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¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 

 

 

 ESPAÑA

Quizá el mejor momento de su vida fue cuando los dos Procreantes acudieron a él intentando convencerlo para que formase parte de su Unidad Reproductora. El Hogar carecía de nombre. Ningún Hogar lo tenía. Tampoco los Procreantes. Todos se conocían. Y cada uno de ellos admitía la incuestionable superioridad de un Hogar. Resultaba lógico. Todo el mundo comprendía que el eslabón más importante de una Unidad Reproductora era su Hogar. Por eso, y por lo que significaba aquel momento en la vida de cualquier individuo, el Hogar recordaba con especial cariño la entrevista que mantuvo con los dos restantes miembros de la futura Unidad Reproductora. Los dos Procreantes, indistinguibles entre sí para un Hogar, al igual que todos los de su clase, acudieron a visitarlo a la Comuna Familiar. Cientos de Hogares vivían allí. En la Comuna crecían bajo el atento cuidado, siempre respetuoso, de otros Procreantes, ya ancianos, dispuestos a servirlos y hacer realidad todos sus deseos. Un Hogar nunca se rebajaría tanto como para convertirse en siervo de otro individuo. Pero los Procreantes estaban acostumbrados a obedecer. Todos los Hogares eran testigos de hasta dónde podía llegar su grado de servilismo ante ellos. El Hogar aguardaba más nervioso de lo que dejaba traslucir la llegada de los peticionarios. Siempre había sucedido así. Un Hogar no buscaba una familia. Se limitaba a esperar que una pareja de Procreantes ya formada acudiera a suplicarle que se uniera a su Unidad. El Hogar tenía perfecto derecho a rechazar a los Procreantes si así lo creía conveniente. No era frecuente que se produjera rechazo. Para un Hogar igual daba unirse a una Unidad que a otra. Los Procreantes eran todos iguales y siempre atenderían sus deseos con exquisito cuidado, como constituía su sagrada obligación. Aquel día se presentaron en la Comuna cientos de Procreantes. Todos los que una vez fueron sus hermanos y con los que no compartían otra característica que el momento de su nacimiento. Se trataba del día en que se formarían las nuevas Unidades Reproductoras. Solo existía una limitación para las uniones entre Procreantes y Hogares. Ninguno de los dos Procreantes de la asociación podía ser Hermano de Nacimiento. El Hogar se hallaba por encima de aquellos tabúes ancestrales, propios de los individuos sexuados. Él tan solo tenía que dar el visto bueno a la petición de su nueva familia.

Los dos Procreantes se mostraban muy asustados. Ambos llegaron enlazados por el talle. Aquel signo externo demostraba a las claras su nerviosismo. Siempre respetuosos, se postraron ante él y le pidieron al unísono, con una sola voz que brotaba de dos gargantas temblorosas, que se uniera a ellos para formar el Sagrado Vínculo que precedía a la Unidad Reproductora. Emplearon la fórmula tradicional y, al concluir su solicitud, con una doble vibración que resultó al Hogar sumamente divertida, permanecieron tendidos a sus pies con la vista fija en el suelo mientras aguardaban la temida y anhelada respuesta. El Hogar comprendía que para ellos aquel era un instante trascendental. Si él los hubiera rechazado habría llevado la desgracia a aquellos miserables, convirtiéndolos en unos parias aún mayores que los insignificantes individuos que ya veía en ellos. Pero el Libro Santo no consentía tales muestras de crueldad. Solo un error de protocolo o una falta de respeto por parte de los peticionarios habría hecho del rechazo una respuesta socialmente aceptable. No era el caso. Al Hogar le bastó con saborear la sensación de poder sobre aquellos desgraciados. Antes de contestar con la fórmula ritual, quizá divertido por ver a los suplicantes a sus pies, tan feos e insignificantes, se quedó observándolos durante unos instantes que a ellos les debieron de parecer eternos. Finalmente, cuando consideró que era innecesario seguirlos asustando, el Hogar habló:

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Ilustración: Pedro Bel

—Os acepto. Servidme como es vuestro deber y no deshonréis a vuestra casta.

El Hogar se sintió orgulloso del modo en que declamó la fórmula aprendida hacía tanto tiempo. Aquel era uno de los instantes fundamentales en la vida de todo Hogar. No deseaba humillar a sus insignificantes futuros consortes, pero no pudo evitar que el sonido de su voz estuviera matizado por el timbre vibrante del orgullo que teñía sus palabras. Los dos solicitantes suspiraron tranquilos y el color de su piel viró hacia los tonos amarillos que indicaban felicidad. Resultaban un poco ridículos. El Hogar estuvo a punto de reírse, pero prefirió mantener la compostura. Pobrecillos, se sentían tan nerviosos como si él hubiera estado a punto de rechazarlos. Se contaba que en alguna ocasión se había producido el rechazo. Pero ningún Hogar conocía a otro que afirmase haber rechazado a una pareja. Claro que entre ellos, los Hogares jóvenes, no existía ninguno que pudiera remontarse a otros tiempos lejanos. Quizá en el Hogar de los Hogares habría algún hermano maduro que pudiera contar iracundo el desplante de unos Procreantes idiotas y el rechazo consecuente. En realidad, resultaba innecesario añadir al nombre Procreante el epíteto idiota. ¿Acaso no eran un poco bobos todos los Procreantes? Al menos se los consideraba buenos. Y no tenía sentido burlarse de ellos por no poder situarse a la altura de un Hogar. Los Procreantes cumplían su función como siervos de los Hogares y miembros activos de la Unidad Reproductora, con lo cual bastaba.

Sus futuros consortes suspiraron aliviados tras la ceremonia de aceptación y el Hogar, condescendiente, les dio permiso para levantarse. Incluso consintió que su nueva familia se le acercase. Uno de los componentes de la pareja, admirado y agradecido, le confesó que le parecía muy hermoso y, seguidamente, se tomó la libertad de rozar uno de los brillante pliegues de su caparazón contra la piel de su brazo. El Hogar, irritado por la indiscreción, se apartó de golpe. El Procreante, enseguida, se echó a sus pies y suplicó su perdón.

—Perdóname, amado Hogar, no quería ofenderte. ¡Soy tan feliz porque te hayas unido a nosotros!

El gesto del Hogar se dulcificó. Aquellos seres resultaban ridículamente encantadores. Aceptó sus disculpas y les pidió a ambos que aquello no se repitiera sin su consentimiento. Los Procreantes, ¿qué otra cosa iban a hacer?, le agradecieron su amabilidad con grandes aspavientos.

«Amado Hogar», habían dicho. Sus nuevos compañeros resultaban muy graciosos con su tonta costumbre de enamorarse. Los Procreantes, todos tan feos y tan iguales entre sí, desarrollaban sentimientos de afinidad con algunos de sus semejantes y formaban pareja, embrión de la Unidad Reproductora, tan solo cuando se sentían enamorados. Lo curioso era que parecían considerar su amor extensivo al Hogar. También pensaban que este último debía corresponderlos, aunque comprendían que el afecto que un Hogar podía dedicar a un individuo cualquiera era muy distinto de los irracionales sentimientos desarrollados entre la casta inferior de los Procreantes.

Después de aquel día la vida del Hogar cambió. Junto con los Procreantes, se marchó a vivir en un Nido. La costumbre establecía que, tras constituirse una Unidad Reproductora, sus miembros abandonaban sus respectivas Comunas para entrar a formar parte de la Sociedad Intermedia. Ya no eran niños sino que aspiraban a formar parte de la Comunidad de Adultos. Pero tampoco se habían convertido todavía en miembros de pleno derecho de la Sociedad. Para alcanzar ese punto primero debían reproducirse. Únicamente entonces se los consideraría adultos respetados por todos los de su casta. Los Procreantes quedarían al cuidado de las Comunas de niños, tanto de los retoños Procreantes como de los Hogares, así como de todos los asuntos materiales de la Sociedad. Los Hogares no se rebajaban a aquellas tareas tan burdas. Ellos, después de participar en la tarea de la reproducción, alcanzaban un estatus superior al de todos los demás. Solo entonces podían marcharse al Hogar de los Hogares, el paraíso de felicidad donde no tenían permitido el acceso los Hogares inmaduros ni ningún miembro, niño o viejo, de la pobre casta de los Procreantes.

El Nido era un buen lugar para vivir. Se trataba de una construcción convexa con tres habitáculos: la sala grande para el Hogar, el pequeño cuarto donde cohabitaban los Procreantes y el enorme salón común donde se pasaba la mayor parte del tiempo. El Nido en sí mismo no era ni más ni menos cómodo que las instalaciones de la Comuna. Lo que resultaba delicioso era la libertad de poder desplazarse a cualquier sitio y, sobre todo, el hecho de disponer en todo momento de los dos Procreantes para su servicio. Su nueva familia se mostraba dispuesta a hacer cualquier cosa que él pidiera. Su tiempo, sus esfuerzos, su compañía, estaban siempre al servicio del Hogar, su hermano, su ejemplo, su amo y señor. Los deseos de los dos Procreantes coincidían con los suyos. Ambos se mostraban satisfechos y complacidos sirviéndole en todo. No, aquellos amables Procreantes nunca deshonrarían las costumbres de su tonta raza.

El Hogar comprendía que, en ocasiones, abusaba de la buena voluntad de sus serviciales compañeros. Ellos nunca protestaban, jamas le replicaban ni retrasaban un solo instante el cumplimiento de cualquiera de sus órdenes o la simple expresión en voz alta de un deseo. No llegaba a arrepentirse de sus excesos y caprichos. Como todos los Hogares, se trataba de un individuo demasiado egocéntrico como para admitir un error. Tan solo de vez en cuando, como una muestra de magnanimidad, dedicaba frases amables a sus compañeros. Incluso en alguna rara ocasión prescindía de sus servicios durante un breve intervalo de tiempo, tanto para gozar de su propia libertad como, secundariamente, para otorgar, como una gracia especial, algo de tiempo a sus esclavos que les permitiera dedicarse a sí mismos, sus banales ocupaciones y sus estúpidas relaciones amorosas.

El Hogar, frecuentemente, se reunía con otros congéneres de su casta. A algunos de los habitantes del vecindario los conocía de la Comuna Familiar y era costumbre recibir y rendir visitas a los diferentes vecinos. Aquello les servía a todos como distracción, pues les permitía compartir sus experiencias con individuos que se hallaban a su altura y no con los limitados Procreantes que los atendían. Por otra parte, las visitas les servían para alardear ante sus semejantes, demostrándoles lo bien que los cuidaban sus serviles compañeros y lo afortunados que habían sido escogiendo aquella Unidad Reproductora en vez de cualquier otra. Inevitablemente, cada Hogar consideraba su propia Unidad la mejor de las posibles, no tanto por la presencia en ella de unos Procreantes especialmente atentos sino por ser aquella de la que formaba parte él mismo, el mejor de los Hogares, centro incuestionable del Universo.

Así pasaban los Hogares sus días. Así transcurrían las jornadas en la vida de nuestro Hogar. Casi todas monótonas, de completa inactividad y hastío, salpicadas de caprichos y visitas con los que pretendían escapar del terrible aburrimiento de un mundo vulgar que no parecía diseñado para albergar espíritus elevados como el suyo. Día y noche soñaba con el instante en el que se produjese el acoplamiento de la Unidad Reproductora y la fecundación fuera un hecho. Entonces podría abandonar la Unidad y marcharse a vivir al Hogar de los Hogares, el lugar de fábula habitado por todos los Hogares maduros, los Hogares Padres, que se habían ganado el derecho de acceder a aquel paraíso elitista al margen de la monotonía y vulgaridad de la Comuna o el Nido.

Los días se sucedían invariables, pero eso no significaba que nada ocurriera. Para los Procreantes eran de total y continua actividad. De ridícula actividad, a los ojos de cualquier Hogar. Realmente los percibían como unos personajes lastimosos. Parecían satisfechos con su triste existencia como siervos del Hogar, pensando tan solo en engendrar sus propios Hijos para poder participar de las penosas labores que mantenían en funcionamiento aquella precaria comunidad que gobernaban. Pero, al margen de la rutinaria actividad de los Procreantes, los cambios, al menos los físicos, afectaban también al Hogar, cuyo volumen corporal se incrementaba de día en día, merced a los cuidados de su Unidad. El Hogar engordaba y su caparazón adquiría mayor volumen y resistencia, a medida que sus paredes se engrosaban. Los repliegues de su cubierta formaban elaborados rizos y espirales mientras el fino tegumento que la recubría adquiría tonalidades iridiscentes así como colores brillantes que se movían desde el rojo al violeta. También los Procreantes sufrían ciertos cambios. En su abdomen se iba desarrollando poco a poco el Germen, la partícula que cada uno de ellos aportaba a la reproducción. A la vez que todo su organismo se preparaba para el acoplamiento, su piel se volvía de un color amarillo anaranjado, la muestra visible de la creciente, y estúpida, alegría que los invadía.

El Hogar no se sentía capaz de comprender el extraño humor de los Procreantes. Pese a todo el trabajo que desarrollaban, siempre se mostraban alegres, lo que demostraban dedicándole su estúpida y patética sonrisa cada vez que se dirigían a él. En raras ocasiones, el Hogar creía reconocer un atisbo de burla en la mirada de los Procreantes. Otras veces le parecía que lo observaban con lástima, como si pensasen que, de algún modo, debería envidiar sus intrascendentes existencias. Aquellas miradas que él interpretaba como de compasión solían producirse cuando el Hogar se comportaba de modo especialmente caprichoso o exigente. Nunca dudaban al cumplir sus órdenes, pero el Hogar llegó a convencerse de que aquel gesto que le dirigían era lo más cercano a una protesta que esos seres inferiores, incapaces de entender lo que significaba rebelarse, parecían capaces de demostrar.

El Hogar prácticamente había perdido la noción del tiempo. Solo se daba cuenta de su paso inexorable porque cada día había algún otro Hogar de la Sociedad Intermedia que desaparecía de su Nido después de haberse convertido en Padre. El Hogar envidiaba profundamente a aquellos afortunados que él llegó a conocer y que recién acababan de ingresar en el Hogar de los Hogares. Se consolaba pensando que algún día, pronto sin duda, él mismo pasaría a formar parte de la casta superior de los Hogares Adultos. También lo animaba pensar que los nuevos Hogares, aquellos que, acompañados de sus nuevas Unidades Reproductoras, sustituían en su Nido a los anteriores, tardarían aún bastante tiempo en alcanzar el Hogar de los Hogares que tan próximo veía para sí mismo.

Un día, sin previo aviso, sin que el Hogar hubiera notado un cambio sensible, los dos Procreantes se le aproximaron enlazados y, sumamente respetuosos, repitieron la vieja escena de postrarse a sus pies. El Hogar tenía claro lo que aquello significaba. A un breve instante de nerviosismo lo sustituyó el orgullo íntimo de saber que se encontraba ante la culminación de sus deseos. Condescendiente y satisfecho, escuchó con atención la frase ritual de sus Procreantes:

—Ha llegado el día. Estamos preparados y te suplicamos que, en tu infinita bondad, consientas en dar vida a nuestro Retoño.

—Acepto —dijo el Hogar, con la sencillez del formulismo que le tocaba pronunciar.

Era la hora. Bien se notaba en los Procreantes, cuyo tegumento se había tornado de un color anaranjado al tiempo que sus prominentes vientres mostraban el tenue color rosado de la madurez. A su vez, el Hogar comprobó que en su caparazón acababa de aparecer el esperado dibujo de una roja estrella de siete puntas. Aquello significaba que, por fin, se había transformado en un Hogar adulto, capaz de dar la vida a los Hijos de la Unidad Reproductora.

El acoplamiento reproductor podía efectuarse. Al Hogar le causaba un cierto desasosiego saber que iba a fundirse en un estrecho abrazo con los Procreantes. Comprendía que aquello era necesario, pero le repugnaba en cierta medida el contacto con sus hasta ahora simples criados. Se sobrepuso al asco porque, al fin y al cabo, formaban una Unidad Reproductora y aquella era su función, además del único camino para ser admitido en el Hogar de los Hogares. Los tres pasaron a la que había sido habitación del Hogar. Aquella sala del Nido se llamaba Sala de Cría y la razón del nombre era que la unión se realizaba entre sus paredes. Los Procreantes, fieles a su costumbre, limpiaron la cámara concienzudamente y apartaron todos los objetos que el Hogar había acumulado en ella. Luego llegó el instante más sagrado del ritual. Los dos Procreantes se enlazaron y unieron los prominentes bultos rosados de sus vientres. Las dos protuberancias se fusionaron de un modo que parecía mágico por lo perfecto. Aquel nuevo bulto enorme situado entre los dos se convertiría en el Retoño de la Unidad Reproductora. Seguidamente, los dos Procreantes se aproximaron a su Hogar. Él los recibió en su seno, a la vez que entreabría el caparazón por primera y última vez en su vida. Los Procreantes comenzaron entonces su Cántico de Boda, que reflejaba cómo el Sagrado Vínculo era llevado hasta su fin último. Se trataba de un canto triste y hermoso. El Hogar sabía que nunca lo olvidaría. Los Procreantes, transportados por la emoción, parecían a punto de ponerse a llorar desconsoladamente. Su tonada se veía interrumpida por sus sonoros lamentos, una expresión de emotividad que el Hogar nunca había escuchado y tan solo conocía por lo que se le había contado en la Comuna. Ambos Procreantes le dedicaron una mirada llena de amor y conmiseración, semejante a la de otras ocasiones pero mucho más intensa. Parecían pedirle perdón, como si fueran a cometer algún crimen. El Hogar, incapaz de conmoverse, ya había desistido tiempo atrás de interpretar las extrañas reacciones de los Procreantes. Simplemente, trató de permanecer serio y concentrado, como exigía el ritual. Los Procreantes se fundieron con él en un estrecho abrazo. Al principio, el contacto ligeramente viscoso de sus blandos torsos contra su recio caparazón le resultó desagradable, pero la calidez de los tres cuerpos disipó pronto esa primera impresión. Un escalofrío, que le pareció semejante a una cosquilleante corriente eléctrica, recorrió todo su cuerpo. También el de los Procreantes, cuyos vientres se abrieron y dejaron brotar dos formas ovoides de un color rojo intenso, brillantes y hermosas. Eran los dos primordios que habían de unirse para formar el Retoño. Ambos Gérmenes se fusionaron y su color se intensificó, al igual que lo hizo su brillo. La esfera recién formada era cálida y su tacto húmedo al tiempo que agradable. El Hogar, con un supremo esfuerzo, abrió su caparazón todo cuanto pudo hasta dejar una rendija por la que, movido por su instinto, el Retoño se introdujo con un sonido muelle. Un suspiro, que tanto podía ser de pena como de alivio, se elevó desde la garganta de los Procreantes. Parecía su modo de celebrar el éxito de la misión, igual que tiempo atrás había sucedido al ser aceptada por el Hogar la Unidad Reproductora. El caparazón del Hogar se cerró y quedó sellado como si en él jamás hubiera existido la más mínima abertura. Un calor intenso pero placentero invadía el cuerpo del Hogar, partiendo desde el Retoño y el caparazón hasta llegar a su piel y el final de sus extremidades.

Los Procreantes se apartaron de su lado y se quedaron frente a él, guardando una cierta distancia. Ambos lo contemplaban con su cara de infinita lástima. Una pena infinita, superior a la que le habían dedicado en otras ocasiones. El Hogar no alcanzó a comprender plenamente el significado de aquellos gestos. No entendió cuando los Procreantes se postraron ante él. Ni cuando iniciaron un canto lúgubre y triste, más hermoso que el de Boda, pero también considerablemente sombrío. Nunca llegó a saber que se trataba de un Cántico de Muerte. Tampoco comprendió cuando los dos Procreantes, al unísono, le dirigieron una fórmula ritual, mezcla de súplica y disculpa, que el Hogar no conocía:

—Perdónanos. Enorgullécete de nuestros Hijos y reúnete con honor con tus antepasados en el Hogar de los Hogares.

Las voces sonaban lastimosas, cargadas de pena. Pero el Hogar, aunque intuía algo extraño, no parecía capaz de entender. Mientras aquella escena se desarrollaba ante sus ojos, no era en absoluto consciente de lo que le estaba sucediendo ni menos aún del previsible desenlace. Notaba que el calor que brotaba de lo más profundo de sus entrañas, justo del lugar donde había sido aceptado el Retoño, se intensificaba hasta llegar a ser doloroso, provocándole una creciente quemazón. Sentía también cómo una extraña rigidez se iba apoderando de sus extremidades. Cuando quiso darse cuenta, comprobó que ya no podía moverse. Pudo contemplar, puesto que la vista aún le funcionaba, cómo su piel se tornaba de un color gris metálico que nunca había tenido. Luego, poco a poco, dejó de ver. Pudo escuchar las últimas notas del breve cántico que los Procreantes entonaban a su lado, aunque parecía que sus voces procedían de muy lejos. El sonido se fue atenuando lentamente, sustituido por un extraño zumbido que parecía proceder de lo más profundo de su cerebro. Lo último que sintió fue una especie de estallido en su interior, una ola de energía que brotaba desde sus entrañas y se extendía por todo su cuerpo entumecido. Pudo vislumbrar, con su último atisbo de sentidos, la intensidad de la radiación que se extendía por su cuerpo. Su sensor de radiaciones nunca había percibido nada parecido. Progresivamente, aquella sensación energética se fue extinguiendo, dejando en el fondo de su consciencia una leve sensación de amargor. Al cabo, todas las sensaciones desaparecieron. Luego ya no hubo nada. El cuerpo rígido del Hogar brillaba metálico, enrojecido por la fuerte radiación que albergaba en su interior. Ningún hálito de vida, al margen del Retoño en crecimiento, quedaba en aquel hermoso caparazón. Los Procreantes, tristes y emocionados, lloraban mientras entonaban nuevamente el lúgubre Canto de Muerte, pobre homenaje ante el sacrificio de su Hogar que permitía el alumbramiento de una nueva vida.

El Hogar murió sin saber lo que le sucedía, convencido de la superioridad de su raza y de que, tras aquel instante extraño de sensaciones confusas, lo aguardaba el paradisíaco Hogar de los Hogares, donde se reuniría con sus mayores. Si tal lugar existía y el Hogar llegó hasta él, es seguro que no se trataba de una parte del mundo que él conocía.

Los Procreantes lloraron durante horas, mientras velaban el cadáver de su compañero. El Hogar estaba muerto, pero dentro de la carcasa de su cuerpo se empezaba a desarrollar un acontecimiento milagroso. El caparazón del Hogar era una suerte de reactor donde se estaba liberando la enorme cantidad de energía necesaria para convertir al minúsculo Retoño en varios seres vivos semejantes a sus progenitores. La herencia proporcionada por los Procreantes no era suficiente para constituir vida en sí misma. Resultaban necesarias las violentas reacciones termonucleares que se llevaban a cabo en el interior del Hogar, el depositario del Retoño, para que la vida tomase forma. El milagro de la vida necesitaba del caparazón del Hogar para llevarse a término. El duro exoesqueleto era imprescindible para contener la radiación que podría matar a toda la Unidad Reproductora. La energía liberada convertía al simple Retoño en nuevos Procreantes y Hogares. El sacrificio del Hogar proporcionaba vida a la Comunidad.

Es cierto que los Hogares se comportaban como seres engreídos y prepotentes, convencidos de su superioridad. Eran justamente los Procreantes quienes consentían y alimentaban tales aires de grandeza. Sentían tanta pena por sus hermanos que, sabiendo cuál era su triste destino, les ocultaban la verdad de su papel en la reproducción a la par que los hacían soñar con un futuro brillante al lado de sus mayores. Los malcriaban, consintiéndoles todos los caprichos y dedicándoles su plena atención. Consideraban que era lo menos que podían hacer por ellos. Puesto que iban a morir muy jóvenes, tan pronto como se produjeran el abrazo fatal y la transferencia de los primordios seminales de ambos Procreantes, merecían sentirse felices e importantes hasta entonces. Sus consortes Procreantes sobrevivirían al alumbramiento. Podrían cuidar de los nuevos niños y dedicar todo su tiempo a vivir para ellos mismos. Los Hogares no tenían otra cosa que sus breves existencias. Ni siquiera transferían su herencia a los hijos. Se trataba de simples depositarios de la vida, meros trasmutadores de materia.

La carcasa del Hogar mantenía su color gris brillante. Al contacto era cálida y suave. Parecía increíble que, dentro de aquella inocente superficie, se estuvieran desarrollando violentas reacciones. Mientras duró la metamorfosis, los dos Procreantes velaron al muerto y rezaron a sus dioses para que su espíritu se reuniera con los demás Hogares en su Hogar del Más Allá y para que, desde allí, todos los espíritus de sus hermanos favorecieran el éxito del sacrificio.

Dos semanas después de la muerte del Hogar, su caparazón comenzó a resquebrajarse. Solo se abrió lo suficiente para que un huevo grisáceo se deslizase desde su abdomen hasta el suelo. Al quebrarse su cáscara, una bolsa membranosa de color amarillo quedó expuesta a los ojos de los Procreantes. Pequeños bultos palpitantes parecían bullir en su interior. El parto había tenido lugar. La carcasa empezó a contraerse sobre sí misma hasta ocupar un mínimo volumen. Más tarde fue retirada y enterrada en el lejano cementerio de los Hogares, para que la Comunidad quedase a salvo de las filtraciones de energía que, en otros tiempos, hicieron daño a algunos niños. También para evitar que ningún Hogar tuviera oportunidad de atisbar su futuro.

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Ilustración: Pedro Bel

El amasijo amarillento contenía los bebés. Si el Hogar hubiera sido capaz de ver lo que albergaba su vientre, se habría sentido orgulloso. Dentro de aquella bolsa amarilla se alojaban seis nuevos individuos: dos Unidades Reproductoras completas. Aquello resultaba extraño y maravilloso. Tan solo uno de cada diez o doce alumbramientos proporcionaba gemelos: dos Hogares y cuatro Procreantes. Los Procreantes eran los padres de las criaturas, pero únicamente la energía del Hogar permitía desarrollar los tres hijos o, como en este caso, los seis, por duplicación de la Unidad Reproductora recién formada. Los nacimientos normales servían para completar el recambio generacional. Los alumbramientos múltiples —en general gemelares, rara vez se había visto un nacimiento de tres Unidades Reproductoras a la vez— posibilitaban la reposición de las Unidades malogradas, por enfermedad o errores de desarrollo mientras se formaban dentro del cascarón, y permitían el crecimiento de la población. En este caso los Procreantes se sentían sumamente satisfechos. Se habían convertido en padres por partida doble. Podían considerarse afortunados. El sacrificio del Hogar había resultado fructífero, no meramente necesario.

Los niños fueron inmediatamente separados: los cuatro Procreantes pasaron a su correspondiente Comuna Infantil. Los dos Hogares fueron depositados en la suya propia. Ninguno de ellos llegaría a saber quiénes fueron sus padres, aunque quizá alguno llegó a ser cuidado por los dos Procreantes que lo habían engendrado. En los archivos sí se conservaría la información de su nacimiento necesaria para evitar un cruce entre hermanos Procreantes. Ojalá que los hermanos Hogares tuvieran la fortuna que acompañó al Hogar que los alumbró. El futuro lo diría. Un nuevo ciclo vital había comenzado. Entretanto, cabía esperar que los Procreantes aprenderían sus deberes para con sus pobres hermanos y que los Hogares fueran felices hasta que llegase su triste hora.


Juan Luis Monedero Rodrigo (Madrid, 1971). Biólogo y profesor de enseñanzas medias en un instituto de Móstoles (Madrid, España). Escritor en los ratos libres, que nunca son los suficientes. Con dos libros publicados, la novela «Vida de Uftar» (Ed. Lacre 2016) y el libro de relatos «Mínima verosimilitud» (Ed. Adarve, 2018), así como una infinidad de textos sin publicar (o autopublicados). Redactor y responsable —o, cómo él dice, «perpetrador»— de la revista literaria «El despertar de los muertos», con más de veinte años a sus espaldas. Más información en la página de la revista o en el blog https://juanluismonedero.wordpress.com/. Nos dice: «Cultivo casi todos los géneros aunque, vocacionalmente, siempre me ha encantado el relato breve, en particular dentro de géneros como la ciencia-ficción, la fantasía, el terror o el más puro surrealismo».

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