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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 

Ocho veces diez, estas ficciones breves se hicieron rogar unos cuantos meses. Pero aquí están. Algunas directas y otras metafóricas; algunas con lazos a otras ficciones y otras con la característica de retorcer la realidad hasta transformarla en otra cosa.

A veces cuesta creer que con tan pocas palabras se pueda narrar algo que tenga cuerpo por sí mismo, y sin embargo, aquí están estas once ficciones breves escritas por autores de Latinoamérica y España.

Espero que sean de su agrado.

Dany Vázquez

 

 

 

LA FABRICACIÓN DE NAVAJAS EN TIERRAS DE LOS GIGANTES – Daniel Frini
Argentina ARGENTINA

 

Entre los gigantes, se considera a las navajas fabricadas por la gente de la Marca de Oriente como la suprema expresión del arte de la forja de aceros. Una navaja oriental tiene la tenacidad óptima para resistir impactos sin sufrir fracturas, la elasticidad necesaria para tolerar deformaciones sin quebrarse y la dureza suficiente para romper el pecho del carnero como si fuese pergamino o la cota del enemigo como si fuese seda.

Estas navajas se conservan como valiosa heredad entre las casas nobles, cada una con su nombre propio e historia, transmitida de padres a hijos. Algunas, incluso, han adquirido un hálito legendario y son veneradas como sagradas.

La antiquísima técnica de fabricación, conservada en secreto bajo sentencia de muerte inmediata, es orgullo de los expertos acereros, que son tenidos en la más alta consideración.

El Maestro reúne en el crisol al azafrán de Marte y al mejor carbón de madera de roble del norte; y deja a los aprendices la tarea de atizar, durante días, el fuego que calienta la mezcla. En los momentos justos, el maestro incorpora la tierra de alumbre, el corindón y el ácido boracino que quitan impurezas e igualan la preparación. Agrega, también, las cantidades exactas de plomo rojo y piedra de duendes que le darán al acero la característica dureza; el régulo de nickel, que le confiere tenacidad; el ácido de molybdos, la piedra de rutilo y la alabandina que le otorgan resistencia; el olivino, que le brinda elasticidad; y el erythronium y el cardenillo, que lo hacen resistente a los aires malos y al agua. Cumplidos los tiempos, se hacen los lingotes que más tarde van a la forja.

En la fragua, los aprendices disponen el metal bien arropado en Piedra Negra y accionan los fuelles que soplan el aire vital hasta lograr que el tocho tome el color rojo cereza que indica la temperatura justa para el trabajo en el yunque. El martillo estira y obra la forma buscada; y en sucesivas caldas, se trabaja el acero plegándolo sobre sí mismo innumerables veces. Los golpes endurecen aún más el metal y los pliegues logran capas muy finas que, luego, permitirán un filo insuperable.

Después, las muelas pulen el aspecto basto de la forja y la lima logra los detalles de la hoja.

Más tarde, llega el momento clave: el temple; del que sólo se encarga el Maestro, como sacerdote de en un ritual religioso. A muy temprana hora lleva el acero por última vez a la fragua hasta que adquiere un color azul violáceo, toma la espiga de la hoja con sus guantes de diez capas de cuero, y lo introduce, muy lentamente, por el hombro derecho del humano seleccionado, hasta que la punta de la hoja asoma en la zona del ano. El humano está atado en cruz a un armazón de madera y durante la noche anterior le han obligado a beber agua del infierno para mantenerlo lúcido, quitarle el alivio del desmayo y hacer que no se ahorre ninguna etapa del tormento. El acero esquiva los órganos vitales; y la temperatura de la hoja cauteriza, a medias, las heridas internas. Al final de la mañana habrá perdido la voz de puros gritos, llamando a una muerte que aún tardará uno o dos días en llegar.

Cuando el humano expira, el acero se enfría y el olor a carne quemada abandona la herrería, el Maestro quita la hoja a la que la sangre le habrá dado su característico color acero morado.

Después, los aprendices montan la cruz, el puño de madera de palisandro y remachan el pomo en la espiga, lustran la pieza con aceites y ceras. Finalmente, el Maestro estampa su sello al pie de la cruz. Esta marca incluye, al menos, dos símbolos: el ideograma de la Acería, que es la firma del artista y define a cada pieza como única, y las dos líneas paralelas y oblicuas que indican que esa navaja ya ha probado carne humana.

 

 

 

 

LA MOVIDA – Álvaro Morales
Uruguay URUGUAY

 

Desde su perspectiva de blanco peón, veía su hermoso cuerpo todo encima de él. Ella se le acercó y le sonrió. Él admiró embelesado a la oscura majestad. En la tabla, los dos ejércitos observaron esperanzados por lo que podía ser la siempre ansiada paz, la comunión deseada entre los dos bandos. Él la abrazó por la cintura y apoyó la cara en su vientre, ella puso sus finos brazos de ébano sobre su cuello de marfil y le acarició la frente. Se abrazaron intensamente en el punto álgido de la vanguardia de los ejércitos, un instante como un suspiro en el filo de la batalla y luego se separaron. Él giró sobre sí mismo y miró sonrojado a la tropa detrás. Sonrió orgulloso a un compañero que le devolvió el gesto. Claro, luego abandonó presuroso el tablero.

 

 

Ilustración de Tut

 

 

EL JARDÍN DE LAS ESTRELLAS (Recordando Silencio, de Edgar A. Poe) – Baldomero Dugo Navarro
España ESPAÑA

 

Acabamos de aterrizar sobre el lecho de un mar antiguo, una ciénaga oscura que cobija nuestros sueños y nuestros más arraigados temores. Apagamos el motor hiperatómico del cohete y, cuando la bruma de polvo y humo se disipa lo suficiente alrededor de nuestro visor, contemplamos una legión de extrañas plantas que se extienden a lo largo de la costa del mar marciano.

Pedro, uno de los navegantes, se ajusta las gafas con el dedo índice de la mano derecha y de sus labios brotan en un susurro estas palabras:

 

«Por muchas millas a ambos lados del lecho lamoso del río
hay un pálido desierto de nenúfares gigantes.
Suspiran unos sobre otros en aquella soledad,
y estiran hacia el cielo sus largos y lívidos cuellos,
y mueven a un lado y al otro sus cabezas eternas.»

 

Creíamos que en el planeta rojo no había vida, pero el descubrimiento que habíamos hecho nos obligaba a olvidar de momento el motivo de nuestra misión y afanarnos al estudio de aquellas formas de vida alienígenas. Así pues, nuestros científicos, convertidos en improvisados exobiólogos, intentaron averiguar la función de unos orificios que las plantas tenían diseminados a lo largo de sus blancas y bellas flores.

—Todo parece indicar que esos diminutos orificios son bocas con las que esas plantas capturan los microorganismos que flotan en la atmósfera marciana —concluyó el oficial científico.

A pesar de lo plausible de esta conclusión, los movimientos oscilatorios con los que nos obsequiaban aquellas criaturas se asemejaban a una danza, cuya naturaleza escapaba por completo a nuestra comprensión. En aquel lugar no soplaba nada de viento, ni la más liviana de las brisas. En fin, que nos resultó imposible dar con el origen de tal fenómeno.

Sin que yo pudiese impedírselo, uno tras otro, mis seis compañeros abandonan la nave para contemplar de cerca esa fila de plantas que se extiende hasta el horizonte, bañadas por la fría luz de las estrellas. A medida que alcanzan su posición, uno tras otro, mis compañeros se detienen en seco, permaneciendo con los brazos rígidos y extendidos hacia el firmamento, sus cabezas inclinadas hacia la bóveda celeste. Parecen implorar algo a los inmóviles astros. No les puedo oír.

A duras penas consigo mantenerme a flote en este mar de confusión y horror que inunda mi mente. Pero la curiosidad es más poderosa que el miedo. Incremento al máximo la resolución del visor y clavo la diana en los ojos negros de María Flor. Compruebo fascinado que sus pupilas se dilatan y contraen rítmicamente con frenesí, como si intentasen captar con avidez la remota luz procedente de las estrellas. Y ese extraño movimiento de vaivén con el que se desplazan sus cuerpos sobre el lecho del mar marciano…

 

De pronto, observo cómo brotan lágrimas de los ojos de María Flor, asimiladas a dos gotas de rocío gemelas que humedecen sus pies, a la par que un profundo y prolongado suspiro se escapa de todas las gargantas. Y entonces taladran mi cerebro estas palabras largo tiempo olvidadas, pero que ahora recobran un significado especial.

 

«Pero no hay un viento en todo el cielo.
Y los elevados árboles primaverales eternamente se mecen de aquí para allá
con un estridente y poderoso ruido.
Y de sus altas cimas, uno por uno,
gotea un eterno rocío.»

 

Sí, ahora sé que los árboles primaverales son mis seis compañeros, quienes mecen sus cuerpos al compás de las estrellas, al compás de esa celestial melodía que sólo pueden escuchar y sentir los elegidos, quienes podrán gozar por siempre en el ignoto jardín de las estrellas. Y yo también anhelo estar allí…

 

 

 

 

LA PRIMERA NOCHE DE CADA MES – Álvaro Morales
Uruguay URUGUAY

 

2 de Junio, el sol se alza y ella se marcha, como todo segundo día de cada mes. Se sumerge en las penumbras de la habitación y es como si se la tragara la noche que la ha liberado gracias al peculiar encanto. Esta noche se ha disfrazado en la brisa y en las estrellas, en complicidad de nuestro amor ceniciento. Todo ha sido perfecto. Pero ante su peculiar insistencia he optado por seguir ocultándole la verdad. Le he dicho que yo soy el que ha muerto, que mi alma pena la necesidad de perpetuar este amor por siempre. Ella se ha compadecido de mis excusas supongo que pretendiendo creerme. Me ha acariciado con ternura la frente. Yo he besado su descascarado rostro; hace tiempo que han desaparecido sus labios.

 

 

 

 

RECOMPENSA A LOS ACTOS DE ESTÚPIDA BONDAD – Daniel Frini
Argentina ARGENTINA

 

El rey, viejo de días, llegó a trance de muerte.

En su lecho estaba, ojeroso, pálido, ajado y consumido. Jadeaba fatigado, su respiración agonizante. Los ojos claros buscaron a su Maestre General y, con un breve parpadeo, le indicaron que iniciase la Ceremonia de Despedida.

Desde los tiempos de Rahn el Conquistador y la instauración de los Gobiernos de Paz, hacía más de cuatrocientos años, todos los reyes de las Tierras Altas murieron en sus camas, rodeados por sus hijos y los Señores del Rey. Las últimas palabras de los moribundos fueron registradas por sus Maestres y grabadas como epitafio en sus mausoleos. Era parte de la Costumbre; y, según ésta, tales frases marcaban a fuego cada reinado, y a cada rey, en la Historia.

Inició el legado Meklhem el Grande, hijo de Rahn y consolidador de las Leyes, y la hermosa tumba mostraba aún, desgastado por los años, el famoso texto que todavía encabezaba cualquier documento real: «La Paz ha llegado».

Brande el Santo dijo «Dios nos ha dado la Grandeza». En el ápside del mausoleo de Kirill el Fuerte se leía «La razón prevalece». Stoyan el Sabio sentenció «Buscad la Justicia». La Costumbre mandó recordar así a todos los reyes kvalnires.

Y ahora, a sabiendas de que cualquier expiración podía ser la última, el Maestre General mantenía los oídos muy cerca de los labios de Ahrend, conocido como el Bueno.

Por orden del Maestre, en la cámara real imperaba el más profundo silencio, para evitar que cualquier sonido pudiera sobreponerse a la débil voz del monarca y su sentencia se perdiera para la posteridad.

Dos guardias abrieron las puertas. La solemne procesión entró y se ubicó a los pies del lecho de muerte. La encabezaban los Cuatro Príncipes, y detrás venían los Doce Señores del Rey.

El anciano moribundo miró al Uradel el Hermoso, heredero del trono, y admiró con algo de orgullo el cuerpo atlético de su hijo, sus cabellos rubios, su piel brillante, sus ojos celestes como el mejor de los días en las Costas y su porte real en el gesto con que apoyaba su mano en el pomo de Aesahaettr, la Espada Danzante.

Luego pasó la vista a Aelle, la Princesa del Amanecer, y sintió remembranzas de los días en que sus manos jugaban entre los cabellos rojos y ensortijados de su hija. Deseó besarle otra vez las pecas innumerables de sus mejillas rubicundas y alzar en el aire su cuerpo menudo, como cuando era niña.

Sintió una leve inquietud al posar sus ojos en Gram, el Príncipe Silencioso. Siempre le sucedía al mirar los ojos profundos y oscuros, la piel tunecina y los largos y negros cabellos lacios.

Esbozó una mueca que quiso ser sonrisa al mirar a Snag, la Princesa Feliz, y adoró la piel nívea de su pequeña, su nariz fina y su cabello leonado y sedoso.

Movió los labios, en un intento de articular palabras. El Maestre General aguzó su oído.

Ahrend miró a sus hijos otra vez. Los dorados cabellos de Uradel, el pelo rojo y rizado de Aelle, la melena azabache de Gram y los bucles ocres de Snag. Rubio, rojo, azabache y castaño.

Intentó hablar otra vez y la voz se le cortó con una tos seca y apagada. Hizo un leve gesto con su dedo al Maestre General que se acercó aún más. El rey inspiró por última vez y dijo:

—La reina siempre fue muy puta.

Después, murió.

 

 

 

 

GATO ALTERNO – Álvaro Morales
Uruguay URUGUAY

 

El cíclope felino salta sobre el rostro pálido de su pétreo dueño. Clava sus garras en la córnea de uno de sus ojos y la desgarra; muerde con furia el blanco cuello. El hombre no atina ni a gritar. Ha visto al gato negro y durante un instante ha deseado morir, desaparecer, dejar de ser; y en eso, todo parece estar determinado. Los detectives observan congelados por el asombro. El espectro de la esposa se le arrima a uno de ellos por el hombro. «No entiendo porque ha emparedado a ese buen gato», le dice al oído. El aterrado hombre gira sobre sí mismo, la ve, grita en un tono infrahumano y cae de espaldas escaleras abajo. El otro tiembla mientras su compañero se pierde en la oscuridad. Lleva una de sus manos hacia su arma, levanta la vista y observa cómo la puerta del sótano se va cerrando, y cómo tres brasas rojas lo siguen desde las penumbras.

 

 

 

 

FAROL – Octavio Fernández Solano
Argentina ARGENTINA

 

Lo despertó la náusea en el estómago vacío. Mareado, tendido boca arriba, lo contenía un círculo de luz: un farol cenital que lo encandiló cuando él abrió los párpados. Alrededor y fuera del círculo, la plena oscuridad.

Únicamente lo cubría una tela que le habían —¿quiénes?— ceñido a la cintura y que le llegaba a las rodillas. Al mover el brazo derecho hacia su costado, palpó algo en el suelo: un objeto pequeño, frío, con filo… Por instinto retiró la mano: el objeto le había penetrado la yema de un dedo. Se recostó sobre su derecha, y con la mano sana se cubrió los ojos: la luz era demasiado intensa.

Cuando la vista se le acostumbró a tanta luminosidad, descubrió una navaja; eso era lo que acababa de herirlo. Al menos un arma no le faltaba.

Se sentó y se frotó los ojos. Ni tenía sensibilidad en los dedos, y ahora un frío viento le golpeaba la nuca, la espalda. Apenas distinguible flotaba una neblina, y con ella se confundían las vaharadas de su boca.

Tiritó.

No recordaba su propio nombre, ni dónde había estado antes, ni cómo había llegado ahí. Era algo de película… De eso sí se acordaba, de que la situación era de película. ¿No sería él el juguete de algún ingeniero psicópata? O, más bien, ¿no sería literalmente un juguete, atrapado en un balde? ¿Y si estaba encerrado adentro de algún cubo?

Rio.

Y, al oír su risa, tomó conciencia de los demás sonidos —leves sonidos guturales, cosas susurrando en la oscuridad—, y entonces ya no hubo nada que fuera gracioso.

Se dio cuenta de que podía morir. De que iba a morir.

A un par de metros, se prendió otro farol: iluminaba el cuerpo de un segundo hombre, también acostado en el suelo. El hombre se despertaba y se erguía, repitiendo lo que él había hecho hacía un momento. Pensó en gritarle, anunciarle su presencia. Advertirlo de las cosas. Pero… ¿qué eran esas cosas? ¿Vivían? ¿Debería gritar, y así arriesgarse a llamar la atención de ellas, sean lo que fuesen, o ya eran conscientes de él, de ellos dos? Y además: ¿valía la pena preocuparse por todo eso?

Levantó la navaja y miró una vez más a su alrededor: la oscuridad seguía inmutable. No, era mejor no gritar. Debía ser precavido.

La luz de su farol parpadeó sin detenerse. Los parpadeos eran cada vez más prolongados, y la falta de luz asfixiaba. A él no le quedaba otra opción: debía aliarse con el otro hombre, que ni lo había mirado aún. Quizás entre los dos podrían protegerse.

Y entonces algo se aferró a su hombro. Él se sobresaltó y corrió hacia el otro, como lo había pensado. Podía oír a sus espaldas la respiración trabajosa de eso que ahora lo perseguía rozándole la piel. ¿De donde provenían los susurros? Acaso de las masas frías y húmedas que reptaban para atraparlo, y con las que él tropezaba.

Ya estaba llegando al otro farol, en el momento en que ese algo lo agarró de un brazo y lo obligó a darse vuelta; pero él consiguió lanzar una estocada con la navaja, y oyó un gruñido de dolor. Y volvió a dar otra estocada y otra, hasta que aquello le soltó el brazo.

El farol —su farol— se había apagado. Llegó al otro farol, que parpadeaba. Vio al hombre, parado, dándole las espaldas y sin prestarle la más mínima atención. Y cuando él, colérico, lo agarró del hombro, el tipo echó a correr. Él trato de seguirlo, y vio que iba directo a un nuevo farol prendido, allá en la distancia, bajo el que yacía otro hombre. A punto de llegar los dos, él agarró del brazo a su perseguido.

Recibió un puntazo en el estómago, el hielo de un filo penetrante. La siguiente estocada fue entre el hombro izquierdo y el cuello, y ahora en las costillas, y ahora en un brazo. Sintió el fluir de la sangre, y cayó de bruces sobre las masas frías. Sin poder levantarse, extendió todo lo que pudo el brazo sano, y su mano se apoyó sobre otra masa pegajosa. ¿Carne ensangrentada? ¿Un cadáver?

Cerró los ojos, aunque no había necesidad, y contuvo la respiración.

…masa pegajosa…

Sí, pensó. Sangre.

Y no era suya.

Sin esperanzas, soltó un susurro agónico que se unió al de los demás moribundos enterrados en la perfecta oscuridad.

 

 

Ilustración de Tut

 

 

MI TESORO – Álvaro Morales
Uruguay URUGUAY

 

Ella lo mira expectante. Hunde los ojos, como si se estuviera zambullendo en sí misma. Él la mira triunfante, en ese instante glorioso en el que el hombre común logra sobreponerse contra los elementos y presiente que todo va a salir cómo ha planeado. Saca la cajita del bolsillo derecho con la mano izquierda, efectuando un movimiento varias veces ensayado. Ella lleva la vista alternativamente de su rostro a su mano, como si estuviera viendo un imposible. Él sonríe con otro gesto calculado y perfectamente realizado, como el movimiento hábil de un esgrimista, Levanta la cajita hasta la altura de los ojos, la orienta en su dirección y la abre. Dentro, entre sedas blancas descansa el anillo de oro. Ella lo ve y su rostro se transforma, parece desbordarse en una sonrisa que amenaza desfigurarla. Sus ojos se llenan de lágrimas.

—¿En serio? —pregunta en un agudo chillido.

Él afirma con un movimiento de la cabeza.

—¿Aceptas? —pregunta con el aire triunfal del que ya sabe la respuesta.

—Claro que acepto —exclama ella y rompe en un sollozo.

Se abrazan durante unos segundos.

Ella no puede aguantar la ansiedad, y aún abrazada a él, toma el anillo, lo lleva hasta el dedo anular de su mano izquierda y se lo pone.

Al instante desaparece.

En ese mismo segundo, en lo alto de la torre oscura, el furioso ojo de fuego desanda el mundo en su dirección.

 

 

 

 

LA LUNA QUE MURIÓ DE HAMBRE – Ernesto Tancovich
Argentina ARGENTINA

 

Hoy ya nadie ve más allá de la atmósfera. Al mirar hacia lo alto se quiere saber si lloverá, si habrá viento. El firmamento es percibido como fondo y, en horas nocturnas, apenas como un abismo inerte. Conservo el hábito de tenderme de cara al infinito, desde aquellos tiempos en que el aire era diáfano y la gran vía lograba desplegar todo su esplendor. Así fue que en las horas en que otros dormían, bailaban o miraban sus pantallas, me fue dado verlo. Desde un punto de la circunferencia lunar surgía, al principio tímidamente, como olfateando, un tentáculo de luz que de pronto se alargaba hacia la estrella más próxima y de un latigazo certero la capturaba y deglutía para enseguida retraerse en el disco blanco que entonces veía aumentar por un momento su brillo. Entendí que así, a la manera de una especie predadora, se alimentaba. Después, en el sueño, entrevería el lado oculto, el hervidero de serpientes al acecho. En días sucesivos revisé con atención los diarios sin hallar referencias al fenómeno. Quizás por secreto profesional, por no hallar aún explicación fundada o amordazados por el estado, los astrónomos se llamaban a silencio. Vi repetirse el hecho hasta que una noche pude observar como una estrella al punto de ser capturada se desplazaba a uno y otro lado, esquivando. En las que siguieron mostraron haber adquirido nuevas astucias. Al tiempo que las amenazadas eludían, otras se lanzaban contra el predador como avispas al ataque. Casi pude oír el gemido del tentáculo, víbora, rebenque de luz o lo que fuere al retroceder, vencido, para resguardarse. Casi imperceptiblemente, en el correr de las semanas, la radiación lunar iría menguando hasta verse reducida a un mínimo foco que se ahogaba en algo parecido a un halo de cenizas. A la vez, las estrellas, acudiendo desde los trescientos sesenta rumbos del espacio, se ordenaban en redondel, al principio como carretas a la defensiva y luego, con el aporte de las que iban rellenando los espacios vacíos, en un vibrante disco de luz. Comprendí que una nueva luna nacía al tiempo que la otra, cediendo su último aliento, se hundía en las tinieblas. Hoy la prensa recoge abundantes opiniones de los científicos, quienes mayormente afirman que el fenómeno, si bien raro, es perfectamente normal y se ha verificado otras veces en la historia. Así lo documentan códices de diversas culturas, incluyendo alguna crónica del siglo XVII. No obstante sigue viva la controversia acerca de su verdadera naturaleza . Por mi parte me abstendré de aventurar juicio. No me considero autorizado para hacerlo. Simplemente me circunscribo a dejar testimonio de lo que efectivamente tengo visto.

 

 

 

 

RECORRIDOS – Álvaro Morales
Uruguay URUGUAY

 

Cada noche, la pareja sale de algún lugar de entre los callejones de los grandes mausoleos. Por su apariencia, de personas respetables espectros son. Sólo él se ha percatado de mi silenciosa presencia. Deambulan como penando todo el camino hasta el estanque, se sientan en una banca solitaria debajo de un cedro, y luego fingen vaya a saber alguien qué; que le dan de comer a imaginaras aves; que saludan a los conocidos que los van cruzando, que se besan apasionadamente; que el reflejo del sol en el agua les da en los ojos. Ríen, se toman de las manos, se hacen interminables promesas. Yo, decidido a terminar con la farsa que vuelve cíclicas lo que les queda de sus desdichadas existencias, me he resuelto hoy a interceptarlos. Al verlos surgir del corredor de los mausoleos, he salido resuelto a su encuentro. El hombre me ha visto y se ha adelantado agresivamente. Sin reparo me ha abofeteado y ha dicho algo en mi oído: «No se atreva». Luego regresó con paso firme junto a su amada y retomaron su recorrido. Yo he regresado en silencio a mi tumba. Mañana procuraré encontrar a otros desprevenidos.

 

 

 

 

TWISTER – Daniel Frini
Argentina ARGENTINA

 

Mil años hace que la cruz de ocho brazos y el águila bicéfala decoran el arquitrabe de la Puerta Xylokerkos; y en este día, el segundo antes de los idus de abril del año santo de mil doscientos cuatro, vigilan a las tropas de Enrico Dándolo, Dux de Venecia, que están estacionadas sobre la llanura que rodea la via Egnatia y se relamen imaginando el inminente saqueo de la Ciudad que es Morada de Todo lo Bueno, Ojo de Todos los Pueblos, Guardiana de las Iglesias, Líder de la Fe, Guía de la Ortodoxia, Querida en las Oraciones y Maravilla ajena a este Mundo.

La Cuarta Cruzada está a las puertas de Constantinopla.

 

Dentro de las murallas, en el nártex de la iglesia del Venerable Monasterio de Andreïuen te Krisei, y a tan corta distancia de los invasores que la hediondez de las hordas latinas apesta el aire, están Zaoutzes Petraliphas, presvýteros y parakoimomenos del Emperador y Vatatzes Isaakios, archiepískopos y koubikoularios de Su Santidad; ambos rojos de ira, disputando un capítulo más de la larguísima batalla dialéctica, sin poder ni querer dar respuesta a un dilema mayúsculo.

¿Cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler?

 

Arriba, los integrantes de la Corte Celestial, obligados por el famoso texto de Mateo, se ligan o desligan según los designios de los dos Hombres Santos que, allá abajo, intercambian improperios que duelen más que puñaladas.

—¡Tal vez fueran necesarios tantos ángeles como granos de arena hay en las playas de todos los mares, mi estimado hermano, hijo de una gran perra! —dice Zaoutzes, y cien mil millones de ángeles (que es una manera de decir innumerables) se apiñan, sudorosos, en la bruñida superficie metálica.

—¡La cantidad de estrellas que Nuestro Dios puso en el cielo es mil veces menor que el número posible, dilecto amigo, hijo de un burro y una rata! —y un millón de millones de ángeles (que es una manera de decir incontables) se contorsionan, adoloridos.

 

—Ya me cansé de tantos calambres —dice, en un hilo de voz, Gabriel Arcángel, Mensajero de Dios, Guardián del Edén, Señor de la Misericordia, la Muerte y la Venganza—. Esto no da para más. Como puede, saca su mano derecha de entre un impresionante manojo de cuerpos descalabrados, agita su dedo índice y le ordena a Balduino de Flandes, comandante de los cruzados:

—¡Ataquen!

 

Abajo, las hordas de occidente se lanzan contra las murallas y las superan.

Constantinopla cae.

Una hora después, Zaoutzes y Vatatzes mueren atravesados por sendas espadas, sin haberse percatado de nada. La discusión termina.

 

Arriba, un suspiro de alivio recorre la multitud de la Corte Celestial. De a poco, el Gran Nudo se desarma y cada uno de los ángeles —golpeados, amoratados, rotas las alas— dejan la cabeza del alfiler y se dirigen, estirándose, a cumplir con sus tareas.

—¡Uf!

—Ya era hora…

—Otro siglo así, y me quedo sin espalda.

—¡Ay!

Uno estira los brazos, otro se sacude.

En la superficie brillante quedan algunas manchas de sangre y muchas plumas de todos los colores. Justo en el centro, unos quinientos o mil ángeles —que también es una manera de decir infinito— permanecen envueltos en un revoltijo.

Tardarán una eternidad en desanudarse.

 

 

 

 


AUTORES:
 

Baldomero Dugo Navarro nació el 6 de octubre de 1970, en la población barcelonesa de Montcada i Reixac. Es licenciado en Psicología y diplomado en Relaciones Laborales por la Universitat Autònoma de Barcelona. Aficionado a la literatura desde los 11 años, se ha decantado desde muy joven por el género fantástico y la ciencia-ficción. Aunque ha hecho sus pinitos tanto en poesía como en ensayo, ha cultivado sobre todo el relato breve, así como el microrrelato. Ha publicado en diferentes revistas catalanas, como Cap-pont (revista cultural de Lleida) o Gran Sant Cugat. En 1988 ganó el Premio Cervantes de narrativa organizado por «La Caixa», gracias a un relato de ciencia-ficción titulado «La Genética de la Salvación». En 2009 publicó un libro de relatos titulado «Actualización de Sentimientos».

 


 

ÁAlvaro Morales. Uruguayo. Motevideano. 37 años. A punto de recibirse de Licenciado en Psicología y de ingresar al grado técnico en el Centro de Estudios Adlerianos, ha publicado una quincena de relatos en diversas antologías en España, entre ellos el IV Certamen de Relatos Breves de la Asociación Cultural «Las Alcublas»; el VII Concurso de Microrelatos de Terror y Gore (2013), que organiza el Festival de Cine de Terror de Molins de Reis; los homenajes organizados por la editorial Artegurst a Edgar Allan Poe, a Julio Cortázar y a el Quijote. He publicado relatos en la revista colombiana Cosmocápsula, y en la antología boliviana «Escritores Acrónimos». Su relato /rev/?p=7674 «Regreso a Alba» ha terminado finalista en el concurso Carbono Alterado, que publica la antología Ruido Blanco, organizado en Montevideo por MMEdiciones.

 


 

Daniel Frini: Ingeniero, escritor y artista plástico argentino (Berrotarán, Provincia de Córdoba, 1963) Fue redactor y columnista en varias revistas, En 2000 publicó «Poemas de Adriana» (Ed. Libros en Red, Buenos Aires); y tiene dos libros de cuentos, a punto de ser editados en papel: «El Diluvio Universal y otros efectos especiales» y «Manual de autoayuda para fantasmas». Colabora en varios blogs y ha sido publicado en e-zines, revistas digitales y en papel y en varias antologías en Sudamérica, Estados Unidos, Canadá y Europa. Ha sido traducido al inglés, francés, italiano, portugués y uzbeko. Fue distinguido con varios premios literarios, participó como jurado en varios concursos literarios y prologó varios libros.

 


 

Dice Ernesto Tancovich: «Comencé a escribir con regularidad hace poco. No tengo publicaciones. Este año, ya con obra, estuve enviando a concursos. Hasta ahora tercer premio en microrrelato de Unión de Docentes e Investigadores de Universidad Nacional de Tucumán. Es todo.»

 


 

Octavio Fernández Solano nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay. A finales del 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En el 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires; en marzo de ese año, comenzó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

 

 

 

Axxón 276
Cuentos de autores varios (Cuento : Fantástico : Ciencia Ficción : Fantasía : Temas diversos : Internacional).

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