de existir. La diferencia es que el código que te dio vida quedó guardado; así que te vamos a poder «reencarnar» en otro momento.

—¿O sea que va a ser como irme a dormir para luego despertarme?

—No exactamente. Vamos a usar tu mismo código, pero tu conciencia actual es producto del libre albedrío que se generó desde que empezó la simulación —dijo el neurocientífico—. No te vas a acordar de esto.

—Entonces me voy a morir.

—Señores, tenemos que salir ahora —dijo el Licenciado Ceresa.

Lo que era blanco se puso negro.

 

 

Los tres científicos se despertaron en un laboratorio en sillones especiales con abrazaderas en las extremidades y la cabeza repleta de cables. Arnaldo Ceresa vio el tubo fluorescente cubierto con una fina capa de polvo y sonrió. «Las dulces imperfecciones que le dan el toque de realidad a las cosas», pensó. Dos asistentes les quitaron los soportes del cuerpo y un grupo de cuatro investigadores aplaudía en cámara lenta.

—Muy bien —dijo el más viejo con bigote—. La simulación funcionó mejor de lo esperado, y conseguimos registros de Inteligencia Artificial verdadera. El residente de Barrio Turing se hizo preguntas, recolectó datos y elaboró hipótesis. Era distinto y quería vivir.

—Profesor —dijo Goldberg, el neurocientífico, mientras se levantaba del sillón—. Eso no fue lo más sorprendente. El resultado más interesante fue Jorge. Eugenia y Marcela fueron bastante predecibles. Pero Jorge arriesgó su integridad al atacarnos para proteger a su amigo. Incluso pensó una idea para salvarlo. El código evolucionó y demostró tener una moral. Creamos vida.

Ceresa terminó de apagar los sistemas y dijo para sus adentros: «Y los matamos».

 

 


Ezequiel es un periodista rosarino. Fue muy vago para ser científico o ingeniero, así que se dedica a escribir sobre ciencia en proyectosandia.com, y los pocos medios que le abren una pequeña rendija a estos temas. La página en Facebook de Proyecto Sandía tiene miles de seguidores y demuestra cada día que la ciencia puede ser tan popular como el fútbol. O casi. Ahora intenta escribir ficción.

Esta es su primera publicación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con UNOS LABIOS DE FRUTILLA, de Bárbara Din, ARABESCO INMÓVIL, de Mauricio-José Schwarz y MUCHACHA EN PABELLÓN CON FONDO DE VOLCANES, de Ricardo Castrilli.


Axxón 271

Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Experimento, Realidad Virtual : Argentina : Argentino).

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