Revista Axxón » «¡ARGENTINOS, A VENCER! – 28 – El último café», Juan Simeran - página principal

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. 28 .

El último café

 

Claudia, Bernardo y Javier están sentados en un bar de La Tablada, cercano al Cementerio Israelita.

Javier está abatido. La ceremonia del entierro de los soldados fue agotadora. Además, nadie estaba seguro de que el cuerpo que enterraban fuera el de su hijo, así que todo parecía un gigantesco bluff.

Los mismos rabinos que, ayer nomás, aparecían en Telejército apoyando la guerra oficiaron la ceremonia. El descontento estaba latente e incluso se escuchó una fuerte silbatina cuando habló el Gran Rabino, algo sacrílego que éste miraba con estupor.

Esa silbatina pasaba como un viento frío por entre las miles de lápidas, entre llantos y gritos de bronca, rezos canturreados en arameo e insultos de la más pura prosapia rioplatense.

Los cientos de ataúdes envueltos en la bandera argentina descansaban en inapropiados containers. Changarines los iban bajando y colocando en carritos que iban y venían. En un sector especial del cementerio la tierra abría su vientre para recibir a sus nuevos moradores.

 

 

El encuentro con la madre de Sergio fue tirante, como siempre, y ni siquiera el dolor de la pérdida del hijo pudo mitigar esa tirantez.

A Javier le costaba hacer coincidir la imagen mental que tenía de Gabriela con lo que veía: avejentada, cansada, apagada. Gabriela apenas se sorprendió cuando, después de tantos años, reconoció a Bernardo. Ella lloraba sostenida por su nueva pareja, alguien que Javier quizá haya visto unas cuatro o cinco veces aunque ya llevaba diez años junto a su ex mujer. Dos niños que Javier viera de muy pequeños, los hermanastros de Sergio, moqueaban y se secaban las lágrimas con el dorso de las manos.

Adusto, el casi desconocido le dio el pésame. A Javier le desagradó ver la kipá de seda profusamente ornamentada con que el hombre cubría su cabeza: él había olvidado llevarla y tuvo que comprar una de cartón en la entrada.

Gabriela se aferraba a la tumba. A Javier le incomodó esa situación, pues estaba convencido en su fuero íntimo de que «vaya uno a saberlo que hay dentro de este cajón». No les permitieron ver los cadáveres, el timo era tan evidente que Javier estaba asqueado. No se animaba a explicarle a Gabriela que «lo mismo podría abrazar ese cajón que a el colectivo 60».

Sentía bronca, y también se sentía un cómplice. «Debía quemar este cementerio, tener las pelotas que tiene un tipo como Habib, subirme a una escalera». «Soy un comparsa en esta mise en scene montada para que nos aferremos a los cajones en lugar de aferrarnos a los cogotes de ellos, pero ¿de quiénes? La cadena de complicidades es tan larga que habría que aferrar los cogotes de medio país».

Llegó un momento en que se sintió un extraño en el propio entierro de su hijo y prefirió irse con Bernardo y Claudia a tomar un café por ahí. Salieron del cementerio, seguidos por la mirada reprobatoria de Gabriela y de su marido.

—Sigue siendo el mismo irresponsable de siempre… —suspira la mujer.

«No les iba a dar el gusto a estos hijos de puta de rezar un Kaddish sobre un cuerpo que ni me dejaron ver», piensa Javier con amargura, caminando abrazado a Claudia, buscando un bar.

El día está nublado, no muy frío. En una esquina se meten en un barcito que parece congelado en los años ’50. Piden café con leche y medialunas.

—Efemérides —dice Bernardo, levantando un dedo—. ¿Hace cuántos días nos reencontramos?

—No hace ni dos semanas —contesta Javier con un atisbo de sonrisa.

—Exacto. No les voy a preguntar hace cuánto que están juntos a mi pareja de tortolitos que, según como se los ve, se nota que no llevan mucho. ¿Y, Claudia, te fuiste a Costa Rica?

—Estoy en Costa Rica.

—¿Seguís siendo ciudadana costarricense?

—Y a mucha honra. Cuando aprenda el himno te lo canto, pero creo que empieza así: «Oíd costarricenses el grito sagrado».

Desayunan en silencio, Bernardo y Claudia flanquean a Javier, éste se siente rodeado de afecto. Está donde desea estar y con quienes desea estar. No es poco. «Si supiera recitar el Kaddish lo diría acá, en este café, rodeado de mis amigos».

Bernardo imagina entre el humo del cafetín la sonrisa del gato de Alicia, esa sonrisa que viera por pocos segundos y que su mente no quiere abandonar. Paladea un nombre, como si fuera un caramelo bajo su lengua: Lucía… Lucía…

Si fuera dable la potestad de detener el tiempo en un instante de sus vidas, Javier, Bernardo y Claudia elegirían que el tiempo se detenga en ese momento, en ese cafetín de la calle Provincias Unidas.

—¿Te acordás del gordo que escribía? —le pregunta Bernardo a Javier.

—¿Cuál? Ah. Sí, en la estación de micros de…

—¿Era de La Lucila?

—A ver caballeros, cuenten sus aventuras —los invita Claudia.

—Imaginate que nos recorrimos todos los bares habidos y por haber, idea que se le ocurrió a este genio… y meta hablar boludeces, porque según tu teoría esa era la mejor forma de que nos contacten…

—¿Y no fue así?

—La cuestión es que en una de las estaciones de micro… creo que en La Lucila… había un tipo en un rincón, escribiendo sobre una montaña de papeles… parecía poseído. Vestido como un croto, gordo y barbudo, pero de mirada inteligente. Ese tipo no era el enlace de nada, pero me acerqué a su mesita: vos sabés que todo lo que huele a escritura me interesa. Javier me miró fastidiado, era una pérdida de tiempo. Me senté con el tipo, eran como las once de la mañana y lo único que tenía sobre la mesa era la taza vacía de un té. Le convidé un café con leche con medialunas, el tipo… creo que se llamaba Juan… aceptó contento, pero me retaceaba información sobre lo que escribía. Al final, tras tirarle de la lengua, me confesó que estaba escribiendo una ucronía.

—¿Una qué?

—Ucronía. Es cuando un tipo inventa una historia con cosas que no pasaron, tipo ciencia-ficción, pero del pasado. ¿Y sabés cuál era el tema?

Bernardo había captado el interés de Claudia y de Javier, y hasta del mozo, que lo escuchaba con disimulo.

—Que se perdió la guerra, pero en el ’82, dos meses después de empezada. La plata, por ejemplo, se llamaba «australes». Un austral valía un dólar. La Capital la habían trasladado a Viedma.

—Suena interesante. Así que en el ’82… entonces no hubo embargo.

—No hubo embargo, el peronismo estaba en el poder. Los montoneros manejaban la cúpula del ejército y la policía, eso fue lo mejor. Muy, muy interesante. El tipo hablaba y hablaba. Me quedaron ganas de leer el libro. Me parece que me voy a hacer un viajecito allá… a Las Toninas…

—¿Por el libro? —lo chicanea Claudia sonriendo, y mirando significativamente a Javier, que no entiende.

Bernardo se pone rojo como un camarón:

—Ehh… sí… entre otras cosas. Pero también por el libro.

—Si querés te doy las llaves de la casa. Pero no entiendo por qué te querés ir allá. ¿Tanto te gustó? —le pregunta Javier.

Claudia le contesta:

—Dejalo, él tiene sus motivos para viajar… andá, Bernardo. Hacés bien, vale la pena el intento. No lo dudes. ¿Jaime está con la madre?

—¿Vos sabés que fue muy raro? La madre está sin luz ni agua así que Jaime se quedó conmigo unos días más… pero la noté rara. Nunca la vi así, como si no le importara. Debe estar preocupada, no creo que siga con el trabajo en el ministerio y ahora estar con un milico es lo peor que le puede pasar… pero me pareció como ausente… Rara, como encendida te vi bebiendo linda y fataaal… —canturrea Bernardo.

Piensa en Marita, que de a poco se va diluyendo hasta ser tapada por la sonrisa del gato de Alicia. Lucía… Lucía…

—Hoy tengo el honor de darles dos noticias que creo les van a interesar —dice Javier con tono burlón..

—¿Dos noticias? Cuánto misterio… ¿de qué se trata? —le pregunta Claudia, aplastando el cigarrillo en un cenicero de lata.

—La primera noticia no es nada del otro mundo. ¿Se acuerdan del cheque que me dieron por el Fitito? No tiene fondos.

—¿Viste? Hubiéramos prendido la salamandra con el cheque y no con mi libro. Esa sí que no te la perdono. ¡Un libro de Sholem Ash! Y bué, creo que ninguno de nosotros le teníamos demasiada fe a ese cheque.

—¿Y cuál es la segunda? —pregunta Claudia.

Javier levanta el viejo maletín que tenía apoyado en el suelo.

Lo coloca sobre la mesa.

—Hoy es mi último café con este maletín. Hoy quiero que lo tiremos entre los tres. Quiero hacer otra cosa. No quiero vender más cheques robados.

—¿Vos vendías cheques robados? —Bernardo se queda con la boca abierta. Claudia le hace señas para que se calle.

—Sí, Berni, cuando te encontré en ese bar ¿te acordás? Estaba trabajando. Estaba vendiendo cheques robados. Vendía cheques robados en los bares. De eso vivo o, más bien, vivía.

—Así lo conocí a tu amigo… muy romántico ¿no? Le compré tres cheques robados en La Giralda para conocerlo. Pero el opa ni se dio cuenta, y tuve que meterle mi tarjeta en el bolsillo.

—¿Eso hiciste? ¿Le metiste tu tarjeta en el bolsillo? Dios, a mí nunca me va a pasar algo parecido.

—Es verdad, a vos te van a pasar cosas mejores —le contesta Claudia y Bernardo se sonroja por segunda vez.

—¿Y vos Berni? ¿Qué vas a hacer con la plata del local? —pregunta Javier mientras mastica la última medialuna.

A Bernardo se le ilumina la mirada.

—¿Sabés qué estuve pensando estos dos días? Siempre quise tener una librería. ¿Y por qué no? Creo que con lo que tengo puedo arrancar con algo chiquito. Cuestión de ir averiguando, haciendo los primeros contactos. Si vendí telas, ¿por qué no podría vender libros? ¿Cuál es la diferencia?

—Que con una tela me hago un vestido. ¿Y para eso viajás a la costa? ¿para hacer un negocio, para poner una librería? —pregunta Claudia con malicia.

Bernardo se entusiasma:

—¿Sabés que no es mala idea? ¿Cuántas librerías habrá en la costa? ¿Y si me pongo una librería en la costa?

—Si te ponés una librería en la costa tenemos una excelente excusa para viajar: ir a visitarte. Espero te acuerdes de los amigos cuando seas un potentado —le contesta Claudia, tentada.

—¿Y vos, Javier? ¿Qué es lo que vas a hacer, a qué te vas a dedicar?

—La verdad que estoy demasiado mal por lo de Sergio, quiero tomarme mi tiempo… algo va a surgir. ¿Sabés a quién me gustaría ver? A Habib, aunque no lo creas. Al farmacéutico. Verlo o llamarlo por teléfono. No sé porqué, pero estoy seguro de que él debe tener algún pariente que necesite un buen vendedor. Pero no tengo el teléfono. Cuando vayas a la costa pasame urgente su número. Necesito que Habib me diga qué hacer.

—¿Y la arquitectura, Javier? —pregunta Bernardo.

—¿Cuál arquitectura? —se extraña Claudia.

—El señor es arquitecto —Bernardo señala a Javier.

—Me están cargando. ¿Vos sos arquitecto?

—No seré Le Corbusier, pero con una Rotring en la mano me defiendo bastante bien.

—¡Mi hermano es constructor! —grita, eufórica, Claudia.

Javier se toma un tiempo para responder.

—Gracias, Claudia, pero creo que ya es demasiado tarde para la arquitectura. Como vendedor voy a estar bien. Ya me acostumbré a la calle y a la venta. No me imagino sobre un tablero, viendo todos los días lo mismo por la ventana, me volvería loco. Pero… ¿vos sos la hermana del de Quiroga Peña Construcciones, el que tiene las oficinas en Sober… Corrientes y Dorrego? ¿Cómo era… Aldo?

—¿Lo conocés?

—Flor de turro tu hermano… perdoname. Sí, lo conozco. Me compraba cheques en el bar que está en la esquina de Dorrego… y no para meterme su tarjeta en el bolsillo precisamente. Si sabía que eras la hermana le hubiera hecho algún descuento ¿no?

—Menos mal que dejás de vender, mi hermano te hubiera pedido que se los des gratis. Y tenés razón, es un turro. ¿Tiramos esa valija de una vez? Y hay otra noticia: dejo las quiebras. Tengo ganas de hacer derecho de familia. Hay una amiga con la que voy a empezar, una tal Ernestina. ¿Qué les parece? No me creo con fuerzas de soportar una sola quiebra más, y como de algo hay que vivir…

 

 

Sobre la alcantarilla de una esquina perdida del barrio de La Tablada, una valija vieja de cuero se comienza a empapar por el agua que corre. Su contenido se hace una papilla, flamantes chequeras rojas del Banco de la dignidad Hispano-Americana, chequeras celestes de Finan-Patria, amarillas del Macro-Victoria.

El primer roedor que se introduce dentro de la valija se da una panzada de cheques sin fondos.

 

 


 

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Axxón 275

Novela de autor latinoamericano (Novela : Fantástico : Ciencia Ficción : Ucronía, Distopía : Argentina : Argentino).

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