Revista Axxón » «Sólo un día», David Monedero - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 ESPAÑA

—No sabes lo que dices, Adam.

—¿Cómo que no? —El hombre se pasó la mano por el pelo engominado—. Tú llegas a casa a diario y puedes hacer lo que quieras. Si quieres conectarte a algo, te conectas. Si no te apetece, hidratas algo de comida y al sofá. En cambio yo, quiera o no, siempre tengo trabajo atrasado, y así invierto mi tiempo libre hasta que llega Laura. A partir de entonces cualquier frase por mi parte se acaba convirtiendo prácticamente en una acusación de homicidio.

—Tío, eso son cosas tuyas. Laura es una mujer increíble.

—Eso te crees tú. Pero es que el tema viene de muy atrás. Y no es solo eso, es todo. Mi vida es puro tedio. Tú en cambio…

—No te lances. Yo hay días en que llega la noche y no tengo ganas ni de hacerme copia de seguridad.

—Pero, ¿otros? ¡Mira lo que me acabas de contar del fin de semana! —Dio una palmada sobre la mesa.

—Y lo que no te he contado.

—Eso, ¡y lo que no me has contado!

—No, no me entiendes —Roscoe miró a su amigo: la viva imagen del éxito personal y profesional envidiaba su vida de proletario. Le ponía enfermo—. Me levanto a las cinco de la mañana, y mientras desayuno veo el taller al otro lado de la puerta. Mi cocina huele a grasa de coche. La mayor parte de los días acabo quitándome el pijama a mediodía. ¡No salgo del mismo maldito edificio ni para comer! Trabajo donde vivo, vivo donde trabajo, y como, y cago; normal que en cuanto pueda quiera desconectar de todo.

—Pero eres tu propio jefe.

—Ah, ¿que eso es una ventaja? ¿Te acuerdas del chico que tenía conmigo?

—Sí.

Roscoe dio un sorbo al café, ya frío. La cita de cada lunes se estaba alargando en aquella ocasión más que de costumbre.

—Le tuve que echar hace dos semanas.

—Vaya.

—Sí, “vaya” es una forma de decirlo. Lo que me ahorro con su sueldo no cubre el retraso que llevo con los coches, con los pagos a los proveedores…

—¿Pero al llegar el viernes no te compensa?

—En absoluto. Cambiaría las tres tías de este fin de semana por tu fin de semana aburrido con Laura.

—Por tirártela.

—Vete a la mierda.

—No, no, te escucho. Cuéntame.

—Yo acabo el trabajo y no me está esperando nadie. Nada que hacer, hasta que a la mañana siguiente tenga que volver a trabajar.

—Amigo, eso último me pasa a diario. Tú al menos tienes tiempo libre. Lo que daría yo por cambiarme por ti.

Roscoe miró los posos del café en el filtro de su taza.

—Hagámoslo —dijo finalmente.

—¿El qué?

—Cambiarte por mí. Y yo por ti. Un día.

Adam echó una sonora carcajada.

—Mi jefe no aceptaría a un tipo como tú en la oficina ni siquiera para coger el teléfono. Mucho menos para hacer mi trabajo un día.

—No he dicho que yo vaya a tu oficina a hacer tu trabajo. Tú seguirás haciendo tu trabajo… solo que seré yo.

—¿De qué estás hablando?

—Intercambio de copias de seguridad.

—¿Estás loco? ¡Nos caerían quince años por lo menos!

—Eso será si nos pillan.

Adam miró a su amigo a los ojos. Realmente parecía estar hablando en serio. Cargar cada uno la copia de seguridad del otro. Sus recuerdos, sus conocimientos… todo lo que hacía de cada uno la persona que era.

—¿Y cómo pretendes hacerlo?

—Mañana por la mañana vienes a casa con tu copia de seguridad de esta noche. Así ambos recordamos el acuerdo y luego nadie se puede hacer el loco. En el taller tengo dos sillas de implantación, cargamos cada uno la copia del otro al mismo tiempo y, ¡ale hop! Vives mi mierda de vida durante un día completo. Te aseguro que al día siguiente vas a querer deshacerlo con todas tus fuerzas.

—Ahora eres tú el que no sabe lo que dice. Respecto a lo de echar mi vida de menos, el plan me parece bien. Pero el miércoles, mejor. Mañana tengo una presentación en el trabajo, y a partir del miércoles me voy a tener que encerrar en el despacho para planificar el proyecto, por lo que no tendrás que hacer nada en concreto. Además los miércoles Laura está todo el día fuera, así te evito tentaciones de querer vivir mi vida en todos sus aspectos.

Roscoe le dirigió una mirada reprobatoria.

—Aparte de que eres un idiota por pensar así de mí, no tienes valor.

—Ah, ¿quieres ponerme a mí de excusa? De acuerdo, pero eres tú el que se raja.

—¿Que me rajo? ¿A qué hora entras el miércoles a la oficina?

—A las nueve.

—Pues a las ocho en mi casa —Sacó una tarjeta desechable cuyo display aún mostraba algo de dinero. La dejó sobre la mesa—. Hoy invito yo a los cafés, el miércoles ya me gastaré tu dinero bien a gusto —dijo guiñando un ojo.

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Ilustración: Valeria Uccelli

Cuando Adam llegó, Roscoe estaba trabajando en su propio coche.

—¿Quieres que llame a un mecánico de verdad?

Sacó la cabeza por un lado del capó.

—Precisamente anoche desactivé el cambio manual para que puedas ir a algún lado con él. Solo los hombres sabemos conducir como se hacía antes.

Adam bordeó el coche, pasando el dedo por la línea blanca sobre la carrocería granate.

—La verdad es que a este traje le quedaría genial este coche. Quizá hasta podría ligar.

Roscoe sacó un cigarro del bolsillo de su camisa. Lo atrapó con la punta de los labios y retiró el film que cubría el otro extremo, haciendo que el fino cilindro combustionara al contacto con el aire.

—Pues me temo que eso no va a ser posible. Hoy tú tienes mi coche, pero yo tengo tu traje —dijo señalándole de arriba abajo—. ¿Has traído eso?

Adam extendió la palma de la mano, mostrando una memoria física portátil.

—Vamos a ello.

Reconocimiento de sujetos. Reimplantación de copia de seguridad. Sujeto uno, cable de interfaz conectado. Sujeto dos, a la espera.

Roscoe se giró hacia su amigo, que sostenía el conector entre sus dedos, posado sobre la entrada de interfaz de su cuello.

—Oye, si quieres pasar, lo entiendo. Tú te vas a tu oficina, y yo vuelvo a activar el cambio manual de mi coche.

—No, no es eso. Es que nunca he activado una copia de seguridad.

—¿No?

—¿Tú sí?

—¿Recuerdas el accidente de moto que tuve hace dos años?

—Claro.

—Yo no —dijo Roscoe entre risas—. Por lo visto el casco se rajó por un lado muy chungo y tuvieron que coger de un donante parte del no sé qué…

—¿Lóbulo?

—Sí, del lóbulo.

—¿De cuál?

—¿Hay más de uno?

Adam le miró con displicencia.

—¿En serio aprobaste el jardín de infancia? Hay cuatro.

—Bueno, pues de uno. Qué más da. El caso es que, en cuanto hay que tocarte el cerebro, copia de seguridad al canto, ya sabes. Pero mientras quede la parte importante, puedes partirte el cráneo todas las veces que quieras.

—¿Duele?

—¿La reimplantación? ¡Qué va! Bueno, realmente lo que dicen es que sí, pero como no te acuerdas, te daría igual que fuera lo más doloroso que conoce el hombre.

—Entonces de esta mañana…

—Claro, ninguno recordaremos nada. Ya lo pensé anoche. Por eso he decidido darte las indicaciones después del proceso.

Adam asintió con la cabeza.

—¿Listo?

—Claro. Vamos a ver si ligas tanto como dices —respondió sonriendo.

Les resultó extraño haberse acostado con el conector puesto para la copia de cada noche, y despertar en una silla de implantación. Pero ambos sabían qué había ocurrido. Se miraron el uno al otro. Resultaba menos raro de lo que habían pensado. A fin de cuentas, no dejaba de ser como mirarse en un espejo. Lo realmente extraño fue cuando Roscoe le hizo una señal a su amigo para que dirigiera su mirada al frente, donde había un espejo que ocupaba gran parte de la pared del taller.

Adam se puso en pie y vio en el reflejo cómo su cuerpo se quedaba quieto, y era su amigo el que se levantaba. Claro. No pudo evitar sonreírse.

—¿Notas algo raro?

—Me duele la cabeza.

—Me ha empezado a doler hace un rato, he tomado ibuprofeno, pero nada.

—Roscoe, vives en la prehistoria. A veces creo que ese amor tuyo por las cosas antiguas no hace más que encubrir una enorme incultura hacia la tecnología.

Roscoe le hizo una mueca.

—Tranquilo, desde este momento puedes meterte una enorme nanomierda de esas que tanto te gusta por mi precioso y virginal culo, pero ahora que vas a recordar lo que te diga, escucha: como calculo que no te vayas a pasar aquí el día entero adelantándome trabajo precisamente, he desactivado el cambio manual de mi coche, para que un niño pijo como tú pueda conducirlo. Solo los hombres sabemos conducir como se hacía antes. Es uno granate que está ahí atrás. Coge ese y solo ese, los demás son de clientes.

—Genial. Yo ayer te dejé algunas anotaciones en la oficina. Planta veintiuno, despacho 2160, casi al fondo. Con la tarjeta que tienes en la americana puedes entrar al edificio y al despacho. Hoy no tienes que relacionarte con nadie, así que saluda a los que te miren a los ojos, e ignora a los que te ignoren.

—Perfecto.

—Laura no suele llamarme, pero si lo hace no le cojas el teléfono. No sería la primera vez que lo hago, y si a la vuelta quiere discutir por ello ya me encargo yo. Llegará a casa sobre las diez, así que quedamos aquí… ¿a las ocho te parece bien?

—Doce horas, perfecto. Doce horas de vida apacible, tranquila y aburrida. Va a ser como unas vacaciones, pero fingiendo que trabajo.

—Vas a estar aquí esperándome desde las seis, verás.

—Veremos. Dime dónde has aparcado la cosa esa de plástico que te gusta llamar coche, para que pueda irme a mi despacho —Trató de darle cierto aire snob a eso último, mientras se ponía de pie y fingía estirar el traje.

—¿No ves que no me acuerdo? Anda, que me vas a hacer buen día, hoy. Intenta no cagarla mucho —Se encaminó hacia la parte trasera, buscando con la mirada el coche granate—. Te dejo, que hoy me toca a mí también vacaciones… ¡de vida!

Adam había salido de allí hacía ya tiempo, y Roscoe permanecía en el taller, mirando el automóvil del ejecutivo en el aparcamiento exterior. Bajó la verja, y se encaminó hacia el coche coreano, haciendo sonar los caros zapatos de diseño español. Se sentó en el coche, y sonrió.

La mañana transcurrió entre novedades para él. Una mujer de unos cincuenta años que le había sonreído con demasiada complicidad cuando entró en la oficina, una llamada de Laura que no contestó, un par de visitas de personas que le preguntaban cosas que ni siquiera entendía, y ante las que tuvo que disculparse con un “perdona, pero ahora mismo me pillas a tope con el proyecto”… La primera vez se dio cuenta, tarde, de que aquello de “estar a tope con el proyecto” no habría sido la forma de expresarse del señor Herbert, pero la segunda vez cometió el mismo error igualmente. Si le hubiera visto Adam le habría llamado algo. Siempre lo hacía.

Salió el último a la pausa de mediodía, observando por la ventana hacia dónde iba la gente que abandonaba el edificio. Sueldos con muchos ceros a final de año, pero más de la mitad de ellos comía en el centro comercial que había cruzando la carretera. Una mierda iba a comer él allí. Lo hizo en un restaurante árabe del centro, tomándose su tiempo para probar dos postres, decidir que ninguno le gustaba, y acabar por tomar un helado en un puesto frente a la oficina.

Algo parecido por la tarde: una visita a la que echar, dos llamadas de línea interna que no pensaba atender… miraba el tiempo pasar como si no tuviera que aprovecharlo. Llegaron las seis, las siete, las ocho… A las nueve menos diez salía del edificio en aquél coche automático al que ya empezaba a ver con otros ojos.

Condujo hasta casa de Adam y vio que no había ninguna luz encendida. En cuanto el coche se aproximó al garaje, la puerta de este se abrió con un leve sonido hidráulico. Nada que ver con la verja de su taller. Del taller de Roscoe.

Conocía la casa más que de sobra, pero aún así le dedicó un buen rato a pasearse por la cocina y los baños, abriendo cajones y cerciorándose de dónde estaban los utensilios más habituales. Luego fue a su dormitorio y se puso un pijama limpio, como sabía que hacía Adam cada día. Cuando llegó Laura, lo encontró sentado en el taburete de la cocina, tomando unos cereales con leche de celulosa.

—Cariño… —Siempre le había parecido guapa, y no había tenido problemas en confesárselo a Adam. En aquel momento, con el rostro compungido, no solo era guapa; era un auténtico ángel—. Ha ocurrido algo.

—Me preocupas, ¿qué ha pasado?

—Roscoe —dijo ella, sin querer mirarle directamente a los ojos.

—¿Mi amigo?

—Sí.

—¿Qué ha hecho ahora? —preguntó dejando la cuchara dentro del tazón.

—Su coche… tenía por lo visto un coche muy potente, ya sabes que le encantan los coches de gasolina —Elevó la mirada hasta sus ojos—. Le encantaban.

—Qué me estás diciendo…

Roscoe, se levantó, y Laura vio a su esposo con el rostro desencajado, dando un paso hacia ella. Le tomó de las manos.

—A primera hora de la mañana, en la autopista. Por lo visto salía de su casa y en cuanto ha alcanzado los ciento cincuenta, en la primera curva… es como si la dirección se le hubiera bloqueado —Le abrazó fuertemente, apoyando la cabeza sobre su pecho.

—¿Y no hay manera de que… Roscoe hacía copias de seguridad a diario. Era lo único que sabía manejar de este siglo.

—Ha salido despedido contra la fachada de un edificio. No hay nada que hacer —Se apretó contra él —. Lo siento, cariño.

—Vaya —Resopló. Luego tomó aire—. Al menos sé que te tengo aquí a mi lado. Y contigo no hay nada que no pueda superar.

Roscoe, Adam, abrazó a su mujer, y se sonrió.



David Monedero: Nacido en 1981, programador de profesión, aficionado a la tecnología y a la literatura, cine, cómics, y juegos de rol (Creador de «Microscopia», ilustrado por Enrique Vegas, publicado por la asociación «Amigos de la narración gráfica»). Colaborador en la revista Crítico, de la revista Presura y corrector para la App DigitalD20. Aunque siempre ha escrito, ha empezado a hacerlo «de puertas hacia fuera» sólo desde 2013. Fue finalista en el concurso «Terranova 3».

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