Revista Axxón » «Tecnómadas: Segunda parte – Interludio, Capítulos 7, 8», Víctor Conde - página principal

¡ME GUSTA
AXXÓN!
  
 



SEGUNDA PARTE: HUÍDA HACIA LA NADA

 

 

INTERLUDIO: LA CANCIÓN DEL SILENCIO (reprise)

La nave tardó lo que más o menos había previsto —esto es, un par de siglos— en completar su viaje hasta la estrella de la que había recibido respuesta a su señal de leptones. Las ecuaciones de tránsito no tenían solución más allá de eso. Había llegado lo más lejos que podía gracias a la física formal.

Lo que más le intrigaba era por qué, si sabían que estaba allí y cuáles eran sus condiciones, nadie había venido a buscarla. Por qué no habían mandado una nave rápida a rescatarla, si en el mensaje codificado que les envió les brindaba las coordenadas donde se había producido el desastre y la trayectoria que había seguido. Nadie había aparecido por allí en dos siglos. No se habían puesto en contacto con ella ni siquiera para recabar datos o darle órdenes. El ping que recibía de respuesta era automático, como si no hubiera ningún ser humano en el origen, ni ninguna cognoscitiva. Pero era el único faro de tecnología en muchos años luz, por lo que la pequeña nave no varió su rumbo. Ya averiguaría lo que estaba pasando cuando llegara.

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Ilustración: Pedro Bel

Los últimos años luz tuvo que recorrerlos a velocidad infralumínica, por eso tardó tanto. Cuando llegó a los aledaños del sistema vio que se trataba del clásico binomio estelar con su cohorte de planetas: una estrella amarilla con un compañero diminuto de órbita muy excéntrica, que cada vez que la visitaba apuñalaba su cinturón radiactivo, desatando una fiesta nupcial de electromagnetismo y fantasía. La alineación y la determinación de la distancia le permitieron fijar unas coordenadas, con un «más-menos» de un millón de kilómetros. ¿Acaso era aquello el clúster conocido como Mia Tetis? Porque lo parecía…

De la cohorte de planetas provenía la señal de baliza, pero se había ido haciendo tan débil con el paso de los siglos que apenas era una raspadura electromagnética, cuando antaño fuera una sinfonía. A la nave le resultó imposible determinar su punto de origen. Pero había otra manera de enfocar aquel problema: el planeta rocoso más interior, según le mostraron sus sensores, poseía una estructura rica en hierro y silicatos, con un núcleo que ocupaba casi la mitad del planeta hecho de metal fundido y en rotación. Eso lo convertía, básicamente, en un gigantesco amplificador de ondas electromagnéticas. Así que la nave tomó la decisión de dispararle un chorro de ondas de radio que llevaba codificado un estruendoso «¡Hurra!», seguido por un no menos entusiasta «¡Venid a por mí, me he quedado sin combustible!». Y se sentó a esperar, por usar una expresión terrícola.

Sin embargo, aunque el planeta ferroso cumplió su función y durante unas horas se transformó en un pandemonio de ondas amplificadas y ruido blanco, nadie respondió. Ninguna señal se focalizó en las coordenadas de la nave para darle la bienvenida. Eso le puso la mosca detrás de la oreja —era el eufemismo invitado a comer—. La nave empezó a temerse lo peor: ¿se habrían marchado de aquel sistema los seres humanos en el tiempo que ella había tardado en llegar? ¿No habían dejado ningún enclave habitado atrás? ¿Acaso aquel ping que captaba podría ser simplemente un aparato que se hubiese quedado funcionando por error, al que ya no atendía nadie?

Por primera vez desde que fuera ensamblada, la masa de sensometal tuvo acceso a un sentimiento que era tan humano que hasta le daba vergüenza experimentarlo: el miedo.

Ya que estaba allí, no iba a darse por vencida. Así que puso proa a los planetas interiores canibalizando un poquito más de su propio cuerpo para convertirlo en masa de reacción. Había quemado un 64 % de su masa total y no quería desperdiciar más, pero tenía que moverse. Aquel sería el esfuerzo final.

El acelerón la puso en órbita de un planeta que resultó estar terraformado. Oxígeno, presión de aire aceptable, gravedad cercana a la estándar. Circunferencia ecuatorial de unos 35.000 kilómetros con una densidad media de 5,18 —siendo la del agua igual a 1—. Esos datos presuponían que el planeta era esférico e ignoraban el efecto marginal de la curva del horizonte. Era el entorno ideal para que hubiese colonos explotándolo y, por lo tanto, tecnología. Pero dos cosas llamaron su atención: primero, que la escala que usaba para medir el nivel de progreso civilizado de un planeta puntuaba inquietantemente bajo —el volumen de ondas que proyectaban al exterior, la cantidad de luz artificial que dejaban escapar al espacio, el calor producido a nivel de superficie por sus industrias, el número de vehículos en órbita…—. Y segundo, que los únicos objetos artificiales que detectó fueron cinco naves de gran tamaño que formaban un carrusel, orbitando en fila india, pero que estaban apagadas y frías… Ah, sí, y un altísimo tallo de habichuela que surgía como un hilo delgado del ecuador planetario: un ascensor estelar.

¡Por fin, tecnología del nivel del Imperio!, pensó con alegría al ver el ascensor. Si un minuto de arco equivalía a trescientos kilómetros, calculó la altura del tallo por la sombra que arrojaba sobre el suelo: 28.000 kilómetros. Llegaba hasta la órbita baja y era el único que había en todo el planeta. Sin embargo, había algo inquietante en él, ya que parecía muerto, frío, sin vida… Nadie construía semejante obra de ingeniería para abandonarla después. Ni siquiera había astronaves ancladas en la estación del extremo superior del tallo. La pequeña nave sospechó por primera vez que algo espantosamente malo había ocurrido en el Imperio Gestáltico mientras ella vagaba por el cosmos. Algo que escapaba a su comprensión.

Había un rasgo geológico en aquel mundo que ayudó a identificarlo: en lugar de océanos líquidos, el planeta tenía extensas zonas oscuras que, examinadas con atención, resultaron ser vastas anomalías gravitatorias a ras de superficie. ¡Mares de ingravidez pegados como parches a la esfera planetaria! En sus bancos de datos solo había una mención a algo así en todo el Imperio Gestáltico: un planeta muy lejano, del borde exterior, conocido como Enómena. Una de las cabezas de playa para la colonización de aquel sector. ¡Por fin sabía dónde estaba! ¿Pero cómo demonios había llegado a parar allí? ¿Por qué diablos la mente del Emperador había teletransportado su nave madre tan lejos? Además, había otro detalle interesante: los pocos grados de inclinación con respecto a la eclíptica del planeta no resultaban suficientes como para diferenciar bien las estaciones en las latitudes más bajas. Las estaciones no eran un efecto hemisférico sino global, resultado de su órbita eliptoide. Cuando llegaba el verano, por ejemplo, llegaba para todo el planeta a la vez.

Los misterios se acumulaban…

Tardó ochenta y dos horas estándar en colocarse al pairo con respecto al carrusel de naves muertas. La de cabeza parecía ser la más masiva, y la de más eslora, así que se acercó a ella: era una vetusta nave semillera de un kilómetro y medio de largo con forma de mástil rodeado por anillos rotatorios de diferentes diámetros. El bloque trasero de motor tenía características de nave autónoma, pudiendo separarse del mástil cuando este hubiese cumplido su misión, mientras que el bulbo delantero, una sección esférica con una miríada de ventanitas, parecía poder abrirse como una flor cuyos pétalos conformarían las pilastras de apoyo, en caso de tener que aterrizar en alguno de aquellos mundos. Era una semillera estándar, con un diseño hasta diría que anticuado, pero no le extrañó verla en aquel sistema solar perdido.

Las otras cuatro naves que la seguían también eran enormes, todas ellas de diseño civil. Eran grandes, aunque seguían estando construidas a escala humana, y ya se sabía que los hombres lo construían todo a la escala de su civilización. Entre todas conformaban una flotilla de pecios muertos, derrelictos abandonados allí quién sabía por cuánto tiempo, por humanos que las habían abandonado hacía mucho o que, simplemente, bajaron al planeta y las dejaron atrás. Aquellas naves prescindían de impulso y gravedad, así como de condición y tiempo.

Pero eso no tenía ningún sentido. Sobre todo porque el planeta no parecía industrializado, ni tenía grandes ciudades que llamasen la atención. La sensonave colocó su filtro motivacional en modo subtexto, a ver si le ocurría aquello tan etéreo que los hombres llamaban «sonar la flauta», y le venía por mera asociación de ideas una explicación. Pero ni así. Aquel misterio se estaba tornando demasiado críptico para ella, así que tomó la decisión de cumplir con su tarea principal: actualizar por contagio. Mejorar la tecnología con la que entrara en contacto hasta llevarla al nivel de la que funcionaba en los planetas del núcleo. Examinó la nave de cabeza de aquel carro hasta que encontró la entrada a un hangar, y aterrizó.

Nada más posarse, sus mecanismos víricos de infección se pusieron en marcha. Estaban anquilosados, pero aún tenían fuerza para coger aquel amasijo de chatarra y hacer cosas interesantes con él. La nave perdió su forma deshaciéndose en cubos, los cuales se desparramaron por la cubierta y entraron en fusión con el metal y los cables escondidos debajo. Para un observador externo habría sido como ver un montón de metal licuándose y metiendo tentáculos de azogue amalgamado en las paredes. Era una infección en toda regla, pero de carácter benigno. Lo primero que hizo el sensometal fue copiarse y multiplicarse a sí mismo. Cogió sus nodos de pensamiento y los esparció por doquier, cada uno creyéndose el original, el primario, cada uno con un único deseo en mente: propagarse y mejorar, propagarse y mejorar…

A medida que iba extendiéndose por las cubiertas se iba encontrando con signos de que había sucedido algo terrible. Los humanos habían luchado entre sí, se habían transformado en otras cosas, en otros seres, dejando paleorrastros de mutación genética. Los que pudieron saltaron en chalupas de salvamento. Los que no… bueno, aún seguían allí. Cuando alcanzó el nódulo de comando central e infectó sus bancos de memoria, el sensometal lo entendió todo. Le llevó menos de un cuarto de segundo repasar millones de terabytes de datos con el informe de misión, los últimos registros de la IA maestra y el historial de mensajes que había llegado de los mundos del núcleo, antes de que todo contacto con el Imperio Gestáltico se desvaneciera. Así fue como supo que había sucedido una catástrofe en el Metacampo; que este había desaparecido de la galaxia; que algunas ramas genéticas humanas se habían alterado drásticamente debido a este suceso, y que los supervivientes vivían en colonias aisladas y técnicamente atrasadas.

El Imperio Gestáltico ya no existía. De las cinco ramas genéticas conocidas de la especie humana, las dos más puras habían seguido sin cambiar, mientras que las tres restantes habían mutado en parte para semejar alienígenas. Si el sensometal hubiese tenido capacidad para enloquecer, probablemente lo habría hecho. En circunstancias normales, un error nanofísico muy extraño lo habría permitido. El cambio de escenario era demasiado radical, demasiado triste como para que un cerebro normal lo soportase. Pero él, por fortuna, no era tan inteligente como para lidiar con esa clase de pensamientos. Se volvió muy listo cuando reactivó a la IA de mando y fundió sus procesos intelectivos con ella, pero eso vendría después, cuando completó la «actualización».

El proceso completo de asimilar la nave y llevarla hasta el máximo nivel de tecnología duró tres años —tiempo local—. Cuando acabó, todo asomo de identidad propia en el sensometal había desaparecido: ya no existía. Ahora era la nave. Su cognoscitiva. Hasta tenía nombre: Icaria. Lo primero que hizo fue llamar a sus cuatro compañeras para que se unieran a ella en una única cadena y así poder infectarlas a todas con sensometal, al tiempo que reactivaba sus IAs. Mientras eso tenía lugar, exploró la superficie de aquel planeta que ahora sabía que se llamaba Enómena. Y encontró varios fragmentos de tecnología abandonados que podía estimular a distancia, como aquel pedazo medio roto de placa neuropensante que había sido almacenado en un templo. Lo hizo reaccionar para ver si de alguna forma los humanos atrasados que vivían allá abajo se daban cuenta de que les estaba llamando. A ninguna de las naves en órbita le quedaban chalupas auxiliares con capacidad de entrada en la atmósfera que pudiera usar para bajar a tierra y dar la buena nueva: «¡Hola, hemos despertado!». Tampoco quería mandar a ninguna de las grandes hasta que no hubiesen sido actualizadas. Así que el contacto con los humanos tendría que ser radiofónico, en una primera fase. La parte de la mente del Icaria que aún conservaba recuerdos de cuando era sensometal retenía su intención de ayudar a los hombres, sobre todo ahora que parecían haber involucionado. La necesitaban más que nunca.

Ningún humano le respondió, por desgracia. No poseían la tecnología para ello. Pero algo pasó, y es que cargaron la placa en un vehículo y la trasladaron de sitio, quién sabía con qué propósito. Eso lo vio la IA mediante sus telescopios.

Enómena, en media fase. Grande, rojiza y hermosa, guardada por dos satélites custodios, flotando como la constatación de una verdad universal ante sus ojos. En los lentos extremos de su órbita, en las vecindades de su afelio, la pérdida de energía solar perturbaba aún más el delicado equilibrio de las estaciones, volviéndolas más extremas.

Esta es la maravilla de los mundos, pensó la nave. Y se puso a esperar noticias mientras terminaba de actualizar a sus hermanas.

7. EL YERMO

ARTHEMIS

La cazarrecompensas conducía el segundo de los camiones, con el idor Logus apretujado en el asiento a su izquierda. Su altura y la extraña configuración de sus tres patas hacían que no pudiera sentarse como un humano normal, sino que estaba comprimido sobre sí mismo, un insecto con las patas encogidas. El doctor —así quería que lo llamaran— manipulaba con sus cilios la consola del salpicadero, accediendo al sapiencial del vehículo. Llevaba horas enfrascado en desentrañar los misterios de aquel chisme. Aquella tecnología se burlaba de él con el sarcasmo de lo que nunca podría volver a ser entendido en su totalidad; existía en los extremos de la temporalidad, fuera de lo que para los humanos eran los cálculos normales del tiempo. Y seguro que podía tener mil pensamientos en el tiempo que Logus lograba componer solo uno.

Aun así, no eres más que una herramienta, se burló el idor. Yo estoy al mando. Tú eres mi esclava.

—¿Contento con tu juguetito? —le preguntó Arthemis.

—No es un juguete, es una herramienta útil. —Las bolsas de órganos giratorias del idor se movían con rapidez, dándole un aspecto de autopsia con conciencia de sí misma. A la cazadora le daba un asco tremendo mirarlo—. El sistema incluye una herramienta de cartografiado automático del terreno, que he activado para los tres camiones. La lástima es que sus bancos de datos estén vacíos: si lográsemos encontrar algún viejo mapa podríamos alimentárselo al sistema, y hacer que el camión nos llevara por los caminos más seguros.

—No existen caminos seguros dentro del Yermo. ¿No has oído las historias sobre los monstruos mutados por el Metacampo?

—No… ¿Debería?

—Me extraña que un ser tan culto como tú no sepa de estas cosas. Los idor, los dravs y los ragkordi no fueron los únicos que cambiaron el día de la debacle. Esas fueron las mutaciones que surgieron a partir del genoma humano, pero cuentan que otros seres muy distintos a nosotros mutaron en el interior del desierto… y es mejor no saber en qué se convirtieron. Además, hay grandes áreas cubiertas de radiación provocada por las naves que cayeron de la órbita y cuyos motores explotaron a nivel de superficie. Y la radiación nunca es buena para mantener sana y sin cambios una línea genética.

»Dicen que hubo regiones habitadas en el Yermo, hace muchísimo tiempo. La gente incluso hacía viajes con un alto factor de rebote a los Hábitats de Armagosa y Behoieka, pero ya no queda nada de eso hoy en día. Vivimos sobre el polvo de nuestros antepasados. Los insectos se arrastran por la mierda.

—Qué gráfica.

Logus miró al paisaje que tenía delante, a lo que estaba en la lejanía. Las masas nubosas teñidas de añil giraban con una certeza suave y majestuosa, con un trueno implícito en la monumental graduación de su superficie cambiante. De repente, se le antojó que era un celaje que tapaba horrores sin nombre, hacia los que ellos conducían en línea recta.

—Es facultativa la opción de morir o de seguir viviendo, pero sobre la supervivencia a largo plazo, está permitida su inclusión o bien permitida su negación… —murmuró.

—¿Cómo dices, engendro?

—En tu idioma vernáculo, cazadora: que estamos bien jodidos.

Arthemis dejó escapar una carcajada. Estaba empezando a caerle bien aquel monstruito.

—Así me gusta, que hables claro. Logus es tu nombre, ¿verdad?

—Sí. Y agradecería que lo usaras en sustitución de epítetos malsonantes como «engendro».

—Vaya, se nos ha puesto fino, el aborto giratorio… Está bien, prometo tratarte con respeto si me prometes que, en caso de que algunos de nosotros, incluida yo, resultemos heridos en un combate, me atenderás a mí primero. Vendrás a curarme a mí antes que a los demás.

Logus la miró.

—En mi condición de médico debo tratar a los heridos por orden de gravedad, nunca según criterios de amistad, favoritismo o amenaza.

—«Amenaza» es una palabra de la que los cazarrecompensas sabemos mucho, engendro. Y nunca la empleamos en vano. —Lo miró de reojo—. Tarde o temprano, mis amiguetes Bloush y Tsunavi acudirán a ti para pedirte lo mismo, y no serán tan amables como yo. Ellos te lo exigirán o empezarán a rebanarte sacos giratorios de esos que tienes ahí solo por deporte. De hecho, me parece raro que Telémacus no te lo haya pedido. Aquí cada cual vela por sí mismo, es ley de vida.

—No, no me lo ha pedido —dijo Logus, estremeciéndose como solo podían hacer los de su especie. Se lo notaba «deontológicamente» cabreado—. Ni para él ni para su familia. Parece una persona mucho más íntegra que tú.

—¿Telémacus? —rio, al tiempo que giraba el volante para esquivar un obstáculo—. Sí, desde luego lo es. Pero también ha hecho cosas en el pasado que estoy seguro que nunca le ha contado a su precioso hijito. Aquí nadie se salva del horror, engendro, y menos si trabajas en mi profesión. Todos hablamos de lo buenos que somos y de los planes que tenemos para el futuro como si… como si pudiésemos ganar, no sé si me explico. Pero la única manera de triunfar en esta lucha es huir de ella, algún día.

—Corrígeme si me equivoco, cazadora, pero ¿no es eso lo que estamos haciendo ahora?

No siguieron hablando. Los dos se concentraron en el terreno hasta que este cambió y empezaron a ver cosas nuevas.

Como muchas otras rarezas de Enómena, lo de «desierto» era una pirueta lingüística para describir aquel erial, pues estaba de todo menos vacío. La región de Armagosa, que era la que estaban atravesando, debía la raíz de su nombre a un idioma que se había perdido y que servía para bautizar aquel océano de sol reflejado. Las aguas mansas de la atmósfera, vientos húmedos retrasados por nubes que apresaban el calor, se resistían a nacer a partir de la inercia de los sistemas térmicos en colisión. El viento y la erosión habían interferido en la recristalización continua de la sal para hacer que esta, que se hallaba por todas partes, formara pareja con los esquistos y destellase con una miríada de pequeños diamantes sin valor. Formaciones de roca de aspecto curioso se elevaban por doquier como gritos de piedra, y parecían los proyectos de un millar de artistas dejados a medias: aquí una mesa, allá una báscula, por el otro lado un busto humano…

Su principal prioridad sería encontrar agua potable para tanta gente. Telémacus lo tenía clarísimo y por eso se dirigía a los enclaves conocidos de los buscadores de antigua tecno. ¿Pero qué pasaría cuando hubieran rebasado esos caravanserai del desierto profundo y no supieran qué había por delante? Aaaah… entonces las cosas empezarían a ponerse interesantes.

Un destello hirió su vista: la explosión del sol sobre un montón de espejos geométricos. Ahí estaba el oasis de N’Alask, su primera parada. Parecía una luz suave, seductora a pesar de su palidez helada, un brillo como solo podía darlo la chatarra. Cuando se acercaron, Logus soltó un siseo de expectación al ver de qué se trataba: los restos de unos arcaicos edificios que surgían de la arena, medio enterrados, cuyas cimas estaban forradas de espejos. La mayoría estaban rotos o arrancados de cuajo por la violencia de las tormentas, pero seguían recordando las escamas de una cota de malla cristalina. Los buscadores de tesoros tenían una expresión para describir aquellas aglomeraciones de paneles solares: las llamaban «orillas de cristal».

Contaba la leyenda que en tiempos hubo una valla alrededor de aquel edificio, y hasta un cartel que ponía: «Atención, está usted entrando en un área de máxima seguridad. Estación de prospección mineralógica y seguimiento orbital». Pero de ese cartel solo quedaba un mástil agrietado por el óxido. Algún cazador se lo llevaría para extraer el metal que pudiera para fundirlo y venderlo. La mayoría de las ventanas habían sido arrancadas, y las pocas que quedaban estaban rotas. Los paneles solares seguían allá arriba, seguramente porque ningún buscador estaba tan loco como para trepar tan alto para arrancarlos. En general, el estado del complejo era de ruina total. Y eso que aún no lo habían visto por dentro.

Quién sabía cuántos secretos podía ocultar, cuántos ecos de la sabiduría panhumana o pansofonte del mundo de antes. Cosas que llevaran siglos esperando ocultas en la oscuridad a que ellos llegaran para sacarlas a la luz.

Arthemis aparcó junto al camión de Telémacus, y Bloush hizo lo propio. Los tres conductores se bajaron para reunirse ante la entrada principal del edificio, mientras la gente que iba en los remolques bajaba a tierra desorganizadamente y de mal humor. Llevaban horas encerrados allí, en aquellos contenedores amplios pero no acondicionados para llevar pasajeros. Estaban exhaustos, sucios y hambrientos. Eran pescadores acostumbrados a una vida en libertad, con los horizontes de los mares cero-g tentándolos para que fueran a explorarlos. Viajar encajonados en un remolque los hacía parecer aquello que nadie pretendía que fueran: pordioseros.

—Puede que este viaje exija demasiado de nuestra gente —dijo Liánfal al ver a qué pobres sombras, o sombras de sombras, había quedado reducida su gente.

—Estoy demasiado de acuerdo con eso como para estar contento —asintió Telémacus, y ayudó a un anciano al que le faltaba una pierna a bajarse del camión.

Arthemis hizo un par de flexiones en el suelo y unos estiramientos. Bloush y Tsunavi dejaron escapar unos suspiros largos e irregulares, en un alarde de mala educación. Telémacus, junto a su esposa y la místar de la tribu, hicieron visera con las manos para mirar los árboles de paneles solares, pequeños lagos de sol.

—Parece un milagro que todavía sigan ahí —comentó Vala.

—Eso es porque no han podido robarlos, no porque no quisieran.

—¿Cuánto szkab valdrá eso? —preguntó Veldram, haciendo pucheros.

—Ni idea, pero seguro que varios centenares. Y eso, con las herramientas y el conocimiento adecuado.

—Yo podría trepar hasta allí arriba y descolgaros alguno, si lo queréis. La ascensión no parece tan mala —se ofreció Arthemis. Telémacus la miró.

—Te gusta tentar estúpidamente a la suerte, ¿verdad?

—Sí. Debo de ser un hombre.

—Mirad, la puerta principal está barricada —señaló Vala—. Aunque no me imagino por qué, pues todas las ventanas del primer piso están rotas. Cualquiera podría entrar por ellas.

—Eso es justo lo que haremos —decidió su marido—. Hay que explorar el edificio. Si está libre de peligro, lo usaremos para descansar aquí esta noche. Además, creo que ahí dentro se halla el único pozo de agua que encontraremos hasta bien pasada esta región. Si no se ha secado o nadie lo ha envenenado, lo aprovecharemos.

—¿Y si es así? ¿Si no tenemos agua para abastecer a todos los civiles? —preguntó Arthemis.

—Entonces este éxodo se va a acabar muy pronto. —Consiguió que aquella afirmación artificial sonara triste y dramática al mismo tiempo. Cuando se adelantó para examinar la barricada, todos le siguieron en fila india, empezando por Vala. Arthemis eligió la retaguardia y preparó sus armas mientras rezongaba:

—Está claro que mis salidas dramáticas nunca salen bien cuando estoy contigo…

La barricada no resultaba muy práctica cuando justo al lado había una ventana abierta sin cristal. La usaron para entrar a un gran salón que en otro tiempo pudo haber sido bonito y elegante, pero que parecía una extensión más del desierto, con sus dunas y todo. Había un mostrador y varias puertas arrancadas de sus goznes. Las paredes estaban llenas de pintadas que expresaban pensamientos de los exploradores que venían buscando refugio a este lugar, y que tenían que matar el aburrimiento de alguna manera. La mayoría eran sentencias breves y groseras, aunque también leyeron promesas de venganza, incoherentes invectivas políticas, e incluso algunas divagaciones filosóficas.

—¿Os queda munición? —preguntó Telémacus preventivamente. Siempre se ponía a la defensiva cuando se enfrentaba a aquella clase de silencio, el de los edificios en ruinas.

Bloush sonrió como si le costara por falta de práctica.

—A mí sobre todo munición dura, para el dieciséis milímetros. —Palpó la culata de su arma—. Cartuchos coaxiales multiuso con núcleo de mercurio y camisa de uranio empobrecido veinte-diez. Sin sistema inteligente de guiado.

—Yo sigo teniendo a mi vieja Surly… —siseó Tsunavi, desenvainando un machete de metal hecho de células hexagonales que podían llenarse con un calor cercano al de una partícula de magma. Cuando se inflamaban, la hoja despedía un fulgor rojizo que recordaba al interior de ciertos volcanes—. Tiene hambre y está deseosa de cortar cabezas. —Lamió el filo de forma provocativa, sexual, y los demás se preguntaron cómo conseguía no hendirse la lengua cuando hacía esas cosas.

Arthemis acarició el ánima de su rifle láser de abanico.

—Este es mi compañero de penas y jolgorios. ¿Por qué lo preguntas, Tel? ¿Temes que se nos eche encima algún famélico buscador de tecno con más hambre que seso?

—No, pero no está de más tomar precauciones. En medio del desierto, cualquier lugar que ofrezca oscuridad y cobijo atrae a los animales como la miel a las moscas. Además, hay buscadores que están realmente locos. Quién sabe la clase de sorpresitas que nos tendrán preparadas.

—Purgarás tu miedo racionalizándolo, dice el vigésimo mandamiento.

—¿Los mandamientos de qué lista?

—Los del drav Bergkatse —sonrió la cazadora—. Ese al que yo misma incineré y convertí en un trozo de carbón ahumado.

—Pues muy útiles no debían ser si acabó así, ¿no?

—La inteligencia negativa no deja de ser inteligencia, querido.

La comitiva siguió andando por el enorme recibidor hasta que encontraron unas escaleras y un ascensor que, por supuesto, no funcionaba. Había algo atemorizador en aquellos metros de silencio. Una polvorienta mesa de recepciones había sido convertida en barricada añadiéndole alambres de púas y escombros de cemento. Un solitario monitor yacía apagado en lo alto de la barrera, como una especie de cabeza, pero sin pregonar sus advertencias como seguramente habría hecho años atrás. Detrás de la barricada vieron el primer cadáver, el de un buscador de tecno cuyo cuerpo parecía haber sido desgarrado por algún animal en lugar de quemado por impactos de láser. Eso les preocupó.

—Tu teoría de los edificios transformados en guaridas se confirma —dijo Arthemis mientras saqueaba el cuerpo. No poseía nada útil.

—Dudo que si hay animales aquí dentro estén muy alejados de las salidas al exterior. Volved fuera y decidle a la gente que no se separe de los camiones —ordenó a Vala y a Liánfal—. Bloush, acompáñalas y mata todo lo que salga del edificio y no seamos nosotros. Los demás seguiremos explorando el primer piso.

—Con respeto, solicito acompañarles en la exploración —dijo Logus, cuyas expresiones no podían ser anticipadas por el simple hecho de que no poseía cara—. Si encontramos antigua tecno, me gustaría estar ahí para identificarla.

—Es peligroso, al menos hasta que limpiemos el edificio, doctor —insistió Telémacus—. Por favor, salga fuera y espere. Cuando sepamos con certeza que no hay peligro le avisaremos. Aunque dudo que aquí encuentre algo que no haya sido desvalijado ya: este lugar es el primero al que acuden siempre los exploradores en su viaje a lo profundo del desierto, y ya debe de estar completamente expoliado. Este edificio es una demostración, no un experimento.

—A los experimentos hay que darles previamente estado de teoría, pero entiendo lo que quiere decir.

Admitiendo que tenía razón, el idor acompañó a las mujeres fuera. Los cazarrecompensas cargaron sus armas y siguieron explorando.

Telémacus tenía razón en lo del expolio concienzudo de la tecnología, pero había algo a lo que no se aplicaba ese vacío: los excrementos no humanos que unas criaturas misteriosas habían sembrado por doquier. Pequeños montoncitos marrones, petrificados, decoraban los pasillos y las salas devastadas. En varios de ellos distinguieron restos de algo metálico que brillaba a la luz de las linternas, como si las criaturas responsables de aquella digestión no hicieran ascos a tragarse cosas inorgánicas. En los pasillos el aire era viciado e inmóvil, y tan saturado de un hedor a podredumbre que resultaba casi irrespirable.

Telémacus se puso el casco de su armadura dragontina para que el filtro ayudara a depurar el aire. Los otros tampoco tenían problema con eso, ya que Arthemis jamás se quitaba el suyo y a Tsunavi parecía darle igual qué mezcla de gases respirar, con tal de que no fuese venenosa.

En un momento dado hallaron el cadáver de un hombre sentado en una esquina, en un vestíbulo que ofrecía una hospitalidad polvorienta de color caoba. Miraba con sus ojos vacíos a cualquiera que fuese el horror que lo había matado, años atrás. Sus piernas no eran más que un montón de ángulos mezclado con las sombras de los brazos. Los exploradores pasaron a su lado en silencio, observando su transición a cenizas.

Aquel pasillo desembocó en una puerta que había sido reventada por una bomba. Afiladas uñas habían marcado senderos en la ceniza cerca de los cierres. Al otro lado había una enorme habitación que se alzaba como un atrio hasta ocupar varios pisos, en cuyo centro descansaba una extraña máquina: parecía una media esfera de diez metros de diámetro cuya cáscara no era sólida, sino tejida a partir de centenares de aparatos pequeños, como cámaras de vídeo, enlazadas con un hilo metálico. Todas esas «cámaras» —o lo que fueran— apuntaban hacia el centro de la semiesfera, como si esperaran que algo o alguien se pusiera de pie allí. En el techo, algún artista hábil había pintado un fresco a partir de una escena mitológica, donde un ser de los mitos antiguos de Enómena —un empatauro, una mezcla de humano y toro con poderes mnémicos— abría las puertas del Metacampo para unas agradecidas tribus de pastores.

Además de ese artefacto, había otro elemento raro en la sala: el suelo no estaba hecho de baldosas, sino de láminas entretejidas de un material sedoso. Parecía orgánico, como la piel de una esponja de mar, lleno de pelusilla, pero era muy plano y ocupaba todo el suelo de la habitación. No poseía el tacto de picos montañosos y valles miniaturizados del áspero metal.

El silencio que emanaba de la sala los acarició con una tremenda energía. Brotaba de las vigas de sostén de aquella rara máquina; rezumaba de los inútiles colgajos que brotaban del techo para no sostener nada; se combinaba con la inefable sensación de tener unos ojos, áridos y reptilianos, clavados desde hacía un rato en ellos.

—Tengo un mal presentimiento sobre esto… —musitó Telémacus, y les hizo una señal para que esperaran. Si había alguna trampa montada por los paranoicos exploradores, ¿por qué no esperar que estuviese allí dentro? ¿Cómo esquivar la larga y sucia cadena de crímenes que podía llegar ahora hasta ellos, con el odio acumulado de décadas, si alguno de aquellos chiflados había decidido dejar un regalito para el siguiente incauto que pisara esas baldosas?—. No avancéis hasta que yo lo diga. Voy a acercarme hasta esa esfera a ver qué…

La última palabra quedó suspendida detrás de él, en el aire, cuando puso el pie encima de las baldosas con pelusilla y este se hundió como si pisara agua. Telémacus cayó cuan largo era sobre las baldosas, que resultaron ser las hojas de una multitud de plantas que crecían sobre el auténtico suelo, y que quedaban encajadas unas en otras perfectamente.

—¿Estás bien? —preguntó Arthemis.

—Sí… Herido en el orgullo, más que en el trasero. —Telémacus miró a su alrededor: se había caído en un sótano de un metro escaso de profundidad formado por aquellas plantas parecidas a hongos. Era como un mundo debajo del mundo, pues la luz era diferente, y el aire estaba lleno de esporas blancuzcas, y olía a una ionización altamente positiva—. Malditas plantas… Han formado una especie de entresuelo. Y está lleno de… ¡espera!

Había visto moverse una sombra, muy veloz; un objeto pequeño pero ágil que usaba la densa flora para camuflarse. El cazador alzó su rifle de pulsos y apuntó, dejando que el calibrador de la propia armadura le ayudara a afinar la puntería. En su casco de visión aumentada apareció un punto de mira triangulado.

Fueron las plantas de su derecha las que reventaron cuando el ser las atravesó, lanzándose sobre Telémacus. A este se le fue el dedo en el gatillo, del susto, y su arma disparó un fogonazo láser. El sonido rebotó contra los flancos de contrachapado de las paredes hasta que no tuvo ninguna fuente ni dirección, y solo fue un lúgubre lamento que llenó la sala. Unos ojos que eran racimos, más que globos únicos, se posaron en el hombre mientras la cabeza de insecto gigante a la que estaban unidos se balanceaba hacia los lados, pero no como lo haría la de un humano, sino circularmente, como la cabeza de un insecto.

Con un acceso de pánico, Telémacus alzó el rifle y golpeó con la culata a aquella monstruosidad que no era ni una cucaracha gigante ni un lagarto bípedo sino una horrible mezcolanza de ambos. Insectorraptores, le vino a la mente, porque había escuchado la palabra en boca de algún explorador borracho: lo que fuera que había jugado con la genética en aquel lugar había fusionado a las cucarachas comunes y las mantis con saurios dromeosáuridos de fuertes patas y plumaje pardo, para crear una quimera de un metro y medio de altura por tres de largo, con una larga cola emplumada y un torso superior acabado en un mesotórax y metatórax de insecto. Era la amalgama de dos órdenes de seres vivientes quizá no con lo mejor de ambos, pero sí con lo más letal.

Telémacus gritó pidiendo ayuda mientras golpeaba frenéticamente a aquella cosa. Las garras que tenía al extremo de sus patas delanteras arañaban sin mucho éxito la armadura del cazador, pero las patas traseras tenían fuerza, y lo estaban arrastrando por el suelo hacia atrás. De repente, una cimitarra incandescente descendió del cielo y la partió en dos limpiamente. Era la hoja ígnea de Tsunavi, con sus celdillas llenas de partículas magmáticas.

—¡Arriba, sal de aquí! —le ordenó, mientras otras criaturas similares salían del laberinto vegetal para rodearla. Telémacus no obedeció, sino que se limitó a ponerse de rodillas y abrir fuego: el aire se llenó de descargas de energía que vibraban con una asonancia líquida. Las plantas saltaron por los aires en estallidos de fuego, mientras los insectorraptores corrían para ponerse a salvo. La mayoría no lo consiguió, porque Arthemis barrió la sala con su abanico láser. Algunos disparos impactaron contra la semiesfera gigante, pero aparte de amputarle unos trozos de sí misma, no causaron ningún otro efecto.

—Dioses, qué criaturas más infectas —murmuró Telémacus, comprobando que las garras no habían podido traspasar su blindaje—. Pero esto me recuerda algo muy malo que escuché una vez.

—¿El qué?

—El explorador que me habló de estas cosas, medio borracho, me dijo que tenían una especie de nido donde dormía la Grande.

Tsunavi lució sus dientes de vampiresa.

—¿La Grande? ¿Qué felbercap es eso?

Lo supieron cuando la semiesfera tembló y se partió, arrojando gajos a los lados como si fuera una naranja, y del centro de la sala surgió una criatura que estaba emparentada con las pequeñas que habían visto hasta ahora, solo que si las pequeñas eran avestruces, esta parecía un paquidermo. Tenía seis patas musculadas de reptil en lugar de dos, y otras cuatro de insecto que se alzaban en una espantosa alegoría de la muerte por delante de su mesotórax. Su cabeza seguía siendo insectoide, pero a los repugnantes rasgos de las cucarachas se les unía una quijada de lagarto que se abría hacia abajo como una guillotina del infierno.

—Creo… que es buena idea ir pensando en una retirada —dijo Arthemis, intentando tragar saliva al mismo tiempo. Telémacus negó con la cabeza con furia.

—¡No! Ahí fuera hay civiles desarmados, ¡tenemos que detener a esa cosa aquí! ¡Lanzadle todo lo que tengáis!

La orden se transformó en un granizado horizontal de vectores de fuego y munición sólida, que impactó contra la criatura haciendo que aullara de dolor. El familiar perfume de los iones negativos brotó de sus armas para que quien quisiera lo aspirase con avidez. Pero no lo mataron: aquel insecto gigante era más duro de lo que parecía, y su piel coriácea solo era vulnerable a los explosivos o a la munición penetrante.

Telémacus empezó a retroceder hacia el corredor.

—¡Retirada, lo flanquearemos en el recibidor! ¡Arthemis, dile a Bloush que venga, necesitamos refuerzos!

—¡Ya lo estaba llamando! —asintió, y dejó que sus piernas la llevaran como si huyera de una avalancha a través del pasillo. Tsunavi y el cazador la seguían a corta distancia mientras la reina insecto avanzaba deformando las paredes. Su sistema digestivo, una especie de estómago-horno, irradiaba luz rojiza a través de las fisuras de sus anillos ventrales. Su cabeza subía y bajaba como una enorme calabaza incolora al extremo de su grueso tallo. El ser era sin duda un animal monstruoso y mutado, pero había un destello en aquellos ojos facetados que hablaba de algo más… Relucían con una anciana agudeza.

Llegaron al recibidor central, donde les esperaba Bloush. Cuando vio aparecer a la Grande, hasta sus ojos de la región suprahumeral de sus brazos se abrieron con miedo. Apuntó hacia su corpachón mientras retrocedía, y dejó que su rifle cantase todas las arias para cartuchos coaxiales con núcleo de mercurio y camisa de uranio que se supiera.

—¡Bloush, retrocede, voy a quemarlo! —gritó su jefa, encendiendo la llama de plasma de su incinerador, pero el ragkordi no la oyó. O no quiso obedecer, porque siguió retrocediendo lentamente mientras su arma de munición dura dibujaba tremendos fogonazos en el aire lleno de polvo.

—Este… cabrón… es… mío… —silabeó mientras disparaba. Por un instante, el insecto se tambaleó y pareció estar a punto de fallecer por sus heridas, pero entonces hizo algo que los cogió a todos desprevenidos: alzó el abdomen como si quisiera ofrecer un blanco más claro a sus atacantes, pero en él se abrió una fisura, una segunda boca que se contraía en forma de iris, con hileras de dientes encajados en las láminas de ese iris. Era una boca con un sistema de masticado radial y no paralelo, como la de los mamíferos. Cuando se abrió, una lengua tentacular, larga y telescópica como la de las ranas, se disparó hacia Bloush y lo atrapó. El mercenario se sacudió impotente mientras la lengua retrocedía y lo acercaba a la espantosa boca.

Arthemis trató de liberarlo, pero cuando se acercó la Grande escupió unos chorros de un líquido verdoso por su boca principal: uno le acertó en plena cara, en el casco, y lo hizo humear. Era un ácido molecular muy potente, por lo que la cazadora tuvo que desprenderse del yelmo antes de que una sola gota de aquello le tocase la cara.

—¡Disparad a la lengua! —ordenó Telémacus, intentando concentrar allí sus tentáculos. Pero el insecto lo golpeó con una de sus pinzas y el cazador salió volando hacia atrás, atravesó la ventana y cayó en el polvo de fuera del edificio.

La gente empezó a gritar al oír los disparos y al ver salir despedido a Telémacus. El golpe casi acabó con él, y se sintió calcificar, pero los servos de la armadura habían disipado parte de la inercia y evitaron que se rompiera la espalda. Aún tumbado, vio que la Grande salía al mundo exterior, descolgándose por la fachada y plantándose ante la puerta principal. Presa del pánico, la multitud echó a correr, pero Telémacus no tenía ojos ni oídos para ellos ahora mismo: toda su atención estaba puesta en el medio torso del desgraciado Bloush, que estaba siendo tragado por la bestia mientras sus dientes lo trituraban.

La Grande se inclinó sobre aquel simple humano que era Telémacus, haciéndolo partícipe de su amenaza, como dejando claro que a pesar del poder tecnológico de los hombres, ella y el nuevo orden natural que había surgido tras la extinción del Metacampo eran los reyes allí. El cazador miró su rifle, que había caído a unos metros, y se preguntó si tendría la más mínima oportunidad de cogerlo antes de que la lengua telescópica saliera disparada y lo atrapara. Resoplidos de aire caliente chocaban contra sus piernas.

Así que de esta forma ocurría, pensó, sintiendo que se le acababan las opciones; así es como moría yo.

El cielo se oscureció, pero no allá arriba, muy lejos, sino justo sobre su cabeza. Porque una masa metálica lanzada a toda velocidad que flotaba a un par de metros del suelo pasó por encima de Telémacus y embistió contra la bestia: era uno de los camiones, que alguien estaba conduciendo para usarlo como ariete. El resultado fue espectacular y sangriento. La Grande quedó triturada contra la fachada del edificio, convertida en una masa cartilaginosa de humus y sustancias orgánicas.

Telémacus rodó hacia un lado para salir de debajo del camión y, con ojos desorbitados, vio quién era el que salía de la cabina: su hijo Veldram. Este se fundió en un fuerte abrazo con su padre mientras el resto de los civiles y Vala regresaban corriendo.

—A esto era a lo que te referías con que no querías que compartiera tus aventuras, ¿eh, papá?

—¡Más o menos! —jadeó—. Dios, te debo la vida, hijo. No sé si enfadarme contigo o darte un abrazo como no te doy desde que eras niño.

—Ya me estás abrazando, no sé si lo has notado.

—Pues eso —sonrió. Su mujer también se unió a ellos, rematando el trío de congoja y alegría familiar. Una voz de mujer dijo, bromeando:

—Cómo me enternecen los reencuentros familiares. Pero no lograréis arrancarme ninguna lagrimita.

Miraron a Arthemis, que bajó de un salto del alféizar. Telémacus notó que había algo raro en ella, y no fue hasta un par de segundos después que se dio cuenta de que no llevaba puesto el yelmo.

—¿Qué le ha pasado a tu casco?

—Esa jodida cosa me lo ha derretido con alguna clase de ácido molecular. Creo que se me acaba de fastidiar el secretismo, al menos con los lumitas. —Con una especie de vaga dignidad, hizo un gesto con la barbilla como diciéndoles: «Esta es mi cara, asumidlo»—. Dime la verdad, ¿soy tan guapa como me recordabas?

—Tan guapa como un ave de presa y tan peligrosa como su nombre.

Ella rio. Un remanente de la pena por haber perdido a Bloush la golpeó en el pecho, pero lo ignoró como solo una comandante de mercenarios sabía hacer.

—¡Eres un adulador! Pero sabes tratar bien a las mujeres.

—¿Qué hacemos con esta cosa, nos la comemos? —preguntó Tsunavi, sin expresar el menor remordimiento por la muerte de su colega.

Logus se acercó al cadáver del monstruo y, tras examinarlo por encima, dijo con voz entusiasta:

—¡Esa masa gelatinosa anaranjada que veis por todas partes es grasa! Almacena agua en cantidad dentro de los nutrientes lípidos al estilo de como lo hacen los camellos en sus jorobas. Si la destilamos, podremos sacar de ella muchísima agua en estado puro, que daría para alimentar a nuestra gente durante semanas.

—¿Quieres decir… que esa asquerosidad acaba de solucionar nuestro problema con el agua potable? —preguntó Vala, arrugando la cara.

—¡Sí! Aunque no sé si dará para todo el viaje… ¿No podríais matar otra más igual que esta? Así tendríamos suficiente provisión de líquido para cruzar la primera mitad del desierto.

Todos miraron a Logus, inexpresivos.

LOGUS

Los humanos eran una especie muy rara. Le resultaba increíble cómo podían dejarse llevar por sus emociones antes que por razonamientos lógicos. Él, que había querido experimentar esa misma sensación de inestabilidad mental para saber qué se sentía, necesitaba la ayuda de un órgano de ánimos que indujera artificialmente las emociones. Si a eso se añadía un estimulante talámico para redondear la pirueta química, ¡aleluya!, ya estaba un paso más cerca de poder ver el mundo como lo veían aquellos primates sin pelo.

Ningún idor recordaba su anterior existencia de ser humano, antes de ser mutado por el Metacampo. De eso, él era plenamente consciente. Era como si junto con el cambio le hubiesen borrado no solo su memoria personal sino también la memoria genética. Lo que le había regalado el poder mnémico era la posibilidad de observar la humanidad desde fuera y emitir juicios imparciales sobre ella. Gracias a ese poder era capaz de observar virtudes y defectos de los que —de eso estaba seguro— ni siquiera los humanos eran conscientes.

Para empezar, su instinto gregario los volvía más fuertes a un nivel grupal pero más débiles en el individual. Estaba claro que poseían inteligencia avanzada, no eran rumiantes que se limitaran a ir de aquí para allá con la cabeza gacha, alerta ante cualquier indicio de avena. Sus ojos revelaban perspicacia y conciencia de todo lo que tenía importancia, y esa información era transmitida a un centro de procesamiento que había sido entrenado por la evolución para saber qué hacer con ella. Pero entonces, ¿cómo era posible que algo tan intangible y difuso como el amor, esa emoción que ellos aún no habían logrado erradicar, se interpusiera tanto en sus decisiones? Observó a Telémacus, cómo hacía todos sus gestos: cómo abrazaba a su hijo, que se había arriesgado estúpidamente para salvar a su padre con el camión. Y a su esposa, que había aceptado acompañarlo a este éxodo suicida a través del desierto. Había un factor de caos que no comprendía en todo aquello. Nadie debía olvidar que los humanos participaban de lo absurdo en igual medida que de lo milagroso. Jamás debían exaltarse ni ensoberbecerse por ello, pues, ¿acaso no era cierto que los seres vivos constituían siempre el mejor telón de fondo para sí mismos?

Ni siquiera el dravismo, a medida que se desarrollaba en torno a la veneración de los dravs hasta constituir una teología completa, hacía que el concepto de los que se quieren, de los amantes, tuviera una definición cerrada. Telémacus estaba en lo cierto cuando hablaba de arriesgarse él para mantener a salvo a su familia, pero Logus comprendió que estar en lo cierto no tenía mucho que ver con ganarse el aprecio de una mujer.

Logus decidió archivar esas dudas ontológicas para más tarde y entró en el edificio hasta llegar a la habitación del falso suelo de esporas. Desvió su visión hacia una banda de radiación más cómoda y pudo ver a Tsunavi y su jefa, que estaban terminando de liquidar o de asustar a lo que quedase allí que fuera capaz de andar sobre dos patas, para que los colonos pudieran hacer su expolio de cualquier objeto útil. Se acercó a la cazadora.

—Usted es Arthemis, ¿verdad?

—Yo no tengo la culpa. —Logus advirtió que el tono de su voz era curiosamente despiadado.

—Eh… claro. Vengo a decirle que me asombró su actuación durante la pelea. Y que lamento lo de su subordinado, Bloush.

—Bloush era un imbécil, se merecía lo que le pasó —respondió, ahuecándose el cabello que le brotaba por detrás del casco—. Demasiada testosterona y poco cerebro para gestionarla.

—¿No le apena que haya muerto?

—En cierto modo, lo lamento porque hemos perdido una buena pistola. Pero no te confundas: no éramos amigos, ni siquiera me caía bien. Simplemente trabajábamos juntos por conveniencia.

—Oh… —Fue un oh de compromiso, pero también de «qué raros son los humanos: me ratifico». Se contradecían, actuaban mal… Una abundancia de polisilábicas nulidades.

Telémacus entró en la sala.

—Nos vamos en quince. Daos prisa —dijo a los que estaban allí. Tsunavi le dio una patada a algo, en el suelo, y varias planchas cayeron hacia abajo. Todos se apartaron por si el agujero se agrandaba demasiado, pero se quedó en una oquedad de solo un par de metros.

—Creo que acabo de encontrar algo que llevaba muuucho tiempo cerrado —dijo la mercenaria. Todos se acercaron a mirar: sí, parecía haber un espacio oculto allí abajo. Los haces de las linternas taladraron caminos polvorientos hasta un objeto grande que reposaba allá abajo, en la penumbra.

—Parece una nave biplaza muy vieja —murmuró Telémacus al ver aquella chatarra.

—¡Espera, espera, espera! ¡Hip! —exclamó Arthemis. (¿Era un hipido?)

—¿Qué ocurre?

—Recuerda nuestro trato, hombretón: accedí a acompañarte a este loco viaje a cambio de tener preferencia en el reparto de cuanta antigua tecno encontrásemos. Y esto sin duda encaja en esa definición. Yo bajaré primero.

Telémacus se encogió de hombros.

—Está bien.

—Decidiré si me gusta para quedármelo o no, y te daré un decibelio de ventaja si quieres gritarme. Piensa en la respuesta, dóblala y divídela por dos.

—Mi respuesta es… de acuerdo. —Sonaba normal… su habitual yo argumentativo—. Debo confiar en tu criterio como guerrera veterana. Eres una chica lista.

—Tan lista que ya estoy buscando otro trabajo.

Arthemis y Tsunavi se guiñaron un ojo mutuamente y bajaron de un salto. El espacio allí era tenebroso, una oscuridad apelmazada por el peso de los siglos. Se notaba que este santuario no había sido descubierto por ningún buscador de tecno, hasta ahora. Eso lo convertía automáticamente en un tesoro, aunque luego no hubiera nada útil que rapiñar entre los restos.

Las mujeres fueron con cuidado, apuntando con sus armas en todas direcciones por si había algún depredador oculto. Y sí que lo había, un insectorraptor que saltó desde las sombras. Sin embargo, las dos estaban prevenidas, y le volaron la cabeza de un disparo cuando no había recorrido ni media habitación. Su sangre las bañó con una pulverización de rubíes.

—Joder, esto mancha —protestó Tsunavi.

Se acercaron a la nave. Era un transporte biplaza con una cabina en forma de burbuja de plástico que asomaba tanto por encima como por debajo del vehículo, a la que rodeaba un fuselaje con forma de lágrima. No tenía el perfil agresivo de un caza de combate, por lo que dedujeron que se trataba de alguna lanzadera personal que acabó allí abajo tras estrellarse, bien porque la derribaron, bien por un fallo en los motores. Dentro de la cabina había dos esqueletos medio fosilizados, recubiertos por una excrecencia de hongos.

—Menuda chatarra —se quejó Arthemis. Aun así, registró a fondo la cabina, el compartimento de carga y la zona de los motores, por si hubiera alguna célula de potencia que aún funcionara. Con dificultad, su compañera y ella extrajeron de uno de los impulsores gemelos una batería que parecía en buen estado—. ¡Premio! Si todavía le queda energía a esto, podemos sacar un buen pico en el mercado negro del Kon-glomerado.

—¿Ya puedo bajar? —preguntó Telémacus desde arriba.

—¡Aún no! Todavía no he registrado los cadáveres… —El rostro de Arthemis asumió esa expresión que indicaba que cualquiera que no fuera ella misma, en esos momentos estaba siendo excluido del mundo.

¿Qué pudo salir mal en el último vuelo de aquella nave? ¿Un enemigo la derribó, o su sapiencial imaginó una cantidad absurda de números primos y eso le creó una psicosis? Para una computadora, los números aleatorios eran el equivalente al libre albedrío para los humanos, pero si los números se volvían demasiado aleatorios —esto era algo que los dravs les habían repetido miles de veces—, se convertían en una enfermedad mental. Y las máquinas enloquecían. Ese era el rasgo que más las hermanaba con los seres vivos: no que pudiera pensar, sino que podían enloquecer.

—A lo mejor su girocompás se volvió loco —caviló Arthemis—, y calculó mal la rotación del planeta. Su velocidad. Y se estrellaron aquí.

—O a lo mejor los dioses se enfadaron con todos los pájaros que volaban por sus cielos, y les ordenaron aterrizar —sonrió Tsunavi. Se metió en la carlinga, apartó sin delicadeza los esqueletos y vio que uno de ellos estaba sentado sobre algo duro—. Aquí… Esto.

Sacó el objeto. Parecía un instrumento musical, una especie de cítara, solo que su caja de resonancia era extraña, sin una lógica interna para el flujo del aire. Sin embargo, sus cuerdas todavía estaban tensas, y parecía ser capaz de producir música bajo unos dedos hábiles. Se la enseñó a su jefa.

—¿Y esta mierda?

El hallazgo sorprendió a Arthemis con la boca abierta, y empujó las palabras de vuelta a su garganta. Lo cogió. No parecía ser un objeto valioso, ni siquiera por su artesanía, pero allí estaba. Y era lo único que se podía rescatar aparte de la célula de energía. Se lo tiró a las manos a Telémacus.

—¡Mira a ver si le sacas algún rendimiento a eso, artista! Así al menos nos alegrarás las noches con unas baladas.

En cuanto las tuvo en las manos, Telémacus sintió ganas de pulsar aquellas cuerdas, de tocar el instrumento, aunque lo único que saliese fuera ruido. Podía ser una forma de establecer un vínculo con aquella gente de otra época que sin duda llevaba más de un siglo muerta. Una manera de decir gracias por haberles traspasado ese pedazo de su historia. Ese trocito de cultura.

Pero ahora no. Ya llevaban demasiado tiempo allí, lo cual resultaba peligroso. Tenían que poner en marcha el convoy.

—¡Arthemis!

—Ahora mismo no estoy en casa. Deja tu mensaje.

—Nos vamos en diez, así que date prisa en registrar ese cementerio. Voy poniendo en marcha los camiones.

(Dijo confiar en el criterio de ella como aventurera veterana. Ustedes lo oyeron). Se marchó sin darle tiempo a replicar y se encontró con Logus en el camino de vuelta. El alienígena miró el instrumento con el interés de un citarista.

—Vaya, buen botín, señor mercenario.

—Gracias, aunque hay gente ahí atrás que no opina lo mismo. Súbete al camión en el que quieras viajar porque nos vamos.

El idor hizo girar más rápido sus órganos.

—¿Nos internaremos más en el desierto? ¿Vamos en busca de lo desconocido? Quizá un poco de indívigo les vendría bien a estos guerreros, para que se mantengan despiertos.

—¿Qué…?

—Lo conoces por el nombre de su alcaloide: dietilamida. A los humanos os sienta bien, aunque no hay que abusar de ella.

—Yo no lo habría expresado mejor, colega.

—Sí que hay una forma mejor de expresarlo, señor Telémacus: una afirmación fundamentada en las tres declaraciones básicas de la semántica es que poner en riesgo la vida de uno, y de paso las de terceros, no tiene por qué considerarse un hecho demostrado, sino que existe por sí mismo desde que uno hace la proposición conveniente. La estupidez se demuestra a sí misma, invalidándose, igual que la valentía… y que el… el… eh…

El mercenario se quedó un segundo callado, mirándolo, y Logus carraspeó.

—Ejem. En el fondo es lo mismo que decir «¡Pisa el acelerador, colega!».

—Así me gusta —sonrió Telémacus.

Salieron fuera y dieron la orden. Minutos después, una vez cargados todos los sacos de grasa saturada de agua que pudieron extraerle a la madre insectoide, y con toda la tribu subida encima, los camiones volvieron a rugir. La caravana se dirigió hacia las dunas distantes, mirando cada pocos minutos hacia atrás por si algo aparecía en el horizonte.

No sabían lo cerca que estaban sus temores de la verdad.

PADRE ADDAR

El Intérprete de los Muertos dejó el palacio móvil de Bergkatse y viajó en aerodeslizador hasta la ciudad de Múnegha, una de las capitales gemelas del Kon-glomerado. Una ciudad que había sido edificada justo allí no por lo que sus habitantes creían, sino para ocultar algo: posiblemente el mayor secreto que había en aquellos días en Enómena.

Llegó hasta el centro de la ciudad, entró en la fortaleza más protegida con la que contaba su ejército y descendió a las bóvedas subterráneas más profundas, a través de una serie de ascensores que bajaban más y más hacia lo profundo del planeta, a un antiguo búnker que solo cuatro seres en el mundo sabían que existía. Y de ellos, uno acababa de morir achicharrado bajo el lanzallamas de una mercenaria.

Al atravesar el último control, un mortífero pasillo flaqueado por cañones automáticos, se paró frente a una puerta tan inmensa que parecía una fuerza de la naturaleza. Introdujo un código en un panel —uno que no ofrecía segundas oportunidades, por lo que si cometía un error en algo de los dígitos las armas vaporizarían su cuerpo al instante—, y unos retumbantes servomecanismos actuaron tras las paredes. La puerta se arrastró sobre sus guías como una cansada mole, y el tesoro mejor guardado de todos los imperios guerreros de Enómena quedó expuesto ante él.

Los hecatonquiros eran columnas de dos metros de altura alineadas dentro de un gran cubo de piedra negra con fisuras que dejaban ver su interior. De los diez originales, solo dos quedaban en funcionamiento; Addar lo sabía porque los otros eran simples torres de deuterio inertes, muertas, mientras que los dos que aún «vivían» vibraban de un modo que no había palabras en su idioma para describir. Era como si la extraña energía contenida en ellos los hiciera existir en varios planos de realidad superpuestos, coincidentes, y un observador pudiera verlos chocando unos contra otros. El efecto era el de una materia que no parecía sólida, sino que se desintegraba y volvía a reconstruirse muchas veces por segundo, de ahí el parpadeo.

Padre Addar no tenía ni idea de qué era aquella monstruosidad, ni de cómo funcionaba. Quizás Logus, de haber estado presente, podría haber iluminado las tinieblas de su ignorancia con algún dato crudo, como que en efecto aquellos ¿robots, androides, hiperdroides…?, tenían un porcentaje de deuterio en su organismo. Y este había que fabricarlo artificialmente, pues en la naturaleza esa clase de isótopos no nacieron en el alba de los tiempos, y no se podía llegar a ellos mediante procesos naturales. Otra de las maravillas del Imperio Gestáltico fue su capacidad para fabricar xenomateria de alto nivel, dedicando parte de ella a su industria militar.

Pero estas cosas Addar jamás sería capaz de entenderlas. Ni siquiera se molestaría en intentarlo.

Miró a los hecatonquiros con el asombro reverencial de quien contempla dioses, o bien sus obras directas. Pero aquello no era magia, sino tecnología extrema procedente de otra época. Por enésima vez intentó imaginarse a las personas que poseían conocimientos para hacer algo así, y cómo sería su civilización… y por enésima vez fracasó.

Se acercó a una consola e introdujo en una ranura la llave de iridio. Una cifra en la pantalla fue cambiando mientras una abscisa brillante descendía en la rejilla. Eso activó a uno de los hecatonquiros, que adoptó una forma vagamente humana —sin dejar de temblar estocásticamente— y salió de la caja. El monstruo se quedó allí, mirando a su amo. Esperando órdenes.

Addar miró a la monstruosidad y tragó saliva. Le mostró una imagen tomada durante el ataque a la fortaleza móvil en la que se veía a Telémacus y a los demás Tábanos.

—Tus presas. Ya sabes lo que tienes que hacer. Aprende de ellas todo lo que puedas… y mátalas.

El monstruo se giró y empezó a caminar. Y atravesó la pared, fluyendo a través de sus átomos como un fantasma. Addar se encomendó a sus dioses, y rezó por el alma de aquellos pobres mercenarios. No sabían lo que se les venía encima.

8. PERSECUCIÓN

VELDRAM

—¿Qué es eso? ¿Puedo verlo? —preguntó Veldram, apoltronado en la cama que había tras el asiento del conductor. Su madre conducía mientras su padre echaba una cabezadita.

—Ummfff… es una especie de instrumento musical —rezongó Telémacus, medio dormido. El sueño que había tenido la noche anterior parecía asirse a él como un olor desagradable, y se negaba a soltarle—. Lo encontramos en aquel sótano, en la nave.

El chico cogió la especie de cítara y la sopesó. Nunca había sido bueno con la música, ni tenía oído para sacar las melodías de memoria, pero al ver aquel instrumento una cancioncilla de origen incierto le vino a la cabeza. No estaba seguro de haberla oído antes, solo… estaba por allí, merodeando.

—Es bonito. ¿Lo tocaban los antiguos?

—Eso parece.

—Tú podrías conseguirlo si te lo propones —dijo su madre—. Eres listo.

—También soy guapo. Cambio.

—Esa parte la has heredado de mí —murmuró su padre.

Vala sonrió, mirando por el retrovisor. En el segundo camión iba Arthemis junto con Liánfal —habría pagado por asistir a una conversación entre esas dos y escuchar qué se tenían que decir—, y en el tercero Tsunavi con Logus. Había sido una decisión difícil arriesgarse a dejar solo a su único médico con aquella psicópata de colmillos afilados, pero de algún modo (¡sine qua non!) tenían que vigilarla. A nadie le gustaba la idea de poner en sus manos aquel volante junto con la responsabilidad de mantener a salvo a un tercio de su tribu… pero Bloush había muerto, y ya no les quedaban más manos capaces. Los lumitas no eran diestros manejando ese tipo de tecnología.

Miró al horizonte. Por el sur avanzaba un crepúsculo violeta, pero les quedaba por la derecha, y no los alcanzaría al menos hasta dentro de un par de horas. Parecía como si faltara una escena de enlace entre el último vestigio de civilización que acababan de dejar atrás y lo desconocido que esperaba delante. La silueta de la primera luna, gris sobre gris tras el embozado peso de las nubes, los vigilaba como un ojo atento, allá arriba. Era un satélite brillante como una bola de nieve acompañado por un halo de polvo. Bajo él, el delgado cordón del Hilo ardía en su mitad superior con los fuegos rojos del crepúsculo, mientras la inferior estaba pintada de azules.

Por delante, hacia el este… una muralla vertical de humo denso que formaba una pared casi sólida donde parecía acabar el mundo: era el humo que surgía de los barrancos siempre ardientes, los que tendrían que cruzar para entrar en una nueva zona del desierto. Y eso le provocaba un miedo sobrecogedor.

—Quiero volar —le dijo al artificio azul del cielo. Poder pasar por encima de aquellas barreras terrenales y ser libre. Pero si había alguien allá arriba, vigilando (tal vez una luna gris con su ojo bien abierto), no respondió. Poco le importaban al cielo las penurias de las criaturas condenadas a la tierra.

¿Qué les aguardaba al otro lado de los barrancos, si es que lograban encontrar un vado para cruzarlos? ¿Más monstruos sedientos de sangre? ¿Pintorescos y extravagantes nativos con pintorescos y extravagantes atuendos que cantaran pintorescas y extravagantes canciones en exóticos lugares, con sus cabezas inclinándose en señal de bienvenida y guirnaldas de flores? El primero en encontrar signos de vida inteligente fregaría la loza.

—¿Por dónde cruzaremos los barrancos, mamá?

—Cuentan las historias de los buscadores que hay lugares por los que se pueden vadear, pero vamos a tener que buscarlos. Recorreremos a lo largo las grietas a ver si los encontramos. Y rezaremos porque todo ese humo no se nos venga encima.

—No arriesgaremos los camiones, se mantendrán a una distancia prudencial —dijo Telémacus, los ojos aún cerrados—. Para eso tenemos los esquifes, para explorar.

—¿Quién los pilotará?

—Los que tengamos cascos con respiradores de oxígeno. Mi armadura tiene uno, y Arthemis también tenía hasta que lo perdió. Pero se le podría hacer un apaño.

—La cuestión es si querrá arriesgarse —gruñó Vala—. Vale que se apuntara a este viaje para escapar de ser reclutada, pero no la veo predispuesta a hacer nada más allá de lo que estipule su contrato.

—Lo hará, ya lo verás. A pesar de su insoportable socarronería, es una mujer muy valiente. Lleva toda su vida luchando, oponiéndose a imponderables mucho más grandes que ella.

—Parece que la admiras.

—No, solo reconozco sus valores.

Tuvo que admitir que estaba en lo cierto. Pero le molestaba la admiración que parecía sentir su marido hacia aquella asesina. No es que estuviera celosa, pero es que no comprendía los motivos. ¿Que era una buena protectora para su gente? Eso no se lo negaba nadie. ¿Que no compartía con ellos ninguno de sus ideales y solo estaba allí por su propio interés, por lo que podría dejarlos colgados en cualquier momento? También. Al menos era joven y vibrante, no como los líderes de la tribu, que parecían trozos de desechos a esquivar, la carne bajo sus ropas disminuyendo cada día que pasaba como una marea en retirada.

El giroscopio del salpicadero empezó a dar vueltas como un loco. Estaba escalado angularmente a través de una rejilla normal en relación al plano del aparato, y perpendicular a la nariz del camión, lo cual le proporcionaba tres coordenadas. Pero algo le afectaba, algún tipo de electromagnetismo desquiciado, lo que hacía imposible que el sapiencial del camión calculase bien la distancia con los objetos que tenía delante. Vala lo desconectó y pasó a conducción manual.

—Entramos en terreno peligroso.

Veldram colocó las manos sobre la caja y el mástil de la cítara, y las dejó hacer, a su aire. Unos sonidos comenzaron a surgir de la madera como si esta se hubiese tragado una docena de ratones barítonos. Al vibrar, los dedos extraían de las cuerdas sus bemoles silenciosos, sus superfluos tiempos verbales, sus pentagramas confluyentes. Mientras Veldram tocaba, su padre empezó a tararear la misma melodía, sin equivocarse, y eso que nunca antes ninguno de los dos la habían escuchado.

El chico soltó el instrumento, asustado. Sus padres lo miraron, y luego entre sí. Eran conscientes de que algo muy raro acababa de ocurrir.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Vala.

—Déjame ver ese cacharro —pidió Telémacus, agarrando la cítara. La examinó a fondo, palpando con los dedos allá donde no llegaba la vista… y descubrió algo: una caja metálica, caliente, tachonada de circuitos, escondida bajo los trastes—. Aaahhh… aquí hay algo. Empiezo a entenderlo.

—¿El qué?

—Parece un zoótropo empático.

—¿Un… qué? —Veldram arrugó la frente.

—Una caja de resonancia de conocimientos. Las había en la época antigua. No es que tú supieras tocar esa melodía, o que a nosotros nos sonara… es que esa caja la estaba proyectando en nuestras cabezas.

—¿Cómo es posible? ¿Un instrumento musical que se sabe él mismo las melodías y se las sugiere al intérprete?

—Parece imposible, ¿verdad? Pero así es. Lo que no sé es por qué esta melodía en concreto. ¿Era importante para el anterior dueño de la cítara? ¿O es que quería transmitir algún mensaje a los que encontrasen el instrumento cuando él ya no estuviera?

—Supongo que para averiguarlo habrá que tocar la melodía hasta el final —opinó Vala—. Y preguntarle a alguien que sepa de música. Creo que Liánfal es una buena candidata. Tocaba el septéreo en su juventud, y muy bien, por lo que me han contado.

—Se lo preguntaremos, pero más adelante. Estamos llegando a las primeras cortinas de ceniza —dijo Telémacus, espabilándose. A través del parabrisas delantero se veía una manta de copos blancuzcos que parecía haber sido tendida con pinzas del cielo. Y no era nieve. Era humo.

Los camiones no se detuvieron, pero aflojaron un poco la marcha. Telémacus se arriesgó a usar la radio para hablar con los otros conductores.

—Ya veis que tenemos delante la barrera. Voy a adelantarme en un esquife para explorar, a ver si encuentro un vado. Vosotros acampad aquí.

—No creas que voy a dejarte ir solo, tigre —dijo la voz de Arthemis—. Entre los dos cubriremos más terreno en menos tiempo.

—Te recuerdo que ya no tienes tu máscara, así que si esto es una manera de prevenir el que pueda hallar antes que tú un enclave de antigua tecno…

—Yo tengo dos formas de ofrecer mi ayuda, tigre, y solo una de las dos no acaba con el otro con la frente abierta de un disparo. La tomas o la dejas, tú decides.

Telémacus sonrió.

—Creo que la tomaré, pero que conste que acercarse al barranco no es agradable. Tu armadura te protegerá del calor, pero tendrás que procurarte una manera de filtrar el humo. Es posible que esté lleno de partículas radiactivas.

—Confía en mí —dijo ella, sardónica—. Sé lo que hago.

De pronto, la voz de Tsunavi se superpuso a las suyas. Contenía esa alegría, ese placer sardónico que en ella solo podía significar una cosa: problemas.

—Creo que no vamos a tener tiempo de hacer nada de lo que estáis planeando, tortolitos… —Pronunció la última palabra apoyándose en la «T»—. Mirad por el retrovisor.

Al instante se dieron cuenta de que aquella nube que se les acercaba a toda velocidad en lontananza, a ras de suelo, no era ningún fenómeno natural. Ni tampoco el montón de objetos negros que la estaban provocando. Ni el par de artefactos voladores parecidos a aerostatos que colgaban a baja altura sobre aquella formación militar de pulgas. Eran fuerzas del drav Bergkatse, o quizá de Raccolys, qué más daba. El hecho era que los habían encontrado.

Telémacus simplemente deglutió.

Felbercap —maldijo. Bajó la ventanilla y se asomó, silbándole al esquife más cercano para que se les acercara.

—¿Adónde crees que vas? —preguntó Vala, cogiendo el volante. Se había puesto pálida y había empezado a sudar.

—Me adelanto a buscar ese paso. Sígueme lo más cerca que puedas. ¡Que toda la gente que va en el techo de los remolques se meta dentro, vamos a acercarnos peligrosamente al barranco! —ordenó por la radio.

—De acuerdo, jefe —gruñeron Arthemis y Liánfal. Logus tardó un poco más en responder pero también confirmó que Tsunavi y él habían recibido la orden. A continuación, cuando el esquife se colocó junto a la cabina, Telémacus abrió la puerta y saltó a bordo.

—¡Ten cuidado! —le gritó Vala—. Seguro que no estamos siendo nada sabios con todo esto…

—Como dijo alguien inteligente, la lógica es una forma organizada de equivocarse con seguridad. —Le guiñó un ojo antes de ponerse el casco. Sintió cómo las facultades y ayudas superiores de la armadura escalaban hacia su hipotálamo, con sus servomentes y sus jerarquías operativas. La diferencia con respecto a no llevar puesto el casco no era excesiva, pero las mejoras sensoriales de aquel software podían suponer una ventaja táctica de varias décimas de segundo… lo cual, en combate, establecía una línea divisoria entre la vida y la muerte.

Tocó el hombro al conductor para que intercambiara el sitio con él, y se sentó a los mandos. El otro hombre, como no tenía máscara, tuvo que saltar al camión y quedarse allí. El esquife aceleró, dejando un rastro lineal de humo, y salió disparado en dirección al borde del barranco… que desde aquella distancia, tan cercano, parecía más bien un cañón gigantesco. Súbitamente apareció el borde de la sima, una violenta cuchillada, un cañón escarpado. Cuando estuvieran pegados a él, el propio accidente del terreno, que distaba mucho de ser natural, les contaría su propia historia.

Veldram vio alejarse a su padre y se pasó al asiento delantero, junto a Vala. El parabrisas empezaba a teñirse de gris como un dibujo puntillista, a medida que los copos de ceniza se superponían formando un mandala. El joven colocó la cítara a su lado —decidió que la llamaría septéreo a partir de ahora; era un nombre mucho más chulo—, y acarició la caja de resonancia emocional. Inmediatamente, una melodía que jamás había oído empezó a surgir de la parte más profunda de su memoria a largo plazo. Y la tarareó.

Vamos, papá, encuéntranos un paso a través del infierno.

Sus dedos tamborilearon sobre la cítara, marcando un ritmo acelerado de tres por cuatro.

TELÉMACUS

Los barrancos ardientes de Devianys. Una cosa era haber oído hablar de ellos en las historias de taberna y otra acercarse tanto a uno como para que su putridez sulfurosa hiciera que tus ojos lagrimearan y tus pulmones ardieran por dentro. El casco le protegía, pero sintió la fuerza de aquel aire cargado de fuego, de la nube roja en cuyo interior zigzagueaban relámpagos. Si había una entrada a ese famoso inframundo que describían muchas religiones, sin duda era aquella.

El diminuto esquife —por comparación a la anchura del cañón— se colocó paralelo a él y avanzó a la máxima velocidad que permitía su motor aerodeslizante. Telémacus temía que la cantidad de ceniza que se estaba tragando la turbina acabase dañándola, pero no le quedaba más remedio que seguir. Tenía que encontrar algún vado o el convoy se quedaría atrapado entre la espada y la pared, con el muro de llamas delante y los asesinos dravitas detrás.

Se arriesgó a aproximarse al borde de la sima y echó un vistazo a su interior. Lo que vio le sobrecogió: la grieta tenía en aquel punto más de trescientos metros de anchura, y no se veía el fondo. Abajo se arremolinaban nubes de fuego y torbellinos de ceniza vestidos con una cota de malla de partículas rutilantes, chispas, pavesas y nubarrones de favilas en combustión. Pero lo más sobrecogedor eran las siluetas de enormes estructuras hundidas en el manto, cuyas sombrías siluetas recordaban a edificios, a objetos que tal vez pudieron ser puentes en otro tiempo, o quizá pedazos de asfalto de larguísimas carreteras que antaño unieron ciudades. Todo había sido destrozado, troceado, apilado y arrojado al barranco hacía varias generaciones, antes del Día del Apagón. Por contraste con las zonas más brillantes, las que dañaban el ojo, entre tanto carmesí había regiones negras donde oscuridades mayores se quejaban mientras se fracturaban. El manto del planeta era un sumidero titánico que se lo tragaría y lo procesaría todo, reduciendo metales y minerales a sus elementos básicos. Era un cementerio vertical abarrotado de pruebas de que hubo una civilización en Enómena que precedió a la actual. Las leyendas de los buscadores decían que ahí abajo había infinitos tesoros de antigua tecno, cociéndose en el horno infernal, pero nadie se atrevía a bajar para comprobarlo.

Solo con ver la grieta, el cazarrecompensas entendió por qué.

Giró el control del esquife, unos mandos parecidos a los de una moto, para acelerar al máximo. Un ventisquero de chispas le impactaba de frente, convirtiendo el mundo en el ojo de una inmensa ola hecha de carbones ardientes. Por el retrovisor vio que el camión de cabeza, conducido por su mujer, giraba para seguirle, aunque más separado del borde de la grieta. Los otros le siguieron detrás, formando una fila. Vistos desde el aire, serían como una procesión de hormigas corriendo junto a una grieta que partía en dos el mundo, de la que surgía un acantilado vertical de humo tóxico. Pero eso no fue lo que le preocupó, sino que el ejército de vehículos que se les acercaba estaba a cada segundo un poco más cerca.

Y, por los dioses, ¿qué era aquella cosa que colgaba del aire?

El globo aerostático que Telémacus había visto a lo lejos era realmente lo que parecía, pero de cerca se parecía menos a un aerostato y más a un palacio flotante: la propiedad privada de algún dictador loco a la que unos inmensos balones de hidrógeno mantenían separada del suelo.

El globo era una pagoda invertida con cuatro niveles de anchura decreciente, el de más abajo rematado por una púa que apuntaba hacia el suelo. En las esquinas de cada tejado invertido había una estatua que representaba las cuatro naturalezas de la traición, entendida como una de las bellas artes. Del edificio central se abrían decenas de ramas como de árbol, que sostenían grandes hélices que impulsaban el palacio, con una vela puntiaguda en forma de nariz que servía para corregir la dirección.

Semejante extravagancia no se quedaba corta en ningún aspecto, pues había sido concebida en un sueño por el drav Bergkatse, e incluía una atalaya que recreaba un carro de los tiempos prehistóricos de la Vieja Tierra, de aquellos que tenían dos ruedas e iban tirados por caballos —no sabía por qué, pero el Padre Addar se sentía como en casa cada vez que se subía en él—. Era un trono flanqueado por escudos de armas de dragones tallados junto a un palio de índigo real. Desde allí, el general mandaba sus tropas. Ese carro asomaba como un balcón de la pagoda superior, la más ancha, y estaba flanqueado por dos extravagancias más: dos proscenios de teatro que colgaban de sus propios globos en los que el Intérprete de los Muertos asistía a dos óperas a la vez, protagonizadas por cantantes profesionales y reos condenados a muerte. La de su derecha era un fragmento de Lamadar, una obra con un recitativo seco en la que unos prisioneros condenados a muerte ofrecían la mejor interpretación de sus vidas mientras los torturadores los sometían a tormento, mientras que la de su izquierda, Trocchano, tenía un contorno melódico similar a un aria, en la que una parodia de un Intérprete de los Muertos defendía argumentos según los cuales merecía vivir para siempre ante un tribunal de dioses.

Resultaba asombroso cómo cada parte individual de aquel engendro volador podía mantener su propio mensaje simbólico al tiempo que incluía el significado del todo; era como si cada pequeño detalle superpusiera una capa más de simbolismo, sin que hubiera una definición global planeando por ahí de la que echar mano.

Padre Addar estaba de pie encima de su carro, con pose altiva, de emperador. Miraba los puntitos que eran los camiones fugitivos, ya casi a distancia de tiro, y se enorgullecía de su partida de caza. En otros tiempos, los reyes organizaban cacerías de animales exóticos para demostrar que podían domar a la naturaleza, y que no existía depredador en el mundo que pudiera imponérseles en ferocidad. Ahora, él cazaría a los asesinos del drav, su antiguo amo. Había reservado espacios para sus cabezas en sus paredes favoritas.

Alzó las manos sobre un teclado de piano que bordeaba por dentro su carro, y pulsó varias notas. En los teatros que colgaban del cielo a derecha e izquierda, los reos cautivos en cajas de metal fueron estimulados por brutales descargas eléctricas al ritmo de la música, y sumaron sus gritos al coro. Sus caras se deformaron subjetivamente, adoptando forma de pera: seres encerrados dentro de sus propios gritos, sin defensa posible ante su propia voz. Sus ecos ocupaban los espacios a su alrededor.

Addar no era un cacófilo, un amante de la fealdad, todo lo contrario… era un cacoformotista, es decir, un creador de belleza a partir de elementos horrendos. Sus ojos se obnubilaron, la piel de su cara perdió capacidad de expresión como si estuviera hecha de plástico… pero él se alzó majestuoso como un maestro de orquesta, dispuesto a extraer —a cacoformotear— una sinfonía a partir de la matanza de inocentes que estaba a punto de suceder. Aislados por su propia música o a pesar de ella.

Un aerodeslizador se le acercó por estribor, con un cazarrecompensas del gremio subido a un estribo. Era un miembro del Clan Taxidermista, expertos en despellejar a sus víctimas y llevarlas al estado de disecación corporal sin que murieran ni se desmayaran en ningún momento. Contaban que el dolor alcanzaba cotas de auténtica locura.

—¡Mi señor! —le gritó el taxidermista, que si mal no recordaba se hacía llamar Bestia—. ¡El radar detecta un grupo de tres vehículos grandes y otros tres pequeños y veloces delante! Están junto al cañón, recorriéndolo a lo largo.

Addar no juntó las cejas, pero una contracción en sus pómulos comunicó la misma emoción.

—Buscan un vado… Adelántate con cuatro deslizadores y frénalos. Que el tóptero vaya también para daros apoyo. No dejes que se oculten en el humo ni que se metan dentro del barranco.

—Sí, amo.

Bestia alzó en el aire una vara de potencia que siempre se llevaba a todas las cacerías, capaz de emitir una onda de concusión que podía lanzar por el aire varios metros a un humano adulto, y lo volteó sobre su cabeza. Hubo un diálogo invisible con otros jefes de turba. Sus vehículos adelantaron al grupo principal, que se mantenía a la velocidad del palacio flotante. El único vehículo volador además del palacio que se habían traído a la cacería, un tóptero de alas negras y armado con una tronera lanzamisiles, también se adelantó para reconocer el terreno.

Padre Addar pulsó una nueva combinación de notas en su teclado, que el coro respaldó con sus gritos de agonía. Aquellos que no gritaban lo suficiente como para dar las notas limpias, sentían látigos chasqueando al cruzar sus espaldas desnudas.

Buena tarde para un concierto.

Telémacus, a través de la visión periférica de su casco, vio que unos vehículos rápidos se acercaban al camión de cola, el que conducía Tsunavi. Parecían aerodeslizadores blindados de despliegue táctico, posiblemente de origen militar, que volaban a un par de metros del suelo dejando estelas de polvo. Justo la clase de vehículos que les gustaba llevarse a los dravitas a sus «cacerías».

Maldiciendo, redujo la velocidad y se detuvo unos instantes junto a la ventanilla del primer camión. Los rostros de Vala y Veldram le miraron ansiosos a través del cristal.

—¡Sigue adelante, no te pares! ¡En cuanto veas una entrada al interior del cañón, a una zona que no esté en llamas, tómala! ¡Yo me desharé de los dravitas!

Su mujer asintió y aproximó más el camión al borde del barranco. Telémacus frenó casi en seco y salió disparado hacia atrás como un proyectil; dejó que le adelantara el segundo camión y se puso al lado de la cabina del tercero. Tsunavi lo miró y le dedicó una de sus sonrisas diabólicas. Abrió la ventanilla.

—¡Parece que al fin tendremos fiesta! —gritó la cazarrecompensas.

—¡Cuidado, por tu derecha! —advirtió Telémacus cuando el primer aerodeslizador llegó hasta el camión y trató de embestirlo. Llevaba encima a cinco mercenarios de mirada feroz, armados con carabinas láser de corto alcance. Tsunavi los vio por el retrovisor y giró la esfera que hacía las veces de volante, para que su vehículo, más pesado, chocara contra el suyo. Telémacus lanzó una maldición y se imaginó a la delicada carga que llevaba detrás (más de un centenar de hombres, mujeres y niños) gritando de terror, confinados como estaban, sin saber lo que ocurría.

—¿¡Estás loca!? ¡No hagas eso! —le gritó, pero ella no escuchaba. Los tentáculos del pobre Logus culebreaban por la cabina, asustados; él también lo estaría pasando muy mal, con lo sensible que era.

Telémacus lanzó una blasfemia y redujo la potencia del colchón antigravitatorio de su esquife, de modo que este redujo su altitud con respecto al suelo. A tan poca altura que sus rodillas casi rozaban la tierra, se inclinó hacia la derecha y obligó a su vehículo a pasar por debajo del enorme camión; por unos instantes sintió la presión de los campos suspensores aplastándole la espalda, pero no tardó ni un segundo en emerger por el otro lado, pegado al aerodeslizador de los dravitas. Y gozó de su cara de sorpresa.

Cinco y bien armados eran demasiados para él, así que tomó una decisión drástica. Antes de dejar que tirotearan la cabina del camión o que treparan encima del remolque, ejecutó una doble maniobra muy brusca: aceleró al máximo y metió el bloqueo del motor con el pedal, ganando un poco de altura. El vehículo se colapsó, literalmente, después de un violento empujón que lo llevó a girar y a dar vueltas como una peonza sobre sí mismo. El cazador saltó en el último segundo, el parpadeo de los disparos láser llenando de luz verde el aire a su alrededor. Se agarró como pudo al frontal del aerodeslizador enemigo mientras su esquife cortaba el aire como una cuchilla, o más bien como las palas de un ventilador, golpeando a los mercenarios en un remolino furioso. Luego chocó contra el suelo y reventó en una nube de polvo y fuego —el combustible que usaba no es que fuera especialmente peligroso, pero se portaba de manera muy poco amistosa con todo aquel que no supiera comprenderlo—. Su objetivo se cumplió: ya no quedaban enemigos encima del vehículo, salvo el conductor, que se había agachado a tiempo y miraba a Telémacus con ojos desorbitados. Todos los demás habían sido barridos por la improvisada cuchilla.

El cazador trepó por el morro hasta sentarse en el sillón del copiloto. No hizo falta ni siquiera que lo amenazara: el otro lo miró con un acceso de pánico y saltó fuera, quedándose muy atrás mientras rodaba por el suelo. Telémacus tomó los mandos y se acercó a la altura de la puerta del camión.

—¡Uno menos, quedan dos! —le gritó a Tsunavi. No pretendía nada más, solo que ella lo supiera, pero la mercenaria hizo algo inesperado: le ordenó a Logus que cogiera el volante con sus palpos y abrió la puerta; agarró su machete ígneo y sus pistolas y salto al vehículo de Telémacus. Este no daba crédito—. ¿¿Pero qué demonios…?? ¿Qué coño crees que estás haciendo?

—No voy a perderme la diversión, hombretón, ni por ti ni por nadie. —Se pasó una lengua viciosa por los labios. Sus dientes de vampiro refulgieron.

—¡Estás como una puta cabra!

—Bienvenido al club, Tely…

El segundo aerodeslizador se les acercó por detrás. Tenía la forma de un monorrueda, pero flotaba a un par de metros del suelo como los otros. En su interior también iban cinco personas, todas con pinta de bárbaros sedientos de sangre. Estos dravitas… siempre tan teatrales, pensó Telémacus mientras ejecutaba quiebros duros para intentar esquivar los abanicos de luz láser que se desplegaban a su alrededor. La batalla, que habían llevado hasta el borde del barrando, era un rectángulo ancho y lento de humo en medio del desierto, los rastros de polvo que marcaban el movimiento de cada vehículo fluyendo en un cambio constante de dibujos.

Mientras él se preocupaba por atraer la atención de sus perseguidores sobre sí mismo, para alejarlos de los camiones, Tsunavi disparaba como una loca hacia atrás. Pero entonces, una forma difuminada por el movimiento surgió del aerodeslizador que tenían en la cola y su perfil entrevisto se situó muy por encima de sus cabezas. Parecía un proyectil lanzado por un mortero.

—¡Cúbrete! —le gritó a la cazadora, quizás un segundo tarde: el proyectil explotó dando a luz una nube espicular de pequeñas agujas. Estas llovieron sobre la zona como si el cielo estuviese sudando espinas.

Telémacus se encogió, pero notó cómo cuatro o cinco impactos producían un ruido como de pistola de clavos en su coraza. Al mirarse el brazo, vio que tenía espinas de acero hundidas en la hombrera y el codo. También le habían acertado un par en el casco, clavándosele como pequeños cuernitos. Por fortuna, no habían sobrepasado el blindaje de la armadura. Tsunavi no tuvo tanta suerte: de las espinas que llovieron sobre el vehículo, una había clavado literalmente su brazo izquierdo a la baranda de estribor, atravesándole la carne a la altura del tríceps braquial. Ella gritó, más por rabia que de dolor, y alzó el brazo lentamente para que la espina fuera atravesándolo poco a poco hasta salir por debajo. La mancha de sangre que Telémacus vio cuando se volvió era agresivamente roja.

—¡Ráfaga de racimo! —dijo ella, viendo cómo el artillero del otro esquife volvía a cargar el mortero. Esta vez no erraría el disparo por tantos metros, y una lluvia mortal de agujas caería como un aguacero sobre ellos. Telémacus probablemente sobreviviría gracias a su armadura (aquello no era como si les estuvieran disparando con trimisiles de filamento u hornos de plasma), pero ella quedaría convertida en papilla. Y como el aerodeslizador no tenía techo, no había dónde esconderse.

—¡Agárrate a algo! —le ordenó a Tsunavi, y justo cuando el mortero disparaba y la nueva cápsula explosiva se elevaba hacia el cielo, pisó el acelerador e invirtió los dos sustentores gravíticos de los laterales del esquife, el de babor y el de estribor, de modo que apuntaran en direcciones opuestas. Uno hacia arriba y el otro hacia abajo. Esto hizo que el vehículo diera una vuelta de campana sobre su eje. Una vuelta que, justo cuando llovieron las agujas, colocó su cárter inferior orientado hacia ellas. La parte de abajo del deslizador se llenó de púas como un puercoespín, pero hizo de escudo para sus ocupantes.

Al terminar el giro, Telémacus se encontró otra vez horizontal y otra vez acelerando, dándole gracias a los dioses por su rapidez de reflejos. Pero una sacudida le puso los pies otra vez en la tierra: desde el vehículo perseguidor habían disparado un arpón que se había clavado a fondo en la chapa, y ahora los esquifes estaban unidos por un cordón umbilical de eslabones de hierro. Vistos desde arriba, ambos vehículos parecían los pesos de unas boleadoras que temblaran frenéticos intentando deshacerse el uno del otro.

—¿Puedes dejarlos atrás? —preguntó Tsunavi mientras se echaba un suero que había sacado de su botiquín en la herida. La sangre le goteaba del antebrazo.

—No, este trasto no da para más.

—¿Y elevarte más en el eje Z?

Él la miró y comprendió su plan. Tiró de una palanca y el vehículo se separó del suelo a lo máximo que daban sus repulsores. Su techo de vuelo no es que fuera muy alto, apenas cinco metros, pero ya eran tres más arriba que sus perseguidores. Eso convirtió la cadena que los unía en una especie de tirolesa, con un extremo más elevado que el otro.

Tsunavi cortó una tira de sujeción de la cubierta con su machete y la pasó por encima de la cadena. La agarró por los extremos y se dejó caer resbalando por la cuerda hasta el otro vehículo, cuya tripulación la miraba atónita: no podían creer que alguien estuviera tan chiflado como para hacer algo así.

Por el retrovisor, Telémacus vio que la silueta de la cazadora se mezclaba con otras en una frenética danza de destrucción y combate cuerpo a cuerpo. Se había enredado en una confusión de brazos y piernas de la cual a veces salía un miembro amputado. A su alrededor florecían fuegos silenciosos de armas de energía, escapando hacia el cielo en forma de vectores láser, pero ella no les prestaba atención: era como una gata salvaje cuya única garra —el machete— había llenado sus celdillas con el calor del magma, y cortaba carne y amputaba brazos y piernas como si estuviera en un cimbrado desquiciado. Tsunavi recibía heridas también, pero quizás fuera por los estimulantes de combate que los tubos que se le metían en la base del cráneo le estaban inyectando en ese momento, o por su química corporal bizonal, que no parecía sentir dolor. Su espada era el rompiente que precedía aquellos breves oleajes de sangre, su cara un desperfecto oscuro en la pálida luz del atardecer.

El arpón que unía ambos esquifes acabó arrancando un trozo del fuselaje del de Telémacus, y levantó una nube de polvo al impactar contra el suelo que ocultó por un momento a perseguidor de perseguido. Sin embargo, pudo ver algo que le preocupó, y era que el tercero de los aerodeslizadores que se habían adelantado, el más grande —parecía una mezcla entre vehículo flotador y robot-grúa gigante— se acercaba peligrosamente al camión que iba en cabeza, el de su mujer.

—Una puta locura —lo calificó Arthemis al verlo. Solo la combinación Telémacus-Tsunavi podía ser capaz de desplegar tamaña destrucción con tan pocos medios a su alcance (¡esa era su chica!). Una contradicción tan elegante no necesitaba pruebas que refutaran su existencia.

Aceleró para acercarse al robot-grúa desde atrás y por la derecha. Seguro que Telémacus le echaría una bronca tremenda si supiera lo que pretendía hacer: convertir aquel transporte de civiles en un arma. Pero algo tenía que hacer contra aquel monstruo o sus brazos articulados arrancarían de cuajo el remolque del camión de Vala.

—Espera… ¿¿qué pretendes?? —se asustó Liánfal, que iba a su lado agarrada al cinturón de seguridad como si fuera la cuerda de un escalador.

—Vamos a echarle una mano a la pobre Vala.

—¡¡Pero no así!!

—Lo siento, no sé hablar cobardiqués. ¡Agárrese!

Las masas metálicas se acercaron con velocidad la una a la otra, toros bravos apuntando con la testa al flanco más desprotegido. Liánfal soltó un agudo «iiiiiiiiih» en los últimos metros, cuando vio que el costado del robot-grúa estaba a menos de un segundo de impactar contra su parachoques. Hasta el techo de la cabina tembló cuando ambos vehículos se encontraron, y una vibración apabullante y abrumadora les subió por las piernas y les hizo bailar la cintura. Hubo chispazos y luces que reventaron en la bitácora de instrumentos, y gritos de pánico en la parte de atrás. El tacómetro que contaba el número de revoluciones de la hélice que refrigeraba el motor se cansó de su lugar en el tablero y saltó como una rana. El camión se quedó pegado al otro vehículo, avanzando en paralelo.

—¡Coja el volante! —ordenó Arthemis, e intercambio a empujones su sitio con la anciana.

—¿¿Qué?? ¿Adónde coño vas?

—¿Cuándo fue la última vez que oyó a un rifle de pulsos decir «¡ffuuussshhh!»?

—Tengo mis dudas sobre esto, niña.

—Mejor, sus dudas conseguirán que viva más tiempo —sonrió la cazarrecompensas. Cogió su rifle y salió por la ventana. Aterrorizada, la místar agarró la esfera y puso los pies en los pedales. Por el momento, se conformaba con ir hacia delante sin chocar con nada, y eso sí se veía capaz de hacerlo. Los vehículos se movían a través de un mundo limitado, borrado por las nubes de humo que salían del gran barranco, convertidas en maremotos de copos grises que se desvanecían en el momento de tocar aquella oscuridad.

Arthemis escaló por las irregularidades del costado del otro vehículo y llegó hasta una ventana de su parte trasera. Poseía un bloque delantero que parecía una locomotora de morro redondo, que no expulsaba humo por una chimenea sino arcos voltaicos. Esa locomotora tiraba de una segunda sección donde se elevaba un torso humano de seis metros de altura, un robot con dos brazos demoledores y una cabeza en forma de ocho. Cada brazo acababa en un racimo de cortadoras, bolas con cadenas y otros instrumentos de demolición. Como se pusieran en marcha… Arthemis prefería no imaginar lo que harían con el camión de Vala.

Trepó como un chimpancé hasta colocarse junto a la ventana de esa sección, la que había a los pies del robot: vio un grupo de soldados que se estaba disponiendo a saltar de un vehículo al otro, y que no iba armado con arsenales de complejidad desconcertante, sino con objetos muy simples: porras, garfios, garras, picos, ganchos, gavilanes. Parecían bárbaros aerotransportados, no soldados de anónima eficiencia uniformados en serie.

Saludó con los deditos a través de la ventana, y abrió fuego. Los destellos láser hicieron estragos dentro de aquella cabina con afectado deleite; sus discordantes siseos estremecieron el metal y la carne y sembraron quemaduras aquí y allá. No paró hasta que no quedó ninguno de aquellos brutos en pie. Tan rápida y feroz fue la ráfaga, que se le agotó la batería y tuvo que extraerla y cargar otra con la boca.

A eso se había reducido todo en aquellos locos días, pensó: a una pugna extrema entre sobrevivir o extinguirse. La vida era la metáfora más rara que había en el universo, y ella acababa de apagar una docena de ellas simplemente por necesidad, porque aquellos salvajes habían decidido unánimemente que su huida hacia la libertad era un pecado y que había que cortarla de raíz. Pues bien, como le había dicho una vez a su actual contratante… no sería ella la que se sintiera incómoda por defenderse.

—¡Traidora! —le gritó otra voz femenina desde arriba. Alzando la vista, vio que en el pecho del robot-grúa, en un espacio reservado para su operario, había una mujer. Se acordaba de ella por las reuniones de cazadores del gremio: era la sin par Baby Boom, una sádica asesina que empleaba muñecos de niños cargados con explosivos para sus fines, responsable de las iniciales BB en los epitafios de sus víctimas. Vestía parodiando los uniformes de las cuidadoras de guardería, y siempre llevaba encima, colgando de arneses de bebé, media docena de muñecos con pinta siniestra y altamente explosivos.

—¿Traidora? Tú has violado el juramento del gremio al alistarte en el ejército de ese loco, no yo —le respondió con lenta precisión—. Has prostituido tus creencias por Bergkatse.

—Katse ya no existe, lo liquidaron hace unos días en su fortaleza. Y, o bien me estoy equivocando mucho, o tú conoces mejor que nadie la historia.

Arthemis hizo un mohín.

—Yo no la calificaría de historia, sino de… je je, un trabajo de primera categoría.

—No tienes ni idea del caos que has desatado al cargarte al jefe. —Cuando hablaba, salpicaduras de saliva manchaban la boca de aquella psicópata como rocío de mar. Aquella mujer se había vuelto una experta, además de en explosivos, en viroplastia: una disciplina de arte dérmico que usaba microimplantes de colágeno vírico que crecían libremente, por su cuenta, hasta que convertían la piel del sujeto en una obra de arte desagradable a la vista. También se había implantado un hombro rotatorio, lo que le permitía girar su brazo izquierdo como si fuera una hélice… algunos decían que para poder lanzar sus muñecas explosivas más lejos—. Ahora quien está al mando es su perro, Padre Addar. Y no parará hasta tener vuestras cabezas disecadas en su salón.

—¿Es él quien va en esa especie de fanfarria flotante, la de los globos? —se burló Arthemis. Sintió nacer en su pecho una necesidad de enfrentarse a aquella asesina y medirse con ella. La embargaba, le quemaba por dentro. La adrenalina corría brillante y feroz por su sangre—. Pues que se acerque más, que mi pequeño tiene un mensaje que darle. —Acarició su rifle láser con lascivia, momento en el que Baby Boom tiró de una palanca, haciendo que el robot se pusiera en marcha.

El torso de la máquina, clavado como estaba al vehículo, solo podía rotar hacia la derecha o la izquierda; su libertad de movimientos era muy limitada, pero no necesitaba más que eso para hacer su trabajo. Sus brazos se alzaron y unas potentes sierras de disco que llevaba en los extremos empezaron a girar, dispuestas a cortar el mundo. Arthemis sabía que solo tenía una oportunidad contra ellas, y era pegarse al torso del robot, a su cintura, para quedar fuera de su alcance. Así que cuando la primera de las sierras descendió como una promesa de muerte, saltó hacia delante, rodó y se catapultó con las piernas hasta chocar contra la cintura giratoria del monstruo. Se hizo daño en el hombro, pero no le importó. La sierra cayó sobre el propio vehículo que la transportaba, haciendo trizas el techo de la cabina donde estaban los soldados muertos; olas brillantes de chispas bañaron el remolque, una espuma de fragmentos que creó una pantalla que se encendía por los fuegos del barranco, y que soplaba en una ventisca de metralla. El aire, que también estaba siendo mutilado por aquellas sierras, silbaba a su alrededor como un grito.

La desquiciada Baby Boom sabía que Arthemis se había puesto fuera de su alcance, por lo que chilló con rabia y tiró de más palancas como si aquello fuera un juego aleatorio, a ver qué más podía romper. Las bolas de demolición se descolgaron y empezaron a pendular peligrosamente. Arthemis las vio pasar a toda velocidad cerca de donde ella estaba, chocando sin control contra el remolque de Liánfal y el propio vehículo-grúa. Aquello sí que era peligroso, incluso para la operaria del robot, pero a aquella chalada le importaba poco. Lo único que quería era saciar sus ansias homicidas.

Arthemis apretó los dientes y empezó a trepar por el torso. Solo tenía que llegar hasta su pecho, que era donde estaba la cabina de mando, no hasta la cabeza —que no era más que una antena de radio—. Hizo un estribo con las manos para apoyar el rifle, pero no tenía solución de fuego. Tenía que subir más. El inicio de su escalada coincidió con un bajón del terreno que los vehículos tomaron a alta velocidad; sintió una presión momentánea en los oídos, como si la atmósfera le hubiese dado un apretón.

Baby Boom no podía ver a su enemiga, la tenía situada en un ángulo muerto por debajo de la carlinga, lo cual era muy peligroso. Tenía que obligarla a mostrarse o no conseguiría acertarle con ninguna de sus extremidades robóticas. Así que eligió otro sistema.

—Conque crees que vas a pillarme por sorpresa, ¿eh? —refunfuñó—. Vamos a ver cuánto te importan de verdad esos aldeanos…

El torso pivotó hacia su izquierda, encarándose con el camión. Con las sierras, cortó un trozo del techo del remolque, que salió volando. Decenas de caras de lumitas horrorizados miraron al cielo a través de aquel agujero, hombres, mujeres y niños abrazándose sin poder huir de aquella ratonera. El techo que los protegía había salido volando, y lo que veían ahora era aquel coloso mecánico con dedos como perforadoras y músculos como martinetes hidráulicos. Una serie de oscilaciones y cabeceos se propagó por el remolque, como si fuera un juguete en manos de un niño enorme y travieso.

Arthemis, que estaba a metro y medio de la carlinga, miró todo aquello con un siseante «Mierda…» empezando a salir de su boca. No podía permitir esa matanza, aunque fuera por principios. No tenía ningún vínculo emocional con aquellos desgraciados, pero tampoco iba a dejar que Baby se saliese impunemente con la suya.

Miró su rifle, y se le ocurrió la idea.

Alzó la vista más allá de los brazos del robot y del camión que estaba pegado a ellas. Miró el borde del barranco, con sus nubes de humo, sus adarves de llamas y las sombras de los edificios y las montañas de escombros que estaban metidas dentro, quemándose. Aquellos objetos masivos pasaban a gran velocidad junto a ellos como si no tuvieran nada que ver con la locura que se estaba desatando en la frontera de sus dominios infernales. Pero había una manera de hacerlos participar en la batalla.

Maldita sea, se quejó; si me dieran un szkab por cada vez que le he salvado la vida a otro en esta estúpida misión sin llevarme yo ni una mísera recompensa…

Elevó el rifle y apuntó con cuidado, pero no puso el selector de tiro en descarga láser, sino que activó su arpón-cohete. Oyó el chasquido de control del arma. Le fastidiaba un montón tener que gastarlo en esto, pero era la única manera que se le ocurría, a la desesperada, de salvar a aquella pobre gente. Así que apuntó con cuidado, intentando coger en una sola línea una de las cadenas con bolas de demolición del monstruo y las sombras de edificios que había detrás… y apretó el gatillo.

El arpón salió disparado hacia delante primero con la fuerza del rifle, como si fuera una ballesta, pero décimas de segundo después encendió su propulsor autónomo, y aceleró convertido en un misil. Su cabeza se abrió formando una U, y atrapó la cadena llevándosela hacia atrás y clavándola a la pared de uno de los edificios que pasaban. Arthemis abrió mucho los ojos al darse cuenta de que su plan había funcionado, milagrosamente, y que ahora la extremidad del robot-grúa estaba clavada a aquel obstáculo inmóvil.

Baby Boom también se dio cuenta de lo que había pasado mientras la cadena se estiraba hacia atrás, a medida que el vehículo continuaba su loca carrera hacia delante. La O de su boca transmitió claramente la pregunta: «¿Es cierto?». Y le obsequió a Arthemis la sonrisa condescendiente que utilizaba cuando las cosas no salían como estaba previsto. Cuando el carrete de cadena no dio más de sí, esta se tensó y dio un fortísimo tirón.

El resultado fue más espectacular que lo que Arthemis había previsto: esperaba que el tirón arrancara uno de los brazos del robot, y que lo dejara pivotando sobre su cintura. Pero había un principio consustancial a toda aquella tecnología que no había tenido en cuenta: su vejez. El robot, como casi todos aquellos aparatos, había sido ensamblado en los tiempos pre-apagón, hacía siglos. En aquella época probablemente fue un hombretón grande y fuerte capaz de tirar de todo el planeta hacia sí en lugar de acercarse él, si quería coger algo. Pero eso fue antes de que el uso prolongado y la fatiga del metal se acumularan como capas de senectud. Así que cuando la cadena dio un tirón, lo que se partió no fue su muñeca, sino su cintura.

Arthemis sacudió la cabeza con mucha suavidad, como si pretendiera trasladar su cerebro a un nivel más bajo dentro del cráneo, y vio cómo el corpachón del robot-grúa se partía y caía hacia atrás con la consabida lentitud de las cosas grandes. Ante el ojo humano parecía que se moviera a cámara lenta mientras se desplomaba como un gigante derribado por una lanza, mientras sus actuadores, acoplamientos, reductores y el piñón asido a un rodamiento de gran diámetro explotaban en miles de piezas. El robot envió una onda sísmica a través de todo el vehículo a medida que se separaba de él, y golpeó el suelo con una explosión de polvo tan densa como una pequeña tormenta de arena. Se abrió como el capullo de una flor, fotograma a fotograma. El morro del vehículo bajó bruscamente, y el aerodeslizador se estremeció como un animal que se sacude gotas de agua del pelaje. Los lumitas que iban en el remolque gritaron de alegría.

Pero si Arthemis creyó que todo terminaría ahí, estaba equivocada, porque de repente, unas manos surgieron de la nube de polvo que el vehículo arrastraba tras de sí, y el cuerpo de Baby Boom, tosiendo, apareció detrás. De algún modo había logrado saltar a tiempo de la carlinga y se había agarrado al deslizador. Seguía viva, con sus muñecos explosivos colgando como abalorios de los enganches de su traje. Temblaba con una soltura desarticulada, como si ella misma fuera un maniquí. Los muñecos miraron a Arthemis y le dedicaron sonrisas desquiciadas.

Ayudó a Tsunavi a trepar y le plantó la bocacha roma del rifle de energía en la cara. Le parecía increíble que aquella cabeza compacta pudiera contener tal cantidad de odio. Pero ahora era Arthemis la que tenía la sartén por el mango.

—Bien, amiguita… ¿qué decías antes sobre que íbamos a ajustar cuentas…?

Lejos de allí, Padre Addar estaba subido a su carro de emperador, tocando las notas de las dos óperas que se desarrollaban en los proscenios flotantes, y lo que vio en la distancia no le gustó nada. Había sucedido algo inconcebible.

Los tres vehículos que se habían adelantado a las órdenes de Bestia habían sido destruidos. Este último, su perro sanguinario, retrocedía en un monorrueda para pedir refuerzos al contingente principal. ¿Refuerzos, en serio? ¿Contra tres camiones desarmados y un par de esquifes civiles?

Addar sonrió como si le costara por falta de práctica. La escala de aquel enfrentamiento parecía eliminar la poesía excéntrica de una cacería real. Aquel deporte tenía hasta su propio culto, pequeño y cismático; Addar lo fomentó mientras estuvo a las órdenes de Bergkatse, dejando escapar de vez en cuando a reos de muerte y haciéndoles una promesa: ¿ves aquella colina, la del fondo? Si llegas hasta ella antes de que te cojamos, eres libre. Por supuesto, ninguno conseguía hacer realidad semejante proeza. Los perros de Addar eran demasiado eficientes como para permitir que sucediera.

Pero ahora… transportes llenos de civiles aterrorizados. Unos pocos cazarrecompensas exiliados del gremio para protegerlos, con el mínimo armamento disponible. ¿Y cómo se había saldado el primer asalto? Con tres aerodeslizadores perdidos y ninguna baja en el equipo contrario.

Este tipo de cosas lo enervaban, la verdad.

Alzó las manos y unas banderolas flamearon a izquierda y derecha, comunicando instrucciones a los equipos más alejados. Ahora venía la mejor parte, el todo por el todo. Y si esta vez no conseguía detener a los fugitivos, sería mejor que ni Bestia ni sus lugartenientes volvieran para informar o les buscaría un sitio en su coro del dolor, para el aria terminal.

Los tenores salieron a escena. Vestían una ropa óptica que reproducía escenas de obras anteriores, como un caballero alzando su espada para matar a un gusano gigante del desierto, o una damisela asomada al balcón de una nave espacial, cantándole a una luna que pasaba cerca.

Bajó los dedos y pulsó un acorde complejo en el piano, un intervalo de novena que equivalía a una cuarta perfecta. Los prisioneros gritaron en sus jaulas. ¡Qué sublime coro, qué altura de notas, qué excelsa composición! En la llanura, todos los vehículos que quedaban aceleraron a la vez, rumbo al barranco ardiente, dejando decenas de estelas de polvo que se trenzaron como un macarrón. ¡Ya estaba bien de andarse con tonterías! El último acto de su composición maestra estaba al caer.

Y, Bestia, tú serás mi diva.

En el millón de dramas que el universo urdía simultáneamente, había uno, minúsculo y aparentemente sin importancia, que se llamaba «dramatización de la vida de Vala». Quizá para la mayoría de los espectadores de la comedia cósmica esa infinitesimal parte, la que hablaba de ella, no tuviera la menor importancia. Pero para Vala era la representación operística más importante del mundo. Y ahora estaba llegando a su clímax, a su aria cavatina.

Tanto ella como Veldram tenían los ojos fijos en el perfil del barranco, buscando un camino que no tuviera una excesiva pendiente y que no estuviese cubierto de llamas. Su hijo a veces miraba por la ventana, buscando el esquife de su padre, y la mantenía informada sobre lo que estaba pasando. Pero el humo hacía de pantalla y lo ocultaba todo. El calor, tan cerca de la fisura, era tan potente que los hacía sudar a chorros dentro de la cabina. No quería ni imaginarse cómo lo estarían pasando los pobres que iban hacinados detrás.

—No veo a papá… ¡ah, sí, ahí está! —exclamó Veldram—. A su esquife le han arrancado toda la parte trasera, pero sigue funcionando.

—¿Está bien, le ves?

—Sí, parece estar bien… Es quien lleva los mandos.

Dio gracias a los dioses, por eso al menos: un insignificante detalle comparado con la situación general. Al final, por mucho que huyeran, las violentas energías de la guerra habían terminado por alcanzarlos. Telémacus estaba convencido de que si lograban pasar la barrera del barranco, los dravitas desistirían en la persecución… pero ella no estaba tan segura. Además, si lo que veía en lontananza era cierto, un enjambre de vehículos se les estaba echando encima en aquel momento, cargados de asesinos dispuestos a matarlos. Y aquel barranco era una barrera intraspasable, sin puentes ni vados. Eso no auguraba nada bueno.

De repente, creyó distinguir algo entre el humo… ¿era lo que creía…? ¡Sí! El terreno descendía con suavidad hacia el interior del barranco, desapareciendo de la vista pocos metros después debido a la ceniza. Parecía un vado no demasiado empinado sobre el que sus suspensores podían funcionar. Así que giró el volante y lo tomó, confiando en que los camiones que tenía a la cola hicieran lo mismo.

—¿Adónde vas, mamá? —se sorprendió Veldram. Tenía agarrado el septéreo como si fuera un amuleto de la suerte. Ella carraspeó, la garganta ardiéndole de calor y sequedad.

—Parece un vado. Reza porque tenga salida.

—¿Estás segura…? —La miró con terror. Sabía que llegaría aquel terrible momento en que tendrían que dejar de circular paralelos al infierno para meterse de cabeza en él… pero ahora no tenía tan clara su valentía.

—No. Pero mira, nos están adelantando. Sus vehículos son más rápidos que los nuestros. Si nos cogen entre dos frentes, se acabó. ¡Agárrate!

El camión pasó por encima del borde de la grieta y pareció dar un salto escalofriante de varios metros; el morro bajó de golpe metro y medio, casi rozando el suelo, y el remolque vino detrás. La pesadilla de fuego y humo se los tragó. La lluvia de dióxidos disueltos en la niebla parecía reaccionar con la pintura de la chapa, y empezó a comérsela como si fuera piedra caliza. La temperatura dentro de la cabina aumentó un par de grados más, cosa que parecía imposible, el aire inmóvil chupando el sudor de las pieles con un entusiasmo rayano en la cleptomanía. Vala se quitó la camiseta, arrojándola a un lado, y sopló hacia arriba para que las gotitas de sudor de sus cejas salieran volando. Veldram también se descamisó, quedándose con el torso desnudo. Dioses, la posibilidad de asarse allí dentro había cobrado visos de auténtica realidad.

Por el retrovisor, vieron cómo el segundo camión también cogía aquel desvío, y muy al fondo intuyeron la mole del tercero. El parabrisas se había convertido en un juego de espejos, sombras chinescas mezcladas con destellos anaranjados que no auguraban un final feliz. Un fogonero invisible arrojaba paletadas de ceniza contra el cristal, millones de hormigas negras. Era como intentar avanzar a través de la noche más oscura, de la nube piroclástica en derrame de un volcán. No recordaba haber sentido tanto miedo en su vida.

El esquife de Telémacus se le acercó. Ya daba igual que rompieran el silencio de radio, pero las comunicaciones eran un desastre, baños de estática en los que de vez en cuando se distinguía una palabra. A pesar de estar transmitiendo por haz estrecho con su codificador, que trabajaba al límite de la onda corta, ni siquiera el casco de Telémacus lograba hacerles llegar la señal de radio. Entre eructos de estática, oyeron:

—[…] Has hecho bien, por aquí podremos… [..**¡cjask!**..] …me retrasaré para cubrir la retaguardia, pase lo q… [..¡chisk!..] …sigue avanz…!!!!

Vala asintió y le hizo un gesto de conformidad a través de la ventana. Su marido asintió y frenó, dejando que el primer camión lo adelantara. En la carlinga del segundo vio a Tsunavi, que reposaba al lado de Logus con el cuerpo lleno de cortes —desconocía la gravedad de sus heridas, pero a pesar del dolor, ella parecía satisfecha de lo que había conseguido—. Le hizo otro gesto a Logus y este le respondió con uno de sus palpos. Telémacus supuso que en su cultura eso significaría algo, pero no tenía ni idea de qué. Esperó que no fuera nada grave. Luego volvió a frenar hasta que se puso a la altura del tercer camión, donde iba solo Liánfal. Arthemis no estaba a su lado. Con ella sí le funcionó la radio.

—¿Y Arthemis? —preguntó.

—Saltó al vehículo grúa —contestó la místar—. ¿Crees que la habrán…?

—No lo sé. Dioses, tienes el techo del remolque agujereado… ¡La gente!

—¿Qué?

Telémacus ancló el esquife al lateral del camión y trepó hasta subirse encima del remolque. Caminó hasta la parte trasera, donde el metal había sido arrancado de cuajo por el robot-grúa, y se asomó al agujero. Un centenar de rostros asustados le miraron. Estaban sudorosos, histéricos y agitados como los ingredientes de un cóctel dentro de aquella caja destartalada.

—¡Tranquilos, soy yo! ¿Estáis bien ahí dentro?

—¡Esto es un infierno! —gritó Pollexfen, uno de los venerables de la tribu—. ¡Nos estamos asando, y el aire parece yodo! ¿Cuándo saldremos de aquí?

—Si tiene fuerzas para protestar, es que la cosa va bien —sonrió Telémacus—. Aguanten un poco más, ya hemos encontrado el vado. Pero todavía nos persiguen, seguimos en peligro.

—¿Qué pasó con el gigante de hierro, el que arrancó el techo?

—Le deben la vida a Arthemis. Ya entraremos en detalles después; ahora les dejó, que tengo que encontrarla. Sigan rezando, lo están haciendo muy bien.

A pesar de las protestas de la gente, que le suplicaron que no se fuera, Telémacus volvió a la cabina y se quedó de pie, en el estribo, mirando a la conductora.

—¿No viste lo que le pasó a Arthemis? —le gritó.

—¡La perdí de vista en cuanto nos metimos en el barranco! Telémacus, ¿estás seguro de que vamos por buen camino? No hacemos más que bajar y bajar…

—¿La función de mapeado del terreno está operativa?

Liánfal miró su pantalla. Era un guiso de estática.

—Qué va. Vamos a ciegas.

—Sigue al camión de delante, no te separes de él por nada del mundo. Voy a asegurarme de que no nos persigue nadie.

Saltó al esquife y volvió a quedarse atrás, en la cola del convoy. Hizo balance de efectivos: Bloush devorado por un insecto gigante, Tsunavi llena de heridas por todo el cuerpo, Arthemis desaparecida… se estaba quedando sin soldados. De los orgullosos Tábanos ya no quedaba nadie, y él solo no se veía con fuerzas para repeler a todo el ejército dravita. Si contra todo pronóstico decidían perseguirlos hasta el otro lado del barranco, la tenían clara. El siguiente accidente geográfico que podrían usar como barrera o como escondite estaba a por lo menos cinco o seis días de viaje. Entre medias, solo una llanura centelleante.

A su alrededor, el paisaje parecía uno de esos cuadros de pesadilla de los tenebristas: estaban conduciendo sobre una montaña de edificios medio pulverizados en donde no había apenas zonas llanas. Todo eran desniveles, aristas, picos y grietas fracturadas sobre las que los repulsores antigravedad se las deseaban para mantenerse flotando. El aire era una pantalla intensamente roja, color sangre, y de aquí y allá surgían torbellinos de los agujeros de las paredes; en esos torbellinos había relámpagos encerrados, fuego y muerte que giraban aleatoriamente. Combustiones espontáneas de almas en pena.

Vio algo inmenso que se elevaba delante: una estructura con forma toroidal tan grande como para albergar en su interior a los camiones. Se alzaba del dantesco paisaje como un anillo gigante y hueco, sostenido por dos titánicos pilares perpendiculares. Era un defecto en el patrón geológico ya de por sí caótico de aquel lugar, un latido a destiempo en el ritmo del terreno. Telémacus tardó unos segundos en comprender lo que veía: el cadáver no de un edificio, ni de un puente, sino de una nave espacial. Uno de esos transportes grandes como una circunnavegadora solar, capaz de albergar miles de tripulantes y pasajeros. Por algún motivo lo habían enterrado también en aquella fosa, y allí estaba su esqueleto, asándose en el purgatorio. Telémacus lo miró, mareándose por el peso del tiempo implícito en aquella ruina, contenido en la deforme topología de sus contrafuertes.

Sin embargo, al verlo, la esperanza renació en su corazón: el toroide se alzaba formando un arco, como un puente colgante, y parecía ser capaz de llevarlos en la buena dirección, hacia el lado opuesto del barranco.

Se adelantó hasta situarse junto a Vala.

—¿Ves ese tubo gigante? ¡Métete dentro!

—¿Qué? —Los ojos de ella se desorbitaron.

—¡Lo usaremos como puente!

Vala giró el volante, apuntando hacia una hendedura en el fuselaje de la nave. El segundo camión vio su maniobra entre el humo y la imitó. Del tercero hacía mucho que no sabía nada, pues no aparecía ni en el retrovisor ni en el radar. La mujer rezó porque todavía siguieran allí.

Telémacus notó que su esquife escoraba hacia los lados. Unas chispas brotaron de su motor ventral.

—Mierda… —murmuró. El humo y la ceniza habían sido demasiado para el sistema de ventilación. Aquella moto estaba a punto de morir.

Frenó y dejó pasar los dos primeros camiones. Cuando llegó el tercero, el de Liánfal, se encaramó a él y dejó que su esquife fuera devorado por uno de los remolinos, que lo hizo trizas. Miró a la anciana a través de la ventana, limpiándola de varios estratos de ceniza con su antebrazo.

—¡Más adelante hay una especie de tubo, lo verás en breve! ¡Sigue a los otros a su interior, nos llevará al otro lado del barranco! —Su voz atravesó las ondas de radio entre una tempestad de estática, pero ella comprendió.

Liánfal señaló algo en el retrovisor. Telémacus miró hacia atrás y lo vio: unos destellos eléctricos que se les acercaban por retaguardia. ¿Vehículos del drav? Seguro que sí, no podían ser otra cosa. Le hizo un gesto con la cabeza a la conductora para que siguiera adelante, y se subió al remolque. Desenfundó las pistolas y se quedó arrodillado junto al agujero en el techo, esperando. Fuera lo que fuese lo que estaba a punto de surgir de la pantalla de humo, se llevaría una sorpresa.

Lo que apareció entre el humo fue el morro del aerodeslizador que antes cargaba con el robot-grúa, solo que sin su mitad anterior. Había sido arrancada de cuajo cuando cayó el robot, pero la parte delantera seguía intacta. Telémacus no pudo creer lo que veía: la que estaba a los mandos era ni más ni menos que Arthemis, que tenía puesta una mascarilla de oxígeno. A su lado estaba tumbada una de las asesinas de Addar —¿sus ojos le engañaban, o era la chiflada de Baby Boom?—, atada con cables y hecha una morcilla. Los destellos que incendiaban en latidos la nube de humo eran descargas voltaicas que salían de aquella chimenea.

—¡No puedo creerlo! ¿Cuántas vidas tienes? —le dijo a la mercenaria cuando se colocó a su altura.

—¡Más que un zig del desierto, y desde luego más que tú, Tely! —sonrió Arthemis—. Pero todavía pueden quitarme un par de ellas más, esto aún no ha acabado.

—¿Por qué lo dices? ¿Quién te sigue?

—¡Todos esos!

Una explosión punteó el terreno con agujas de fuego. Telémacus se cubrió instintivamente; un parpadeante sendero de llamas acababa de nacer junto a él, a escasos centímetros de la chapa del remolque. Y procedía de detrás, de la nube de humo. Esta se quebró para dejar pasar nada menos que a diez vehículos de aspecto inquietante, que se cerraron como un enjambre a su alrededor. En el de cabeza venía montado, haciendo de mascarón de proa, un bruto musculado con el que Telémacus recordaba haberse medido en alguna misión: Bestia. El perro faldero de Padre Addar. Miraba a Telémacus con ojos inyectados en sangre, los de un taxidermista poseído por su odio quirúrgico más profundo.

Seguro que estaba deseando probar sus bisturíes con los ocupantes de aquel remolque.

Pero eso no era lo peor, sino que por encima de sus cabezas apareció volando el tóptero, con su doble par de alas, su tronera lateral lanzamisiles y la bodega de su vientre abierta. En ella, varios mercenarios sujetos por cuerdas de descenso estaban preparados para dejarse caer sobre el techo del camión. El piloto tenía que ser un suicida, o tener más miedo de desobedecer una orden de Padre Addar que de arriesgar su aparato en aquel maelstrom, pues se lo veía luchando enconadamente contra las térmicas y las atroces corrientes. Pero logró acercarse al camión, y los seis mercenarios de su panza se descolgaron por las cuerdas. Parecían trozos de carne colgados de sedales.

¡Misiles!, fue lo primero que pensó al ver el tóptero. Con ellos, los dravitas podrían haber destruido fácilmente los camiones… Si no los habían usado todavía era porque a Padre Addar le gustaba la cacería a la antigua usanza. Eso jugaba a favor de los fugitivos. La jactancia de los dravitas era un punto en su contra.

Telémacus abrió fuego contra los sicarios que tenía más cerca: sus pistolas cantaron y uno de ellos se soltó de la cuerda, yendo a caer sobre la chimenea eléctrica del vehículo de Arthemis, que lo recibió con un abrasador arco voltaico. Otros, sin embargo, abrieron fuego sobre Telémacus, algunos de sus disparos acertando con precisión en su armadura. Tuvo que cubrirse tras la chapa desgarrada del techo, aunque esta no aguantaría mucho. Hubo una breve erupción de láseres y fuego de proyectil que atravesó la chapa del remolque, llenándola de agujeros. Telémacus maldijo por lo bajo, imaginando el terror de sus ocupantes al ver esos vectores de luz atravesando como lanzas supersónicas las paredes.

La mascarilla que le permitía respirar a Arthemis no cubría sus ojos, por lo que le lloraban como si le estuviesen lanzando chorros de limón dentro. Aquella atmósfera ardiente tenía la culpa, por muy agazapada que estuviese ella tras el volante. Aguantó el dolor como pudo y analizó fríamente la situación: había perdido su rifle durante el combate. Tras lanzar el arpón-cohete, una cacofonía de ruidos y un tartamudeo de ondas expansivas le habían confirmado que otros soldados estaban disparando contra su vehículo desde los esquifes que se acercaban. Uno de los disparos acertó de lleno en su rifle y lo destrozó, aunque eso le salvó la vida, pues lo que había justo detrás era su cabeza. Fue entonces cuando tomó la decisión de tomar los mandos de la grúa —o lo que quedaba de ella— y tirarse de cabeza al barranco.

Pero que no tuviera su rifle no significaba que una cazadora veterana estuviera indefensa. Ni muchísimo menos.

Miró a Baby Boom, que tenía más cuerdas que una longaniza, y le arrancó uno de los bebés explosivos del traje. La cara de la otra lo dijo todo: «¿¿Qué haces con mis pequeños??». Arthemis la ignoró y, mientras seguía conduciendo con una mano, examinó con la otra el muñeco, buscando la espoleta. No era solo que estuviese rellena con explosivos, sino que la propia muñeca estaba hecha con un plástico de alto poder de detonación. Dedujo que se activaría retorciéndole el cuello: un inaudible tictac acompañó el lento regreso de la cabeza a su posición original, una cuenta atrás hasta la detonación.

Arthemis miró al cielo y vio a los cinco hombres colgando de cuerdas balanceándose como ahorcados en medio de un huracán. Pero no era a ellos a donde quería llegar, sino a la fuente: la bodega del tóptero, donde estaban atadas esas sogas. Con todas sus fuerzas, lanzó hacia arriba la muñeca, pero la fuerza del viento era demasiado grande y se la llevó lejos. Cuando estalló, lo hizo inofensivamente bastantes metros por detrás del tóptero. Baby Boom lloró como si hubiesen sacrificado a uno de sus hijos.

Mientras tanto, el camión de cabeza llegó hasta la fisura en el fuselaje de la nave, y se metió como un conejo buscando su madriguera. Lo primero que notaron Vala y su hijo fue el ensordecedor silencio: comparado con el estruendo de fuera, era como reptar por un intestino más o menos insonorizado. Intercambiaron una mirada acongojada mientras Vala reducía la velocidad y conducía esquivando el contenido del tubo, que distaba mucho de ser un espacio libre. En otros tiempos, cuando aquello todavía funcionaba como circunnavegadora solar, aquel tubo estaba lleno de salas comunes, zonas de recreo, laboratorios de investigación, escaleras mecánicas, anillos de inversión de gravedad, grandes galerías comerciales e incluso hangares para lanzaderas. Lo gracioso era que todo estaba boca abajo: sin duda, el «suelo» hacia el que apuntaba la gravedad mientras el tubo giraba era su parte cóncava, es decir, la que ahora les quedaba por encima.

Por fortuna, muchas de aquellas paredes, de aquel metal valioso, habían sido retiradas antes de arrojar la nave al vertedero, pero todavía quedaban muchos obstáculos que Vala tenía que esquivar y pasillos por los que el camión cabía a duras penas. Fue embistiendo con el parachoques todo lo que encontraba a su paso, y lo que no podía apartar a la fuerza, lo esquivaba.

—¿Cómo habrá venido a parar aquí semejante coloso? —preguntó Veldram, mirando las cavidades sobre las que pasaban levitando. La mayoría equivalían a pasillos que en el espacio habrían sido horizontales, pero que aquí parecían profundos fosos kilométricos que daban una idea de las dimensiones de la nave. Se hundían hasta el lejano bloque de la sala de máquinas, a centenares de metros de distancia, un edificio que en sí mismo habría podido albergar a cien tribus como la lumita sin que se molestasen unas a otras.

—Quién sabe, hijo… A lo mejor quedó muy contaminada por la radiactividad. O fue atacada por piratas o por alguna facción enemiga. Quién sabe qué ocurrió entonces, y por qué nuestros antepasados tomaron las decisiones que tomaron. Ahora está aquí, y la tierra se la tragará como a todo lo demás.

El paisaje resbalaba por las pupilas de Veldram como visiones de un mundo de maravillas, milagros perdidos de otra época que no podía ni siquiera empezar a entender. El chico se preguntó qué representarían aquellas estatuas, o las molduras de los capiteles, o los dibujos de aquellos frescos que decoraban algunas paredes. Por qué esos extraños aparatos con múltiples brazos colgaban del techo, o qué serían capaces de hacer los artefactos que brotaban como setas del suelo. Por qué en lugar de simplemente roto, aquel lugar parecía más bien orgánicamente enfermo. Se sentía como un salvaje recién salido de la selva mirando por primera vez una nave espacial, haciendo un esfuerzo por comprenderla en un primer momento, y cuando fracasaba, buscándole un lugar entre sus mitos.

Una vez, su madre le había contado una cosa que se le había quedado grabada. Ocurrió cuando él tenía siete años y le preguntó qué era el altísimo hilo que partía en dos el horizonte, aquel cable que parecía unir la tierra con el cielo en el horizonte; si era obra de hombres o de dioses, y para qué servía. Ella lo había mirado con ternura, y con la seguridad que da la ignorancia, le había puesto el siguiente ejemplo: «Ya eres lo suficientemente mayor como para saber lo que es una bacteria, Veldram. Y también sabes lo que es un animal doméstico. Pues bien, cuando el ser humano, el animal doméstico y la bacteria contemplan ese hilo que se eleva hasta los cielos… entre cualquiera de ellos y el hilo hay la misma distancia a la comprensión de lo que es esa maravilla y cómo pudo construirse. A la bacteria y al animal doméstico los separan millones de años de evolución, y al animal del hombre otros tantos, pero todos, y fíjate bien en lo que te digo, todos, se hallan a la misma distancia con respecto a comprender algún día qué es esa maravilla en toda su plenitud. No te asustes».

No te asustes. Pero sí que se asustó. De hecho, todavía lo estaba. Cuando entendió lo que quería decir su madre, el vértigo de lo incognoscible cayó sobre él, y le insufló un terror atávico en el corazón. Ahora, mientras veía aquellos pasillos que caían como fosos hasta el lejano corazón de la máquina, mientras el parachoques del camión apartaba como un ariete sofás, sillas, mesas, trozos caídos del techo y artefactos cuya utilidad simplemente se le escapaba, volvió a sentir ese vértigo. Su mente era demasiado simple para comprender que allí se habían superpuesto varios niveles de realidad digitales, en tiempos antiguos, cuyas cantidades de tiempo de computación ardían bajo los arbotantes como arcos de fuego. O que no solo fueron seres humanos los que disfrutaron aquellos lujos, sino también organismos aumentados, neuromorfos fotónicos que habían sido realzados y preparados para la vida en niveles simultáneos de computación. Volvió a tener siete años, y a enfrentarse por primera vez con los misterios del universo.

Alcanzaron una galería amplia con cubículos que Veldram dedujo que habían sido comercios, lugares donde se efectuaba trueque —ahora vacíos; allí no quedaba nada salvo espacios habitados por la decadencia y el plastiacero—. Vala afiló los ojos: tenía por delante un buen trecho de espacio sin obstáculos. A lo lejos vio otra fisura en el casco, otra grieta por la que seguramente podrían salir.

Aceleró.

Telémacus vio el infructuoso intento de Arthemis de alcanzar el tóptero con los bebés explosivos, y supo que desde allí abajo nunca lo conseguiría. Pero él tal vez sí, si se agarraba a una de aquellas cuerdas.

Sin pensárselo dos veces, y mientras el resto de los vehículos se acercaba peligrosamente al camión de Liánfal, corrió por el techo y saltó, un arriesgado brinco que lo llevó a chocar contra uno de los sicarios que colgaban de las cuerdas del tóptero. Juntos oscilaron en el aire como el badajo de una campana, mientras luchaban. El bruto intentó deshacerse de Telémacus a base de puñetazos y patadas, intentando torcer lo suficiente su pistola como para dispararle a quemarropa, pero Telémacus fue más expeditivo: abrazado como estaba a él, no podía usar las manos, pero tampoco las necesitaba. Echó la cabeza hacia atrás y le sacudió semejante golpe con el casco que dejó al otro inconsciente. Luego cortó la cuerda con su cuchillo, de modo que el cuerpo del sicario cayó a tierra, y él se quedó colgando de la soga.

—¡Tíramelo! —le gritó a Arthemis. Esta comprendió: arrancó otros dos bebés bomba del traje de Baby Boom y los armó, arrojándole uno a Telémacus. El otro lo lanzó como una granada contra el vehículo que tenía más cerca, el cual explotó convertido en una nube de velocidad y cinética.

Telémacus atrapó al vuelo el muñeco y, casi con el mismo giro del brazo, lo lanzó a la panza del tóptero. Tuvo suerte y lo vio desaparecer dentro un instante antes de que reventara en una bola de fuego. El tóptero no cayó —hacía falta más que eso para derribar un aparato de su tamaño—, pero tembló, herido, y las cuerdas restantes fueron cercenadas. Los sicarios cayeron al vacío con mejor o peor suerte: la mayoría fueron atropellados por los vehículos o se perdieron rebotando en la nube de polvo. Telémacus aterrizó en uno de los esquifes que estaban junto al vehículo de Arthemis, y se encontró metido en una refriega que no podía controlar: había demasiados cuerpos a su alrededor, echándosele encima; demasiados brazos y piernas y armas involucradas. Pero al menos seguía vivo, y la persecución continuaba.

El segundo camión ya había entrado dentro de la circunnavegadora, y el tercero estaba a punto de hacerlo. Arthemis mantuvo a raya a los demás vehículos lanzándoles bebés explosivos, menos a aquel en el que estaba Telémacus. Pero cuando el camión de Liánfal se coló por la grieta, algo pasó: un bruto enorme saltó al vehículo de Arthemis desde arriba, desde el tóptero, y al caer clavó en el suelo su bastón, desatando una onda energética que se abrió como un anillo plateado, lanzando a Arthemis y a la lloriqueante Baby Boom por los aires. Arthemis chocó violentamente contra el anillo que había sostenido la cintura del robot-grúa, y se hizo daño en la espalda, pero al menos continuaba dentro del vehículo. No se pudo decir lo mismo de la otra, a la cual la onda le activó los pocos muñecos que le quedaban. La cara de terror psicótico de Baby Boom fue lo último que se vio de ella antes de que reventara en mil pedazos, llevándose por delante a otro de los esquifes. Su nube rojiza se proyectó contra las paredes de humo negro que lo flanqueaban como un flash fotográfico.

Arthemis cayó sobre su trasero, aturdida, solo para ver cómo la ominosa figura de Bestia se giraba hacia ella con una expresión feroz. En ese momento llegaron a la fisura con el morro del esquife apuntando al muro, no a la entrada en sí: se iban a estrellar, y aquel bruto seguro que no iba a preocuparse de girar el volante. La piel de su rostro se había vuelto de un color entre el verde y el cobalto, y sus ojos parecidos a pozos no apartaban la vista de la pequeña pistola que llevaba Arthemis.

La cazadora vio de reojo que Telémacus abandonaba de un salto el otro esquife, en el que estaba combatiendo, y se agarraba a la parte trasera del camión. Ella no se lo pensó dos veces e hizo lo mismo: le tiró la pistola a la cara al bruto, no para causarle ningún daño sino para que la esquivara por acto reflejo, y aprovechó ese medio segundo para saltar fuera del esquife. Falló, pues calculó mal la distancia, pero Telémacus la agarró en el último momento y los dos se quedaron colgando precariamente del remolque, sujetos solo por una mano del padre de Veldram, mientras el aerodeslizador donde estaba Bestia colisionaba contra el casco de la nave.

Sin embargo, no todo salió como habían previsto, pues el bruto, usando su vara como pértiga, provocó un nuevo estallido de fuerza en el suelo que lo catapultó, solo a él, hasta el techo del remolque. La locomotora y el esquife donde había combatido Telémacus se estrellaron uno a cada lado de la fisura —oh, sí, la tormenta, el estampido seco del metal contra el metal, la metralla del acero, los dibujos de la cinética comprimida en el lienzo de humo… material para las más aparatosas pesadillas—, taponándola y acabando así con la persecución por tierra de los dravitas. Ahora solo quedaban los tres camiones dentro de la circunnavegadora, y el tóptero probablemente sobrevolándola por encima… lo cual habría sido una buena noticia de no ser porque Telémacus y Arthemis se hallaban en una posición de equilibrio muy precaria, mientras que aquel animal había aterrizado por encima de sus cabezas, en la posición más ventajosa.

El bruto los miró anticipando el placer de matarlos, e hizo girar su vara en un lento molinillo. Tenía el agujero en el techo del remolque a su espalda, ancho e irregular como si un monstruo mitológico lo hubiese desgarrado con sus pezuñas. Bestia, y él lo sabía, se había convertido en un finalizador de historias, en una parte sub especie aeternitatis del proceso de destrucción de la vida.

Articulando las secas consonantes de su lengua materna, les dijo a Arthemis y Telémacus:

—Fin del camino, traidores. Saludad a vuestros antepasados de mi parte…

Su voz, curiosamente, parecía cortés. Y hacía ruiditos como de educada indignación.

Telémacus gimió. Le ardía el brazo con el que sujetaba a su compañera para que no cayera. Se le había transformado en una tubería llena de ácido que le suministraba dolor a borbotones. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, la elevó hasta que la cazadora pudo sujetarse por sí misma al remolque, pero todavía estaban colgando los dos de su parachoques trasero; aún se hallaban por debajo del nivel de aquel bruto. Con la próxima descarga de su vara, saldrían disparados hacia atrás y se quedarían abandonados para siempre en aquel pecio.

Bestia alzó la vara, acumulando energía en su extremo…

…Y decenas de brazos salieron del agujero para agarrarle las piernas e intentar que se cayera. Eran los lumitas, que trepaban por el agujero convertidos en una turba furiosa. Era lo último que Telémacus deseaba que hicieran, pues ninguno tenía la menor posibilidad de sobrevivir en una confrontación directa con aquel bruto, pero, benditos fueran, le concedieron los preciosos segundos que necesitaba para trepar. Los lumitas creían en la fuerza del grupo porque habían mantenido, históricamente, un nefasto idilio con la idea opuesta, la de los tramperos solitarios que salían huyendo cada vez que alguien pronunciaba la palabra «civilización». Pero la historia les enseñó, por las malas, que el método más fiable que había de escapar a la extinción era unirse por un bien común, compartiendo la fuerza del grupo y sus conocimientos. Así que se apuntaron todos a ayudar en la refriega.

Bestia aulló de furia, apartando a base de puntapiés a los pescadores, haciéndoles daño, dejándole a más de uno la cara chorreando sangre… y al final optó por descargar sobre ellos la energía de la vara: un anillo blanco se abrió y empujó hacia el fondo del remolque a todos los lumitas, que se quedaron aturdidos formando una piña. Cuando Bestia se dio la vuelta para comprobar el estado de Arthemis y el cazador, se los encontró de frente, de pie sobre el techo del remolque, mirándole fijamente. El rostro de Arthemis parecía pequeño detrás del aro de su respirador, mientras que el de Telémacus quedaba oculto bajo las facciones dragontinas de su casco.

No hizo falta que nadie contara hasta tres.

Los siguientes diez segundos fueron una danza más que una lucha, un baile coreografiado más que una acumulación de empujones: los tres eran guerreros veteranos, los tres invictos luchadores, que conocían técnicas de lucha marciales y las respuestas adecuadas para cada una de ellas. Los campos de fuerza de los extremos de la vara giraron dejando estelas en una exhibición más bien melodramática, anudando tirabuzones de luz en el aire, mientras Bestia volteaba su arma para intentar golpear y al mismo tiempo mantener a raya a sus enemigos. Estos esquivaron, fintaron, amagaron puñetazos y patadas que luego no tuvieron lugar… y durante esos intensos segundos fueron los extremos de una línea que tenía al bruto en su punto central, recibiendo golpes desde direcciones opuestas.

Aunque ni a Telémacus ni a su compañera les quedaban armas, las facultades superiores de sus armaduras les conferían más fuerza que a un humano normal. Al final, con una maniobra acrobática que los involucró a ambos, actuando coreográficamente más por instinto y veteranía que porque se hubieran puesto de acuerdo, se impusieron a su enemigo: Telémacus agarró un extremo de la vara, Arthemis el otro, y la partieron en dos con una explosión de chispas. Bestia intentó empujarlos fuera del camión, pero la cazadora cogió su fragmento de vara, apuntó al abdomen del bruto con el extremo astillado, y se lo hundió hasta que casi le salió por la espalda.

Bestia se desplomó y, entre escupitajos de sangre, aulló por su comunicador:

—¡Emergencia, pájaro uno, extracción! ¡Recogedme, ya!

Telémacus y su compañera se miraron. Sabían a quién iba destinada esa orden: al tóptero que volaba a baja altura sobre el tubo, dispuesto a intervenir cuando su jefe lo ordenara. Y había dado esa orden.

Miraron al techo del conducto. A través de unos paneles de observación transparentes —que habrían regalado hermosísimas vistas del espacio a los paseantes de la galería, en otro tiempo—, vieron pasar la panza del aparato, y cómo de esta surgía un chorro de humo supersónico hacia delante. Un misil, dedujo Telémacus, y miró hacia la parte que aún tenían por delante del tubo. El techo reventó en una nube de fragmentos dejando un agujero justo detrás del segundo camión, al cual el tercero alcanzaría en pocos segundos. Del tóptero cayó una cuerda.

Telémacus fue el primero en no creerse la idea que se le acababa de ocurrir.

—Subamos —le dijo a Arthemis, y entonces se dio cuenta de que hablaba en serio.

Empujaron a un lado el cuerpo de Bestia y se prepararon para agarrar aquella cuerda en cuanto el camión alcanzara el agujero. Telémacus preguntó a los lumitas:

—¿Estáis bien?

—¡¡Sí!! —respondió uno de los ancianos, y le deseó suerte con un gesto muy de su tribu que en otros parámetros referenciales habría resultado incomprensible. El cazador se agarró de la cuerda del tóptero.

Arthemis y él treparon, dejando abajo el tubo de la circunnavegadora. Un mar de fuego se extendía inmisericorde a ambos lados, mientras que al frente, a pocos metros ya, podía verse la salida del barranco. ¡El primer camión estaba a punto de alcanzarla! Eso le dio fuerzas a Telémacus para seguir luchando un poco más, aunque su cuerpo ya estuviera al límite de la extenuación, y continuó trepando hasta subirse a la bodega del tóptero.

No les costó dejar inconscientes a los dos tripulantes que quedaban a bordo del aparato, y se sentaron en la cabina. Con alegría, vieron cómo el camión de Vala salía del tubo por otra fisura y, con una elegancia poderosa que casi parecía dignidad, abandonaba el barranco y seguía avanzando por la llanura que había al otro lado. Atravesó por debajo los restos de un rascacielos que se había doblado por la mitad, derrumbándose hasta formar una V, con un terraplén de hormigón que caía a plomo hasta la fosa. El segundo y el tercer camión lo seguirían en breve, y no parecía que los dravitas hubiesen conseguido destaponar el bloqueo del otro lado, así que nadie los perseguía. Por ahora.

—No podemos dejarlo así —le dijo a Arthemis mientras se sentaba en el sillón del artillero. Ella ocupó el lugar del piloto—. Si les damos tiempo a reagruparse, terminarán cruzando el cañón y todo volverá a empezar.

Ella miró la tronera lanzamisiles del tóptero. Aún le quedaban algunos proyectiles. Se encogió lánguidamente de hombros.

—Bueno, aquí nuestros amigos puntiagudos dicen que tienen un mensajito para Addar.

Telémacus activó los misiles mientras ella invertía el rumbo.

Padre Addar no podía creer lo que estaba sucediendo. Su teatro volante colgaba del cielo junto a las nubes de humo del cañón, aunque sin meterse en ellas. Sobre su cabeza, un cielo del color del cromo era mutilado por ráfagas de un viento helado y cortante.

Ninguno de los vehículos que habían entrado en el barranco en persecución de los fugitivos había vuelto, ni tampoco informado de nada por radio. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso sus perros no eran capaces de atrapar unas cuantas presas desarmadas?

La familiar silueta del tóptero atravesó la pared de humo astillándola como si fuera cristal, y Addar sonrió. ¡Por fin buenas noticias! Sus brillantes focos ya eran visibles en la luz menguante de la tarde, y apuntaron a los esquifes que quedaban sin entrar en el barranco. Los que Addar había designado como su escolta personal.

Iba a silenciar la monodia a la que había sido relegado el recitativo de sus esclavos, cuando un impulso llenó de humo las alas del tóptero. Segundos después, unas formas explosivas de gran belleza plástica estallaron en tierra, reventando los vehículos.

A Addar se le quebró la línea de las cejas: ¿qué demonios estaba pasando? ¿Por qué el tóptero, su tóptero, estaba bombardeando a sus propias tropas? ¿Es que ese maldito piloto se había vuelto loco?

O podría ser… No. Imposible. La idea le cruzó el cerebro como una corriente eléctrica, llenándole de temor. ¡Eran ellos, los malditos fugitivos, que se habían apoderado de algún modo del aparato! Las estelas gemelas de las alas del tóptero dibujaron círculos en la llanura a medida que iba y venía, descargando munición sobre el terreno. Los aerodeslizadores estallaban en hongos a medida que los misiles los iban masacrando.

Padre Addar sabía que uno de aquellos proyectiles, quizá el último que les quedara, estaría reservado para él. Para arruinar su maravilloso palacio flotante, culmen de las artes y la gracia de los poderosos. Y no se equivocó, pues cuando el último de los esquifes ardía dentro de un pequeño cráter, el aparato giró y enfiló su proa en dirección al teatro. Era la única acción evasiva laboriosa, casi amable, de la que era capaz. Un solitario misil cortó el viento a velocidad supersónica hacia su blanco.

Felbercap… —Las pupilas de Addar se encogieron al tamaño de alfileres. Apretó el botón de emergencia de su palco: el suelo se abrió y cayó por la trampilla hasta un pequeño cubículo que era una nave de escape en miniatura. Sin preocuparse por la suerte de sus esclavos, pulsó el botón de eyección. Parecía estar al borde de la apoplejía.

Vio algo más, aunque muy de refilón, tanto que ni siquiera supo si fue verdad o lo había imaginado: en el mismo segundo en que el suelo se abría y el palco se lo tragaba, creyó ver a lo lejos cómo un objeto veloz, separado de la zona de la batalla, se acercaba al barranco y saltaba dentro. No parecía ser nada relacionado ni con los perseguidores ni con los que huían. Se preguntó qué podría ser, pero su mente lo olvidó: tenía preocupaciones más acuciantes.

Por desgracia para él, calculó mal un detalle: aquel misil que se acercaba estaba guiado por un sensor de calor. Cuando la chalupa se desgajó del teatro atrajo su atención como un conejo bailando delante de un coyote. El misil alteró su rumbo en el último medio segundo, y explotó cuando rozó la chapa del vehículo de salvamento. Padre Addar sintió un temblor volcánico, una sacudida brutal que le hizo perder el sentido, y ni siquiera lo supo cuando su cápsula cayó como un pájaro herido dentro del barranco, en el mar de llamas.

—¡Sí! —exclamó Arthemis, loca de alegría. Su mente aún estaba procesando lo que acaba de pasar. Era demasiado bueno para creerlo.

—Ese cerdo ha tenido lo que merecía —gruñó Telémacus—. Atraviesa de nuevo la barrera, cariño, vamos a reunirnos con los nuestros.

El aparato se introdujo en la pantalla de humo, retorciéndola en espirales a su popa. Telémacus se levantó del asiento del artillero.

—Voy abajo, a la bodega, a ver si quedan cuerdas de descenso.

—De acuerdo.

Arthemis se esforzó por mantener el aparato lo más recto posible, a pesar de aquel laberinto de bolsas térmicas que convertían el aire en sacos de calor. De pronto, creyó oír un golpe en la parte de atrás. Miró hacia el pasillo que conectaba la carlinga con el resto de las dependencias.

—¿Telémacus?

Su voz se proyectó contra un silencio frío.

Extrañada, se liberó del cinturón de seguridad y dejó el aparato en automático.

—¿Qué pasa ahí atrás? ¿Te han entrado ganas de ir al baño?

El óleo horripilante en que se había convertido la cara de Bestia le salió al paso. Primero ella, solamente, luego el resto de su cuerpo. La cara de Arthemis se torció, esforzándose por comprender lo que tenía delante, si era una aparición o si realmente estaba allí.

Por desgracia, era real, y lo demostró cuando la agarró por el cuello con sus manazas y la empotró contra la consola. Los circuitos escupieron chispas en todas direcciones.

—¡Puta! ¡Mira lo que me has hecho! —le gritó, salpicándole la cara con gotitas de saliva. Tenía un agujero en el abdomen que lo atravesaba de parte a parte, y que había taponado con trozos de su propia ropa.

Arthemis agarró sus manos, pero no tenía fuerza para aflojar la tenaza. El aire le faltó a medida que el bruto le retorcía el cuello. Mil preguntas pasaron por su cabeza, pero ninguna tenía respuesta: cómo había sobrevivido Bestia a la caída, cómo se las había arreglado para subir a bordo, cómo había logrado quitar de en medio a Telémacus… Era inútil preguntárselo, porque estaba allí; era sólido, no un sueño. Y estaba a punto de asfixiarla. La sensación de que su muerte era inminente fue como un dedo helado que le dibujara sobre la piel.

La cabeza del bruto sufrió un espasmo cuando un objeto se estrelló contra ella: un extintor. Bestia soltó a su jadeante presa y se dio la vuelta. Arthemis, entre violentos tosidos, vio que Telémacus, sin el casco y con un hilo de sangre resbalándole por la frente, se enzarzaba en una pelea de gorilas, una sucesión de abrazos mortales y de empellones que acabó con los dos rodando por la bodega. La cazadora se puso en pie a duras penas, intentando que su tráquea volviera a su sitio, y llegó a la bodega del tóptero justo a tiempo para ver algo horrible: la violenta melé había empujado a Bestia y a Telémacus al borde de la bodega. Fue el encontronazo del tóptero con una bolsa de aire inesperada lo que provocó el bandazo, y que los dos se precipitaran al vacío.

Arthemis quiso gritar, pero con la garganta en ese estado no podía. Corrió hasta la barandilla y miró hacia abajo, a la masa de incendios que estaba sobrevolando, pero no localizó a ninguno de los cuerpos, ni el de Telémacus ni el de Bestia.

Se habían perdido en la nada.

Vala gritó de júbilo, coreada por su hijo, cuando salieron por fin del barranco. Los últimos segundos dentro del tubo habían sido angustiosos, pero entonces la vio: una línea de silencio infinitesimal apareció en el horizonte líquido, visible a través del aire tembloroso. Y supo lo que era: la tranquilidad al otro lado del infierno. La llanura despejada más allá del Armagedón.

El camión rompió un trozo del casco de la nave, pasó por debajo de un rascacielos que se había desplomado sobre sí mismo, ¡y ya estaba fuera! El sol casi se había ocultado en el horizonte, pero para los dos, aquel aire despejado, aquel cielorraso de estrellas, aquella tierra plana hasta donde alcanzaba la vista, eran sinónimos del paraíso.

Eufórica, Vala le pidió a su hijo que fuera a la parte trasera a darle la buena noticia a los suyos. En ese momento vio cómo un aparato volador salía también del humo y se colocaba parejo a ella. Por un instante se asustó, pero entonces se dio cuenta de que era Arthemis la que la saludaba desde la cabina, y se tranquilizó… Una emoción que también se extinguió rápido en cuanto vio la cara de la cazadora, el rictus de angustia y el mensaje que transmitía la tristeza de sus ojos.

Supo que algo muy malo había pasado.

No veía a Telémacus por ninguna parte. En el retrovisor, los otros camiones salieron también del barranco, y parecían razonablemente enteros. No había dravitas en persecución. Pero una angustia fría le oprimió el corazón. La radio permanecía en silencio.

La mujer se quedó pálida. ¿Dónde estaba su marido?

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