Revista Axxón » «Los Santos conspiradores del tiempo: Introducción, I, II, III», Marcelo Artal - página principal

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AXXÓN!
  
 

 

 

 ARGENTINA

Introducción

En el principio creó Dios los cielos y la tierra.

Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.

Y dijo Dios: sea la luz; y se iluminó Argentina.

Y vio Dios que Argentina era buena; y separó Dios a Argentina del resto del planeta.

Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche. Fue la tarde y la mañana un día, el primero de Argentina.

Luego dijo Dios: haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas.

E hizo Dios la expansión, y separó las aguas que estaban debajo de la expansión, de las aguas que estaban sobre la expansión. Y fue así.

Y llamó Dios a la expansión Cielos, que luego serían bandera. Y fue la tarde y la mañana el día segundo.

Dijo también Dios: júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así.

Y llamó Dios a lo seco Patagonia, Pampa y Cuyo; al norte lo ignoró, y a la reunión de las aguas llamó Mares. Y vio Dios que era bueno.

Después dijo Dios: produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así.

Produjo, pues, la tierra hierba verde, hierba que da soja; el lapacho, el ceibo y el ombú. Y vio Dios que era bueno.

Y fue la tarde y la mañana el día tercero.

Dijo luego Dios: haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años, y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y fue así.

E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease en el día y decorase la bandera, y la lumbrera menor para que señorease en la noche; hizo también las estrellas.

Y las puso Dios en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra, y para señorear en el día y en la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno.

Y fue la tarde y la mañana del día cuarto.

Dijo Dios: produzcan las aguas seres vivientes, y aves que vuelen sobre la tierra, en la abierta expansión de los cielos.

Y creó Dios los grandes monstruos marinos, y todo ser viviente que se mueve, que las aguas produjeron según su género, y toda ave alada según su especie. Y vio Dios que era bueno.

Y Dios los bendijo, diciendo: fructificad y multiplicaos, y llenad las aguas en los mares, y multiplíquense las aves en la tierra.

Y fue la tarde y la mañana el día quinto.

Luego dijo Dios: produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie. Y fue así.

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Ilustración: Pedro Bel

E hizo Dios animales de la tierra según su género, y ganado según su género, y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno.

Entonces dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra.

Y creó Dios al argentino a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.

Y los bendijo Dios, y les dijo: fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra. Pero su bendición no fue suficiente.

Y dijo Dios: he aquí que os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, y todo árbol en que hay fruto y que da semilla; os serán para comer.

Y a toda bestia de la tierra, y a todas las aves de los cielos, y a todo lo que se arrastra sobre la tierra, en que hay vida, toda planta verde les será para comer. Y fue así, aunque sólo para algunos.

Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que no era del todo bueno. Y fue la tarde y la mañana el día sexto.

El séptimo día hubiera preferido descansar, pero en cambio, debió crear el resto del mundo y perfeccionarlo, aprendiendo de sus errores.


I

31 de diciembre de 2054. Ciudad Popular de Buenos Aires

“Levántate, Juan Domingo. 100 años más tarde, levántate y anda”.

El viejo lee, pero no escucha. Los muchos milímetros de vidrio que lo separan del exterior amortiguan las ondas sonoras, pero no filtran la luz. El ventanal del piso 98 se convierte inusitadamente en una gigante y radiante pantalla que mezcla imágenes del pasado y el presente sin cambiar de protagonista. Vuela, Juan Domingo, el de antes y el de ahora, proyectado en un zepelín luminoso que surca el cielo estrellado de Buenos Aires. Perón y Peroncito, la ceniza y el Phoenix. El primero habla y gesticula en blanco y negro, mueve los brazos eufórico y saluda; el segundo repite con una exactitud escalofriante, aunque en alta definición. No debería sorprender, porque después de todo, ha sido hecho a su imagen y semejanza, como Dios hizo al hombre. Sangre de su sangre, entrenado concienzudamente para replicar su carácter y personalidad cual verdadera estirpe; un engendro de la ciencia superador de la naturaleza y al servicio de la política. El clon del general, listo para erguirse ante el pueblo, cumplido el centenario de su caída.

Los primeros fuegos artificiales decoran la puesta en escena. En principio, pareciera ser una coincidencia circunstancial que aquel escenario propagandístico móvil ahora fuera magnificado con estruendos y explosiones coloridas. El reloj ha dado las 00:00, pero el viejo no acusa recibo.

—Yo pensé que a esta altura del partido los autos iban a volar —dice, sin quitar la vista del espectáculo.

—Los autos vuelan, papá, pero no en Argentina —afirma su hijo, al tiempo que le acerca una copa de champagne—. Muy de vez en cuando se ve alguno que otro importado por ahí, pero Dios sabe cómo consiguen las licencias aéreas especiales.

El anciano gira el cogote según las coordenadas auditivas. Ni siquiera se detiene en observar la copa.

—Bueno, no sólo Dios sabe. Yo también sé cómo las consiguen —confiesa el primogénito, y con delicadeza ayuda a su padre a sujetar la copa. Luego le sonríe—. El espacio aéreo todavía no está regulado para la circulación de aeronaves de porte reducido. Hay una ley tratándose en el congreso, pero va y viene como una pelota de ping pong entre diputados y senadores.

El viejo arruga la cara y pregunta: —¿Y vos quién carajo sos?

—Soy José, papá, tu hijo —responde y levanta la copa para incentivar un brindis—. Feliz año, viejo.

Por reflejo, cierra los ojos. El líquido burbujeante le empapa la cara e inmediatamente después escucha el zumbido de la copa al ras del oído. La conclusión auditiva es la sospechada: primero, el cristal estallando en el piso y luego los gritos de su padre. Nada nuevo, insultos y vociferaciones falaces, propias de su condición psiquiátrica.

—Vos no sos mi hijo, sos el hijo de la gran puta que te parió —le dice desde la silla anti-gravedad—, un neoperonista corrupto y pusilánime.

Los enfermeros acuden de inmediato e intentan calmar al paciente, morado y jadeante por la falta de oxígeno. José no se mueve. Su rostro denota cierta frustración, pero es un sentimiento al que ya se acostumbró. Juan, su padre, hace varios años que dejó de reconocerlo.

—No te lo puedo creer —exclama uno de los enfermeros, mientras presiona un botón en la silla sin aparente respuesta.

—¿Se cagó? —pregunta el compañero, a lo que el otro asiente con cara de fastidio.

—La puta madre. Es la dínamo gravitacional, se caga y no se consigue el repuesto —dice, ante la atenta mirada de José.

—Y bueno, traé una silla de ruedas, otra no nos queda. Estamos volviendo a la prehistoria.

—¿Quieren que los ayude? —José intenta intervenir, pero el enfermero a su lado lo toma del brazo.

—No, José, vos andá —le susurra—. Por hoy me parece que ya está bien.

José mira a su padre y lo descubre aún colorado, con los ojos saltones y el pecho inflándose y desinflándose a ritmo vertiginoso, como si se tratara de un gallo asustado.

—Sí, tenés razón —asiente y palmea el hombro del enfermero—. Feliz año.

Afuera hace calor, como de costumbre. En Buenos Aires hace ya mucho tiempo que siempre hace calor. Dicen que es por el cambio climático que provocó dragar el Río de la Plata una década atrás. No quedó otra; cuando se acabaron las reservas de divisas, hubo que ir por el agua y canjeársela por petróleo a los orientales, que pagaron fortunas. Eso fue suficiente para calmar a las fieras mientras el movimiento neoperonista ejecutaba su plan maestro de eternización: la resurrección del general.

No alcanzó con modificar la constitución dos veces, la primera para habilitar un tercer mandato presidencial consecutivo y la segunda, para ampliar el lapso en ejercicio del poder de 4 a 8 años. Hubo que clonar a Perón. Tuvieron que encarnizar la mística y darle cuerpo a la leyenda, apelando a la ciencia sin escrúpulos. Argentina vuelve a hacer historia y ante la mirada condenatoria del mundo —y la opiada del pueblo— resucita a su máximo prócer político a través de la manipulación genética. Ni el más morboso de los autores británicos victorianos podría haber imaginado semejante atrocidad.

Lo más curioso, sin embargo, es que la gente vaya a votarlo. Las encuestas diarias, realizadas por empresas privadas a través de terminales barriales electrónicas de sufragio simulado, arrojaban ayer un 55% de intención de voto, a pocos meses de las elecciones presidenciales. Va a ganar, sospecha José, quien a diferencia de la gran mayoría de los argentinos camina por las desoladas y tenebrosas calles de la ciudad sin miedo. La épica neoperonista está a punto de alcanzar su instancia más gloriosa mientras el pueblo duerme, anestesiado a partir de un combo tripartito: oportunismo, ideología e ignorancia. La santísima trinidad neoperonista: embrutecer, adoctrinar y pagar. La doctrina sin diezmo ya no existe. Quedan pocos románticos en Argentina dispuestos a defender lo indefendible a cambio de nada. Por eso, generalmente siempre hay un billete detrás de cada palabra de apoyo por parte de un formador de opinión, ya sea venga de un político, un periodista o un artista. Intelectuales ya no quedan en el País. La gran mayoría se han exiliado o desintelectualizado, víctimas de un fenómeno antropológico que viene afectando a la sociedad en las últimas décadas. El intelecto es una capacidad en vías de extinción en todo el territorio nacional.

La razón también corre serio peligro de desaparecer en el ciudadano medio. Cuando se vive dentro de un relato, cada vez es más difícil distinguir la realidad de la ficción, sobre todo si se restringen las vías de comunicación con el exterior. El gobierno neoperonista ha invertido muchos recursos en controlar los influjos de datos, lo que ha llevado a que prácticamente apenas el 10% de la población tenga libre acceso a la información. El resto de la gente vive alienada. Los proveedores de datos son mayoritariamente estatales y, los que no, dependen de los satélites nacionales, por lo que poseen filtros en el origen. La irrealidad prolongada en el tiempo conduce a la locura, y eso José lo sabe bien por su padre, quien ahora lo acusa de ser un militante neoperonista. Justo a él, que desde las entrañas del servicio de inteligencia estatal conspira contra el partido, colaborando con los pocos jueces federales honestos que quedan en la República. No lo hace desinteresadamente, porque tampoco es imberbe. La justicia lo acoraza, brindándole garantías de supervivencia en el tiempo, al menos hasta que dure la independencia de poderes, lo que seguramente será un plazo breve. Tampoco pueden hacer mucho un espía y menos de una decena de jueces, cuando la corrupción se halla fuertemente arraigada hasta en la mismísima corte suprema desde hace años. De ninguna otra manera se podría haber alcanzado la modificación de la constitución que posteriormente diera paso a la promulgación de leyes como la de la clonación humana o la de derechos humanoides, que hipotéticamente permitiría a un robot ocupar cualquier cargo público, incluida la presidencia.

Futuro errante, presente errante. La flamante primera madrugada de 2055 revela un destino mezquino para José, quien termina sentado en la barra flotante de un bar de mala muerte en Congreso; un espacio prácticamente desolado, si no fuera por el robo-tender y un encargado en completo estado de embriaguez.

José oprime un botón y despliega la carta holográfica. No necesita debatir consigo mismo qué beber porque ya lo tiene decidido. Elige una medida de whisky sin hielo y aguarda. Los barman autómatas a veces se toman su tiempo en procesar los pedidos, dependiendo de la calidad del enlace. De cualquier manera, la espera se ve atenuada por una grata e inesperada distracción visual, no muy distante a un espejismo en el desierto: una morocha esbelta se adentra en el salón y se dirige hacia él a paso decidido. “Levántate, Juan Domingo. 100 años más tarde, levántate y anda”, escucha José e interrumpe aquella visión cuasi angelical para observar, por enésima vez, a Perón y Peroncito, esta vez en el campo holográfico proyectado a pocos centímetros de su nariz.

—¿Vas a votarlo? —escucha a su costado y cuando gira, la figura de la interlocutora impacta sus sentidos, despertando instintos básicos y sofisticados al mismo tiempo. La simetría de su rostro es perfecta; sus ojos son celestes y diáfanos y sus labios brillan en la penumbra.

—El voto es secreto —contesta José. Ella sonríe.

—Por ahora —replica.

El robo-tender irrumpe en la escena y despliega su brazo telescópico para posar la bebida sobre la barra. José apoya el dedo índice en el lector digital del androide y paga la cuenta.

—De haber sabido que iba a estar acompañado pedía dos —comenta, mientras envuelve el vaso con sus dedos.

—Está bien. No bebo alcohol.

—¿Con qué querés brindar, entonces?

—Con nada. No vine a brindar —responde, tajante, pero sin perder la expresión simpática de su rostro—. Vine a buscarte.

José liquida el whisky con un movimiento de muñeca certero. Traga, exhala y sonríe.

—A buscarme… —gira en la banqueta para apreciarla más detalladamente—.Y yo que creía que iba a empezar mal el año… ¿Cómo te llamás?

—Ingrid.

El nombre suena cual canto de sirena. Sus ojos cristalinos emiten destellos hipnóticos que penetran las córneas en busca de una respuesta neuronal positiva. Hay algo irresistible en su hablar, en su mirar, en su completo ser y actuar, que difícilmente está librado al azar. José sonríe nuevamente, porque le es inevitable. La seducción es inmediata. Los estímulos se cuelan por sus sentidos y atacan su sistema simpático, revolucionándolo químicamente. Es una sensación pre orgásmica, irresistible; una prisión sensorial de difícil escapatoria.

—Vení conmigo —sus labios se mueven sensualmente, casi en cámara lenta. Labios brillantes, húmedos y presumiblemente dulces—. Tengo algo que mostrarte.

Él asiente. Ingrid voltea con agilidad felina y marca el camino. José alcanza su tobillo, empuña la pistola biométrica y apunta. El láser atraviesa el cráneo de la dama desde la nuca hasta la frente, entre chispazos y sonidos metálicos. El cuerpo no cede a la gravedad pero se detiene. El espía sabe, de cualquier manera, que la humanoide ha quedado disfuncional por el súbito fastidio que experimenta al detenerse la irradiación seductiva. Es, lisa y llanamente, la repentina interrupción de un coito.

Gira en su eje y localiza al robo-tender. Dispara de nuevo. Éste sí se desploma, porque su levitación depende de una dínamo anti-gravitacional, ahora fulminada. Dependiendo del modelo, José sabe que los robo-tender poseen sensores de calor que captan la diferencia de temperatura ambiental brusca que suscita un disparo láser. No tiene tiempo de chequear el modelo ni ganas de correr el riesgo de que un androide insensato alerte a la policía de un delito que atenta contra los derechos humanoides. También sabe que los borrachos son inofensivos, y que a duras penas el encargado, prácticamente en coma etílico, recuerde por la mañana lo sucedido.

Ingrid ya no luce tan atractiva. Está estática, despeinada y con un agujero humeante en la cabeza del que aún saltan chispas. José la rodea, la observa con atención y finalmente la enfrenta. Analiza rigurosamente su semblante. Es, tal vez, la humanoide más perfecta que ha visto en su vida, y aun así no dudó en volarle los circuitos de un flash. No ha sido creado todavía el autómata que logre engañarlo. Desengancha el escáner cilíndrico de su pulsera comando y lo proyecta sobre la retina de la víctima para leer su DNI. El visor advierte que se trata de una NN, una androide ilegal; algo infrecuente en un país donde a los robots se les otorga identidad, género y se les reconocen derechos igualitarios, independientemente de su origen. Vuelve a empuñar la pistola y le dispara en ambas rodillas. Las articulaciones ceden al impacto y el cadáver robótico finalmente cae boca abajo. Desde su posición aventajada en altura, continúa disparando, perforándole la nuca. Luego voltea el cuerpo y repite las detonaciones en el cuello, troquelando la unión entre el tronco y la cabeza. Se agacha, enfunda la pistola y se sienta en el piso, justo delante del rostro de Ingrid quien, inerte, lo mira con una elocuente expresión de tristeza. Es curioso lo expresivo que puede resultar un androide disfuncional, piensa el espía e incrusta los dedos en los orificios del cuello como si fueran garras. Después le apoya los pies sobre los hombros y tira con fuerza. Las conexiones ofrecen resistencia, pero José es testarudo. Se detiene, respira hondo y vuelve a tirar hasta comenzar a desgarrar la piel y los circuitos. Tres intentos son suficientes para decapitarla. Seguidamente sujeta la cabeza, la gira y la inspecciona; mete su mano y revuelve las vísceras metálicas hasta alcanzar el chip neurálgico, que cede rápidamente. Al retirarlo lo acerca a sus ojos: MADE IN JAPAN.

El encargado ronca, completamente ajeno a la realidad. José se levanta y mira alrededor. No sabe dónde están las cámaras, pero tampoco le importa. La misma Ingrid ha de poseer una grabación de video interna extraíble, pero que a duras penas lo pueda comprometer. Trabajar en el servicio secreto nacional tiene la ventaja de hacerlo invisible. Su rostro no figura en el banco de datos biométricos, y en la improbable eventualidad de ser reconocido por un tercero, su indemnidad se halla asegurada gracias al máximo atributo de su oficio: la impunidad.

Se dirige hacia la salida, pero arribando al umbral decide detenerse. Necesita darle un último vistazo a la escena. Poco queda de la llamativa autómata que intentó seducirlo; apenas un esqueleto de microlattice acéfalo y desarticulado. José presiente que esto será tema de debate con su terapeuta virtual. No es un problema personal con los humanoides, sino más bien un conflicto con el género femenino. No hay relación que le dure.


II

Es improbable que fuera una robo-prostituta. Un androide de ese calibre cuesta millones de bitcoins, y en el radio de Congreso no hay proxeneta que tuviera semejante cantidad de recursos para invertir en tan fina herramienta de trabajo. Se puede encontrar cierta oferta medianamente sofisticada en el centro de Buenos Aires, pero nada como Ingrid. Ésta poseía un magnetismo mucho más evolucionado del que suele hallarse en la calle. La seducción mediante el estímulo radial no es novedosa, si de hecho hace más de una década que ha reemplazado al sildenafilo en el tratamiento de la disfunción eréctil, para perjuicio de la industria farmacéutica, pero José jamás la había experimentado con tanta intensidad. Ingrid era una humanoide fuera de lo común, y todo lo que se mueve fuera de los márgenes de lo común a José lo incomoda. Un espía conspirador del poder de turno no puede dejar nada al azar, y menos cuando las circunstancias involucran a un rival muy superior, como es el caso de un humanoide. Si no le hubiera partido la cabeza de un rayo en el momento justo, quizás no habría tenido chances de sobrevivir. No se trata de una especulación, sino de apenas otra realidad en la historia autodestructiva del hombre y su creación: no existe sobre la faz de la tierra el ser humano que pueda enfrentar a un androide en igualdad de condiciones y salir airoso de la contienda.

Alguien lo busca. Ingrid era una escolta, una mandataria con cualidades de bruja. Los robots no tienen intereses, sino objetivos. Responden a algoritmos programados por personas, que son, en última instancia, los verdaderos interesados en la consecución de un logro. Las dos grandes preguntas son quién y por qué, y el principio de la respuesta se halla cercada entre los circuitos y mini transistores del chip neurálgico, en forma de texto: MADE IN JAPAN. La procedencia de aquella delicada máquina es una pista de trazabilidad sagrada en un país como Argentina, en que el mercado está completamente cerrado a la importación de bienes y servicios. Alguien cualquiera, un ciudadano promedio, tal vez encontrara complicado rastrear la ruta de compra, pero un empleado del servicio de inteligencia con acceso al SUCI (servidor único y centralizado de información) la tiene bien fácil.

José evita dirigirse a su casa. No hace falta trabajar en el servicio secreto para darse cuenta de que si lo hallaron en un bar inhóspito del microcentro porteño, seguramente haya una guardia montada en la puerta de su hogar. También sabe que lo están observando y que lo siguen. No puede precisar quién ni cómo, pero lo presiente. Su estrategia es simple: moverse en una ruta monitoreada. No le garantiza nada, pero al menos mejora sus chances prevenir un ataque. Cualquiera sea su enemigo, tendría que ser muy poderoso para perseguirlo ante la exposición de múltiples cámaras; alguien con el mismo nivel de impunidad que él.

La red de subterráneos porteña es la vía de movimiento ideal. Funcional siete días de la semana, veinticuatro horas al día y vigilada de punta a punta, desde la primera hasta la última estación, vagón por vagón. No todos los robots gozan de derechos igualitarios, después de todo. Los motorbots, por ejemplo, que conducen los metrocars, no tienen feriados ni vacaciones, más allá de las pausas por mantenimiento.

Son 10 minutos del microcentro a Belgrano, donde José desciende sin advertir acecho. Su destino final es cuesta abajo, por calle Juramento, rumbo a Nuevas Barrancas. No necesita mucho tiempo, apenas unos minutos para consultar la base de datos y desenmascarar al prospecto. Conocer al enemigo es su máxima prioridad, una necesidad básica e imprescindible para equilibrar la disputa, sea cual fuere.

El barrio chino está atiborrado de gente, como bien había especulado. Es lo que precisa: mucho ruido, poco espacio. El caos es el mejor refugio de los fugitivos. Avanza por las calles entre la muchedumbre, trazando un vericueto innecesario para el pronto arribo, pero efectivo para el despiste. Pronto se difumina, desaparece en la multitud y se escabulle detrás de un cartel publicitario, por una grieta oscura, angosta e imperceptible, sin aparente salida. Se desliza con esfuerzo hacia el lado ciego y se detiene expectante.

—Nombre y número —se escucha entre los ladrillos.

—Santos Moreira, agente 7.179.

—Manténgase firmemente erguido, con los brazos pegados a ambos lados del cuerpo.

José adopta la posición exigida y enseguida siente la vibración en sus piernas. La plataforma desciende dos metros y medio, posicionándolo frente a un pasillo largo con una puerta blindada en el extremo opuesto. Ya conoce el procedimiento, no es la primera vez que visita un bunker de la agencia. Avanza y apoya los ojos en el visor junto a la puerta para que el láser lea sus retinas. La autorización de entrada es inmediata.

El SUCI es una base de datos hermética, desprovista de conexiones y actualizada diariamente en forma física, a la que sólo puede accederse mediante una TUA (terminal única de acceso). Cualquier consulta a la misma debe realizarse mediante el registro presencial de un agente de inteligencia, ya sea en el centro de cómputo de la casa matriz o en uno de los 187 bunkers dispuestos a lo largo y a lo ancho del territorio nacional. En la jerga de inteligencia lo denominan el sistema anti carpetazo, un mecanismo ideado por los neoperonistas para minimizar los riesgos de conspiración contra el poder del estado. Ninguna averiguación escapa al control del gobierno, a menos que se trate de información clase D, la cual es de rápida consulta y descargable vía servidores online, como ser los datos y antecedentes personales de los ciudadanos.

No es fácil conspirar en los tiempos que corren, pero tampoco imposible. La génesis de la información es incontrolable, a diferencia de su registro. Es verdad que el SUCI ha limitado el radio de acción, pero está lejos de evitar la sedición parcial de Santos, quien cuenta con una red de informantes en el origen. Posee ojos y oídos en todas partes, que ven y oyen datos en bruto, mucho antes de que éstos ingresen formalmente en el circuito de información.

Se sienta en una terminal y nuevamente se identifica mediante un escaneo de retina. El campo holográfico se proyecta ante sus ojos, comunicándole el número del acta de consulta. José toma el comando virtual y navega por la plataforma hasta ingresar en el registro de aduana. Filtra por producto, tipo y origen y genera una búsqueda de importaciones para los últimos cinco años. El resultado es obvio, sólo existe apenas una importación de androides desde Japón, por tres unidades, realizada en 2053. El importador tampoco sorprende: Enerpop, la empresa de energía atómica devenida en la máxima prestadora de servicios del gobierno nacional. La bestia de la energía, propiedad del magnate Mariano Mitos, concentra y monopoliza la producción, el transporte y la distribución de la electricidad en todo el país, consagrándose como la máxima licenciataria del estado. Un amigo del poder, el señor Mitos, lo que le permite, entre muchas otras cosas, comprar en el extranjero robots humanoides prohibidos para la importación. Seguramente sea él, también, el dueño de varios de los pocos autos voladores que se ven en la ciudad.

El surgimiento de Enerpop es un escándalo excepcional en la historia de Argentina, no porque en el país falten escándalos, sino porque es el único caso en que la corrupción ha llegado a buen puerto. Mariano Mitos es un notable y multimillonario inmigrante, quien negoció con el estado la concesión absoluta de la electricidad, desde su producción y transformación hasta la prestación del servicio al usuario final, a cambio de una inversión que triplicó la capacidad de generación. También es uno de los máximos responsables de que el neoperonismo continúe en el poder, porque si no fuera por él, el déficit energético que acechaba al país dos décadas atrás ya habría destronado al eterno mandante. Nunca entendió, José, las motivaciones de Mitos para colaborar con el modelo. Tal vez, a falta de necesidades concretas, sus intenciones fueran meramente ideológicas. Es sabido que el dueño de la energía posee aspiraciones filantrópicas, pero es difícil imaginarlas sinceras. Su personalidad naufraga en una contradicción inaudita para la Argentina: una encrucijada de poder que combina la eficiencia y productividad con corrupción. Una alquimia nunca vista.

Mitos es un enigma difícil de resolver, y también lo son sus fines para con Santos Moreira. Nunca jamás han estado en contacto, ni directa ni indirectamente, y el agente no posee ninguna línea de investigación abierta que pudiera perjudicarlo. No hay razones aparentes para que el acaudalado titular de Enerpop intente acercarse a él. Pero entre tanta incertidumbre, hay una certeza: una persona tan vinculada al poder ejecutivo seguramente goce de vigilancia permanente en el SUCI, por lo que es muy probable que el acta de consulta generada haya disparado una alarma. Si Mariano Mitos no lo sabe ya, es sólo cuestión de tiempo hasta que sea advertido, y eso le da a José una ventana no muy holgada de tiempo para desaparecer y hacer los sondeos pertinentes desde la clandestinidad. En el espionaje se planifica a la distancia, nunca expuesto.

Desanda el camino hasta la plataforma. En el trayecto piensa rápido: tiene muchos bitcoins en una cuenta paralela y alguna que otra lente de identidad alternativa en un aguantadero a las afueras de la ciudad. Necesita, sin embargo, encontrar en la madrugada de año nuevo un maquillador que le ajuste el aspecto del rostro para sortear los filtros biométricos. Ya no está del todo seguro de que su identidad no figure en los registros, como la de cualquier otro ciudadano de a pie. Hay que minimizar los riesgos. El objetivo es marcharse en las próximas horas, huir de inmediato al exterior, y desde afuera triangular averiguaciones acerca de los motivos por los cuales lo busca Mitos. Lo primordial es estar a salvo.

Se desliza por el estrecho pasadizo hasta la calle. La multitud festeja, baila y por supuesto suda a chorros. Imposible conservar la presencia con 40 grados de calor y 90% de humedad. José se abre paso entre los malolientes. Para contribuir a su incomodidad y fastidio aparecen los mosquitos. Lo pican. Una, dos, tres veces. Avanza con ademanes y huye de los insectos, pero la embestida es personal. Lo persiguen, lo acosan y vuelven a picarlo. Se marea, trastabilla y se detiene. Algo no está bien. Son considerablemente más ágiles que el común de los mosquitos, pero incluso así logra capturar a uno en su cuello. Lo sujeta entre el índice y el pulgar e intenta observarlo, pero la visión se le nubla. Siente que va a desvanecerse en cualquier momento. Se tambalea, como tantos otros a su alrededor. Antes de caer, dos extraños lo auxilian desde atrás, sosteniéndolo y abrazándolo como si se tratara de un amigo. No son amigos, piensa en su último instante de lucidez, en la génesis de la inconsciencia, pero nadie alrededor lo sabe. La verdad es que lo parecen: compañeros de juerga alcoholizados atravesando las masas sudorosas. Se alejan y se pierden, inadvertidamente.


III

Sueña que flota. Su cuerpo a la deriva, girando en el espacio, dando vueltas como un objeto inanimado y errante, de trayectoria azarosa. Rebota entre ondas, envuelto entre la penumbra y el silencio.

Abre los ojos. La luz se le cuela entre las pestañas, descascarando la oscuridad inconsciente.

No sueña, flota.

Se halla dentro de una cápsula microgravitatoria. Sabe que existen, pero jamás había estado en una. Hay que prestar especial atención para saberse encerrado, porque las paredes y el techo son transparentes e imposibles de advertir con la sola mirada. La apariencia de libertad es absoluta, pero al avanzar, las flexibles y diáfanas barreras lo impiden.

Afuera, dos caballeros de traje oscuro dialogan entre sí sin quitarle la vista de encima. Asienten y gesticulan. Uno de ellos voltea y se marcha; el otro permanece estático, con los ojos clavados en su figura. José hace una pirueta en el aire para alcanzar su tobillo; ya no lleva el arma consigo. Tampoco tiene su pulsera comando.

—José Daniel Santos Moreira —una voz en off rodea el ambiente—, a partir de este momento la gravedad recuperará su normalidad en forma gradual. Posteriormente, una de las paredes descenderá bajo el nivel del suelo y usted será escoltado al encuentro del señor Mitos. Cualquier intento de sublevación será reprimido de manera inmediata. Si está de acuerdo con las condiciones de su liberación, por favor asienta con la cabeza ante su escolta.

Santos se irgue en el aire y asiente. Su cuerpo, lentamente, recobra la sensación de peso habitual, al tiempo que aterriza sobre la base del habitáculo. Le lleva aproximadamente un minuto volver a poner los pies sobre la tierra y hallarse en completo dominio de su equilibrio. Luego, como fuera previamente advertido, la pared frente él desciende, liberándolo de su cautiverio.

—Sígame —ordena el guardia, quien a simple vista no pareciera estar armado.

Atraviesan un corredor largo. José cuenta los pasos por costumbre y por precaución. Siempre es bueno tener una idea métrica de la distancia recorrida en un sitio desconocido, y más aún si éste hace las veces de prisión. Dibuja en su cabeza un mapa por partes, que en el mejor de los casos no tendrá que utilizar, pero de necesitarlo, será de ayuda. En circunstancias de escape, la improvisación suele ser un factor de fracaso, y a veces de muerte. Al arribar a una bifurcación, toman el sentido derecho. El pasillo da una vuelta extensa, rodeando una estructura semicircular. El espía toma nota mental y sospecha de que seguramente se trate de un espacio cilíndrico en medio del edificio. Continúan por el sendero un tiempo más, el guía por delante y él por detrás, copiándole el ritmo. Tiene que ser un humanoide, piensa, ante el hecho de que le da la espalda con total tranquilidad. Ofrecer la retaguardia a un humano desarmado no presenta demasiados riesgos para un androide. Ingrid, por supuesto, no tuvo esa suerte. La sensual androide se confió demasiado de sus virtudes esotéricas y su algoritmo de cálculo de riesgo falló en el diagnóstico. La inteligencia artificial ha evolucionado hacia estándares escalofriantes, pero todavía no puede digerir la aleatoriedad en el accionar del hombre. La impredecibilidad humana es imposible de modelar, pero un simple mortal con las manos desnudas suele ser predecible. Santos no tiene chances y está advertido: si se subleva, lo reprimen. El alcance del último concepto queda a su criterio.

Arriban a una plataforma de ascenso. El escolta se detiene delante de él, voltea y le señala el rumbo. José sube a la plataforma, pero el supuesto humanoide aguarda en su posición. El viaje hacia arriba es en soledad, pero efímero. El inmenso despacho de Mitos se abre ante sus ojos de inmediato y la plataforma se detiene. Duda en avanzar, pero el anfitrión lo anima.

—Adelante, Santos. Pase, por favor —invita el magnate al otro lado de la sala.

José se toma su tiempo, realiza un barrido visual de la habitación y emprende camino. A ambos lados, figuras robóticas decoran el trayecto; una vasta colección de prototipos humanoides que abarca distintas épocas y recuerda, a quien sea que comparezca, que el señor Mitos es intocable. Ya no genera interrogantes el hecho de que el custodio no haya subido a la plataforma.

—Siéntese, por favor —sugiere el empresario, cuando el espía alcanza el escritorio.

—El secuestro de un agente de inteligencia es un serio delito federal, señor Mitos —dice José, haciendo caso omiso a la indicación.

—Sí, por supuesto, también lo es asesinar a un humanoide.

Mariano Mitos se conserva en forma espléndida, aparentando un par de décadas menos de la edad bajo la cual figura en la base de datos de inteligencia.

—¿Se refiere a su humanoide no identificada? Reemplazar retinas biónicas también es un delito.

Mitos sonríe, cierra los ojos y suspira. Se toma su tiempo para reanudar.

—Será difícil convencerlo de todo lo que le diré hoy, empezando por esto —sus ojos se fijan en el objetivo—: yo también soy un conspirador.

El mensaje es de impacto instantáneo. A Santos se le detiene el corazón una fracción de segundo, acumula adrenalina y embiste las arterias con fuerza. La sangre fluye raudamente fosforesciéndole la piel.

—Tan sólo le pido que me escuche —continúa Mitos—, tengo pruebas de todo lo que voy a contarle. Las circunstancias por las que arribó aquí dan a desconfiar, y lo entiendo, pero usted también comprenda que mi intento de contactarlo por vías pacíficas fracasó inesperadamente y no me quedó más alternativa que improvisar.

—Una humanoide de ese calibre intentando seducirme en un bar de Congreso es un evento digno de sospecha, señor Mitos.

—Sobre todo siendo un espía conspirador —el interlocutor asiente—. Tiene usted toda la razón. Envié a mi mejor humanoide con la idea de atraerlo, sin necesidad de violencia. Creí, sinceramente, que usted cedería a los estímulos hipnóticos sin oponer resistencia, pero evidentemente lo subestimé.

—Evidentemente —afirma José.

—Siéntese, Santos. Conspirar es demasiado agotador como para hacerlo de pie.

—No sé de qué habla.

—Le hablo de una posible confabulación. Una unión de esfuerzos que altere de una vez y para siempre el futuro de esta nación maldita.

La incredulidad en el rostro del espía es elocuente. Mariano Mitos asume que será difícil incentivar su sinceridad a base de diálogo, cuando el interlocutor ni siquiera se predispone a tomar asiento. Se levanta, dejando en manifiesto su altura. El millonario conserva una figura atlética envidiable, lo que magnifica aún más aquella percepción de juventud previamente observada por Santos.

—Sé que es difícil de creer lo que le digo —voltea hacia la pared y pierde su mirada en un gigantesco mapa nacional surcado por redes y nodos de energía—. A mí mismo me cuesta creer que ya llevo treinta años forjando una relación de poder falsa, meramente estratégica. Pero de eso se trata conspirar, ¿no? Hay que tener paciencia y construir confianza para vulnerar al enemigo. El tiempo ayuda a tolerar, generando defensas inconscientes, pero al principio, cada noche, antes de acostarme vomitaba. Y es que el solo hecho de saber que colaboraba con el enemigo me revolvía las tripas, pero no tenía más opción que hacerlo, hasta ahora —lo mira—. Ahora hay remedio, Santos. Existe una alternativa excepcional a este fenómeno enfermizo y eterno denominado neoperonismo y créame si le digo que no es tarde aún. Podría parecerlo, porque qué puede sonar peor que clonar a un prócer político y que éste gane las elecciones… Tendrá que confiar en mí cuando le digo que esto, que se siente como el final de un ciclo nefasto, es apenas el comienzo. Y la mía no es una especulación, sino una certeza. Aquí y ahora todavía no es tarde, pero en mi tiempo sí. Puede sonarle disparatado lo que voy a decirle, pero como le expliqué, tengo pruebas. A mí no me han contado nada, porque lo he visto todo. Yo, señor Santos, lo crea usted o no, vengo del futuro, más precisamente de 2092, y he visto el inicio del apocalipsis argentino.

José entorna los ojos. Duda, suda, calcula. Intenta arrancarle al magnate alguna evidencia gestual que lo delate. Él tiene experiencia en la lectura humana precisa e inmediata. Ha interrogado a cientos de personas y sabe desnudar personalidades en el acto, pero en el caso de Mitos, y muy a pesar de su apellido, su testimonio pareciera ser inexplicable y absurdamente verosímil, al menos, a nivel perceptivo. Esa certeza lo abruma y lo fatiga mentalmente. Le vence las rodillas y le tuerce la espalda. Logra prevenir la caída sosteniéndose del respaldar de la silla. Cierra los ojos e inhala hondo, intentando recuperar la presión sanguínea. A veces la verdad es irremediablemente sofocante.


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