Revista Axxón » «Roadkill Joe», Milo James Fowler - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

EE.UU.

 

 


Ilustración: Saurio

¡Roadkill Joe es un capo total que no puede palmar porque es lo más raro que hay! cantaban a coro unos niños con sus respectivas máscaras antigás mientras jugaban a la rayuela entre las cenizas de una calle abandonada.

Barry los observaba desde el atalaya de una desvencijada silla giratoria de peluquería y deseaba unirse a ellos. Su madre maldijo a su espalda mientras se empeñaba torpemente con unas tijeras eléctricas.

—Ahora quédate quieto.

Barry no iba a ninguna parte. Y menos sin su máscara. Mamá la había metido en el gran bolso que estaba en el suelo. Tenía que quedarse bien quieto mientras lo rapaba a cero.

—No puedo dejar que ninguno de esos bicharracos repugnantes pongan sus huevos en ti, muchacho.

Barry asintió. Las tijeras zumbaron al pellizcarle la oreja izquierda cuando Mamá se salió de curso. —¿Quién es Roadkill Joe? —preguntó.

—¿Qué?

Señaló a los huérfanos allá afuera, los cinco que estaban jugando en medio de la calle.

—No les prestes atención. Le empujó la cabeza hacia adelante, la barbilla contra el pecho, mientras le afeitaba la parte posterior del cuello. —Solamente unos tontos sin cerebro pueden quedarse así, a la intemperie.

—He oído hablar de él —murmuró Barry embutido en su nueva chaqueta de nylon.

Las tijeras se zarandeaban, zumbando como uno los vehículos aéreos de los Horrores. Levantó la cabeza para mirar a su madre en el espejo de la pared agrietada. Ella apartó la mirada y miró a los costados, como si alguien pudiera escucharlos. Pero ambos sabían que nadie más estaba allí.

—¿Qué fue lo que oíste, muchacho?

Los huesudos hombros de Barry subían y bajaban. —Lo que la gente dice: que no puede morir. Que batallar contra los Horrores lo ha convertido en lo que es. Que no se detendrá hasta que nos dejen en paz y se vuelvan al lugar de donde vinieron…

Mamá levantó un dedo en señal de advertencia y el chiquillo se quedó paralizado. Luego hizo girar en la silla chirriante para enfrentarlo con sus grandes ojos. —No me esforcé tanto en criarte para que puedas creer en semejante mierda ¿no?

Él asintió con la cabeza, la barbilla encajada.

—Sólo porque algunos crean en Santa Claus no significa que nosotros también debamos hacerlo.

Mamá maldijo de nuevo y él luchó contra la sonrisa que se le suscitaba cada vez que la mujer usaba un lenguaje soez.

—He escuchado las historias —dijo—. Las escuché toda mi perra vida. Lo han convertido en una especie de superhéroe. Dios sabe cuánta falta nos haría. Pero querer que algo suceda no lo vuelve real. No nos tenemos sino a nosotros. Ella lo atrajo hacia sí hasta casi asfixiarlo contra su voluminoso pecho.

—Sí, señora. Su voz llegó amortiguada como las lágrimas que su madre derramaba sobre su calva.

Un vehículo aéreo zumbaba en la distancia. Con gritos bruscos, los niños que jugaban en la calle salieron corriendo en cinco direcciones diferentes. Si no se guarecían antes de que llegaran los Horrores, lo pagarían con sus vidas.

Mamá tiró a Barry de la silla y salió tan a la carrera que casi le arranca el brazo. Se metió en un armario oscuro que apestaba a productos químicos de limpieza. Barry cerró la puerta, pero en la mitad inferior había un agujero del tamaño de una bota de hombre, como si alguien, alguna vez, hubiera estado muy enojado.

Barry miró sobre su hombro y vio que Mamá se aplastaba en la esquina más lejana del alto armario metálico, allí donde la luz externa no podía alcanzarla. Barry se arrodilló en la oscuridad junto al agujero de la puerta y observó hacia la calle.

—Aléjate de allí —murmuró Mamá.

Barry asintió, sabiendo muy bien que sus intenciones eran quedarse allí donde estaba.

En cuanto el colosal vehículo aéreo empezó a descender, las cenizas en la calle se arremolinaron, barriendo el dibujo de la rayuela. Se abrió la escotilla lateral y dos de los Horrores salieron con sus manchas en la piel como mocos, verde y blanco como el moho. Cada uno tenía cuatro brazos musculosos y piernas como troncos de árbol. Trataban de mantener el equilibrio pero por momentos se tambaleaban bajo el peso de la gravedad terrícola. Sus caras de flema temblaron, crispadas, como bultos, y los ojos sin párpados se sacudieron en sus cuencas, escudriñando los alrededores.

—¿Vienen para acá? —susurró Mamá.

Sacudió la cabeza. No todavía.

Un Horror disparó su arpón y un grito como nunca Barry había escuchado atravesó la calle vacía. Ambos Horrores gorjearon con alegría mientras recogían su captura: el más pequeño de los chicuelos que jugaban a la rayuela, un niño apenas unos años menor que Barry. Si todavía existieran las escuelas, hubiera estado en el jardín de infantes. Lo traían a la rastra a través del polvo, clavado en la punta del arpón. Cuando lo tuvo cerca, un Horror lo agarró por la pierna, le arrancó la máscara de gas y le escupió un lodo negro por toda la cara. El muchacho dejó de luchar y quedó colgado inerte, sin emitir sonido.

—Que Dios Todopoderoso nos proteja —dijo Mamá, llorando con gemidos.

Barry la miró. —¿Es real?

Ella frunció el ceño. —No te atrevas a cuestionar al Buen Dios.

—Roadkill Joe.

Ella lo miró fijamente, la parte blanca de los ojos visibles en la escasa luz.

—Porque si lo fuera —Barry volvió a mirar hacia a la calle justo para ver cómo los Horrores arrojaban el cuerpo del niño dentro de su vehículo aéreo—. Dios podría enviarlo ahora mismo.

Los Horrores miraron hacia la barbería, con sus tentáculos balanceándose cual largas rastas. Como si tuvieran vista de rayos X, centraron sus ojos pulsantes en la puerta del armario de suministros.

Mamá se aplastaba contra el rincón y chillaba unas oraciones. Barry contempló el avance de los Horrores, que rompieron el ventanal del frente como si no existiera.

—¡Roadkill Joe! —gritó Barry con toda su alma.

 

#

 

Al otro lado de la ciudad, en un restaurante abandonado en lo que en los viejos tiempos había sido la esquina de Broadway y la Sexta, Joe se sentó desplomándose en un cubículo y maldijo su sentido sobrehumano del oído.

No siempre había sido tan extraordinario, ni cosa semejante. Pero después de la abducción se tornó evidente cuánto había cambiado. Los alienígenas le metieron una sonda y le excavaron y exploraron cada orificio corporal, para tirarlo luego en medio de una calle muy transitada, donde estuvo a punto de perecer tres o cuatro veces por culpa del abundante tráfico. Y desde esa fatídica noche en un mundo que ya no existe, más o menos unas seis décadas atrás, había podido escuchar cosas con una capacidad de percepción mucho más allá de cualquier criatura.

Unos minutos atrás, por ejemplo: Los gritos de un niño pequeño atravesando la ciudad como si fuera el fin del mundo. Y ahora, lo que sonaba como otro niño asustado, alterado, llamando a los gritos a «Roadkill Joe».

Se arrastró fuera del cubículo con un profundo suspiro. Hora de salvar el día. De nuevo.

El problema era que, no importa cuántos alienígenas liquidara, siempre habría muchos más… de donde sea que vinieran. Y Joe tenía la incómoda sospecha de que aún cuando toda la raza humana finalmente se extinguiera, él iba a andar todavía dando vueltas por ahí.

¿Y entonces qué?

La sola la idea de recorrer el planeta en soledad le hizo doler el estómago.

 

#

 

Los Horrores reían mientras se acercaban, atragantándose con sus propios mocos. Mamá rezó con más fuerza, los ojos cerrados con fuerza, las manos juntas. Barry se deslizó más allá de la puerta, pero no pudo evitar mirar por el agujero y ver cómo los Horrores irrumpían en la barbería.

Uno de ellos recargaba el fusil con el arpón todavía goteando sangre del pobre chico. El otro arrancaba las sillas giratorias de sus pernos y las revoleaba contra los espejos. Los Horrores fueron concienzudamente eficaces a la hora de destruir. Sólo había que mirar alrededor: la ciudad era un caos.

A Barry le gustaba tener toda la ciudad para sí como hasta ahora, bueno, él, mamá y los huérfanos y tal vez una docena de otras personas que se habían congregado en comunidad. Era divertido ir a cualquier tienda y tomar todo lo que uno quisiera de los estantes. Después de que la gente abandonara todo y se fuera a ocultar en las colinas, es cierto que quedó la amenaza de los Horrores barriendo la ciudad en búsqueda de rezagados, pero Barry nunca pensó que pudieran capturarlo; no así. Atrapado en la oscuridad.

Nunca como hoy deseó con tanta fuerza que Mamá lo hubiera llevado fuera de los límites de la ciudad con el primer éxodo.

Se estiró para acariciar los tobillos desnudos de Mamá con la esperanza de que eso fuera suficiente para acallar los berridos. Por el contrario, ella resopló con un sollozo tan fuerte que explotó como una bomba en ese reducido espacio de confinamiento.

Uno de los Horrores apenas si se tomó el trabajo de apuntar y disparó el arpón. La lanza atravesó la puerta como si fuera de papel y perforó el vientre de mamá. Ella gritó cuando el Horror le dio un sacudón a la soga, tirando su cuerpo plano contra la puerta, que se deshizo bajo su empuje. Barry corría detrás mientras el Horror la arrastraba.

Los Horrores se enfurecieron, los ojos lustrosos se crisparon al contemplar la forma en que Mamá se retorcía hacia Barry. Entonces uno vomitó un grueso volumen de lodo negro en la cara de Mamá, silenciando sus lamentos. Ella quedó inmóvil.

Barry le arrojó el pesado bolso al Horror más cercano, que se echó hacia atrás, sorprendido.

—¡Aléjate de ella!

El otro Horror arrancó el arpón del cuerpo inerte de Mamá y volvió a cargar esa cosa sangrienta en su fusil. Barry sabía que era el próximo.

Demasiado para Roadkill Joe. Realmente no era esa clase de persona. O incluso si lo fuera, no podía causarle mucha molestia rescatar a un niño y su mamá.

Vociferando amenazas alienígenas, el Horror lanzó el bolso bien lejos con un grasiento y nudoso brazo y cogió a Barry por la garganta. Las largas garras se crisparon y chasquearon una contra la otra. Barry se agachó y se escabulló entre las piernas de esa cosa, a tiempo para ver una figura oscura que se acercaba por el frente de la barbería. Con el sol en la espalda era imposible divisarle el rostro, pero el hombre llevaba una especie de recipiente cilíndrico atado a la espalda, y de él salía una gruesa manguera de longitud considerable.

Barry se quedó inmóvil, mirando fijamente.

El Horror con el arpón no perdió el tiempo. Bamboleándose para enfrentar al intruso, disparó en un abrir y cerrar de ojos y clavó el arpón al desconocido en el pecho, con un crujido húmedo y salpicaduras de sangre. El hombre se tambaleó un paso, pero no cayó.

—Abominables soretes mal cagados —gruñó una maldición contra el arpón que lo atravesaba—. ¡Coman fuego, cabrones!

La boquilla entró en erupción con un torrente de llama líquida. Los Horrores rugieron ante el repentino infierno que envolvió sus cuerpos viscosos, la supuración pegajosa de cada poro alimentaba el fuego como gasolina. El que había disparado sacudió el arma, con la intención de hacerle perder el equilibrio a su atacante, pero sólo logró partir y arrancar la vara junto con un montón de vísceras que se esparcieron por el linóleo agrietado. Sin embargo, el hombre se mantuvo de pie, aunque inclinado por la fuerza de la sacudida.

Barry se arrastró tan rápido como pudo, resbalando y deslizándose con manos y rodillas, hasta que llegó a una de las piletas que quedó a salvo de la furia destructora de los Horrores. Los dos monstruos trataron de apagar las llamas dándose golpes con sus brazos extra. Cayeron al suelo, giraron y rugieron hasta que finalmente murieron, sólo unos momentos antes de que el lanzallamas se quedara sin combustible.

Los restos carbonizados de Mamá yacían donde había caído, con el moco infame en la cara, esa inmundicia que la sofocó al extenderse por todos sus orificios faciales como sarmientos con forma de serpiente. Pero no habría huevos de esos bicharracos repugnantes esparcidos en su cerebro. Las llamas del desconocido se habían encargado de eso.

Barry no podía creer que ella se hubiera ido.

Pero eso ya no era ella. Ella estaba en otro lugar ahora, un lugar donde los Horrores no podrían tocarla. Ella estaba a salvo.

Aun así, sentía como si uno de los arpones se le hubiera clavado en el medio de sus entrañas.

El lanzallamas del desconocido golpeó el suelo con un ruido a vacío. El hombre se dio vuelta y enfiló para desandar el camino por donde había venido.

—¡Espere! —jadeó Barry con los labios húmedos por las lágrimas saladas. No podía distinguir los rasgos del hombre, no con el sol candente brillando a su espalda—. ¡Espere, señor! —Se apresuró en ponerse de pie, manoteando la máscara de gas en el bolso de Mamá mientras que a tientas buscaba ajustarse la correa.

El hombre sin máscara se detuvo justo fuera de la ventana con los cristales rotos.

—¿Eso era tu madre?

Barry patinó hasta detenerse a unos pasos detrás de él. —Sí, señor.

La silueta oscura asintió. —Lo siento.

Barry intentó tragar saliva. —Ella está en un lugar mejor, donde ya no pueden atraparla.

El hombre se tocó el agujero en el pecho por donde se podían ver los rayos del sol que lo atravesaban. —Estoy de acuerdo.

—Está herido. —Barry avanzó un paso—. Necesita…

—Estoy bien, chico. Créeme, me han lastimado peor. Y reanudó su camino.

Barry parpadeó. Nadie podía sobrevivir a eso. —Usted es ése al que llaman Roadkill Joe, ¿no es así?

El hombre se echó a reír. Dio media vuelta y se volvió hacia el muchacho. Barry vio que su piel era tan oscura como la suya, igual que el cabello (aunque ya no quedaran restos después de que Mamá lo rapara) que era gris en las sienes.

—Esa persona no existe, hijo. El hombre negó con la cabeza. —Ya no.

Barry sólo podía mirar. La herida en el pecho del hombre se estaba cicatrizando sola, dejando tan solo una mancha de sangre en la camisa desgarrada, tan desigual como la puerta del armario con el agujero de la patada.

—¡No puede morir!

El hombre se encogió de hombros. —Todavía no. Pero mi objetivo es conseguirlo uno de estos días.

Se fue arrastrando los pies hacia el medio de la calle, donde se había asentado el vehículo aéreo. Las blancas piernas del huérfano todavía colgaban fuera de la escotilla. Roadkill Joe ni siquiera le dedicó una mirada de reojo. A esta altura, el lodo del Horror ya se habría metido en el cerebro del niño. Podría haber sido un acto de piedad rematar al pequeño antes de que los huevos hicieran eclosión, pero tal vez eso no era algo esperable en Roadkill Joe.

Tal vez sólo ayudaba a los vivos y no a los muertos.

—¿Adónde va, señor?

—A almorzar —dijo el hombre sin mirar atrás. Ya parecía estar caminando erguido, más fuerte en la apostura. Estaba sanando muy rápido.

—¿Le importa si lo acompaño?

—No necesito a ningún chico entrometido.

Barry frunció el ceño. —No tengo a dónde ir.

Pero eso no era del todo cierto. Tenía un hogar, pero ya no tenía con quien compartir su vida; una mamá que le cocinara, lo mantuviera limpio y apartado del mal camino. Sin ella, había perdido su lugar en el mundo.

—Tenemos un montón de comida. —Cuando el hombre se volvió hacia él, señaló hacia la calle.

—¿Sí? ¿Mejor que Shaky’s Diner?

Barry arrugó la nariz. Mamá lo había llevado allí hacía más de un año y la comida era terriblemente mala incluso entonces: carne podrida, lácteos vencidos, pan duro. No podía imaginarse cuánto peor sería ahora.

—Yo diría que sí.

El desconocido casi sonrió. —Bien, entonces. —Hizo un gesto para que el niño lo guiara—. Considerando que no soy Roadkill, admito que los mendigos no pueden ponerse muy selectivos.

Barry todavía tenía lágrimas en los ojos y las mejillas, pero sonrió. Porque Roadkill Joe iba a almorzar en su casa. Y aunque el hombre quisiera, o no, tenía un socio a partir de hoy. Juntos, iban a matar tantos Horrores como les fuera posible. En memoria de Mamá. En memoria de ese pobre niño huérfano. En memoria de todo el maldito mundo.

—Por aquí. —Barry correteó por el centro de la calle cenicienta, mirando hacia atrás de vez en cuando sólo para asegurarse de que Roadkill Joe lo estuviera siguiendo.

Y sí que lo estaba.

 

Título original: Roadkill Joe © Milo James Fowler
Traducción: Pablo Martínez Burkett, © 2016

 

 


Milo James Fowler es maestro de día y escritor de ficciones especulativas por la noche. Cuando no está calificando hojas, está imaginando lo que el mundo podría ser en una docena de realidades alternas. En los últimos cinco años han aparecido sus cuentos en más de 100 publicaciones, incluyendo AE SciFi, Cosmos, Daily Science Fiction, Nature, Shimmer y la antología Wastelands 2. Dos de sus novelas ya están disponibles.

Esta es su primera publicación en Axxón.


Este cuento se vincula temáticamente con LOS INVASORES DEL SÁBADO, de Fernando José Cots, y LA INVASIÓN, de Raquel Froilán García.


Axxón 271

Cuento de autor norteamericano (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Supervivencia, Invasión extraterrestre, inmortalidad : EE.UU. : Estadounidense).

Deja una Respuesta