Revista Axxón » «Pausa para el café», Víctor Conde - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 ESPAÑA

Ningún ser humano sobrevivió a la cuarta guerra mundial.

Y ahora, hablemos de otra cosa: En esa época del año solía arremolinarse allá arriba una buena cantidad de vapor de agua. No la suficiente como para formar nubes, pero sí como para cambiar sustancialmente el carácter de la luz. Los tonos dorados del sol se volvían acuáticos, verdosos, y se derramaban sobre el paisaje convirtiendo Cañón Muerto en un panorama iluminado por un fuego subterráneo.

Fuego verde, como en las viejas películas de ciencia ficción.

Un insecto se posó en la ventana, extendiendo sus largas antenas. El coronel Torres lo miró. Seguro que el bicho podía “ver” un espectro muy amplio de frecuencias sonoras, pintándose él mismo un paisaje visual con los murmullos de los distantes volcanes. Pero apostaría a que los soplidos de viento en el borde de las dunas, que levantaban abanicos de polvo, carecían de la refinada resolución acústica que necesitaba para verlos.

¿Qué pensaría el bicho de lo que estaba observando, si cada aroma que arrastraba el viento llevaba aparejada una historia? ¿Sería capaz de emitir un juicio justo sobre la memoria de los hombres?

Torres se quitó la guerrera y la colgó pulcramente del perchero. La alisó con un par de golpes que desprendieron una nube de polvo. Maldito polvo, el sudor del desierto… Se colaba por todas partes, incluso a través de las paredes. Arrastrado por vientos térmicos bajos, había cubierto el suelo con una película fantasmal, parecida a limaduras de seda. Torres había llegado a creer que el oxígeno del complejo se había agotado hacía tiempo, y que él mismo se había acostumbrado a respirar una mezcla de polvo y suciedad que le había pintado de blanco los pulmones. Pero todavía no le había matado. Buena señal. Si se acostumbraba a respirar polvo entonces no tendría que temer a la asfixia.

Contempló la guerrera. Era su orgullo, y el principal recordatorio de su misión. La cantidad de medallas que constelaban la pechera era tan densa como las galaxias que asomaban de noche. Cada una, igual que los aromas del viento, contaba una historia. Aunque en este caso fuese una historia terrible. Cada condecoración, la lápida que rubricaba un paso más en la carrera de autodestrucción del hombre.

Como todos los días, desde hacía ocho años, el coronel Torres comenzó con su jornada laboral. Tenía una apretada agenda que inevitablemente empezaba por la consola principal de comandos: como cada día, sacó el libro rojo del armario blindado, usando su llave, y lo abrió por la página uno. Había repetido tantas veces la misma operación que se sabía el libro de memoria, pero a Torres le daba igual: aun así lo seguiría consultando, porque lo decían las ordenanzas. Y él era un buen militar, al que le gustaban los protocolos tanto como comer cuando tenía hambre.

—A ver… —Paseó el dedo por debajo de las líneas—. Paso uno, comprobar los conectores de los sistemas principales y de emergencia.

Paso uno, paso dos, paso tres… paso ochenta y dos… sus expertas manos encontraron el gusto en la comodidad de los rituales. Y apretaron los botones y giraron las clavijas y desbloquearon las llaves hasta que todas las luces estuvieron en verde. El proceso entero le llevó una hora, más o menos. Cuando terminó estaba tan exhausto y satisfecho como siempre.

El país estaría a salvo un día más.

Después de eso llegaba la inspección, tanto interna como externa, del complejo. El “paseíllo”. Era la parte más peligrosa, y también la que más tiempo le llevaba, pero el coronel entendía su propósito. Era de vital importancia que comprobase personalmente que las esclusas estuvieran cerradas, y que las portillas de lanzamiento de misiles se hallaran en perfecto estado. Si no, en caso de una emergencia (y estando solo en el complejo), se las vería y se las desearía para cumplir la orden de disparo.

No, eso jamás pasaría. No durante la guardia de Esteban Torres Delgado.

Antes de comenzar la ronda hizo una pausa para el café. Mientras se lo preparaba, la fantasmal voz del ordenador maestro embrujó las habitaciones:

—Chequeo automático de sistemas en naranja. Operatividad de la base al cincuenta y dos por ciento. Se requiere asistencia inmediata, inmediata, inmediata…

Sí, claro, ¿y qué más? También podía pedir un coro de voces blancas para celebrar la Navidad, ya puestos. Aquella maldita computadora no entendía que, en las actuales circunstancias, un cincuenta y dos por ciento no sólo era mucho. Era fantástico. Todos los días lanzaba ese mensaje a una hora en punto, y todos los días Torres lo ignoraba cortésmente.

Dejó escapar una bocanada de aliento que cambió las isobaras sobre la capa de espuma del café. Al menos seguía teniendo café, eso no se le iba a acabar. Resultaba curioso que de otras muchas cosas básicas, como penicilina o alimentos liofilizados, le quedase ya muy poquito. Pero del dulce tesoro de Venezuela le quedaban todavía media tonelada de cajas. Si se moría no sería de sueño.

Apuró la taza, agarró la linterna y la pistola reglamentaria y se puso a recorrer silbando los pasillos. Estaba contento. Se sentía como aquel insecto de la ventana, leyendo mensajes en el viento. Un centenar de recuerdos desfilaron por su mente como un mazo de naipes: del antes, del después, del durante.

Me alegra que hayas venido, le dijo al buen humor. Como desconocidos en un tren; pasa y siéntate.

Quién le iba a decir, ocho años atrás, cuando la Luz llegó, que él acabaría de esa manera. Tan solo, tan ocupado, tan… importante. No es que su cometido anterior no fuese significativo, allá en los túneles, pero en aquella época había mucha gente en el complejo subterráneo y se podía delegar el trabajo. La vida avanzaba despacio, con el carácter previsible y seguro del tranvía que se sabe que va a salir a una hora determinada, aunque se desconozca el destino. El tranvía saldrá, uno podía estar seguro de ello; podía confiar en los horarios y acomodar la cabeza en un ángulo cómodo de la butaca hasta quedarse dormido. El mundo seguiría allí cuando despertara.

Pero esta vez no fue así.

La Luz se encargó de romper ese espejismo. Los que la vieron actuar y sobrevivieron (como el amigo de Torres, Aníbal, que hizo una descripción espeluznante antes de deshacerse en un amasijo negruzco de cáncer), contaron cómo era: una onda de partículas de alta energía que sólo afectaba a la materia viva, una rompiente oceánica de neutrones. Palabras de un poema atrapadas en un monitor de fósforo verde, un larva de destellos, una pupa de metal. Fibrilación electrónica, latidos en un osciloscopio. Fuego metido en una lata. Muerte por doquier, muerte luminosa.

Seres vivos de toda índole, menos los insectos (nadie supo jamás por qué ellos se salvaron), ardiendo y convirtiéndose en placas de rayos X. Esqueletos desnudos de carne al volante con la carrocería humeando de calor.

Dos segundos después… el silencio de la tierra muerta, de las ciudades convertidas en mausoleos mudos. Del frufrú de millones de insectos que escarbaban con sus patitas queriendo salir al exterior, a establecer su imperio de la carroña. Torres recordó con espanto sus pesadillas con las cucarachas. Con otros bichos también, pero sobre todo con las cucarachas.

Hasta ahora había logrado mantener el complejo en un estado de relativa asepsia, ¿pero qué pasaría cuando sus extremidades estuvieran demasiado viejas y ya no pudiera cerrar las portillas? ¿Qué pasaría cuando tuviera que subirse (paso doscientos treinta y cinco) a los conductos de aire acondicionado para desatascarlos, y su anciano cuerpo se negara?

¿Lograrían entrar entonces las cucarachas?

El cenizo de siempre, se dijo. Y el silencio volvió a interponerse entre su optimismo y él con un impacto casi audible.

—Alabemos, alabemos, alabemos al Señor. Él dispondrá la mesa, siempre habrá pan en los platos… —canturreó mientras hacía su ronda. Una antigua canción de cuando fue guardaespaldas de la Reina. En otra vida. En otro paradigma de las cosas.

En su largo deambular, de vez en cuando se encontraba con zonas del complejo que desconocía. A pesar de haber estudiado a fondo los planos de planta, aquel edificio subterráneo era un laberinto, y en ocasiones, detrás de algún derrumbe, encontraba un pasillo nuevo.

Eso le pasó aquel día. Torres estaba inspeccionando el conducto 218-B, alrededor del silo de misiles principal, cuando su linterna desenmascaró una pila de cascotes, archivadores y mesas de oficina que se habían colocado en plan barricada para cegar un pasillo. Frunció el ceño y se acercó, su pistola a punto. La resistencia de los primeros meses contra las criaturas del exterior fue épica, de eso se acordaba. Otro puñado de recuerdos que explotaron en su cabeza, cayéndose como descartes de la baraja: la lucha, el destello sincrónico de los disparos, las bombas de gas. Pero nada de eso impidió que ellos entraran y se enseñorearan del lugar durante un tiempo. Luego se marcharon, Torres nunca supo por qué: quizá por aburrimiento, o porque no les quedaba nada que rapiñar.

Los carroñeros se aburren cuando se les acaba la materia prima de su deseo: los cadáveres.

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Ilustración: Pedro Bel

Iba a dejar las cosas como estaban cuando descubrió un cadáver. Lo arrastró por las piernas hasta dejarlo en medio del pasillo. Un soldado, joven, no más de treinta años. Oficial de bajo rango. El desdichado no había muerto por la Luz, sino por los mordiscos de las alimañas… pero aún tenía los galones prendidos de su uniforme. Torres sonrió al arrancárselos. Se los cosería en los espacios libres que le quedaban en la guerrera y así seguiría subiendo peldaños en el escalafón. Con ese par de medallitas extra pasaría, a ver (hizo recuento con una mueca)… ¡a mariscal! Sí, mariscal de campo, nada menos. Esta noche organizaría una fiesta para celebrarlo. No todos los días se convertía uno en mando supremo del ejército de su país.

No era difícil, cuando lo único que quedaba de ese ejército era él.

De repente, la voz del ordenador volvió a estallar en los altavoces. Pero esta vez no era sosegada, sino llena de tensión. E iba acompañada por una estrepitosa luz roja.

—¡Alarma, intrusión en el perímetro, alarma! —chilló—. ¡Todas las defensas automáticas activas, se requiere decisión humana! ¡Se requiere decisión humana!

Torres corrió de vuelta a la sala de control. Miró por la ventana del búnker: el insecto de antenas bonitas había desaparecido, y lo que se veía en su lugar…

El gener… mariscal tragó saliva.

Las procreadoras habían vuelto. Ya las había visto antes, una especie de escarabajos del tamaño de elefantes que vagaban por las ruinas del mundo buscando lo poco que quedase para comer. Y ese “poco” normalmente consistía en seres de su misma especie, demasiado viejos y cansados como para escapar a su destino. Dos de ellos se estaban peleando justo delante del complejo, abiertas sus membranas como alas de avioneta, extendidos sus espolones como cañones de tanques. Poniendo en práctica estrategias de lucha heredadas de cuando su tamaño era mil veces menor, corcoveaban, danzaban en círculos, entrechocaban con furia sus crestas sagitales. Titanes en colisión, dioses del nuevo milenio.

Torres sabía que no debía disparar contra ellas o sería peor. Si hería o mataba a una, la superviviente se la comería hasta dejar más o menos la mitad de su carne. Entonces depositaría sobre el cascarón una carga de millones de huevos, y se iría con la música a otra parte. El problema para Torres vendría cuando esos huevos eclosionaran, y cubrieran literalmente la base con la sombra de una nueva generación.

Su única posibilidad era dejarlas luchar, y rezar para que la cosa acabara en un empate. Si los dos monstruos veían que estaban muy igualados, firmarían un armisticio telepático y se marcharían cada uno por su lado, como si aquí no hubiese ocurrido nada. Pero si uno mataba al otro…

La furia de los titanes duró casi media hora. Y entonces ocurrió lo más trágico: uno de ellos logró matar al otro, atravesándole con su espolón la cabeza. El cuerpo desplomado le sirvió para lo que el mariscal había previsto, y cuando sus instintos naturales le dijeron que ya había cumplido con su función reproductiva, se marchó hacia el horizonte con su pesado andar de leviatán.

Torres se quedó inmóvil, contemplando el cascarón medio devorado de la procreadora. Y las millones de larvas frescas que la otra había defecado sobre él.

No le quedaba otra opción. Tenía que salir con el equipo de incineración antes de que fuera demasiado tarde.

Vestido con el traje para actividad exterior (una funda de plástico ultra-resistente que le cubría el cuerpo por completo), y armado con un lanzallamas, Torres abandonó la seguridad del complejo. Sus botas se enterraron en la arena blanca del desierto, en las limaduras de seda. El desolado vasto quería comérselo a él también, pero no le dejó. Sacó las botas de las arenas movedizas y avanzó torpemente hasta la procreadora. Entonces dejó salir la furia de mil octanos, la tempestad deflagradora que lo consumía todo. El brillante cono de soflamas de su arma.

Arded, arded, malditas, se dijo con una mueca de éxtasis; incineraos en los fuegos del infierno, y no volváis para contarlo…

Las contempló retorcerse bajo el manto amarillo y rojo, y soltó un grito de triunfo. ¡Sí! ¡Desde luego, la tecnología pre-Luz era un milagro!

Entonces las vio.

Había casi una decena de ellas. Procreadoras. Todas viniendo directamente a través del vasto, hacia la base de lanzamiento de misiles. Torres jamás había visto a tantas de ellas juntas, de hecho no creía que pudieran estar tan cerca sin aniquilarse unas a otras. Eran ferozmente territoriales.

Pero si eso era así, ¿cómo se explicaba aquel contingente de monstruos que avanzaba en su dirección? ¡No era posible! ¿Tenían acaso un jefe que los guiase? ¿Habían visto los destellos del lanzallamas y los habían tomado como una señal, como la voz de algún imposible dios insectoide que hablara en fuego y humo?

El mariscal corrió a la base y se encerró en la cámara de descontaminación. No había tiempo que perder: los segundos latían en sus sienes más rápido que en el reloj de la pared. Tenía que hacer algo y ya, o aquellas bestias destrozarían lo que quedaba del complejo.

Cuando llegó a la sala de mando, después de perder un tiempo precioso descontaminándose y quitándose el traje, vio un paisaje de pesadilla: las procreadoras habían destrozado la esclusa del silo de misiles y estaban arrastrándose dentro. Era como si olfatearan la potencia destructora del cohete, los millones de grados de infierno líquido que esperaban en sus tanques de combustible, y quisieran libarlos mediante sus grasientas trompas. Si no hacía nada por evitarlo, dentro de una hora el misil Arián sería una torre blanca de veinte metros cubierta por insectos hambrientos de poder nuclear.

Y quién sabía lo que pasaría después.

Torres se desesperó. No debía dejarse arrastrar por el pánico, había sido entrenado para ello. No tenía otra opción: tenía que lanzar el misil. O detonarlo, si no era posible lo primero, antes de que aquellas bestias se lo comieran. Quién sabía qué trampa había hecho la mutación biológica que dominaba el mundo, para que aquellas cosas quisieran alimentarse de combustible de cohetes.

La evolución… esa zorra mutante. Estimulada por las prodigiosas fuerzas desatadas por la Luz, había hecho crecer a los insectos y los había convertido en algo impensable. Mutaciones, las llamaban antes… sí, y mucho más. Horrores sin nombre que habían sabido adaptarse al nuevo orden mundial, preparadas para comer fuego, para respirar electrones, para medrar en la radiación y la muerte.

Mutantes.

Tenía que pararlos, o se zamparían la golosina definitiva. Y quién sabía qué nuevo catálogo de pesadillas saldría de ahí. Algo jamás visto en la historia del mundo. Tenía que girar las palancas y apretar los botones, y lanzar el maldito proyectil.

Se sabía el libro rojo de memoria, y había practicado el proceso miles de veces. Eso le hizo moverse a través del laberinto de protocolos de seguridad como pez en el agua. Todo fue bien hasta que llegó al momento crítico, aquel para el cual hacían falta dos hombres, sentados en dos consolas separadas, para introducir al mismo tiempo los códigos. Uno solo no podía hacerlo.

Intentó controlar la respiración, tranquilizarse, buscar una solución. Había soñado con este problema muchas veces, y siempre creyó que llegado el día sabría encontrarle solución. Pero el día había llegado… y él no sabía cómo activar las malditas consolas.

Arrastró el cuerpo del oficial que había encontrado en el pasillo, y le puso una de sus extremidades en la frente. Aunque le doliera horrores, tenía que leerle la mente, como había hecho con los oficiales anteriores. Buscar en la cabeza del cadáver un destello neuronal durmiente, que pudiera estimular con electricidad para que le brindase un recuerdo, la memoria de los técnicos, cualquier cosa que fuera útil. Igual que cuando absorbió los recuerdos de aquel encargado de la limpieza llamado Esteban Torres, y los hizo suyos. Igual que cuando leyó la mente de todos los humanos muertos tras la intrusión de los carroñeros en la base, cuando las barricadas no aguantaron.

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Ilustración: Pedro Bel

Sin embargo, en la cabeza de aquel soldado no había ningún truco técnico y milagroso de última hora: sólo era un intendente de bajo rango. Sabía usar un fusil, pero poco más. Y eso tampoco le había salvado la vida.

Insultando a la evolución y sus jugarretas mutantes, el mariscal se sacó de la manga su último truco, aunque sabía que eso dañaría irremediablemente su cuerpo, y ya jamás podría volver a curarlo. Haciendo de tripas corazón, y aguantando un dolor atroz, estiró una de sus patas hasta más allá de lo posible, partió su abdomen de hormiga gigante y casi se dividió por mitosis en dos individuos diferentes, pero logró su objetivo: alcanzar la otra consola. Introducir el código final. Apretar el botón de lanzamiento.

Mientras el misil nuclear salía del silo cabalgando una torre de llamas, el mariscal chilló de felicidad. Había ganado. Había vencido a aquellos monstruos. Maldijo a la estúpidas mutaciones que se habían adueñado del planeta e hizo un último saludo militar: el mundo de antaño estaba paralizado, sumergido en una pausa para el café que lo había detenido durante ocho largos años. Y así seguiría muchos más, se lamentó, pero al fin acabaría poniéndose en marcha de nuevo.

Porque, como los recuerdos del difunto coronel habían constatado, a la Luz sólo habían sobrevivido los insectos.

Sólo los insectos.


Víctor Conde nació en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias, España), en 1973. Sus referentes clave dentro del género han sido los grandes escritores norteamericanos, modernos y clásicos. Destaca a Arthur Clarke, Dan Simmons y Greg Egan, pero no se alimenta solo de ciencia ficción. La poesía de William Blake o los mundos de geometría oculta de los surrealistas también le fascinan. Se ha inspirado además en autores españoles como Ángel Torres Quesada o Arturo Pérez Reverte Tras ganar el premio Minotauro 2010, ha seguido publicando ciencia ficción y fantasía, alternándola con el género del terror. Con Minotauro publicó en 2011 “Hija de lobos”, un relato de horror gótico emplazado en el siglo XIX, y la trilogía juvenil de los “Heraldos” con la editorial Hidra, con gran éxito de crítica. Su novela “Ecos” es Finalista al Premio Celsius de Ciencia Ficción y Fantasía.

Ha publicado en Axxón; en Ficciones: «LA ASOMBROSA HISTORIA DE ENRIQUE Y EL HORROR TENTACULAR DE VENUS», «EL ARCHIVISTA», «EFECTO CAMPO», «EMPALME EN LA CINTA DE MOEBIUS», «YSOBELT Y LOS VISIONAUTAS», «EL ÁGUILA TATUADA», «LA ESCRITORA», «AVENIDA AMONÍACO», «EL BAOBAB DE LAS PALABRAS», «ONIROMANTE»; en Urbys: «LA ÓPERA DE TODOS LOS FANTASMAS», «LA FÁBRICA DE COMPRIMIDOS», «LA FINCA ENTROPÍA», «EL BAR DE SAN JOSÉ 5»